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M.B. III.

DON BOSCO ESTUDIA Y REDACTA EL REGLAMENTO DEL ORATORIO DE SAN FRANCISCO DE SALES PARA LOS
EXTERNOS - FINALIDAD DEL ORATORIO - CONDICIONES PARA LA ADMISION DE ALUMNOS

DON Bosco estudiaba atentamente y sin descanso los medios para desarrollar y hacer progresar el
Oratorio. Reunía muchachos de diversa índole, costumbres, educación, instrucción y condición social, pero
no pretendía amontonar un tropel sin orden ni disciplina. Por esto no se cansaba de promover la unidad de
espíritu y de dirección. Y por eso veía la necesidad de establecer unas normas fijas a seguir por los
eclesiásticos, que tan caritativa y solícitamente dedicaban sus energías al ejercicio de aquella parte del
sagrado ministerio. Por otra parte, iba educando de una manera especial a los jóvenes elegidos para
ayudarle; prescribíales minuciosamente la conducta que debían observar en la iglesia, en la clase, en el
recreo, mas sin poner nada por escrito. Lo había intentado varias veces, pero siempre hubo de desistir por
algunas dificultades bastante graves, hijas de los distintos modos de opinar de sus colaboradores, y de las
condiciones de los lugares de emigración de su Oratorio.

Pero hacía muchos años que tenía tomada su decisión. Se había hecho mandar muchos reglamentos de
oratorios festivos, más o menos antiguos, fundados por hombres celosos de la gloria de Dios, y que ya
habían ((87)) florecido en distintas regiones de Italia. Quería examinar lo que otros habían experimentado.

Entre sus papeles todavía hemos encontrado las Reglas del Oratorio de San Luis, erigido en Milán en 1842,
en la barriada de Santa Cristina, y Las Reglas para los «hijitos» del Oratorio, bajo el patronato de la Sagrada
Familia.

Estos Reglamentos, compilados para otro fin y con otro método, imponían a don Bosco una atenta
meditación para sacar una justa apreciación y adaptarlos a su fin. Algunos de ellos habían sido escritos
cuando las familias, en general, daban a sus hijos la primera educación cristiana, vigilaban para que no
sufriera menoscabo su inocencia y los acompañaban a la iglesia y a los sacramentos. Entonces era fácil la
misión del Director de un Oratorio. Bastaba reunir a los muchachos a ciertas horas de los días festivos,
entretenerlos con honestas diversiones, catequizarlos, darles en particular consejos o reprensiones para
enderezar las tendencias aviesas y hacer crecer la buena semilla que ya había sido depositada en sus
corazones. Pero, al presente, no se trataba sólo de cultivar, porque muchos jóvenes de ciertas clases
sociales ya no recibían instrucción religiosa en su casa y vivían alejados de la Iglesia; se precisaba, por tanto,
y ante todo, recobrar su corazón, extirpar las malas raíces que el mal ejemplo y la corrupción precoz
habían hecho germinar en él y, después, sembrar gérmenes de virtud. Más aún, había que añadir que,
para que muchos de ellos perseverasen en la virtud, era totalmente imprescindible apartarlos del ambiente
corrompido en que vivían. Una mente sagaz podía fácilmente prever cómo el mal iría creciendo de manera
espantosa.

Se necesitaba, por consiguiente, que el Oratorio moderno, popular, fuera un campo de verdadero
apostolado, en el que aplicasen ((88)) los medios de santificación instituidos por Jesucristo administrados
según el espíritu de la Iglesia.

Debía sustituir a la parroquia en todas sus funciones, como establece el Concilio de Trento. Debía ser la
sede de una autoridad paterna, que remediase con todas sus fuerzas la negligencia de los padres y que
supiera ganar de tal modo a los muchachos que ejerciera una influencia moral y continuada en su
conducta.

1
Ya había Patronatos que se acercaban al ideal de don Bosco. En ellos se celebraba la misa, se explicaba el
catecismo, tenían confesores, se recomendaba la santa comunión una vez al mes, se vigilaba a los
muchachos durante el recreo. Pero el Oratorio se cerraba a media mañana y los jóvenes quedaban
abandonados a sí mismos porque no tenían dónde reunirse por la tarde. Y don Bosco, que sabía los peligros
más graves para los jóvenes, particularmente si eran obreros, aparecían por la tarde, quería que su Oratorio
estuviera abierto toda la jornada.

Había Oratorios festivos que procuraban a los muchachos todos los auxilios espirituales y también los
recogían por la tarde; pero no admitían más que a los de una conducta digna y probada; debían ser
presentados por sus padres a la dirección y se les obligaba a retirarse si no se comportaban bien. Pero don
Bosco quería que acudieran a su Oratorio no sólo los más ignorantes para instruirlos, sino también los que
no eran buenos para convertirlos, con tal de que no escandalizaran a los buenos: quería que éstos sirvieran
de modelo y estímulo para la virtud. Por tanto, consideraba inútil poner condiciones para la aceptación a
los que necesitaban una caritativa violencia moral para introducirlos al convite del Padre Celestial; y no
permitía que se despidiera a los que, ((89)) tal vez, dejaban de asistir al Oratorio meses y meses, pues
estimaba era una fortuna su vuelta, aunque durara poco tiempo.

Era además evidente que no se podían exigir garantías de buena conducta a unos padres, que no se
preocupaban para nada de la suerte de sus hijos, ni tenían prestigio alguno sobre ellos o a lo mejor los
apartaban de frecuentar la iglesia.

Don Bosco recogió también algunos Reglamentos de Oratorios destinados a muchachos díscolos,
internados en reformatorios, en los que, a la par, se admitían muchachos externos de la misma categoría.
Pero no le gustaba el sistema disciplinario allí impuesto y la vigilancia casi policial, aunque fuese necesaria,
y la obligación de la asistencia. Este sistema ya no podía emplearse porque no lo aceptaba la opinión
pública y además don Bosco quería que sus alumnos practicaran el bien libremente y por amor.

Estudiaba todos aquellos reglamentos, tomaba notas, modificaba, adaptaba, combinaba, según su punto
de vista, y ateniéndose especialmente al de los Oratorios de San Felipe Neri en Roma y de San Carlos
Borromeo en Milán, fundado hacia 1820.

Sin embargo, eliminó ciertas disposiciones que no le parecían adaptadas a sus tiempos y que hubieran
podido alejar más que atraer muchachos y animarlos para asistir. Excluyó solamente para la aceptación a
los de muy tierna edad o con enfermedades contagiosas. En la práctica, cuando se trataba de
insubordinación, estableció por principio una gran tolerancia y la amonestación cordial, constante y eficaz,
en vez de los castigos. Alejaba del Oratorio solamente a los que ofendían gravemente al Señor con el
escándalo y no quería que hubiese registros oficiales donde quedasen anotadas las faltas de los culpables o
de los indiferentes en las prácticas de piedad. En cuanto a la ((90)) frecuencia de los sacramentos dejaba
máxima libertad: ninguna obligación de pedir la cédula de confesión1 ni el menor reproche a quien pasara
mucho tiempo sin confesarse; ninguna distinción de categoría para acercarse al tribunal de la penitencia: el
que primero llega, se confiesa primero y el que quiere retirarse, no llama la atención de nadie. Dígase lo
mismo de la sagrada comunión y, por eso, en los días solemnes, lo mismo recibía el desayuno el que había
comulgado que el que no se había acercado al sacramento.

1 Así se llamaba la que se daba en las parroquias en tiempo del cumplimiento de iglesia, para que constare. (N. del T.)

2
Establece el carné de asistencia, mas sólo para certificar si uno era digno de premio. Pero esta libertad,
dirigida por el celo prudente de don Bosco y de sus continuas exhortaciones, debía producir admirables
efectos.

Don Bosco, pues, examinó los reglamentos que le habían proporcionado y anotó sus propias observaciones
sobre un pliego que nos sirvió de guía para redactar estas páginas.

A primeros del año 1847, cuando ya había organizado las clases nocturnas, en atención al consejo de
diversas personas autorizadas, entre las que se encontraban el Arzobispo y don José Cafasso, se puso a
redactar su reglamento, que terminó en pocas semanas.

Expuso en él lo que tradicionalmente se hacía en el Oratorio; estableció los distintos cargos para la iglesia,
el recreo, la escuela, y marcó los artículos oportunos para cada uno de ellos. Este reglamento se publicó
hacia 1852 y después fue revisado y perfeccionado, en ediciones posteriores, de acuerdo con las
necesidades. Está dividido en tres partes. La primera señala la finalidad de los Oratorios festivos, los
distintos cargos y sus respectivas reglas; la segunda contiene las prácticas de piedad que deben cumplir los
muchachos y el comportamiento que deben observar en la iglesia y fuera de ella; la tercera, que fue
impresa posteriormente, se refiere a las escuelas diurnas y nocturnas y da advertencias generales a
propósito para este fin.

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