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Las tiendas de los chinos

Jesús Vélez Cuello

En los años treinta llegaron a nuestros lares samarios, emigrantes


chinos. Aparecían de pronto con unos pasaportes donde estaba el
nombre que los funcionarios samarios no sabían pronunciar, por lo
cual le hacían un documento con un nombre en español como: Juan,
Julián o José y solo le dejaban el apellido original.

Esos chinos se ubicaron por los lados donde hoy están los barrios San
Francisco y El Olivo: montaron hortalizas donde sembraron repollo,
cebolla larga, lechuga, zanahoria, pepinos, berenjena y remolacha.
Construyeron estanques para depositar el agua que llegaba por
acequias del río Manzanares; al rededor de estos sembraban berro,
que aún venden en el mercado. Por eso los samarios adquirieron la
costumbre de comer verduras, cuando de Ciénaga y los otros pueblos
del Magdalena, imperaba el sancocho y la viuda de Bocachico.

Cuando estos chinos que vendían personalmente sus verduras en el


mercado antiguo, ubicado en la plaza de San Francisco, consiguieron
unos pesos, montaron restaurantes como el Paralelo 38, del difunto
Antonio Tang, frente a la primera estación del ferrocarril. Tiendas en
todas las esquinas estratégicas del viejo centro de Santa Marta, sólo
hasta la calle Campo Serrano, nunca en los extramuros del Cundí,
Manzanares o Pescaíto. La famosa tienda de José Cheu en la calle de
Madrid, la de Juan Yong en la calle Campo Serrano, la de Alfonso
Bong en la calle de la Cruz, la de Julián en la carrera quinta y la de la
Chino Lolo y el mercadito de la calle Santa Rita.

Esas tiendas se caracterizaron por lo lóbregas y tristes, donde nunca


se escuchaba música; eran sitios preferidos por personajes como el
escritor Ramón Aycardi y otros borrachos de cuello blanco, de ex
burócratas y de abogados sin título y muchos tinterillos y cargadores
de guineo. Se sentaban en viejos taburetes, cada vez que se metían
un trago de Ron Caña lanzaban un “salivón” a medio metro de
distancia, cubriendo el piso de la tienda de salivones inmensos. Esas
tiendas de los chinos les agradaban a los alcohólicos impertinentes
porque el chino propietario no les paraba bolas, le podían decir hasta
“hp” y nada pasaba porque no hablaban bien el español. Los chinos
vendían Ron Caña por trago o por la inolvidable “media de media”, que
era la mitad de una botella de Ron Caña.

Un día de abril de 1946 en la tienda del Chino Bong, un famoso


borracho al que le decían Castillo, fue al patio a orinar y sintió el aroma
de algo que el chino estaba cocinando. Se le abrió el apetito y se
mandó media olla del cocido. Feliz y harto volvió al lado de sus
compinches: Andamio, Mochila, Ramos y Figurín a seguir tomando
Ron Caña, cuando el chino fue al patio a ver la olla, llegó con la piedra
volada y preguntó: “¡Carajo! ¿Quién se comió la comida de los
perros?”. Por allá en la tienda del Chino Ying, en la Calle Campo
Serrano, acostumbraba a llegar muy temprano un borracho
empedernido a quien llamaban “Luchín”, que se metía tres rones y
luego le decía al chino “Me los anotas”. Una mañana, después del
segundo, le pidió la paga y Luchín le respondió: “Tranquilo, chino,
mañana le traigo la plata”. El chino le preguntó: “¿No quiele otlo?”
“Claro que sí”, respondió el borracho samario. Le despachó un trago
de ron bien grande, pero de un color pardusco. Luego se supo que
Luchín estuvo 15 días en el Hospital San Juan de Dios con una
tremenda cagalera y la lengua verde broquelada por óxido de cobre.
Dejó de tomar Ron Caña porque quedó totalmente idiotizado.

En esas tiendas de los chinos también vendían un guarapo que hizo


historia en el paladar de los samarios; nadie supo que le echaban,
pero de que era sabroso nadie lo negó nunca.

En todo caso los chinos se fueron en silencio en la misma forma en


que llegaron. Se llevaron la fórmula de su guarapo delicioso y nos
dejaron el misterio de su recuerdo.

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