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La nave del odio, el desvarío de los


canallas

Por Sebastián Sica

La nave de los locos (El Bosco).

“Nuestro porvenir de mercados comunes encontrará su


contrapeso en la expansión cada vez más dura de los
procesos de segregación”, afirmaba Lacan en el año
1967.
Es lo que recordábamos al leer con estupor la noticia
de que el grupo neofascista europeo denominado
Generación Identitaria hará zarpar una nave que se
dedicará en el Mediterráneo a patrullar las aguas de
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Libia, con el fin de rechazar a los migrantes que


intentan llegar a Europa.
La misión ha sido bautizada “Defender Europa” por el
grupo de ultraderecha –conformado por nueve países
europeos– para interceptar los barcos de inmigrantes y
“después contactar a la Guardia Costera Libia y
devolverlos a ese país para que puedan ser detenidos
los traficantes”.
Sin pudor, los voceros del grupo publicaron en su web
que “cada semana, cada día, cada hora los barcos
llenos de inmigrantes ilegales están inundando las
aguas europeas, se está produciendo una invasión.”
Con elegantes eufemismos o recurriendo al lifting
semántico –como prefiere decir Gilles Lipovetzky–,
los xenófobos de esa derecha que crece de manera
exponencial en casi todos los continentes pretenden
implantar discursos que justifiquen acciones que los
erijan como los únicos representantes “del Bien y la
Belleza”, las dos categorías morales que Lacan tanto
acentuaba en su seminario sobre la ética del
psicoanálisis.
¿Qué persiguen? Por encima de todo –y de todos– se
asumen en el papel mesiánico con el que tanto se
solazan para salvarnos, para salvar al mundo: por un
lado –afirman sus integrantes sin ningún tipo de
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vergüenza– se proponen salvaguardar a los


inmigrantes y en un mismo movimiento defender a los
ciudadanos europeos de lo que llaman un “etnocidio”
ya que la llegada de los extranjeros “destruye la
identidad, los valores antiguos, las costumbres, la
patria”.
Como afirma Roberto Espósito en su libro Immunitas,
uno está tentado de preguntarse ¿qué podrían tener en
común en nuestra época eventos tan disímiles como el
refuerzo de las barreras contra la inmigración, la lucha
contra un brote epidémico, la paranoia respecto de un
ataque bacteriológico o por parte de hackers
informáticos? El autor responde que se trata del
concepto de “inmunización”, categoría que recorta
transversalmente y permite leer sucesos diversos y
pertenecientes a campos heterogéneos.
Es una inmunización frente a los “peligrosos
inmigrantes” de lo que se trata, aquellos que podrían
alterar el orden público o representar algún riesgo
biológico o de otra índole a la pureza del país
hospedante.
Si bien resulta muy justo el nombre que le han puesto
sus detractores a ese barco infame, “la nave del odio”,
en sentido estricto no se trata de odio sino, lisa y
llanamente, de la lógica del racismo.
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Según Lacan, el odio y el amor constituyen una serie


continua, a la manera de una banda de moebius, donde
el derecho se convierte en el revés; de hecho acuñó el
neologismo “odioamoración” para referirse a esa
estructura y dejar de lado la noción freudiana de
ambivalencia. Pero no se trata en este caso de esta
clase de estructura: ningún amor, ningún altruismo
por los extranjeros.
En el año 1973, en la televisión francesa (emisión
cuyo texto completo los lectores conocemos como
“Televisión”), Jacques Lacan era interrogado acerca de
su profecía sobre un nuevo ascenso del fascismo y
respondía:
“En el desvarío de nuestro goce, sólo existe el Otro
para situarlo, pero sólo en tanto que estamos
separados. (...) Lo que no se podría es abandonar a ese
Otro a su modo de goce, sino a condición de no
imponerle el nuestro, de no tenerlo por un
subdesarrollado.”
La tesis de Lacan sobre el racismo se apoya en el
hecho de que dado que el sujeto hablante –parlêtre lo
llamará en los últimos años de su enseñanza– ignora
de manera estructural el goce que lo comanda, es el
rechazo del goce del Otro aquello que le otorga la
ilusión de orientarlo.
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Rechazar el goce del Otro, o colonizarlo para


reconducirlo en las vías de la normalización, es decir,
modos de goce escritos y establecidos en nombre del
Bien, sobre el que no conviene ponerse a dudar ya que
casualmente siempre coincide con los ideales de los
“buenos”.
Erigir fronteras simbólicas, o en ocasiones reales,
otorga el espejismo para algunos de poder trazar las
coordenadas de lo sano y de lo enfermo, lo bueno y lo
malo, situar el rostro del mal, incluso su anatomía,
para poder perseguirlo, rodearlo y neutralizarlo.
Como una variante invertida de aquella nave de los
locos descripta por Michel Foucault en su libro
Historia de la locura en la época clásica –ese navío a
bordo del cual se deportaba a los “locos e insensatos”
para expulsarlos a una existencia errante– esta vez la
Historia quiere que la embarcación sea tripulada por
los representantes de la Moral, pero con el mismo fin:
la exclusión del Otro.
Los nombres del racismo son disímiles y se esconden
en cualquier discurso, más aún en los más decorosos.
Desde el muro para separar México de los Estados
Unidos, hasta la criminalización de la pobreza,
pasando por la exclusión de los leprosos o de las
diversidades sexuales, hasta los campos de exterminio
de los nazis, la historia actual y pasada del racismo y
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los procesos de segregación ofrece un arco


interminable, de lo más atroz a lo más sutil. Es fácil
para el lector agregar ejemplos a la lista.
En la sesión del 17 de junio de 1970, durante el
seminario El reverso del psicoanálisis, Lacan
afirmaba: “Es preciso decirlo, morir de vergüenza es
un efecto que raramente se consigue.”
Es cierto: el destino del canalla nunca será morir de
vergüenza.
* Licenciado en Psicología (Universidad de La Plata).
Psicoanalista, integrante del Campo de Investigaciones
Lacanianas de La Plata. Docente y supervisor de
residentes de Psicología en diversos hospitales de la
Pcia. de Bs. As. Docente en cursos de posgrado.

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