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La Iglesia lleva a cabo la conciencia de ser depositaria de un mensaje que tiene su origen
en Dios mismo (cf. 2 Co. 4, 1-12). Ella ha acogido en la fe la palabra de Dios (cf. 1 Ts 2,
13). Así se explicita “Quiso Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a sí mismo y
manifestar el misterio de su voluntad (cf. Ef 1, 9): por Cristo, la Palabra hecha carne, y con
el Espíritu Santo, pueden los seres humanos llegar hasta el Padre y tomar parte de la vida
de Dios. Es un don que viene de Dios para alcanzar a la humanidad y salvarla.
La propuesta del magisterio (Vat. I) en este sentido, propone: además del conocimiento
propio de la razón humana, capaz por su naturaleza de llegar hasta el Creador, existe un
conocimiento que es peculiar de la fe. Este conocimiento expresa una verdad que se basa
en el hecho mismo de que Dios se revela. Por eso, la verdad alcanzada a través de la
reflexión filosófica y la verdad que proviene de la revelación, no se confunden.
La revelación está llena de misterio. Es cierto que con su vida, Jesús revela el rostro del
Padre. Sin embargo, el conocimiento que nosotros tenemos de ese rostro se caracteriza por
el aspecto fragmentario y por el límite de nuestro entendimiento.
Para ayudar a la razón, que busca la comprensión del misterio, están también los signos
contenidos en la Revelación. Estos le permiten investigar en el misterio con sus propios
medios, la llevan más allá de su misma realidad para descubrir el significado ulterior del
cual llevan.
La Sagrada Escritura nos presenta la unión profunda que hay entre el conocimiento de fe y
el de la razón. Lo testimonian los libros sapienciales. En estos textos se contiene la riqueza
de civilizaciones y culturas desaparecidas, no solamente la fe de Israel. El autor sagrado
quiere descubrir al hombre sabio, lo presenta como el que ama y busca la verdad.
Desde sus inicios, la filosofía se encargó de purificar las formas mitológicas que los
hombres tenían acerca de Dios. En ese sentido, fue tarea de los padres de la filosofía
mostrar el vínculo entre la razón y la religión. Quisieron dar fundamento racional a su
creencia en la divinidad.
En este sentido, los Padres de Oriente y de Occidente fueron capaces de sacar a luz
plenamente lo que todavía era incipiente en el pensamiento de los grandes filósofos
antiguos. Ellos, habían mostrado cómo la razón, liberada de ataduras externas, podía salir
del callejón ciego de los mitos, para abrirse de forma más adecuada a la trascendencia.
Es necesario ver que ambas doctrinas se complementan (la razón y la fe) y que no se
contraponen en el camino, pues, existe una armonía entre el conocer filosófico y el de la fe:
la fe requiere que su objeto sea comprendido con la ayuda de la razón; y la otra, en la cima
de su búsqueda, admita como necesario lo que la fe le muestra.
Por último, se destaca en la última parte de la Encíclica, la Palabra de Dios como portadora
de una serie de elementos, ya sea implícito o explícito, que demuestran una visión del
hombre y del mundo de gran valor filosófico.
Por lo tanto, se descubre que el ser humano por más que permanezca una doctrina o la
niegue, siempre intentará remitirse a algo que lo pueda trascender. Es por eso que se resalta
la Palabra de Dios como portadora de un mensaje que es salvación para todos los que la
oyen. Porque en ella, de distintas maneras o relatos se ha plasmado la vivencia de hombres
y mujeres que han sabido descubrir el sentido de sus vidas que da cabida a un saber
universal.
Pedro F. Morel