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abracé, estreché mi rostro contra su cara sin rasurar y pasé mi mano por su cabeza
blanca. Aquella fue la última vez que lo vi vivo. Mientras caminaba hacia la parada del
autobús pasó a mi lado la ambulancia de los bomberos que iba a buscarlo.
Murió tres días más tarde, en el Hospital Clínico Universitario, ahogado por el agua
acumulada en sus pulmones, luchando por liberarse de una camisa de fuerza. Tenía 53
años. Fue el 9 de noviembre de 1981, en Caracas. La noticia apareció desplegada en el
vespertino El Mundo y, al día siguiente, en las primeras planas de los principales
periódicos venezolanos: “Ha fallecido Rafael José Muñoz, poeta y dirigente político
contra la dictadura”. Esa misma noche, por la capilla funeraria, pasó un desfile de
amigos que contaban anécdotas de la resistencia clandestina, de la prisión y la
guerrilla, para terminar lamentando la gran pérdida de “el poeta”. Así lo llamaba todo
el mundo y yo estaba acostumbrado, aunque en aquel entonces no había leído una
sola de sus páginas. Apenas tenía doce años y no sabía nada de la muerte.
Me acerqué al ataúd y apoyé mi cara contra el cristal. Lo vi muy bien vestido, con un
traje gris, una camisa blanca, una corbata oscura y la piel rojiza y fresca. Mi propósito
era comunicarme telepáticamente, despertarlo con mis pensamientos, sacarlo del
sueño profundo en que se encontraba. Esperé a que su respiración empañara el
cristal, a que sus ojos se abrieran. Pero nada sucedió.
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Mi padre vivió bajo la sombra del alcohol casi toda su vida. Hizo lo que pudo para
dejarlo, pero terminó vencido. Cuando yo era niño muchos de nuestros encuentros
transcurrían en la barra o en alguna mesa del bar La Giralda, a una cuadra del céntrico
bulevar de Sabana Grande, en Caracas. Era a principios de los setenta y las
autoridades no le prestaban la menor atención a la presencia de niños en los bares.
Recuerdo esa enorme casona como un sitio umbrío, pero no carente de atmósfera.
Tras la barra solían estar Antonio o Manolo, los hermanos Gallardo, unos españoles
republicanos que habían huido de Cuba cuando comenzaron las expropiaciones en los
inicios de la revolución. Jamás le preguntaban qué iba a beber, sino que destapaban
una cerveza muy fría y se la servían en una jarra congelada. A mí, en cambio, siempre
me preguntaban. “¿Y qué quieres hoy?”. “Una Orange Crush”, respondía
invariablemente, acomodándome en un taburete alto junto a mi padre para poder
alcanzar el pitillo en la botella. Él abría su libreta y tomaba apuntes que después
abandonaba, como éste, que llevé muchos años doblado en mi billetera:
***
No estoy muy seguro de las causas que lo empujaron a beber desde muy joven, pero
sí tengo alguna idea de dónde y cuándo descubrió el alcohol. “Cuando llegué a vivir a
Puerto Píritu, al año siguiente que tu papá, él ya había comenzado a beber con Julián
Saume, que era un muchacho encargado del bar” –me contó mi tío Alí Muñoz–. “Al
cerrar, terminaban con todo lo que había quedado en las botellas y se emborrachaban
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Rafael José madrugaba para llevar leche fresca a la mesa, cortaba la leña para el
fogón, daba de comer a las aves del corral, preparaba las alambradas, llevaba las
vacas a los establos al caer la tarde. Era un peón más en las tierras de don Agustín.
“Cuando mi papá veía un hombre trabajador se enamoraba de él. De ahí su relación
especial con Rito. A pesar de la distancia que imponía el viejo, Rito lograba estar cerca
del padre a través del trabajo”, decía Tom.
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En la infancia, Rafael José y su madre, Zoila Piedad Muñoz, fueron muy cercanos. Él
era el primogénito de la mujer más independiente y culta del pueblo. Pero, cuando
creció, la relación se hizo más distante y áspera, debido a la inquina sembrada por
Agustín cuyo orgullo había quedado herido luego de que Piedad decidiera ponerle fin a
ese romance que había dejado cuatro hijos y decenas de cartas de amor ardiente.
“Cuando Rito tenía 10 u 11 años –recordaba Tom–, Piedad comenzó su relación con
Serrano, el telegrafista, padre de Artajerjes, el menor de los Muñoz y también poeta.
Estábamos don Agustín, Rito, Alí y yo en la esquina de la bodega de Tito. En la
esquina opuesta, donde estaba el telégrafo, vimos a Piedad. Don Agustín entonces le
dijo a Rito: ‘Allá está tu mamá pegada como una hiedra a la baranda del telegrafista’.
Mi tío Alí Muñoz recuerda el mismo episodio, pero en su recuerdo las palabras de
Agustín no guardan ninguna sutileza y en vez de decir ‘como una hiedra’, dice una
‘como una perra’”.
Rafael José abandonó sin aspavientos la casa de los López. Sin embargo, en 1943,
Agustín enfermó de cáncer en la garganta y, ya moribundo, tomó su caballo y atravesó
la densa sabana por el camino de las recuas de mulas hasta el pueblo costero de
Puerto Píritu, donde había mejor atención médica y donde estaba su hijo que, por
entonces, tenía sólo 15 años. Rafael José cuidó a su padre durante muchos días, hasta
que murió, asfixiado y en sus brazos, intentando decirle algo. De aquella tentativa de
reconciliación nació, 20 años más tarde, la “Elegía a mi padre Agustín”, que cierra El
círculo de los 3 soles, su segundo libro, publicado en 1969. Allí, Agustín no es una
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figura hosca y desaprensiva sino un padre brahmánico, con una estatura imponente y
magnánima, como si la desazón experimentada en la infancia pudiera ser reparada por
la imaginación.
(…)
***
A los 16 años, Rafael José ya escribía poemas. “La pasión política y la pasión poética
se manifestaron en tu papá desde muy joven –decía mi tío Tom–. La primera, le venía
de don Agustín que como ferviente admirador de Rómulo Betancourt siempre debatía
sobre los problemas políticos del país y era, además, un hombre muy atento al
acontecer internacional. Nuestra casa era la única de Guanape donde había un afiche
de la fuerza aérea británica durante la segunda guerra mundial. Papá seguía los
acontecimientos cada día en la radio de un vecino. En la poesía, Rafael José comenzó
escribiendo unas cartas de amor que eran la envidia de sus amigos, por lo efectivas.
Sin ser muy apuesto, conseguía con las cartas la atención de las damas hermosas.
Empezó a escribir sonetos eróticos que luego lo metieron en más de un problema. De
hecho, no pudo terminar el bachillerato en el liceo Fermín Toro porque cuando le
tocaba presentar exámenes de historia, en vez de contestar qué había caracterizado al
Siglo de Pericles o como se había llevado a cabo la Independencia de España, se
dedicaba a escribirle poemas eróticos a la profesora Eunice Gómez”.
Poco después de la muerte de su padre, Rafael José decidió irse a Caracas. Abordó el
vetusto vapor “Trinidad” que, en dos días de lenta navegación, lo llevó hasta el puerto
de La Guaira. El viaje tuvo un incidente afortunado. El señor Álvarez era un extremeño
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de unos cincuenta años que había luchado en el bando republicano durante la guerra
civil española. Allí había conocido a Miguel Hernández, de modo que al descubrir los
ímpetus poéticos de Rafael José, Álvarez se puso a declamar poemas de Hernández,
Machado y Lorca, ampliando el hasta entonces limitado repertorio poético de mi padre.
Una vez en Caracas, y sin un centavo en el bolsillo, aceptó trabajar como facturador y
cajero en el matadero de Agustín, su medio hermano mayor, que había prosperado en
el negocio de los frigoríficos. A mediados de octubre de 1945, cuando tenía 17 años, la
historia venezolana sufrió un quiebre radical. Un golpe cívico-militar derrocó al general
Isaías Medina Angarita. El cabecilla del golpe era Rómulo Betancourt, ya por entonces
líder de Acción Democrática, el partido que había fundado en 1941. Hizo un llamado a
que los jóvenes se incorporaran a la fundación de la democracia, y de pronto todas las
piezas del país parecieron encajar de forma nueva y deslumbrante.
Rafael José había conseguido un puesto de maestro en una escuela de San Diego de
los Altos, en las afueras, y ya por entonces la política empezó a convivir con la poesía.
Por las noches iba a los cafés del centro a contagiarse del ánimo de renacimiento que
reinaba en las tertulias universitarias donde se reinventaba el futuro. Por otra parte,
escuchando a los poetas mayores como don Fernando Paz Castillo, y a otros más
jóvenes pero ya consagrados como Vicente Gerbasi, sentía que la poesía era una
pasión irrevocable. Descubrió que los surrealistas parisinos no lo conmovían tanto
como el vitalista Neruda y el melancólico Vallejo. Había llegado a ellos a través del
poeta y ensayista Juan Liscano, uno de los intelectuales más respetados del país, el
primero en publicar sus poemas y notas críticas en la Revista Nacional de Cultura,
quien lo alentó siempre a optar por la poesía y no por la política. Catorce años mayor,
Juan Liscano no era sólo su amigo sino también, hasta cierto punto, su padre
sustituto. Así lo demuestra la dedicatoria de “El círculo de los 3 soles”: “A Juan
Liscano, amigo, maestro, padre”.
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Por esa misma época, la familia López se estableció en Caracas. Rafael José encontró,
al mudarse con sus medios hermanos, el calor familiar que había perdido desde
Guanape. Pasaba mucho tiempo escuchando tocar el piano a Titina, una de sus
hermanas, a quien adoraba. La casa donde vivían quedaba en la parte más baja de La
Pastora, justo detrás del Palacio de Miraflores. En el saloncito había un tocadiscos. Tom
todavía recuerda que Rafael José era un gran melómano. “No le gustaba ir a conciertos
pero le fascinaba la música. Nos sentábamos junto con Titina todos los domingos y
escuchábamos la sinfonía Patética, que es la número 6 de Tchaikovsky, o la 5ta de
Beethoven, que tanto le gustaba. Cuando no oíamos música, se encerraba muy
temprano en la oficina del fondo con sus libros de poesía y una botella de ron. Todavía
puedo oírlo recitar con enorme exaltación: “Desembarqué en Picasso a las seis de los
días de otoño / recién el cielo anunciaba su desarrollo”. La poesía realmente lo
tomaba, producía un rapto en él. “Soy feliz”, decía. La organización política comenzó a
tomar cada vez más tiempo en su vida, pero su pulsión poética no entendía de
dogmas y, cuando podía, se encerraba a escribir. Una tarde, a principios de 1952, se
acercó a Vicente Gerbasi con un puñado de poemas. A Gerbasi lo asombró que alguien
de 22 años hablara de la muerte aun en sus poemas amorosos. Ponderó sus sonetos,
diciendo que estaban llenos de sonoridad y de “una fuerte luz oscura”, y lo alentó a ser
original sin contemplaciones. Esa breve aprobación fue suficiente para que Rafael José
se animara a reunirlos en su primer libro, Los pasos de la muerte (Ediciones de la
Revista Hispana, 1953), cuyo prólogo firmó el propio Gerbasi. El libro es, en realidad,
una desconcertante exploración de la muerte como presencia cotidiana, y está poblado
de angustiosas visiones pero no exento de humor y parodia:
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Por esos mismos tiempos se acercó a los maestros metafísicos como George Gurdjieff,
Piotr Ouspensky, Madame Blavatsky y Paul Burton, descubiertos gracias a la equipada
biblioteca de temas esotéricos de Juan Liscano. En su doctrina del Cuarto Camino,
Gurdjieff planteaba que la trascendencia era el resultado del desarrollo interior
individual, de un conocimiento que podía llevar a la comprensión del lugar propio en el
universo. Pero, de acuerdo con Gurdjieff, esa sabiduría sólo podía lograrse a partir de
una cuidadosa exploración de la conciencia que llevara a la mente al límite. Esos
pensamientos dejaron una huella permanente en su obra y en su manera de concebir
su lugar en el mundo.
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“La tortura fue algo terrible. Era muy difícil de resistir y casi todo el mundo terminaba
cantando” –recordaba mi tío Alí Muñoz, quien también fue encarcelado y torturado–.
“No porque quisieran traicionar, sino porque te sometían a una violencia brutal. Tu
papá era muy jodido, porque a cuenta de que él no delataba, le exigía a todos la
misma verticalidad. Una vez se sospechaba que yo había cantado. Estábamos presos y
él me increpó. ‘Eres sospechoso de delación’. Le respondí que no lo había hecho.
‘Tienes que probarlo porque si no serás un soplón hasta que demuestres lo contario’.
¿Crees que soportar más torturas te hace mejor?, le respondí. Carajo, no faltaba más,
mi hermano, mi verdugo”.
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Suele decirse que la poesía de mi padre nació tardíamente, tras una vida de zozobra, y
que disputó su lugar con la política hasta, finalmente, imponerse. El ensayista y poeta
Jesús Sanoja Hernández insiste en que su obra era la de un desorbitado que, en medio
del delirio alcohólico, cabalgó al borde de los abismos demoníacos, la revelación
divina, el disparate matemático, la dislocación del lenguaje y la locura, reinventando el
idioma. Esta enumeración caótica, sintetizada por el crítico Guillermo Sucre como la
búsqueda de un “esperanto poético”, no da cuenta, sin embargo, de la transformación
que sufrió mi padre y que lo llevó de una crisis existencial profunda al descubrimiento
de una desconcertante imaginación.
Su crisis empezó en la década del sesenta, cuando quiso optar por el radicalismo de la
lucha armada pero, paralelamente, empezó a sentir un profundo desencanto con la
política.
En 1959, Rómulo Betancourt, líder de AD, hizo llamar a los dirigentes jóvenes a su
despacho para amenazarlos con una sanción disciplinaria por haber apoyado una
precandidatura que no era la suya. Cuando Betancourt hablaba muy pocos osaban
rebatirlo pero mi padre lo tomó por la corbata y comenzó a zarandearlo. “Vamos a
hablar claro. Usted está conspirando contra la unidad”, dijo, advirtiéndole que su
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La primera vez que Fidel Castro salió de Cuba, en 1959, viajó a Caracas. El motivo
secreto era extender, en Latinoamérica, la emancipación de Estados Unidos y su idea
era que Betancourt lo apoyara. Pero éste le volvió la espalda y se convirtió en su más
encarnizado antagonista. Sin embargo, Castro se reunió con los izquierdistas que ya
se mostraban inconformes con las alianzas del nuevo gobierno con la oligarquía y el
clero. Rafael José Muñoz fue uno de los principales promotores del debate sobre la
lucha armada y la posibilidad de seguir la vía cubana.
“Al poeta le tocó poner orden en esa situación” –recuerda Domingo Alberto Rangel,
ideólogo fundador del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria)–. “Era un hombre
muy singular. No he visto ser más nervioso. Sostenía los pañuelos en sus manos
sudorosas y los rompía a causa de la impaciencia. Para él no existían los plazos en el
tiempo. Quería que todas las tareas se cumplieran inmediatamente y pedía celeridad
en todo. Era ideal para la organización, pero en el MIR abundaban los bohemios y él
solía pelear con quienes eran desmañados con el tiempo. Eso no impidió que fuera el
gran secretario de organización del MIR. Tomó el dictamen de la dirección nacional del
partido y se dedicó a recorrer el país para recomponer y compactar las fuerzas de la
izquierda, dispersas en el momento de la división de Acción Democrática”.
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Rafael José se había casado, en 1959, con Nelly Olivo, mi mamá. Vivieron desde el
principio en un matrimonio contrariado, que duró hasta su muerte, y tuvo un
distanciamiento de ocho años. No podía haber seres más distintos. Ella era bióloga y él
poeta, pero la verdadera diferencia radicaba en el carácter: él era ordenado, puntual y
socialdemócrata; ella soñadora, revolucionaria y tan abstracta que sus conversaciones,
salpicadas de una profusa jerga médica y biológica, resultaban incomprensibles. Sin
embargo, eran buenos compañeros y se guardaban respeto.
El sueldo que recibía mi padre en el MIR no alcanzaba para gran cosa, de modo que mi
madre hacía malabarismos para estudiar y sostener a los hijos con el pequeño salario
que recibía como técnica de investigación en la universidad. “Pese a que la política lo
absorbía casi totalmente, el poeta siempre encontraba un momento para escribir
–decía mi madre–. Después de asistir a tres reuniones, organizar la logística de
quienes se iban a la guerrilla, mover armas de un sitio a otro, volvía a su máquina
Erika e introducía dos hojas blancas en medio de las cuales insertaba una lámina de
papel carbón”. Junto a la máquina, colocaba un vaso de cerveza o vino y le daba unos
sorbos como preludio a la escritura. “Apenas comenzaba a teclear, no paraba hasta
traspasar al papel lo que tenía en la mente, fuera un artículo de opinión, un manifiesto
político o un poema. Como le tenía manía al desorden, después de terminar recogía
todo y clasificaba el trabajo con minuciosidad. La máquina quedaba como si no la
hubiese tocado”. Sin embargo, la vida que llevaban era desordenada. El acoso de la
Dirección de Inteligencia Policial los llevaba a no tener rutinas fijas. Cuando él tenía
que ocultarse, sus hijos pasaban un buen tiempo sin saber dónde estaba. “Para no
ponerlos en peligro, yo tenía que dejarlos con mi mamá mientras las cosas se
tranquilizaban. Eso era muy angustioso para ellos”, recordaba mi mamá en una de las
conversaciones que tuvimos a fines del año pasado, antes de su muerte.
Antonio Tour estuvo cerca suyo en los momentos en que su convicción revolucionaria
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comenzó a resquebrajarse. “El poeta supo que había habido ejecuciones sumarias en
los focos guerrilleros del Occidente. Una compañera había sido ejecutada por
despertar un ataque de celos entre dos guerrilleros. El comandante encargado del
frente decidió ejecutarla para eliminar el motivo de la discordia. Otras cosas pasaban
en la guerrilla urbana, incluyendo la desaparición de una enorme suma de dinero que
se había destinado a ayudar a los compañeros que salían de las montañas. Todo eso,
además de las rencillas entre los líderes del MIR, lo decepcionaron. Pero él nunca
habló de eso. Cuando se asomaba el tema entre tragos, él sólo decía: ‘Tour, dejemos
el pasado en el pasado y sigamos bebiendo’. Sólo una vez entró en materia para
decirme: ‘Eso no era lo que se suponía que haríamos. Estábamos aquí para derrotar la
injusticia y fomentar la democracia’. Y ahí acabó. Después de una pausa siguió
bebiendo”.
Su mente, agotada con las luchas internas del MIR, producía febriles imágenes de la
vida en el campo junto a su padre, que funcionaban como un alivio a la perturbación.
Pasaba las madrugadas en vela y un reumatismo que había empezado a padecer
gastaba sus horas con dolores atroces. Las rachas alcohólicas se hicieron más largas y
constantes, y tuvo ataques cada vez más funestos de reumatismo, que el alcohol ya
no lograba apaciguar. Sin embargo, pese a su desencanto, estaba decidido a unirse a
la guerrilla.
La noche en que iba a hacerlo llegó temprano a casa a preparar lo poco que iba a
llevarse. Estaba exhausto y tenía los nervios a flor de piel. Lo aguijoneaba la duda
acerca de lo que iba a hacer. ¿Tenía sentido? Llevaba tres años sin tomar un respiro de
la actividad partidaria y de las persecuciones y, además, mi mamá estaba embarazada
de su tercera hija. Él le había hablado vagamente de un viaje de trabajo, pero ella
sospechó. Estaban a punto de cenar cuando empezaron a discutir acaloradamente.
“Sabía que me ocultaba algo –decía mi mamá–. Yo tenía una jarra de agua y le iba a
servir. Pero me detuve y lo miré fijamente para que me dijera qué pensaba hacer”.
De pronto, mi padre se puso de pie, hizo a un lado las pocas cosas que preparaba para
llevarse, y farfulló algunas palabras para sí mismo. Mi mamá vio en él una mirada
angustiada que no había visto nunca antes. Sacó una cerveza de la nevera y volvió a
la mesa, luchando por recuperar la compostura. Marla y Yuri, sus hijos de tres y dos
años, mis hermanos, lo miraban en silencio, sentados frente a los platos de comida
humeante. Mi padre iba a sentarse otra vez, pero se detuvo. Entonces sobrevino el
ataque. Con una energía inesperada, volteó la mesa echando al suelo toda la vajilla.
Permaneció inmóvil, tratando de ordenar los pedazos rotos de sí mismo, pero no pudo
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A principios de 1963, semanas después de este episodio, emprendió un largo viaje que
lo llevó, gracias a gestiones de sus amigos comunistas, a Europa y la Unión Soviética.
Poco se sabe sobre su estadía en Moscú. Pasó dos meses en un sanatorio de la ciudad,
rehabilitándose del alcohol y aliviando el reumatismo. Una fotografía lo muestra en el
Teatro Bolshoi, acodado en una mesa sobre un fondo de terciopelo rojo y arabescos
dorados. Lo acompañan dos hombres. Según contaba después, el más joven se
llamaba Boris y era su intérprete. En su honor, llamaría Boris a su último hijo.
***
En las heladas caminatas por los jardines del sanatorio y por los bosques del parque
Kolomenskoe, en Moscú, el agotamiento cedió y él empezó a dedicar tiempo y energía
a la escritura. Regresó a Caracas en abril de 1963, pocas semanas antes del
nacimiento de Valentina, su tercera hija, cuyo nombre exaltaba la hazaña de la
cosmonauta Valentina Tereshkova, la primera mujer en el espacio. Este nacimiento lo
acercó de nuevo a la vida familiar. Alejado del alcohol, vivió uno de sus mejores
momentos. Los conflictos y peleas con mi mamá habían disminuido aunque, por causa
de la difícil personalidad de ambos y del carácter enamoradizo de mi padre, la relación
nunca llegó a ser armónica. Fue un período de extraordinaria fecundidad para su obra.
Al cabo de unos meses comenzó a escribir poemas en cuadernos escolares, con una
letra llena de picos, siempre nítida. Eran versos extraños, en nada parecidos a su obra
anterior, en los que intentaba reflejar en palabras lo que, decía, le había “llegado” en
imágenes.
El año 1964, en que trabajó como corrector de pruebas y estilo, y como articulista en
diversas publicaciones, puede verse cómo la aparición de una galaxia tras la explosión
de una supernova: se sintió renacer. Trabajó con mayor intensidad y llegó a escribir
más de 20 poemas en un solo día. Cada nueva jornada aparecían sobre el papel
anagramas, anagogías y analogías desconcertantes, que podían leerse como
expresiones que intentaban escapar del significado convencional, pero también como
voluptuosas creaciones de una lengua en estado edénico. El producto de esa
vertiginosa erupción es “El círculo de los 3 soles” (Editorial Zona Franca, 1969),
compuesto entre 1964 y 1968, un volumen de más de 500 páginas con poemas que
van de unas pocas líneas hasta trabajos de varias secciones con muchas páginas.
Algunos están escritos en prosa y otros en largos bloques o en aforismos de pocas
líneas. Algunos muestran un denso desarrollo y otros son ráfagas o pensamientos
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“El círculo de los 3 soles” está poblado por una zoología, una geología y una botánica
de ciencia ficción. En un poema habla de las “cuevas de Epsilón”, en otro menciona “la
cola de Andrómeda bajo sudores de platino”, en otro se refiere a las “grutas de Osiris”.
Los animales reales o imaginarios también están presentes: “el loro de Alejandría”, “la
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garza No. 1”, “el Venado de ojo de lucero”, “las Dos Hormigas Negras Evangelistas del
Círculo”, “el Pez Austral”, “la Tortuga Argentorati”. A su exaltada memoria emocional y
a la capacidad de evocar paisajes que no conocía, añadía el soplo de la fábula y la
proporción del absurdo. Fue capaz de imaginar su propia gestación, en una revuelta y
una burla contra su historia familiar.
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espejo, el ojo, la llave deben vérselas con cruces, sepultureros, ataúdes, funerales. La
presencia de la muerte es melancólica, como han destacado todos los críticos, pero no
es menos cierto que para él la muerte no está exenta de festejo, ceremonia y humor
negro. Entre todos los textos hay uno que escribió el 22 de marzo de 1968, cuando
tenía 39 años, que sirve de pórtico al libro, y que es una invitación a su propio
entierro:
Ha muerto cristianamente el señor Rafael José Muñoz. Sus amigos: Juan Liscano
Velutini, Jesús Sanoja H., Ramakrisna, Krisnamurti, Romain Rolland, Pitágoras, Platón,
Tsu Tsu, José Stalin, Mao Tse Tung, Moisés, Alberto Schweitzer, Hermann Hesse,
Thomas Mann, Walt Withman, Mauricio Maeterlink, James Joyce, George Ivanovich
Gurdjieff, Piotr D. Ouspensky, Madame Blavatsky, Annie Besant, Mabel Collins, Thomas
Hamblin, Los Doce Apóstoles, Los Peregrinos de Oriente, invitan al acto del sepelio, el
cual se efectuará el día 22 de marzo de 1968. Sitio de encuentro: Jardines de
Guanola. Hora: 5 a.m. o 5 p.m.
La muerte ficticia del poema es el punto culminante de esa crisis existencial que lo
hizo abandonar la política y abrazar la poesía.
Cuando “El círculo de los 3 soles” se publicó, en 1969, mi tío Alí Muñoz le celebró los
sonetos. La respuesta de mi padre fue un golpe en el estómago: “Los sonetos los
escribo para que los güevones (mentecatos) que no entienden lo otro, que es la
verdadera poesía, se enteren de que de verdad escribo”.
Hoy, el crítico venezolano Rafael Arráiz Lucca considera “El círculo de los 3 soles” como
uno de los diez libros de poesía venezolana más importantes del siglo XX y, con los
años, Rafael José Muñoz empezó a ser mencionado como un poeta que además fue
político, y no como lo contrario. Aunque la academia lo ha estudiado muy poco, varias
generaciones de lectores lo han mantenido, de modo oculto y misterioso,
increíblemente vivo.
Sus dos críticos principales, Juan Liscano y Guillermo Sucre, tenían visiones
antagónicas sobre su obra. Liscano dice que Rafael José Muñoz recreó las vanguardias
sin conocerlas a fondo. Guillermo Sucre, en “La máscara, la transparencia”, toma con
pinzas esta tesis. Sin ocultar su desdén por Liscano y con abierto desaire hacia Rafael
José, se pregunta si éste es un “poeta realmente complejo o simplemente
complicado”. Dice, severo: “Este poeta venezolano transgrede todos los límites
expresivos en insalvables criptogramas (…) El lenguaje de Muñoz, en gran medida,
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deja de ser un sistema de símbolos compartidos con el lector real o virtual”. Reconoce
que la obra es el producto de “una gran tensión interior, de un inconsciente trabajado
por las más duras pruebas personales”. Sin embargo, advierte: “El peligro de Muñoz, y
se percibe mucho en su libro, es el de (re) caer en lo eneguménico: que ‘el humilde
del sinsentido’ de que habla Lezama recordando a San Juan de la Cruz, derive en la
arrogancia del furor destructivo”. Pero reconoce al poeta versátil y diestro que está
detrás de lo que él llama la “arrogancia del furor destructivo”, tanto del lenguaje como
de su propia persona. La confusión babélica, que por momentos recuerda la “cristalina
mezcolanza” de Rimbaud, hace a Sucre hablar de una desmesura y una mitología
personal que elevan a Rafael José Muñoz de rango, salvándolo de un anacrónico
vanguardismo. Se trata de un “esperanto poético en el que caben diversos idiomas
deliberadamente falseados”. Sin embargo, prefiere el lado mesurado de su poesía.
“Así, hay otra cara de su libro (además de las mil que el tiempo irá revelando) en la
que el lenguaje, sin perder su visión y su búsqueda extrema, vuelve por sus propios
poderes, luminosos o oscuros, pero ya no abandonados al egotismo del poeta vidente
(yo soy un elegido, es una de las convicciones de Muñoz). En ese otro plano es donde
la experiencia sin duda mística de este poeta se ahonda y esclarece a sí misma; donde
su mitología personal, adquirida o inconsciente, parece coincidir con un logos
necesario”.
***
Durante estos años su relación con el alcohol empezó a ser otra vez tormentosa. Vivía
torturado por la dipsomanía, que lo llevaba a pasar largos períodos de abstinencia,
alternados con otros en los que el consumo de alcohol era incontrolable. Mi tío Alí
Muñoz dice que su vínculo se resintió a causa de las hospitalizaciones, porque le
tocaba ser el malo de la película. “En varias ocasiones tuve que hacerlo hospitalizar. Tu
mamá quedaba inconsolable. ¿Pero qué iba a hacer yo? ¡Era mi hermano! Una vez le
monté una trampa para llevarlo bajo engaño a la clínica. Al descubrirla, me insultó y
se resistió de mil maneras. Como él era muy persuasivo, casi convence al doctor para
que lo dejara ir. Entonces tuve que plantármele diciéndole: “Doctor, yo lo respeto
mucho a usted, pero el poeta no saldrá de aquí bajo ningún respecto a menos que
esté sobrio”.
Las clínicas eran un suplicio más truculento que la tortura. Lo enfundaban en una bata
hospitalaria y lo amarraban a la cama para evitar que huyera. Y no sólo debía padecer
el espantoso síndrome de abstinencia alcohólica, cuyos estragos físicos son más largos
y terribles que los de la heroína o la cocaína, sino soportar el tratamiento de
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Cuando Rafael José salía de las hospitalizaciones quedaba con los sentidos embotados,
desconectado del mundo, en un pliegue del tiempo y el espacio donde sólo cabían él y
sus demonios. Mientras tanto, el matrimonio se iba a la deriva. “El poeta era luz en la
calle y oscuridad en la casa”, solía quejarse mi mamá, porque mi padre seguía siendo
un amigo entregado a sus amigos pero un hombre complejo en su propia casa.
Aunque mi mamá reconocía sus esfuerzos desesperados para superar el alcoholismo,
sentía que sus hijos –Marla, Yuri, Valentina– ya habían sufrido suficiente durante una
infancia trastornada por ausencias inexplicables, mudanzas repentinas y el acecho de
los cuerpos de seguridad que, en busca de armas y propaganda, dejaban la casa patas
arriba y el aire infectado de terror. Además, estaban las crisis recurrentes, marcadas
por estallidos nerviosos y delirios que culminaban en hospitalizaciones.
Mi mamá supo de inmediato que había quedado embarazada y, desde entonces, pasó
cada día mortificada por los efectos que podía tener el alcoholismo de Rafael José en la
formación del feto. Nueve meses después, el 21 de mayo de 1969, un día antes del
cumpleaños número 41 de mi papá, nací yo, Boris, el hijo menor. Mi papá recibió la
noticia con júbilo pero acusó a mi madre de haber adelantado el parto para evitar que
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naciera el 22, igual que él. “Tu papá era un ser arbitrario”, se oía repetir a mi mamá al
rememorar mi nacimiento. Cinco días después, mi padre abandonó la casa.
***
Nadie ignora que, para llenar una ausencia, la memoria inventa recuerdos benévolos o
disimula aquellos que resultan dolorosos. Durante mucho tiempo, mi imaginación
volaba hasta la habitación del Hospital Clínico Universitario, donde murió mi papá y
que yo nunca conocí. Allí, junto a la cama, veía su cuerpo atrapado por la camisa de
fuerza. Escuchaba su voz llamando a mi mamá: “Nelly, Nelly, Nelly…”. Y sentía su
respiración arrinconada. Después, esas imágenes terribles daban paso a otras en las
que mi papá emergía de su lecho de muerte y se instalaba de nuevo en el mundo,
sobrio y curado por siempre jamás. Esas fantasías lograban anular mi desdicha pero,
tarde o temprano, la ilusión estallaba para dar paso al verdadero recuerdo de los días
que compartimos entre 1978 y 1981, los únicos años en que, desde mi nacimiento,
vivimos en familia.
En realidad, se separó de mi madre pero no de sus hijos. Desde que se fue, aunque no
volvió a dormir en casa, nos visitaba varias veces a la semana. Los domingos nos
llevaba al matiné del teatro Río de la Calle Real. Luego, religiosamente, terminábamos
sentados todos en una mesa de La Giralda. Pero para mí el gran acontecimiento
llegaba los sábados. Me recogía en nuestro apartamento del edificio Papirusa de la
avenida Orinoco de Bello Monte y caminábamos a través de la avenida Casanova hasta
llegar a la antigua Calle Real de Sabana Grande, en lo que luego se transmutó en una
irreconocible arteria atascada de vendedores, a una estrecha pero infinita juguetería
de la que yo podía llevarme cualquier cosa que quisiera. Me decía que era el Bazar
Muñoz y que todo lo que había adentro era mío. Muchos años después, atando cabos,
descubrí que el Bazar Muñoz no era sino el Rey de las Piñatas, una de las pocas
tiendas que sobrevivió con cierta dignidad a las invasiones bárbaras que, en los años
noventa, volvieron al bulevar más entrañable de la ciudad, un corredor asediado por
todas las taxonomías de miseria humana. Cada vez que paso por ese punto de
Caracas me asaltan aquellos episodios de felicidad infantil, perfumados con el aroma a
lavanda de los pañuelos de mi padre. Son instantes cargados con una fulminante
ilusión de eternidad, como si toda la alegría de la infancia estuviera cifrada en esas
pequeñas ceremonias del amor.
Mi papá volvió a casa un poco antes de las elecciones presidenciales de 1978. Había
trabajado en la campaña presidencial de 1972 como consejero político de Carlos
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Andrés Pérez, y luego como su secretario personal. Cuando Pérez fue electo
presidente, en 1973, mi padre fue nombrado comisionado Especial de la Presidencia.
Él esperaba que su participación en la arrolladora victoria del presidente fuera
reconocida con un puesto más destacado, pero algunos de sus amigos más antiguos
conspiraron en su contra calificándolo de hombre enfermo, no apto para una posición
ejecutiva.
En aquella época, en la radio se oía día y noche “Paula C”, un despecho intelectualoso
de Rubén Blades. Mi papá solía asomarse a la ventana y, mirando el cerro Ávila,
repetir una y otra vez el estribillo: “Oye que triste quedé cuando se fue Paula C / Vivir
sin un amor no vale nada / No vale nada, tú ves”. Por esos datos supe que él también
arrastraba una pena de amor. De hecho, durante un tiempo se había enredado con una
mujer mucho más joven que él y menos tolerante que Nelly, que lo había echado sin
contemplaciones. También había malbaratado en aguardiente el dinero que había
ganado durante sus años de trabajo en el gobierno. Cuando regresó a casa,
interrumpió toda actividad partidaria, salvo la publicación de artículos de opinión en el
vespertino El Mundo y comentarios sobre ocultismo en la revista Cábala. Supongo que
creía que apartado de las causas políticas y de cualquier aspiración de poder, lejos de
cualquier militancia, podría establecer una rutina normal con su familia. Pero vivía en
permanente estado de guerra contra sí mismo, cargando con la tristeza elemental que
siempre lo había perseguido.
Poco a poco, dejó de ser un hombre activo, enérgico y callejero. Renunció a frecuentar
los bares de Sabana Grande para quedarse bebiendo, leyendo y escribiendo en casa. A
la vez, adoptaba rituales y pasatiempos paradójicos, como hacer el desayuno los
domingos o jugar a las adivinanzas con las canciones de salsa y la música clásica de la
radio. Hoy me parece increíble que la melancolía que se lo tragaba no fuera suficiente
para derribarlo por completo y hacerlo abandonar la escritura, a la que se aferraba con
celo. Consumía diariamente un litro de ron y, arropado por el vapor etílico, se sentaba
frente a la máquina. Una vez que empezaba a teclear sólo tomaba las pausas que le
dictaba la respiración, como si escribir poemas y artículos lo mantuviera unido al
mundo por un hilo de tinta.
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No he podido encontrar más que un puñado de esas páginas entre los abundantes
escritos que dejó. Sin embargo, en el último año he leído muchos poemas que puso en
manos de Jesús Sanoja Hernández, gracias a quien se salvaron de las mudanzas
familiares que parecían más bien naufragios. La mayoría están marcados por una
honda tristeza. La evocación de la muerte ya no es irónica, juguetona o reflexiva, sino
inmediata: la muerte como solución al dolor de vivir. Los últimos poemas apenas si
despiden algo de la luz y el sentido que le faltaron a su vida.
En agosto de 1981, tres meses antes de morir, escribió un poema amoroso dedicado a
Mireya, una joven vecina. Luego de comparar a la quinceañera con la luz del día, el
canto de la tarde y decir que tiene un olor a pomarrosa, cambia de tono bruscamente:
Estoy seguro de que en ese momento ya presentía su propia muerte y, a pesar de que
el alcoholismo lo inutilizaba cada vez más, durante los años previos se las había
arreglado para terminar “En un monte de Rubio” (Editorial Centauro, 1979) y “Doña
Piedad y las flores”, una plaquette dedicada a su madre. Más adelante, escribió
“Homenaje a Pablo Neruda”, un libro que permanece inédito. El título “En un monte de
Rubio” alude al lugar de nacimiento de su amigo Carlos Andrés Pérez, a quién
consagra el libro como una especie de biografía poética. Sólo muy recientemente se lo
ha empezado a leer con independencia del contexto político en que fue escrito ya que,
en verdad, la crítica de la época no le prestó atención, ni siquiera para criticarlo como
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un servicio al poder.
Durante los tres años que vivimos juntos, la vida fue tumultuosa para todos. En los
períodos de sobriedad parecía disfrutar de cierto sosiego, a pesar de que los temblores
de la abstinencia le sacudían el cuerpo. En esos raros momentos, vivíamos la ilusión
de la normalidad. Se levantaba temprano, se bañaba y leía el periódico antes de
sentarse a su máquina. Si tenía que salir, pasaba a recogerlo un taxi o se iba
caminando, pues le encantaba recorrer distancias que, para mi imaginación, eran
inabarcables. Una vez caminamos tomados de la mano hasta la Plaza Venezuela.
Luego de un buen trecho nos detuvimos a comer hamburguesas en un puesto
callejero. No he olvidado que al ordenar las llamó “hamburger”, con pronunciación
inglesa. Después atravesamos avenidas llenas de concesionarios de autos, hasta que
giramos a la altura de la calle de los hoteles. Cuando por fin llegamos a la Torre Polar
de Plaza Venezuela, me dejó en el cine mientras él se sentaba a conversar con su viejo
amigo, el cantante puertorriqueño Daniel Santos, que no era adicto al alcohol sino a la
cocaína. Ese día vi la película “Can’t Stop the Music”, una fabulación infantilizada sobre
la formación de la banda gay Village People. Recuerdo todo con gran nitidez porque fui
intensamente feliz durante el paseo. Pero al salir del cine encontré a mi papá con los
ojos enrojecidos y el inconfundible aliento de los tragos.
A los períodos de sobriedad y lucidez los seguían inevitables crisis alcohólicas. Como
cabía esperar, aquellos eran cada vez más breves y espaciados. Había días en los que
salía a la calle sobrio y, un par de horas más tarde, un taxi lo dejaba en la puerta del
edificio hecho un guiñapo. Varias veces cayó allí sin poder levantarse. Vivíamos en un
primer piso, de modo que yo miraba todo escondido tras la ventana, con un escalofrío
de vergüenza que venía acompañado por el deseo malsano de que el hombre tirado en
el suelo no fuera mi padre. Los vecinos no sabían cómo reaccionar y yo me sentía
incapaz de enfrentarme a ese espectáculo. Sin embargo, como no había nadie más en
casa, bajaba a recogerlo y lo ayudaba a acostarse en el sofá.
Vivir con alguien encadenado a la melancolía y el dolor estuvo a punto de hacer perder
la cordura a mi mamá. Cuando mi papá era atrapado por trances de delirium tremens,
se desataban en casa situaciones descabelladas. Más de una vez lo vi sostener
conversaciones simultáneas con grupos de amigos invisibles. Arreglaba como podía los
muebles de la sala. Los invitaba a sentarse y, en una esquina del semicírculo,
disertaba sobre política y filosofía, sobre el amor, la música, las noticias. En uno de
esos delirios obligó a mi mamá a servir café a los seis miembros de su cenáculo. Ella,
de hecho, vertió café en las seis tazas y las colocó con gran ceremonia donde se
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Aunque José Agustín Catalá, su fiel amigo y editor, aún se lamenta por haberle hecho
más fácil la tarea de destruirse prestándole un apartamento para escribir fuera de
casa, no es del todo exacto que se encerrara allí sólo para beber. El 24 de abril de
1980 entregó en Monte Ávila Editores un libro inédito titulado “Poemas”. Este
manuscrito desapareció en el laberinto de archivos muertos de esa editorial. Pero
también escribió su “Homenaje a Neruda”, ciento veinte folios de un desmesurado
poema en el que la voz poética conversa con Neruda, llamándolo por su nombre o “el
hondero entusiasta”. Allí mi padre mezcla referencias de la vida y obra del poeta
chileno con la suya propia. Largos pasajes cabalgan hacia la incoherencia y, aunque
siempre retoma el nombre de Neruda, por momentos refiere episodios y anécdotas
políticas de sus años militantes, mencionando tanto a sus amigos como a sus
adversarios y torturadores.
Es imposible precisar cuándo comenzó a beber de nuevo, pero debe haber sido a
mediados de aquel año, poco después de enterarse de que un cáncer de pulmón
devoraba a su hermano Ludgerio. Jesús Sanoja Hernádez escribió que cuando mi
padre le entregó los originales de “Homenaje a Neruda”, cargaba “la muerte pintada
en el rostro y metida en el alma”. Eso debe haber sido en septiembre u octubre de
1981.
Algunas semanas antes del día en que murió fueron a entrevistarlo unos periodistas
del suplemento cultural “Papel Literario”, del periódico El Nacional. Sus respuestas
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fueron tan absurdas que nunca pudieron publicar el artículo. El fotógrafo Vasco
Szinetar le hizo varios retratos esa mañana. Muestran a un hombre envejecido que
aparenta al menos 20 años más de los 53 que tenía. A fines de septiembre llegó la
noticia de la muerte de Rómulo Betancourt en Nueva York que lo hizo murmurar
durante días, como si hubiese muerto un familiar muy cercano. A principios de octubre
murió Ludgerio.
Mi papá no paraba de beber. Tenía las manos desconchadas por las cirrosis, estaba
flaco y la cabeza se le había vuelto completamente blanca. Desde su habitación, que
permanecía casi todo el día con la persiana baja, se filtraba un fuerte olor a bilis y
alcohol. Sin embargo, entre nosotros la relación seguía estando llena de ternura.
Una semana antes de que lo llevaran al hospital soñé con su muerte. Me asusté mucho
y, atenazado por un mal presentimiento, se lo conté a mi mamá esa misma mañana.
Estábamos en el paso peatonal, esperando la luz para cruzar la calle. Ella respondió:
“No te preocupes por tu papá. El poeta tiene más vidas que un gato. Primero nos
entierra a todos y después se muere él”. Entonces cambió la luz, ella me tomó de la
mano para cruzar y yo me quedé dándole vueltas a sus frases. Las había dicho ya
muchas veces, con leves variantes. En ocasiones no era un gato sino un Ave Fénix.
Pero esta vez no se trataba de una simple fórmula: la imagen de un padre
invulnerable, capaz de volver de la zozobra gracias al don de la resurrección,
conjuraba no sólo mis miedos sino también los suyos. Y la verdad es que aquel viernes
6 de noviembre de 1981, cuando el poeta me despidió con besos antes de irme al
colegio, no recordé mi sueño de la semana anterior. Nada me hizo pensar que esa era
la última vez que iba a verlo vivo, ni que en pocas horas más mi papá se iba a morir.
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