Beruflich Dokumente
Kultur Dokumente
c
Luis Crespo Martínez
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada, copiada o
transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, óptico, informático,
reprográfico, de grabación o de fotocopia, o cualquier medio por aparecer, sin el permiso
expreso, escrito y previo del editor. Todos los derechos reservados.
Deiibrum tremens
Este libro está dedicado en primer lugar a Mayte, mi mujer, y a Teresa,
Natalia y Luis Alvaro, mis hijos. Ellos son el centro de mi vida, y todo lo
demás, cerca o lejos, órbita a su alrededor.
2002 Ceuta.
—Dame un Crawford grande —dijo Alfredo Suárez, urólogo del
Hospital Civil de Ceuta, a la instrumentista situada a su derecha. Tenía el
riñon derecho de su paciente sujeto en la palma de la mano izquierda, con
los dedos índice y medio a ambos lados del pedículo vascular. Notaba
palpitar la arteria renal entre ellos y, con cada latido, un poco más de sangre
se derramaba por la herida de arma blanca que desgarraba completamente
la cara posterior del órgano, formando un charco de color rojo oscuro en el
fondo del campo quirúrgico. Apretó los dedos para reducir la pérdida de
sangre mientras pasaba la pinza abierta a ambos lados de los vasos. Cuando
notó en sus dedos el contacto de la pinza de acero, retiró lentamente la mano
a la vez que avanzaba la pinza. Cuando estuvo seguro de la colocación, cerró
la pinza y retiró la mano. El sangrado cesó por completo.
—Dame otro igual, por favor.
Repitió la maniobra dejando colocada una segunda pinza de Crawford.
Luego cortó con una tijera la arteria y la vena, por encima de ambas pinzas y
extrajo cuidadosamente la pieza quirúrgica. Había tratado de reparar los
daños del riñon, pero el destrozo era demasiado extenso para conservar el
órgano.
Aspiró la sangre del fondo del campo y comprobó que permanecía
seco.
Miró a su izquierda, por encima de la tela verde que separaba la zona
operatoria de los dominios de la anestesista, junto a la cabeza del paciente.
—Esto ya está, Susana, ¿cómo vas por ahí arriba?
—Ya se ha estabilizado, por fin, pero se ha chupado toda la sangre del
banco. Estaba pensando en empezar a pasarle tinto de verano.
Suárez se rió, mucho más relajado ahora, después de la angustia que
había pasado desde el comienzo de la intervención.
—Venga, cerramos y a casita, que ya es hora.
De hecho, eran las seis de la mañana y Suárez llevaba en el hospital
desde las cuatro. Se había levantado, sobresaltado, al oír el móvil sobre su
mesilla de noche. El culpable yacía en ese momento sobre la mesa
24
quirúrgica, abierto en canal y vivo de milagro. Le habían apuñalado en una
reyerta en un local de mala reputación y la hoja de la navaja había
desgarrado el riñón.
El cirujano terminó de colocar las grapas que cerraban la piel y miró el
tubo de drenaje. Estaba seco. Se quitó los guantes y salió del quirófano con
su ayudante.
—¡Vaya nochecita, tío!
—Ya te digo. ¿Un café?
Suárez meneó la cabeza.
—Si me tomo otro café no voy a dormir en una semana. Me voy a casa
a echarme un par de horas y luego vuelvo a ver a éste.
Por cierto, hoy le toca la consulta a Paco Reyes, de modo que si
quieres, vete tú también a casa cuando cambies la guardia.
25
Isla Perejil, Estrecho de Gibraltar.
26
se habían convertido en la noticia del día mientras para las de su país no
pasaba nada.
Algunos habían preguntado al comandante si los españoles iban a
atacarles, pero éste les había tranquilizado. Aquella isla era marroquí dijeran
lo que dijeran en España y de todas formas nadie iba a ser tan tonto como
para luchar por esa roca vacía. Por fin, muy tarde, y muy incómodos, se
habían ido durmiendo.
Al amanecer estaban molidos. No es que fueran gente excesivamente
delicada, pero no era fácil encontrar un espacio de suelo totalmente liso para
dormir en aquella piedra del demonio.
El gendarme de guardia abrió los ojos algo sobresaltado, buscó con la
vista al comandante, pero no le vio. Afortunadamente. Se levantó, se
desperezó y miró al mar. El sol naciente levantaba reflejos dorados en las
pequeñas olas. Y al fondo, a una milla de distancia, y con dos millas entre sí,
estaban las patrulleras, una marroquí y otra española, que se vigilaban
mutuamente. Se dio la vuelta frente a una gran roca y orinó. Encendió un
cigarrillo y pensó en el largo día que tenían por delante.
A los pocos minutos llegó su relevo, por fin, y tras un par de co-
mentarios sarcásticos sobre la nochecita que había pasado, comenzó el
descenso de la ladera pedregosa hacia la tienda de campaña, pensando en su
saco de dormir como si fuera la cama de un hotel de cinco estrellas. Dio tres
o cuatro pasos y se detuvo de nuevo, mirando al norte, donde, a baja altura,
acababa de aparecer un punto negro que crecía lentamente. Segundos
después oyó el ruido característico de un avión turbohélice. No lo identificó
pero parecía bastante grande y antiguo. Se dirigía directamente hacia ellos.
Instintivamente, se agachó.
El piloto del Lockheed P-3B Orion del Grupo 22 del Ejército del Aire inició
un cerrado viraje a la derecha, calculado para sobrevolar la vertical de Perejil.
La maniobra, realizada a baja velocidad, habría puesto los pelos de punta al
pasaje de un avión comercial pero su tripulación estaba habituada a volar a
baja altura y con maniobras cerradas en condiciones meteorológicas mucho
peores que las que disfrutaban esa mañana. El fotógrafo puso manos a la
obra. Apenas dispondría de unos pocos segundos para hacer su trabajo, y no
perdió el tiempo.
Una vez completado el viraje, el piloto dio toda la potencia a los cuatro
motores Allison T55, para salir de allí cuanto antes. No esperaban actividad
antiaérea, pero la salida del área del blanco era el momento de mayor
27
vulnerabilidad a un ataque con misiles como el SA-7 Strella, manejables por
un sólo hombre y utilizados ampliamente por las fuerzas armadas de
Marruecos.
Cuando el aparato alcanzó cierta distancia del islote, habló por el
intercomunicador del avión:
—Estamos fuera.
Nadie en la tripulación suspiró audiblemente, pero sin duda se sin-
tieron mejor.
Ceuta.
Alfredo Suárez llegó a su casa, en el paseo de la Marina Española,
pasadas ya las ocho de la mañana. Sentía esa extraña mezcla de cansancio y
excitación, propia de una noche en vela sometido a un estrés considerable.
Como no se sentía muy capaz de dormir todavía, decidió desayunar algo.
Mientras se hacía el café encendió su ordenador y abrió la página web de El
Mundo para leer los titulares, como solía hacer casi todas las mañanas.
Marruecos invade la isla española del Perejil con una decena de
militares. Madrid "rechaza" la ocupación y "reclama el restablecimiento de
28
la situación anterior". Rabat alega que "ha instalado un puesto de
vigilancia para luchar contra el terrorismo y la inmigración clandestina".
Nunca había oído hablar de ninguna isla del Perejil. Leyó el resto de la
noticia y el editorial del periódico, y luego navegó por las páginas del resto
de los periódicos nacionales. Todos confirmaban la noticia en parecidos
términos, y los editoriales coincidían en señalar que se trataba de un paso
más en el camino de distanciamiento con España que Marruecos parecía
empeñado en seguir desde hacía casi un año.
Las relaciones hispano-marroquíes pasaban por el peor momento
desde la "Marcha Verde" que había culminado con la anexión del Sahara
Occidental por parte de Marruecos en 1975, ante la impotencia del ejército
español, paralizado por la vorágine política que había supuesto en España la
muerte del general Franco y la difícil transición de la dictadura a la
democracia.
La tensión entre ambos países, que venía creciendo desde la ruptura
del acuerdo pesquero entre Marruecos y la Unión Europea en noviembre de
1999, se había hecho evidente cuando, el 27 de octubre de 2001, Rabat
retiró, "llamó a consultas" en lenguaje diplomático, a su Embajador en
España, por razones nunca suficientemente aclaradas.
Desde ese día, el tono de las declaraciones del gobierno marroquí en lo
que se refería a España había tomado matices agrios en muchos casos, para
ser francamente agresivo en otros. El posible hallazgo de petróleo en los
fondos marinos que separan Fuerteventura de África había sido una
estupenda ocasión para calificar las prospecciones españolas de "hostiles e
inadmisibles" a principios de 2002. Prácticamente de lo único que el
gobierno marroquí no consideraba culpable a España era el asesinato de
Kennedy.
Para algunos analistas españoles, la causa original de lo que parecía
una estrategia deliberada para aumentar progresivamente la tensión era la
posición española respecto al Sahara Occidental, históricamente favorable a
la autodeterminación de los saharauis, en directa oposición a la voluntad de
anexión de Marruecos.
Para otros, el gobierno marroquí estaría jugando la carta del "enemigo
exterior" para distraer a los marroquíes de las dificultades internas del
régimen.
Para Suárez, la cosa no tenía lógica ninguna.
29
Conocía Marruecos muy poco, más bien casi nada, pero no entendía
qué interés podía tener un país con graves problemas sociales y económicos,
que sólo recientemente parecían estar mejorando ligeramente, en buscarle
las vueltas a sus vecinos, sobre todo si los vecinos eran miembros de la
Unión Europea y de la OTAN.
Meneó la cabeza y apagó el ordenador. El café ya estaba listo, pero se
lo pensó mejor. Desenchufó la cafetera y se fue a la cama, con la intención de
dormir al menos un par de horas antes de volver al hospital. Un compañero
se encargaba ese día de la consulta, pero quería ver a varios pacientes,
especialmente al chaval que había operado de madrugada.
Madrid.
30
Con la aprobación del Consejo, la ministra de exteriores detalló las
acciones a tomar y explicó las instrucciones que se darían a los embajadores
y miembros del cuerpo diplomático acreditados ante las instancias directa o
indirectamente relacionadas con el caso.
En segundo lugar, si las medidas políticas y diplomáticas no eran
efectivas, no habría otro remedio que recurrir a la fuerza. En este punto las
caras de los presentes se volvieron al ministro de defensa. Éste se encogió de
hombros.
—Se puede hacer —dijo—. Sólo espero que no sea necesario.
Durante la rueda de prensa habitual al finalizar las reuniones del
Consejo de Ministros, el vicepresidente del gobierno condenó duramente la
acción marroquí. Aunque no hizo referencia a posibles medidas de fuerza,
instó reiteradamente a Marruecos a reconsiderar su acción.
31
cosa era discutible y sería discutida. En días posteriores, ante la justificada
indignación de España, la OTAN cambiaría de actitud formal para apoyar la
posición española, eso sí, dejando claro que España no había solicitado la
intervención aliada en ningún momento. Madrid.
Ceuta.
32
Moliner, el intensivista de turno, se acercó por detrás de Suárez.
33
—Bueno, eso es lo de menos —el director parecía aliviado—. Mira, te he
llamado porque se ha armado bastante alboroto con esto y hay varios
periodistas dando la lata. Te lo digo porque la versión nuestra es que no
sabemos nada de nada y ya está.
Suárez se rió.
—Por mí genial, y además es que es verdad. Ni siquiera he visto a nadie
de la familia del chico. ¡Coño, si hasta ahora mismo no he sabido ni cómo se
llamaba!
—Vale, pues lo dicho. Oye, ¿tú qué haces aquí, no te habías ido a la
cama?
—Sí jefe, pero la abnegación y el amor al prójimo pudo más y me he
vuelto a pasar la planta.
El director miró al cielo.
34
—El Tramontana está completando el aprovisionamiento para salir de
maniobras. Estará disponible en unas seis horas, quizá ocho.
—Perfecto señores —dijo el almirante con todo el aplomo del mundo,
aunque estaba más preocupado de lo que quería aparentar—, es más que
suficiente por el momento. El plan es el siguiente: La Navarra va a Ceuta y
las corbetas a Melilla. Su función será de momento puramente diplomática.
Se trata de mostrar el pabellón y dar tranquilidad a la población de Ceuta y
Melilla. Si Marruecos hace algún movimiento adicional actuaremos en
consecuencia, pero no esperamos nada por el momento. Respecto al
submarino, su misión será controlar a la "Errhama- ni".
La corbeta Lieutenant Colonel Errhamani, construida en España y
gemela de las clase Descubierta, era el principal buque de guerra de Ma-
rruecos, y la única amenaza significativa para las fuerzas españolas desde el
mar. Según los últimos informes de inteligencia permanecía amarrada al
muelle, en su base de Al-Hoceima, o Alhucemas en castellano. La misión del
submarino Tramontana sería dirigirse allí y montar guardia. Si la corbeta se
hiciese a la mar, lo haría acompañada.
El ALFLOT consultó sus notas. Le preocupaba la escasez de fragatas
clase Santa María si las cosas llegaban a calentarse de verdad. La Santa
María y la Victoria estaban en el océano índico participando en "Libertad
Duradera" y la Canarias formando parte de una flotilla de la OTAN en el
atlántico. Eso le dejaba justo con la mitad de la 41a Escuadrilla de Escoltas
disponible, pero la Reina Sofía estaba sometida a mantenimiento y no
estaría operativa en varias semanas. La Numancia quizá pudiese hacerse a la
mar en tres o cuatro días, pero su dotación estaba muy baqueteada por un
largo periplo por el índico del que habían llegado pocas semanas antes.
Se dirigió de nuevo a la sala:
—¿Cómo está la 31a Escuadrilla?
—Acabo de hablar con El Ferrol —contestó un oficial—. Tienen
preparada a la Baleares para zarpar cuando sea necesario. El resto... bueno,
están en ello.
El almirante asintió. Ciertamente las fragatas clase Baleares nece-
sitaban urgentemente un relevo. Deseó que las "F 100" estuvieran ya
operativas, pero faltaban todavía varios meses para que IZAR, la antigua
Empresa Nacional Bazán, entregara la primera de ellas, de nombre pre-
cisamente Alvaro de Bazán. Las otras se incorporarían a razón de una al
año, en el mejor de los casos.
35
—Bien —dijo—, la Baleares debe estar disponible para zarpar hacia
aquí en cualquier momento. Pongan las cosas en marcha.
Miró a su Estado Mayor y, tras una pausa, añadió:
—Señores, vamos a tener que trabajar duro en los próximos días. Sé
que cuento con ustedes. Ahora quisiera reunirme con los comandantes de la
Navarra y la Numancia. Localícenmelos y me los mandan para aquí.
Uno de los oficiales más jóvenes no pudo resistir la tentación de
preguntar:
—Perdone la pregunta, almirante, pero, ¿y el Príncipe de Asturias?
El ALFLOT sonrió.
—El "Príncipe" se queda donde está, al menos de momento. Tampoco
queremos parecer asustados, ¿no?
Morón, Sevilla.
36
años pasan para todos, también para las máquinas, por impresionantes que
puedan parecer.
Madrid.
13 de julio de
37
comandante había convocado un "briefing" a última hora de la tarde
anterior para explicar a la oficialidad las órdenes recibidas de AL- FLOT, el
almirante de la flota.
A las 07 00, la fragata debería zarpar con rumbo al puerto de Ceuta
para "mostrar el pabellón". No era probable que se declarasen hostilidades
abiertas, pero si llegaba a calentarse la cosa de verdad, su misión básica sería
proporcionar cobertura antiaérea a la ciudad de Ceuta, y "adquirir el
dominio del espacio marítimo circundante".
En la zona se encontraban ya dos patrulleras de la armada, la P 114 y la
P 12 Laya, que habían zarpado la tarde anterior de Ceuta y Cádiz
respectivamente.
A la Navarra se uniría su gemela la Numancia, recién llegada del
océano índico, donde había participado en la operación "Libertad Dura-
dera" contra Afganistán en compañía de la Santa María y el buque de
aprovisionamiento Patino. A la Numancia no se la esperaba hasta un par de
días después, pues tenía que completar su alistamiento después de un
crucero de tres meses de duración.
Desde Cartagena estaba prevista en pocas horas la salida de dos
corbetas para cubrir Melilla y un submarino en misión de inteligencia.
Después de la reunión, y por orden del comandante, Herrero se había
dedicado a localizar a los oficiales que estaban fuera, de permiso, para
hacerles volver a toda prisa. Lo había dejado alrededor de la una de
38
la madrugada, con lo que apenas tenía cuatro horas de sueño en el cuerpo.
Bostezó. Encendió un cigarrillo y aspiró profundamente.
—El último —le dijo a la taza de café vacía.
Cuando lo apagó se dirigió al CIC, el Centro de Información y
Combate. El CIC era el cerebro de la fragata, el lugar donde se recibía la
información procedente de los distintos sensores, como el radar, el sonar, y
las comunicaciones. Allí se procesaba y se distribuía a los diferentes
servicios del navio y, por supuesto, al comandante.
La función de Herrero en el CIC era conocida como TAO, oficial
táctico, encargado de supervisar a los especialistas que se sentaban ante las
distintas consolas, lo que implicaba que era responsable ante el co-
mandante de todo lo que allí ocurriera.
A esa hora la sala estaba todavía vacía, y los distintos monitores
apagados. Se sentó en su silla y alcanzó la carpeta que contenía los pro-
cedimientos operativos estándar a seguir en cada situación. Se sabía de
memoria buena parte de ellos, pero nunca estaba de más un repaso previo...
y esta vez no salían para un ejercicio cualquiera.
Estrecho de Gibraltar.
Ceuta.
Era sábado, por lo que Alfredo Suárez llegó al hospital bastante más
tarde de lo habitual. Sólo tenía que pasar a ver a sus pacientes ingresados y
no esperaba encontrar demasiados cambios en su evolución. Además se
había acostado tardísimo, después de pasar varias horas delante del
ordenador, navegando en Internet y recopilando información sobre la crisis
cuyo epicentro se encontraba a pocos kilómetros de su casa. Había
terminado por preocuparse seriamente, preguntándose qué diablos hacía
en Ceuta un madrileño como él. Encima, su padre le había llamado por
teléfono exigiéndole que tomase el primer barco para la Península. Tras
media hora de conversación le había conseguido infundir un poco de
tranquilidad aunque su padre, a petición de su madre, le había exigido que
llamase dos veces al día.
En la calle no se veían signos evidentes de tensión. Salvo por el casi
constante ruido de los rotores de los helicópteros que sobrevolaban la
ciudad, era un sábado normal. Alfredo decidió acercarse más tarde al
puerto a ver si en aquella zona se veía algo más.
En el hospital le esperaban buenas noticias. El muchacho que había
operado dos noches antes estaba mucho mejor. Ya había pasado a planta y
41
el postoperatorio era totalmente normal. Claro que era un chico joven y
sano, y eso siempre ayudaba. El resto de sus pacientes también estaban
razonablemente bien, por lo que la visita transcurrió sin sobresaltos.
Cuando terminó de escribir las hojas de evolución se quitó la bata
blanca y se dirigió al ascensor. Mientras esperaba que se abriera la puerta
una joven se acercó y se dirigió a él:
—Perdone, ¿es usted el doctor Suárez?
Él se dio la vuelta. Pensó automáticamente que sería pariente de uno
de sus pacientes, aunque no la reconoció. La chica era muy atractiva. De las
que no se olvidan fácilmente.
—Sí, soy Suárez. Usted es... —dejó la frase en el aire.
—Quería preguntarle por Chaid Hammadi. ¿Cómo está?
—Está muy bien, pero... perdone, señorita. ¿Es usted familiar del
paciente?
La joven no parecía muy dispuesta a dar explicaciones, por lo que
Suárez comprendió que algo raro pasaba.
—Mire, si no es usted familiar del chico no le puedo contar nada sobre
él. Lo comprende ¿verdad?
—Me llamo Nadia Hachmi y soy periodista, doctor Suárez.
Hablaba español con un acento más francés que árabe. Y sonaba bien.
En ese momento llegó el ascensor. Suárez murmuró una disculpa y entró,
tocando el botón de la planta baja. La periodista se metió en el ascensor
detrás de él.
—Verá, trabajo para el diario Quotidienne de Tetuán y necesito in-
formación sobre el muchacho herido, para un artículo.
—Ya... verá: lo cierto es que no le puedo decir absolutamente nada. Es
una cuestión de secreto profesional. Seguro que lo comprende.
La chica hizo un gesto de contrariedad. Luego sonrió:
—Al menos permítame invitarle a un café para agradecerle su
amabilidad, doctor. Además, llevo esperándole aquí desde las ocho de la
mañana y no he podido desayunar.
Desde luego era guapísima, pensó Suárez. El médico no pudo evitar
ponerse un poco colorado. No era particularmente tímido, pero la
muchacha estaba utilizando todas sus armas de mujer. No tanto con lo que
decía como con la entonación de la voz y la expresión de su cara.
—De acuerdo —dijo con un tono de exasperación que no se corres-
pondía para nada a su estado de ánimo—, pero prométame que no me va a
preguntar por mis pacientes.
42
Nadia sonrió con coquetería.
—Lo prometo.
43
Suárez había oído bastantes cosas acerca del estado de la libertad de
prensa en el país vecino, pero tuvo la delicadeza de no decir nada. Sin
embargo se animó a preguntar otra cosa:
—Oye, Nadia, ¿tú vienes mucho por Ceuta?
Ella sonrió.
—Continuamente. ¿Me das tu teléfono y algún día te llamo y to-
mamos algo?
Ahora sí que se puso colorado.
44
España de informar al Gobierno de los Estados Unidos, como nación
amiga y aliada, del desarrollo de esta crisis.
El secretario de estado escuchó pacientemente las minuciosas ex-
plicaciones del embajador sobre las medidas diplomáticas y militares
adoptadas por España para gestionar la situación, mientras se preguntaba,
no por primera vez, cómo podía alguien pretender que un solo hombre, él,
tuviese controlados, en nombre del Presidente de los Estados Unidos,
todos y cada uno de los conflictos del planeta. Palestinos e isra- elíes,
hindúes y pakistaníes, chinos y taiwaneses, rusos y chechenios... y eso sin
contar con sus propios problemas con Irak, Afganistán y los malditos
fanáticos de Al-Qaeda. Lo único que le faltaba era una guerra en el jodido
estrecho de Gibraltar.
Haciendo honor a la fama de los norteamericanos de no andarse por
las ramas, el secretario preguntó:
—¿Tiene España la intención de recuperar militarmente la isla?
—El Gobierno desea agotar las vías diplomáticas habituales, señor
secretario, pero si estas no fructifican en un plazo... razonable... España no
aceptará hechos consumados.
El turno de ser directo había llegado para el embajador:
—Si esa situación se llega a producir, ¿puede España contar con el
apoyo diplomático de los Estados Unidos?
El alto funcionario norteamericano dejó pasar unos segundos antes
de responder.
—Señor embajador, cuenta usted con mi plena simpatía. Sin embargo
debe comprender que la situación de América en este conflicto es
extremadamente delicada. En la actual guerra contra el terrorismo en la
que nos vemos envueltos... —en este punto su voz tomó una inflexión casi
imperceptible de triste ironía—, el Reino de Marruecos es, por su posición
en el mundo árabe, un aliado excepcionalmente valioso para los Estados
Unidos.
Según interpretó el embajador, esa ironía traslucía el creciente es-
cepticismo del secretario de estado hacia la política de su presidente,
ampliamente comentado por los medios de comunicación internacionales.
El secretario continuó:
—El Gobierno de los Estados Unidos desea fervientemente, que se
alcance una solución diplomática para esta crisis y ofrece sus buenos oficios
como mediador entre las partes.
45
Quedaba claro entonces, pensó el embajador. En realidad era lógico.
En plena campaña de preparación de la opinión pública mundial para un
próximo ataque contra Saddam Hussein, los Estados Unidos no podían
permitirse el lujo de perder un aliado como Marruecos por una isla no
mayor que el solar que habían dejado las Torres Gemelas al caer. Al fin y al
cabo, España no iba a unirse al Pacto de Varsovia, ¿verdad?
Bueno, al menos la OTAN había cambiado su postura inicial tras la
reunión de su colega el embajador ante la Alianza con el secretario general
de la misma, emitiendo un comunicado oficial en el que se exigía a
Marruecos la vuelta a la situación anterior. Y a fin de cuentas Estados
Unidos era también miembro de la OTAN.
Se dirigió a su interlocutor, que le miraba compungido, para dar por
terminada la reunión:
—Señor Secretario, el Gobierno de España le agradece su atención y
su paciencia. Inmediatamente transmitiré su oferta de mediación a Madrid.
Buenos días.
—Buenos días, amigo mío, y... suerte.
Ceuta.
46
La verdad era que Marruecos había conseguido sacar a flote lo peor
de mucha gente. Se planteó escribir su propia opinión en el foro, pero
decidió no hacerlo. En realidad no tenía una opinión suficientemente
formada todavía.
En ese momento sonó el teléfono. Era del hospital.
—Mira, yo no estoy hoy de guardia. Creo que está-
La enfermera del turno de tarde le interrumpió:
—No, Alfredo, verás... se trata de Chaid, el chico de la nefrectomía.
—¿Pasa algo con él? Esta mañana estaba fenomenal.
—No, hombre, no. Déjame terminar. No es eso. Es que ha venido su
padre y se lo quiere llevar. Gómez ya ha hablado con él, pero el padre
insiste en hablar contigo. Está muy pesadito con eso, y como tú vives aquí
aliado...
—Nada mujer, ya voy. Total, no estaba haciendo nada útil. Dile que
en media hora estoy allí. Ahora te veo.
—Pues gracias y hasta ahora.
Suárez se dio una ducha rápida y se vistió. Le parecía demasiado
pronto para trasladar al paciente, pero sospechaba que el follón de Perejil
tenía algo que ver con eso. Seguramente la familia no se quería arriesgar a
que acabaran cerrando la frontera... o algo peor.
Lo que le parecía raro era que el padre hubiese tardado tanto en
venir. Desde el principio, el chaval había estado acompañado por su
hermano mayor, que no se había movido de su lado, pero no había venido
nadie más a verle. Bueno, salvo los periodistas, claro, pero esos no habían
podido entrar a la habitación.
47
Misericordioso y soñaba con verle crecer y convertirse en un hombre justo
y piadoso.
Pero algo ocurrió. Cuando fue a la escuela comenzó a frecuentar
malas compañías. A pesar de mis advertencias su camino se desvió cada vez
más de la Verdad... Y ahora esto.
Según hablaba, los ojos del padre del chico se fueron llenando de
lágrimas, pero no soltaba los hombros de Alfredo.
—Si Chaid hubiera muerto, habría perdido su alma. Sin embargo
usted evitó eso. Ahora podrá volver a Dios, bendito sea su Nombre, y re-
cuperar la virtud. Mi gratitud y la de mi familia serán eternas, doctor.
Jamás olvidaré lo que ha hecho.
Suárez se sentía cada vez más incómodo. Lo que decía aquel hombre
podía ser conmovedor, pero él no era creyente y se hubiera conformado con
un simple "gracias".
Intentó llevar la conversación al tema, mucho más manejable para él,
de los preparativos para el traslado, pero descubrió que ya estaba todo
organizado. En el aparcamiento del hospital estaba preparada una UVI
móvil privada y los requisitos administrativos estaban resueltos.
Sólo necesitaba un informe médico para el alta, de manera que salió
de la habitación y se sentó frente al ordenador del control de enfermería
para redactarlo. La enfermera que le había llamado se acercó con una taza
de café.
—¿Cómo te ha ido?
—Bien, bien. Ese hombre ha sido muy amable. Lo que pasa es que me
ha soltado un rollo que no veas.
—¿No habías oído hablar de él? Es un líder integrista de lo más ra-
dical. Siempre está soltando discursos sobre que los españoles somos unos
infieles y cosas por el estilo. Claro que tampoco se queda corto hablando del
Rey de Marruecos y de su gobierno. Ha estado en la cárcel un par de veces y
todo.
—Y tú, ¿cómo sabes tanto?
—Pues porque mi marido es policía, y cada vez que se arrima a la
frontera lo tienen que seguir. En parte para que no le pase nada, no vaya a
ser que luego nos echen la culpa a nosotros, y en parte para controlar con
quién se reúne aquí y eso.
—Oye Isabel, eso... ¿no es ilegal?—dijo Suárez levantando una ceja con
cara de guasa.
La enfermera se encogió de hombros:
48
—Ni idea, hijo, el caso es que lo hacen.
Rabassa, Alicante.
49
mejores ejércitos del mundo. Y eso era algo que el JEMAD quería que
quedase perfectamente claro.
Rota, Cádiz.
50
i6 de julio de 2002
52
tranquilidad, se mantuvo en estacionario sobre una de las banderas
marroquíes que ondeaban sobre el islote.
El primer oficial mandó llamar al comandante sin apartar la vista del
helicóptero español, inmóvil a dos o tres metros de altura sobré la isla. El
piloto tenía que ser un completo inconsciente para hacer eso. Una orden
suya y lo podrían hacer papilla con las ametralladoras dobles tipo 58, de
14.5 milímetros. Pero sus instrucciones eran claras: nada de abrir fuego
salvo en estricta defensa propia.
Maldijo mentalmente al piloto español. ¿Realmente era necesario
provocar de esa manera?
Cuando el comandante entró en el puente, con los ojos enrojecidos y
cara de mal humor, el helicóptero ya había desaparecido.
Madrid.
53
Aunque no se dudaba de la capacidad del Ejército del Aire para prevalecer,
el propio informe reconocía la imposibilidad de predecir el alcance posterior
de las hostilidades.
Lo que no se contemplaba en ninguna parte era la posibilidad de
fracasar en la misión.
54
Vaciló un segundo antes de seguir. No pretendía parecer pomposo,
pero había cosas que no debían quedar sin decir.
—Almirante, diga a su gente que el Gobierno y el Pueblo de España
confían en ellos.
—Muchas gracias, señor ministro, así lo haré.
El Copero, Sevilla.
Una vez recibida la orden del JEMAD, los ocho helicópteros Euro-
copter Cougar del BHELMA II desplazados a Rabassa, despegaron car-
gados con dos equipos completos de soldados del MOE, con rumbo a la
base sevillana de El Copero. Volaban tratando de evitar poblaciones o
carreteras importantes, en un intento de pasar lo más desapercibidos
posible.
Cuando llegaron a su destino ya era completamente de noche. Los
pilotos y el medio centenar de "boinas verdes" bajaron de los helicópteros y
se dirigieron a las instalaciones de la base para cenar algo, antes del último
"briefing" previo a la partida.
Cuando terminaron de cenar se reunieron en el salón de actos de la
base.
De las dos unidades de acción desplazadas a El Copero, sólo una
despegaría para el asalto inicial, embarcada en cuatro de los ocho
helicópteros de transporte. La otra quedaría en reserva, lista para partir en
cuestión de minutos si llegaba a ser necesario.
El teniente coronel al mando de la operación expuso todos los pro-
cedimientos a seguir por ambas unidades, insistiendo especialmente en las
ROE, las reglas de enfrentamiento, que definían en qué situaciones
concretas, y en cuáles no, podían hacer uso de sus armas de fuego.
Cuando terminó, las tropas del MOE se reunieron de nuevo en un
hangar para comprobar, una vez más, el estado de sus armas y equipos de
combate.
Las tripulaciones de los helicópteros se quedaron en el salón de actos
para repasar los datos técnicos de navegación y los horarios.
Sólo quedaba esperar la hora de partida.
55
Ceuta.
El médico se las arregló para llegar a la cita con casi cinco minutos de
adelanto, después de ducharse y arreglarse, afeitado incluido, en un tiempo
récord.
Nadia llegó poco después. Habló en árabe con el maitre, que evi-
dentemente la conocía, y éste les acompañó a una mesa en un rincón
tranquilo del restaurante.
—Bueno —dijo Alfredo—, sí que has vuelto pronto.
—Me han mandado para escribir un artículo sobre la movilización del
Ejército español en Ceuta. Siempre que pasa algo aquí me mandan a mí.
Como hablo español...
56
—Sí que lo hablas bien. ¿Dónde aprendiste?
La periodista le contó que era hija de padre marroquí y madre
francesa. Su padre hablaba también español y había querido que lo
aprendiera por lo que la había mandado a un colegio español. La carrera de
periodismo la había estudiado entre España y Francia, con una beca de la
Unión Europea.
—O sea que hablas... ¿tres idiomas?
—Cinco: además de español y francés hablo inglés, árabe y tama-
zight —contestó Nadia sin siquiera un poquito de falsa modestia.
La cena fue excelente, a pesar de que los platos fuertemente espe-
ciados no eran los preferidos de Suárez. Lo cierto es que estaba más
pendiente de Nadia que de lo que comía. Mientras esperaban el postre sonó
el móvil de la periodista, que se disculpó con una mueca y contestó. La
conversación fue rápida e incomprensible para Alfredo que no entendía una
palabra de árabe.
Nadia colgó.
—Mi jefe —explicó—. Nunca cuenta con las dos horas de diferencia
entre Marruecos y España. Allí son todavía las nueve de la noche y están
cerrando la edición de mañana. Me ha dicho que España ha retirado a su
embajador en Rabat y que reúna información... ¡como si pudiera entre-
vistar yo a alguien a las once de la noche!
—¿Y qué vas a hacer?—preguntó Suárez.
—Pues irme a la frontera y esperar a ver si aparece el embajador,
porque a estas horas no hay vuelos, o sea que tiene que haber salido de
Rabat en coche.
—¿Te vas a pasar toda la noche allí?
—Sólo hasta que llegue... calculo que entre las dos y las cuatro de la
mañana.
Era evidente que la perspectiva no la hacía nada feliz de manera que
Alfredo se ofreció enseguida a acompañarla. La frontera no era un sitio
particularmente agradable, al menos de madrugada.
La joven aceptó encantada.
Madrid.
Hacia las doce de la noche, las luces del despacho del presidente del
gobierno, en el palacio de la Moncloa, seguían encendidas. Además del
57
presidente, se encontraban allí los ministros de interior, defensa y
exteriores. También estaban los vicepresidentes y varios miembros del
personal de Presidencia.
La reunión había empezado a las diez de la noche. La primera in-
tervención había sido de la ministra de exteriores. Había explicado el re-
sultado, ninguno, de sus últimos contactos con su homólogo marroquí.
Aparentemente Marruecos no tenía la más mínima intención de recon-
siderar su ocupación del islote. Por si fuera poco, a primeras horas del día
siguiente estaba programada una excursión a la isla, patrocinada por el
Gobierno alauita, para la prensa internacional acreditada en Rabat.
Su última conversación antes de abandonar el palacio de Santa Cruz
había sido con el embajador de España en Marruecos. El embajador, según
había decidido el Gobierno esa mañana, había sido "llamado a consultas" y
se esperaba que llegara a Ceuta'en las próximas horas.
El Gabinete de Crisis volvió a debatir las alternativas para la solución
de la crisis. Estaba claro que la vía diplomática estaba agotada.
La actitud más bien tibia de Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos
parecía haber dado esperanzas a Marruecos, a pesar de las declaraciones de
la UE y la OTAN. Al fin y al cabo, todo el mundo sabía quién mandaba en
esas organizaciones.
La estrategia marroquí estaba ahora muy clara para el gobierno de
España: mantener una mínima, nada amenazadora, presencia en la isla,
aguantar todo el tiempo posible allí, y convencer al mundo de que la isla
siempre había sido suya.
Si no se lograba una solución rápida, el problema se enquistaría
eternamente.
Yeso era, precisamente, lo que había que evitar, enviando, de paso, un
mensaje inequívoco a cualquiera que tuviera ganas de jugar con la
integridad territorial de España. Naturalmente muchos, entre los poten-
ciales destinatarios del mensaje, no habían nacido en el extranjero.
Después de una última conversación telefónica con el Palacio de la
Zarzuela, el presidente había permanecido bastante callado durante toda la
reunión. La decisión última la tendría que tomar él, y se le veía preocupado.
Cuando la conversación languideció por falta de nada nuevo que
añadir, se levantó de su butaca y salió al jardín. Nadie le siguió.
Un par de minutos después, el presidente del Gobierno volvió a entrar
en la sala. Miró a los presentes y se dirigió al ministro de defensa.
58
—Ya es ineludible, que tengan mucha suerte, que Dios nos ayude y que
vuelvan con el triunfo.
El ministro asintió en silencio y descolgó el teléfono.
T7 de julio de 2002
Golfo de Cádiz.
59
El jefe de la UNAEMB sabía que hombres y helicópteros estaban
perfectamente preparados para llevar a cabo su misión, pero esperaba, por
el bien de todos, que su intervención no fuera necesaria.
Ceuta.
60
Luego se puso un poco más seria y siguió hablando.
—De todos modos, piensa que las cosas no son tan simples. En rea-
lidad España no siempre ha actuado con total lealtad hacia Marruecos. Los
españoles sois tan... bueno, tú no, pero muchos lo son... soberbios.
Reconoce que nos miráis por encima del hombro y os sentís superiores. Al
fin y al cabo, sólo somos moros.
—Bueno, bueno, Nadia. No te calientes que no todo el mundo es así.
Además no es esa la cuestión. Si no estaba claro de quién era la isla, pues se
deja como está y a otra cosa. ¿O me vas a contar que te crees el rollo de que
es para vigilar terroristas?
—Claro que no me lo creo. Ojalá mi país tuviera dinero para vigilar a
los narcotraficantes y a los traficantes de emigrantes. A mí me parece que lo
que quiere el gobierno es distraer a la gente de lo mal que van las reformas
democráticas. Pero la respuesta española es exageradísima.
Alfredo no tenía ganas de discutir, desde luego no en su primera cita.
Y, además, algo de razón tenía Nadia, pensó, recordando los foros de
Internet que había leído. Se preguntó porqué es tan fácil entenderse entre
las personas y tan difícil entre los grupos humanos, sean naciones,
religiones o cualquier otro colectivo. Decidió cambiar de tema.
A eso de las dos y media, mientras se contaban anécdotas de la
universidad, Nadia observó movimiento en la frontera. Se bajó del coche y
corrió hacia la garita de control. Un Peugeot 607 de color oscuro cruzó la
zona iluminada y se detuvo unos instantes, mientras el conductor mostraba
los pasaportes a la Guardia Civil. La periodista se inclinó sobre la ventanilla
trasera pero un agente le pidió que se retirara. El vehículo arrancó hacia el
centro de la ciudad.
Cuando Nadia volvió a su coche, el médico preguntó:
—¿Y ahora?
—Ahora le vamos a seguir a ver dónde se aloja. Luego... ya veremos.
61
trabajaban a pleno rendimiento. Eso dificultaba la navegación, por
supuesto, pero era necesario para pasar todo lo inadvertidos que fuera
posible. La fragata siguió a un remolcador hasta sobrepa'sar la bocana del
puerto. Luego, el barco auxiliar se apartó a un lado y la Navarra ganó mar
abierto, virando a babor con ayuda del viento de levante. Navegarían
visualmente, siguiendo las luces de la costa, y con apoyo del GPS de a bordo
hasta su zona de patrulla, pocas millas al nordeste de la isla de Perejil. Al
noroeste, se situaría su gemela la Numancia. Ambas fragatas se situarían
entre la isla y cualquier buque marroquí que intentara acercarse,
bloqueando toda posibilidad de refuerzo por vía marítima.
Herrero repasó la tabla de horarios para la operación. A las cinco
treinta, las cinco y media de la madrugada, los radares de exploración
entrarían en actividad. La Navarra y la Numancia actuarían como pla-
taformas de defensa antiaérea para cobertura local. La cobertura lejana
sería responsabilidad del Ejército del Aire.
El Copero, Sevilla.
62
Pocos segundos después, los UH-iH formaron a la izquierda y un poco
por detrás del Líder de los Cougar. Toda la formación adoptó velocidad de
crucero y, a baja altitud, se dirigió al sur. Volaban en estricto silencio de
radio. Los pilotos utilizaban gafas de visión nocturna que les permitían volar
con seguridad a pesar de la falta de luz.
63
misión sería destruir los radares de alerta y control enemigos para impedir
la coordinación de sus operaciones.
A las cuatro y media, los pilotos salieron de la sala donde habían
estado reunidos preparando todos los parámetros técnicos de la misión. Se
colocaron los arneses de sujeción y los zahones inflables "anti-g" y
caminaron hacia sus aviones.
Una vez hechas las comprobaciones de rigor y arrancados los mo-
tores, los cuatro aviones carretearon hasta la cabecera de la pista formados
en parejas.
A las cinco en punto de la madrugada el líder de la primera pareja
habló por radio en la frecuencia de torre.
—Torre, Poker cero nueve. Cuatro aviones listos para entrar en pista y
despegar.
—Poker cero nueve, autorizados. Ángeles 25, vector uno ocho cero.
La torre indicaba a la formación el rumbo a tomar, sur absoluto, y la
altitud asignada para la primera parte de la misión, 25.000 pies.
El piloto del primer F-18 aceleró al máximo los motores General
Electric, conectando la postcombustión. En pocos segundos el caza estaba
en el aire.
Los otros tres aviones despegaron en rápida sucesión. Una vez en
vuelo, los aviones formaron de nuevo dos parejas mientras ascendían a la
altitud indicada por la torre.
El líder cambió la frecuencia de radio para comunicar con "Pegaso", el
indicativo de radio del GRUCEMAC, que controlaría su vuelo hacia el
objetivo.
—Pegaso, Poker cero nueve. Ángeles 10 y en ascenso.
—Tengo contacto radar contigo Poker cero nueve. Tu ruta está
despejada.
Los cuatro cazabombarderos alcanzaron pronto su altitud de crucero.
El líder se relajó, pero sólo un poco. Nadie podía saber lo que les traería el
amanecer.
El Retín, Cádiz.
64
maniobras de la sierra del Retín, un lugar apartado y discreto donde ya se
encontraba el AB-212 procedente del buque de mando Castilla.
Los miembros de la UOE del Tercio de Armada embarcaron en el
tercero de los Cougar, compartiendo los bancos de plástico con sus com-
pañeros del MOE. Se saludaron lacónicamente. Nadie estaba de humor para
muchas bromas. Llevaban todo el día dando saltos de una base a otra en sus
helicópteros. Y ahora tocaba, de nuevo, esperar.
Golfo de Cádiz.
65
—Tienes autorización del Estado Mayor y del Gobierno para iniciar
las operaciones. Las reglas de enfrentamiento no han cambiado. El uso de
fuerza letal se reservará, exclusivamente, para supuestos de autodefensa.
—Comprendido, almirante. Iniciamos las operaciones.
—Mucha suerte, Jesús.
Rota, Cádiz.
66
El Retín, Cádiz.
Estrecho de Gibraltar.
67
—Empieza la fiesta, señores —dijo.
Se dirigió a la consola del operador del radar de superficie y se inclinó
sobre su hombro.
—¿Tenemos al Rais Bargach en pantalla?
—Si, mi comandante —contestó el especialista señalando una traza en
la pantalla.
El comandante se acercó a la carta extendida sobre la mesa para
comprobar la posición del patrullero marroquí. En realidad estaba más
cerca de la Numancia, de modo que en principio sería de ellos la respon-
sabilidad de controlarlo, pero no quería dejar cabos sueltos.
Se dirigió al TAO.
—Herrero, ¿qué opinas?
—Demasiado cerca para un Harpoon, mi comandante. Pero lo te-
nemos a tiro del 76.
Se refería a que la distancia era demasiado corta para utilizar un misil
antibuque como el RGM-84 Harpoon, capaz de alcanzar objetivos situados
a 120 millas del navio lanzador. Sin embargo el cañón OTO Melara de 76
milímetros era ideal para neutralizar un blanco cercano y poco protegido
como el patrullero marroquí.
—De acuerdo —asintió el comandante—, no lo pierdan de vista.
A bordo del Rais Bargach, fondeado cerca de la isla, el oficial de
guardia en el puente de mando estaba muy preocupado. Su radar había
detectado hacía bastante tiempo el despliegue naval español. Aunque en los
últimos días las fragatas "enemigas" habían navegado con frecuencia en las
cercanías del islote, nunca habían adoptado ese patrón particular, que
parecía destinado a bloquear los accesos a Leila. Su barco, claramente
incapaz de enfrentarse a dos modernas fragatas lanzamisiles, se encontraba
entre la espada y la pared, literalmente hablando.
Pensó en despertar al comandante, pero teniendo en cuenta la hora,
las cuatro de la madrugada, hora de Marruecos, decidió esperar
acontecimientos.
No tuvo que esperar mucho. Apenas unos minutos después, el ma-
rinero encargado del radar dio la voz de alarma.
—Tengo varios contactos débiles con marcación tres cinco ocho. Por
la velocidad parecen aviones o helicópteros. Distancia estimada en cinco
millas y acercándose rápidamente.
68
El oficial sintió contraerse el estómago por la tensión. De modo que
allí estaban.
—¡Zafarrancho de combate! Avante toda máquina, rumbo dos ocho
cinco.
El timonel empujó los controles de las potentes máquinas diesel del
patrullero y giró la rueda para tomar el rumbo indicado mientras que un
suboficial pulsaba el conmutador de alarma. La megafonía del buque emitió
un desagradable sonido intermitente que despertó de inmediato a toda la
tripulación.
El comandante entró en el puente en pijama, con el pelo revuelto y
barba incipiente.
—ilnforme! —le dijo al oficial de guardia.
—Múltiples contactos aéreos al norte, señor, probablemente
helicópteros.
El comandante intentó pensar con claridad.
—Déme el rumbo de esos helicópteros —dijo.
—Puedo contar siete contactos con marcación cero ocho siete y rumbo
estimado uno siete cinco.
El comandante se rascó el mentón, áspero por la barba y miró la
pantalla del radar. No parecía un ataque directo a su nave, por lo que or-
denó reducir la velocidad e invertir el rumbo para acercarse de nuevo a la
isla.
Tenía que ser un asalto aerotransportado. Y no había nada que él
pudiera hacer para impedirlo. Sus órdenes eran observar e informar y eso
es lo que haría. Sin contar con el hecho de que ahí fuera estaba la mitad de
la Armada Española apuntando a su barco. La vida era injusta.
69
Al norte de la isla, a poco más de dos millas, el líder de la formación
de helicópteros Cougar vio nítidamente el perfil del objetivo. Era el
momento de romper el silencio de radio. Eran las seis horas y quince
minutos.
—Turia uno uno, objetivo a la vista, a las doce. Distancia estimada dos
millas. Camello cero uno, dispersión.
El líder de los UH-iH, Camello cero uno, recibió la orden e inició la
maniobra ordenada, virando a la izquierda acompañado por el segundo
helicóptero. El tercero viró a la derecha, para rodear la isla. Su helicóptero,
además de las armas de apoyo, iba equipado con un potente equipo de
megafonía. Su misión era conminar a las tropas marroquíes a rendirse con
un mensaje grabado en español, francés y árabe. Su copiloto había
sugerido añadir una grabación de La Cabalgata de las Valkirias, de
Wagner. Igualito que en Apocalipsis Now, había dicho con toda su guasa
andaluza. Por supuesto no lo habían hecho.
70
inmediatamente para formar un perímetro de algunos metros en torno a
cada punto de inserción. Fueron indicando por radie su llegada a tierra.
—¡Alfa cuatro seguro!
—¡Alfa tres seguro!
Los líderes de los equipos de acción fueron los últimos en saltar z
tierra.
—¡Equipo Bravo desplegado y en marcha!
—¡Alfa desplegado y en marcha!
El tercer equipo, conocido como Charlie, estaba formado por los
comandos de Infantería de Marina encargados del control de fuege
avanzado. Cuando se disponían a saltar', una fuerte ráfaga de viento, di más
de cincuenta nudos, golpeó el costado de su helicóptero. El piloto cogido por
sorpresa intentó compensar el fuerte bandazo, pero no pude evitar que una
de las palas del rotor rozase el suelo. El aparato estuvo £ punto de
precipitarse de costado a tierra. Sólo la suerte y la habilidad de' piloto
impidieron una catástrofe. Consiguió remontar el vuelo y girar er redondo
para volver al punto inicial. Esta vez los infantes de marina saltaron sin
novedad.
—¡Equipo Charlie en posición! —dijo el capitán que mandaba el
comando, sin que apenas se notara el temblor de su voz. Inmediatamente
se desplegaron y empezaron a montar sus equipos de designación por láser,
buscando puntos con buena línea visual hacia la costa. Si las tropas
marroquíes desplegadas en las laderas de Yebel Musa abrían fuego en
apoyo de sus compatriotas en la isla, los infantes del TEAR señalarían los
blancos para los Harrier de la Armada.
Con todos los boinas verdes en tierra y sin otra novedad que alguna
contusión, los helicópteros se retiraron una milla hacia el norte, para
esperar orbitando en una zona relativamente segura.
71
Mientras tanto, el equipo Alfa se dirigió, dividido en dos escuadras, al
barranco que dividía la isla en dos mitades. Al fondo estaba montada la
garita marroquí.
Descendieron con sumo cuidado las laderas. Las piedras sueltas
hacían muy peligrosa la bajada de casi treinta metros. Afortunadamente los
equipos de visión nocturna, aunque incómodos, facilitaban mucho la tarea.
Al llegar a una distancia prudencial de la construcción de chapa
metálica, el brigada al mando del equipo habló por el circuito de radio:
—Alfa en posición.
Los soldados del equipo Bravo, emboscados cerca de los centinelas en
las alturas del islote, informaron uno tras otro que estaban preparados.
El comandante, Bravo uno, se dirigió al líder de los helicópteros de
apoyo:
—Camello cero uno, Bravo uno. Todos los efectivos en posición.
Puedes empezar a cantar.
—Roger, Bravo uno. Pongo la música. Tened cuidado.
El equipo de megafonía del UH-iH comenzó a atronar el aire con una
grabación que conminaba a los soldados marroquíes a rendirse. Se repitió
en francés y árabe, y volvió a empezar en español.
Mientras tanto, el artillero del helicóptero, sujeto a su asiento por un
arnés de seguridad, se asomaba por la puerta lateral izquierda, agarrado a
su ametralladora pesada Browning M-2. Escudriñaba la isla con sus gafas
de visión nocturna. Tenía localizado al menos un centinela marroquí, pero
veía también a los soldados españoles, y a esa distancia no era fácil
distinguir unos de otros. Esperaba no tener que disparar.
72
posición. Estaba furioso, pero no con los españoles, que al fin y al cabo eran
profesionales como él y sólo hacían su trabajo. Estaba furioso con sus
mandos, que lo habían abandonada en aquella isla maldita sin más equipo
que un AK-47 y unas raciones de campaña. ¿De verdad pretendían que
defendieran Leyla con eso?
En ese momento vio algo a su izquierda, con el rabillo del ojo. Giró la
cabeza rápidamente y tensó los músculos del brazo para levantar el fusil,
pero era tarde. Un fantasma verde y gris se había materializado a menos de
dos metros de él. Le apuntaba a la cara con un fusil de asalto.
—¡Tira el arma! ¡Ahora! —gritó el español.
El cabo no entendió las palabras, pero el sentido estaba claro. Levantó
la mano izquierda y con la derecha, despacio, dejó el fusil en el suelo. En ese
momento, por detrás, otro comando español le agarró los brazos y se los
puso a la espalda. No opuso resistencia, a pesar de que sentía la sangre
hervir de ira y de vergüenza. El español le pasó cinta adhesiva en torno a las
muñecas y le quitó la radio del cinturón. Luego le empujó el hombro, sin
demasiada violencia pero indicándole claramente que se tumbara en el
suelo. Lo hizo.
El primero de los soldados españoles habló por radio:
—Bravo cuatro, objetivo neutralizado. No hay bajas.
El resto de los equipos enviados a cercar a los centinelas fueron ra-
diando el éxito de su misión.
73
El oficial movió la cabeza negativamente y salió el primero, con su
subfusil H&K MPS cargado y montado. En el exterior, ya visibles con las
primeras luces del alba, le esperaban una docena de soldados españoles,
apuntándole con sus fusiles.
El jefe del equipo Alfa, un brigada con muchos años de servicio a sus
espaldas, miró a los ojos al teniente marroquí. Luego bajó su arma, que
quedó apuntando al suelo. El teniente comprendió el gesto e hizo lo mismo.
No tenía ningún sentido morir allí, sin ninguna posibilidad de defender su
posición. Luego se dio la vuelta y habló a sus hombres. Los dos infantes de
marina marroquíes que quedaban en la tienda salieron con los brazos en
alto.
Enseguida fueron maniatados como lo habían sido los centinelas y
reunidos frente a la tienda.
El brigada habló por su radio.
—Bravo uno, aquí Alfa uno. Posición asegurada.
Estaba saliendo el sol.
74
Magic y un R-530 cada uno. Pero no se les dio la orden de despegar a la
espera de definir mejor el grado de amenaza, si lo había.
A eso de las cuatro y diez de la madrugada llegaron, casi al mismo
tiempo, dos mensajes a Sidi Slimane. El primero era del COC, informando
de varios contactos radar a gran altura sobre la orilla norte del estrecho de
Gibraltar. Por el perfil de vuelo tenía que tratarse de cazas españoles que
orbitaban describiendo amplios círculos siempre sobre territorio
peninsular. Menos de un minuto después se recibió una llamada urgente
del Cuartel General de la Marina Real, transmitiendo el informe del
patrullero Rais Bargach, que alertaba de la llegada de varios helicópteros
en perfil de asalto.
Los Mirage desplegados en cabecera de pista recibieron la orden de
despegar para investigar los contactos.
El coronel no había recibido más órdenes por el momento, pero en
vista del cariz que parecían tomar los acontecimientos decidió prepararse
para lo peor. Si el Gobierno le ordenaba atacar a los buques españoles o
defender la isla de Leila, estaría preparado.
—Queda declarada la alerta general. Los escuadrones AssadyAtlas
deben prepararse de inmediato para iniciar operaciones de combate.
Quiero la mitad de los EH armados con bombas frenadas y la otra mitad
con bombas lisas para uso anti-buque. Los CH con carga completa de cañón
y misiles. ¡Ahora!
Las sirenas de la base comenzaron a sonar, despertando a todo el que
no lo estaba ya, por el estruendo de los cazas que acababan de despegar.
Los mecánicos y pilotos no sabían con certeza lo que ocurría, pero se
pusieron en marcha de inmediato.
75
Estrecho de Gibraltar.
76
El piloto pedía a su controlador que clasificase a los blancos como
hostiles, lo cual le permitiría iniciar maniobras ofensivas a su vez.
—Poker cero nueve, Pegaso. Clasifico'trazas como bandidos. Puedes
iluminar pero no disparar, repito, puedes iluminar pero no disparar.
La orden era clara, autorizaba a los F-18 a colocarse en posición de
combate y a "apuntar" a los aviones adversarios con sus misiles. Los ma-
rroquíes oirían el pitido de su alertador de amenazas y sabrían que estaban
siendo seguidos.
El líder se dirigió por radio a su formación.
—Líder Poker. Tres y Cuatro, picad a ángeles cinco y esperad. Dos,
conmigo. Ilumina al bandido de la izquierda.
—Roger.
El F-18 es un caza que aplica el concepto HOTAS, que viene a sig-
nificar que el piloto puede accionar todos los mandos importantes del avión
sin mover las manos de la palanca de control y la de gases.
El líder tiró de la palanca de selección de modo del radar con el pulgar
derecho, colocándola en posición aire-aire. Luego, con el mismo dedo,
empujó hacia delante el conmutador que seleccionaba un misil Sparrow.
En ese momento, el radar AN/APG-65 del avión se concentró en el
Mirage derecho de la formación de dos, proporcionando información a la
cabeza buscadora del misil. Un par de segundos después, un pitido informó
al piloto que el misil estaba blocado sobre su blanco y un explícito mensaje
"SHOOT" en el HUD, le informó que podía disparar en cualquier momento.
77
las cabinas de los cazas marroquíes. El líder de la patrulla comprendió que
su situación era insostenible. Hizo una señal con la mano a su punto, que
volaba en formación cerrada a su derecha, viró en redondo y picó para
buscar la seguridad de la accidentada orografía del norte de Marruecos.
Los aviones españoles no les siguieron.
Sidi Slimane, Marruecos.
78
Isla Perejil, Estrecho de Gibraltar.
Ceuta.
79
ce: Según un comunicado del Ministerio de Defensa, las Fuerzas Armadas
españolas acababan de desalojar del islote Perejil a la guarnición marroquí en
una operación incruenta. El presentador del telediario prometió ampliar la
noticia a lo largo del informativo según se conocieran nuevos datos.
Nadia se levantó del sofá y fue a buscar su teléfono móvil. Antes de que
pudiera marcar, sonó.
Suárez bajó el volumen del televisor pero la periodista, mientras tapaba el
micrófono con la mano, le pidió que lo subiera de nuevo. Luego empezó a hablar
en árabe. Alfredo supuso, con razón, que sería su jefe. Cuando colgó, Nadia
terminó su café y recogió su bolso.
—Me voy al Parador, a ver si puedo hablar con el embajador.
Alfredo tenía que irse al trabajo, por supuesto, y más valía que se diese
prisa porque tenía quirófano y no quería llegar tarde. Nadia le besó y se fue hacia
la puerta.
—¿Me llamas luego? —preguntó Suárez.
—Voy a estar un poco liada hoy, me parece, pero esta noche te llamo.
El médico se quedó mirando la puerta cerrada.
—Y ahora, ¿qué? —dijo en voz alta.
\
20 de julio de 2002
Océano Atlántico.
86
Rabat, Marruecos.
87
La película cumplía sobradamente sus objetivos. Hacia el final, Suárez se
descubrió apoyando la mano en el vientre ligeramente abultado de su mujer,
deseando, con un nudo en la garganta, que su hijo no tuviera que vivir nunca los
horrores de la guerra.
¥
6 de septiembre
88
Una hora después, a eso de las nueve de la mañana, la Descubierta enfiló la
bocana del puerto de Las Palmas de Gran Canaria. Una vez en mar abierto, y tras
una última comprobación de los motores, comenzaron las pruebas. A pesar de los
años de la nave, Herrero comprobó con satisfacción que todavía era capaz de
alcanzar holgadamente los veinticuatro nudos de velocidad máxima.
Completadas las pruebas de motores, Herrero ordenó poner rumbo oeste a
velocidad de crucero. El plan de navegación incluía una visita al puerto de Santa
Cruz de Tenerife. Allí pasarían la noche para luego arrumbar a Lanzarote, haciendo
noche en Arrecife. Por fin, rodearían la isla para volver a su base en la tarde del
tercer día. El comandante del Patrullero salió al puente descubierto y respiró el aire
puro. Como siempre que salía a la mar, pensaba disfrutar cada minuto de
navegación como si tuviera un billete de primera clase en el Queen Elizabeth.
Rabat, Marruecos.
89
—Cuando España inició los estudios para la búsqueda de crudo en esas aguas,
el Gobierno de Su Majestad presentó una dura protesta ante las autoridades
españolas. España afirma que las Islas Canarias son parte de su territorio
metropolitano y, por lo tanto, tienen derecho a disfrutar no sólo de las habituales
doce millas de aguas territoriales sino de doscientas millas más de lo que se conoce
como ZEE, o Zona Económica Exclusiva, donde una nación puede ejercer derechos
de explotación pesquera o geológica. Es costumbre internacional que, cuando las
respectivas ZEE de dos estados se solapan, se determine una línea media conocida
como "mediana" equidistante de ambas costas. De ese modo, la ZEE de cada nación
se extendería desde el límite de las doce millas hasta la mediana.
El ministro de asuntos exteriores, respondiendo a una mirada del jefe del
gabinete, tomó la palabra en este punto:
—Pero es en aplicación del Derecho Internacional, que el Gobierno de Su
Majestad no reconoce tal derecho a las Islas Canarias. Esas islas no son sino un
archipiélago de estado, una colonia de España en territorio africano y, por tanto, no
tienen derecho a aguas interiores ni a las doscientas millas, como bien lo especifica
la Convención de Montego Bay.
Driss Abdelar asintió con la cabeza. Siempre se podía confiar en Achmed
Abdelkader.
—Exactamente —prosiguió—. Y ese ha sido siempre el sentido de nuestras
protestas a Madrid. Desgraciadamente, y aunque en los últimos años se llegó a
convocar una mesa para la delimitación definitiva de estas aguas, los españoles han
hecho siempre caso omiso de nuestras alegaciones. Siguiendo en la línea habitual de
España ante nuestras justas reivindicaciones, desde luego.
Es muy cierto que esa plataforma se encuentra en el lado "español" de la
mediana, pero Marruecos no acepta, ni aceptará nunca, tal decisión unilateral de
España.
El ministro de defensa se removió en su sillón. Hasta el mismo comienzo de la
reunión no había conocido el orden del día de la misma, y empezaba a tener la
impresión de que lo que fuera que quería proponer el primer ministro, que no le
resultaba precisamente simpático, estaba decidido de antemano. Hassan Munjib era
militar de carrera. Sus éxitos en la lucha contra el Frente Polisario le habían
permitido ascender rápidamente en el escalafón, hasta convertirse en uno de los
generales más jóvenes de la historia de las Fuerzas Armadas Marroquíes. Tras el
colapso del anterior gobierno, le habían ofrecido el renacido Ministerio de Defensa a
pesar de su falta de experiencia política previa. O precisamente por esa carencia,
según empezaba a sospechar. El primer ministro quería un ejército dócil para
90
facilitar la gobernabilidad del país y un héroe de guerra parecía la mejor elección
para mantener tranquilos a los hombres de verde. Munjib había aceptado el cargo
por sentido del deber, pero desde su misma toma de posesión se había sentido
manipulado de forma más o menos evidente.
Decidió intervenir con un tanteo previo poco comprometido:
—Señor presidente, ¿existe realmente petróleo en ese lugar?
La respuesta se la dio el ministro de economía e industria. El ministro,
evidentemente, había hecho sus deberes.
—Tenemos poderosas razones para creer que nuestra plataforma continental
atlántica es rica en crudo. Tal vez, Dios lo quiera, estemos hablando de unos
yacimientos realmente importantes. Además, y concretamente en el área donde se
encuentra la plataforma de prospección española, gran parte de ese crudo sería de
calidad superior a los treinta grados API.
Los ojos del ministro de economía e industria brillaron y no pudo evitar una
sonrisa, a pesar del tono formal de su intervención. Los grados API servían para
clasificar la densidad, y por lo tanto la calidad, del petróleo. A más grados API,
menos densidad y más calidad.
Munjib presionó un poco más.
—Pero, si no estoy mal informado, llevamos casi cincuenta años buscando
petróleo sin éxito, igual que los españoles.
—Es una cuestión tecnológica, amigo mío —respondió el ministro de industria—.
Hasta hace un par de años no existían sistemas de prospección fiables que no
incluyeran la perforación de pozos de prueba. Incluso hoy día no se puede tener
absoluta certeza —reconoció—, pero los datos que tenemos son extremadamente
fiables. Naturalmente España tiene esos mismos datos y eso explica su actitud
desafiante.
Driss Abdelar volvió a tomar la palabra.
—En definitiva, señores, el objeto de esta reunión es tomar una grave decisión.
España ha demostrado en repetidas ocasiones que no está dispuesta a acceder a
nuestras justas reivindicaciones. Creo, y Su Majestad comparte mi punto de vista,
que es hora de demostrar determinación a la hora de defender nuestros derechos.
Esa plataforma petrolífera española se encuentra en aguas de nuestra Zona
Económica Exclusiva y por lo tanto sus operaciones son ilegales de acuerdo al
Derecho Internacional. Debemos, por lo tanto, impedir que se cometa un delito
procediendo de inmediato al apresamiento de la plataforma para poner a
disposición de la Justicia a sus responsables.
91
El ministro de defensa comprendió. De modo que se trataba de eso. Esperaba
que el primer ministro supiera en dónde se estaba metiendo.
Ceuta.
Nadia Hachmi estaba haciendo el equipaje. Sólo una bolsa pequeña para pasar
tres o cuatro días fuera de casa. Tendría que madrugar al día siguiente para tomar el
vuelo Ceuta-Málaga de las siete y media de la mañana.
Su superior, el redactor jefe del Quotidienne, la había llamado para hacerle el
encargo una hora antes.
Alfredo siguió intentando convencerla de que no fuera, aunque sabía muy bien
que no tendría ningún éxito.
—No me puedo creer que nó tengan a nadie más que a ti para hacer ese
reportaje.
—Pues resulta que no. Además, para eso soy la corresponsal para asuntos de
España. Es mi trabajo y me gusta. Y yo no te pongo pegas a ti cuando te tienes que ir
al hospital a las tres de la mañana, o cuando te vas a un congreso a Copenhague.
—Pero estás embarazada —protestó Alfredo.
Nadia puso cara de aburrimiento, aunque terminó sonriendo.
—Mira cariño, estoy llevando un embarazo fantástico. Diez semanas y casi ni
he vomitado. Y la ginecóloga me ha dicho que puedo viajar. Lo dijo delante de ti.
Suárez sabía que la batalla estaba perdida, aunque no pudo evitar rezongar un
rato más.
Su mujer tendría que hacer el vuelo en helicóptero a Málaga. Luego volar a
Madrid y de allí a Lanzarote, donde pasaría la noche, para coger otro helicóptero por
la mañana que la llevaría a la plataforma petrolífera Canarias i.
Y todo para entrevistar al jefe de la plataforma, que la despacharía en media
hora con un montón de tópicos sobre lo ecológicas que son las plataformas
petrolíferas modernas.
—Pero prométeme que vas a descansar todo lo posible y que me vas a llamar
por lo menos dos veces al día —dijo, sólo parcialmente en broma.
92
Gran Canaria.
Rabat» Marruecos.
93
demasiado tiempo con los detalles. La operación no sería complicada. A la mañana
siguiente, ocho de septiembre, un helicóptero Aérospatiale SA-330 F Puma
despegaría de Casa- blanca con un pelotón de doce infantes de marina a bordo.
Haría una escala en Sidi-Ifni para repostar y luego se adentraría en el Atlántico hacia
la plataforma petrolífera. El Puma se posaría en el helipuerto de la plataforma hacia
las cinco de la tarde, hora local, y los soldados se harían con el control de las
instalaciones.
La operación recibiría el apoyo de la fragata Hassan II, que había recibido
órdenes de zarpar de Casablanca de forma inmediata. El patrullero de altura El
Karib ya se dirigía a la zona, aunque con órdenes de mantenerse fuera del alcance
visual de la plataforma.
El almirante tenía plena confianza en el éxito de la maniobra. Al fin y al cabo
no cabía esperar resistencia alguna por parte de los empleados de la plataforma.
Posiblemente habría algunos vigilantes de seguridad privada, pero seguramente no
estarían armados y serían fácilmente controlables. De hecho se trataba de una
misión más policial que militar, y así sería considerada desde el punto de vista
diplomático.
Cuando el ministro de defensa se quedó solo en su despacho, se dirigió a la
ventana. Miraba a la calle, pero sus pensamientos estaban en otra parte. Él tampoco
estaba demasiado preocupado con los aspectos técnicos de la operación. Sin
embargo le inquietaban profundamente las posibles consecuencias de la misma.
El primer ministro le había intentado tranquilizar. Naturalmente que España
pondría el grito en el cielo. Eso estaba previsto. Pero no podrían pasar mucho más
allá de las palabras de indignación. Incluso
tenían una orden judicial en toda regla. La situación sería equivalente al
apresamiento de un barco pesquero por faenar ilegalmente.
Pero Munjib no estaba tan seguro. Ni mucho menos.
Ceuta.
94
sabía nada del negocio de la extracción del petróleo en alta mar, tendría que leer
todos los documentos con mucha atención si no quería hacer el ridículo en la
entrevista que le habían concertado para la mañana siguiente con el ingeniero
jefe de la plataforma.
Decidió empezar con su biografía: Enrique Márquez Vega, cuarenta y ocho
años. Nacido en Gijón. Seguía una lista bastante impresionante de títulos
académicos y puestos de trabajo de responsabilidad, pero pocos datos
interesantes a los que pudiera sacar partido en la entrevista. En general parecía
un tipo bastante serio, claro que todo el mundo lo parece en un curriculum.
Siguió con un largo documento de divulgación sobre las explotaciones
petrolíferas oceánicas. A la tercera página, arrullada por el ruido del rotor del
helicóptero, estaba profundamente dormida.
Arrecife, Lanzarote.
A las siete de la tarde, hora canaria, el vuelo de Iberia procedente de Madrid aterrizó en el
aeropuerto de Lanzarote. A bordo, Nadia Hachmi recogió los folios que había leído durante la
mayor parte del viaje y miró por la ventanilla hacia la terminal. Esperaba que no tardaran mucho
en aparcar el avión y dejarla bajar porque necesitaba ir al baño urgentemente. Cosas del
embarazo, pensó con resignación. Era el cuarto aeropuerto que pisaba en doce horas y estaba
harta. Afortunadamente no tenía que esperar el equipaje. Llevaba con ella todo lo que necesitaba.
Una vez resuelto su pequeño problema, salió a la calle y buscó un taxi para ir al hotel. Por lo
menos podría descansar unas cuantas horas. El helicóptero que la llevaría a la plataforma
petrolífera saldría a las ocho de la mañana siguiente, y no tenía nada que hacer hasta entonces.
Rabat, Marruecos.
El horario marroquí, en verano, lleva dos horas de retraso respecto al peninsular español y
una respecto al. canario. A las seis de la tarde, hora de Rabat, el ministro de defensa se reunió con
su colega de exteriores en casa de este último.
95
Achmed Abdelkader era uno de los hombres más poderosos del reino alauí. A su condición
de ministro de asuntos exteriores unía una respetable fortuna familiar y una influencia en Palacio
que se remontaba a las relaciones de su padre con el rey Mohamed V.
También era un hombre hospitalario y de modales corteses. Recibió al general Munjib con
un abrazo.
—Hassan, amigo mío. Bienvenido a mi casa.
Abdelkader acompañó al general hasta su estudio, una habitación relativamente pequeña
pero ricamente amueblada. Le señaló un magnífico sillón de cuero.
—Tome asiento, por favor, y póngase cómodo. ¿Quiere tomar algo? ¿Té? ¿Café?
—No, muchas gracias. Sólo quiero hablar.
El ministro de exteriores se sirvió café de la cafetera de plata que había sobre la mesa.
Observó la cara de preocupación del general. Era un libro abierto. Aquel hombre no servía para
diplomático, por muy bueno que fuese como soldado. Dejó que fuera él quien hablara primero.
—Estoy muy preocupado por las posibles consecuencias de la operación de mañana.
Francamente creo que se trata de un error.
Abdelkader se tomó unos segundos para pensar. Que Munjib no tenía clara la idoneidad de
la operación planteada estaba claro desde el día anterior. Se le había visto sumamente incómodo
en la reunión del Gobierno, y ahora parecía sentado sobre un hormiguero. El ministro de
exteriores sabía que la gran popularidad del general entre sus tropas se debía a que, a diferencia
de muchos otros altos mandos, él siempre se había preocupado más por sus soldados que por su
carrera. Lo cual había beneficiado enormemente la misma, pensó, no sin un punto de cinismo.
Decidió atacar directamente al punto débil de su colega. Con Munjib las sutilezas no eran de
mucha utilidad.
—¿Tal vez no confía en la eficacia de sus tropas, general?
La inmediata respuesta de Munjib casi hizo reír a Abdelkader. Afortunadamente su
preparación diplomática le permitía controlar emociones mucho más fuertes que esa.
—¡Por supuesto que no se trata de eso! La Real Infantería de Marina es perfectamente capaz
de cumplir con su misión. Si se le proporcionan los medios apropiados, no hay ninguna razón
para pensar que no serán capaces de tomar la plataforma. El problema es lo que haremos
después. No tengo ninguna duda de que España responderá con firmeza. Y, sinceramente,
aborrecería que se repitiera una situación como la de la isla de Thoura. Si el Gobierno español
decide responder con la fuerza...
El ministro de asuntos exteriores intentó borrar de su voz cualquier rastro de
condescendencia:
—Los españoles no lo harán, mi querido amigo, están obsesionados con el respeto a la
"legalidad", y nuestra operación está cuidadosamente planificada teniendo ese factor en cuenta.
—En el 2002 tampoco parecía que fueran a actuar. Y lo hicieron. Si nos vemos abocados a
un nuevo... pulso con España, considero mi deber recordarle que las Fuerzas Armadas Reales, por
96
desgracia y a pesar de su valor y preparación, no se encuentran en disposición de sostener un
conflicto prolongado. No con un enemigo tecnológicamente mejor equipado y con recursos
económicos mucho mayores que los nuestros. Eso nos deja con sólo dos opciones: combatir con
honor pero sin posibilidades de vencer, o... rendirnos de nuevo.
Abdelkader soltó una carcajada jovial, interrumpiendo al ministro de defensa.
—Perdóneme, general. No me malinterprete. No es mi intención reírme de sus legítimas
inquietudes, pero déjeme decirle que está usted dramatizando la situación. La operación que el
Gobierno de Su Majestad ha decidido es delicada, sí, pero dista mucho de ser tan peligrosa como
usted teme. Déjeme a mí tratar con los españoles. Nadie quiere una guerra. Ni ellos ni nosotros.
Piense que la operación, aunque llevada a cabo por sus infantes de marina, es una actuación
puramente policial. Si España no comparte nuestro punto de vista siempre puede interponer un
recurso ante el tribunal competente, incluso demandarnos ante el Tribunal de la Haya.
Respecto al incidente de Thoura... ni usted ni yo estábamos entonces en el Gobierno, pero
créame si le digo que entre las apariencias y la realidad suele mediar un abismo. Y lo cierto es que
nuestros antecesores en el Gobierno tuvieron la situación controlada en todo momento.
—Desde luego no fue esa mi impresión —dijo Munjib.
—Si lo mira desde una perspectiva militar, así podría parecer. Pero aquella no fue una jugada
militar, sino política. No se trataba de librar una guerra, sino de calibrar la respuesta española de
forma... empírica. España ha cambiado mucho en los últimos treinta años. Cuando Su Majestad
el Rey Hassan, promovió la "Marcha Verde", en el año 75, sabía perfectamente que los españoles
no podrían reaccionar y los acontecimientos le dieron la razón. Pero los cambios sociales han
convertido a España en un país poco predecible, cuya política puede cambiar en función de una
multitud de factores sociopolíticos que son también difíciles de predecir. Me consta que en algún
momento del año 2002 se llegó a barajar la posibilidad de recuperar las ciudades ocupadas de
Ceuta y Mejilla, pero no había forma de saber cómo reaccionaría España. Por eso se eligió
Thoura. Y el "experimento" fue un éxito porque permitió evitar lo que hubiera sido un grave error
estratégico. Y ahora podemos aplicar las lecciones aprendidas entonces.
El ministro de defensa intentó reprimir, sin lograrlo del todo, una expresión de fastidio.
—No quiero tener muchos éxitos de esa clase —dijo.
Abdelkader, bajo su máscara de imperturbabilidad, empezaba a impacientarse. Tal vez no
hubiera sido tan buena idea elegir a Munjib para su cargo. En cualquier caso ahora tendrían que
aguantarle una buena temporada. Decidió emplear un último recurso para convencerle. Esperaba
que funcionara.
—General —dijo—, ¿qué quiere usted para sus Fuerzas Armadas?
Como hubiera dicho un español, el Ministro de defensa "entró al trapo".
—Quiero unas fuerzas armadas modernas, bien entrenadas y bien equipadas, que puedan
cumplir dignamente con su obligación para con el pueblo y con el Rey.
El Ministro de Exteriores hubiera sonreído, pero no lo hizo.
97
—Esas Fuerzas Armadas que usted quiere, y nuestra Patria necesita, están a medio camino
entre nuestras costas y las de las Canarias, bajo el lecho del océano. Durante décadas, España
explotó impunemente las riquezas naturales de nuestro país. Si los españoles se apropian
también de nuestro petróleo, ¿qué nos queda a nosotros?
8 de septiembre
Océano Atlántico.
Enrique Márquez saltó de la cama al primer timbrazo del despertador. No solía tener
dificultades para levantarse, y menos si estaba inquieto por algo. Y estaba inquieto, aunque sabía
que era pronto. La plataforma llevaba sólo tres días de operaciones de perforación. No habían
encontrado nada significativo todavía, y eso no era sorprendente, pero la paciencia no era una de
las virtudes del ingeniero. Se puso un chándal y se dirigió hacia la sala de control. Luego volvería
para ducharse y vestirse más adecuadamente, pero quería saber qué había pasado durante la
noche.
Cuando entró en la sala, el operario del turno de noche le miró y negó con la cabeza.
Márquez se encogió de hombros con cara de resignación y se paseó controlando los distintos
monitores. Nada de nada. Al menos no había habido complicaciones con el avance de la barrena, y
por el momento no se había roto nada, pensó.
98
rejilla. Miró al frente para evitarlo y reconoció la cara de Enrique Márquez, al que conocía sólo
por la foto de su curriculum, que salía a su encuentro desde la estructura de la plataforma.
—Bienvenida a bordo, señora Hachmi —gritó sobre el estruendo del motor del helicóptero.
Acompáñeme dentro, por favor.
Márquez guió a la periodista hasta la cafetería de la plataforma, ofreciéndole allí un
desayuno. No es que tuviera demasiadas ganas de dedicarle el día a una periodista, pero las
relaciones públicas eran cada día más importantes para una compañía petrolífera. Además se
trataba de una periodista marroquí, y, dada la polémica creada en torno a su plataforma cuando
meses antes del inicio de las perforaciones Marruecos había presentado una airada protesta ante
el Gobierno español, deseaba causarle una buena impresión.
Cuando terminaron de desayunar, Márquez acompañó a Nadia en una visita a las zonas
más significativas de la instalación petrolífera. Ella escuchó pacientemente las explicaciones del
ingeniero. Desde luego ese hombre tenía talento para traducir a un lenguaje cotidiano las
complejidades técnicas, pensó Nadia. Y no era tan serio como parecía en su dos- sier.
Sidi-Ifni, Marruecos.
99
Océano Atlántico.
El patrullero Descubierta viró a babor para rodear por el norte la isla Alegranza, la más
septentrional del archipiélago canario. Una vez que la dejara por su aleta de babor, viraría de
nuevo al sur para dirigirse a su base. Llegarían a Las Palmas ya entrada la noche. La tripulación
estaba ansiosa por volver a casa, naturalmente, pero el comandante Herrero no sentía ninguna
prisa. Quizá ya fuera mayorcito para romanticismos, pero donde él se sentía realmente a gusto era
en la mar.
Nadia Hachmi pidió un café solo. La comida de la cafetería de la plataforma había sido
sorprendentemente buena.
—¿Siempre comen así de bien aquí o sólo cuando vienen periodistas marroquíes
embarazadas? —preguntó.
Márquez se rió con ganas.
—Tenemos un buen chef, eso hay que admitirlo —dijo.
Nadia había pasado una mañana muy entretenida. Las explicaciones de Márquez sobre el
funcionamiento de la plataforma habían sido amenas y conocer de primera mano los
entresijos de las instalaciones había sido fascinante, incluso para una persona no conocedora
de la materia.
La entrevista con el ingeniero jefe, que había grabado para luego transcribirla, había
sido, sin embargo, bastante anodina. Márquez había perdido casi toda su espontaneidad al
saberse grabado, y le había largado un montón de tópicos insulsos.
Sólo se había animado un poco al preguntarle sobre el problema diplomático que las
prospecciones españolas habían desatado. En los últimos meses la acritud marroquí había
alcanzado magnitudes deseo-, nocidas desde el conflicto por la isla Perejil.
—Mire usted —le había contestado—, si nuestras estimaciones son correctas, y deseo con
toda mi alma que lo sean, bajo nuestros pies hay un montón de petróleo. Pero no sólo está
aquí. Calculamos que más cerca de las costas de Marruecos y del Sahara Occidental hay aún
más. En realidad, si trazamos una línea a mitad de camino entre Canarias y la costa de África,
aproximadamente el setenta por ciento de las reservas petrolíferas estimadas caen del lado
marroquí. Dicho de otra manera: hay petróleo para nosotros y también para ustedes. Mi
opinión personal es que lo más productivo sería colaborar en lugar de enfrentarnos, pero
supongo que toca a los gobiernos decidir eso.
Mientras Nadia recordaba la entrevista, Enrique Márquez la miraba con expresión
divertida. Movió una mano frente a la cara de la periodista.
—¡Hola! ¿Hay alguien ahí? —dijo.
Nadia se rió, pidiendo disculpas.
—Aveces se me va... ¿cómo dicen ustedes?... el santo al cielo.
100
En ese momento llamaron a Márquez por megafonía, pidiéndole que llamara al centro de
Control. El ingeniero dejó la servilleta sobre la mesa y se levantó.
—Discúlpeme, ahora mismo vuelvo.
Isla Perejil, Estrecho de Gibraltar.
Tenía que ser Perejil. Incluso sus protagonistas hubieran reconocido, de haber tenido la
oportunidad, que la idea había sido una chiquillada idiota. Pero, por desgracia, no iban a tener
esa oportunidad.
Achmed, el mayor, tenía dieciséis años, y los otros dos, primos suyos, doce y quince. Era la
última semana de vacaciones antes de volver a Rabat y a la monotonía de las clases, y los tres
estaban decididos a correr la última aventura del verano más divertido que podían recordar.
Habían pasado el mes de agosto en casa del padre de Achmed, un funcionario de cierto
nivel en el escalafón del Ministerio de Asuntos Exteriores. La finca estaba en la costa, a menos de
diez kilómetros al oeste de la isla Leila, una distancia estupenda para una expedición en bicicleta.
No tardaron demasiado en llegar a la playa que se extiende frente al peñón. Dejaron allí las bicis y
se prepararon para hacer historia.
Cuando a primera hora de la tarde cruzaron el angosto paso de agua que separa el peñasco
de tierra firme, lucía el sol y el viento estaba en calma. Tardaron apenas diez minutos,
amontonados en un pequeño bote hinchable verde, remando con las manos y una pala corta de
plástico. Subir al punto más alto de la roca y plantar la bandera roja con el pentáculo verde del
Reino de Marruecos les costó quince minutos más.
—Declaramos el islote de Leila bajo la soberanía de Su Majestad el Rey —dijo
solemnemente Hassan, el mediano de los tres, e inspirador de la conquista.
Se sentaron en el suelo y disfrutaron de los cigarrillos que les ofreció el mayor, riéndose de
las toses y las náuseas del pequeñajo, que intentaba aguantar el tipo como un hombre, con escaso
éxito.
Pronto se aburrieron de la compañía de las gaviotas y decidieron bajar de nuevo al bote
para buscar la entrada de la famosa cueva de la isla. Fue sencillo. En cuanto la vieron, se
dirigieron hacia ella, convertidos instantáneamente en piratas en busca del tesoro escondido. Y lo
encontraron.
Todos aquellos fardos meticulosamente impermeabilizados y amontonados en el interior
de la cueva tenían que valer una fortuna.
Achmed se dio cuenta enseguida de lo que había allí. Silbó por lo bajo, y no lo dudó ni un
segundo.
—Nos vamos de aquí. Ahora mismo.
Dieron la vuelta al bote y enfilaron la salida, pero la cosa no iba a ser nada fácil. La marea
subía, y, con el atardecer, la brisa de poniente que se había levantado hacía poco menos de media
hora se había convertido en un viento respetable que encrespaba ligeramente la superficie del
101
mar. Lo suficiente para impedir casi por completo el avance de la precaria embarcación. Al cabo
de lo que les pareció una eternidad alcanzaron la boca de la cueva, para descubrir que no estaban
solos. A pocos metros de la entrada había una vieja patera tripulada por dos tipos que, decidi-
damente, no estaban allí pescando.
La cara de sorpresa que pusieron al ver a los chavales fue casi cómica, pero la que
inmediatamente le siguió, una vez sopesadas las implicaciones del problema, no lo era tanto.
Acercaron la patera al bote de goma, y mientras uno gobernaba el fueraborda, el otro agarró por
el pescuezo, uno tras otro, a los tres muchachos. Los arrastró al interior de la barca, sin que estos,
blancos como el papel, ofrecieran resistencia. Ach- med, además, recibió dos bofetadas a título
preventivo.
—¿Y ahora qué hacemos con estos cretinos? —dijo el piloto en un español con fuerte acento
magrebí.
—¡Y yo qué coño sé, me cago en tó!
El segundo individuo se dirigió a los chicos, sentados en el fondo sucio y mojado de la
patera.
—A ver, Mojamé, ¿tú, qué cojones haces aquí?
—Yo no habla español, yo maroc, fransé —dijo Achmed, tragando saliva.
El más alto de los ocupantes de la patera y aparente capitán de la embarcación, puso los
ojos en blanco.
—Con tu puta madre voy yo a hablar fransé. A ver Youssuf, quillo, pregúntales tú, que todo
te lo tengo que explicar.
El marroquí interrogó a sus compatriotas en árabe, obteniendo un resumen de las
actividades de la mañana que no incluía el detalle de los fardos encontrados en la caverna, ni
tampoco, y eso iba a ser más importante, la simbólica toma de posesión del peñón y la colocación
de la bandera.
—Claro, y yo me creo que los niñatos estos no han visto la farlopa. ¡La madre que los parió!
Y todavía faltan —miró su reloj—, más de seis horas para que lleguen los llanitos con la
planeadora. ¡Joder!.
Hizo el gesto característico de amagar una bofetada de revés.
—A estos cabrones les daba yo matarile y me quedaba tan tranqu;
lo.
Youssuf intentó tranquilizar a su compañero, aunque él mismo m parecía muy tranquilo.
—Tú no mosquees, amigo. Los dejamos un rato atados en la isla y ¡ la noche los soltamos
en la playa. Ya no hay peligro entonces.
El español no dijo nada. Señaló la costa rocosa de Perejil con ur gesto y el marroquí
gobernó la patera hacia ella, acercándose con precaución.
102
Océano Atlántico.
El ingeniero jefe llegó en un par de minutos a la sala de control. Los técnicos de turno se
habían levantado de sus sillas y se inclinaban ante los ventanales. Fuera se oía el estruendo de las
aspas de un helicóptero. Se dirigió al supervisor:
—¿Qué pasa, Fernando?
—Jefe, un helicóptero marroquí acaba de tomar en la plataforma. No han pedido permiso.
Sólo se han puesto en contacto por radio para exigir pista libre y se han posado por las buenas.
Márquez tuvo que abrirse paso entre sus técnicos para mirar por la ventana que daba a la
pista para helicópteros. Efectivamente un gran helicóptero militar pintado de verde oliva se
encontraba posado en la plataforma sin detener su rotor. Un grupo de soldados armados con
fusiles saltaron del aparato y se dirigieron a la escotilla que daba acceso al interior de las
instalaciones. Dos soldados se quedaron montando guardia en la pista de aterrizaje.
—¡Llama a Madrid ahora mismo! —dijo el ingeniero jefe al supervisor.
Tras un segundo de perplejidad, el técnico levantó el teléfono vía satélite y marcó la tecla
que le pondría en contacto con la central de la compañía en Madrid. Nervioso, tamborileó con los
dedos sobre mesa mientras se establecía la comunicación. Cuando contestaron en Madrid, había
pasado más de un minuto.
Demasiado tiempo. Todavía no había empezado a explicar lo que estaba sucediendo
cuando entraron en la sala dos soldados armados. |
Llevaban los fusiles bajos pero su expresión no era tranquilizadora. Detrás de los soldados entró
su teniente. Sin alzar la voz se dirigió al supervisor en buen español:
—Cuelgue ese teléfono, por favor.
El técnico miró a su jefe, dudando, pero pronto obedeció.
—Muchas gracias por su colaboración, señor —dijo el militar en el mismo tono tranquilo de
voz. Luego recorrió la estancia con la mirada y siguió:
—Soy el teniente Hannach, de la Real Infantería de Marina de Marruecos. ¿Me podrían
indicar, por favor, dónde puedo encontrar al señor Enrique Márquez?
El ingeniero jefe dio un paso adelante. El estupor inicial estaba dando paso a un enfado
cada vez mayor.
—Yo soy Márquez, y tal vez usted pueda explicarme con qué derecho entra en mi plataforma
dando órdenes a todo el mundo.
El teniente Hannach sacó con cuidado un sobre del bolsillo interior de su guerrera. Se lo
entregó a Márquez.
—Señor Márquez, por orden del Tribunal competente, queda usted detenido acusado de
explotación ilegal de los recursos marinos. Esta plataforma deberá cesar inmediatamente sus
actividades de prospección o extracción de petróleo hasta que el Tribunal dicte sentencia firme.
103
Márquez leyó la orden judicial. Estaba redactada en francés, idioma que hablaba casi tan
bien como el inglés. Desde luego aquello parecía muy irregular, pero por el momento no tendría
más remedio que contemporizar. Mientras pensaba a toda velocidad cómo salir del atolladero
decidió intentar ganar algo de tiempo confundiendo al militar, aunque sin demasiadas
esperanzas de sacar nada en claro. No necesitó fingir indignación en su voz. La indignación era
muy real.
—Teniente, este documento está en francés. Exijo que se me entregue una copia traducida
al español. También exijo que se me permita hablar con mi abogado.
—Señor Márquez, tan pronto comparezca usted ante el juez se le proporcionará traducción
de esta orden y también podrá pedir un intérprete si lo desea. Por supuesto que podrá nombrar
un abogado o se le asignará uno de oficio. Pero, por favor, coopere conmigo ahora. Será más fácil
para todos. La mirada del teniente marroquí no dejó lugar a dudas sobre este último punto.
El ingeniero jefe comprendió que no había nada que pudiera hacer para evitar su
detención. Si al menos hubiera podido comunicarse con Madrid... Esperaba que al menos el
telefonista de la central se hubiera dado cuenta de que pasaba algo raro y diera parte a sus
superiores.
El teniente Hannach dio una orden en árabe a uno de sus hombres, que se cuadró y se
colocó al lado de Márquez. Hannach se dirigió de nuevo al ingeniero:
—Señor, ahora uno de mis hombres le acompañará a su alojamiento para que recoja los
objetos personales que necesite, pero quiero pedirle un último favor: le ruego que hable al
personal de la plataforma y les pida que colaboren con nosotros. No pesan cargos sobre ningún
empleado más, por lo que no se deben considerar detenidos. No obstante, hasta que se pueda
organizar un transporte seguro a tierra firme, sería deseable que permanecieran en sus
alojamientos o en las zonas comunes de las instalaciones para evitar malos entendidos.
Naturalmente, apenas oculta entre tanta cortesía, le estaba dando una orden directa. Sus
ojos tampoco dejaban lugar a dudas al respecto. Luego habló al supervisor, que seguía congelado
junto al teléfono. Con la misma cortesía le pidió que detuviera, en las mejores condiciones de se-
guridad, la maquinaria de la plataforma. También se trataba de una orden. Ambos obedecieron.
Cuando Márquez habló por el sistema de megafonía, repitiendo con ira apenas contenida
las instrucciones del teniente, Nadia ya se estaba empezando a preguntar dónde diablos se habría
metido el ingeniero. Escuchó sus palabras con el mismo gesto estupefacto del resto de los
presentes en la cafetería.
Tan concentrada estaba que casi no se dio cuenta de la entrada de dos infantes de marina
armados con fusiles de asalto. Cuando entraron, algunos de los técnicos se pusieron en pie de
forma refleja. Los soldados no dijeron nada ni apuntaron con sus armas a nadie. Sólo se
quedaron de pie, uno junto a cada puerta.
104
Media hora después el helicóptero Puma de las Reales Fuerzas Aéreas de Marruecos
despegó de la plataforma llevando a bordo, en calidad de detenido, a Enrique Márquez.
Nadia lo vio subir a la aeronave, sin esposas pero con la cabeza gacha y el gesto
descompuesto. No tenía nada claro lo que estaba pasando, pero lo iba a averiguar. En cuanto el
helicóptero desapareció en el horizonte respiró hondo y se dirigió a uno de los soldados.
Hablando en árabe, le preguntó por su superior.
La patrullera de la Guardia Civil del Mar M 03, con un patrón y cuatro guardias a bordo,
navegaba a un par de millas de la isla, marcando apenas ocho nudos en la corredera. El turno de
patrulla de aquella tarde estaba resultando particularmente aburrido, con escaso tráfico
comercial en el estrecho y ni un solo eco sospechoso en el radar. El guardia Fernando Cañas
miraba periódicamente a través de sus binoculares hacia las playas y acantilados de la costa
marroquí, buscando señales que pudieran delatar los preparativos de una expedición de
inmigrantes ilegales, o narcotraficantes... o ambos a la vez, como era cada vez más frecuente en
los últimos años. Con el sol a punto de ponerse, las sombras se alargaban y formaban mil
imágenes caprichosas, dificultando la observación. Ya lo iba a dejar cuando vio un reflejo rojo en
el punto más alto de la isla Perejil.
Al principio lo tomó por una bolsa de plástico arrastrada por el viento, pero pronto se dio
cuenta de que no, que aquello era una bandera, y de Marruecos para más señas. Durante un
minuto pensó en dejarlo estar. ¡Qué coño! Que la encontraran al día siguiente Pepe García y su
gente, que siempre estaban hablando de política. A él aquello le importaba un huevo, y no tenía
ganas de hartarse de dar explicaciones en la comandancia...
—¡Patrón! —dijo, aguantando un suspiro—, mire a estribor, a las dos, sobre Perejil.
Desde el "Acuerdo Powell", de julio de 2002, una de las misiones de las patrulleras de la
Guardia Civil era el control del cumplimiento de los términos del mismo, que incluían la no
ostentación de símbolos de soberanía sobre el islote.
El sargento Carlos Martínez, patrón de la embarcación, tomó los prismáticos y los orientó al
sudeste, enfocando con cuidado.
—¡Joder! No me lo puedo creer. ¿Pero es que esta gente no aprende? Siguió mirando unos
segundos y se dirigió al piloto: —Paco, cae a estribor, vamos a acercarnos a ver si hay
alguien, no vaya a ser una chiquillada.
Los potentes motores de la lancha aumentaron sus revoluciones y la proa se levantó sobre
el agua, virando a estribor para dirigirse a la roca.
105
Martínez tuvo que agarrarse para no caer con los movimientos de la patrullera en la mar
ligeramente picada. A menos de quinientos metros del islote, el piloto redujo la potencia hasta
detener la embarcación, que quedó al pairo, paralela a la costa del peñón.
De nuevo, el patrón enfocó los binoculares barriendo la accidentada superficie de la isla.
Ahora no había duda de que se trataba de una bandera marroquí, de tela roja, con una estrella
verde de cinco puntas. Era una tela delgada, casi transparente a la luz del ocaso. Desde luego no
parecía una bandera del ejército, pero era una bandera al fin y al cabo.
Volvió al interior de la cabina y cogió el micrófono del equipo de radio. La patrullera de
casco rígido no podía acercarse demasiado a las afiladas rocas de la costa de Perejil y habían
desembarcado la zodiac en Algeciras un par de días antes para reparar un desgarrón, por lo que
se puso en contacto con la Unidad Marítima de Ceuta, para solicitar la colaboración de una
lancha semirrígida que pudiese inspeccionar la situación más de cerca. Mientras tanto, encendió
un cigarrillo y se dispuso a esperar.
Youssuf miró inquieto a su compañero, por enésima vez en las dos últimas horas. La
verdad era que a pesar del cigarrillo "reforzado" con hachís, que se acababa de fumar, estaba
muerto de miedo. No era un tipo violento, ni siquiera se dedicaba habitualmente al tráfico, pero
para un pobre pescador de la zona, la posibilidad de ganar en una noche más de lo que podía
ganar en tres meses de duro trabajo en la patera era demasiado tentadora.
Pero es que aquella tarde las cosas no iban nada bien. Para empezar no había trabajado
nunca antes con el español conocido como Buzón, pero su fama le precedía. El tipo vivía en
Tetuán desde hacía varios años, tras haber escapado por los pelos de un enfrentamiento a tiros
con la guardia civil, al otro lado del estrecho, en el que un hermano y su padre habían resultado
muertos, no sin antes llevarse por delante un par de guardias.
Buzón, entusiasta aficionado a meterse en el cuerpo cualquier sustancia química, con la
notoria excepción del agua, que evitaba por dentro y por fuera, solía contar a cualquiera que le
quisiera escuchar que a aquellos guardias los había reventado él personalmente. Y aunque nadie
sabía si aquello era verdad, lo cierto es que parecía muy capaz de haberlo hecho.
Luego estaba lo de los chicos del bote de goma. Parecían buenos chavales, pero se habían
metido en un lío de mil demonios, y se temía que no iba a ser fácil convencer a Buzón de que los
dejara irse por las buenas. De momento allí estaban, en el fondo de un agujero, atados con
cuerdas de esparto y pálidos como cadáveres. Y el español blasfemando como un animal y
amenazándolos con un viejo AK-47, oxidado pero sin duda funcional, comprado a un soldado
borracho que lo había traído del Sahara como souvenir del Frente Polisario.
Una verdadera mierda.
106
Océano Atlántico.
El mensaje llegó a la Descubierta a las seis de la tarde, hora canaria. En ese momento
navegaba con rumbo sur a unas veinte millas al oeste de la punta Pechiguera, en el extremo
sudoeste de la isla de Lanza- rote.
El oficial de comunicaciones llamó al puente para informar de su contenido al comandante:
—Mi comandante, mensaje del Centro de Operaciones Navales de
Zona.
—Adelante, léamelo —contestó Herrero.
El mensaje era breve. Ordenaba a la Descubierta invertir el rumbo y dirigirse hacia la
plataforma petrolífera Canarias 1 para investigar un aviso de la compañía. Al parecer la
plataforma no respondía a las llamadas por teléfono vía satélite ni tampoco por radio. Esto
último había sido confirmado por el propio Centro de Operaciones desde sus instalaciones en
Gran Canaria.
Hacia la zona se enviaría también un Fokker 27 del 802 Escuadrón del Ejército del Aire, un
viejo bimotor especializado en misiones SAR.
Herrero consultó la carta e hizo un rápido cálculo mental. El tiempo hasta el área de la
plataforma sería de unas seis horas a veinte nudos. Esperaba que no estuviera pasando nada
grave en la Canarias 1 porque seis horas era mucho tiempo. Sería de noche cuando llegaran. Por
suerte el Fokker de las fuerzas aéreas llegaría mucho antes y podría inspeccionar visualmente la
plataforma, pero, ¿no habría sido mejor mandar un helicóptero?
Se volvió al timonel.
—Caiga a estribor para nuevo rumbo cero dos cinco. Y espero que no tuviera planes para
esta noche, cabo.
— Al cero dos cinco, mi comandante —dijo el cabo. La respuesta a la segunda parte de la
frase decidió guardarla para sí.
107
—Vine a entrevistar al ingeniero jefe. Por cierto, he visto que se lo llevaban en el
helicóptero. ¿Está detenido?
—Como ya le he dicho, no puedo discutir con usted la situación. Lo siento.
Nadia se removió en el asiento. Aquello no estaba sirviendo de nada.
—Mire, esta noche tenía que volver a casa. Espero que eso no haya cambiado.
Hannach tosió, incómodo.
—Me temo que no será posible. Estamos organizando el transporte de los empleados a
tierra firme. Usted irá con ellos, pero no creo que pueda hacerse hasta mañana, como muy
pronto. Bien... si no hay nada más que pueda hacer por usted...
Nadia le interrumpió:
—Sí puede, teniente. Tenía que haber llamado a mi casa hace horas, pero no me ha sido
posible. Si usted fuera tan amable...
El teniente negó con la cabeza, con cara compungida. Tampoco eso iba a ser posible.
—Nuestras comunicaciones han sido severamente restringidas. Tenga paciencia señorita
Hachmi. Mañana podrá usted hablar con su familia. Ahora discúlpeme, por favor.
Se levantó y la acompañó a la puerta. Fuera esperaba el sargento.
—Sargento, asegúrese de que le proporcionan a la señorita Hachmi un alojamiento
confortable.
El teniente Hannach volvió al interior del despacho. Mientras rodeaba la mesa para
sentarse sonó su transmisor de radio. Lo cogió y pulsó el botón de transmitir:
—Aquí Hannach.
—Señor, se acerca un avión por el sur. A baja altura.
Era uno de los soldados que habían quedado custodiando la pista de aterrizaje.
—¿Qué clase de avión, soldado?
—Parece un avión de hélice, un bimotor. Vuela bastante despacio. Señor, nos hemos metido
en el interior para que no nos vean.
—Bien hecho. Manténgase ahí hasta que desaparezca. Y estén tranquilos. No hay ningún
problema.
—Recibido Señor. Corto y fuera.
Hannach se acercó a la ventana, pero daba al este, por lo que no vio nada. Bien, era lo
lógico. Al no recibir respuesta de la plataforma, los españoles habían mandado un avión a
controlarla. Lo mejor era no hacer nada de especial. Tarde o temprano mandarían un barco o un
helicóptero, pero suponía que para entonces el Gobierno habría informado ya a los españoles de
la captura de la plataforma.
El Fokker 27 se aproximó a la plataforma a unos cien metros de altitud y dio una vuelta a
escasa velocidad a su alrededor mientras el copi- loto la examinaba detenidamente con unos
potentes binoculares. Todo parecía normal. El operador de radio intentó inútilmente contactar
108
por la frecuencia de emergencia internacional. Luego llamó al controlador militar que esperaba
noticias en Gando.
—Papayo, Coto uno dos sobre la vertical de la plataforma.
—Te recibo alto y claro, Coto uno dos. ¿Qué me puedes informar?
—Todo parece normal, Papayo, no hay signos de incendio ni fugas de petróleo, ni nada por
el estilo. Es bastante raro. Tampoco nos hace señales nadie.
—¿Algún contacto de radio?
—Negativo, Papayo. No hay tráfico de radio. Tiene que ser alguna clase de avería en las
comunicaciones.
El avión dio un par de vueltas más sin detectar nada anormal. Luego se alejó por donde
había venido. El sol iniciaba su descenso hacia el horizonte occidental.
A partir de ese momento, la plataforma ya era problema de la Armada.
Para cuando llegó la zodiac de Ceuta apenas quedaba luz, pero los guardias podían aún ver
la silueta recortada de la bandera contra el cielo anaranjado de poniente. Se abarloaron a la
patrullera y saludaron al patrón.
—A sus órdenes mi sargento.
Martínez se inclinó sobre la borda de la patrullera.
—Miren, llevamos casi una hora controlando la piedra esa y no se ve a nadie. Me da a mí
que la bandera la debe haber plantado algún crío, pero me quedo más tranquilo si le echamos un
vistazo rápido y la quitamos. Y aquí paz y después gloria.
El guardia de la semirrígida asintió.
—Eso está hecho, mi sargento —se dio la vuelta hacia el piloto—. Venga Julián vámonos
antes de que oscurezca del todo.
Un par de minutos después dos guardias saltaban a un saliente de roca relativamente
seguro para el desembarco. El piloto alejó la zodiac un par de metros y puso el motor al ralentí
en espera de su regreso.
Los dos guardias civiles treparon con cuidado por las rocas cada vez más oscuras.
—Me está empezando a parecer que esto no es muy buena idea, chaval —dijo Ramón
Serrano, el que iba en cabeza, algo mayor en edad y perímetro abdominal.
—Anda ya tío, no me seas mariquita, si todavía se ve bien.
El primero soltó un taco al torcerse un tobillo con una piedra suelta.
—No, si todavía nos vamos a matar aquí —dijo.
Tras diez minutos de resoplidos del primero y risas quedas del más * joven, llegaron a la
"cumbre" del islote.
109
—Ahí tienes la jodida banderita... anda, quítala y vamos antes de que cierre la noche y nos
rompamos la crisma bajando la cuestecita de los cojones.
Comenzaron a bajar, uno con extrema prudencia y el otro a saltitos rápidos, lo que hizo
que rápidamente se destacara una veintena de metros.
El más rezagado encendió su linterna y empezó a alumbrar el suelo para evitar las piedras
sueltas. Llevaba la mirada fija en el suelo cuando oyó gritar a su compañero.
—¡Guardia Civil!, ¿Quién va?
Levantó la vista y enfocó a su alrededor con la linterna, sin ver nada llamativo. En ese
momento sintió un fuerte golpe en la frente. Un segundo después estalló el chasquido de un
disparo, pero no lo oyó.
El grito del guardia más joven sorprendió totalmente a los narco- traficantes. No habían
visto la patrullera ni tampoco la zodiac, y tampoco la habían oído, o al menos no habían
prestado atención. La reacción de ambos fue distinta. Muy distinta. Youssuf se dejó caer tras
una piedra, buscando confundirse con el entorno, pero Buzón enloqueció. Si hubiera vivido
para reflexionar sobre aquello, se hubiera dicho a sí mismo que estaba muy tenso. Llevaba una
eternidad en aquella piedra, esperando, con el inútil de Youssuf y aquellos moritos de mierda
por toda compañía... bueno y también estaba la cocaína. La nieve que había esnifado debía
estar poco o nada cortada, porque llevaba un buen rato oyendo voces y ruidos raros, tenía el
corazón a mil por hora y un calor de mil demonios, y ... Eso, o algo parecido, se habría dicho,
pero no iba a tener la oportunidad. Ni él, ni nadie en aquella roca.
En lugar de reflexionar, Buzón simplemente levantó el AK-47, vio una luz vacilante, y
disparó una vez. El retroceso del arma, que efectivamente funcionaba, le devolvió por un instante
la lucidez. No vio si había hecho blanco, pero sí vio cómo la luz se quedaba bruscamente quieta.
110
El joven guardia civil disparaba metódicamente, como en una práctica de tiro. Se veía muy
poco, pero el movimiento destaca mucho al ojo humano, incluso en la semioscuridád. Y lo que
veía eran cuerpos que corrían hacia él, mientras algo más atrás estallaban los fogonazos del AK,
que aparentemente hacía fuego de cobertura. Semioculto tras un peñasco, fue batiendo uno tras
otro a todos los "atacantes". Cuando no vio más movimiento cambió ligeramente de posición para
apuntar a la ametralladora. Para ello tuvo que exponer el hombro derecho y parte de la cabeza.
No tuvo tiempo de volver a disparar. Un proyectil de 7,62 milímetros impactó contra su
clavícula, reduciéndola a astillas y saliendo luego desviado hacia arriba. Uno de los afilados
fragmentos de hueso le rasgó limpiamente la vena subclavia. El guardia se dio cuenta de la
gravedad de la herida y se refugió tras la peña. Con dificultad, alcanzó su radio con la mano
izquierda y la conectó. Empezaba a sentirse mareado aunque, extrañamente, no sentía ningún
dolor. Cuando se acercó la radio a la boca apenas podía hablar:
—Bajo fuego... herido...mandad ayuda... por... favor.
Perdió el conocimiento.
Buzón se dio cuenta, a pesar de su alterado estado de percepción, de que los disparos de los
guardias civiles habían cesado. Los escasos restos de su instinto le indicaron que era hora de
abrirse de allí. Ya no pensaba en Youssuf ni en los "moritos de mierda", que por otra parte es-
taban muertos, sino, en la medida en que podía pensar, que no era mucha, en salvar el pellejo.
Reculó agachado hacia el lugar donde pensaba que debía haber quedado la patera, y se tambaleó
por el borde del barranco. A los pocos pasos ocurrió lo que tenía que ocurrir. Tropezó, se balanceó
intentando recuperar el equilibrio, soltando el AK-47, y cayó a plomo cerca de treinta metros. Su
cráneo se rompió como un melón contra las rocas batidas por las olas. En unas horas la marea
habría arrastrado y hecho desaparecer su cuerpo. El viejo fusil de asalto yacía a diez metros de
profundidad bajo el agua, bajo un saliente rocoso.
Cuando Julián González, el piloto de la zodiac, oyó los disparos, metió gas al fuera borda y
se dirigió a tierra. Al mismo tiempo crepitó la radio. Era el patrón de la patrullera que esperaba a
unos cuatrocientos metros de su posición:
—¿Qué coño pasa González?, ¿Son tiros?... ¿quién pide ayuda por radio?
—No veo nada, pero se ha liado una buena, mi sargento. Me estoy acercando.
Su voz rozaba la histeria.
Martínez volvió a hablar, con más urgencia que antes:
—¡No jodas hombre! Ven para acá que no puedes ir tú sólo.
111
En ese momento la patrullera arrancó con un estallido de espuma a su popa y
se dirigió a tierra. González dio la vuelta en redondo y redujo rápidamente la
distancia con la lancha que se acercaba desde el norte.
Un guardia y el patrón, que cargaba con unas gafas de visión nocturna,
saltaron a la semirrígida en cuanto esta, sin llegar a detenerse del todo, tocó el
costado blanco y verde de la patrullera.
—¡Cagando leches, venga! —gritó el patrón cuando la zodiac viraba de nuevo
rumbo al peñasco.
No tardaron ni un minuto, con el motor a toda potencia. De hecho, la lancha
neumática golpeó violentamente contra las piedras al llegar a tierra.
Afortunadamente no se rajó, aunque sus tripulantes cayeron de rodillas con la
intensidad del golpe.
Julián González se levantó con los otros y se dirigió a la proa para saltar a
tierra con ellos. Martínez le detuvo con un gesto.
—Tú te quedas, amigo. Lo siento. Controla la radio y deja el motor en
marcha.
El sargento y el guardia treparon las rocas de la orilla y se detuvieron en una
pequeña explanada pedregosa, para que el suboficial se colocase las incómodas
gafas de visión nocturna y ambos comprobasen el estado de sus subfusiles H&K.
—¡Venga, con cuidadín, y el seguro puesto!
El mundo verde presentado por las gafas intensificadoras de luminosidad
estaba totalmente en calma. Sólo las ramas de los arbustos, agitadas por el viento,
se movían ligeramente. Siguieron el mismo camino utilizado menos de una hora
antes por sus colegas, hasta que, en pocos minutos, encontraron un cuerpo tendido
en el suelo en posición fetal. Se acercaron y Martínez intentó tomar el pulso del
cuello del guardia herido, pero no hizo falta porque este gimió y se intentó volver.
Su palidez era visible incluso en la oscuridad. Se incorporó un poco y tosió.
El sargento se dirigió a su acompañante:
— Quédate con él y llama al barco, que pidan ayuda urgente. Mejor un
helicóptero. Ahora vuelvo.
—Tenga cuidado jefe.
—Ya, ya.
Martínez siguió el sendero cuesta arriba, ahora agachado para reducir su
silueta visible. No tuvo que caminar mucho. Serrano estaba allí mismo, a menos de
treinta metros de su compañero.
I —¡Hostia Puta! —dijo. Luego vomitó entre las piedras.
Ceuta.
Alfredo Suárez se levantó de nuevo del sofá. Llévaba intranquilo toda la tarde
pero ya empezaba a estar francamente preocupado. Nadia había prometido llamarle
cuando llegara a la plataforma aquella mañana, y no lo había hecho. Al principio se
consoló pensando que se le habría olvidado. Cuando Nadia trabajaba tendía a
olvidarse del resto del mundo, y eso le incluía a él. Pero se suponía que ya tenía que
estar de vuelta en el hotel de Lanzarote, y no estaba. El recepcionista del hotel le
había asegurado, después de la tercera llamada, que daría recado a su mujer en
cuanto llegara.
También intentó llamar a la compañía propietaria de la plataforma, pero eran
casi las once de la noche, y sólo le respondió un contestador.
121
Isla Perejil, Estrecho de Gibraltar.
Océano Atlántico.
126
Isla Perejil, Estrecho de Gibraltar.
Era casi medianoche cuando los dos Nissan Patrol de la Gendarmería Real de
Marruecos llegaron a la garita de vigilancia donde esperaban los dos centinelas que
habían dado el aviso. Habían tardado más de una hora en llegar desde su
acuartelamiento, pero, teniendo en cuenta que casi todo el viaje se había
desarrollado sobre pistas que apenas merecían el nombre de carreteras, no había
estado del todo mal. El sargento
Dahamani, que ocupaba el asiento del acompañante del primer Patrol, se bajó para
interrogar a los centinelas.
—¿Qué ha pasado ahí abajo? —preguntó impaciente.
El gendarme contó la historia que había acordado con su compañero. No era
la verdad, por supuesto, pero Dahamani no veía con buenos ojos los sobresueldos de
sus subordinados y lo primero era salvar el culo.
—Mi sargento, ha sido muy raro. A primera hora de la tarde han cruzado unos
chiquillos con un pescador de una aldea cercana. No hemos avisado ni hecho nada
porque estaba claro que iban de excursión. Se han quedado unas horas,
merendando, me imagino. Al anochecer ha llegado una patrullera de la Guardia Civil
y han desembarcado en la isla. Luego se han oído tiros, pero no hemos visto nada.
También llegó un helicóptero, pero se ha ido enseguida.
—¿Y la patrullera?
El gendarme señaló una luz que se movía en el mar, a poca distancia de la isla.
—Siguen allí, pero no sé si todavía están en tierra los guardias o sí han vuelto a
la lancha.
El sargento ordenó a los centinelas que subieran a los coches, apretándose con
sus compañeros en los asientos traseros. Luego continuaron por el camino hacia la
playa. Cuando llegaron abajo, el sargento ordenó detener los vehículos y dirigió a sus
hombres hacia el pequeño embarcadero de piedra. Eran once gendarmes en total,
contando a los dos centinelas que habían recogido.
Amarrada al embarcadero se encontraba una zodiac de la Gendarmería.
Estaba allí desde el verano de 2002 precisamente para poder acceder al peñón
rápidamente en caso de necesidad, pero su mantenimiento era tan deficiente que
resultó difícil arrancar el motor, que mostraba signos de corrosión más que mediana.
Mientras la zodiac cruzaba el brazo de agua que separaba la isla de la costa, el
sargento pensaba en lo que se encontrarían en la rocosa Leila. Aunque se esforzaba
por parecer tranquilo de cara a sus hombres, no lo estaba. Era una temeridad
desembarcar de noche en una isla potencial- mente hostil sin más armas que unos
pocos subfusiles y algunas pistolas. Pero el protocolo de actuación estaba claro.
Desde la crisis de julio de 2002 se había decidido que, si se detectaba un desembarco
español en la isla de Leila, había que proceder recíprocamente para evitar el hecho
consumado. Se daba por supuesto que no habría violencia, teniendo en cuenta el
cuidado que ambos países habían puesto años antes para evitar daños personales.
Claro que eso, en opinión de Dahamani, podía cambiar sin previo aviso.
En cuanto alcanzaron el islote, el sargento ordenó a sus hombres desembarcar
y desplegarse por las rocas. Dejó a uno de los gendarmes en la zodiac, encargado de
recogerlos si había problemas y saltó a tierra el último.
127
—Tahaghit, tú primero. Sube con cuidado y márcanos el camino. Tras veinte
minutos de cauteloso ascenso alcanzaron la parte alta de la isla, relativamente llana.
Allí encontraron el primer cadáver.
Océano Atlántico.
El comandante del patrullero marroquí comprendió que esta vez el español iba
en serio y no se iba a apartar. Si llegaban a colisionar el buque español haría pedazos
el suyo, entre otras cosas porque triplicaba su desplazamiento. Las poco más de mil
quinientas toneladas contra quinientas, era demasiada diferencia para aceptar el
riesgo de un abordaje. Así las cosas, dio la orden de virar a babor para apartarse sin
perder la posición de ventaja respecto a la plataforma. Pero la maniobra no llegó a
tiempo de evitar el tercer disparo de advertencia. A menos de cuatrocientos metros
de distancia, apenas pasó un instante entre el fogonazo del cañón español y el aullido
de la granada en su caída. El proyectil cayó al agua a treinta metros del costado del El
Karib, bañando su superestructura en espuma.
Quizá no hubiera ocurrido nada si el artillero que servía la pieza Tipo 58 de
14,5 milímetros instalada en la banda de estribor del patrullero marroquí no hubiera
perdido los nervios, pero los perdió. Empapado en agua salada por los piques de los
proyectiles españoles y aturdido por el ruido y los continuos bandazos, abrió fuego
sin esperar orden alguna del puente. La ametralladora pesada barrió el costado y la
superestructura de la Descubierta. A la escasa distancia que separaba ambos barcos
hubiera sido imposible fallar, a pesar de la oscuridad. Los proyectiles antiaéreos
destrozaron la lancha RHIB de la amura de babor del patrullero español, perforando
luego sus peculiares chimeneas anguladas. Algunos proyectiles alcanzaron la base
del mástil y el puente de mando antes de que un aterrado contramaestre marroquí
consiguiera arrancar al joven artillero de su pieza.
128
Mientras dos marineros agarraban a Herrero y lo arrastraban hacia la
enfermería, el segundo comandante tomó el mando del buque. Su primera decisión
fue abrir fuego de nuevo sobre el El Karib, pero esta vez no sería una advertencia.
—¡Timón a la vía! Blanco con demora al cero cuatro cinco, distancia
ochocientas yardas.
El cañón de 76 milímetros volvió a girar sobre su afuste, apuntando al
patrullero marroquí que ahora se alejaba a toda máquina hacia el nordeste.
—¡Fuego!
La granada cayó ligeramente corta, levantando un nuevo pique de espuma que
ocultó los destellos del foco de señales del marroquí que parpadeaba
desesperadamente. La antena de VHF, destrozada por los disparos, tampoco captó
las llamadas en la frecuencia por la que antes se habían comunicado.
El segundo disparo, corregida la distancia con ayuda del radar, logró un
impacto directo en la toldilla de popa, hiriendo a varios marineros pero sin causar
graves daños en la estructura del barco marroquí. El tercero destruyó el montaje
proel de cuarenta milímetros.
Ambos buques se habían separado algo más de mil quinientos metros en el
curso del intercambio artillero, encontrándose ya fuera del mutuo alcance visual, por
lo que el segundo comandante de la Descubierta decidió interrumpir el fuego sin
abandonar la persecución.
—¡Comunicaciones!, necesito enlace con el almirante. ¡Ahora!
El equipo de enlace satélite no había sufrido desperfectos, por lo que fue
posible restablecer la comunicación con el Centro de Operaciones casi de inmediato.
—Operaciones, Papa Uno Delta. Aquí el capitán de corbeta Valcár- cel, segundo
comandante. ¿Me recibe?
—Alto y claro, Papa Uno Delta. Le paso con el almirante Ojangu-
ren.
—Adelante.
—Valcárcel, aquí Ojanguren. ¿Dónde está Herrero?
—El comandante Herrero está herido, almirante. El patrullero marroquí abrió
fuego sobre nosotros. Ahora intenta huir. Hemos respondido al fuego y hemos
logrado al menos un impacto directo, quizá dos.
—¿De qué coño me está hablando, Valcárcel? ¡Expliqúese!
—Almirante, el patrullero El Karib respondió a nuestros disparos de
advertencia con fuego de ametralladora pesada. El comandante Herrero ha sufrido
heridas graves. Yo he asumido el mando y estamos en persecución del buque
enemigo. Afortunadamente no tenemos daños graves en el buque.
El silencio al otro lado del enlace fue de nuevo más largo que el "lag" habitual.
—Negativo, Valcárcel. No tiene autorización para perseguir a ese patrullero.
¿Hay más heridos?
—No, sólo el comandante.
—De acuerdo. Vamos a mandar un helicóptero para evacuar a Herrero. Quiero
que siga acercándose a la plataforma, pero, si encuentra oposición, evítela. No quiero
que empiece una guerra por su cuenta, jo- der. Una vez evacuado el comandante
decidiremos qué hacer.
129
9 de septiembre
Durante las siguientes dos horas, los escasos noctámbulos que quedaban en las
calles casi desiertas de la madrugada madrileña, pudieron asistir a las idas y venidas
de diversos coches oficiales que aprovechaban el escaso tráfico para saltarse
semáforos y hacer maniobras poco ortodoxas.
Antes de las cinco de la mañana, el Centro de Conducción de Operaciones del
Ministerio de Defensa se encontraba en plena actividad. Allí se encontraban,
ojerosos y sin afeitar, los jefes de estado mayor de los tres ejércitos con sus
respectivos estados mayores, así como el ministro de defensa y un puñado de
secretarios generales y subsecretarios.
El ministro de defensa, después de escuchar los informes de los militares
presentes, se encerró en su despacho y descolgó el teléfono.
Al otro extremo de la línea, en el palacio de la Moncloa, el presidente del
gobierno, recién sacado de la cama por su secretario personal, se terminó el café y
levantó el auricular.
—¿Qué novedades hay? —preguntó.
—Presidente, es pronto para tener una visión completa del cuadro, pero hay
problemas gordos. De eso no hay duda. Ayer por la tarde se perdió el contacto con la
plataforma petrolífera Canarias i. Se despachó un avión de reconocimiento desde
Gando, que no detectó nada anormal, por lo que se ordenó al patrullero de altura
Descubierta acercarse para investigar. Cuando llegó a la zona se encontró con una
patrullera marroquí que le impidió acercarse, y parece que hubo un intercambio de
disparos. Luego el almirante de la Zona de Canarias ordenó romper el contacto y la
patrullera marroquí también se alejó. Unos minutos después se perdió toda
comunicación con la Descubierta. El helicóptero que se envió no la pudo detectar,
pero sí vio una fragata marroquí que parecía llevar a cabo labores de rescate y que le
obligó a alejarse bajo amenaza de abrir fuego. Aunque no lo hemos podido
confirmar, me temo que la Descubierta puede haber sido hundida por la fragata
marroquí, y la plataforma petrolífera sigue sin contestar a las llamadas, de manera
que...
—¿Y en Perejil? —interrumpió el presidente.
—Según informa la Guardia Civil, a última hora de la tarde de ayer una
patrullera se acercó a la isla porque sus tripulantes habían visto una bandera
marroquí. Desembarcaron y la quitaron, sin ver a nadie, pero mientras bajaban hacia
la patrullera fueron atacados. Uno murió y el otro está gravemente herido. A estas
horas le están operando en Algeci- ras pero su estado es crítico. Los guardias que
desembarcaron para ayudarles no vieron tampoco a nadie pero horas después fueron
135
sorprendidos y detenidos por una patrulla de la Gendarmería marroquí. No sabemos
si los marroquíes siguen en la isla o la han abandonado.
—¿Qué estamos haciendo nosotros?
—¿Ahora? bueno, de momento estamos intentando recopilar y confirmar las
informaciones que tenemos. De momento vamos a aumentar el nivel de alerta del
Ejército del Aire y de la Flota. El AJEMA quiere enviar a Canarias el Grupo de
Proyección en pleno, pero, no sé, creo que es prematuro. También he ordenado
acuartelar al Tercio de Armada y al MOE. Tengo línea abierta con los comandantes
generales de Ceuta y Me- lilla. Hemos decidido declarar allí la alerta general. De
todos modos, no nos consta que haya movimientos de tropas marroquíes en las
proximidades, de manera que consideramos que no hay riesgo de un ataque in-
minente.
El presidente del gobierno permaneció un momento en silencio. Luego
confirmó las órdenes del ministro de defensa y se despidió. Eran las cinco y media de
la mañana. Decidió ducharse y afeitarse antes de nada. El día sería muy largo. Antes
de entrar en el baño pidió a su secretario que llamara al ministro de exteriores para
hablar con él en quince minutos.
El agua caliente relajó algo la tensión que el presidente sentía en los hombros y
el cuello. Había hablado en alguna ocasión con su predecesor de los días de julio del
2002. Siempre había pensado que aquello podía haberse evitado, pero en cualquier
caso recordaba haber deseado no tener que pasar por una experiencia parecida.
Bien, pues había llegado, y antes de lo que hubiera imaginado. Despejó de su mente
el problema de Perejil para concentrarse en Canarias. Siempre había temido que los
estudios en busca de petróleo iniciados durante el gobierno anterior iban a traer
problemas con Marruecos, pero aún se negaba a aceptar que pudiera llegar a
desencadenarse una guerra. Se preguntó cuántos tripulantes llevaría el patrullero
desaparecido. ¿Cincuenta? ¿Cien? Tenía que enterarse de eso.
Después de diez minutos de ducha se dio cuenta de que su mente empezaba a
divagar en círculos poco productivos. Cerró el grifo y salió.
Océano Atlántico.
Madrid.
138
—Déjelo, Yussufi, mejor déjelo. Quiero que se presente aquí inmediatamente.
Necesito tener a mano un resumen de todos los planes de contingencia de la Marina
Real para el caso de un conflicto con España.
Antes de las seis de la mañana, hora de Rabat, los jefes de estado mayor de los
tres ejércitos estaban reunidos en el Ministerio de Defensa. El ministro les ordenó
que coordinaran sus respectivos planes defensivos para lo que se temía que sería una
contundente respuesta española a los acontecimientos de la noche. Luego, sin
despedirse, abandonó la sala de reuniones y se dirigió a su coche seguido por su
secretario, que trotaba tras él con cara de funeral. Una vez dentro del vehículo
intentó de nuevo disculparse, pero el general Munjib le hizo callar con un gesto.
Necesitaba pensar.
Ceuta.
A las ocho de la mañana Alfredo Suárez apagó el despertador sin darle tiempo
a sonar. Apenas había pegado ojo en toda la noche. Lo primero que hizo fue llamar al
móvil de Nadia.
—"El teléfono al que ha llamado está apagado o fuera de cobertura, gra..."
El mensaje grabado no le sorprendió, pero sí aumentó su ansiedad, que ya
rayaba en la histeria. Volvió a llamar a las oficinas de la compañía petrolífera
propietaria de la plataforma, pero tampoco hubo respuesta.
Se hizo un café más cargado de lo habitual y encendió la televisión. El
informativo de la mañana no dijo nada sobre la plataforma ni sobre ningún
helicóptero perdido en el mar, lo que sólo le tranquilizó en parte. Aquello tenía que
tener una explicación más sencilla, pensó. Seguramente Nadia, enfrascada en su
trabajo se había olvidado de él. Pero no se lo creyó. Una nueva llamada al hotel de
Lanzarote le confirmó que no había llegado a su habitación.
Se duchó y se vistió para ir al trabajo, pero antes volvió a sentarse ante el
televisor. Las palabras "flash de alcance" pronunciadas por el presentador le
atrajeron como un imán.
—"... según informaciones no confirmadas, desde primeras horas de la
madrugada de hoy se habría perdido el contacto con una patrullera de la Armada que
investigaba un fallo en las comunicaciones de la plataforma petrolífera Canarias i a
unas sesenta millas de las costas del archipiélago. Dicha patrullera podría haberse
visto implicada en un incidente con un buque marroquí de similares características.
A estas horas no es posible establecer si existe alguna relación con los..."
El presentador se ajustó el auricular momentáneamente distraído por algo
que le estaban diciendo desde el control.
—"Si..., en este momento me comunican que, según una nota informativa
emitida por el Ministerio de la Presidencia, la vicepresidenta del gobierno
comparecerá para una rueda de prensa a las nueve de la mañana en el palacio de la
Moncloa. No se ha informado del contenido de dicha rueda de prensa, pero es
probable que esté relacionada con los incidentes que acabamos de mencionar. Les
tendremos informados de cualquier novedad".
La musiquilla del Telediario cerró el bloque139
informativo.
Suárez se quedó mirando la pantalla sin ver los anuncios publicitarios. ¿Fallo
de comunicaciones? ¿Qué tenía que ver la Armada con aquello?
Después de pensar durante unos minutos, se decidió. Llamó al móvil de Paco
Reyes, su compañero de trabajo, y le dijo que no iba a ir esa mañana.
Afortunadamente no era un día demasiado complicado y no le echarían demasiado
de menos. Lo cierto era que no se sentía con ánimos de trabajar. Y tenía que seguir
llamando por teléfono.
Rabat.
Madrid.
Juan Carlos Talavera era el analista jefe encargado de asuntos marroquíes del
Centro Nacional de Inteligencia. A diferencia de muchos de sus compañeros, no
procedía de las fuerzas armadas. Ni siquiera había hecho el servicio militar, exento
por "excedente de cupo", en aquellos i tiempos en los que las fuerzas armadas tenían
más reclutas de los que necesitaban.
Cuando cerró la ventana de la pantalla de su ordenador en la que había estado
siguiendo la rueda de prensa de la vicepresidenta, el documento que estaba
redactando ocupó toda la superficie del monitor.142Eran cuatro folios y medio de un
análisis de urgencia encargado por teléfono a las cinco de la mañana por el director.
Lo leyó otra vez y se levantó de la silla resoplando. Cuando uno lee algo muchas
veces seguidas acaba por parecer una tontería sin sentido, pero Talavera se temía
que, ese caso particular, había escrito tonterías sin importar cuántas veces lo leyera.
Necesitaba un cigarrillo.
—¿Alguien se viene a la cafetería?
Los otros tres miembros de su pequeño equipo personal levantaron la vista de
sus propios ordenadores y se pusieron en pie al mismo tiempo.
—A eso le llamo yo amor al trabajo —dijo Talavera con una risita.
Unos minutos después estaban sentados en torno a una mesa situada en una
esquina de la cafetería. Todos fumaban, de modo que pronto se formó una pequeña
nube de contaminación atmosférica a su alrededor.
—Deberían dejar fumar en la oficina, jefe —dijo Ana Casado, la más joven de
sus analistas—. Se piensa mejor con los ojos llenos de humo.
Talavera miró a su alrededor. No había demasiada gentg en la cafetería y,
aunque en teoría no debían hablar del trabajo allí, la verdad era que no había ningún
riesgo en comentar la situación.
—Bueno, ¿cómo lo veis?
Casado echó el humo lentamente, viéndolo subir, y dijo:
—No le veo sentido a lo que ha pasado a menos que se trate de dos episodios
aislados. Lo de la plataforma es, hasta cierto punto, lógico. Llevan años protestando
por ese tema. Es posible que hayan querido dar un golpe de efecto capturándola.
Pero lo de Perejil no tiene ninguna lógica. Es una violación directa y muy peligrosa
del acuerdo de 2002. No lo entiendo.
Otro de los analistas, Jesús Méndez, negó con la cabeza.
—Me parece que a estas horas no podemos hacer nada más que especular, jefe.
Ni siquiera hay confirmación oficial marroquí de nada. ¿Estamos seguros de que
han ocupado la plataforma? ¿Estamos seguros de que han ocupado Perejil? ¿De
verdad han hundido ellos ese patrullero?
Mientras hablaba iba marcando con los dedos sus preguntas. Era el
"escéptico" del grupo y su misión tácita en el equipo era buscar puntos flacos a todo.
Juan Carlos Talavera se vio obligado a darle la razón. Era cierto que apenas
sabían nada de lo ocurrido. De hecho no le había gustado nada la comparecencia de
la vicepresidenta, por considerarla precipitada y especulativa. Claro que nadie le
había pedido su opinión.
—Dentro de media hora —dijo mirando su reloj—, el ministro de exteriores de
Marruecos tiene previsto celebrar una rueda de prensa para explicar esa nueva
oferta de acuerdo pesquero que se han sacado de la manga hace un par de días.
Supongo que dará su versión de lo que ha pasado. Y mientras... bueno, pues nos toca
esperar.
Unos minutos después, mientras pagaban los cafés, el "busca" de Talavera
sonó estrepitosamente. El analista tenía la costumbre de llevarlo al máximo
volumen, a pesar de los sustos que se llevaba. Miró la pantalla digital.
—El Gran Jefe en persona —dijo, mientras se dirigía al teléfono instalado en la
pared.
Cuando colgó, se dirigió a su equipo, que le 143
miraba a una respetuosa distancia.
—Quiere reunirse con nosotros en la sala de vídeo para ver juntos la rueda de
prensa. Supongo que querrá que le digamos algo, pero por el momento vamos a
mantener la postura de que hay que esperar y ver. ¿Todos de acuerdo?
Todos asintieron.
Rabat.
145
Madrid.
Ceuta.
El Ferrol, La Coruña.
Rabat, Marruecos.
T
Dejaremos claro que la situación de la plataforma está some-
tida a un proceso judicial, y que no puede ser entregada contra el dictamen del
tribunal. Pero podemos ofrecer la retirada de la Gendarmería del islote para
devolverle ese "statu quo" que tanto aprecian nuestros vecinos. Una vez que
nosotros hagamos una concesión, ellos se verán obligados a corresponder de modo
simétrico. Por supuesto esgrimirán el hundimiento de su fragata como un acto
hostil, pero podemos responder a eso con facilidad filtrando las grabaciones de las
comunicaciones de radio de nuestro patrullero a la prensa. Tendrán que crear una
comisión de investigación y eso les llevará semanas o meses.
—¿Qué me dice de los aspectos militares, general Munjib?
El ministro de defensa aplastó el cigarrillo en el cenicero, en un intento por
descargar en él su mal humor para hablar con ecuanimidad. No sabía si sería
capaz.
—Señores, creo sinceramente que infravaloran el riesgo de la situación. O yo
no conozco a los españoles, o no van a aceptar la muerte de decenas de marineros
y la pérdida de uno de sus navios de guerra, que por cierto es un patrullero de
altura y no una fragata, con semejante de- portividad. A juzgar por su actuación en
la crisis del año 2002, dentro de una semana o menos, la plataforma petrolífera va
a estar rodeada por la mitad de la flota española, si no se traen a la Armada al
completo. Eso es lo que va a pasar. Y más vale que retiremos pronto a los
gendarmes de esa maldita isla si no queremos que nos los saquen de allí a patadas.
Ahora bien, yo le pregunto a usted, señor primer ministro: cuando eso suceda,
¿qué deben hacer las Reales Fuerzas Armadas?
El primer ministro fulminó a Munjib con la mirada. No había imaginado que
el general fuese tan terco. Tardó una eternidad en contestar a su pregunta,
mientras intentaba encontrar las palabras adecuadas.
—General, todos los presentes hemos comprendido claramente que no se
siente usted cómodo con la situación actual. Cuando se planteó por primera vez la
captura de la plataforma tuvo usted ocasión de expresar sus reticencias. Entonces
hubiera sido el momento adecuado para hacerlo. Quizá debió presentar su
dimisión. Pero optó por callar. Ahora debe hacer frente a sus responsabilidades
como miembro del gobierno.
Munjib miró al ministro de exteriores, pero éste apartó la mirada. El
mensaje era claro: las charlas en privado no cuentan. Estaba solo, y el primer
150
ministro, en el fondo, tenía razón: no podía esconderse. Mientras hablaba, sintió
por primera vez frío en aquella habitación.
—Señores, España va a presionar militarmente. No tengan ninguna duda de
eso. Como seguramente saben su superioridad aeronaval es manifiesta y hay muy
poca cosa que nosotros podamos hacer al respecto. Pero nuestras fuerzas de tierra
superan ampliamente en número a las españolas. Si la situación se deteriora en el
mar sólo la podemos contrarrestar creando una amenaza mayor allí donde son más
débiles. Si insisten ustedes en llevar adelante esta locura, en cuarenta y ocho horas
puedo presentar un plan de acción completo para su consideración.
Y que Dios sea misericordioso con nosotros, añadió para sus adentros.
lo de septiembre
Madrid.
Eran más de las tres de la madrugada. El presidente del gobierno salió por fin
de su despacho y subió hacia el dormitorio con la sensación de llevar un siglo
despierto. Recordó con nostalgia sus tiempos de estudiante, cuando podía pasar la
noche entera estudiando, hacer un examen por la mañana y otro por la tarde y luego
irse de juerga hasta las tantas con sus amigos. Pero eso había sido en una vida
anterior, o así le parecía.
Cuando se acostó, tratando infructuosamente de no despertar a su mujer,
tardó muy poco en comprender que le iba a costar trabajo dormirse, a pesar de todo
el cansancio. El día completo se rebobinó en su mente y comenzó de nuevo a
proyectarse como una película a cámara rápida. Desde que le habían despertado a las
cinco de la mañana, la jornada había transcurrido lenta y vertiginosamente al mismo
tiempo, como esas pesadillas en las que quieres correr y una fuerza extraña te lo
impide. Aunque nadie se había atrevido a expresarlo con esas palabras, España
estaba a todos los efectos en guerra con Marruecos. Y ni siquiera podía decir con
seguridad cómo ni porqué había empezado.
La reunión del Consejo de Ministros se había dedicado íntegramente a analizar
los hechos. Los ministros de defensa e interior habían aportado numerosos detalles,
pero todos tenían el aspecto de fragmentos de información inconexa. Salvo la
ocupación de la plataforma, que no podía ser otra cosa que un acto deliberado, todo
lo demás parecía una concatenación de accidentes y errores de apreciación por
ambas partes.
Cuando por la tarde el gobierno marroquí había hecho pública la identificación
de los cadáveres encontrados en la isla Perejil, la cara del ministro del interior había
adquirido un tono verdoso que hubiera pare-
151
cido cómico si no fuera por lo trágico de la situación. El presidente, inquieto, había
llegado a temer que el pobre hubiera padecido un infarto.
A última hora se había reunido de nuevo con el ministro de exteriores, que había
acudido a la Moncloa para informarle de sus gestiones telefónicas ante la Comisión
Europea y la OTAN. La respuesta de los representantes de ambos organismos
internacionales, si bien maquillada con la habitual palabrería diplomática, se hubiera
podido traducir a un lenguaje mucho menos rimbombante como "¿otra vez me vienes
con líos con Marruecos? IVenga ya hombre, no mejodas!"
A nadie le gustaban las crisis y a los organismos multinacionales, menos que a
nadie. En todo caso, el ministro les había dejado meridianamente claro que España no
solicitaría la aplicación del artículo quinto del tratado del Atlántico Norte, que obligaba
a los estados miembros a acudir en defensa del estado atacado por un tercero. El
artículo de marras, dado que un buque español había sido hundido en el atlántico por
una potencia extranjera, era plenamente aplicable a la situación, pero el presidente
sabía perfectamente que más de un país le buscaría las vueltas para eludir sus
responsabilidades. Quizá si las tropas marroquíes se las arreglaran para llegar a las
puertas de Granada, hubiera alguna esperanza de aplicar el tratado, pero no antes.
Todo el mundo sabía que la OTAN era una organización semi comatosa, si no
directamente moribunda y no parecía el mejor momento para darle la puntilla
provocando una nueva división interna. A la Unión Europea, carente todavía de nada
parecido a una política exterior común, se le había pedido sólo una declaración de
apoyo político. Lo darían. Al fin y al cabo las palabras siempre han sido gratis.
Sólo el presidente de los Estados Unidos se había mostrado vagamente
comprensivo cuando le llamó para informarle personalmente de lo ocurrido. Claro que
un hombre tan acostumbrado a guerrear a lo largo y ancho del globo se asustaba de
muy pocas cosas a aquellas alturas de curso, pensó con amargura el presidente del
gobierno.
Moviéndose inquieto entre las sábanas cada vez más revueltas, el presidente
pensó en la comparecencia que había solicitado para la tarde del día siguiente ante el
pleno del congreso. Allí explicaría las versiones de los acontecimientos dadas por la
Armada y la Guardia Civil y presentaría el paquete de medidas que el gobierno había
acordado tomar. No se someterían a votación por parte de la cámara, al menos de
momento.
Estaba razonablemente seguro de que la oposición cooperaría. A pesar de sus
múltiples desencuentros no pensaba que le fueran a dejar solo en esa situación. Los de
siempre armarían algún revuelo diciendo que se encontraban ante las consecuencias
de una política exterior nefasta, etcétera, etcétera, y preguntarían si España estaba en
guerra y porqué no se había declarado, pero, como siempre, nadie les haría el menor
caso. Y lo más gracioso era que serían los únicos en poner el dedo en la llaga, pensó
con el cinismo que el insomnio tanto ayuda a liberar. España estaba en guerra. No era
166
un "conflicto", ni una "crisis". Era una jodida guerra. Había muerto mucha gente, y el
presidente sabía en su interior que todavía iban a morir más. Y, a pesar de que la
persecución de la paz había sido desde siempre la principal motivación, ingenua o no,
de su vocación política, no se le ocurría una maldita cosa para evitarlo. Añoraba los
días en que la crisis económica suponía el peor de sus problemas políticos.
Después de un tiempo que le pareció eterno, se durmió. Si a cuatro horas de dar
vueltas en la cama reviviendo en sueños los acontecimientos del día se le podía llamar
dormir.
Ceuta.
167
La terraza del bar tenía una buena vista sobre el puerto. Mirando
distraídamente hacia el mar experimentó una fuerte sensación de déjá vu cuando
distinguió la silueta gris de una fragata de la Armada maniobrando para atracar. Eso le
decidió. Pagó y volvió al coche para salir hacia la frontera.
Oficialmente la frontera seguía abierta a pesar de la crisis que se estaba
desarrollando, pero la afluencia de público había descendido considerablemente. Un
sábado a las ocho de la mañana debería haber mucho más movimiento, sobre todo de
comerciantes. De hecho cuando se detuvo junto a la garita de la Guardia Civil, el agente
le miró con extra- ñeza no disimulada. No obstante no le puso objeciones y le dejó
pasar. Del lado marroquí la escena se repitió de forma casi idéntica con el gendarme
que le permitió acceder a Marruecos.
Le llevó algo más de tres cuartos de hora recorrer los cuarenta y dos kilómetros
que separan Ceuta de Tetuán. Apenas había tráfico, pero no quería correr demasiado.
En parte porque no solía hacerlo y en parte porque era el peor día posible para tener
problemas con la Gendarmería Real. Cuando ya entraba en la ciudad escuchó por la
radio las últimas noticias: las fronteras de Ceuta y Melilla acababan de cerrarse.
Alfredo Suárez encendió un cigarrillo. Le temblaban las manos.
Océano Atlántico.
El agua de la ducha estaba sólo tibia, pero al fin y al cabo hacía bastante calor a
pesar de ser sólo las ocho de la mañana. Nadia Hachmi dejó correr el agua un rato
sobre su cuerpo, sintiendo que la relajaba agradablemente. Desde luego tenía motivos
para estar tensa, pensó. Llevaba cuarenta y ocho horas en la plataforma y la mayor
parte de ese tiempo lo había pasado allí retenida contra su voluntad por las fuerzas
armadas de su propio país. No podía quejarse del trato recibido del teniente Hannach y
sus hombres, que en todo momento se habían mostrado distantes pero correctos. Por
lo demás el alojamiento era aceptable y se sentía físicamente bien, pero eso no
compensaba la incomunicación a la que estaba sometida. No había conseguido hablar
con su marido ni con su jefe, y a pesar de que había intentado sonsacar a Hannach en
dos ocasiones más, el teniente no le había dado más detalles del motivo de su presencia
allí ni de sus planes para el futuro inmediato.
Además, Nadia estaba particularmente preocupada por Alfredo. Conociéndole,
sabía que el pobre estaría al borde de un ataque de nervios, y se sentía algo culpable
por no haberle hecho caso cuando le había pedido que no viajara a la plataforma.
Apenas había salido de la ducha cuando oyó cómo llamaban a la puerta. No hizo
caso de inmediato, principalmente porque estaba desnuda y empapada, pero los golpes
adquirieron un tono de urgencia. Cogió una toalla y se envolvió en ella, comprobando
168
con disgusto que resultaba más bien pequeña. Abrió la puerta de mal humor,
descubriendo al otro lado al teniente Hannach.
—¿Qué pasa? —preguntó en tono displicente.
El teniente dio instintivamente un paso atrás. No estaba muy acostumbrado a
que le hablaran así, y menos una mujer. La miró de arriba abajo, impresionado por el
carácter y el físico de la periodista. Cuando Hannach se dio cuenta de que estaba
mirando descaradamente a la joven se puso rígido y miró al frente, por encima su
cabeza.
Nadia había calado bastante bien la personalidad de Hannach y sabía que estaba
desconcertado y algo avergonzado. El teniente era el tipo de hombre al que le gusta
tener las cosas bajo control y no mostrar más emociones humanas de las
imprescindibles, al menos en el trabajo, pero parecía un hombre honrado. También
sabía cómo utilizar esas características en beneficio propio. Dejó que la toalla resbalara
un poquito. Lo justo para que se notara la diferencia de tono de la piel protegida del sol
por el bikini. Sonrió para sí al darse cuenta de los esfuerzos de Hannach para no
mirarla. El lenguaje corporal del teniente la tranquilizó. Actuar de esa manera podía
ser peligroso con muchos hombres, pero el militar marroquí no era uno de esos.
—Supongo que tendrá un buen motivo para venir con estas prisas, teniente
—dijo en un tono más relajado— ¿Ya nos van a dejar marchar?
—Precisamente de eso se trata, señorita. Acabamos de recibir la orden de
preparar al personal civil para evacuar la plataforma. Esperamos que nos envíen un
barco esta tarde.
El oficial parecía aliviado del cambio de tono de Nadia, pero siguió mirando
rígidamente al frente, como si la periodista fuera veinte centímetros más alta de lo que
era en realidad.
—Sólo quería que lo supiera —añadió, inseguro.
—Pues muchas gracias teniente Hannach, ha sido usted muy amable, aunque no
me hubiera importado enterarme dentro de diez minutos. Ahora, si me disculpa...
Nadia cerró la puerta dirigiendo una sonrisa a su compatriota y ganándolo
definitivamente para su causa. Mentalmente se disculpó con Alfredo, aunque sabía
perfectamente que él la comprendería. Al fin y al cabo estaba empleando las mismas
armas que había utilizado con él un par de años atrás. Pensando en ello se dio cuenta
de que Hannach, en realidad, le recordaba en cierto modo a su marido.
El teniente volvió al despacho que había adoptado como centro de mando. Por el
pasillo se cruzó con uno de sus soldados, que le miró asombrado de ver sonreír así a su
superior.
Rota, Cádiz.
169
buques alrededor de los cuales se afanaba el personal de la base eran principalmente
norteamericanos. Ahora eran españoles. El portaaviones Príncipe de Asturias y las
fragatas Santa María y Cana- ñas se encontraban en sus amarraderos habituales en el
muelle 2 de la base. En el muelle 1 acababa de atracar el buque de aprovisionamiento
en combate Patino, junto al buque de asalto anfibio Galicia. Las tareas de
avituallamiento y municionamiento de todos ellos se llevaban a cabo a un ritmo muy
superior al habitual y, en general, la sensación de urgencia embargaba todo el
ambiente.
Los ventanales del despacho del almirante de la flota, en el edificio del cuartel
general, ofrecían una panorámica espectacular de la rada, pero el ALFLOT, sentado en
su escritorio, dedicaba toda su atención al monitor de su ordenador. El programa
informático que tenía abierto presentaba información actualizada de la situación y
estado de alistamiento de todas las unidades bajo su mando. Lo primero que había
hecho al llegar a su despacho había sido descartar las unidades con las que, de un
modo u otro no podría contar. Las más importantes en ese grupo eran la F 104 Méndez
Núñez que se encontraba en aguas norteamericanas realizando prácticas de misiles, la
F 102 Almirante Juan de Borbón, desplegada junto al petrolero Marqués de la
Ensenada en aguas del mar del Japón formando parte de una Task Forcé combinada
junto a Japón y Estados Unidos, la F 74 Asturias que cumplía en el océano índico con
el que probablemente sería uno de sus últimos cruceros operacionales en aguas
lejanas, y la F 83 Numancia que se encontraba en dique seco sometida a un recorrido
completo de máquinas y sistemas, que la mantendría inmovilizada un mínimo de tres
meses más. Por otra parte, la F 84 Reina Sofía formaba parte de la SNMG2,
antiguamente conocida como STANAVFORMED, la flotilla permanente de la OTAN
para el mediterráneo, y navegaba en aguas cercanas a Grecia. En caso de emergencia se
la podría hacer regresar, pero el almirante prefería evitarlo si era posible. Eso le dejaba
con dos fragatas clase Alvaro de Bazán, cuatro clase Santa María y una Baleares.
Entre los buques de superficie, y aunque no se encontraban directamente bajo su
mando por no pertenecer orgánicamente a la Flota, cabía contar con dos de las cuatro
antiguas corbetas, ahora patrulleros, de la clase Descubierta, la Infanta Cristina y la
Infanta Elena. De las dos restantes, la Cazadora no estaría operativa a corto plazo por
mantenimiento programado y la Vencedora estaba siendo sometida a obras para
actualizar sus sistemas de comunicaciones. Respecto a los submarinos, contaba con el
S 72 Siroco y el S 73 Mistral con un buen nivel de alistamiento y el S 71 Galerna, que
podía ser alistado en pocos días. El restante submarino de la serie S 70, el Tramontana
no estaría disponible.
La tarde anterior se había puesto en marcha el plan de presencia naval en Ceuta
y Melilla, protocolizado después de la crisis de julio de 2002, por lo que el patrullero de
altura Infanta Elena había zarpado rumbo a Melilla y la fragata Victoria a Ceuta.
170
Respecto al resto de la flota, aún no había recibido órdenes concretas del Gobierno a
través del jefe de estado mayor de la defensa, su superior directo, pero estaba seguro
de que no tardarían en llegar. Y cuando llegasen, la Armada estaría preparada para
cumplir con su deber. Mientras tanto se concentraba en los aspectos logísticos y
tácticos del problema, que era muchísimo más complejo que el que se había planteado
en el año 2002 en torno a la isla Perejil. Al fin y al cabo ahora no sólo tendrían que
hacer frente a la ocupación del islote, sino también a la captura de una plataforma
petrolífera en mitad del océano y a más de quinientas millas de Rota, que, para
complicar más las cosas, estaba atestada de trabajadores civiles sin que existiese la
menor seguridad de que Marruecos los fuera a liberar. Por otra parte, en 2002 tanto
España como Marruecos habían evitado por todos los medios causar bajas al
adversario, pero ahora la Armada Española ya había sufrido más de cuarenta muertos,
según las cifras provisionales, sin contar a los guardias civiles de Perejil. Eso cambiaba
por completo toda la perspectiva de la situación. Se trataba sin lugar a dudas de un
escenario de guerra y como tal tendría que ser considerado. Si por fin llegaba la orden
de zarpar, había que considerar como muy probable, que Marruecos presentase
batalla. Y, después de saber que el hijo de uno de sus mejores amigos se contaba entre
los oficiales desaparecidos con la Descubierta, el almirante tenía que reconocer que en
el fondo casi deseaba que así ocurriera.
Tetuán, Marruecos.
171
durmiendo a los habitantes de la casa pero el ruido de pasos en el interior de la
vivienda disipó sus dudas. Le abrió una mujer de edad indefinida, vestida a la manera
tradicional de las mujeres magrebíes.
Cuando Suárez le preguntó por Sidi Mohamed Hammadi, la mujer le cerró la
puerta en las narices tras musitar algo en árabe. Alfredo todavía dudaba si debía volver
a llamar cuando la puerta se abrió de nuevo. Esta vez le abrió el propio Hammadi,
aunque al médico le costó trabajo reconocerlo. El marroquí parecía haber envejecido
veinte años desde la breve conversación que habían mantenido en Ceuta algunos años
atrás. Su barba había encanecido y crecía descuidada sobre la pechera no demasiado
limpia de una chilaba de rayas verticales. Los ojos del marroquí brillaron al ver al
médico, pero su cara permaneció inexpresiva. Hizo una reverencia formal llevándose
la mano al pecho y se apartó de la puerta franqueándole la entrada a Alfredo Suárez,
que entró bastante desconcertado por el cambio obrado en su ahora anfitrión.
Suárez se detuvo en el zaguán, estrecho y oscuro y se dio la vuelta. Hammadi
pasó a su lado con otra silenciosa reverencia y se internó en la casa. Alfredo le siguió
hasta un cuarto amplio pero tan oscuro como el resto de la vivienda. Todos los postigos
estaban cerrados y la atmósfera, aunque más fresca que la calle, olía a humo de tabaco
y a polvo. Evidentemente la limpieza no era una prioridad en aquella casa, que sin
embargo distaba de parecer pobre. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra
pudo ver que los muebles eran de calidad y la biblioteca estaba atestada de libros. No
sin cierto escrúpulo, el médico se sentó en un cojín colocado junta a una mesa baja en
uno de los rincones de la estancia. Hammadi se sentó frente a él. Cuando por fin habló,
Alfredo pensó que el marroquí estaba borracho. Pero no se trataba de eso. El marroquí
luchaba para contener las lágrimas.
—Es un placer verle de nuevo, doctor Suárez —logró decir.
Alfredo estaba totalmente desorientado. Ni la casa ni su anfitrión se
correspondían con la idea que se había ido forjando en su mente en las últimas
cuarenta y ocho horas. No sabiendo cómo empezar, le preguntó a Hammadi por su hijo
Chaid.
—Mi hijo ha muerto doctor. Ha muerto.
Ahora que había logrado empezar a hablar, el marroquí no se detuvo, ni siquiera
cuando la mujer, que había abierto la puerta, entró en silencio llevando una bandeja
con una tetera humeante y un par de tazas que dejó sobre la mesa.
—¿Recuerda el atentado de Casablanca, en mayo del año 2003?, mi hijo murió
ese día, junto con varios de sus amigos y otras treinta personas. Él era uno de los que se
inmolaron en la Casa de España. Simplemente entró allí, caminó entre las mesas
donde cenaba la gente e hizo explotar la bomba que llevaba pegada al cuerpo. Ni
siquiera pudimos reconocer su rostro.
Suárez sintió cómo se tensaban los músculos de su mandíbula. Recordaba aquel
atentado. Había sido una masacre terrible. Unos cuarenta muertos en total, cuatro de
172
ellos españoles. Joder, pensó, así que para eso le había salvado la vida a ese cabrón.
Nada tenía sentido.
173
I —Sé lo que está pensando, doctor —dijo Hammadi—. También sé 1 lo que piensan
los occidentales del fundamentalismo islámico. Pero las I cosas no siempre son lo
que parecen. Lo que hizo mi hijo no fue produc- 1 to de mis enseñanzas. Mire,
cuando fundé mi partido político, lo hice en I el absoluto convencimiento de que el
Islam, tenía mucho que aportar al I buen gobierno de mi país. Dios es
misericordioso y el Islam es una reli- I gión de paz. Desdichadamente hay
demasiada gente que no comparte I esa idea.
I Hammadi parecía dispuesto a extenderse indefinidamente en la I cuestión, con los
ojos acuosos y la mirada perdida en el vacío, pero Suá- I rez no había ido allí a hablar
de religión y necesitaba reconducir el tema. I El hecho de que el marroquí que tenía
sentado frente a él obviamente no I estaba en su mejor momento redujo más aún sus
esperanzas de lograr I algo. Aún así lo intentó.
I —Señor Hammadi, he venido a visitarle para pedirle ayuda. Tengo I un grave
problema y quizá usted...
I —Doctor, haré cualquier cosa que esté en mi mano. Cuando dije I que siempre
estaría en deuda con usted hablaba en serio. I Alfredo le contó la situación, haciendo
hincapié en el hecho de que I no tenía ningún medio de ponerse en contacto con
Nadia. Según avan- I zaba en su relato, la cara de su interlocutor adquirió un tono
aún más I sombrío, por más que eso hubiera parecido imposible pocos minutos an- I
tes.
I —Quizá hace tres o cuatro años le hubiese podido ayudar, doctor,
I pero estoy totalmente retirado de la vida política. Mis amigos, incluso I mis hijos,
me han abandonado para seguir los caminos de la violencia y I el gobierno sospecha
de mí, pero me consideran tan acabado que ya ni I siquiera me vigilan. Puedo
intentar llamar a algún antiguo conocido, pe- I ro no quiero engañarle. No creo que
dé resultado alguno. I Con la mirada clavada en la tetera intacta, Hammadi parecía
hun-
[ dido en la impotencia más absoluta.
I Algeciras, Cádiz.
I 175
cara de Jaime Otegui, el guardia civil gravemente herido en la isla Perejil treinta y seis
horas antes, y tiró para extraerlo. Otegui tosió mientras la enfermera le aspiraba las
secreciones de la faringe. Por un momento pareció que no sería capaz de respirar, pero
pasó pronto. El guardia civil estaba sólo parcialmente consciente, pero sus constantes
seguían estables. El intensivista que se encontraba junto a la cama, lo auscultó y gruñó
satisfecho. Ambos pulmones ventilaban bien. De hecho era casi un milagro que
hubiera sobrevivido, aunque los cirujanos que le habían operado dudaban que pudiera
volver a utilizar normalmente el brazo derecho. Los fragmentos de hueso que habían
rasgado la vena subclavia habían lesionado también gravemente los nervios del plexo
braquial. En fin, mejor ocuparse de los problemas de uno en uno, pensó el intensivista
con los ojos fijos en el monitor. Cuando estuvo seguro de que su paciente se
mantendría estable respirando por sí mismo, salió a la puerta de la UCI para informar
a los familiares que esperaban angustiados en el pasillo, en compañía de un capitán de
la guardia civil que se retiró discretamente al descansillo de las escaleras. Allí sacó su
teléfono móvil e hizo una llamada.
Tetuán, Marruecos.
176
Rabat, Marruecos.
Tetuán, Marruecos.
179
Hammadi recuperó su expresión sombría. Pareció meditar mientras servía el
omnipresente té para ambos. Por fin habló.
—No esté tan seguro de eso, doctor. En realidad me temo que sí hay personas
interesadas en que estalle una guerra. No hablo de su gobierno ni del mío, sino de gente
que desea una guerra para aumentar el descontento del pueblo. Si estalla un conflicto y
Marruecos pierde, algunos intentarán, sin duda, aprovechar las circunstancias para
provocar inestabilidad. Quién sabe si incluso una revolución.
Suárez no era demasiado proclive a creer en conspiraciones, pero lo que decía su
anfitrión, que por otra parte debía saber bien de lo que hablaba, parecía una
posibilidad real. Si la gente perdía la confianza en el Rey y en el Gobierno, los
integristas podrían intentar arrimar el ascua a su sardina. Y eso no sería bueno para
nadie. Desde luego no sería bueno para España.
—¿Se refiere a una república islámica, como en Irán? —preguntó.
—Me refiero a una tiranía que utilizaría el Islam como una excusa para acaparar
el poder y sojuzgar al pueblo, doctor. Una nación que siguiera los auténticos principios
coránicos sería una tierra de paz y libertad. Eso es lo que no comprenden en Occidente.
Ni desgraciadamente tampoco comprenden muchos musulmanes. Por eso abandoné la
política. Por eso me abandonaron a mí mis seguidores. Yo no les prometía el poder
absoluto, porque ese poder sólo le pertenece a Dios, no a los hombres.
Alfredo empezaba a comprender. El viejo era un idealista. Y los programas
idealistas nunca triunfan, porque la condición humana es igual en todas partes.
—¿Y cree usted que es probable que eso llegue a ocurrir?
—Sólo esperan una excusa. Lo sé muy bien. Mi hijo es uno de ellos.
Una hora después, tras despedirse del viejo, que había prometido llamarle si
averiguaba algo más sobre Nadia, Suárez se encontraba en su habitación del hotel.
Había vuelto a hacer el escaso equipaje y consultaba el mapa de carreteras para
planear su viaje a Casablanca mientras cenaba algo.
Unos golpes en la puerta le sobresaltaron. No esperaba visitas, naturalmente,
pero de todos modos abrió sin pensarlo demasiado.
—¿Es usted don Alfredo Suárez? —preguntó el joven que esperaba en el pasillo.
—¿Y usted quién es?
—Me llamo Carlos Cuenca, señor Suárez. Necesito hablar con usted.
El tal Cuenca sacó una tarjeta de identificación de la cartera y se la dio a Alfredo.
El médico la miró sorprendido. Las siglas CNI, del Centro Nacional de Inteligencia,
más que tranquilizarle le pusieron en guardia. Puede que en las películas los agentes de
la CIA se pasaran el día entrando en habitaciones de hotel de países exóticos. Pero ni
aquello era una película, ni el CNI era la CIA.
—¿Qué quiere de mí?
180
—Señor Suárez, realmente necesito hablar con usted. Pero no en el pasillo. Si eso
le ayuda a confiar en mí le diré que sé dónde está Nadia.
Alfredo se apartó de la puerta, sorprendido, y le dejó pasar, de nuevo sumido en
una sensación de irrealidad que ya se estaba convirtiendo en un sentimiento familiar
para él. Una vez dentro, el agente se sentó sin pedir permiso, y Suárez hizo otro tanto.
—Mire usted, Alfredo, no hay ningún misterio en el hecho de que yo esté aquí.
Sabíamos de su viaje desde anteayer. El comisario Cerezo, de Ceuta, nos avisó y nos
pidió que cuidáramos de usted. El hombre estaba bastante preocupado. Al principio no
le dimos demasiada impor- tanda, pero cuando confirmamos que había ido a visitar a
Hammadi esta mañana, y sobre todo cuando volvió a verle hace un rato, empezamos a
pensar que podía usted haber averiguado algo interesante. Comprenda que con el lío
que se ha formado, lo que piense un sujeto como Hammadi nos interesa bastante.
Suárez se relajó un poco. Lo que decía su interlocutor tenía sentido, aunque le
seguía extrañando tanta eficiencia por parte del servicio de inteligencia español. Y así
lo dijo, con cierto candor por su parte.
—Bueno, al fin y al cabo nos pagan para esto —dijo el agente con buen humor—.
Mire, yo vivo en Tetuán. Supuestamente trabajo para una empresa que no viene al caso
y, en general, procuro no meterme en líos. Pero en Madrid necesitan información, y me
ha parecido que usted puede ser una fuente bastante fiable. Siempre que esté dispuesto
a colaborar, claro.
Alfredo se levantó y se dirigió al minibar. Sacó una coca—cola y le ofreció otra a
Cuenca, que la aceptó. Mientras las abría, decidió que en realidad no tenía nada que
perder contando lo que sabía. El supuesto agente del CNI parecía sincero y sabía
bastante de sus motivos para estar en Tetuán como para ser un ladrón o un estafador.
Una vez sentado, encendió un cigarrillo y empezó a contar su historia
Océano Atlántico.
Ya era noche cerrada cuando Nadia llamó a la puerta del despacho del teniente
Hannach. Durante toda la tarde había estado esperando el barco que los iba a sacar de
la plataforma, mientras su humor se iba deteriorando progresivamente. Hannach se
había hecho el encontradizo en varias ocasiones a lo largo del día, charlando con ella de
temas intranscendentes, tranquilizándola respecto al barco que los iba a evacuar y, en
general, tratando de ligar con ella de forma tan torpe como tierna. Nadia, que no dejaba
de lado su profesión ni por un momento, había ido obteniendo bastante información
sobre la Infantería de Marina marroquí en general y el pelotón que ocupaba la
plataforma en particular. Ya que no le quedaba más remedio que estar allí, al menos iba
a aprovechar el tiempo y obtener buen material para un artículo. Si en su periódico no
se lo publicaban, seguro que en El País o en El Mundo se lo pagarían bien. Incluso
181
había podido sacar varias fotos con su cámara digital, no sin antes prometer al teniente
que no las publicaría hasta que terminara la crisis. Aparentemente Hannach no era
consciente de que la información que le estaba proporcionando a la periodista podría
ser sumamente sensible si caía en manos españolas. Claro que no sabía, porque nadie
se lo había dicho, que Nadia estaba casada con un español. De hecho, ni siquiera sabía
que estaba casada.
—Adelante señorita Hachmi, pase, por favor. Y siéntese —dijo Hannach con una
sonrisa.
—Teniente, por favor, llámeme Nadia. ¿Sabemos algo del barco?
—Acabo de hablar con Casablanca, seño... Nadia. El barco está muy cerca de
aquí, pero desgraciadamente no podremos hacer el trasbordo hasta el amanecer. Es un
barco grande y no se puede acercar demasiado a la plataforma, de modo que habrá que
cruzar en embarcaciones auxiliares. De día será más seguro.
Nadia dejó traslucir su decepción en la expresión de su cara. Una noche más allí.
Y ni siquiera tenía ropa limpia que ponerse. Hannach parecía desolado.
—Nadia, le prometo que mañana a estas horas estará usted en Casablanca. Yo
mismo espero poder estar allí muy pronto también. Quizá... —vaciló—, quizá podamos
vernos dentro de unos días.
Nadia sonrió. Hubiera querido sacar al teniente de su error y no hacerle sufrir
más. Podía parecer un poco cruel, pero no lo hizo. Ya habría tiempo para las
explicaciones y de momento era preferible mantenerle ilusionado. Sólo por si acaso.
Madrid.
182
estudiadas por los técnicos en el centro de Maspalo- mas, las fotos apenas habían
aportado nada de interés. Eso sí, harían muy buen efecto en su informe final.
Mucho más complicado era el análisis de la inteligencia de procedencia humana,
o HUMINT. El CNI había creado, desde hacía muchos años, cuando aún se llamaba
CESID, una tupida red de agentes e informantes en casi todos los estratos del poder
marroquí. Según avanzaba el día, muchos de ellos se habían puesto en contacto con sus
controladores, que solían ser oficiales de inteligencia españoles destinados en Marrue-
cos, muchas veces bajo identidades supuestas, para contarles lo que habían averiguado
en sus ámbitos de influencia. Como muchos de esos informantes proporcionaban datos
a cambio de dinero, siempre existía el peligro de que intentasen vender información
falsa, por lo que había que tomar sus informes con la necesaria cautela para separar el
grano de la paja.
Después de dieciséis horas trabajando en todo aquel montón de papel, Talavera
llegó a la conclusión de que no sabían prácticamente nada. El informe más valioso de
los recibidos procedía de un informante conocido en La Casa como "Jilguero". Se
trataba de un comandante del ejército marroquí destinado en el Ministerio de Defensa
alauí. El hombre tenía siete hijos quq alimentar y la tentación de un sobresueldo había
sido demasiado fuerte para resistirse. Hacía años que informaba de los chismes del
ministerio a un oficial del CNI destinado en la embajada de Rabat como ayudante del
agregado cultural. Por supuesto que su trabajo tenía poco que ver con la cultura.
Jilguero había informado a su controlador, de que la operación de captura de la
plataforma petrolífera se había planteado exactamente según lo dicho por la versión
oficial marroquí. Aparentemente Marrue- eos no estaba mintiendo en ese aspecto.
Además le había dicho que el general Munjib, ministro de defensa, no sólo no había
estado de acuerdo con la operación, sino que había montado un escándalo de cuidado
al enterarse del combate naval que se había producido. De lo que había ocurrido en
Perejil, Jilguero no sabía nada.
El resto de los informes no contradecían lo que ya sabían, pero tampoco
aportaban nada nuevo. Desde el punto de vista político el silencio era sepulcral, como
atestiguaban algunos agentes introducidos en los principales partidos marroquíes. El
asunto se había llevado desde el gobierno en la mayor discreción. Los únicos partidos
que el CNI no había logrado infiltrar en grado suficiente eran los de corte islámico, más
o menos integrista. Precisamente aquellos cuya reacción ante una crisis era más
importante conocer.
Cuando Talavera estaba a punto de irse a dormir un poco, un aviso de correo
electrónico nuevo en su ordenador le llamó la atención. La clave del remitente indicaba
que se trataba de Carlos Cuenca, un oficial que trabajaba en Tetuán, bajo la tapadera
de una agencia de viajes. El correo, que llegó a su pantalla tras ser descifrado en el
departamento correspondiente, le dejó pegado a la pantalla. Cuenca parecía haber
encontrado una fuente muy interesante.
183
Rabat, Marruecos.
—Esa cara que pones, mon ami, ¿se debe al coñac o a lo que has leído?
—Vamos, Achmed, no somos niños. Sabes que no bebo, pero no te juzgo por
hacerlo. Hay cosas más importantes.
Dio unos golpecitos en los papeles que aún tenía en las manos.
—¿Lo creerán?
—Es la verdad. Lo que has leído es la trascripción de las comunicaciones de radio
de la patrullera El Karib con el barco español. Creo que está claro que ellos dispararon
primero, ¿no te parece?
El documento era auténtico. Sólo se había retocado un poco el estilo para hacerlo
más legible, pero no se había alterado la secuencia de los hechos. El buque español
184
había abierto fuego en primer lugar. El final del documento tenía un ritmo casi
dramático, con los desesperados llamamientos al alto el fuego del comandante
marroquí que sólo habían recibido el silencio de radio por respuesta. Entre las líneas de
la conversación se habían intercalado anotaciones en cursiva que señalaban los
momentos en que los proyectiles españoles habían caído cada vez más cerca del El
Karib, haciendo por fin blanco en dos ocasiones. Faltaba sólo un detalle, pero si el
primer ministro no preguntaba, Abdelkader no tenía intención de hablar de las ráfagas
de ametralladora que habían herido de muerte al comandante de la Descubierta.
—Mañana este documento será noticia de portada en los principales periódicos
de Francia y Gran Bretaña. Seguramente se publicará también en los Estados Unidos y
en el resto de Europa. Es casi seguro que uno de los periódicos más importantes de
España lo publicará también en primera página. Un amigo está trabajando en eso. La
opinión pública mundial, y también buena parte de los españoles, mirarán la crisis con
otros ojos después de leer esto.
—¿Y respecto a Thoura? —preguntó Driss Abdelar.
—Creo que debemos esperar un par de días más. Si España da muestras de
querer negociar una salida, que lo hará, anunciaremos la retirada de la Gendarmería,
aduciendo el fin de la investigación de campo, y exigiremos que España respete el statu
quo. Será otro punto diplomático a nuestro favor y un problema menos de que
preocuparse.
Abdelar se despidió de su anfitrión después de un rato más de charla. Cuando se
sentó en su coche oficial, el primer ministro estaba mucho más tranquilo. Abdelkader
era realmente capaz de infundirle confianza.
Rabassa, Alicante.
Era casi medianoche. El capitán Inhiesta volvía de una práctica de tiro nocturno
con su equipo del GOE III. Inhiesta estaba nervioso, no por el resultado del ejercicio,
que había sido, como siempre, casi perfecto, sino por la falta de noticias.
El Grupo de Operaciones Especiales Valencia III llevaba acuartelado desde
primera hora de la mañana del día nueve, y, aunque Inhiesta no había participado en
la operación Cantada, en julio de 2002, estaba convencido de que si había que tomar
de nuevo Perejil, su equipo sería seleccionado. Al fin y al cabo sus puntuaciones en las
diferentes especialidades eran sistemáticamente, las mejores del grupo.
Pero tendría que esperar. Esa noche volvería a estudiar la orografía de la isla y
las mejores rutas para moverse por ella. También tendría que encontrar un ratito para
dormir, pensó.
185
ii de septiembre
Océano Atlántico.
187
Madrid.
Washington D.C.
Madrid.
190
contribuían religiosamente a las campañas electorales de ambos partidos en los
Estados Unidos.
Pero no todo habían sido malas noticias. Al menos la secretaria de estado había
precisado, extraoficialmente, por supuesto, que América no interferiría con cualquier
decisión que tomase el Gobierno español. También se había ofrecido a mediar ante
Marruecos, y esa era una oferta que no iba a rechazar el presidente del Gobierno. Unos
años antes la mediación americana había sido muy efectiva y el anterior secretario de
estado había ocupado una posición central en la resolución del conflicto.
El presidente, sentado ya en su escritorio, sacó un folio en blanco y un bolígrafo y
empezó a bosquejar una especie de diagrama. Tenía la costumbre, aprendida hacía
muchos años, de enfrentarse a los problemas ayudándose de esos diagramas. Dibujaba
bloques rectangulares, rombos, círculos, y en su interior escribía los componentes del
problema. Luego los relacionaba con flechas entrecruzadas y hacía anotaciones al
margen. Probablemente era una tontería, pensaba, pero le ayudaba a mantenerse
concentrado.
El dibujo mostraba a España y a Marruecos como dos grandes bloques
cuadrados, entre los cuales había tres círculos pequeños. En su interior había escrito
"Plataforma", "Perejil" y "Descubierta", los tres problemas a resolver. Detrás de
España, dos cuadrados pequeños representaban a la Unión Europea y a la OTAN.
Ambas organizaciones habían mostrado un vago apoyo a España, no diferente del
mostrado tres años antes. Sí, respaldaban la postura española, pero nadie mostraba el
menor interés en presionar seriamente a Marruecos para que diera marcha atrás. Y
España no podía presionarles para lograr un mayor compromiso, bajo riesgo de
provocar serias divisiones en ambos organismos. No era muy diferente de lo que le
había ocurrido a Estados Unidos con la OTAN en la última guerra de Irak.
El último rectángulo dibujado por el presidente era el más grande de todos. Lo
colocó en la parte alta de la hoja, entre Marruecos y España. Dentro del rectángulo
escribió con grandes letras, no exentas de cierta irritación: "U.S.A."
Rabat, Marruecos.
191
órdenes de la secretaria de estado habían sido tajantes. Los Estados Unidos no
deseaban una guerra entre España y Marruecos. Su misión era transmitir esa idea al
ministro marroquí, pero el veterano diplomático no estaba dispuesto a dar su brazo a
torcer. Marruecos tampoco quería una guerra, pero su Gobierno no estaba dispuesto a
tolerar más humillaciones de España. Era así de simple.
—Escúcheme, Achmed, por favor —dijo el embajador—, tiene que comprender la
situación. Han hundido ustedes un barco de guerra español en aguas internacionales,
han ocupado una plataforma petrolífera española y además han desplegado tropas en
esa... islita del estrecho. Tienen un acuerdo con España sobre esa isla. Si no somos
capaces de buscar una solución, España va a actuar militarmente. Mi país también lo
haría. Y el suyo. No lo pueden dejar así.
—Respecto a la isla de Thoura, han sido los españoles quienes la ocuparon
primero, matando además a unos niños inocentes. La plataforma petrolífera es ilegal
según el derecho marítimo. El barco español disparó primero —Abdelkader iba
señalando dedos de su mano izquierda con el índice derecho, mientras
conscientemente permitía que una expresión de indignación aflorara a su rostro
habitualmente tranquilo — ¿Acaso debe mi país aceptar semejante atropello por parte
de España sólo porque ellos son europeos y nosotros africanos? No, señor embajador.
La paciencia de las naciones, como la de las personas, tiene un límite. Si España desea
negociar, negociaremos honestamente. Pero si pretende imponerse por la fuerza,
descubrirá que este pequeño país africano aún sabe cómo defenderse.
Casablanca, Marruecos.
Alfredo Suárez esperaba la llegada del barco que debía traer a Nadia sentado en
la terraza de un hotel cercano al puerto. La terraza, ubicada en la azotea del hotel, de
ocho pisos de altura ofrecía una vista magnífica sobre el gran puerto comercial de
Casablanca. Al fondo, un grupo de patrulleros pintados de gris, apenas visibles en la
distancia, estaban amarrados en lo que Suárez supuso que sería la dársena militar del
puerto. En ese momento no se veía entrar ni salir barco alguno. De todos modos,
Alfredo no tenía manera de saber cuándo ni en qué barco llegaría Nadia. Intentó
apartar la duda de su mente esforzándose en creer que, cuando Nadia llegara, de algún
modo, él lo sabría.
Junto al médico, sumido en sus propios pensamientos, Carlos Cuenca tomaba su
café con hielo con toda la calma del mundo. La misma calma con la que la noche
anterior, cuando Suárez había terminado de contarle su historia, había sacado de su
cartera un pequeño ordenador portátil, había escrito un informe, mecanografiado a
una velocidad asombrosa, y lo había enviado por Internet. Todo en menos de quince
minutos. El agente del CNI, al que Alfredo ya llamaba para sí "Bond, James Bond",
192
había insistido amable, pero firmemente, en acompañarle en su viaje por carretera
desde Tetuán. Habían salido antes del amanecer para recorrer los cuatrocientos
kilómetros que separan ambas ciudades, turnándose para conducir el coche de
Alfredo.
A pesar de la reticencia inicial de Suárez, el viaje había resultado muy
interesante. Cuenca, quizá en un intento de terminar de ganarse la confianza de
Alfredo, le había explicado de forma clara y amena la situación política actual y
reciente de Marruecos. También le había hablado de los diversos grupos de corte
integrista, algunos más radicales que otros, que operaban en el país, aparentemente
larvados pero siempre dispuestos a aprovechar una debilidad. Bajo ese prisma, Suárez
había comprendido mejor la preocupación de Hammadi y la gravedad de la crisis con
España. Marruecos se jugaba mucho en su pulso con el vecino del norte. No era sólo un
problema de petróleo. Era la propia esencia del régimen alauí lo que estaba enjuego.
Cerca de las seis de la tarde, hora local, con el sol ya a punto de desaparecer bajo
el horizonte del Atlántico, Suárez descubrió una forma oscura contrastando con el
brillo del océano. Se puso de pie y se asomó a la terraza, como si el hecho de acercarse
un par de metros le fuera a permitir ver el barco con más claridad. Apenas se distinguía
nada, pero la sombra a contraluz creció rápidamente, para luego desdoblarse en dos.
Se trataba sin duda de un buque militar de transporte, acompañado por lo que supuso
que sería una fragata. Cuenca le puso la mano en el hombro como un viejo amigo y
apretó ligeramente.
—Van a ser ellos, ya verás —dijo.
A pesar de la ansiedad de Alfredo, decidieron quedarse un rato más en la
terraza. La maniobra de atraque iba a tardar todavía, y no tenía sentido esperar de pie
en el muelle. Entre otras cosas porque no sabían en qué muelle esperar.
A bordo del Sidi Mohamed Ben Abdallah, apoyada en la barandilla del castillo
de proa, Nadia miraba la ciudad de Casablanca iluminada por el sol poniente con una
luz anaranjada que la hacía parecer irreal. Calculó que faltaría aproximadamente una
hora para llegar a tierra. Sería de noche para entonces, pensó con fastidio, agotada por
las doce horas de viaje en aquel barco viejo e incómodo. Y eso que, al menos, le habían
dejado libertad para moverse a su antojo, en atención a su pasaporte marroquí. Los
españoles se habían visto limitados a la cubierta de popa y a una especie de gran nave
situada debajo, sin asientos ni comodidades de ninguna clase. Les había visto por
última vez una hora antes, y parecían estar al borde del amotinamiento.
Nadia, cansada y aburrida, se sentó sobre un gran rollo de cuerda que no parecía
del todo incómodo. Distraída, intentaba buscar en su memoria el nombre que los
marineros daban a las cuerdas, más que nada para ocupar su mente en algo. Sin
motivo aparente, le vino a la cabeza una palabra que nada tenía que ver con cuerdas:
"móvil". ¡Caray! ¿Cómo no lo había pensado antes?
193
Mientras buscaba en su bolso se dio cuenta de que hacía horas que no pensaba
en el teléfono. En la plataforma no había tenido cobertura, por supuesto. Por eso no se
lo habían requisado, pero ¿la tendría tan cerca del puerto de Casablanca? Pulsó el
botón de encendido. "Introduzca su PIN". Pulsó los dígitos de la clave y esperó.
"Buscando redes". Tardó unos segundos pero por fin apareció: "Maroc Telecom". Sí.
Nadia se puso tan nerviosa que el teléfono estuvo a punto de caérsele al suelo. Pulsó la
tecla de marcación rápida para llamar al móvil de Alfredo y esperó.
Washington D.C.
194
—¿Se trata de petróleo? —preguntó—, ¿o es otra vez la isla esa?
—Ambas cosas, señor Presidente. En realidad es un clásico conflicto territorial.
Hace años que Marruecos le busca las vueltas a España. La razón última del problema
son las ciudades de Ceuta y Melilla.
—¿Ceuta y Melilla? ¿Esas dos pequeñas colonias españolas en el estrecho de
Gibraltar?
La secretaria de estado sonrió. Ese era precisamente el problema.
—Esas ciudades no son colonias. Técnicamente se llaman Plazas de Soberanía.
Son parte del Homeland español, que, por esas cosas de la historia de Europa, están
situadas en el norte de África. Por supuesto, Marruecos no acepta eso y pretende
"recuperarlas". Pero eso supondría inevitablemente una guerra, por lo que nuestros
moderados amigos marroquíes se han dedicado desde hace tiempo, a jugar con otros
territorios en disputa, como la isla de Perejil, Parsley, donde organizaron aquella
pequeña función hace unos años.
—De acuerdo, pero, ¿y el petróleo?
—Otra cuestión territorial, aunque en este caso hablamos de fronteras en el
agua. La plataforma que ha ocupado Marruecos está casi a mitad de camino entre las
costas de Canarias y las de Marruecos. Un poco más cerca de Canarias, aunque no
mucho. Marruecos no acepta la jurisdicción española sobre esas aguas. Sólo reconocen
doce millas de aguas jurisdiccionales en torno a las Canarias.
—¿Eso afecta a nuestras empresas petrolíferas?
—Sólo marginalmente. Marruecos ha otorgado licencias a compañías
norteamericanas, pero en zonas algo alejadas del área en litigio. Esa es zona
"francesa".
—Me suena como si Marruecos se hubiese embarcado en una campaña de
conquista territorial. ¿Es así?
—En realidad creemos que no. Al menos el Gobierno marroquí lo niega
rotundamente. Dicen que la plataforma española era ilegal y la situación de la isla de
Parsley es legalmente muy dudosa. De hecho ambos países tenían un acuerdo para no
ocuparla y en esta ocasión no está muy claro quién actuó primero. Todo parece más
bien una situación de acumulación de malentendidos. Mala vecindad, en definitiva.
El Presidente gruñó una maldición. Un asunto bien jodido, pensó.
—Y... ¿a quién apoyamos nosotros? —preguntó con una mueca voluntariamente
cínica.
—Ambos países son amigos y aliados. Señor Presidente, yo tengo muy claro cuál
de los dos es mejor amigo y mejor aliado, a pesar de todo lo que ha pasado entre
nosotros, pero también hay que considerar cuál de los dos es potencialmente más
inestable, así como las consecuencias de esa inestabilidad...
—¿Ya están amenazando con el fantasma del integrismo? — interrumpió el
presidente con fastidio.
195
—Puede apostar dinero, señor.
El presidente se levantó de la mesa y miró el reloj. En quince minutos tenía que
recibir al embajador de China. Eso sí era un asunto serio. Y encima en domingo.
—Bueno, amiga mía, necesitamos una línea de actuación clara y la necesitamos
ya. Dentro de unas horas tengo que llamar al presidente del gobierno español. ¿Qué
diablos le digo?
—Creo que la guerra es casi inevitable, señor. España ha dejado claro que no va a
invocar el artículo quinto de la Carta Atlántica. Francia jamás lo aceptaría y los
españoles lo saben. Eso facilita las cosas porque nos va a permitir adoptar un perfil
bajo. Recomiendo que, mientras sea posible, presionemos diplomáticamente para
enfriar las cosas. Si se llega al enfrentamiento directo... bueno, yo creo que debemos
proporcionar a España todo el apoyo en materia de inteligencia que podamos para
abreviar las cosas, pero sin comprometer nuestra posición ante Marruecos. Todo
acabará tarde o temprano y entonces tendremos que trabajar para devolver las cosas a
la normalidad. No queremos tener un nuevo Irán en el sur del estrecho de Gibraltar,
¿verdad?
Casablanca, Marruecos.
196
Después de casi media hora, y una vez que hubieron localizado el amarradero
del Sidi Mohamed Ben Abdallah, Suárez y Cuenca bajaron a la calle. Subieron al coche
y se acercaron todo lo que pudieron a su objetivo, aunque tuvieron que cubrir los
últimos trescientos metros a pie. Un control de la Gendarmería les impidió entrar con
el coche. En realidad Suárez no esperaba que les permitieran llegar hasta el mismo
barco pero, con cierta sorpresa, comprobaron que nadie se lo impedía.
Una vez junto al buque, Alfredo llamó a Nadia por teléfono. Sin embargo no
hubo respuesta. Tendrían que esperar.
Alfredo no era creyente, pero cuando vio a Nadia bajar sana y salva por la escala
del barco, dio gracias a Dios, donde quiera que estuviese. Si había tenido algo que ver
con la vuelta de su mujer, bien merecía un agradecimiento.
La abrazó y la besó sin parar hasta que Nadia se dio cuenta de la presencia de
Carlos Cuenca. El agente les miraba con una sonrisa entre divertida y ¿envidiosa?
—Hola, ¿viene usted con Alfredo? —preguntó la periodista separándose no sin
esfuerzo de su marido e intentando arreglarse simultáneamente el pelo.
—Si, así es, pero no hay prisa. Ustedes a lo suyo.
Nadia y Alfredo se rieron. Era una situación extraña, todos allí parados. No
obstante, consciente de repente de la ominosa presencia del barco de guerra marroquí
a sus espaldas, Alfredo tomó de la mano a su mujer y tiró de ella hacia el coche. Ya
habría tiempo para las explicaciones.
Madrid.
197
—Pero, ¿tienen claro lo que va a pasar si no nos dan algún margen de maniobra?
—preguntó sin poder evitar un tono de incredulidad.
—Sinceramente no lo sé. Por momentos he tenido la impresión de que
realmente creen que vamos a aceptar su versión de los hechos y también la situación. O
al menos no responder. El embajador está enamorado de las transcripciones de radio
filtradas a la prensa. A su juicio demuestran inequívocamente que la Descubierta atacó
deliberadamente a su patrullero que casualmente pasaba por allí. Incluso ha insinuado
que la opinión pública española también se lo cree.
El presidente se dirigió al ministro del interior:
—¿Qué hay de eso, ministro?
—Todavía no tenemos los resultados de la encuesta telefónica, pero las
encuestas electrónicas sacadas de Internet están claras. Los españoles, o al menos los
que navegan por Internet, están abrumadoramente con el Gobierno en esto. Igual que
en el 2002.
—Afortunadamente la oposición tampoco ha puesto pegas. Por lo menos de
momento —añadió la vicepresidenta.
El presidente se levantó de nuevo de su sillón y se asomó a la ventana. Lo único
que vio fue la sala reflejada en los cristales. Una profunda arruga cruzaba su frente.
Cuando habló lo hizo en voz muy baja.
—Lo vamos a tener que hacer, joder. Otra vez lo vamos a tener que hacer.
Cuando el Gabinete de Crisis se dispersó, el presidente se dio cuenta que no les
había contado la conversación con su colega norteamericano. Bueno, pensó, tampoco
habían hablado nada que no supieran ya de sobra.
12 de septiembre
Madrid.
199
que, si Papa Foxtrot resultaba tan bien como había resultado Romeo Sierra, quizá no llegara a ser necesaria la segunda fase, inevitablemente
bautizada "Sierra Foxtrot
Junto a la autopista A-6, también conocida como carretera de La Coruña, en la sede del CNI, Juan Carlos Talavera iniciaba su segunda
madrugada consecutiva de trabajo. Se había escapado a mediodía para comer en su casa, dormir una miserable siesta de dos horas, ducharse y
cambiarse de ropa, pero antes de las siete de la tarde estaba de nuevo al pie del cañón. Eso no era bueno y Talavera lo sabía. La mente cansada no
trabaja bien y todo hacía pensar que la cosa no había hecho más que empezar. Durante la tarde había organizado a su pequeño equipo para hacer
turnos, por lo que Méndez y Aberasturi se habían ido a casa. Ana Casado estaba sentada frente a su mesa, fumando sin parar. Después de una
simbólica resistencia, Talavera se lo había autorizado, siempre que no hubiese nadie más en la oficina. No tenía sentido que estuviese saliendo cada
media hora a fumar al patio.
—Jefe —dijo Casado dándose la vuelta—, ha llegado la declaración del guardia civil herido en Perejil.
Talavera se levantó para leer por encima del hombro de la analista en la pantalla de su ordenador. Cuando terminó, se sentó en la esquina de la
mesa.
—¿Qué opinas?
—Es coherente con las declaraciones de los otros guardias. Y este chaval no puede haber hablado previamente con ellos. Creo que dicen la
verdad. Está claro que alguien les disparó. La teoría del ministro del interior de Marruecos que sostiene que se dispararon entre sí no tiene pies ni
cabeza.
Esa teoría había constituido el último capítulo mediático de la crisis. El ministro del interior marroquí había convocado una rueda de prensa a
última hora de la tarde para dar a conocer las conclusiones preliminares de la investigación sobre el incidente de Perejil. Según él, dos agentes de la
Guardia Civil se habrían desorientado en el crepúsculo iniciando un tiroteo entre ellos. Otros dos guardias, ahora detenidos por la Gendarmería,
habrían desembarcado después, alarmados por los disparos. Al encontrar a sus compañeros gravemente heridos, habrían abierto fuego contra los
excursionistas marroquíes atribuyéndoles la autoría de los hechos. La fiscalía marroquí los había acusado formalmente de homicidio culposo. Se
trataba, según el ministro, de un caso evidente de negligencia criminal por parte de los guardias civiles, que habían disparado primero y preguntado
después. La Gendarmería, había declarado el ministro, iba a permanecer en la isla por tiempo indefinido para asegurarse de que nadie intentaba
ocultar o falsear las pruebas del delito. Había terminando negando enfáticamente las acusaciones españolas sobre la supuesta ocupación ilegal de la
isla por Marruecos, alegando que había sido la Guardia Civil quien había actuado ilegalmente en primer lugar.
El Gobierno español no había replicado todavía oficialmente a las declaraciones del ministro marroquí, pero la Asociación Unificada de
Guardias Civiles se había apresurado a desmentir semejantes acusaciones.
Talavera se levantó de la mesa para volver a la suya, pero se detuvo a mitad de camino.
—Estamos de acuerdo en que alguien les disparó. ¿Pero quién?
—Eso, jefe, no lo vamos a saber mientras los marroquíes sigan en esa isla.
Casablanca, Marruecos.
Carlos Cuenca llamó a la puerta de la habitación de Alfredo y Na- dia. Habían tomado dos habitaciones en el hotel Le Royal Mansour Me-
ridien, situado en la avenida de l'Armeé Royale, cerca del puerto. Era un hotel caro, más de trescientos euros la noche, pero era tarde y ninguno
había tenido ganas de ponerse a buscar otra cosa. De todas formas, cuando en recepción les pidieron una tarjeta de crédito, el agente del CNI había
sacado una Visa Oro, a nombre de su supuesta agencia de viajes, y se la había entregado al conserje.
—Cortesía de "La Casa" —había dicho con un guiño dirigido a Alfredo.
Cuando una hora después Alfredo abrió la puerta, vestido con un albornoz del hotel, tenía el pelo revuelto y cara de malas pulgas. Nadia se
había encerrado en el baño. Cuenca comprendió, demasiado tarde, que les había pillado en muy mal momento. Se ofreció a volver más tarde, pero
Suárez le dijo que entrara. Ya daba igual, y al fin y al cabo no habían ido allí a retozar.
Cuenca había pasado la última media hora en su habitación enviando y recibiendo información cifrada a través de Internet. Eran las doce y
media de la noche, hora de Marruecos.
—Tengo instrucciones de Madrid —dijo todavía cortado—. Es importante.
—Tú dirás.
—El director quiere que vayáis a España cuanto antes, Alfredo. Siempre que no tengáis inconveniente, claro.
—Donde yo quiero ir es a mi casa con mi mujer, Carlos. No se me ha perdido nada en Madrid.
—A ver. Piénsalo, hombre. Para empezar no podéis ir a Ceuta desde aquí. La frontera está cerrada, por si no lo sabes. Para volver a casa tienes
que pasar necesariamente por la Península, y no estoy seguro de que los ferrys del Estrecho estén cruzando con normalidad. Además, ¿No están tus
padres en Madrid?
—Joder, Carlos. ¿Cómo sabes tu eso?
—No te pongas paranoico hombre. Me lo has dicho tú. ¿No te acuerdas? Ayer, en el coche.
—Vale, perdona. Mira, no sé. A ver qué dice Nadia.
En ese momento, la mujer de Alfredo salió del baño. No había otro albornoz, de modo que se había envuelto en una toalla. Lo primero que vio
fue la mirada de Cuenca. No pudo evitar sonreír. Últimamente, salir de la ducha medio desnuda delante de desconocidos se estaba convirtiendo en
una especie de costumbre.
Carlos Cuenca repitió su petición, pero Nadia le interrumpió a la mitad.
—Lo he oído desde el baño —dijo—. No voy a poder ir a ningún sitio, señor Cuenca. Me han quitado el pasaporte en el barco. Al principio pensé
que me iban a detener, pero sólo me han dicho que no puedo salir del país.
—No pueden hacer eso, joder —dijo Alfredo.
Nadia miró a su marido. A veces era tan ingenuo...
—Claro que pueden, cariño. Podemos dar gracias de que no hayan hecho nada más.
Cuenca meneó la cabeza. Todo estaba arreglado.
—Eso no va a ser ningún problema Nadia. Mire, mañana recogeremos pasaportes nuevos para los dos en el consulado. También les darán los
billetes de avión.
—Pero yo soy marroquí...
—Si no me equivoco, hace seis meses que solicitó usted la nacionalidad española... bueno, pues ya se la han concedido. Esta mañana exac-
tamente.
Nadia abrió la boca, pero no dijo nada. Cuenca, sonriendo al ver la cara de la joven, se levantó.
—Ahora me voy a dormir. ¡Ah!, y prometo no volver a molestar hasta las siete o siete y media. Felices sueños.
Rabassa, Alicante.
1
El sargento Pazos golpeó tres veces en la puerta con los nudillos, pero no esperó respuesta. Abrió decididamente y encendió la luz.
—¿Da usted su permiso, mi capitán?
Inhiesta se cubrió la cara con las sábanas, irritado por la luz.
—¡Joder, Pazos! ¿Qué hora es, por Dios?
—Las cinco y cuarto mi capitán. Siento despertarle, pero el coronel quiere verle en su despacho.
Inhiesta se despertó de golpe. Saltó de la cama en calzoncillos y buscó su reloj. Si el coronel le hacía llamar a esas horas sólo podía significar
una cosa.
Diez minutos después, convenientemente aseado y vestido, se presentó en el despacho del coronel. La puerta estaba abierta y su superior le
indicó que entrara y se sentara.
—Tenemos órdenes de Madrid, capitán. El Gobierno no cree que los marroquíes vayan a abandonar Perejil, de modo que va a haber que
sacarlos otra vez de allí. Supongo que conoce los detalles de la operación "Cantada".
El capitán los conocía, desde luego, como todos los oficiales del Mando de Operaciones Especiales. Aquello había sido una operación de
manual. Un ejemplo que mostrar a los cadetes sobre cómo había que hacer las cosas.
—Bien, pues esta vez va a ser diferente, Inhiesta —continuó el coronel—, no vaya a ser que ellos también se lo hayan estudiado.
El coronel sacó una carpeta del cajón de su escritorio. Contenía sólo un par de folios impresos que pasó al capitán. Mientras éste los leía, el
coronel encendió un cigarrillo y fumó pensativo. Inhiesta tardó poco más de un minuto en leer los papeles. Se trataba sólo de un bosquejo escrito a
toda prisa por el propio coronel, pero proporcionaba una idea clara del plan a seguir y el capitán estaba listo para llevarlo a cabo con su equipo si
recibía la orden. Sólo tendría que pulir algunos detalles, pero nada que no se pudiese concretar en pocas horas. Y eso era una suerte, porque las
órdenes del Gobierno establecían una "ventana temporal" para la recuperación de Perejil que se abría en bastante menos de veinticuatro horas. Si no
se cancelaba la operación, Inhiesta tendría que tener la isla controlada antes de las cinco horas de la madrugada siguiente.
—Mi coronel —dijo—, si da usted su permiso, me gustaría poner en marcha a mi equipo.
El capitán Inhiesta se reunió con el sargento Pazos en el pasillo. El suboficial le había estado esperando. Probablemente se imaginaba lo que
iba a ocurrir a continuación, porque habló antes de que el capitán le dijera nada.
—¿Despertamos al equipo, mi capitán?
Los equipos operativos de acción directa de los GOE estaban formados normalmente por seis individuos, un capitán o teniente como jefe, un
sargento como segundo jefe, un cabo primero, un cabo y dos soldados. El de Inhiesta y Pazos contaba con la particularidad de que dos de sus
integrantes eran mujeres, una cabo y una soldado. Eso era todavía bastante raro, puesto que, aunque la incorporación de las mujeres a las fuerzas
armadas no era un fenómeno nuevo, aún no era frecuente encontrarlas en las unidades de operaciones especiales. Inhiesta las había acogido en su
equipo con cierta prevención. No era un hombre de prejuicios, pero algunos tópicos seguían fuertemente arraigados en la mentalidad de la mayoría
de los hombres. Sin embargo, la cautela inicial había desaparecido rápidamente: "sus" mujeres no tenían nada que envidiar a cualquiera de los
hombres del GOE III y el equipo funcionaba con ellas como una seda. Ahora, si nadie lo remediaba en las próximas horas, lo podrían demostrar en
una situación real y además muy delicada.
—Vamos a darles media hora más, Pazos. No creo que puedan dormir demasiado en el futuro inmediato. Mientras tanto, léete esto y vamos a
tomar un café.
Mar de Alborán.
El Siroco detuvo sus generadores diesel. A partir de ese momento el motor eléctrico funcionaría únicamente con la energía de las baterías
recién recargadas. Hasta mediados de la Segunda Guerra Mundial, la operación de recarga de las baterías debía llevarse a cabo en superficie, ya que
los motores diesel de los submarinos no podían funcionar en inmersión. Cualquier motor de combustión necesita aire para funcionar, además de
combustible, y el aire no abunda bajo la superficie del océano. La consecuencia obvia era que los submarinos pasaban mucho tiempo en superficie, y
eso les hacía muy vulnerables a los ataques aéreos. Después de pagar un costosísimo tributo en hombres y naves, la Kriegsmarine alemana logró
desarrollar y poner en servicio un sistema que liberaba a los famosos U-Boote de la necesidad de emerger periódicamente a "respirar". Se trataba del
aparato conocido como "schnorkel", o más llanamente "snorkel", que todos los submarinos diesel-eléctricos incorporan desde entonces. El principio
es muy sencillo. Se trata de un tubo que conecta la toma de aire y el escape de gases de los motores diesel con la superficie de modo muy parecido a
los tubos de respiración de los bucea- dores. En la parte superior del ingenio, una válvula impide la entrada de agua en el sistema. De este modo, el
sumergible puede utilizar sus diesel en inmersión para recargar las baterías.
Una vez que el Siroco recogió el snorkel en su receptáculo de la torre, volvió a su profundidad de patrulla envuelto en el silencio de la pro-
pulsión eléctrica.
—Vamos a cota sesenta metros, al dos siete cero. Avante para tres nudos —dijo el comandante, mientras intentaba ahogar un bostezo. En
realidad era aburridísimo, pensó, y a la vez apasionante. El Siroco llevaba menos de veinticuatro horas en el área de patrulla, describiendo patrones
en zig-zag frente al puerto de Alhucemas. Aunque su zona de patrulla asignada era mucho mayor, la antena de radio que había izado junto al snorkel
unas horas antes había captado un mensaje del mando de la flotilla que ordenaba al submarino permanecer frente a la ruta de acceso al puerto
marroquí hasta nueva orden. Al parecer habían recibido un informe reciente de inteligencia según el cual la corbeta Errhamani podía estar a punto
de zarpar. Pues bien, si el buque marroquí se hacía a la mar, Luis Martínez sería el primero en saberlo. Mientras tanto se dedicarían a contar
mercantes y pesqueros.
Rabat, Marruecos.
Acababa de amanecer, pero el ministro de defensa de Marruecos llevaba varias horas levantado. La preparación de su plan le había llevado casi
tres días, uno más de lo que había prometido al primer ministro, pero, dada la complejidad de la tarea, nadie se lo reprochó. Al menos no
abiertamente.
La célula de crisis del Gobierno estaba de nuevo reunida en el despacho del primer ministro. Lo temprano de la hora se había debido a la
insistencia de Munjib. Si el Gobierno autorizaba su plan, quería ponerlo en marcha ese mismo día. Si se reunían más tarde eso no sería posible.
—General Munjib —dijo el jefe del ejecutivo—, cuando quiera puede empezar. Todos deseamos conocer su punto de vista sobre la situación.
No había ironía en sus palabras. Driss Abdelar estaba decidido a mantener a Munjib dentro del equipo de gobierno. No por gusto, desde luego,
sino porque no se podía permitir otra cosa. Y ahora que conocía la tozudez del general, había llegado a la conclusión de que era mejor no enfrentarse
abiertamente a él. No malgastaría sus fuerzas en disputas estériles, sino que aprovecharía los indudables conocimientos del militar y, una vez pasada
la crisis, ya le daría una buena patada en el culo. Abdelar casi sonrió al pensar en ese momento, pero sabía que aún tardaría en llegar.
El general Munjib había llevado unos resúmenes en papel para los miembros del Gobierno, pero los dejó sin repartir sobre la mesa. No quería
que se distrajeran mientras él hablaba. Tampoco llevaba notas para él, ni había preparado diapositivas ni presentaciones informáticas. Ninguna de
las tonterías que se solían hacer y escribir, para presentar agradablemente hechos desagradables. Ni siquiera se puso en pie para hablar. Había
tomado la firme decisión de mantener su temperamento bajo control y pensaba que lo lograría mejor sentado.
—Señores, el Reino de Marruecos no puede ganar una guerra contra España —dijo con voz deliberadamente baja. Luego se calló. Deseaba que
el peso de lo que acababa de decir calase en el ánimo de sus colegas. Sólo así podrían entenderle. Al cabo de unos segundos siguió hablando:
—Pero todo tiene un precio. La victoria en una guerra, también. Si logramos convencer a España de que el precio de su victoria será muy alto,
tal vez, sólo tal vez, se echen atrás. La última vez que hablamos les dije que debíamos aprovechar los aspectos en los que somos más fuertes para
contrarrestar nuestras debilidades. El plan que he preparado contempla la inmediata movilización de una poderosa fuerza mecanizada y su
despliegue en las inmediaciones de las ciudades de Ceuta y Melilla. Será una amenaza directa que España2no podrá ignorar. Eso les dejará claro que,
si nos atacan, deberán combatir también por Ceuta y Melilla. Por otro lado, reforzaremos la isla de Thoura con tropas en número suficiente para
impedir una operación semejante a la del año 2002. No menos de una compañía de infantería equipada con dispositivos de visión nocturna, medios
ligeros antiaéreos y misiles superficie-superficie portátiles. En la costa desplegaremos artillería convencional y antiaérea. Los detalles sobre las
unidades concretas a emplear están en la documentación que les he preparado.
Munjib hizo una nueva pausa para encender un cigarrillo, mientras contemplaba las caras de los demás. El primer ministro había palidecido
un poco. Evidentemente se sentía más cómodo planteando los problemas en términos abstractos que pensando en tropas y en cañones. Quizá no
fuera demasiado tarde para hacerle entrar en razón, pensó el general. Luego continuó.
—Respecto a la plataforma petrolífera, la Marina Real deberá desplegarse para protegerla, o al menos para negar a la Armada española el
completo dominio del mar. Si España envía una fuerza naval a las aguas de Canarias, la Fuerza Aérea Real intentará con todos los medios a su
disposición, atacarla desde el aire.
El ministro de economía tosió, nervioso, antes de hablar: —Munjib, nos está usted hablando de una guerra total. No... eso no estaba
contemplado en el plan original. Quiero decir que se supone que España no nos va a atacar... de ese modo. Lo que le pedimos fue que presentase un
plan para defender la plataforma. Nada más. Lo que usted está planteando es una locura. Además —miró al ministro de exteriores—, ¿no íbamos a
evacuar el islote de Leila para fortalecer nuestra posición negociadora?
Antes de que el canciller pudiera intervenir, el general Munjib continuó.
—Todos ustedes saben que, desde el principio, me he manifestado en contra de provocar a España. No deseo una guerra. Ni total ni parcial.
Pero el Gobierno —miró a su alrededor—, ha tomado una decisión. Y me han pedido que les diga cómo pueden las Fuerzas Armadas respaldar esa
decisión. Pues bien, sólo lo pueden hacer si estamos dispuestos a ir hasta el final. Si no, es mejor que aprovechemos la salida que nos ofrece España.
Abandonemos la isla y la plataforma, pidamos disculpas por las bajas causadas a su Armada y acusemos al comandante de la fragata Hassan II de
actuar negligentemente y por iniciativa propia. Quizá así España se avenga a no responder. Si quieren evacuar el islote, háganlo, pero entonces
tendremos que evacuar también la plataforma, porque el islote no será suficiente. No estaremos mostrando determinación sino debilidad y supongo
que saben cuál es el destino de los débiles.
El ministro de asuntos exteriores estaba sorprendido. Gratamente sorprendido. Munjib por fin se había dejado de mojigaterías y hablaba como
un soldado. Y lo que decía tenía sentido. El plan original de limitar las operaciones a la plataforma petrolífera, ciertamente había fracasado de forma
estrepitosa. La culpa había sido de la fatalidad, pero eso no importaba ahora. Y las declaraciones del Gobierno español no le permitían ser optimista
respecto a una evolución futura de los acontecimientos. La filtración de las transcripciones de radio había caído mayormente en saco roto en lo que
se refería a la opinión pública española, y el resto del mundo no iba a intervenir en ningún sentido. Si España decidía recuperar la isla y la
plataforma, Europa y los Estados Unidos se sentarían a ver el espectáculo por la televisión. Respecto a la Liga Árabe, bueno, no merecía la pena ni
pensar en ella. Marruecos estaba solo, y no iba a salir del embrollo comportándose como un conejo asustado.
Por el contrario, si se mantenían firmes quizá flaquease la determinación de los españoles. La tolerancia de los europeos hacia las bajas propias
era proverbialmente escasa. España no vacilaría a la hora de llevar a cabo operaciones limitadas en tiempo y bajas, pero si se enfrentaban a una
guerra total, ¿aceptarían el desafío? Abdelkader estaba seguro que no.
La voz del primer ministro le sacó de sus meditaciones.
—Una pregunta, general. Suponga que los españoles, a pesar de nuestra exhibición frente a Ceuta y Melilla, se hacen con la isla o la pla-
taforma... ¿Está usted sugiriendo que ataquemos ambas ciudades?
Driss Abdelar estaba muy preocupado. Nada estaba saliendo según lo previsto, y la "conversión" del ministro de defensa le había desconcer-
tado profundamente.
—Señor primer ministro —respondió Munjib—, el plan que estoy proponiendo se basa en la disuasión. Si la disuasión falla, sólo Dios sabe qué
ocurrirá. Esa decisión la tendremos que tomar más adelante.
—De acuerdo general. Tome las medidas oportunas para ponerse en marcha. Yo debo despachar ahora con Su Majestad.
Mar de Alborán.
El patrullero de la clase Serviola, de mil cien toneladas de desplazamiento, P 73 Vigía, llevaba desplegado frente a Perejil desde primeras horas
de la mañana del día nueve. Era el buque de mayor porte destacado en aquellas aguas, sin contar a las corbetas y fragatas atracadas en los puertos de
Melilla y Ceuta. Junto a él se habían ido turnando en la vigilancia varias patrulleras menores de la Armada y de la Guardia Civil.
Al alba, el Vigía había tomado rumbo nordeste para alejarse temporalmente de su zona de operaciones. A las cuatro de la tarde se encontraba
frente a Almería, a unas diez millas de la costa. Tenía dos citas importantes allí, y la primera ya le estaba esperando. Se trataba del patrullero de
altura P 77 Infanta Cristina. La ex corbeta proporcionaría escolta al Vigía durante el resto de Papa Foxtrot.
Todo el planteamiento operativo de la misión estaba resultando bastante diferente del aplicado en 2002 para Romeo Sierra. Frente al vistoso
despliegue naval llevado a cabo entonces, el Estado Mayor de la Defensa había optado por un perfil mucho más discreto, en el que los buques
desplegados a las plazas africanas no se habían hecho a la mar en ningún momento, y ningún barco mayor que un patrullero, había sidovisto en las
proximidades de Perejil. Y lo cierto era que la discreción iba a ser crucial en pocas horas.
A las cuatro y dieciséis minutos, y en estricto silencio de radio, hizo acto de presencia la segunda cita del Vigía. Un helicóptero Cougar de las
FAMET se aproximó por la popa del patrullero para detenerse en vuelo estacionario sobre la cubierta de vuelo del patrullero. La cubierta, diseñada
para operar con un helicóptero ligero o medio, podía soportar en caso de necesidad el apontaje de un Cougar, pero nadie se quería arriesgar a
producir daños en la nave o en el helicóptero, de modo que aprovechando la total calma del mar y la ausencia de viento, el Cougar se limitó a
cernirse sobre el patrullero con sus ruedas a menos de un metro de la cubierta. En pocos segundos, el capitán Inhiesta y su equipo saltaron al buque.
Un suboficial de las FAMET les fue pasando su abundante equipaje. Un minuto después, el helicóptero alzó el morro y se remontó. Describió un
círculo a modo de saludo en torno a la pequeña escuadra, y partió rumbo a costa.
Madrid.
"El Presidente de la República Francesa se ofrece a mediar en la crisis entre España y Marruecos.
Madrid/Rabat, France Press.
El Presidente de la República, en declaraciones concedidas a este diario, ha calificado de muy preocupante el conflicto que mantienen España
y Marruecos desde el día nueve de este mes, a propósito de los en- frentamientos entre las fuerzas armadas de ambos países en la isla Perejil y el
océano Atlántico, y se ha ofrecido públicamente para mediar ante los gobiernos de los dos países que mantienen, según el Jefe del Estado,
fraternales lazos pasados y presentes con Francia. El Presidente, que definió la crisis como estrictamente bilateral, rehusó comentar el apoyo
francés a la declaración de la Unión Europea que reclamaba de Marruecos la retirada de la isla Perejil y la plataforma petrolífera española en aguas
del atlántico. Dicho apoyo ha sido muy criticado en medios políticos magrebíes, hasta el punto de obligar al Gobierno de la República a matizarlo la
tarde de ayer.
Mientras tanto, no parece que un entendimiento entre España y Marruecos esté cercano. Cada gobierno culpa al otro de lo sucedido el pasado
viernes, en una espiral de declaraciones que toman un tono más hostil cada día que pasa. Analistas militares consultados por este diario consideran
probable un desenlace militar de la crisis, a pesar de que los movimientos navales españoles son mucho menos ostentosos que los que llevó a cabo en
julio de 2002, con ocasión de..."
Alfredo Suárez dejó su ejemplar de Le Monde con cierto alivio tras el esfuerzo de leer en su oxidado francés y tomó de la mano a su mujer
cuando notó que el avión iniciaba el descenso hacia el aeropuerto de Barajas. Viajaban en un vuelo de Air3France procedente de París, donde habían
llegado desde Rabat. Se habían visto obligados a dar semejante rodeo ante la imposibilidad de obtener plaza en ninguno de los vuelos directos
Rabat-Madrid. Muchos españoles residentes en Marruecos estaban volviendo a España, la mayoría con por razones perfectamente plausibles como
vacaciones o viajes de negocios, pero sin poder ocultar una sensación de ansiedad ante el futuro inmediato.
Nadia y Alfredo llegaron a la sede del CNI a bordo de un coche de "La Casa", desplazado a Barajas para recibirles. El viaje había sido totalmente
rutinario, a pesar del nerviosismo que ambos habían experimentado al viajar bajo identidades supuestas. Carlos Cuenca les había explicado que, si
bien los nombres que figuraban en los pasaportes eran falsos, los documentos propiamente dichos eran auténticos, expedidos por la embajada
española, por lo que nadie podría decirles nada. Lo que no había evitado que se hubieran sentido extrañamente culpables al pasar por el control de la
Gendarmería Real.
Cuenca se había despedido de ellos en la embajada de España en Rabat. Él no iba a viajar a la Península. Debía volver a Tetuán para seguir con
sus actividades "rutinarias" y además se encargaría de trasladar allí el coche de Alfredo y cuidarlo hasta su regreso a Ceuta. Pero no les iban a dejar
solos. Otro funcionario les había acompañado durante todo el viaje. Alfredo no estaba seguro si su misión había sido escoltarles o vigilarles, pero
tampoco importaba demasiado, en cualquier caso se había alegrado de abandonar Marruecos.Ya en el interior del edificio del CNI, el agente que les
había acompañado les dejó en una confortable sala de espera, despidiéndose sin mucha ceremonia. Aparentemente les iba a tocar esperar de nuevo.
Isla Perejil, Estrecho de Gibraltar.
Allí estaba de nuevo el F-18 español que les visitaba cada mañana y cada tarde desde el día 10. La hora cambiaba, pero el avión no faltaba a su
cita. Dahamani casi sintió ganas de saludar. ¿Sería siempre el mismo piloto? Seguramente no, aunque la maniobra era la misma. El caza entraba
volando bajo no demasiado deprisa desde el nordeste, viraba bruscamente sobre la isla y luego salía por el noroeste, poniendo sumo cuidado en no
sobrevolar el continente. Pasaba una sola vez y luego desaparecía. El sargento pensó que era una maniobra bastante peligrosa por lo predecible. Un
pequeño cañón antiaéreo bien emplazado y... ¡plaf!, al agua. Claro que no quería imaginar lo que le ocurriría un rato después al cañón y a sus
sirvientes.
En fin, se dijo Dahamani mientras bajaba hacia el barranco donde habían instalado el vivac, unas cuantas horas más y a casa. La orden de
prepararse para el relevo se la habían dado por teléfono a primera hora de la tarde. Se suponía que les sustituiría en la isla una unidad militar, y el
sargento de la Gendarmería daba las gracias a Dios por ello. No entendía porqué los españoles estaban tardando tanto en reaccionar, por más que se
alegrase de que así fuera. Sólo esperaba que siguieran pensándoselo un día más. Luego sería problema de las Reales Fuerzas Armadas.
A mitad del barranco, el sargento se fijó en las patrulleras españolas que seguían rondando la isla. Eran las de siempre, pero faltaba la más
grande. Supuso que estaría repostando en Ceuta o en Algeciras. Seguramente su tripulación estaría tan harta de aquello como él mismo. De la
patrullera marroquí que se había presentado veinticuatro horas antes, para ser ahuyentada de inmediato por los barcos españoles, no había rastro.
—Pegaso, Poker cero cuatro trepando para nivel 150, rumbo tres cinco ocho. Pase completado con éxito.
—Recibido Poker cero cuatro, buen trabajo. Sube a nivel 300 para crucero.
—Roger Pegaso, gracias.
El F/A-18 A + del 121 Escuadrón continuó su trepada hasta la altitud de crucero predeterminada para volver a su base en Torrejón. Acababa de
completar una misión de reconocimiento fotográfico a baja cota, una de las misiones más peligrosas para un cazabombardero actual. Y lo había
hecho bien. En el interior del receptáculo de reconocimiento conocido como "pod" Reccelite, las sofisticadas cámaras de altísima resolución habían
fotografiado cada centímetro de la superficie de la isla Perejil, incluyendo a sus ocupantes, los gendarmes marroquíes. Y no era la primera vez que lo
hacía. El jefe de estado mayor del Ejército del Aire quería tener información puntual de cualquier cambio en el despliegue marroquí y el piloto del
F-18 no tenía ninguna duda sobre el porqué de tanto interés.
Las instalaciones del acuartelamiento del Grupo Blindado Inter- armas número 1, de las Reales Fuerzas Armadas marroquíes, heredadas en
1975 del Ejército español y luego ampliadas, tenían un aspecto externo polvoriento y desaliñado, debido sobre todo al inclemente clima desértico que
tenían que soportar. Aunque su apariencia podía hacer pensar a un observador poco atento que estarían ocupadas por tropas harapientas y poco
preparadas, la realidad era bien diferente. El GBI n° 1 era una de las unidades mejor equipadas y entrenadas del ejército marroquí.
Creados en los años 80 a partir de los Destacamentos de Intervención Rápida, el GBI n° 1 de El Aaiún y su hermano gemelo el GBI n° 2 de
Dakhla, eran unidades de la entidad de una brigada reforzada, formadas por dos escuadrones acorazados y dos de infantería mecanizada, apoyados
por ingenieros, artillería autopropulsada y antiaérea y su propio escalón logístico. En resumen, unidades muy móviles y con gran potencia de fuego.
Su origen y razón de ser era la necesidad del ejército marroquí de contar con unidades especializadas en atajar cualquier penetración del Frente
Polisario en el territorio saharaui que las unidades de infan-tería atrincheradas en los muros defensivos de las áridas tierras de la frontera oriental,
no pudieran contener. Era cierto que hacía años que no se producían tales penetraciones, pero el ejército, a pesar de sus agobios presupuestarios,
mantenía aquellas unidades con un alto nivel de adiestramiento, sólo por si acaso.
Y, como para contradecir a nuestro poco informado observador, los soldados marroquíes del GBI n° i trabajaban a un ritmo y con una
eficiencia que hubiera hecho asentir con aprobación a cualquier sargento del Afrika Korps de Erwin Rommel. En menos de ocho horas desde la
recepción de las órdenes de puesta en marcha, los tanques T-72, unos cuarenta, que formaban el puño acorazado de la unidad y los obuses au-
topropulsados M-109 de 155 milímetros, estaban abastecidos de combustible y munición, y cargados en las góndolas pesadas de transporte,
semejantes a enormes camiones portacoches, que los habrían de transportar al norte. Los vehículos blindados de reconocimiento Panhard AML-90,
los blindados de transporte de tropas VAB, y los numerosos camiones de varios tipos y tamaños, estaban preparados para formar las columnas que,
moviéndose por sus propios medios, acompañarían a los tanques en su largo viaje.
Tras una última llamada telefónica a Rabat, el general de brigada al mando de la unidad salió al patio principal del acuartelamiento vestido con
uniforme de campaña y dio la orden a sus coroneles:
—¡En marcha!
Pocos minutos después, el centinela de guardia en la puerta principal levantó la barrera de control al paso del primer Nissan Patrol de la
Policía Militar, encargado de encabezar el convoy. El centinela tardaría casi dos horas en volver a cerrar la barrera.
Muy por encima del límite exterior de la atmósfera, a cuatrocientos kilómetros de altura sobre la vertical de El Aaiún, girando en una órbita
polar "baja", un satélite norteamericano KH-12 Ikon estaba siendo testigo de la salida del convoy marroquí. Con una masa de diecinueve toneladas,
el satélite de última generación estaba equipado con cámaras digitales capaces de tomar fotografías de una resolución casi increíble. En realidad era
también muy capaz de "ver" de noche o con malas condiciones meteorológicas, pero en ese momento no necesitaba tal capacidad. La atmósfera de la
tarde saharaui era suficientemente clara. Ni siquiera había demasiado polvo en suspensión en el aire, aunque esto último iba a cambiar en cuanto la
gran columna de vehículos militares adquiriese velocidad. Según el satélite filmaba la superficie terrestre, iba enviando los datos a otro ingenio, éste
mucho más lejano de la tierra, a unos treinta y seis mil kilómetros, situado en órbita geoestacionaria. Desde allí, la señal fue amplificada y repetida a
una estación terrestre de seguimiento y comunicaciones. Pocos segundos después, la imagen ya reconstruida digitalmente, apareció en los monitores
de un técnico norteamericano.
Chantilly, Virginia, Estados Unidos de América.
El técnico del NRO, acrónimo de National Reconnaissance Office, observó el convoy en su monitor. Advertido por sus superiores para que
buscara signos de movimientos de tropas españolas o marroquíes, se dio cuenta de inmediato que aquello encajaba dentro de los hallazgos que
debía notificar. Mientras intentaba mejorar la calidad de la imagen en su pantalla, pulsó una tecla de acceso directo en el teclado del ordenador.
Esa tecla le pondría en comunicación con su supervisor, que contestó a la llamada casi de inmediato.
—Dime Norman, ¿tienes algo interesante? 4
—Así es señor —contestó el técnico por su micrófono acoplado a los auriculares —. Pero sería mejor que lo viera usted mismo. ¿Le mando
las imágenes?
—No hace falta, Norm, ya me paso yo por allí. Gracias.
Un minuto después, el supervisor de turno, un veterano de los viejos tiempos de la guerra fría, se inclinó sobre el hombro del técnico y
miró el monitor. Dado que el satélite enviaba nuevas imágenes cada pocos segundos, el efecto era casi de una filmación. Salvo porque los objetos
se movían a saltos, podrían haber estado viendo una película. Y de hecho lo hubieran podido hacer de ser necesario. El satélite podía enviar
vídeo en tiempo real, sólo que en aquel caso no era realmente imprescindible. Después de unos cinco minutos, la imagen del convoy dejó de
verse, sustituida por la de un desierto exactamente igual a cualquier otro desierto.
El supervisor se irguió con un quejido y una protesta contra el maldito lumbago y pidió la grabación completa. El técnico ya la
teníapreparada y con un clic del ratón la transfirió a un CD virgen. Cuando el disco salió de la ranura de la grabadora, le pegó una etiqueta salida
simultáneamente de la impresora y se lo entregó al supervisor.
—Creo que voy a mandar esto a Langley, Norm, buen trabajo.
Langley era la sede de la CIA, núcleo duro de la gran comunidad de inteligencia norteamericana de la que formaba parte la propia NRO. Las
relaciones entre las dos agencias eran necesariamente estrechas, y, aunque ocasionalmente se producían los roces habituales en cualquier buro-
cracia, en general se relacionaban con fluidez.
Quince minutos después, transmitida por correo electrónico seguro, la grabación de las tropas marroquíes formando largas columnas
blindadas hacia el norte se encontraba en el disco duro del ordenador del subdirector de inteligencia de la CIA. Él sabría que hacer con ella. Pasaban
unos minutos del mediodía, hora de la Costa Este.
Mar de Alborán.
Seis husos horarios más al este, pasadas las seis de la tarde, la escuadra formada por los patrulleros Vigía e Infanta Cristina, navegaba a casi
veinte nudos aproada a poniente. Alcanzarían el estrecho de Gibral- tar ya de noche cerrada.
A bordo del Vigía, los miembros del equipo de Inhiesta dormitaban en el sollado de la marinería. No así el capitán, que se encontraba en el
puente de mando con el comandante del patrullero. Hacía pocos minutos habían recibido un mensaje del Centro de Conducción de Operaciones del
Ministerio de Defensa, desde donde se coordinaba todo el operativo: el componente "Alfa" de la misión había alcanzado su posición de espera. Ellos
serían "Bravo". A medianoche recibirían la orden definitiva para activar o cancelar Papa Foxtrot. Cinco horas todavía de espera, pensó Inhiesta con
fastidio. ¿Dónde había leído que la vida del soldado consiste sobre todo en esperar? No lo recordaba, pero era cierto. Muy cierto.
Después de un rato de mirar al mar sin ver otra cosa que agua y algún mercante lejano, el capitán decidió intentar dormir un rato. No le
vendría mal en cualquier caso, y el catre del camarote del capitán de corbeta que mandaba el Vigía no tenía mal aspecto. El comandante de la
Armada había sido muy amable al ofrecérselo y hubiera estado feo rechazarlo, pensó con una sonrisa interior.
Madrid.
Se sentía fresco como una lechuga. O lo más parecido que se podía imaginar, pensó Juan Carlos Talavera. Con grave riesgo para la estabilidad
de su matrimonio, Talavera había decidido quedarse a dormir en "La Casa". El CNI disponía de algunas habitaciones previstas para casos
semejantes, y, cuando por fin hubo terminado su turno a las ocho de la mañana, el analista no se había sentido con fuerzas para coger el coche y
conducir media hora por la atestada carretera de la Coruña, de modo que había llamado a su mujer para luego caer en coma en una de esas
habitaciones. Se había despertado a las cuatro de la tarde, preguntándose cuándo había sido la última vez que había dormido ocho horas seguidas.
Su plan original había sido irse a casa y quedarse allí, con un poco de suerte, hasta la mañana siguiente para intentar sincronizar su horario a un
ritmo diurno, pero antes tenía que pasar por la oficina a ver cómo iban las cosas y, naturalmente, se tuvo que quedar.
A eso de las seis había entrevistado a la periodista Nadia Hachmi y su marido. Menuda historia. Al principio Hachmi no se había mostrado
demasiado inclinada a colaborar. Talavera había tenido que esforzarse en explicar a la periodista que, si, Dios no lo quisiera, se llegaba a un en-
frentamiento armado, el hecho de que España conociera lo mejor posible el dispositivo marroquí a bordo de la Canarias i contribuiría decisiva-
mente a evitar bajas en uno y otro bando. Eso la había convencido y a partir de ese momento, había demostrado una capacidad de observación
sencillamente impresionante. El analista del CNI había comprendido entonces que las reticencias de Nadia no se debían a que estuviera intimidada
por el ambiente un tanto peliculero del interrogatorio, sino a que no deseaba sentirse culpable de la desgracia de los que, dijese lo que dijese su
pasaporte, seguían siendo sus compatriotas. Y la verdad era que no era difícil comprenderla.
La historia de Alfredo Suárez era, a ojos de Talavera, aún más interesante. La pena era que el médico ceutí no hubiera sonsacado más in-
formación al santón de Hammadi. Una hora después de concluir la en-trevista, Talavera seguía dándole vueltas a la manera de aprovechar la
relación de Suárez con Hammadi, pero no terminaba de concretar nada.
Cuando terminaron las entrevistas, Juan Carlos había pedido a un funcionario que acompañara al matrimonio a casa de los padres de Suárez,
no sin antes darles las más efusivas gracias en nombre del Gobierno y hacerles firmar un denso compromiso de confidencialidad. Talavera les había
pedido que se mantuvieran localizables por lo menos durante dos semanas. Sólo por si acaso.
El timbre del teléfono interrumpió al analista mientras escribía el informe de su entrevista. Levantó el auricular sin apartar la vista de la
pantalla del ordenador.
—Talavera, dígame.
—¿Juan Carlos? ¿Cómo que tu estás mi hermano?
A pesar de que hacía varios meses que no hablaba con él, Talavera reconoció de inmediato la voz de su interlocutor. El tono jovial y el cerrado
acento cubano, que cinco años en Madrid apenas habían matizado, identificaban sin duda a Ismael Ferrero. Nacido en Miami de padres cubanos,
Ferrero había trabajado como agente de campo de la CIA en Cuba durante diez años, antes de que tuviese que salir de la isla con el contraespionaje
de Fidel Castro respirándole en el cogote. Desde entonces estaba destinado en Madrid, un lugar decididamente menos hostil para un
cubano—americano, que La Habana. Durante su primer año en la estación de la CIA en Madrid, había conocido a Talavera, que por aquel entonces
actuaba como enlace oficioso entre la CIA y el CNI. Ambos se habían hecho buenos amigos y habían mantenido la amistad, si bien en los últimos
tiempos no habían tenido ocasión de verse muy a menudo.
Después de unos minutos para ponerse al día de sus respectivas vidas, Ferrero entró en materia:
—Óyeme Juan Carlos, ¿tú te puedes pasar dentro de un rato por Serrano? —la embajada norteamericana estaba situada en la calle Serrano de
Madrid—. Al jefe le gustaría verte y enseñarte algo.
—Pues claro, hombre. Ahora son... las siete y media. ¿A las ocho y media?
Talavera sabía que Ismael no le llamaría en medio del jaleo en el que estaba metido si no hubiera una buena razón. Esperaba que al menos
fueran buenas noticias.
—A las ocho y media sharp, mi hermano.
Juan Carlos Talavera se las arregló para ser puntual, a pesar del tráfico infernal de la carretera de la Coruña, la M-30 y la Castellana. Ismael
Ferrero le esperaba en el parking de la embajada. Tras abrazarle afectuosamente, le condujo a la primera planta del edificio, donde tenía su despacho
John H. Jameson, jefe de estación de la CIA en Madrid. Cuando Talavera entró al despacho, el cubano se quedó fuera despidiéndose con un gesto.
—Buenas tardes, señor Talavera. Le agradezco que haya venido tan deprisa —dijo el oficial norteamericano, levantándose de su butaca para
estrecharle la mano—. Ferrero me ha hablado mucho de usted. Le tiene en mucha estima.
Jameson no era exactamente un espía. Su cargo era más diplomático que operativo, como solía ocurrir 5 en la mayor parte de los países aliados
de Washington. Eran sus subordinados los que hacían el trabajo de campo mientras él se dedicaba a coordinar las actividades de la agencia con el
Gobierno español cuando el Gobierno tenía conocimiento de tales actividades. Lo cual, por supuesto, no ocurría siempre.
—Encantado de conocerle, señor Jameson. Entiendo que deseaba usted enseñarme algo importante.
El jefe de estación sacó un sobre de tamaño folio del cajón superior de su escritorio. Sin decir nada lo depositó sobre la mesa para que Tala-
vera lo abriera. Juan Carlos lo hizo. El sobre contenía cinco fotografías de tamaño A-4 muy similares entre sí. Sólo cambiaba el nivel de zoom de las
fotos. Todas ellas mostraban lo que parecía una columna blindada saliendo de un gran acuartelamiento en un terreno árido y polvoriento. Si no se
encontrara metido de lleno en el análisis de la crisis con Marruecos, aquellas fotos hubieran podido corresponder a cincuenta países distintos. O
quizá no tantos, pensó Talavera al percatarse del número de vehículos que se veían. Naturalmente, el analista no dudó ni por un segundo que se
trataba de Marruecos. Tampoco tuvo muchas dudas respecto al significado de las imágenes.
Jameson dejó pasar un par de minutos y luego habló:
—Señor Talavera, un pájaro KH-12 tomó esas fotografías esta tarde sobre El Aaiún, en el Sahara Occidental. El Gobierno de mi país me
hapedido que se las entregue. Naturalmente, usted sabe que el origen de la información debería mantenerse digamos... en el anonimato.
Talavera dio las más efusivas gracias a su anfitrión, que le prometió que el material seguiría llegando regularmente. Luego se disculpó por las
prisas y salió del despacho. Ismael Ferrero le esperaba fuera.
—¿Algo interesante, mi amigo? —dijo con un guiño.
—Joder, compañero, pero que muy interesante.
El Centro de Conducción de Operaciones del Ministerio de Defensa parecía el decorado de una película sobre la Tercera Guerra Mundial. Los
uniformes eran diferentes, pero todo lo demás estaba allí: los monitores con presentaciones tácticas de unidades representadas por símbolos, los
mapas de gran tamaño, los relojes sincronizados con diferentes husos horarios. Y sobre todo la sensación de urgencia que transmitían los atareados
militares y civiles que se afanaban sobre los costosos equipos electrónicos.
En su despacho, adyacente a la sala principal, el JEMAD hablaba por teléfono con el ministro de defensa cuando apareció Juan Carlos Talavera
ante la puerta abierta, acompañado por un teniente que no parecía totalmente seguro de haber hecho bien en permitirle entrar. Talavera esperó
hasta que el jefe de estado mayor le indicó con un gesto que pasara. Ambos se conocían personalmente desde hacía sólo veinticuatro horas. El
director del CNI había presentado a Talavera a la Junta de Jefes de Estado Mayor para que presentara las conclusiones de su análisis la tarde
anterior.
Cuando el JEMAD colgó, Talavera sacó el sobre y lo abrió sin más preámbulos.
—General, discúlpeme por presentarme así, pero acabamos de recibir información importante y creí que usted necesitaba conocerla de
inmediato. El director me pidió que viniera directamente aquí. El mismo está de camino.
Mientras Juan Carlos hablaba, el general miraba las fotos detenidamente. Por fin, silbando por lo bajo de forma admirativa, levantó la cabeza.
—¿Los americanos?
—Bueno, en realidad no sé si puedo comentar la fuente de estas fotos, pero...
—Déjelo, Tarancón, da igual. Está claro que el Vaticano no ha sido.
—Talayera.
-¿Qué?
—Mi nombre, general, es Talayera.
El JEMAD agitó la mano en el aire con un deje de impaciencia.
—Eso, Talayera. Bueno, ¿y usted qué cree que significa esto?
Juan Carlos llevaba haciéndose esa pregunta desde el mismo momento de recibir las fotos. Estaba claro que no eran buenas noticias, pero no
podía precisar cómo de malas eran.
—En el mejor de los casos están desplazando importantes fuerzas blindadas al norte por simple precaución. En el peor, están pensando en
emplearlas contra nosotros en los dos únicos sitios donde pueden hacerlo.
—Ceuta y Melilla, claro.
-Claro.
El general miró la fecha y la hora impresa en una esquina de las fotos, junto a las coordenadas donde habían sido tomadas. Hacía unas cuatro
horas que se habían tomado las fotos, observó impresionado. ¿Cómo coño se las habrían arreglado los americanos para pasárselas tan rápido al CNI?
Sin duda debían haber establecido un protocolo de entrega inmediata. Bueno, pensó el JEMAD, si los yanquis seguían mostrándose tan eficientes y
tan dispuestos a cooperar, su trabajo sería bastante más fácil. Dejando las fotos y sus gafas sobre la mesa, el general se dirigió a Talavera, aunque
más bien parecía pensar en voz alta.
—Desde El Aaiún hasta Ceuta y Melilla hay unos mil quinientos kilómetros, y no precisamente de autopista. Si consideramos que una columna
blindada de entidad de brigada puede hacer una media de unos veinte kilómetros por hora contando paradas técnicas, podemos esperar que lleguen
en unas setenta y dos horas, o algo más. O sea, hacia estas horas del jueves día quince.
—¿No pueden ir más rápido? —preguntó Talavera.
—Pueden, pero no deben. Estamos hablando de un montón de cosas verdes circulando muy apretadas por carreteras no muy buenas. Sufrirían
muchas averías y el riesgo de accidentes no es pequeño. En fin, que incluso si fueran más rápido no pueden estar frente a las plazas en menos de
cuarenta y ocho horas en ningún caso, y eso es lo que cuenta.A efectos de la operación de esta noche no nos afecta. Lo que hay que valorar de
momento son las implicaciones políticas
Estrecho de Gibraltar.
Mientras la Infanta Cristina se mantenía prudentemente alejada de la costa, el patrullero Vigía alcanzó su posición de espera, a unos mil
metros al nordeste de la isla Perejil, minutos antes de la medianoche. El capitán Inhiesta, de nuevo en el puente de mando del patrullero comple-
tamente oscurecido, intentó ver el perfil de su objetivo, pero no lo logró. Desde última hora de la tarde, un frente de nubes bajas había ido cubriendo
la zona. Era un golpe de suerte para el equipo del MOE. Cuanta mayor fuera la oscuridad, mejor para ellos.
—¿Nos verán desde la costa? —preguntó.
El comandante del patrullero se encogió de hombros:
—Si no tienen visores térmicos es muy difícil. No llevamos luces y la noche es todo lo oscura que se puede pedir, aunque nunca se sabe. De
todos modos llevamos dando vueltas por aquí desde el principio. Si nos llegan a ver, no creo que se sorprendan mucho.
Dos millas al oeste del Vigía se encontraba otro patrullero, el P 15 Acevedo, de la clase Barceló, que había llegado a la zona procedente de Rota
a eso de las siete de la tarde. Para un observador externo, el Acevedo llegaba para relevar a otro patrullero de su misma clase, el Laya, que se había
alejado ostensiblemente de la isla con rumbo oeste. Pero el P 15 transportaba algo que no había llevado su gemelo.
El teniente Delgado, del Tercer Estol de la Unidad de Operaciones Especiales de la Infantería de Marina llevaba puesto ya su equipo completo
de buceador de combate, con excepción de las aletas, que llevaba colgadas del cinturón y las gafas de buceo que había sustituido por unas gafas de
visión nocturna. Desde la cubierta de popa del Acevedo podía ver con nitidez la costa de la isla Perejil. Mirando hacia el este distinguió también la
silueta del Vigía. Era casi la hora. Con un gesto automático, sacó de su bolsa impermeable el pequeño pero potente equipo de comunicaciones
tácticas y se ajustó los auriculares y el micrófono.
—Bravo uno, aquí Alfa uno probando radio, ¿me recibes?
—Cuatro sobre cuatro, Alfa uno —contestó Inhiesta desde el otro barco.
—¿Tenemos luz verde?
—Negativo Alfa uno, faltan cinco minutos. Ten paciencia y mantén silencio radio.
6
Delgado apagó la radio y resopló. No le hacía ninguna gracia estar a las órdenes de un tío del Ejército de Tierra, sobre todo cuando su equipo
iba a llevar a cabo la parte más crítica de la misión, pensó, pero el fulano era capitán y él teniente y no había más narices que aguantarse. Se dio la
vuelta para controlar a sus hombres. El equipo "Alfa" estaba compuesto por dos cabos, además del teniente. Los tres eran expertos bu- ceadores de
combate, entrenados para acercarse a la costa bajo el agua en absoluto silencio y luego desenvolverse en tierra con igual facilidad. Delgado controló
el equipo de respiración autónoma de uno de los cabos mientras el otro inspeccionaba el suyo. Luego repasaron sus armas, preparadas para ser
utilizadas después de una prolongada inmersión. También hicieron lo propio con sus equipos de visión nocturna y comunicaciones. Cuando todo
estuvo listo, se sentaron en la cubierta del patrullero a esperar.
Madrid.
El Gobierno había tomado la decisión a mediodía. Las declaraciones del primer ministro marroquí en televisión por la mañana, habían
despejado las dudas de los miembros del ejecutivo más reticentes al uso de la fuerza. Marruecos no se iba a retirar. Así de simple. Y, a juzgar por lo
que el JEMAD le había contado al ministro de defensa un par de horas antes, no sólo no se iba a retirar sino que estaba adoptando una actitud cada
vez más agresiva.
A las doce menos cinco de la noche, el presidente del gobierno tomó el teléfono y llamó al ministro de exteriores. No había ninguna novedad de
última hora. No era que la esperasen, pero el ministro había intentado hablar con su homólogo marroquí una vez más, sin ningún éxito. El
presidente colgó y se quedó sentado al escritorio de su despacho mirando al teléfono. A las doce en punto sonó. Era el titular de defensa quien estaba
al otro lado de la línea. Con voz un tanto lúgubre pidió alpresidente autorización para ordenar el inicio de la operación Papa Foxtrot.
El presidente había pensado mucho durante los días previos en el momento que acababa de llegar. Pero dar la orden fue más fácil de lo que
había imaginado. Simplemente no había alternativa. Ninguna.
—Adelante —dijo sin añadir nada más. Luego colgó.
13 de septiembre
El sargento Dahamani no podía dormir. Miró otra vez su reloj: las diez, las doce para los españoles. Era demasiado temprano para su gusto y
además tenía calor. La capa de nubes bajas que se había ido formando a última hora de la tarde impedía que el calor del día se irradiase al espacio,
formando un efecto invernadero local sumamente desagradable. Con un gruñido salió de su saco de dormir y se levantó, mientras que cuatro
gendarmes dormían como benditos en su precario vivac. Sin nada que hacer en todo el día, habían adoptado horario de granja, levantándose al
amanecer y acostándose nada más hacerse de noche. Sólo estaba despierto Dahamani y el cabo que hacía la primera guardia, allí en lo alto de la roca.
Cuando el sargento encendió su cigarrillo, el cuarto desde que se había "acostado", comprobó que la llama del mechero permanecía inmóvil. Ni
un soplo de brisa. El único sonido que se oía, aparte de la respiración de sus gendarmes, era el suave murmullo del mar, casi totalmente en calma.
Daba hasta miedo tanto silencio, pensó Dahamani mientras buscaba un sitio algo apartado para orinar.
La orden de Madrid llegó al patrullero Vigía a las cero horas cuatro minutos. El comandante de la nave se apresuró a transmitírsela al capitán
Inhiesta, y éste, a su vez, llamó al teniente Delgado a través de su sistema táctico. La suerte, como rezaba el viejo adagio, estaba echada.
—Recibido, Bravo uno, iniciamos inserción.
El teniente Delgado se ajustó las gafas de inmersión y se colocó la boquilla del equipo de oxígeno. Con una señal a sus hombres, se dejó caer al
agua desde la escalerilla colocada en el espejo de popa del Acevedo sin hacer ruido. Los otros dos buceadores le siguieron.Delgado controló la esfera
luminosa de su brújula y su profundí- metro. En cuanto alcanzó los dos metros de profundidad empezó a nadar hacia la costa de la isla Perejil, a unos
setecientos metros de distancia. El teniente no veía absolutamente nada, pero su experiencia le ayudó a no desorientarse. Mirando la brújula y el
reloj a intervalos regulares, iba calculando la distancia recorrida. Cuando estimó que debía estar a mitad de camino, subió lentamente a la superficie
y sacó la cabeza en silencio. No podía utilizar las gafas de visión nocturna, pero ya se distinguía vagamente la mole de la isla, un agujero negro en
mitad del cielo sólo ligeramente más luminoso. Se sumergió de nuevo y siguió nadando. Aunque nadar en mar abierto en mitad de la noche trae a la
cabeza del buceador más experimentado toda clase de imágenes de pesadilla, el mayor peligro en esa fase de la misión era la posibilidad de tropezar
con una roca sumergida. Pero Delgado estaba bastante tranquilo al respecto. Sabía que no había rocas a ras de superficie hasta la misma orilla de la
isla, y el punto elegido para la infiltración era relativamente poco accidentado. Así y todo, cuando calculó que quedaban unos cien metros para llegar,
volvió a salir. El último trecho lo haría prácticamente a ras de la superficie.
El cabo Hammu, de la Gendarmería Real de Marruecos hacía guardia en el punto más elevado de la isla de Leila. Al igual que sus compañeros,
estaba más que harto de la situación y sólo le aliviaba la promesa de que serían relevados al amanecer por la Infantería de Marina. Pero todavía
quedaban... ¿seis horas? Sacó su mechero y lo encendió para mirar el reloj a la luz de la llama. No era una buena idea por dos motivos: uno, porque
como todo el mundo sabe, el tiempo pasa más despacio cuanto más miramos el reloj, y dos, porque la breve exposición de sus ojos, acostumbrados a
la oscuridad, a la brillante llama del encendedor desencadenó el reflejo pupilar, que contrajo sus pupilas para proteger las delicadas células de la
retina. Cuando apagó el mechero, no veía nada. Sólo la imagen de la llama, que se fue desvaneciendo lentamente.
El teniente Delgado presintió la cercanía del fondo bajo él. Aunque no lo veía, de algún modo lo podía sentir. Es curioso cómo se agudizan los
sentidos cuando no podemos usar la vista, pensó. Con cuidado estiró la mano enguantada hacia abajo y efectivamente, tocó el fondo rocoso.
Extremando las precauciones, sacó la cabeza del agua e hizo pie en el fondo. El mar estaba casi completamente en calma, con sólo unas pequeñas
ondulaciones que no merecían el nombre de olas y que apenas hacían ruido al romper en la orilla. Ahora, la isla Perejil ocupaba todo su campo
visual. Se quitó las gafas de inmersión y sacó de su funda impermeable las de visión nocturna. Comprobó que la funda las había protegido
adecuadamente y se las puso. Con un gesto automático, cerró los ojos mientras conectaba el interruptor, asegurándose que estaban graduadas a la
mínima intensidad lumínica. Cuando abrió los ojos, el mundo había cambiado por completo. Ya no era negro, sino verde, y los distintos tonos no
indicaban colores, sino la intensidad relativa de la luz. Girando la cabeza a ambos lados, comprobó que sus hombres habían llegado también a tierra
firme sin novedad. Con un gesto les indicó que se desplegaran y buscaran cobertura para preparar el resto del equipo. Él eligió una gran roca para
acuclillarse junto a ella. Metódicamente revisó su fusil y lo armó. Luego se colocó los auriculares y el micrófono de su radio táctica y habló en voz
baja.
—Aquí Alfa uno, inserción completada sin novedad. ¿Me recibes Bravo uno?
Pasaron unos segundos y no hubo respuesta. Fugazmente, Delgado pensó que la isla, interpuesta entre su equipo y el del capitán Inhiesta,
podía estar interfiriendo las comunicaciones, pero en teoría no debía ser así. Insistió:
—Aquí Alfa uno, ¿me recibes Bravo uno?
—Aquí Bravo uno, te recibo tres sobre cuatro, Alfa. Confirma inserción.
—Confirmada Bravo uno. Procedo a subir. Corto.
—Roger, Alfa uno. Nosotros iniciamos inserción ahora. Suerte.
Delgado buscó el camino más apropiado y con mucho cuidado, inició la ascensión de la escarpada pendiente occidental de la isla Perejil. Los
otros dos infantes de marina le siguieron.
Mientras los buceadores de combate trepaban la ladera occidental de la isla, el capitán Inhiesta bajó por la escala colocada en la banda de
estribor del Vigía hasta el nivel del agua. Uno de sus soldados le agarró por la cintura y le ayudó a acomodarse en la pequeña embarcación neumática
que le esperaba. Había dos de aquellos botes. Inhiesta man-daría uno y el sargento Pazos el otro. Aunque las pequeñas embarcaciones admitían la
7
colocación de un motor eléctrico fueraborda, la escasa distancia y la necesidad de discreción aconsejaban recurrir a los remos como fuerza motriz.
Los cabos y soldados se encargarían de ellos. A la orden del capitán, empezaron a remar silenciosamente hacia la isla.
Desde el puesto de vigilancia del centinela, los botes de asalto españoles eran totalmente invisibles. Incluso un soldado profesional bien
entrenado hubiera tenido dificultades para detectarlos, pero el cabo Hammu era un policía y no había recibido entrenamiento específico en la
materia. Con su visión nocturna arruinada por sus frecuentes consultas al reloj y algún cigarrillo ocasional, veía el mar negro como el alquitrán y los
botes neumáticos eran manchas negras sobre más negro. Pero tampoco iba a tener demasiado tiempo para observar el mar. A los seis minutos
exactos de la llegada de los buzos de la infantería de marina a la orilla, una fuerte mano enguantada le tapó la boca mientras lo que sólo podía ser un
cuchillo de grandes dimensiones se apoyaba en su garganta, justo por debajo del ángulo izquierdo de su mandíbula. Quienquiera que le hubiese
agarrado, era evidente que deseaba que se quedase quieto y callado, y Hammu no tenía la menor intención de contradecirle. Pocos segundos después
estaba firmemente maniatado y una ancha cinta adhesiva impedía cualquier posibilidad, en el caso de que estuviese tan loco como para intentarlo,
de gritar. De forma un tanto incongruente, dadas las circunstancias, Hammu se preguntó por el estado en que quedaría su bigote cuando por fin le
quitasen la mordaza.
Una vez neutralizado el centinela, uno de los cabos de la UOE del Tercio de Armada se quedó junto a él para recordarle con su presencia la
inconveniencia de armar jaleo, mientras Delgado y el otro cabo rastreaban rápidamente la parte alta de la isla con sus gafas de visión nocturna, para
cerciorarse de que no había más gente de guardia. Los informes de inteligencia decían que no, y además, si el contingente marroquí constaba sólo de
seis hombres, no era probable que hubiera más de uno en cada turno de guardia. Pero así y todo se aseguraron. Fue fácil y rápido. En un par de
minutos se convencieron de que efectivamente no había nadie más.
—Alfa uno a Bravo uno. Objetivo neutralizado. Mi zona está asegurada. Repito, mi zona está asegurada.
A bordo de su pequeño bote, ya a menos de cien metros de la isla, Inhiesta acusó recibo del mensaje. Inmediatamente llamó al Vigía, aunque a
bordo del patrullero habían recibido también la transmisión de Delgado.
—Bravo uno a Papa tres Víctor.
—Te recibo Bravo uno.
—Alfa ha completado su parte. Nosotros estamos a punto de entrar. Avisen a Ánsar para que entre en diez minutos.
"Ánsar" era un helicóptero SH-60B Seahawk de la Décima Escuadrilla de al Flotilla de Aeronaves de la Armada que en esos momentos
permanecía a la espera sobre la cubierta de vuelo de la fragata Victoria, amarrada al muelle en el puerto de Ceuta. En cuanto recibieron el aviso del
Vigía, el helicóptero, cuya tripulación llevaba una hora sentada en sus puestos, arrancó sus turbinas General Electric que pronto entregaron toda su
potencia al rotor. Un par de minutos después estaba en el aire y giraba sobre sí mismo para poner rumbo a mar abierto. A través de la puerta de su
costado derecho asomaba una ametralladora GAU-16 de siniestro aspecto. Del costado izquierdo colgaban cuatro misiles AGM-114M Hellfire, sólo
por si las cosas llegaban a ponerse realmente feas.
El capitán Inhiesta fue el primero en saltar a tierra. La cabo Ramírez y el soldado que compartía con ellos el bote, le siguieron enseguida. Los
tres se desplegaron en abanico de inmediato, dejando la embarcación varada entre dos rocas. Cien metros al norte, el sargento Pazos y su equipo
hicieron lo mismo. Entre ambos, los gendarmes marroquíes dormían en sus sacos ajenos a lo que ocurría a su alrededor.
Inhiesta miró hacia su izquierda. Recortándose en lo alto del barranco pudo ver la silueta verde fosforescente de un hombre. Era el teniente
Delgado, que le hizo una señal con la mano. Al mismo tiempo escuchó su voz en los auriculares.
—Son tuyos, Bravo. No se han enterado de nada.
Inhiesta no contestó. Delgado podía ser un bocazas, pero había hecho su trabajo con una limpieza total. Ahora le tocaba a él dejar en buen lugar
al Ejército de Tierra, aunque visto lo visto, aquello iba a re-sultar demasiado fácil para ser divertido. Miró su reloj. Faltaban dos minutos para que
entrase el helicóptero. Hora de tomar posiciones.
El sargento Dahamani se despertó otra vez. Menuda mierda, pensó con la mente todavía nublada por el sueño, la última noche allí y no era
capaz de dormir decentemente. Lo cierto era que estaba nervioso. Sin salir del saco miró la esfera fosforescente de su reloj. ¿Cuánto había dormido?
¿Una hora? Seguramente menos. Mientras pensaba si fumarse otro cigarrillo, un sonido se abrió paso hacia su conciencia. Era... sí, era un
helicóptero, y sin duda se acercaba. Repentinamente alerta, casi saltó fuera de su saco de dormir, buscando su arma.
—Aquí Bravo dos. Parece que uno se mueve... ¡Confirmado Bravo uno, se está moviendo!
La voz del sargento Pazos sonó una octava más alta de lo normal en los auriculares de Inhiesta. Efectivamente, uno de los marroquíes se había
levantado y parecía mirar a su alrededor. Más allá, Pazos corría para acortar rápidamente distancias con el marroquí. Llegó enseguida y saltó sobre
él. Parecía un jugador de rugby en pleno placaje. El resto de los miembros del equipo de operaciones especiales le imitaron, saltando cada uno sobre
un marroquí. Fue efectivo, aunque poco elegante en términos militares. En menos de un minuto, y sin usar las armas, los boinas verdes habían
inmovilizado a todos los gendarmes marroquíes. Para cuando el helicóptero apareció haciendo vuelo estacionario sobre lo que había sido el vivac
marroquí, su presencia no era ya necesaria. Cuando Inhiesta se levantó, polvoriento tras su breve lucha cuerpo a cuerpo con un gendarme marroquí
dormido y enfundado en un saco de dormir, miró hacia el barranco para comprobar si Delgado seguía allí. Pero no necesitaba verlo, las carcajadas
que oía en su radio táctica le dijeron que el infante de marina lo había visto todo.
La operación fue un completo éxito. Sólo quedaba evacuar a los gendarmes marroquíes, operación que fue llevada a cabo en dos viajes por el
Seahawk de la Armada, que los transportó al helipuerto de Ceuta, donde quedaron bajo la custodia de la Comandancia General de la ciudad. Los
boinas verdes del MOE viajaron también en dos turnos con los prisioneros y el teniente Delgado y sus buceadores de combate fueron recogidos por
la embarcación semirrígida de dotación en el patrullero Acevedo. A las cuatro de la madrugada del día trece de septiembre, hora peninsular
española, las dos en Marruecos, la isla Perejil estaba de nuevo deshabitada tras haber sido ocupada por los marroquíes durante cuatro días y por los
españoles durante menos de cuatro horas.
Madrid.
Cuando se recibió en el Centro de Conducción de Operaciones del Ministerio de Defensa la transmisión del capitán Inhiesta desde Ceuta dando
por cumplida la misión, el personal del centro prorrumpió en una cerrada ovación. El JEMAD participó en ella, aunque fue el primero en dejar de
aplaudir. Papa Foxtrot había sido un éxito rotundo, que incluso superaba al de Romeo Sierra, allá en 2002. Al fin y al cabo habían logrado el mismo
objetivo utilizando sólo un tercio de soldados y sin el enorme despliegue de apoyo aeronaval llevado a cabo tres años antes. De hecho, las únicas
aeronaves militares en vuelo durante la operación habían sido el helicóptero de la Armada directamente participante en la misión y el veterano
Boeing 707-300 de guerra electrónica del 408 Escuadrón del Ejército del Aire. La misión de este último había sido "oír, ver, y callar", y dar fe de la
absoluta falta de respuesta marroquí a la opé- ración española. Con un poco de suerte, pensó el JEMAD, el gobierno alauí se enteraría de lo ocurrido
por la televisión. No pudo evitar una sonrisa, aunque pronto la borró pensando en lo que podría ocurrir cuando se enteraran.
El jefe de estado mayor se volvió hacia el ministro de defensa, que había permanecido a su lado durante el desarrollo de la operación. Ahora
parecía más relajado, como todo el mundo en aquella sala.
—Señor ministro —dijo—, aún estamos a tiempo de desplegar un contingente defensivo en la isla.
El ministro se encogió de hombros:
—General, ya hemos hablado antes de eso. Sabe que comparto su opinión, pero en este punto estoy en minoría en el Gobierno. El presidente no
quiere poner a Marruecos entre la espada y la pared. No más de lo que ya está. Dejar la isla desguarnecida es un riesgo, es cierto, perotambién es un
mensaje a Rabat. Todavía podemos evitar males mayores. Sólo hace falta que estén dispuestos a ello.
El militar, a pesar de que conocía y apreciaba al ministro, no podía evitar cierta desconfianza ante la clase política en su conjunto. Y no era un
hombre que tuviera pelos en la lengua.
—No pensarán olvidar a los caídos en la Descubierta, ¿verdad? 8
El ministro de defensa miró al JEMAD a los ojos. Aquello iba a ser un problema. El golpe había sido muy duro para las Fuerzas Armadas, y los
militares querían justicia... o tal vez venganza. Y él los comprendía perfectamente.
—Nadie los va a olvidar, general. Tiene mi palabra. Pero tenemos que intentar pisar el freno de algún modo con esta crisis. Tarde o temprano
pasará y Marruecos va a seguir estando ahí al lado. Cuanto menos traumática sea para todos, tanto mejor.
Rabat, Marruecos.
El general Munjib, contra su costumbre, estaba profundamente dormido a las seis de la mañana. Llevaba varios días acostándose tarde y
necesitaba esas dos horas adicionales de sueño para seguir funcionando con normalidad. Desde el día diez tenía su radio-despertador sintonizado
con Radio Exterior de España. Lo que decían en España le interesaba más que las sosas emisiones de las emisoras locales. Para cuando acabó la
sintonía del noticiario ya estaba completamente despierto.
"—Buenos días, son las ocho de la mañana, las siete en Canarias. Según un comunicado hecho público hace pocos minutos por la oficina de
prensa del Ministerio de Defensa, unidades de operaciones especiales del Ejército de Tierra y de la Infantería de Marina han tomado la isla de Perejil
a primeras horas de la madrugada de este martes. La operación, que ha durado menos de treinta minutos, se ha saldado sin bajas españolas ni
marroquíes. Las tropas marroquíes que ocupaban la isla se encuentran bajo la custodia de las Fuerzas Armadas, que gestionan su pronta
repatriación. Se espera que el ministro de defensa comparezca en rueda de prensa a lo largo de la mañana para dar más detalles de la intervención."
Munjib apagó la radio con la boca seca. Alcanzó un arrugado paquete de cigarrillos que había quedado sobre la mesilla de noche y lo aplastó
con furia al comprobar que estaba vacío.
Tras confirmar con una llamada telefónica a su colega de Interior que los gendarmes de guarnición en Thoura no contestaban a las llamadas de
sus superiores, se vistió a toda prisa y se dirigió a su despacho en el ministerio. Llegó en menos de media hora y se puso a trabajar. Tenía un grave
problema entre manos. El relevo de los gendarmes por una compañía reforzada de la Real Infantería de Marina estaba previsto para las nueve de la
mañana, poco más de dos horas después. El plan original contemplaba hacer el relevo a plena luz del día. Munjib quería que los españoles lo vieran.
Eso les hubiera obligado a pensarse dos veces cualquier intento de tomar la isla. Bueno, podía tirar todos sus planes a la papelera, pero aún tenía que
decidir qué hacer con los infantes de marina. Desde luego no los podía hacer desembarcar en la isla sin conocer el despliegue defensivo español.
Estaba furioso ¿Acaso ningún plan iba a funcionar según lo previsto? Claro que no, se dijo. Ningún plan resiste mucho tiempo el contacto con la
realidad.
El mayor al mando de la Ia Compañía del 2o Batallón de Desembarco de la Real Infantería de Marina, con base en Alhucemas, se bajó de su
Hummer todo terreno en el punto donde terminaba la pista de tierra que conducía a la pequeña aldea de Tsaura, justo enfrente de la isla de Leyla.
Su cara, generalmente risueña, mostraba un gesto de fastidio. Acababa de recibir órdenes de Rabat que cancelaban el relevo de los gendarmes.
Tendría que haber destacado en la isla una de sus secciones, quedando las otras dos como apoyo en tierra firme. En lugar de eso, tendría que
desplegar la compañía completa por la costa cercana a la isla y esperar nuevas instrucciones. Le irritaba no tener preparada una línea de acción
clara, especialmente porque nadie se había molestado en explicarle el motivo del cambio de planes. Mientras esperaba a sus oficiales para organizar
el despliegue, el mayor escrutó el islote con sus prismáticos. Allí no había nadie.
Madrid.
El ministro de defensa había solicitado a primera hora de la mañana su comparecencia urgente ante la Comisión de Defensa del Congreso de
los Diputados. El motivo era bien conocido por todos, y lo que tenía que decir bien lo podría decir en una rueda de prensa, pero el momento era
delicado, y no quería herir susceptibilidades en la Oposición. Los legítimos representantes de la soberanía popular serían los primeros en escuchar
su informe. Luego habría tiempo para la prensa.
—Señora presidenta, señoras y señores diputados. En la madrugada de hoy, las Fuerzas Armadas españolas han restituido la isla del Perejil a la
legalidad internacional. En abierta violación del acuerdo de veinte de julio de 2002, que establecía la no permanencia de fuerzas militares o
funcionarios gubernamentales de ambos países, el Reino de Marruecos venía manteniendo un contingente armado en la isla desde el día nueve de
este mes. No habiendo atendido nuestros repetidos requerimientos para su retirada inmediata, este Gobierno se ha visto obligado a tomar medidas
conducentes a devolver a la isla del Perejil su "statu quo ante". Me es grato informar a sus señorías de que la operación ha podido ser llevada a cabo
con éxito sin que haya que lamentar bajas entre nuestras tropas ni tampoco entre los militares marroquíes que ocupaban la isla. Permítanme que
exprese por ello mi más calurosa felicitación a nuestras Fuerzas Armadas por su eficacia y profesionalidad. Permítanme informarles también de que,
una vez cumplida su misión, las tropas españolas han abandonado de inmediato la isla de Perejil, dando así cumplimiento al compromiso contraído
por España en el mencionado acuerdo de julio de 2002. El Gobierno desea fervientemente que Marruecos se atenga del mismo modo a lo acordado y
se abstenga de ocupar de nuevo la isla.
Rabat, Marruecos.
Driss Abdelar blasfemó en voz alta. No era costumbre del primer ministro de Marruecos hablar como un camellero, pero no lo pudo evitar. El
resto de los presentes en el despacho actuaron, naturalmente, como si no hubieran oído nada. Reunidos de nuevo frente al televisor, los ministros de
interior, economía, exteriores y defensa seguían atentamente la comparecencia parlamentaria del ministro español.
Cuando la retransmisión concluyó, un pesado silencio cayó sobre los reunidos. Una vez más, los acontecimientos habían desbordado sus
previsiones. El plan de Hassan Munjib no había tenido tiempo material de fructificar y ya había sido puesto en entredicho.
Sólo uno de los presentes aparentaba tranquilidad. Se trataba, cómo no, del ministro de asuntos exteriores.
—Bien, un problema menos del que preocuparnos —dijo Abdelka- der con parsimonia.
El primer ministro le miró como si se hubiera vuelto loco. Aquello no tenía ningún sentido. Pero Achmed Abdelkader no había terminado.
—Nunca fue nuestra intención ocupar Thoura. Ahora las cosas han vuelto al principio allí. Y lo que es más importante, los españoles han dado
una clara muestra de debilidad al dejar la isla desguarnecida. No están dispuestos a jugar duro con nosotros. Esa fue la enseñanza que sacamos el
año 2002, y España se está comportando dentro de nuestras expectativas. Se han vuelto predecibles, lo cual es una muy buena noticia.
Hassan Munjib no estaba del todo seguro de que eso fuera efectivamente así, pero había que reconocer que lo que decía el ministro de
exteriores tenía sentido. Ahora bien, la cuestión de la plataforma seguía sin resolver, y todo parecía indicar que España iba a actuar allí igual que en
el islote. Y pronto. Con un tono ligeramente dubitativo, expresó sus pensamientos en voz alta. Abdelkader parecía haberlo estado esperando.
—El general tiene toda la razón —dijo—. Es más que probable que en los próximos días los españoles intenten tomar la plataforma. Y lo harán,
casi con certeza, con la misma timidez que han exhibido en el estrecho de Gibraltar. No quieren perder su imagen de moderación ante su pueblo y
ante el mundo. Y por eso van a fracasar. El general Munjib, con su brillante plan de acción, nos ha dado la clave para contrarrestar a España. Es una
lástima que no haya llegado a tiempo para evitar la toma de Thoura, pero por otra parte ahora podemos estar más seguros de que triunfaremos, si
Dios quiere.
Driss Abdelar tosió. El discurso de Abdelkader era muy estimulante, pero tenía preocupaciones más inmediatas.
9
—Creo que es hora de que Su Majestad se dirija al pueblo. Cádiz.
La patrullera Acevedo se acercó lentamente al muelle de la Estación Naval de Puntales, junto a la fábrica de tabaco y al puente Carranza. El
teniente Delgado contemplaba desde la cubierta a los numerosos pescadores que lanzaban sus cañas desde el gran puente levadizo. Estaba cansado,
y de buena gana pasaría unos días pescando, pero sospechaba que no iba a poder.
El Tercio de Armada seguía acuartelado y no parecía que eso fuera a cambiar en los próximos días. Esperó pacientemente a que la tripulación
de la embarcación completase la maniobra de amarre para saltar al muelle. Allí le esperaba un Hummer del Estol de Mando y Plana Mayor. Junto al
vehículo, estaba nada menos que el teniente coronel al mando de la UOE.
Eso era un recibimiento, sí señor, pensó Delgado, guiñando el ojo a sus hombres. Pero el teniente coronel no sólo había ido a recibirles.
También tenía un nuevo encargo para ellos.
Madrid.
Juan Carlos Talavera llegó con retraso a la sala de vídeo de la sede del CNI. Musitó una disculpa al director y se sentó en la última fila, junto a
Ana Casado.
—¿Ha llegado? —preguntó en voz baja la joven analista.
—Ahora mismo. Luego te cuento.
La pantalla mostraba la emisión de RTM-Maroc, la cadena marroquí de emisión vía satélite. La retransmisión del mensaje de Su Majestad el
Rey de Marruecos y Comendador de los Creyentes, comenzó puntualmente. Cuando terminaron los acordes del himno nacional, la imagen del
monarca llenó la pantalla. Permanecía de pie tras un atril, junto a la bandera roja y verde. El Rey habló en árabe, como estaba previsto, mientras que
unos subtítulos en francés traducían el mensaje para asegurarse de que nadie dejaba de comprender el discurso. Talavera, a pesar de que tenía
nociones bastante aceptables de la lengua de Mahorna, agradeció los subtítulos, dejando de lado los auriculares que emitían una traducción
simultánea al castellano llevada a cabo por un especialista del CNI. El mensaje fue breve, apenas cinco minutos, y plagado de giros barrocos y citas
del Corán. En esencia no decía nada más allá de una exhortación genérica al pueblo marroquí a permanecer al lado de su monarca en los momentos
de dificultad que atravesaban. Pero no era la literalidad de lo dicho lo que interesaba a los hombres y mujeres reunidos en la sede del CNI, sino más
bien el tono general, la expresión y el lenguaje corporal del Rey. Cuando el mensaje terminó, los analistas y funcionarios se miraron entre sí. El gesto
que todos exhibían era el mismo: preocupación.
El programa especial de la televisión marroquí no había terminado. Al finalizar la alocución del Rey, estaba prevista una rueda de prensa del
ministro de asuntos exteriores. Las respuestas concretas a las preguntas que todos se hacían vendrían de los labios de Achmed Abdelka- der, que en
ese momento ocupaba su asiento tras una mesa de conferencias en la sede del Gobierno alauí, a donde se había trasladado la retransmisión desde el
palacio real de Rabat.
El ministro de exteriores marroquí, impecablemente vestido como siempre, mostraba una pétrea expresión en su cara. Evidentemente no' tenía
buenas noticias que contar.
—Señoras y señores —dijo Abdelkader, directamente en francés para alivio de Talavera—, esta noche el Gobierno español ha dado un paso más
en su política de abierta hostilidad contra el Reino de Marruecos. En un nuevo acto de imperialismo colonialista, sus tropas han invadido el suelo de
la Patria. Marruecos ha sido muy paciente, pero es la dignidad de todo un pueblo lo que está enjuego. El Reino de Marruecos desea la paz con España
y con todas las naciones, pero no tolerará más agresiones. Por lo tanto: El Reino de Marruecos exige solemnemente de España la inmediata retirada
de sus tropas de todos los territorios marroquíes ocupados. Mientras esa retirada no se lleve a efecto, el Reino de Marruecos declara nulos de todo
derecho el Tratado de Amistad y Cooperación de 1991 y el Acuerdo sobre la isla de Thoura de 2002. En uso de su derecho a la inviolabilidad de sus
fronteras, el Reino de Marruecos declara el espacio aéreo marroquí y las aguas territoriales y de soberanía, hasta una distancia de doscientas millas
de sus costas, zona de exclusión total para cualquier buque de guerra o aeronave militar española. La violación de dicha zona por las fuerzas armadas
españolas será considerada un acto hostil equivalente a una acción de guerra, y será repelida por las Reales Fuerzas Armadas con el uso de la fuerza
necesaria. El Reino de Marruecos ha solicitado la reunión urgente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para pedir a la comunidad
internacional que condene los repetidos actos hostiles del Gobierno de España hacia el Reino de Marruecos. Mientras tanto, y dada la manifiesta
falta de voluntad negociadora del Gobierno de España, el Reino de Marruecos ha decidido retirar de forma indefinida a su embajador en Madrid, a la
vez que declara que carece de sentido la presencia de un embajador español en Ra- bat.
El ministro recogió sus papeles y comenzó a levantarse.
—Eso es todo, muchas gracias —contestó a la avalancha de preguntas de la prensa acreditada.
—Joder con el mensajito —dijo Ana Casado en voz baja, lo que no evitó que la oyera toda la sala. Los presentes mantenían un silencio se-
pulcral, por lo que Casado bajó la voz más aún:
—¿Qué decía el jilguero?
Talavera casi había olvidado el mensaje que le había retenido en la oficina hasta hacerle llegar tarde a la reunión.
—Que van en serio. Nos confirma el desplazamiento de la brigada del Sahara, pero eso no es todo. Han acuartelado a todo el ejército, y muchas
unidades del norte han empezado a moverse hacia Ceuta y Meli- 11a. Son unidades de infantería de sector, en principio de baja calidad, pero suman
un buen montón de gente. También están empezando a llamar a algunos reservistas, sobre todo de ingenieros y sanidad militar.
Al ver que el director del CNI les miraba, ambos se levantaron y se dirigieron a su encuentro.
—¿Tienes una corbata a mano, Juan Carlos? —preguntó el director.
—No, jefe, ¿por qué?
—Acompáñame al despacho un momento, que yo debo tener una allí. Nos esperan en la Moncloa dentro de media hora.
Casablanca, Marruecos.
Aunque los medios de comunicación, sobre todo los marroquíes, la definirían más tarde como tal, la manifestación formada frente al Consu-
lado Español de Casablanca no fue espontánea. El núcleo que la inició fue un grupo de militantes del partido del ministro de asuntos exteriores,
convenientemente aleccionados a instancias del propio ministro. No había sido concebida como una manifestación violenta, pero la dimensión que
tomó hizo que pronto se escapara de todo control. Porque lo que sí fue espontánea fue la adhesión de cientos de transeúntes al grupi- to inicial que
gritaba frente a la puerta de la legación diplomática. Los gritos pronto dieron paso al lanzamiento de huevos, y cuando se acabaron los huevos,
empezaron a llover piedras.
La algarada terminó con un saldo de una decena de heridos leves, la mayoría manifestantes de las primeras filas lesionados por efecto de las
piedras lanzadas desde lejos por gente con escasa puntería, y uno grave con una fractura abierta de tibia producida al caerse desde la alta reja que
trataba de escalar. La policía se limitó a detener a un individuo que, particularmente exaltado, había improvisado un cóctel Molotov y pretendía
lanzarlo con grave peligro para las primeras filas de la manifestación, y a retirar y conducir al hospital a los heridos. Los daños en el consulado
tampoco fueron demasiado graves, algunas ventanas rotas'y poco más.
En conjunto, un éxito, pensó Achmed Abdelkader mientras veía las imágenes de la manifestación por televisión. Sentía lo de los heridos, pero
aquello había sido involuntario. Lo que quedaba claro era el apoyo popular a la posición del gobierno. Y eso era algo muy importante para él.
Madrid.
La reunión en el palacio de la Moncloa fue larga y tensa. Juan Carlos Talavera fue el primero en intervenir, exponiendo ante el Gabinete de
10 a que esos datos habían dado lugar. El
Crisis reunido en pleno tanto los datos crudos de la situación hasta la fecha como los análisis de inteligencia
director del CNI se limitó a acotar o matizar algunos puntos, pero
en general dejó que el peso de la intervención recayera sobre su subordinado. Cuando Talavera terminó, el Gabinete dedicó casi tres horas a discutir
la situación. El ánimo de la reunión era sombrío. No podía ser de otra manera. Marruecos se estaba movilizando y a todos los efectos prácticos, se
encontraban en una situación de guerra. La intervención del canciller marroquí unas horas antes no había dejado lugar a dudas al respecto. Ahora
sólo había dos caminos: aceptar la pérdida de la plataforma petrolífera, y con ella las aguas de la Zona Económica Exclusiva canaria, o combatir para
recuperarla.
Pero lo peor era que, en realidad, en aquella sala nadie conocía las auténticas intenciones de Rabat. ¿La situación se había deteriorado a partir
de un incidente relativamente menor, o por el contrario todo obedecía a un plan concebido de antemano? ¿Limitaría Marruecos sus exigencias a la
plataforma, o estarían dispuestos a seguir con el resto de sus reivindicaciones históricas?
No había respuestas seguras para aquellas preguntas, nadie las tenía, pero el Gobierno tenía que tomar decisiones ya. Con respuestas o sin
ellas. Y si había alguien en quien la responsabilidad recayera de forma más directa, era, naturalmente, el presidente.
—Sencillamente no nos podemos echar atrás —dijo.
El presidente del gobierno estaba furioso, y no había nada que pudiera hacer para evitarlo. Intelectualmente comprendía que la ira no era la
emoción más adecuada para un momento como ese. Pero también sabía que no podía sentir otra cosa. A nadie le gusta que le pongan entre la espada
y la pared. Y menos que a cualquiera a alguien acostumbrado a elegir cuidadosamente sus opciones entre múltiples posibilidades.
—Nosotros no empezamos esta mierda. Fueron ellos. Si cedemos a un chantaje, vendrá otro, y otro. Y al final nos veremos con el agua al cuello
y con menos respuestas que ahora.
Se dirigió al ministro de exteriores, consciente de que estaba empleando un lenguaje muy poco habitual en él.
—Saca al embajador de Rabat esta misma noche. Vamos a recuperar la plataforma. Y si oponen resistencia... bueno, si hacen eso, van a desear
no haber empezado nunca a tocarnos los cojones.
A partir de ese momento, y a pesar de la avanzada hora de la tarde, las cosas empezaron a tomar ritmo propio. Un ritmo que iba a ser muy
difícil de detener, pasara lo que pasase.
En la calle Vitrubio, la Junta de Jefes de Estado Mayor esperaba reunida la decisión del Gobierno. En cuanto recibieron la llamada del ministro
de defensa activaron la operación "Sierra FoxtrotLa segunda fase sería mucho más compleja que la primera. Y también más peligrosa, pero los
planes estaban ultimados y todo siguió su curso sin demasiada estridencia. Lo que planteaba problemas más inquietantes era la situación de Ceuta y
Melilla. Ambas ciudades llevaban varios días en estado de alerta, con sus guarniciones acuarteladas y preparadas para entrar en acción. Ambas
plazas se habían reforzado con relativa discreción con sendas banderas de la Brigada de la Legión Rey Alfonso XIII, que, procedentes de los Tercios
Don Juan de Austria y Alejandro Farnesio, se habían unido a sus camaradas de los Tercios Duque de Alba, de Ceuta y Gran Capitán, de Melilla.
También se habían desplegado sin muchos aspavientos algunas baterías de los nuevos misiles NASAMS, la versión antiaérea de los magníficos
AIM—120 AMRAAM, y habían llegado varios contenedores con munición de todo tipo. Pero el problema táctico era el mismo que había sido
siempre. Las ciudades de Ceuta y Melilla eran pequeñas y estaban atestadas de civiles y ningún despliegue defensivo podría contar con la
profundidad suficiente como para poder garantizar el éxito contra un ataque decidido.
Mientras los jefes de estado mayor ponían en marcha las medidas militares, en el palacio de Santa Cruz eran los diplomáticos del Ministerio de
Asuntos Exteriores los que aceleraban sus propias gestiones. La hora no dejaba mucho margen de maniobra en Europa, pero en América eran
menos de las dos de la tarde, hora de la costa este, y los embajadores ante los Estados Unidos y ante la ONU recibieron completas instrucciones
sobre los pasos a seguir. Les esperaban dos o tres días frenéticos.
En el coche que lo llevaba de vuelta a la sede del CNI, el director de la agencia miraba distraídamente por la ventanilla. Sin mirar a su su-
bordinado, preguntó:
—¿Cómo se llamaba el médico ese de Ceuta?
—Alfredo Suárez, ¿por qué? —contestó Talavera.
—Me pregunto si podríamos convencerle para que volviera a Te-tuán.
11
14 de septiembre
Océano Atlántico.
Quinientos metros por la proa de la Blas de Lezo, a unas treinta millas de la costa
portuguesa, la fragata Extremadura navegaba con rumbo sur liderando la formación. Se
movía bastante más que su compañera en el mar embravecido, pero también capeaba sin
demasiadas dificultades el temporal. Si podían mantener los actuales dieciocho nudos,
saldrían de la borrasca en unas pocas horas y alcanzarían sin dificultad el punto de reunión
con el Grupo de Proyección, frente al cabo San Vicente, al amanecer del día siguiente.
Ambas fragatas aportarían protección antiaérea a la escuadra formada por el
portaaviones Príncipe de Asturias, el buque de apoyo logís- tico Patino y las fragatas Santa
María y Canarias, que a esas horas iniciaban250 las maniobras para zarpar de Rota. Cuando
todos los buques se hubiesen reunido, navegarían con rumbo sudoeste en demanda de las
islas Canarias, hacia la zona donde se había hundido la Descubierta. Muchos oficiales y
marineros a bordo de los buques de la escuadra española, habían conocido personalmente a
sus compañeros perdidos con la antigua corbeta. La mayoría deseaban fervientemente que la
fragata marroquí que la había hundido se encontrara todavía en aquellas aguas.
Lanzarote.
Océano Atlántico.
—Me voy a romper el cuello, joder. Nos está ganando las seis.
Lucas también era consciente de la situación. Esos tíos eran buenos y les estaban
buscando las cosquillas a base de bien. Tenían que recuperar la iniciativa. Quizá si tratara
de...
—¡Misil a mis seis! —el grito de Sandoval en sus auriculares puso los pelos de punta a
Lucas— ¡Hay un puto Sidewinder entrando a mis seis!
—¡ Rompe a la derecha, ya!
El caza de la teniente Sandoval brincó en el aire bruscamente mientras soltaba una
salva de señuelos infrarrojos para confundir la cabeza buscadora del misil atacante. Lucas
sabía que debía iniciar también maniobras evasivas, pero antes tenía algo que hacer. Intentó
mantenerla voz calmada:
—Papayo, Halcón dos cuatro, los bandidos han abierto fuego. Permiso para responder.
El controlador militar hacía rato que se temía algo así. Lo normal hubiera sido que los
marroquíes hubieran despejado la zona al comprender la inferioridad de sus máquinas, pero
se estaban comportando de forma muy agresiva. Tarde o temprano tenía que pasar.
—Halcón dos cuatro, Papayo. ¿Confirmas que han abierto fuego?
—¡Afirmativo joder!, Barbie está evadiendo un misil IR.
—De acuerdo, Halcón. Armamento libre. ¡Cázalos!
—Roger, Papayo.
Mientras Lucas preparaba el armamento de su caza, dos mil pies más arriba la teniente
Sandoval aflojó la presión sobre su palanca de mando. Su avión volaba en posición invertida
tras completar medio rizo en su maniobra evasiva. Cabeza abajo y colgando de su arnés, la
piloto pudo ver la estela del Sidewinder marroquí que se alejaba, ya inofensivo, tras perseguir
255
infructuosamente una de las bengalas lanzadas como señuelo. Y allí abajo, a su izquierda,
estaba el F-5 que se lo había lanzado. El caza marroquí perseguía ahora a Lucas,
probablemente para aliviar la presión sobre su líder.
—La cagaste, cabrón —dijo Sandoval en voz alta mientras volvía a aplicar plena
potencia a sus motores para recuperar la velocidad perdida en la maniobra evasiva y, con un
brusco golpe de palanca, ejecutaba medio tonel para salir del vuelo invertido.
—Pato, el bandido está ahora a tus seis. Lo tengo en el pipper.
—Pues sácamelo de encima. Ya has oído a Papayo.
—Roger Pato. ¡Guns, guns, guns!
Sandoval tenía al caza marroquí centrado en la mira de su HUD. Con un ligero escalofrío
apretó el gatillo de su palanca de mando, sintiendo, más que oyendo, la vibración del cañón
Vulcan de 20 milímetros, mientras una línea ondulante de proyectiles trazadores salía del
morro de su aparato en busca del blanco. La primera ráfaga, de dos segundos de duración,
quedó corta, pero la teniente corrigió de inmediato la trayectoria. Al fin y al cabo era como
una práctica de tiro, pero más fácil. El blanco era más grande. La segunda ráfaga alcanzó de
lleno al marroquí, destrozando la deriva y los estabilizadores de cola. Sin dejar de disparar,
Sandoval corrigió la trayectoria de las trazadoras elevando ligeramente el morro de su avión.
El ala derecha del Tiger marroquí se desintegró, provocando que el avión entero cayera sin
control hacia el agua. Un segundo después de que el piloto se eyectara de los restos
humeantes de su aparato, éste se estrelló en el mar levantando una gran columna de espuma
blanca.
—¡Splash! —gritó la teniente con la voz quebrada— Joder, ¡ha sido un splash! Y veo un
paracaídas a las dos.
El capitán Lucas, mientras proseguía su viraje ofensivo cerrando distancias con el otro
marroquí, pudo ver por el rabillo del ojo la caída de su perseguidor. Sintió un alivio casi físico
al saberse seguro, pero le duró poco. Ahora tenía que tomar una decisión sobre el otro caza
marroquí. La adrenalina que inundaba su organismo le pedía a gritos que lo derribase, y tenía
autorización del mando para hacerlo. Pero algo impedía que apretase el gatillo para soltar el
Sidewinder que llevaba más de veinte segundos "enganchado" en la tobera de escape de su
rival. Joder, pensó, era casi un asesinato. El desgraciado no iba a tener ninguna oportunidad.
—¡Bájalo, Pato! —le urgió Sandoval por la radio.
La teniente estaba eufórica. Al fin y al cabo acababa de hacer historia. No sólo había
obtenido la primera victoria en combate aéreo de un piloto español en más de medio siglo,
sino que además se la había apuntado una mujer. Una buena lección para muchos gilipollas
machistas, pensó. Y encima el piloto marroquí se iba a salvar. Otro motivo para estar
contenta.
Pero Lucas seguía indeciso. Derribar al bandido no era realmente necesario. Su misión
estaba ya sobradamente cumplida. Poker había completado su pasada de reconocimiento y el
marroquí estaba en fuga.
—Negativo Barbie. No lo voy a bajar. Que vuelva a casa y les cuente a los compañeros
cómo está el patio por aquí.
Con la mano izquierda modificó la posición de la palanca de gases, reduciendo la
velocidad y permitiendo que el F-5 aumentase la distancia. Lucas estaba seguro de que no se
iba a dar la vuelta. Hacerlo hubiera sido un auténtico suicidio.
Minutos después habían perdido el contacto visual, aunque el marroquí seguía en la
pantalla de su radar. Seguía volando hacia la costa africana a su máxima velocidad.
256
El Ferrol, La Coruña.
La fragata Méndez Núñez era la cuarta unidad de la serie F100. A última hora de la
tarde volvía a su base de El Ferrol después de una prolongada estancia en la costa Oeste de los
Estados Unidos realizando pruebas con sus misiles ESSM. En la entrada de la ría, la nueva y
orgu- llosa fragata pasó al lado de un pequeño pesquero de bajura que volvía también a
puerto, haciéndolo saltar en el agua con las ondas de su estela. Cuando el pesquero, tres
cuartos de hora después, atracó en el muelle, uno de sus tripulantes, de nombre Alí Hassan,
sacó su teléfono móvil mientras se despedía de sus compañeros.
Océano Atlántico.
Tetuán, Marruecos.
Los primeros elementos del Grupo Blindado Interarmas número i de las Reales Fuerzas
Armadas de Marruecos alcanzaron las afueras de Tetuán pasada la medianoche. Su largo viaje
había durado cincuenta y seis horas, minuto arriba o abajo. No estaba nada mal, pensó el
comandante de la Policía Militar que ocupaba el asiento del acompañante del primer todo
terreno del convoy, pero ahora tocaba reunir toda esa larga serpiente de acero para
desplegarla y reconstituirla como una unidad de combate coherente. Y eso en un terreno
escarpado como aquel iba a ser un auténtico trabajo de negros.
La noche fue muy larga para los cansados soldados marroquíes, ocupados en descargar
los carros de combate, las baterías autopropulsadas y los vehículos antiaéreos Chaparral,
Vulcan y Tungushka, de sus góndolas de transporte, pero antes del amanecer, los
escuadrones acorazados estaban formados y listos para la marcha. Mientras tanto, los
transportes blindados de personal, desplazándose sobre ruedas, habían continuado su camino
hacia sus posiciones asignadas. A bordo de su vehículo de mando, el general de brigada que
comandaba el Grupo fumaba satisfecho un cigarrillo tras otro. Si lograban mantener el ritmo,
la unidad estaría completamente desplegada en un vago semicírculo a pocos kilómetros de la
frontera ceutí para el mediodía.
Océano Atlántico.
El frente frío había quedado atrás bastantes horas antes y el mar había recuperado su
calma, permitiendo por fin descansar decentemente a los marinos que no estaban de guardia.
Cuarenta millas al oeste del cabo San Vicente, la Blas de Lezo y la Extremadura,
se reunieron puntualmente, con las primeras luces del día, con el grueso del Grupo de
Proyección de la Flota para formar un poderoso grupo de batalla.
Desde el puente de mando del portaaviones257
Príncipe de Asturias, el contralmirante
Subiño contempló los buques integrantes de su "Task Forcé" con un orgullo que no pudo
ocultar al resto de los presentes. Por la amura de estribor del portaaviones, a no mucha
distancia, navegaba el AOR Patino, responsable de abastecer de todo tipo de suministros,
empezando por el vital combustible, a toda la escuadra. Más lejos se encontraba la fragata
Santa María, que cubría el flanco oriental de la formación. A babor podía distinguir la silueta
de la Canarias, recortándose contra el sol naciente, mientras por la proa del "Príncipe" se
distanciaba la Extremadura que forzaba sus máquinas para ocupar una posición adelantada
correspondiente a su función asignada de piquete de radar. Entre la Canarias y el
portaeronaves, la nueva fragata Blas de Lezo exhibía su poderío antiaéreo simbolizado por las
cuatro antenas planas del radar SPY-i D, auténticos "ojos" de la flota. Desde la ya lejana época
en que los grandes navios de línea impulsados a vela habían dejado paso a los buques de
hélice, la Armada nunca había desplegado una escuadra tan poderosa en una acción real, y el
contralmirante Subiño no podía dejar de alegrarse de estar presente. En ese momento no
pensaba en las consecuencias que todo aquello podía tener para muchas vidas humanas. Ya
habría tiempo para eso.
Rabat, Marruecos.
Madrid.
Mar de Alborán.
Pero era más fácil decirlo que hacerlo. Después de dos horas navegando en inmersión a
quince nudos se hizo evidente que no iban a poder mantener la caza. Ese era el problema de
los submarinos diesel- eléctricos: no podían mantener la velocidad durante mucho tiempo sin
descargar peligrosamente las baterías. Al fin y al cabo estaban diseñados para cazar al acecho,
no para perseguir buques de superficie durante mucho tiempo. Una vez que el comandante
ordenó reducir la velocidad a unos modestos y económicos cuatro nudos, el operador del
sonar sólo pudo atestiguar el progresivo distanciamiento de los contactos, que ahora habían
tomado rumbo nordeste. Antes de perderlos del todo, el submarino subió a profundidad de
261
antena para enviar un informe de contacto. Martínez supuso que enviarían a un Orion del
Ejército del Aire para continuar el seguimiento desde el aire. Mientras tanto, ellos darían
snorkel para recargar las baterías y aumentar algo la velocidad.
Ceuta.
La orden de despliegue había llegado poco después del mediodía. En realidad las
fuerzas españolas en Ceuta estaban preparadas para eso desde hacía varios días, pero aún así,
el comandante general de la plaza había decidido tomarse las cosas con calma. La población
civil ya estaba suficientemente preocupada por la evolución de los acontecimientos como para
sacar los tanques a la calle a toda velocidad, de modo que el despliegue se había efectuado de
forma escalonada a lo largo de la tarde. Y con todo, la noticia había corrido por las calles de
Ceuta como un reguero de pólvora. En una ciudad tan pequeña, era imposible ocultar los
movimientos militares, sobre todo cuando apenas había un habitante que no tuviese un
familiar o un conocido en las Fuerzas Armadas. El efecto psicológico fue grande, porque las
noticias del despliegue terrestre marroquí no habían llegado todavía a los medios de
comunicación. Por primera vez desde el inicio de la crisis, muchos ciudadanos ceutíes se
plantearon pasar unos días en la península, sin contar a los familiares directos de muchos
militares, que ya se habían ido a visitar a sus parientes hacía dos o tres días.
Antes del anochecer, la operación "Candado", como se había denominado al despliegue
defensivo avanzado, estaba completa.
Las tropas de infantería ligera del Grupo de Regulares de Ceuta n° 54, en entidad de
batallón, o Tábor, se habían distribuido por secciones cubriendo la mitad norte de la frontera
de la ciudad con Marruecos. Varios equipos de misiles contracarro TOW, adecuadamente
protegidos por equipos de fuego armados con ametralladoras pesadas y ocultos en posiciones
preparadas previamente, pespunteaban el terreno abrupto y pedregoso, de pocos kilómetros
de profundidad, que separa la frontera en su parte media de las primeras viviendas de la
ciudad. Entre ellos, la infantería cubría los huecos "impermeabilizando" un frente de poco
más de tres kilómetros. En la mitad sur, y siguiendo un patrón semejante, se había desplegado
la IV Bandera Cristo de Lepanto, del Tercio Duque de Alba N° 2 de la Legión, junto a sus
propios lanzamisiles TOW. La V Bandera mecanizada Gonzalo de Córdoba, quedaba en
retaguardia como reserva móvil.
En los extremos norte y sur de la frontera, en la zona de los pasos fronterizos de Benzú y
El Tarajal, donde la ciudad se estira para alcanzar casi la misma frontera, el Regimiento de
Caballería Acorazado Montesa N° 3 había desplegado sus dos escuadrones de carros M-60
A3, trece tanques cada uno, en posiciones defensivas camufladas, cubriendo los principales
accesos por carretera, preparadas por los ingenieros del Regimiento n° 7. Un tercer escuadrón
mecanizado, dotado con vehículos de combate de infantería Pizarro y blindados BMR, se
mantenía en reserva algo a retaguardia, a excepción de una de sus secciones, destacada al ba-
rrio de Benzú.
En los acuartelamientos había quedado, también en reserva, la VII Bandera Valenzuela
del Tercio Don Juan de Austria, recientemente llegada de Almería.
La última unidad en desplegarse fue el Regimiento de Artillería de Campaña n° 30, en
total dieciséis obuses remolcados de 155 milímetros repartidos en dos baterías. Cuando el
coronel al mando recibió la novedad de sus baterías, llamó a la Comandancia General. El
Candado estaba cerrado.
O así parecía sobre el papel, pensó el general Estadella, comandante general de Ceuta,
estudiando de nuevo el despliegue de sus fuerzas en el mapa mural que cubría completamente
una de las paredes de la sala de mando de la Comandancia. Acababa de llegar de una rápida
visita a las posiciones de sus tropas y estaba satisfecho de la rapidez y profesio- nalidad que
habían demostrado. Pero eran demasiado escasas 262 como para proporcionarle una absoluta
seguridad. Claro que la seguridad absoluta no existe, pensó. No en este mundo.
—Lo van a tener difícil como quieran entrar —dijo el coronel Francisco Andrade, jefe de la
Unidad de Inteligencia del Estado Mayor, leyendo los pensamientos del general—. Según las
fotos que han mandado de Madrid, los marroquíes han desplegado el equivalente a una
brigada mecanizada reforzada ahí enfrente. Vale que es una fuerza poderosa, pero no lo
suficiente para echar la puerta abajo.
—Ya lo sé, Paco, ya lo sé. Pero nunca habían hecho algo así. Conozco bastante bien al
general Munjib, ¿sabes? Hizo conmigo un curso de Logística en Zaragoza hace años. No es
ningún psicópata. Ese tío sabe bien lo que se hace y tiene que haber una razón para este
despliegue.
—Sólo es un farol, mi general. Nos presionan para "engrasar" las negociaciones. No digo
que no haya que tomárselo en serio, pero si yo estuviera ahí enfrente y quisiera tomar Ceuta, lo
último que haría es montar ese numerito. Sólo les ha faltado publicarlo en El País.
El general Estadella suspiró. El oficial de inteligencia llevaba razón. Era una verdad
universalmente aceptada que, para tomar un objetivo fuertemente defendido, o lo tomas por
sorpresa o necesitas una fuerza abrumadoramente superior. Y los marroquíes no cumplían
ninguna de ambas premisas.
Pero, a pesar de esas consideraciones, la noche que ya caía sobre Ceuta iba a ser muy
larga para las tropas desplegadas sobre el terreno... y también para su general.
i6 de septiembre
Mar de Alborán.
El Siroco estableció de nuevo contacto sonar con la fuerza de superficie marroquí a las
cuatro de la madrugada, hora española. Por sus propios medios hubiera sido muy difícil para
el submarino localizar a los buques marroquíes, pero un Orion del Ejército del Aire se había
encargado de seguirles a distancia durante buena parte de la tarde y de la noche. El P-3C sólo
se retiró cuando le fue retransmitido el nuevo informe de contacto del submarino. Se
encontraban unas quince millas al norte de las islas Chafarinas.
Había sido un buen ejemplo de coordinación, pensó el comandante Martínez mientras
ordenaba inmersión a ochenta metros tras recibir la última posición actualizada por el Orion
de la escuadra enemiga. Por su parte, el cálculo de demora y distancia de sus operadores de
sonar coincidía casi exactamente con la facilitada por el Cuartel General de la Flota. Bien.
Ahora tocaba deslizarse en silencio de nuevo y esperar. Gracias a las últimas horas
navegando a cota de snorkel, las baterías estaban cargadas casi al cien por cien. Eso le
proporcionaba una respetable autonomía en inmersión profunda a baja velocidad.
Exactamente el medio natural para un submarino como el Siroco.
—¿Qué está haciendo esa gente, Simancas? —preguntó Martínez.
—No lo tengo claro, mi comandante. Cuento vueltas de hélice para unos ocho nudos y la
demora cambia alternativamente a babor y estribor. Parece que hacen zig-zags lentamente.
Como si estuviesen esperando.
Esperando, ¿qué?, pensó el comandante.
Océano Atlántico
Madrid.
El Consejo de Ministros tenía un solo punto en el orden del día para su reunión del
viernes, pero aún así iba a ser una reunión larga. Además de los miembros del Gobierno, se
encontraban presentes el jefe de estado mayor de la defensa y el director general del CNI,
acompañado de nuevo por Juan Carlos Talavera.
La crisis en curso tenía múltiples aspectos aún no cerrados y en el análisis de los
mismos, se iba a consumir gran parte de la mañana. Sólo al final entrarían en los aspectos
puramente militares del problema.
El ministro de asuntos exteriores había abierto la reunión con una buena noticia: los
trabajadores civiles de la plataforma petrolífera iban a ser por fin liberados por Marruecos, en
gran parte debido a las gestiones del Gobierno británico, que había intervenido al conocer que
una docena de operarios eran súbditos de Su Graciosa Majestad. Todos ellos saldrían en vuelo
regular con destino a Roma en veinticuatro, o a lo sumo cuarenta y ocho horas. Desde la
capital de Italia cada uno volvería a su país de origen.
El problema de los supervivientes del hundimiento de la Descubierta era bastante más
complicado. Oficialmente no eran prisioneros. Permanecían ingresados en un hospital militar
marroquí por "prescripción facultativa". Nadie sabía cuándo iban a recibir el "alta", pero el
funcionario francés que actuaba como mediador en las muy discretas conversaciones que
tenían lugar en París había dejado caer a los negociadores del Ministerio de Asuntos
Exteriores que la liberación por parte de España de los gendarmes capturados en Perejil
podría contribuir positivamente a una pronta "curación" de los náufragos. El tema seguía en
discusión, pero en las presentes circunstancias no parecía probable que se pudiera llegar a un
acuerdo antes de que la tensión militar experimentase algún alivio.
Tras estos preliminares, el presidente del gobierno pidió al director del CNI una puesta
al día sobre la situación política en Marruecos. El director, tras una vaga introducción, pasó el
testigo, o quizá la patata caliente, a su subordinado.
Talavera, tras ordenar sus papeles y beber agua para aclararse la garganta, se dirigió al
Gobierno.
—Señor presidente, señoras y señores, el escenario político marroquí no se está
moviendo apenas nada desde el comienzo de la crisis. Los principales partidos políticos, más
allá de vagas declaraciones de apoyo a la corona, mantienen un perfil muy bajo. Por supuesto
no esperábamos debates abiertos sobre la situación, pero ni siquiera se están produciendo
declaraciones "off the record" de los líderes significativos. Nada de nada. Mi impresión
personal es que no sienten ninguna prisa por asomar la cabeza. El actual gobierno está
formado por burócratas pertenecientes a partidos pequeños y no es demasiado popular entre
los grandes. La paradoja es que si están donde están, es en parte por la incapacidad de
socialistas y nacionalistas para ponerse de acuerdo y alcanzar algún consenso, que rompa el
empate técnico que mantienen hace años. No265 hace falta decir que la corona está más que
interesada en que se mantenga la situación, pero en el momento actual estoy seguro de que el
Rey agradecería algo más de apoyo de los representantes electos del pueblo.
En cualquier caso parece evidente que el Gobierno marroquí está solo en esto y no
sabemos, hasta qué punto el Rey aporta su apoyo activo o se limita a observar los
acontecimientos. Mi impresión personal es que se mantiene en segundo plano de forma
deliberada, pero apoya incondi- cionalmente a su Gobierno, porque en Marruecos no pasa
casi nada sin que el Rey lo apruebe explícitamente.
Aprovechando una nueva pausa de Talavera para beber, el presidente del gobierno hizo
la pregunta que todos tenían en la cabeza.
—¿Qué sabemos de los integristas?
Talavera no pudo evitar suspirar. Sabía que le preguntarían, claro, pero eso no facilitaba
las cosas.
—Respecto a los integristas, como todos ustedes saben, es preciso distinguir entre tres
grandes corrientes, bastante diferentes entre sí. En primer lugar están los moderados. Su
partido, plenamente legal, tiene una importante representación parlamentaria, pero practica
una suerte de "autocontención" que les lleva a no presentar candidaturas en todas las
circunscripciones. Literalmente no quieren ganar, probablemente porque no consideran a la
sociedad marroquí madura para un gobierno islámico. Temen que, de ganar, podrían ser
ilegalizados como pasó hace años en Argelia. Y aún así, los moderados no concitan todas las
simpatías integristas. En un limbo al margen de la ley, técnicamente ilegal pero no
perseguido, se encuentra un amplio movimiento islamista, más social y religioso que político,
mucho más popular entre los marroquíes que los moderados. Suponen una especie de
"conciencia del Islam", pero no tienen ambiciones políticas. No dentro del sistema, al menos.
Respecto a estas dos grandes corrientes, nuestras fuentes de información son, en el mejor de
los casos, poco concretas. Lo que hemos podido averiguar es que, en general, y a pesar del
poco aprecio que sienten por la corona, apoyan al Gobierno en las presentes circunstancias,
principalmente porque nosotros —Talavera hizo una mueca—, les resultamos todavía menos
simpáticos que su Gobierno. Pero los integristas que de verdad nos preocupan son los
genuinos radicales. Son pocos, pero violentos y fanáticos, y se agrupan en dos o tres grupos
ilegales que probablemente mantienen fluidas relaciones con Al-Qaeda. Uno de ellos,
conocido como el "Grupo Combatiente Marroquí", no tengo aquí ahora el nombre árabe,
participó activamente en el 11 M. Creemos que es el más activo y "prestigioso". Respecto a su
posición ante la crisis, sólo podemos especular. Una fuente indirecta, pero bastante fiable,
nos ha transmitido la idea de que se están frotando las manos ante la posibilidad de una
guerra abierta. Especialmente ante una posible derrota marroquí que les allanaría el camino
para un asalto al poder. Ya se pueden ustedes imaginar que, de ser cierto, eso nos puede
complicar bastante la vida.
—Claro —interrumpió el presidente—. Si perdemos es malo, pero si ganamos...
—Si ganamos, a la larga, puede ser peor. Exactamente señor presidente. En cualquier
caso nuestra información es muy limitada a este respecto. Sólo puedo añadir que trabajamos
intensamente sobre el problema.
El ministro de defensa carraspeó.
—¿Tienen a alguien sobre el terreno?
Talavera no contestó. Se limitó a mirar a su director. No era conveniente hablar
demasiado sobre operaciones en marcha. Ni siquiera en aquella sala, y el ministro de defensa
debería saberlo mejor que nadie. De hecho, enseguida se dio cuenta de que había hecho una
pregunta poco conveniente y se apresuró a retirarla con una disculpa. De todos modos no
importaba. El silencio de Talavera había sido suficientemente elocuente.
266
Tetuán, Marruecos.
Alfredo Suárez volvió a blasfemar mentalmente. ¿Cómo coño se habría dejado enredar
para volver a aquella ciudad? La respuesta no era complicada: Talavera, el cabrón aquel del
CNI con cara de despistado le había retorcido el escroto hasta hacerle hablar en un tono dos
octavas más alto del suyo habitual. Metafóricamente, por supuesto.
La presión había sido educada pero inexorable, hasta hacerle acceder con un suspiro de
resignación. Lo que le hizo finalmente aceptar había sido la garantía de que viajaría bajo un
pasaporte norteamericano expedido por la embajada yanqui y recogido allí por él mismo, de
mano de un cubano que le había asegurado que Talavera era un gran tipo. Bueno, al menos no
acabaría sus días en una cárcel marroquí acusado de espionaje. O eso esperaba.
r
—Venga, sal ya —un codazo de Carlos Cuenca sacó al médico de su mundo interior
para devolverle al calor de la mañana africana. Con un suspiro salió del coche y caminó por
la polvorienta callejuela en dirección a la casa de Mohamed Hammadi, con una desgana
que traducía su estado de ánimo. No veía la utilidad a aquella maniobra. No veía utilidad,
pero sí riesgo. Mucho riesgo.
La puerta estaba entreabierta, pero naturalmente, no entró. Llamó al timbre y esperó
educadamente, aunque en su fuero interno deseaba entrar o salir corriendo. Todo menos
quedarse allí como un pasmarote, a la vista de cualquiera que pasara.
—iDoctor Suárez!—esta vez fue el propio Hammadi quien le abrió la puerta—. Pase,
por favor, pase.
Alfredo Suárez inclinó la cabeza en un silencioso saludo al marroquí. Luego inspiró
profundamente y entró.
Hacía muchísimo calor en los áridos terrenos de la base aérea de Sidi Slimane. El sol
de media mañana parecía querer fundir el asfalto de las pistas, arrancándole
reverberaciones y creando falsos charcos en su superficie. Nada invitaba a salir de los
barracones donde los pilotos del escuadrón Atlas dormitaban o jugaban a las damas tras
una mañana de continuas alertas y cancelaciones. Sus aviones, mientras tanto, perma-
necían en los refugios acorazados de la base con los depósitos de combustible llenos y las
armas colgadas de sus pilones bajo el fuselaje.
Abdelkrim Zayid, teniente coronel de la Fuerza Aérea Real, dejó el periódico sobre la
mesa y volvió a sacar la calculadora de un bolsillo de su mono de vuelo. Desde el briefing
celebrado a primera hora de la mañana, cuando apenas había amanecido, había repetido
los cálculos de combustible cada media hora, cada vez más preocupado al estimar el
desplazamiento hacia el sur de su objetivo. Estaba tan concentrado que dejó caer la
calculadora al suelo, sobresaltado por el estridente sonido del teléfono. Con un gruñido
levantó el auricular, poniéndose instintivamente en posición de firmes al reconocer la voz
al otro lado de la línea telefónica.
Un minuto después, con una tensa sonrisa en los labios, más indicativa de ansiedad
que de alegría, se volvió a sus hombres y dijo lacónicamente:
—Señores, ha llegado la hora de entrar en combate. Dentro de unas horas, si Dios
267
quiere, volveremos a casa con la victoria.
—\Insh Allah, Dios lo quiera! —repitieron los pilotos, sintiendo sin duda el peso de su
responsabilidad sobre los hombros. Luego, uno por uno, salieron al calor de las pistas y
montaron por parejas en varios jeeps abiertos que les condujeron a los refugios donde
esperaban sus aviones.
Zayid fue el primero en llegar a su aparato. Disfrutando del relativo frescor de la
sombra proporcionada por el refugio de hormigón, el teniente coronel rodeó con impaciencia
el estilizado avión de combate, un Mirage F-i EH 200, de silueta vagamente parecida a la de
una cigüeña, ansioso por encaramarse a la carlinga.
Pero cada una de las comprobaciones que hacía era vital para el éxito de su misión, y se
obligó a seguir los puntos de la lista que un suboficial mecánico iba leyendo en voz alta y
marcando en una tablilla. Lo último que comprobó era también lo más importante: el bruñido
misil que colgaba del vientre de su pájaro. El Exocet de fabricación francesa era, o al menos
así lo creía Zayid, uno de los secretos mejor guardados de la Fuerza Aérea Real, ya que,
supuestamente, sus aviones no estaban preparados para lanzarlo. Pero eso había cambiado a
finales de 2002, después de la humillación de Leyla, aunque la modificación necesaria en la
electrónica de los Mirage había resultado tan endiabladamente cara que sólo había sido
posible completarla en seis unidades, las mismas que en ese momento arrancaban una tras
otra sus reactores Atar.
Galvanizado por el estruendo del despertar de las máquinas, Zayid completó su
inspección y dio el visto bueno a su mecánico, que se cuadró y saludó antes de ayudar al
teniente coronel a subir al avión. Pocos minutos después, el Mirage alcanzó la cabecera de la
pista, seguido por las otras cinco máquinas de su escuadrilla, y, tras recibir la autorización de
la torre, se elevó en el aire cálido de la mañana.
Rabat, Marruecos.
Arrecife, Lanzarote.
Antonio Lucas salió corriendo de la sala de guardia habilitada en uno de los hangares del
aeropuerto civil de Arrecife hacia el punto de aparcamiento de su F-18. No sonaba ninguna
sirena, pero eso no hacía que la orden de "scramble" fuera menos perentoria. Pocos metros
por delante de él, corría Bárbara, "Barbie", Sandoval, hacia su máquina, decorada con una
bandera marroquí justo bajo el borde de la carlinga. Aquello no era reglamentario, claro, pero
nadie había protestado. Lucas no pudo evitar 268admirar el cuerpo atlético de la teniente, tan
distinto sin embargo al de la muñeca que le prestaba su apodo, con un punto de deseo
mezclado con remordimiento. Cuarenta y ocho horas antes, tras aterrizar y ser recibidos como
héroes por el personal de tierra tras su victoria, habían cenado juntos en el restaurante del
aeropuerto y luego habían alquilado una habitación en un hotel cercano. Lucas sabía que,
aunque viviera cien años, no volvería a echar otro polvo como aquel. Entre otras cosas porque
Sandoval estaba casada, y... bueno, aquello no estaba bien.
Una cosa buena que tiene tener dos turboventiladores de doble flujo General Electric
F404 de 7-258 kilos de empuje unitario a plena postcombustión debajo del culo, es que no te
quedan demasiadas posibilidades de pensar en nada que no sea cómo dominar toda esa
potencia y convertirla en una carrera de despegue decente. De ese modo, el capitán Lucas
olvidó, al menos de momento, sus problemas con las mujeres para concentrarse en algo que,
sin la menor duda requería de toda su capacidad mental con más urgencia.
—Torre, Halcón dos cuatro, dos aviones pidiendo permiso para despegar en scramble.
—Halcón dos cuatro, Torre. Autorizados. Tenéis libre tráfico en todos los vectores.
Tened cuidado y... ¡buena caza, joder!
La voz del controlador tenía un punto de emoción reprimida, como si le diera vergüenza
pronunciar las palabras tantas veces oídas en películas bélicas. Nadie se había acostumbrado
todavía al hecho cierto de que estaban en guerra. Parecía algo lejano. Y sin embargo, Lucas lo
había vivido en primera persona hacía poco tiempo, era muy real.
Inmediatamente después de plegar el tren de aterrizaje, mientras trepaba hacia el cielo
azul, el capitán Lucas se despidió de la torre y cambió la frecuencia de radio a la del control de
Gran Canaria.
—Papayo, Halcón dos cuatro. Necesito un vector.
—Buenos días Halcón dos cuatro, aquí Papayo. Te tengo en el radar. Recomiendo vector
cero ocho tres. Tenemos bandidos acercándose a baja altura con destino estimado en Gando.
Cuento ocho bandidos, probablemente F-5. Ya tenemos una patrulla de interdicción en
camino, pero quiero que controles el flanco norte por si cambian de rumbo en el último
momento.
—Roger Papayo. Virando para vector cero ocho tres, ángeles treinta.
Lucas viró y elevó el morro de su aparato para ganar altitud mientras se relajaba
ligeramente. Su misión era sólo controlar el flanco. Serían sus compañeros de escuadrón, que
habían despegado de Gando, los encargados de interceptar esta vez a los bandidos
marroquíes. Seguramente lo estarían deseando.
Océano Atlántico.
Mar de Alborán.
—Mi comandante, le llaman del sonar. ¡Mi comandante! Luis Martínez, comandante del
submarino Siroco, se despertó con dificultad, mezclando por un momento sueño y realidad
hasta orientarse por completo. Había dormido poco y mal los últimos tres días y había
decidido echarse una siesta después de un temprano almuerzo en vista de que las cosas
parecían tranquilas. Cuando miró el reloj descubrió con fastidio que apenas había dormido
media hora. El hecho de que su sueño hubiese sido tan profundo hablaba claramente de la
intensidad de su cansancio. Con un gruñido se estiró y abandonó su microscópica cámara
para dirigirse a la cámara de control sin molestarse siquiera en ponerse los zapatos. A poco
que su segundo pudiera manejar la situación estaba decidido a volver al catre a toda
velocidad.
—¿Qué pasa Simancas? ¿Novedades?
—Sí, mi comandante. Los contactos han aumentado la velocidad y caen al sur. Deben
haberse hartado de dar vueltas sin ton ni son.
—¿Vuelven a puerto?
—Es imposible saberlo. Ahora mismo están aproados a Chafarinas. Supongo que
virarán tarde o temprano para no acercarse demasiado a las islas.
El comandante miró la carta. Su posición actual le colocaba a igual distancia de las islas
Chafarinas y de los buques marroquíes, quedando al oeste de ambos. Si el comandante
marroquí decidía rodear las islas por poniente le iban a pasar prácticamente por encima. Si
viraban a levante, por el contrario, se alejarían del submarino y el riesgo de perderles sería
grande.
—¡Avante para diez nudos!, rumbo al cero nueve cero. Vamos a cota periscópica —dijo
Martínez en voz alta. Mientras el submarino aumentaba su velocidad y la proa se inclinaba
suavemente hacia arriba, el segundo comandante enarcó las cejas, animando a su superior a
explicarse. Sabía que a Martínez le gustaba explicar sus decisiones y a él le gustaba oírlas.
—Vamos a acercarnos un poco. Si vienen hacia nosotros no cambiará nada, pero si
viran a babor tendremos bastante distancia adelantada. En cualquier caso estoy muy
mosqueado con estos tíos. No entiendo qué hacen aquí, y no me gusta lo que no entiendo.
—¿No estarán pensando en desembarcar? —dijo el segundo.
—Lo dudo. Al fin y al cabo sólo llevan unas pocas zodiacs entre la corbeta y los
patrulleros y en Chafarinas hay por lo menos una sección reforzada de Regulares. No tendrían
ni para empezar... —se detuvo bruscamente— A menos que...
Isla de Isabel II, Archipiélago de las Chafarinas.
El sargento primero Enrique Pérez terminó su café y dejó la taza en el fregadero. Había
comido un bocadillo y una coca—cola de pie en la cocina de la cantina y se disponía a hacer
otra ronda para controlar las posiciones defensivas de sus Regulares. Cuando salió fue por un
momento consciente del ruido constante de los generadores que abastecían de electricidad a
la guarnición y luego lo olvidó de nuevo. Era como el ruido del tráfico en una ciudad: con el
tiempo te acostumbras.
Tras un corto paseo, Pérez llegó al punto más alto de la isla, conocido como "La
Conquista", donde se alzaba el faro, al lado del cual se apostaba el equipo TOW adscrito
temporalmente al pelotón de armas de su sección. Desde allí tenía una vista privilegiada de
todo el perímetro de la isla. Y aunque el misil TOW era un arma antitanque, y no era muy
probable que aparecieran tanques por allí, Pérez sabía que resultaría igualmente letal, o más,
si se usaba contra cualquier embarcación menor 270que una fragata. Junto al lanzador TOW, y
aportado también por la sección de armas de la compañía para reforzar su sección, se
encontraba un lanzador Mistral, misil antiaéreo ligero de guía infrarroja.
Océano Atlántico.
—Romeo Uno Papa, aquí Morsa uno uno, tengo bogeys con demora uno siete ocho.
Cuento cuatro... no, cuento seis contactos en aproximación por el sur, a cuatro cero millas. No
tengo una lectura de altitud, pero estimo menos de tres cero cero pies. Vuelan bajo, Romeo.
—Morsa Uno Uno, aquí Romeo Uno Papa. Te copio seis bogeys con demora uno siete
ocho, cuatro cero millas, tres cero cero pies. Recibido.
El oficial de comunicaciones del portaaviones Príncipe de Asturias, de pie detrás de la
consola de radio, alcanzó el teléfono interior y llamó al puente para avisar al comandante.
Mientras tanto, el oficial táctico se afanaba junto al resto de la guardia del CIC en comprobar
la posición de los contactos en la carta y en determinar las acciones a tomar.
Por encima de ellos, a tres mil metros de altitud, el helicóptero AEW Sea King, gemelo
del que esa misma mañana había detectado un inocente avión marroquí de pasajeros, se
esforzaba por afianzar el nuevo contacto. A bordo, el brigada Pertejo se dejaba los ojos en la
pantalla del radar. Los bogeys volaban bajo y su señal se confundía a ratos con el "clutter"
marino, el abigarrado conjunto de ecos radar devueltos por las olas. A pesar de que el
procesador del radar eliminaba mucho de ese ruido, todavía dejaba trabajo suficiente para los
operadores humanos. Más que suficiente.
—iSon ocho, joder! —dijo Pertejo tras un rato de apoyar un dedo innecesariamente
sobre la pantalla. Sin pensar mucho en ello, cogió un clínex de una caja situada a su lado y
limpió la pantalla plana. Los contactos estaban ahí, mucho más claros ahora y ninguno
respondía a las señales del IFF.
El brigada, buscando instintivamente al Harrier de escolta a través de la pequeña
ventanilla ubicada a su izquierda, llamó de nuevo al portaaviones:
—Romeo Uno Papa, aquí Morsa uno uno. Corrijo número de contactos. Son ocho.
Repito son ocho. Los clasifico como hostiles. Actualizo demora a uno siete siete. Distancia tres
cinco millas, altitud dos cero cero pies.
—Roger, Morsa uno uno, recibido alto y claro. Manténgase alerta.
Gran Canaria.
Una vez lanzados los Harrier, el portaaviones Príncipe de Asturias viró de nuevo para
recuperar el rumbo original. A bordo, el contralmirante Subiño hablaba por radio con el
capitán de fragata Pérez de Castro, comandante272 de la Blas de Lezo, que actuaba como
comandante de guerra antiaérea del grupo de combate del Príncipe. A partir de ese momento,
la fragata de Pérez de Castro, por ser la unidad más moderna y mejor dotada de la agrupación
para enfrentarse a la amenaza aérea, coordinaría a todos los buques en la defensa frente a los
aviones que se aproximaban desde el sur.
—¿Cómo lo ves, Fernando? —dijo el contralmirante.
—Por el momento no es nada que no podamos manejar, almirante. Los Harrier de la
novena no deberían tener ningún problema para espantarnos a esos. Recomiendo mantener
rumbo y velocidad, pero si los "bandidos" mantienen su propio rumbo deberíamos encender
los equipos. Es casi seguro que saben que estamos aquí, de todos modos.
—Tienes razón. Lo que me pregunto es cómo demonios nos habrán localizado. ¿Sería el
comercial que detectamos por la mañana?
—Bien pudiera ser, almirante. O un pesquero... o pura chiripa. Vaya usted a saber.
En ese momento ambos interrumpieron la conversación. El líder de la escuadrilla de
cazabombarderos españoles acababa de entrar en el circuito de radio.
—Foxtrot Tres Bravo, habla Cobra dos cinco. Tengo tracking sobre los bandidos.
Permiso para iluminarlos.
—Autorizado para iluminarlos, Cobra. Proceda.
Los seis AV-8B Plus, desplegados en una formación escalonada por parejas,
manipularon los mandos de sus radares para ponerlos en modo de control de fuego y fijarlos
en sus blancos respectivos. Las coordenadas de los aviones marroquíes pasaron a través de
complejos cableados a los misiles que colgaban amenazadores de las alas de las aeronaves y se
almacenaron en los cerebros electrónicos de las armas. En milésimas de segundo, los haces de
radar que partían de los morros de los cazas españoles rebotaron en sus blancos, asignándoles
un ominoso destino.
—Foxtrot Tres Bravo, Cobra dos cinco —la voz del líder de la escuadrilla de cazas sonó
algo más tensa ahora—. Tenemos a los bandidos en "Lock-on". El IFF sigue negativo y
mantienen el rumbo. Solicito permiso para abrir fuego.
El capitán de fragata Pérez de Castro no vaciló. Sus reglas de en- frentamiento estaban
claras y había discutido ese supuesto con el contralmirante Subiño. Hizo un gesto al operador
de radio.
—Cobra dos cinco, aquí Foxtrot Tres Bravo. Armamento libre. Repito. Armamento
libre.
—Roger, Foxtrot, recibido. ¡Fox Uno, Fox Uno, Fox Uno!
Una línea de humo blanco partió de debajo de cada uno de los cazas españoles. Un
segundo después, dos de ellos dispararon un segundo misil AIM-120 AMRAAM. Cada uno de
los aviones agresores tenía asignada un arma y si la empresa Hughes, fabricante del ingenio,
no exageraba, sus posibilidades de escapar iban a ser mínimas.
Mientras los Harrier disparaban sus misiles AMRAAM contra los aviones enemigos, el
brigada Pertejo, a bordo del helicóptero AEW, no despegaba la vista del monitor de su radar.
Llevaba mucho rato así y un dolor leve pero insistente en la parte posterior de su cuello, le
recordaba la tensión a la que estaba sometido. Se acababa de frotar los ojos, de modo que al
principio pensó que la duplicación de las imágenes se debía a su gesto, pero rápidamente se
dio cuenta de que no. De cada punto que indicaba la presencia de un avión marroquí acababa
de desprenderse otro punto más pequeño. Casi gritó:
—¡Foxtrot Tres Bravo, aquí Morsa uno uno, los bandidos están lanzando! ¡Repito,
Foxtrot, los bandidos están lanzando!
A bordo de la Blas de Lezo, Pérez de Castro casi saltó en su asiento. Sin embargo respiró
hondo y se obligó a hablar con un tono de voz normal.
—Encender todo. Modo manual.
A la orden de su comandante los técnicos de radar del CIC de la fragata pulsaron los botones
273
correspondientes en sus consolas y, como por arte de magia, los grandes monitores planos se
iluminaron con la presentación táctica generada por el sistema AEGIS. Bastantes metros
sobre sus cabezas, sobre las facetas de la amazacotada superestructura de la fragata, cada uno
de los cuatro paneles planos del radar SPY-i D comenzó a emitir un millón de vatios de
energía electromagnética capaz de detectar casi cualquier cosa que entrara dentro de su
alcance.
Océano Atlántico.
—¡Splash! Aquí Cobra dos cinco. Tengo un splash... no, corrijo, tengo tres splash.
—Te copio Cobra dos cinco, aquí Foxtrot tres Bravo. Pero yo cuento cinco blancos
batidos. Repito: cuento cinco blancos batidos.
—Roger Foxtrot, hemos bajado cinco bandidos. Los otros tres han evadido y caen al sur
muy rápido. No los vamos a poder alcanzar.
—¡Olvida los bandidos Cobra dos cinco! Tenemos misiles entrando al uno ocho cero.
Búscalos y destrúyelos.
El piloto de Harrier no había olvidado el aviso de disparo hostil dado por el helicóptero
AEW, pero su alertador de amenazas había permanecido apagado. Desde luego no se trataba
de misiles aire-aire. Bien, si eran misiles antibuque descenderían al nivel del mar para luego
estabilizarse a muy baja altitud. Allí tendría que buscarlos. Con una señal a su punto, hizo
picar su caza en un pronunciado ángulo de descenso mientras escudriñaba el horizonte
meridional, sin ver otra cosa que el reflejo del sol en las olas.
El helicóptero Sea King AEW, adelantado ahora bastantes millas al grupo de batalla
español, buscaba también frenéticamente los misiles enemigos con su radar Searchwater
protegido por un domo hinchable. Cuanto antes los detectara, más tiempo tendrían para
abatirlos. Pero, para mayor sufrimiento del cuello del brigada Pertejo, los misiles no
aparecían.
—Ya deberían estar dentro de nuestro alcance, joder —dijo Pertejo al piloto con un
gruñido que era una mezcla de dolor físico y frustración—. Lo único que nos podrían lanzar
son Exocet y los chismes esos tienen una RCS del carajo.
El piloto del helicóptero, un teniente de navio, apreciaba y respetaba a su radarista.
Sabía que era el mejor de la escuadrilla y si decía que tenían que estar dentro del alcance del
radar, era que tenían que estar. En cualquier caso no podían seguir alejándose del Príncipe de
Asturias: en menos de cinco minutos alcanzarían el punto "bingo fuel" y tendrían que
regresar al portaaviones.
—Voy a dar la vuelta, Pertejo. Tú sigue vigilando esa pantalla.
Mar de Alborán.
Aquello era una pesadilla. Enrique Pérez no había podido entrar en la vieja edificación
que albergaba el puesto de mando de la guarnición. Antes de llegar, el cañoneo que había
machacado a sus hombres en la loma se había desplazado al centro de la isla y acababa de
hundir el techo del cuarto de la radio. Cubiertos de polvo, un cabo y un soldado salieron
tambaleándose de las ruinas, aparentemente ilesos.
—Álvarez, ¿has dado aviso?
—No, mi sargento, el generador se ha caído al principio del bombardeo y cuando hemos
podido arrancar el auxiliar, han empezado a zumbarnos a nosotros. Hemos salido de milagro.
El cabo temblaba visiblemente, aún bajo el efecto del shock.
—¿Y el teniente?
—Está muerto, mi sargento. Una viga...
Una nueva granada les obligó a hacer cuerpo a tierra. Un minuto después corrían hacia
el sur de la isla, hasta un promontorio cerca del embarcadero, en donde se encontraba
atrincherado el grueso del destacamento.
Mar de Alborán.
—¡Arriba periscopio! —Luis Martínez siguió con su cuerpo el ascenso del instrumento
sin despegar los ojos de la óptica. Mientras describía un rápido giro de trescientos sesenta
grados, un suboficial mantenía en la mano un cronómetro e iba cantando los segundos de
exposición, al mismo tiempo que un vídeo grababa todo lo que el comandante veía
directamente. Cuando el suboficial anunció el séptimo segundo sobre la superficie, Martínez
hizo bajar el periscopio con un golpe seco. En un "pinchazo" tan rápido era muy improbable
que les detectaran, o al menos eso esperaban todos.
El video, pasado a velocidad lenta, permitió a toda la tripulación de la cámara de mando
ver lo que ya había visto el comandante. La corbeta marroquí Lieutenant Colonel Errhamani,
navegaba a poca velocidad con rumbo oeste absoluto, guiando en línea de fila a las dos
patrulleras más pequeñas de la clase Commandant Al Khattabi. Los tres buques disparaban a
intervalos regulares con sus piezas del 76 contra la isla de Isabel II.
—Quiero soluciones de tiro para los tres blancos.
—Están listas, mi comandante. Permiso para asignar los objetivos.
—Autorizado. Inundar tubos dos, tres y cuatro —dijo el comandante sin quitar la vista
de la pantalla del sonar, donde se veían claramente los trazos de los tres barcos marroquíes.
—íBlancos asignados! íTubos inundados!
Luis Martínez vaciló un segundo. El comandante del submarino no era ningún
psicópata asesino, y pasar de una situación de paz a otra de guerra, no era cosa que se pudiera
hacer sin un estremecimiento de la conciencia. Pero aquellos barcos, por más que estuvieran
llenos de gente no muy diferente de él mismo y sus hombres, estaban disparando contra
territorio español, y muy probablemente contra soldados españoles. Sus reglas de
enfrentamiento no dejaban lugar a dudas y su sentido del deber se impuso sobre su escrúpulo
moral. 276
—Abrir compuertas exteriores. ¡Lanzar dos, tres y cuatro!
Las cargas de aire comprimido hicieron vibrar por un segundo al submarino, al
expulsar los torpedos de sus tubos. Las armas, tras agotar la inercia del lanzamiento,
comenzaron a desplazarse propulsadas por sus motores eléctricos. Detrás de cada torpedo, un
largo hilo se iba desenrollando para mantener la conexión con el submarino. Hasta que los
hilos se rompieran o fueran cortados, la tripulación del sumergible podría controlarlos a
distancia.
—¿Han detectado los lanzamientos?
Simancas, el sonarista, negó con la cabeza mientras escuchaba atentamente sus
auriculares y escrutaba la pantalla.
—Si los han oído no lo demuestran, mi comandante. La cuenta de vueltas de las hélices
no ha cambiado y tampoco la demora. Siguen igual.
—¿Qué tal son los sonaristas marroquíes?
—Pues personalmente no lo sé, pero Juanito Bermúdez, que estuvo muchos años
destinado en el Narval y ha estado muchas veces de maniobras con ellos, contaba que muy
buenos no eran.
Simancas, que ante todo era un tipo sensato, tras un silencio, añadió:
—Mejor no fiarse, de todos modos.
Océano Atlántico.
De modo que era aquello. Enrique Pérez enfocó sus prismáticos hacia el horizonte del
sur, siguiendo la indicación de un soldado. Contó cuatro manchas negras que fueron
creciendo rápidamente. Dos de ellas, más pequeñas, se separaron del grupo y se
desplegaron a derecha e izquierda. Estaba tan absorto en la contemplación de lo que pronto
quedó claro que eran helicópteros, que tardó un segundo en reaccionar al grito de un cabo:
—ICuerpo a tierra! ¡Artillería!
De nuevo comenzaba la pesadilla. Ni Pérez ni ninguno de sus, hombres se habían
encontrado antes bajo el fuego enemigo, y se trataba, evidentemente, de algo a lo que no se
iban a acostumbrar en cinco minutos. Pero el teniente estaba muerto, Y Enrique Pérez,
sargento primero del Ejército de Tierra, estaba ahora al mando.
—Tomás —gritó en un intervalo de silencio entre dos granadas—, quiero que lleves a tu
pelotón a "La Conquista". Allí no queda nadie, y277
si esos cabrones aterrizan no quiero que nos
cojan a todos juntos.
El sargento Agustín Tomás salió corriendo, parcialmente agachado, seguido a
intervalos regulares por sus fusileros. Acababan de irse cuando el bombardeo se
interrumpió bruscamente.
Mar de Alborán.
Océano Atlántico.
Pérez de Castro seguía la evolución de la situación sobre la pantalla del CIC de la Blas
de Lezo. El último informe del helicóptero había dado al traste con la claridad del
planteamiento táctico. No había misiles. Ni el helicóptero AEW, ni la fragata Extremadura, ni
los propios sistemas de la Blas de Lezo detectaban nada procedente del sur. Sólo los
Harrier propios que se habían desplegado para buscar visualmente los elusivos misiles
aparecían en la pantalla, pero ellos tampoco veían nada. Tanto mejor, pensó el comandante de
guerra antiaérea. Pero sin saber bien por qué, seguía inquieto.
—Acabamos de recibir un mensaje de Canarias, del Ejército del Aire, mi comandante
—interrumpió el oficial de comunicaciones—. Parece que una pareja de F-18 de Gando ha
interceptado tres F-5 marroquíes que volaban con rumbo sur en la derrota calculada para los
bandidos que se nos han escapado. Dicen que han derribado a los tres.
—¿Cómo que F-5? Los que nos han atacado no podían ser F-5. Esos no pueden llevar
misiles antibuque. Sólo bombas tontas y el perfil del ataque no parecía nada normal para una
misión de bombardeo. Y además... ¿qué coño han lanzado? ¿Depósitos auxiliares?
El oficial de comunicaciones se encogió de hombros. El mensaje decía lo que decía. Y no
había más.
—Es acojonante —dijo el brigada Pertejo sin apartar la vista de su pantalla de radar.
Encontrándose todavía bastante al sur de la Blas de Lezo, el Sea King no había detectado de
inmediato el ataque marroquí. Sólo cuando, a petición del radarista, el piloto hubo ascendido
varios miles de pies pudieron tener un cuadro claro de la situación, aunque a costa de
consumir un combustible que ya empezaba a escasear peligrosamente.
Por ello, a bordo del portaaviones Príncipe de Asturias, un segundo helicóptero AEW
estaba ya preparado para despegar inmediatamente antes de que ellos apontaran, a fin de
mantener una cobertura permanente sobre la escuadra. Pero Pertejo era ya consciente de que,
en buena medida, la patrulla AEW había fracasado en su misión de detección precoz. El
amago de ataque por el sur había atraído su atención y, si bien habían dirigido con éxito a los
Harrier contra los intrusos, lo cierto era que esa había sido, con toda probabilidad, la
intención del enemigo que, mientras tanto, se había colado subrepticiamente por el norte.
Ahora, sin más cazas que oponer a los atacantes, la defensa de la escuadra estaba totalmente
en manos de la fragata AEGIS.
—Cinco segundos para la intercepción. Cuatro... tres... dos... uno... ¡Batido!, ¡batido!,
¡fallo!, ¡batido!, ¡batido!... —un suboficial iba cantando
280 los impactos de los misiles Standard—
¡ Joder, falló el último!
Las miradas de todos los presentes en el CIC estaban fijas en la pantalla. Ver los iconos
de colores les proporcionaba un cierto distan- ciamiento frente a la cruda realidad: esos
iconos llevaban cada uno ciento sesenta y cinco kilos de alto explosivo y se dirigían hacia ellos.
Pero por el momento sólo parecía un videojuego en el que, aparentemente, iban ganando.
Sólo quedaban dos trazas de color rojo en la pantalla, a menos de ocho millas por la banda de
babor de la Blas de Lezo y cada uno de ellos acababa de recibir la asignación de dos misiles
ESSM por parte del sistema de combate AEGIS.
En el lanzador vertical se abrieron otras dos portezuelas, pero sólo se lanzó un misil.
Antes de que el segundo saliera de su pozo, uno de los Exocet marroquíes fue víctima de las
contramedidas electrónicas españolas que en ese momento saturaban una burbuja de espacio
electromagnético de varias decenas de millas en torno al grupo de batalla. EJ misil antibuque
perdió su guía y se precipitó inofensivamente al mar cinco millas antes de su objetivo.
—Tenemos un "soft kill" —dijo el suboficial sin poder reprimir una tensa sonrisa—, pero
todavía queda un vampiro en el aire. El ESSM lo va a interceptar en cinco, cuatro, tres, dos,
uno... ¡Batido, el hijo de puta!
El suboficial levantó un puño en el aire, pero luego lo bajó y miró al comandante con una
mueca de culpabilidad.
—Con perdón de mi comandante —dijo en voz baja.
Pérez de Castro sonrió y palmeó la espalda del radarista con afecto y alivio.
—No hay de qué don Ignacio —contestó—. No hay de qué.
Isla de Isabel II, Archipiélago de las Chafarinas.
El sargento Tomás y su pelotón llegaron al punto más alto de la pequeña isla justo a
tiempo para ser testigos de la destrucción de la corbeta y la patrullera marroquíes.
Contemplaron boquiabiertos las explosiones sin comprender de dónde había llegado aquella
inesperada ayuda. Pero no tuvieron mucho tiempo para recrearse en la desaparición de los
que, hasta pocos minutos antes, se habían esforzado por matarlos a todos. Desde el oeste,
donde el sol iniciaba su camino hacia el horizonte, surgió el estrépito de un rotor y un instante
después, el tableteo sincopado de una ametralladora.
Tomás identificó inmediatamente la inconfundible silueta de un helicóptero Huey que
completaba una pasada sobre ellos mientras esquirlas de roca y metralla saltaban a su
alrededor. Afortunadamente nadie resultó herido, pero cuando el helicóptero volviese, eso no
iba a durar. El sargento ordenó a su pelotón que se desplegase entre los pedrus- cos, aunque la
protección que ofrecían era muy exigua.
Pero el Huey no dio la vuelta, sino que se alejó hacia la cercana isla Congreso, sobre la
cual permaneció orbitando a una distancia de seguridad en formación con dos helicópteros de
transporte Puma.
Al sur, un segundo Huey se alejaba hacia el continente dejando un rastro de humo
negro tras ser alcanzado por el furioso fuego de ametralladora con que le había recibido el
pelotón de Enrique Pérez.
La fuerza helitransportada marroquí, compuesta ahora por dos helicópteros SA330C
Puma y un Augusta Bell AB205A, parecía estar considerando sus opciones. Para el
comandante de la operación, pensó Tomás, tenía que ser evidente que el ataque había
resultado un fiasco. La destrucción de los buques marroquíes había dejado a la fuerza de
asalto sin apoyo de fuego en un momento crítico. Y no habían sido capaces de aprovechar el
efecto sorpresa. Ahora se iban a ver en un dilema: cargar contra una oposición prevenida y
decidida o volverse por donde habían venido.
—Tomás, aquí Pérez. Dime qué ves, cambio.
—Están sobre el Congreso, mi primero. Dan vueltas como sin decidirse.
—Vale. Mira, quiero que te quedes ahí. Mete a parte de tu gente en el faro y despliega al
resto. Yo voy a desplegarme en arco desde aquí hasta los almacenes para ir avanzando hacia el
281
helipuerto. Si vienen les vamos a dar con todo. Lo que espero es que, quien sea que haya
hundido a esos barcos, se acuerde de nosotros y nos mande refuerzos. Cambio.
—Recibido mi primero.
—Suerte Agustín.
Un par de minutos después, Agustín Tomás, pudo comprobar con un escalofrío que los
marroquíes habían optado por atacar: tras un corto vuelo por encima del estrecho brazo de
agua que separa las islas de Isabel II y del Congreso, los dos helicópteros Puma se habían
dejado caer como piedras en un espeluznante aterrizaje de combate sobre la explanada
circular de hormigón del helipuerto, perdiéndose de vista tras los barracones que cortaba su
línea de visión.
Más al sur, sin embargo, Enrique Pérez pudo contemplar sin trabas el aterrizaje. De
cada uno de los helicópteros saltó una veintena de paracaidistas marroquíes que corrieron
para cubrirse del fuego de los Regulares. Afortunadamente para ellos, los soldados españoles
estaban todavía demasiado lejos para ser capaces de oponerles un fuego preciso. Así y todo,
cuatro soldados marroquíes cayeron heridos y fueron rápidamente subidos de nuevo a los
helicópteros, que despegaron de inmediato con sus fuselajes acribillados por el fuego de
armas ligeras pero sin daños de consideración.
Océano Atlántico.
Cuarenta millas al nordeste del grupo de batalla español, el teniente coronel Zayid
empezaba a relajarse por fin. Nada más lanzar el Exocet su radar se había vuelto loco por las
contramedidas electrónicas españolas. Y enseguida el alertador le había informado que estaba
siendo iluminado por un radar SPY-i en modo control de fuego. Zayid y su escuadrón se
habían dejado caer bruscamente hasta el nivel del mar y habían dado la vuelta sobre su estela
poniendo rumbo a tierra con los postquemadores encendidos. Pocos segundos después se
habían sabido enganchados por misiles SM-2. Los pilotos marroquíes habían vivido unos
minutos estremecedores preguntándose si serían capaces de escapar. Al final la suerte había
estado de su parte y los misiles antiaéreos habían agotado su combustible sin llegar a
impactar, pero el margen había sido estrecho. Muy estrecho.
Zayid, ya más tranquilo, reflexionó sobre el ataque mientras veía ensancharse en el
horizonte la línea de la costa marroquí. Sus informes de inteligencia decían que no había
ninguna fragata AEGIS en la escuadra española. Pero evidentemente, se habían equivocado.
Eso reducía drásticamente sus posibilidades de éxito. Y lo que era peor, imposibilitaba el
previsto vuelo de reconocimiento para evaluar el ataque. Se preguntó qué iba a informar a sus
superiores. Especulaciones y nada más. Eso era todo lo que iba a ser capaz de aportar.
La situación acababa de entrar en una fase de bloqueo casi total. Los paracaidistas
marroquíes nada más saltar de sus helicópteros habían ganado los edificios cercanos a la pista
de hormigón buscando la seguridad de los mismos. Los regulares del sargento Pérez habían
hecho otro tanto y se habían ocultado en los almacenes de la isla, mientras el pelotón de
Agustín Tomás permanecía en el faro y sus alrededores. Los regulares disponían de radios de
corto alcance pero no podían contactar con su base de Melilla. En una situación de práctica
igualdad numérica, marroquíes y españoles valoraban sus posibilidades de prevalecer en lo
que sólo podía evolucionar hacia una encarnizada lucha casa por casa y habitación por
habitación. No era una perspectiva atractiva para nadie y ambos bandos se limitaron a enviar
vacilantes patrullas de un par de hombres para reconocer el terreno.
Inevitablemente las patrullas se habían encontrado con sus oponentes y habían
retrocedido prudentemente tras intercambiar disparos poco precisos desde quicios de puertas
y ventanas rotas a culatazos.
Mar de Alborán.
Océano Atlántico.
—Mi comandante, tengo tres contactos radar con demora dos ocho cinco. Vienen muy
bajos y... ¡joder mi comandante, van a ser vampiros!
En el CIC de la Extremadura la temperatura pareció bajar varios grados. El curso de los
acontecimientos había sacado a la veterana fragata del centro de la acción justo cuando
habían creído ser el objetivo de un ataque masivo con misiles. Aquello había sido sólo una
finta mientras el auténtico ataque llegaba por la retaguardia para darse de bruces con el poder
antiaéreo de su joven compañera de escuadrilla. Pero ahora...
—¿Está seguro, mi sargento? 284
—Son vampiros mi comandante. Seguro.
El comandante Aparicio no dudó. Tampoco tenía tiempo para hacerlo. Disponía de
cuarenta segundos, quizá cincuenta. Ni uno más.
—Oficial de armas: ¡Armamento libre! Guerra electrónica. ¡ECM activas!
Alargando la mano, agarró el micrófono:
—Puente, ¡toda la caña a babor para caer al cero nueve cero, avante
toda!
Luego giró un dial para hablar a toda la dotación:
—Habla el comandante. ¡Impacto inminente de misil en treinta segundos! Condición de
estanqueidad "zebra".
Afortunadamente no habían levantado aún el zafarrancho de combate y todo el mundo estaba
en sus puestos de combate. Eso les iba a dar unos segundos adicionales para reaccionar. Y por
Dios que los iban a necesitar. A pesar de las sucesivas modernizaciones que la
Extremadura había recibido a lo largo de su vida operativa, seguía siendo un buque de más
de treinta años de edad y sus prestaciones estaban años luz por detrás de las de la Blas de
Lezo. Pocos minutos antes, la fragata clase F 100 se había enfrentado a un ataque con seis
misiles antibuque y había destruido todos ellos de forma insultantemente sencilla. Ahora
ellos se enfrentaban a un ataque de "solo" tres misiles, pero sus posibilidades de éxito eran
mucho menores.
Aunque sabía la respuesta de antemano, Aparicio buscó en la pantalla táctica la
posición de la Blas de Lezo. Efectivamente, no había posibilidad alguna de recibir ayuda por
su parte, más allá de los esfuerzos electrónicos que ya estaba haciendo. Bien, todo el mundo
sabía que actuar como piquete radar es uno de los trabajos más peligrosos que puede hacer
un buque en tiempo de guerra. Y a ellos les pagaban para eso, ¿verdad?
—¡Impacto de misil en veinte segundos! —el oficial táctico había asumido la función de
anunciar los tiempos por megafonía.
En ese momento, una campana anunció el lanzamiento de un misil Standard SM-i, que
partió raudo al encuentro de los Exocet marroquíes.
Los operadores del control de armas y de las consolas de designación y lanzamiento
habían hecho un trabajo excelente, lanzando en poco más de diez segundos desde el aviso.
Desgraciadamente la Extremadura sólo podía guiar los misiles de uno en uno y había tres
vampiros en el aire.
—iVampiro batido! —gritó el operador de radar, a la vez que un segundo SM-i salía de
su lanzador Mk. 22, a popa de la fragata.
—¡Impacto inminente de misil en quince segundos!
—Intercepción en cuatro, tres, dos, uno...
En la pantalla del radar, la traza del Standard sobrepasó las de los misiles marroquíes.
Por alguna razón, la espoleta de proximidad del misil antiaéreo no había funcionado. El
operador de radar cantó el fallo con voz quebrada, mientras el TAO, con los nudillos blancos,
se llevaba el micrófono a la boca:
—¡Impacto de misil en diez segundos! ¡Agarrarse, agarrarse, agarrarse!
Todo el mundo en el CIC se agarró a las barras repartidas estratégicamente. Los
operadores de las consolas se ajustaron los cinturones de seguridad. Varios se santiguaron
rápidamente.
Los Exocet se encontraban ahora a unos tres mil metros de su objetivo, con sus radares
bloqueados sobre el eco de la Extremadura a pesar de todos los intentos de los equipos de
guerra electrónica de la fragata para romper el bloqueo. En ese momento, los lanzadores de
chaff FMC SRBOC Mk 36 crearon una gran burbuja de tiras de aluminio que flotaron en el
aire por la popa del buque, intentando crear un falso blanco para los misiles. Durante un par
de segundos, uno de los Exocet dudó, en la medida en que puede dudar un cerebro
electrónico y se desvió ligeramente hacia la izquierda, pero la brisa del sur dispersó la nube de
chaff demasiado rápido y el misil marroquí volvió285 a aferrarse al mayor blanco que había
dentro de su alcance, que no era otro que la Extremadura.
Entonces abrió fuego el montaje Meroka de la banda de estribor de la fragata, rociando
el espacio con proyectiles de veinte milímetros a razón de veinticuatro disparos por segundo.
El sistema Meroka era uno de los sistemas de armas más controvertidos en servicio en la
Armada. Para los más cínicos no tenía otra utilidad que servir de ancla auxiliar en caso de
necesidad.
Y sin embargo funcionó bien. La cuarta salva de doce proyectiles pulverizó uno de los
Exocet, cuyos fragmentos se precipitaron al mar, pero aún quedaba uno.
—ilmpacto en cinco segundos! ¡Agarrarse, agarrarse, agarrarse!
No quedaba sino rezar... y eso no funcionó. El último de los misiles marroquíes hizo
blanco en la superestructura popel de la Extremadura, justo debajo del montaje de misiles
Mk.22, a lo largo del eje mayor del buque. Atravesó varios mamparos y luego estalló bajo la
torreta del radar iluminador, algo a popa de los lanzadores de misiles Harpoon.
286
Isla de Isabel II, Archipiélago de las Chafarinas.
Océano Atlántico.
La Extremadura flotaba muerta en el agua ante los ojos del contralmirante Subiño. La
columna de humo que surgía de las entrañas de la fragata había perdido algo de intensidad,
pero conservaba su aspecto ominoso. Sin duda el buque estaba perdido, aunque Aparicio, su
comandante, le había dicho que, con un poco de suerte, no se iría a pique. Eso tenía una
importancia más simbólica que real. Con más de treinta años sobre sus cuadernas, la
Extremadura jamás sería reparada, pero al menos el enemigo no podría adjudicarse otro
hundimiento. Tampoco era lo mismo presentar al gobierno una fragata averiada que una
hundida.
Lo que no tenía remedio era la pérdida de vidas. Al menos veinte suboficiales y
marineros habían muerto. Varias decenas más estaban heridos, y había muchos
desaparecidos entre aquellos cuyos puestos de combate se encontraban en las zonas afectadas
directamente por el impacto. No era probable que hubieran sobrevivido a aquel infierno.
Subiño sintió crecer un nudo en su garganta, pero no se permitió ceder a la emoción. La
hora del llanto no había llegado todavía. No antes de la de la venganza.
Algo como los misiles Penguin que colgaban del costado de babor de los tres
helicópteros SH-60 B Seahawk que habían despegado de las tres fragatas que permanecían
operativas en la escuadra española en cuanto se tuvo confirmación del contacto.
No hizo falta mucho tiempo para que los Seahawk alcanzaran su distancia de
lanzamiento. Escoltados por una pareja de Harrier que habían vuelto a despegar del Príncipe
de Asturias una vez repostados, se desplegaron con un intervalo de una milla entre ellos. De
ese modo los misiles alcanzarían su objetivo desde vectores diferentes, dificultando cualquier
posible defensa. Pero no había defensa posible para la Hassan II. La fragata marroquí era, a
pesar de su designación oficial, un buque de patrulla marítima no preparado para hacer frente
a un ataque con misiles.
Los tres Penguin españoles alcanzaron su objetivo casi en el mismo instante y su efecto
combinado fue demoledor. Lo que había sido el buque marroquí 287 más moderno y orgulloso,
era ahora una ruina humeante, hundiéndose lentamente de popa en el océano.
288
Mar de Alborán.
—¡Gracias a Dios! —dijo el comandante Martínez doblando el formulario de mensaje y
guardándoselo en el bolsillo de la camisa— Ya viene la caballería.
Con una sonrisa en los labios ordenó bajar la antena con la que había estado enviando
mensajes en demanda de ayuda para los regulares de Chafarinas. Su misión, al menos por el
momento, estaba sobradamente cumplida. Era hora de buscar aguas más profundas.
—Avante para diez nudos. Caemos al tres cinco cinco, cota cincuenta.
Trescientos pies por encima de la superficie del mar tres helicópteros CH-47 Chinook
del BHELTRA V se aproximaban a las islas Chafarinas escoltados por dos helicópteros de
ataque B0-105. Más arriba, una pareja de cazabombarderos EF-2000 proporcionaban escolta
antiaérea. Dentro de la enorme panza de los Chinook, más de un centenar de fusileros de la
Brigada Paracaidista, se preparaban para acudir en ayuda de Pérez y sus hombres. Océano
Atlántico,
289
17 de septiembre
Tetuán, Marruecos.
Con un sordo clic, la fecha del reloj de pulsera de Alfredo Suárez saltó
automáticamente al llegar la media noche. En el televisor de la habitación del hotel ya
no se podían ver cadenas españolas de televisión, ni siquiera TVE internacional, pero
la CNN y la Fox se estaban ocupando de la crisis con bastante amplitud. No había
confirmación de las partes, pero aparentemente esa misma tarde, se había
desarrollado una importante batalla naval en aguas del Atlántico cercanas a Canarias.
—¿Se sabe algo? —le preguntó a Carlos Cuenca, que miraba absorto la pantalla
de su ordenador portátil. Al principio habían pensado en tomar dos habitaciones para
evitar malos entendidos, pero después el oficial del CNI había decidido que los malos
entendidos podían constituir una tapadera inmejorable.
El marroquí había aceptado hablar con Cuenca esa mañana, pero había dejado
claro que, en adelante, sólo hablaría con Suárez. El médico había intentado eludir esa
responsabilidad, pero Hammadi había sido inflexible en eso y no le había quedado otro
remedio que aceptar su condición de intermediario en lo que no iba a ser una tarea
nada fácil. Como para irse a dormir.
—Lo que no entiendo es cómo demonios puede ayudarnos el pobre viejo éste
—dijo Alfredo mientras masticaba unas almendras que había encontrado en el minibar.
—Para empezar no es tan viejo. Debe tener cincuenta y pocos años. Y puede
proporcionarnos muchísima información sobre los movimientos integristas en
Marruecos.
—Ya, pero... ¿por qué tendría que hacerlo? No creo que esté interesado en
colaborar por dinero y, aparte de que me esté agradecido porque hace años operé a su
hijo, no creo que le caigamos especialmente bien.
—Pásame una almendra, anda. Mira, tú mismo nos contaste que Hammadi está
quemado. Es islamista, sí, pero no es un terrorista, ni un asesino. En realidad es un
hombre de honor y por ahí es por donde hay que entrarle. No le caemos bien, cierto.
Pero el régimen de Rabat le cae peor todavía, aunque lo vea como un mal menor para
320
su país. Y lo que está pasando puede influir enormemente en Rabat, para bien o para
mal. Además también te contó que le preocupa sobremanera lo que puedan hacer los
integristas si Marruecos pierde la guerra. Eso es, precisamente, lo que más nos
interesa.
—¿Y cómo podemos nosotros aprovechar el conocimiento sobre lo que hacen los
integristas?
—Exacto.
Madrid.
—Parece que la van a poder mantener a flote —dijo con visible alivio.
Los hombres reunidos en torno a la mesa apretaron las mandíbulas. Todos eran
conscientes de que la ira no era buena consejera para los más altos responsables de las
fuerzas armadas de un país en guerra, pero seguían siendo seres humanos, y la
adrenalina circulaba por sus cuerpos como por el de cualquier otro.
El primero en hablar fue el JEMA, el jefe de estado mayor del Ejército del Aire.
Era un hombre tranquilo y regordete que raramente levantaba la voz.
321
—¿Alguien me puede decir a qué estamos esperando para barrer del mapa a esos
cabrones?
—Joder, Paco —respondió el jefe de estado mayor de la Defensa-, no tienes una
postura muy constructiva que digamos.
El general del aire Francisco Luque Cadaqués miró al JEMAD con una sonrisa
helada que no contenía ni una pizca de alegría.
—Es que hoy tengo el ánimo más bien destructivo, mi general. Y también tengo
en Morón, y en Gando, y en Los Llanos un montón de aviones de combate con la
barriga cargada de bombas y mucha mala leche acumulada.
—La situación está controlada —respondió el jefe de estado mayor del Ejército—.
Los supervivientes de la sección de regulares que llevaron el peso de la defensa ya han
sido evacuados. Han combatido muy bien, a pesar de las bajas. Cuando llegaron los
paracaidistas, tenían al enemigo inmovilizado en una zona muy pequeña. Ahora hay
una compañía completa de la BRIPAC en las islas. No tengo ni idea de porqué se les
ocurrió a los marroquíes atacarlas, pero desde luego que no van a tener cojones de
volver después de la paliza que se han llevado.
lilla.
El silencio en el despacho de Driss Abdelar era absoluto. Tan profundo que era
posible distinguir el lejano sonido de las palabras del interlocutor del general Munjib
al otro lado de la línea telefónica. El ambiente, desde luego, resultaba acorde con la
crispación del gesto del ministro de Defensa. Lo que Munjib estaba escuchando no
podían ser, en modo alguno, buenas noticias.
—Se trataba de un avión Hércules de guerra electrónica. Como sin duda sabe el
señor ministro —era el turno de Munjib para el sarcasmo-. Se trata de un tipo de
aparato que detecta las características específicas de cada tipo de radar para
identificarlo. Lo que el Hércules detectó era sin ningún lugar a dudas un buque de
guerra español, concretamente una fragata de tipo AEGIS. Un instante después de
enviar su informe, recibió el impacto de un misil antiaéreo y cayó al mar. ¿Le parece al
señor ministro suficiente seguridad?
—¡No le tolero ese tono de voz, Munjib! Es usted un maldito incompetente con
aires de superioridad. Eso es lo que es. Si supiera hacer su trabajo no estaríamos
metidos en esta situación.
—No me he vuelto loco. Piénselo, hombre, usted mismo nos dio la clave hace
unos días. Se trata del precio. A España le está saliendo muy barata esta guerra.
Sólo han perdido un par de barcos, que ni siquiera eran los más modernos de su
flota, y quizá doscientos hombres. Algunos periódicos españoles ya se preguntan si
esa plataforma petrolífera merece la pena. Difícilmente soportarán más bolsas de
plástico.
Pero el ministro de defensa era ante todo un hombre práctico, y prefería mirar
hacia el futuro que hacia el pasado. Sólo que el futuro no se presentaba nada
prometedor.
Océano Atlántico.
El teniente Hannach volvió a leer sus órdenes con un gesto amargo. Las había
recibido en modo texto por vía satélite en su ordenador portátil táctico.
Se trataba del último juguete tecnológico comprado a los americanos por la Real
Infantería de Marina. El joven oficial no estaba muy seguro de su utilidad en combate,
pero no cabía duda de que el cabrón que prácticamente le estaba ordenando suicidarse
no se había visto obligado a decírselo de palabra, como un hombre.
La operación Sierra Foxtrot entraba en su fase final. Hasta ese momento, todos
los movimientos de las Fuerzas Armadas estaban planificados. Lo que nadie sabía era
que iba a pasar después.
Océano Atlántico.
Los pilotos españoles no eran los únicos que disponían aquella noche de gafas de
visión nocturna. Encaramado en el punto más alto de la torre de perforación de la
plataforma Canarias 1, un cabo marroquí luchaba contra el vértigo mientras escrutaba
el horizonte a través de su propio aparato de intensificación de la luz nocturna. La
calidad de la imagen distaba mucho de ser óptima, pero a pesar de todo no podía dejar
de ver los cinco aparatos que se aproximaban por el noroeste. Con un escalofrío, soltó
su mano derecha de la barandilla de seguridad para alcanzar su "walky-talky", colgado
del cinturón.
diez.
Mientras Cobra cero siete iniciaba una vertiginosa serie de bruscas maniobras
evasivas y lanzaba un rosario de bengalas destinadas a confundir a la cabeza buscadora
del misil, su punto no perdió el tiempo. Con un movimiento del pulgar derecho accionó
la palanca de selección de armamento para elegir los cohetes ZUÑI de cinco pulgadas.
Un segundo después, cuando la distancia de lanzamiento se encontraba ya peligro-
samente cerca del mínimo de seguridad, apretó el gatillo y lanzó dos salvas de tres
cohetes cada una. Luego, sin esperar a ver el resultado de su disparo, tiró de la palanca
de mando y metió gas a fondo mientras lanzaba su propia serie de señuelos infrarrojos.
Hassan el Yazghi contempló extasiado la trayectoria espiral del misil que acababa
de lanzar. Parecía cosa de magia verlo perseguir el resplandor de los escapes del caza
enemigo que se alejaba maniobrando violentamente y soltando pequeñas bengalas que
no parecían desorientar al misil de su objetivo. Sonrió y se dio la vuelta para pedir a su
asistente una recarga para su lanzador. Entonces todo estalló a su alrededor, sin que
Hassan llegara nunca a saber qué lo había matado. Con él murió su asistente y
desapareció el cincuenta por ciento de la defensa antiaérea de la plataforma Canarias
1.
Pero el SA-7 Grail que había lanzado no tenía modo de saber que el tubo del que
había salido y la mano que lo había disparado no existían ya. Y aunque lo hubiera
sabido, probablemente no le habría importado. La única razón de su existencia era
cazar aviones, y su limitado cerebro electrónico estaba dedicado a ello por completo,
analizando los brillantes, calientes y atractivos señuelos infrarrojos y desechándolos
uno por uno para volver a centrarse en el chorro de gases de escape del Harrier, menos
llamativo, pero más coincidente con el patrón que su programación le obligaba a
buscar. Y no era fácil. El caza español maniobraba bruscamente obligando al misil a
malgastar su escaso combustible en seguir la trayectoria de su blanco. Pero su
velocidad era mucho mayor y la distancia entre ambos disminuía de forma sostenida.
Era una carrera entre resistencia y velocidad y aunque el tiempo corría en contra del
misil de fabricación rusa, la fortuna se decantó a su favor. Justo en el momento en que
el motor cohete agotó el último gramo de combustible, el misil impactó en el fuselaje
del avión español activando la espoleta, haciendo explotar la cabeza de guerra y
arrancando de cuajo la cola de la aeronave en mitad de un viraje a la derecha.
—Negativo Cobra uno uno. Hay dos Plus en más cinco para darte el relevo. Cae al
dos siete cero para iniciar circuito de apontaje.
—¡A los helicópteros, joder!, dije que había que disparar a los helicópteros. Un
caza no puede conquistar una mierda, pero un helicóptero sí. ¿Qué daños tenemos?
El sargento tenía la cara tiznada por el humo del incendio que acababa de
presenciar.
Hannach apretó las mandíbulas. Tres bajas. Eso le dejaba con veinticinco
hombres, incluyéndose él mismo, para defender la plataforma contra toda la jodida
Armada Española. Maravilloso.
Pero el portador del único SA-7 superviviente no iba a recibir sus órdenes. Estaba
muy concentrado intentando definir el contacto que la cabeza buscadora de su misil
establecía y perdía intermitentemente en los últimos dos minutos con lo que sólo podía
ser una aeronave española. El soldado marroquí no podía ver al Harrier que se
aproximaba, pero sabía que estaba allí. Tenía que estar allí. De pronto, el sonido
intermitente se estabilizó. El blanco había sido adquirido. Ahora sólo había que
esperar unos segundos y...
Rabat, Marruecos.
328
—Almirante, compréndalo, esta situación no puede continuar de ninguna de las
maneras.
El almirante Selim Yussufi, inspector general y jefe de estado mayor de la Marina
Real de Marruecos, sintió la tensión acumularse en la parte baja de su espalda. El
ministro de asuntos exteriores le había llamado urgentemente en plena madrugada,
requiriendo su presencia en su domicilio particular. Eso era completamente irregular,
pero nadie le decía que no a Achmed Abdelkader.
La sorpresa había sido mayor cuando, bebiendo té a la mesa del ministro, había
visto a Driss Abdelar y al ministro de economía. ¿Por qué no le habían convocado al
despacho de Abdelar? ¿Por qué no estaba allí el general Munjib?
—Tiene usted razón, señor ministro. De hecho, tengo entendido que el ministro
de defensa...
Abdelkader le interrumpió:
—Así es, señor ministro. Se trata de una compañía reforzada del segundo
batallón de desembarco. Su misión original iba a ser actuar como guarnición de la Isla
de Leila. Una vez que los españoles tomaron la isla para abandonarla acto seguido, se
decidió dejar esas fuerzas en el continente para contribuir al cerco de Ceuta.
Esta vez fue Driss Abdelar quien, incapaz de permanecer más tiempo callado,
interrumpió a Yussufí. El primer ministro se puso en pie para hablar.
Océano Atlántico.
El teniente Delgado sintió la presión del agua sobre su traje de ne- opreno al
soltarse de la gruesa maroma que había utilizado para descolgarse del helicóptero
según la técnica conocida como "fast rope". Como siempre que entraba en el agua de
noche, sobre todo cuando lo hacía en mar abierto, tuvo que esforzarse por expulsar de
su mente la imagen de un gran tiburón blanco que, en sus pesadillas, nadaba
husmeando el agua bajo él. Su método era simple pero eficaz: consistía en recordar
conscientemente un hecho evidente, el depredador más peligroso de esas aguas... era
él.
Unos segundos después alcanzaron el agua los cabos Sansegundo y Gómez. Los
tres serían esta vez el equipo "Delta". Tras reunirse y señalar su disposición con una
señal de la mano, Delgado se ajustó el regulador de su equipo autónomo y se sumergió
en el negro océano alejándose del estruendo de los helicópteros que ya ganaban altura.
Aunque no tenía modo de estar completamente seguro, el teniente delgado confiaba en
que las sucesivas pasadas de los Harrier de la Novena escuadrilla hubieran creado
suficiente confusión en la plataforma como para que su inserción en el agua pasara
inadvertida.
Pasaron casi quince minutos antes de que el teniente Hannach fuera capaz de
retomar el control de la situación, pero para entonces ya había un helicóptero español
cerniéndose sobre la pista de aterrizaje mientras 330
otro barría las pasarelas exteriores y
las ventanas con abundante fuego de cobertura de su ametralladora pesada. Sólo un
infante de marina marroquí osó asomarse a través de una escotilla para disparar
contra el Sea King que en ese momento se posaba sobre la plataforma, pero los
fogonazos de su fusil atrajeron de inmediato la atención del ametrallador español. Un
momento después, el soldado marroquí era llevado a la enfermería sangrando
abundantemente por una ingle. A juzgar por el volumen de sangre que iba dejando
atrás por los pasillos no parecía probable que llegara con vida a su destino.
A una señal del capitán Abelló, jefe del equipo "Alfa", uno de los infantes colocó
una pequeña carga de explosivo plástico sobre la cerradura de la escotilla y se apartó
para hacerla detonar. La escotilla de acero no resistió la explosión y se desplomó hacia
dentro. Como la coreografía mil veces ensayada que en realidad era toda la maniobra,
un sargento y un cabo arrojaron al unísono sendas granadas al interior del vano
todavía humeante, retrocediendo enseguida un paso para protegerse de los efectos de
la explosión, que se produjo de inmediato. En cuanto se disipó el humo, el sargento se
ajustó las gafas de visión nocturna y entró en el pasillo acribillado de metralla. No
esperaba encontrar ningún cadáver, pero de hecho había dos. Los infantes de marina
marroquíes se habían convertido en guiñapos irreconocibles, pero el sargento no se
compadeció de ellos. No había tiempo para eso, al menos de momento.
El soldado alauí tenía dieciocho años y el miedo que asomaba en sus ojos no
contribuía a hacerle parecer mayor, a pesar del uniforme, el casco y el fusil. La granada
española había caído a sus pies y sólo el instinto le había hecho darle una fuerte patada
que la había hecho retroceder unos metros por donde había llegado. Fue también el
instinto el que le había impulsado a correr con toda su alma hasta alcanzar la esquina,
mientras dos de sus compañeros, mucho más experimentados, se habían quedado
quietos durante tres segundos. Demasiado tiempo.
como él, se colocaron sus gafas de visión nocturna. No necesitaron hablar. Los tres se
separaron ligeramente y empezaron a nadar en silencio hacia su objetivo, que
alcanzaron en pocos segundos. Rodearon lentamente el soporte cilindrico, de varios
metros de diámetro hasta encontrar una escala metálica soldada a la lisa superficie de
acero. Dedicaron un minuto más a quitarse las aletas y a comprobar sus armas y, con el
cabo Sansegundo en punta, Delgado en medio y Gómez cerrando la marcha,
comenzaron a subir por la precaria escala.
—¿Abierta?
—Ten cuidado Juanillo, no la vayamos a joder. Ya sabes lo que hay que hacer.
—Despejado, mi teniente.
—Delta Uno a todas las unidades: inserción completada con éxito. Accedemos al
objetivo según las órdenes. Corto.
Tetuán, Marruecos.
-Diga.
—Soy Hammadi. ¿Puede usted venir a verme ahora, doctor? Me doy cuenta de
que la hora es inconveniente, pero se trata de algo importante.
332
Suárez imitó el gesto, no muy seguro de que ese fuera el protocolo correcto de
saludo, y aceptó la invitación a entrar. Como en otras ocasiones, Hammadi le condujo
a su oscuro pero acogedor despacho, pero esta vez no había té ni café esperándoles.
—Doctor Suárez, usted sabe que no son muchos los amigos que me quedan en los
círculos del poder. Pero los que me han sido fieles todo este tiempo lo son en grado
sumo. Esta noche, hace menos de una hora, he sabido algo que me ha producido un
gran desasosiego.
—Desde el principio esta guerra ha sido una locura. Una cadena de errores e
incompetencias que nadie ha sabido anticipar ni, sobre todo, enmendar. El gobierno
de mi país ha ido bandeando la situación intentando ponerle coto pero sin saber
realmente cómo. Sin embargo eso ha cambiado esta misma noche. Naturalmente no
voy a revelarle cómo lo he sabido, pero puedo decirle sin lugar a dudas que una facción
del gobierno, eso si mayoritaria, ha decidido llevar la lucha hasta sus últimas con-
secuencias a espaldas de algunos miembros del propio gobierno y del propio rey.
-Sí.
Hammadi miró a su interlocutor con una pena infinita en sus cansados ojos.
Tardó en responder, mientras parecía sumido en sus propios pensamientos.
—El primer ministro sabe que si negocia en desventaja perderá el poder. Sólo
podrá conservar su puesto si logra obligar a España a negociar alguna cesión
significativa. Ha invertido mucho capital político en esto y ha perdido el control. Ahora
sólo huye hacia adelante.
—Me consta que se están preparando para el asalto al poder. No le puedo dar
detalles concretos porque los ignoro, pero créame si le digo
que harán todo lo posible para alimentar el fuego del conflicto. Odian a Occidente,
pero desean la derrota de Marruecos para ver su camino allanado. Es muy probable
que estén preparando atentados en España para culpar al gobierno marroquí y
exacerbar la cólera de los españoles.
—Doctor Suárez, ni siquiera sé muy bien por qué le estoy contando todo esto.
Supongo que es porque sé que es usted un hombre bueno y sensato. Si Dios ha hecho
que nuestros caminos se crucen, quizá sea con un propósito. Pero mi escasa
sabiduría no llega tan lejos.
—Sólo sé que hay que parar la guerra antes de que se convierta en una matanza
que siembre el odio para siempre entre nuestros pueblos. Sólo eso.
—No lo sé, doctor Suárez, realmente no lo sé. Quizá el ministro de defensa, que
es un hombre sensato y un soldado honorable... o incluso el mismo Rey.
334
—Sé que sabrá usted perdonar mi descortesía, doctor, pero ahora debe irse.
Actúe con prudencia y haga buen uso de lo que sabe. Tal vez nos veamos cuando
todo esto haya pasado, si Dios quiere.
Océano Atlántico.
agruparse con su teniente, media docena, habían quedado aislados solos o en parejas y
estaban siendo cazados uno por uno por el equipo "Char- lie" de la UOE. Los equipos
"Alfa" y "Bravo" se mantenían al acecho al principio del pasillo de acceso, impotentes
para recuperar siquiera el cadáver de su compañero.
Eran casi las tres de la mañana en Marruecos, cerca de las cinco al otro lado de la
frontera que, más que verse, se intuía a los pies del monte Yebel Musa. Más allá, las
luces de Ceuta destacaban la silueta de la ciudad contra el negro mar. Faltaban todavía
más de dos horas para la salida del sol, pero el mayor Abdalah, al mando de la Ia
Compañía del 2o Batallón de Desembarco de la Real Infantería de Marina tenía muy
poco tiempo para completar la tarea encomendada. Había recibido sus órdenes por
radio hacía una hora, de boca del mismísimo almirante Yussufi. Algo irregular, sin
duda, pero un mayor de la Real Infantería de Marina335 no cuestiona las órdenes del
almirante jefe de estado mayor de la Marina Real. No al menos, si le tiene algún
aprecio a su carrera militar.
Su compañía se encontraba desplegada en las abruptas pendientes pedregosas
del monte Yebel Musa, conocido por los ceutíes como "la muerta" por su perfil de
mujer yacente. Era un terreno endiablado de puro agreste, con una única pista
accesible, con mucha dificultad incluso para los vehículos todo terreno.
El mayor marcó con su lápiz una curva de nivel en el mapa y luego señaló con la
mano hacia el este.
—Aquí, a unos cien metros de donde estamos, hay una especie de plataforma
bastante llana en la ladera con un excelente campo de tiro sobre la ciudad. Vamos a
colocar los morteros a la derecha y los misiles antitanque a la izquierda, lo más
dispersos que se pueda. Los antiaéreos
portátiles se quedan con nosotros aquí mismo. Los morteros abrirán el fuego
exactamente a las cuatro cero cero, si Dios quiere. —Si Dios quiere, mayor.
Tetuán, Marruecos.
Océano Atlántico.
El teniente Delgado se aferró al perfil metálico del conducto principal del aire
336
acondicionado. Sus hombres y él llevaban más de una hora metidos en el estrecho
túnel de sección cuadrada. Los tramos verticales habían sido los más complicados,
sobre todo porque no llevaban equipo específico para escalada y se habían visto
obligados a trepar apoyando la espalda contra una pared y empujándose con manos y
pies en la pared opuesta. Ahora, en el último tramo horizontal que quedaba para
alcanzar el área administrativa donde se habían atrincherado los marroquíes, Delgado
se sentía como el monstruo de "Alien" reptando por los conductos de la nave
Nostromo. El teniente no tenía ácido corrosivo ni cabeza telescópica, pero no por ello
era menos peligroso. Esta vez, Ripley, pensó con una mueca sardónica cargada de
adrenalina, la has cagado.
Pero aún faltaba la parte más difícil. Arrastrándose milímetro a milímetro para no
hacer ruido, Delgado alcanzó una rejilla de ventilación. Si su plano no mentía, esa
rejilla en concreto tenía que abrirse a la oficina más grande, una gran estancia de casi
sesenta metros cuadrados donde debía encontrarse la mayoría de los infantes
marroquíes. Y así era.
Cuando el teniente Delgado alcanzó la rejilla pudo verlos sentados en las sillas o
en el suelo. Conteniendo la respiración, se desplazó ligeramente para abarcar con su
vista toda la estancia. Aparentemente sólo uno de los marroquíes se mantenía alerta,
pero apuntaba su fusil a través del vano de la puerta de acceso, que Delgado supuso
daría al mortal pasillo de acceso. ¿Qué héroe de la antigüedad había defendido un
puente, sólo contra todo un ejército? Tendría que consultarlo cuando volviera a San
Fernando, pero antes tenía cosas más urgentes que hacer. Contó diez infantes
marroquíes en aquella sala.
En la negrura del interior, destacaba un punto rojo, gemelo del que iluminaba su
pecho. Entonces lo decidió: con un gesto deliberadamente lento, alzó el fusil, apuntó y
disparó al hueco del aire acondicionado. Inexplicablemente el cañón se alzó en el
último momento y la bala impactó en el techo, a más de un metro de su objetivo.
Hannach se extrañó mucho. Nunca había fallado un disparo así. Bueno, pensó, todo
era cuestión de volver a apuntar. Sólo un poco más bajo. Aunque, ¿no era un poco raro
que el fusil pesara tanto? Un rato antes lo había levantado sin dificultad. Un poco
inquieto, miró al punto rojo de su pecho. No quería que el enemigo tuviera demasiado
tiempo para apuntarle. Tal vez fuera buena idea arrodillarse, se dijo mientras tocaba
con su dedo el orificio negro que había sustituido al punto rojo de su pecho. Muy
curioso... era un orificio redondo y pequeño y de su interior salía un hilillo de humo. Si,
realmente era muy curioso.
Madrid.
El teléfono sonó cinco veces antes de que Juan Carlos Talavera fuera capaz de
reunir lucidez suficiente para contestar. Tras encender la luz descubrió, no sin cierto
desconcierto, que estaba de nuevo durmiendo en el cuarto de guardia de La Casa. El
reloj le informó, despiadado, de que había dormido menos de tres horas.
—Juan Carlos, soy Ana. Lávate la cara y vente cagando leches para la oficina.
—Lee esto jefe —dijo Ana Casado cuando Talavera entró en la oficina frotándose
la cara, alcanzándole el documento remitido desde Tetuán por Carlos Cuenca —. Es
dinamita.
—Opiniones.
—Creo que es fiable, jefe. Cuenca le da una fiabilidad máxima, y yo me fío de
Carlos.
—Ya. Yo también. Me refiero a que opines sobre el contenido. ¿Puede ser algún
tipo de maniobra?
—Joder, Juan Carlos, es que lo que dice ese documento es una trampa lógica de
la leche.
—Expláyate, anda —la animó Talavera con una sonrisa. Cuando Casado
empezaba así, solía ser muy interesante oírla.
—A ver: Marruecos nos va a atacar con todo. Ya lo están haciendo en el mar, pero
el contenido de este mensaje sólo puede significar Ceuta y Melilla. No esperan ganar,
sino sólo desgastarnos el tiempo suficiente para obligarnos a negociar. En realidad no
pretendían llegar tan lejos, pero eso es lo que hay. Sin embargo, los integristas
marroquíes, que desean la derrota de su gobierno en función de sus propios intereses,
nos intentarán atacar de modo no convencional para cabrearnos en serio y
"ayudarnos" a ganar. Hasta ahí nada raro. Todo es coherente con nuestros análisis
previos. Retorcido de cojones, pero coherente.
—¿Y la trampa?
—Bueno, dado que Marruecos sabe que tememos un vuelco inte- grista en Rabat
casi más que a la derrota, podrían haber orquestado esta filtración para meternos el
miedo en el cuerpo. Nadie se ha olvidado del n-M. El mensaje podría ser algo así como:
"si queréis evitar problemas gordos de verdad, mejor os sentáis a negociar, ya".
Talavera sorbió su café. Naturalmente lo que decía Ana tenía todo el sentido del
mundo. Era lo malo de intentar leer la mente de un enemigo: con frecuencia te
conducía a actuar de forma contraria a lo que tú pensabas que él pensaba que tú ibas a
pensar. Lo cual te llevaba, una vez desarrollado un plan de acción a pronunciar la
célebre frase de las viejas películas de guerra: "¡No!, eso es lo que esperan que
hagamos". En las películas solía funcionar. Solía.
339
—Ese es exactamente el peligro. Pero me temo que no hay manera de saberlo a
estas alturas.
—Bien —dijo Juan Carlos Talavera dejando su taza de café sobre la mesa y
levantándose—, nos pagan para que nos mojemos y eso vamos a hacer. Que vengan
Aberasturi y Méndez. Tenemos que digerir esto y presentar un análisis decente en el
despacho del director a primera hora.
Ceuta.
El sargento Mahmoud estaba tenso y muy cansado. El solo hecho de ocupar sus
posiciones en el sector de Beliunech, sobre la carretera de Benzú, había constituido
una prueba para su habilidad y sus nervios. En 340
aquella zona del litoral marroquí no
existía ninguna carretera realmente buena por lo que para llegar allí habían tenido que
conducir sus carros durante toda una noche por una estrecha pista asfaltada entre
riscos y barrancos, rodeando por el este el monte Yebel Musa. Se suponía que eso
podría sorprender a los españoles, pero el sargento tenía dudas al respecto. No es fácil
esconder veintiún tanques al borde de una carretera, por mala que sea.
—Identificado blanco, carro, a las once; parece un Tango siete dos —dijo el
teniente Fajardo por el circuito del escuadrón—. Se desplaza a poca velocidad a uno
tres cero cero metros. Cargando proyectil AP.
—¡Que nadie abra fuego! —ordenó el capitán Arconada, jefe del escuadrón, desde
su carro de mando apostado sobre la misma carretera de Benzú, a la altura de Punta
Bermeja, varios kilómetros a retaguardia de la sección del teniente Fajardo.
Esperamos órdenes del mando, o sea que todos tranquilos. Confirmen.
Todos los jefes de carro del escuadrón confirmaron la recepción de las órdenes,
pero la tensión era evidente en sus voces. El bombardeo marroquí duraba ya varios
minutos, y aunque parecía poco denso y menos efectivo, el hecho incontrovertible era
que el ejército marroquí estaba bombardeando territorio nacional español. No era
como para estar demasiado tranquilos.
Al otro lado de la frontera, el sargento Mahmoud había colocado por fin su carro
en una posición más favorable para la observación. Ahora podía ver que lo que había
tomado por un arbusto no era tal. Se trataba de un tanque español camuflado con
ramaje sobre su casco y torreta y semioculto tras una tapia que debía de haber
pertenecido en algún momento a un pequeño huerto en la parte posterior de una vieja
casa semi- derruída al borde de la carretera. Su equipo de visión infrarroja permitía
ahora distinguir con claridad el calor del motor diesel en la parte trasera. En ese
momento una granada procedente del misterioso mortero fantasma cayó a pocos
metros del carro español, envolviéndole en una nube de polvo.
Con un gesto automático pulsó el botón que activaba el telémetro láser. Éste
envió la información pertinente al ordenador de tiro, que co- rrigió levemente el alza
del cañón de ánima lisa de 125 milímetros y quedó en espera de la orden de disparo.
Mahmoud se dispuso a esperar, pero advirtió un destello procedente de la torreta del
carro español. ¿Un láser? No iba a esperar a comprobarlo. Disparó.
Javier Fajardo se limpió la sangre que caía de su ceja derecha, rota. El teniente
había estado mirando con la cara pegada al visor infrarrojo cuando observó un destello
procedente del tanque marroquí. Si el moro tomaba distancias, él también, había
pensado mientras accionaba su propio telémetro. Luego, el tremendo golpe le había
hecho pensar por un momento que todo había acabado.
—¿Todos bien? —preguntó en cuanto se hubo asegurado que seguían con vida.
Los tripulantes del carro, aturdidos pero enteros respondieron uno por uno.
—Estamos bajo fuego enemigo mi capitán. Un Tango siete dos nos ha disparado.
Hemos recibido un impacto, pero no ha perforado el blindaje. Hemos respondido al
fuego.
—Y lo han batido, ya lo he oído, pero ¿seguro que ellos dispararon primero? Mira
que nos jugamos mucho.
Casi ahogado por el espesor de acero de las corazas de los carros, un grito
unánime se oyó a pesar de todo en la zona ocupada por el primer escuadrón del
Regimiento de Caballería Acorazado Montesa N° 3:
—¡Viva!
Mientras tanto, a la luz mortecina del amanecer, unas gruesas gotas de lluvia,
pesadas como lágrimas, comenzaron a mojar por igual a ambos ejércitos enemigos.
Madrid.
Juan Carlos Talavera supo que Hammadi no había mentido, mientras aún se
encontraba a bordo del coche del CNI que le llevaba, junto al director, al palacio de la
Moncloa. La llamada telefónica de Ana Casado le había imbuido una sensación de
ominosa urgencia que el cielo plomizo, que cubría Madrid con las primeras luces del
amanecer, no hacía sino volver más pesada en su ánimo.
Lo que encontró en la sede de la presidencia del gobierno no fue otra cosa que un
reflejo del color de las nubes en las caras de todos los que se cruzaban con él en su
camino, pero fue el rostro del presidente del gobierno, demacrado y ojeroso, el que con
más crudeza reflejaba la preocupación, y aún 343 la desesperación, de quien se sabe
inmerso en una pesadilla de la que no puede despertar.
—Buenos días señores —dijo el presidente sin levantarse de su asiento—.
Entiendo que tienen información de inteligencia de gran importancia.
—Les escucho.
Juan Carlos Talavera sacó una copia del mensaje original enviado esa misma
madrugada por Carlos Cuenca y se la entregó al presidente del gobierno. Éste ojeó el
documento, pero enseguida miró a Talavera. Era evidente que prefería una explicación
de palabra.
El presidente del gobierno agitó la cabeza con aire cansado. No estaba del mejor
humor del mundo y eso le generaba impaciencia.
—Hágalo.
—El primer ministro marroquí, con buena parte del gobierno tras él, ha perdido
la confianza en el ministro de defensa. El general Munjib ha sido muy crítico con toda
la gestión de esta crisis por parte de Driss Abdelar y parece que está obstaculizando los
movimientos militares. Lo que dice nuestra fuente es que, ya que no lo pueden cesar en
este momento, estarían, si me permite la expresión, "by—paseándolo", dando órdenes
de forma directa a los distintos jefes de estado mayor de los ejércitos.
—No sé cómo sabe usted eso, pero parece que ha sido exactamente así. Las
noticias son todavía confusas, pero vengo de la calle Vitrubio y allí todo el mundo está
extrañado porque creen que el ataque está siendo, como dicen allí, "poco decidido". En
Melilla también hay intercambio de disparos a través de la frontera, pero no una
invasión en toda regla.
—Si, señor presidente. Creo que debemos intentar ponernos en contacto con el
ministro de defensa marroquí, y aún con el propio Rey si es posible. Si hay una brecha
en el gobierno, debemos aprovecharla.
Ceuta.
—¡Cargado y listo!
—Blanco, carro, a las doce, distancia seis cinco cero metros. Sabot.
Fnidek, Marruecos.
—En el nombre de Dios, el Misericordioso, ¿me puede alguien explicar que está
pasando?
346
El general Kaddouri, comandante del GBI n° i, había establecido el puesto de
mando del Grupo en la ciudad de Fnidek, conocida como Castillejos en los tiempos del
protectorado español, a siete kilómetros del paso fronterizo del Tarajal.
Kaddouri acababa de llegar en helicóptero a su puesto de mando. La tarde
anterior había viajado a Rabat para despachar con el general Abdelkrim, inspector
general y jefe de estado mayor de las Fuerzas Armadas Reales y con el general Munjib.
Antes de que el general contestara, un capitán de estado mayor entró sin pedir
permiso. Respiraba agitadamente y era obvio que había llegado corriendo.
Con el ceño fruncido, y el semblante sombrío, el general salió al exterior. Tal vez
la fría lluvia pudiera aclarar algo sus ideas.
—Me alegro de no haberle despertado para nada, señor. ¿Lo vamos a mandar al
"Foggy Bottom"?
—Será mejor que si. Mira, mándaselo tal cual, sin traducir, con una acotación de
prioridad "FLASH". Y manda copia también a los muchachos de la CIA.
Madrid.
Cuando llegó a la veija que daba acceso al patio anterior del ministerio, cerrada y
flanqueada por una garita de seguridad, Abdeselam se detuvo y miró fijamente a la
cámara de vigilancia con una sonrisa en los labios. A su lado pasaba gente apresurada,
protegiéndose de la lluvia con paraguas. Pero él no se movió.
En la calle, Abdeselam Hammadi, con una última plegaria silenciosa y sin dejar
de sonreír, apretó el botón.
348
Lanzar ote.
—O sea que, a partir de ahora, van a ser los Harrier de la Armada los que se van a
encargar de las CAP sobre la plataforma —dijo el capitán Lucas sirviéndose otra taza
de café de la cafetera subida por el servicio de habitaciones. Le acababan de llamar del
aeropuerto. Antes de una hora la teniente Sandoval y él tenían que volar de regreso a
Gando, junto con la otra pareja de F-18, para reunirse con el resto del escuadrón.
—Voy a echar de menos esta habitación, dijo Bárbara Sandoval estirándose bajo
las sábanas con expresión juguetona.
Antonio Lucas, ya duchado y vestido, sintió de nuevo la lucha interior entre sus
convicciones, un tanto anticuadas, y los sentimientos que le inspiraba la teniente, que
ya no cabía etiquetar de simple deseo. A pesar de todo se sentía obligado a hablar de
ello.
—Bárbara, sé que no es el momento más adecuado, pero creo... pienso que tengo
que decirte que no creo... que esto esté bien... no sé si me explico.
Sandoval se rió entre dientes mientras sujetaba en la boca una goma para hacerse
una cola de caballo.
—Eres más antiguo que la máquina de coser de mi abuela —dijo cuando por fin se
colocó la goma en el pelo—. ¿Lo dices porque estoy casada?
—Pues claro, mujer. Estar contigo, volar contigo... todo, es genial. Pero-
—Pero nada. Me casé hace tres años y viví con el que todavía es mi marido menos
de año y medio. Estoy legalmente separada y en trámites de divorcio...
Ceuta.
A medida que pasaban los minutos y la luz gris del nuevo día se iba abriendo
paso sobre la frontera de Ceuta, nuevas unidades militares de ambos ejércitos
enemigos se iban incorporando al intercambio de disparos. El humo de los cañones y el
polvo de las explosiones pronto formaron una densa calima que ni la brisa de poniente
ni la intensa lluvia alcanzaban a disipar del todo. Por encima, a menos de ochocientos
metros de altura, un sólido techo de nubes aceradas que impedía ver el doble pico del
Yebel Musa, auguraba un día anticipadamente otoñal.
349
Desde la cima del monte Hacho, el general Estadella contemplaba la línea
fronteriza, ahora "el frente", con unos potentes binoculares de campaña. Se había
desplazado allí para formarse una idea más clara de la intensidad de los combates... o
quizá para convencerse de que no eran producto de una pesadilla.
Pero eran muy reales. Allí, a lo lejos, a su derecha, a la altura de Punta Bermeja,
podía distinguir las posiciones del primer escuadrón del Regimiento de Caballería
Acorazado Montesa N° 3. Estaban preparados para contener el ataque de los blindados
marroquíes que habían irrumpido a través de la frontera de Benzú, aunque su impulso
había decaído y habían ralentizado su avance. Probablemente se habían detenido
gracias a la sección del teniente Fajardo, que les había plantado cara, a pesar de que,
superada en número en una proporción de cinco a uno, se había visto obligada a
retirarse. Los cuatro M-60 de Fajardo, sin embargo, se las habían arreglado para
sobrevivir al combate y se encontraban ahora municionando a retaguardia de su
escuadrón.
Madrid.
—¿Qué explosivos utilizó ese hijo de puta para formar semejante desastre?
—preguntó.
La ominosa sombra del 11-M se cernía sobre todos desde las primeras noticias de
la explosión. Afortunadamente no se había registrado ningún otro incidente. A pesar
de todo, las redes del Metro de Madrid y Cercanías de RENFE habían sido evacuadas y
cerradas hasta nueva orden.
Estrecho de Gibraltar.
—Pegaso, Dardo cuatro tres. Cuatro aviones pasando waypoint Echo Golf.
Virando a nuevo rumbo uno siete nueve para final al target.
Los cuatro Mirage F-iM del 142 Escuadrón del Ejército del Aire habían
despegado de la base aérea de Los Llanos tras una hora de vacilaciones por parte del
Estado Mayor del Aire. Nada más conocerse el ataque marroquí a Ceuta, también
habían salido varios EF-2000 Tifón de Morón armados con bombas guiadas GBU. Sin
embargo, todas las misiones se habían cancelado ante la imposibilidad de obtener
buenas designaciones por culpa de las pésimas condiciones meteorológicas. Por fin,
ante las repetidas peticiones de apoyo aéreo de la Comandancia General de Ceuta, se
había autorizado la primera de una serie de misiones CAS a baja altura por parte del
Ala 14 de Los Llanos. Los Mirage del 142 escuadrón iban a entrar a muy baja cota a lo
largo del lado marroquí de la frontera, en dirección norte-sur, atacando con bombas
Mk. 20 Rocke- ye y fuego de cañón a cualquier blanco que encontraran en su ruta. Y se
351
iban a jugar la vida en ello.
—Dardo cuatro tres, aquí Pegaso. Actualizo meteo. Tendréis techo de nubes a
dos mil cuatrocientos pies. Lluvia ligera y viento flojo del oeste—noroeste.
—Roger Pegaso. Entrando en la capa de nubes ahora. Dos millas para el target.
Fnidek, Marruecos.
Pero aún no había terminado todo. Unos segundos después, y en un ángulo algo
diferente, entraron otros dos aviones españoles, rociando las posiciones marroquíes
con fuego de sus cañones de treinta milímetros. Aunque los cazabombarderos
españoles, pintados de color gris claro, eran difíciles de ver contra el fondo igualmente
gris de las nubes, el general Kaddouri vio caer las bombas. Eran ocho en total y se
desprendieron de los cazabombarderos, cuando éstos sobrevolaban una sección de
artillería autopropulsada, que se encontraba desplegada sobre la carretera de Tánger.
Pero esta vez no les iba a resultar tan fácil escapar. Un vehículo de artillería
antiaérea autopropulsada Chaparral había logrado enganchar a los aviones españoles
y disparó dos misiles Sidewinder contra ellos. Las bombas harían blanco, pero al
menos los españoles lo iban a pagar.
Ceuta.
352
El teniente Fajardo había sido testigo del bombardeo español desde la escotilla
de su carro. Acababa de completar el municionamiento y de rellenar el depósito de
combustible y volvía por la carretera de Benzú hacia las posiciones del escuadrón
cuando oyó, más que vio, a los caza- bombarderos. También oyó a los Regulares de
Ceuta vitoreando a los aviones desde sus posiciones en los márgenes de la carretera,
aunque ni ellos ni él tenían idea sobre los resultados de la incursión. Lo que sí sabía
Fajardo, era que los marroquíes tiraban con munición de verdad, como el profundo
surco que marcaba el lateral izquierdo de su torreta podía atestiguar. Eso, y que los
pilotos de esos Mirage se estaban jugando la vida de modo muy literal. El teniente les
deseó suerte, pero no cabía duda de que él tenía también sus propias preocupaciones.
Madrid.
Juan Carlos Talavera colgó el teléfono. Hacía un rato había tenido una idea y la
cita que había concertado para una hora más tarde le permitiría profundizar en ella. Si
las demás partes implicadas se mostraban receptivas, el plan podía funcionar. El
problema era, y eso no era en modo alguno sorprendente, el tiempo. Según avanzaba la
mañana, la sensación de que el tiempo se estaba acabando era cada vez más intensa en
alguna parte profunda de su mente. Cuando pensaba fríamente en ello, la sensación
cobraba visos de certeza y la llamada del director urgiéndole a acudir a su despacho, no
hizo sino agudizarla.
—Siéntate, Juan Carlos —dijo el director sin ninguna ceremonia—. ¿Sabes lo que
es "Tizona"?
—Antes de nada, déjame que te cuente: el tío que se voló esta mañana en la
Castellana llegó allí en taxi. Al apearse dejó una cinta de vídeo que el taxista hizo llegar
enseguida a la policía. Bien, la cinta contiene la habitual palabrería integrista, el
ejemplar del Corán y el Kalashnikov de rigor...
-¿Pero...?
—Pero detrás del hijo de puta del Kalashnikov hay una bandera marroquí y el tío
exige que detengamos la "agresión" contra Marruecos antes de veinticuatro horas "o
correrán ríos de sangre" y tal y tal.
Talavera silbó entre dientes. Menuda bomba, pensó, aunque estuviera fea la
metáfora.
Juan Carlos Talavera enarcó una ceja mientras abría, sin leerlo, el legajo de
papeles que le había pasado el director.
—No hace ni una hora. Te llamé nada más volver de la Moncloa. No te avisamos a
ti porque te necesito trabajando aquí, pero creo que es justo que sepas lo que hay.
—Bueno, yo intenté poner algo de calma, pero con el atentado de esta mañana
están todos de los nervios. Es comprensible, claro, pero la cosa está muy fea. El
gobierno teme que la oposición filtre el video a la opinión pública si no se muestran
firmes en esto, y no creo que se conformen con cualquier cosa. De todos modos, si tu
plan de negociar por separado con Munjib funciona y Marruecos se retira antes de que
las cosas pasen a mayores, tal vez les convenzamos.
Juan Carlos se levantó para irse, pero antes de salir, se volvió hacia el director.
—Sé que no hace falta preguntarlo, pero mis planes incluyen la participación de,
354
bueno, de ciertos amigos que pertenecen a otras agencias que no son la nuestra...
Washington D.C.
Un nuevo trago al café y, poniéndose las gafas, empezó a leer rápidamente los
documentos que le habían preparado en las últimas horas. Al otro lado del despacho,
con el volumen al mínimo, un televisor sintonizaba la CNN, que mostraba imágenes
del atentado de Madrid, y otro la Fox News, que en ese momento conectaba con su
enviado especial en Ceuta. El reportero, en la azotea de un hotel, enviaba su crónica
mientras, al fondo, columnas de humo negro y rastros de trazadoras dejaban claro que
aquello era una guerra de verdad.
Las hojas siguientes eran más específicas y se referían sobre todo a cuestiones de
inteligencia de diversa procedencia. Tres folios en concreto llamaron su atención sobre
el resto. Uno se ocupaba de una interceptación de comunicaciones entre dos generales
marroquíes. De ella se desprendía claramente que el ataque a Ceuta y Melilla no había
sido consultado, ni siquiera anunciado a la cúpula del Ejército marroquí. El mismo
ministro de defensa parecía estar al margen de la cuestión. El segundo papel contenía
un análisis de inteligencia sobre las actividades de grupos integristas y yihadistas en el
interior de Marruecos. El análisis predecía un asalto al poder por parte de los mismos
en caso de que una victoria española en la guerra causara una crisis en la monarquía
alauí. El tercer folio, procedente de la estación de la CIA en Madrid, relataba una peti-
ción de colaboración de la agencia norteamericana con el CNI español. El oficial
residente de la agencia de inteligencia recomendaba acceder a la petición, exponiendo
unos motivos más que razonables.
355
La secretaria de estado, contemplando pensativa la taza de café vacía, levantó el
teléfono y marcó un número. Era muy cierto que iba siendo hora de tomar cartas en el
asunto, y eso iba a requerir despertar también al jefe.
Madrid.
—No tienes remedio, Ismael —dijo Juan Carlos estrechando la mano del
cubano—. No se qué las das.
ojo.
—Sin duda se ha cumplido todo lo que nos anunció, con lo que su nivel de
fiabilidad...
—¿Te refieres a darnos información veraz, cuando es tarde para hacer nada, con
el objetivo de ganar credibilidad?
La historia de Juan Pujol García, alias "Garbo" era paradigmática de hasta qué
punto la verdad puede esconder una intoxicación mortal. Garbo, a la sazón un espía
356
español al servicio de los aliados en la Segunda Guerra Mundial, había actuado como
un falso agente doble, informando al Abwehr alemán del desembarco de Normandía la
noche del 6 de junio de 1944, apenas unas horas antes del inicio de la operación
Overlord. Naturalmente era muy tarde para que Rommel pudiera hacer nada al
respecto, pero concedió al espía una credibilidad que llevó luego a los servicios
secretos alemanes a confiar en sus informaciones falsas en momentos posteriores de
las operaciones.
—Por supuesto que lo hemos tenido en cuenta, hombre. Con estas cosas nunca
podemos tener la certeza total, desde luego, pero hemos estudiado al personaje y el
modo en que hicimos contacto es tan poco convencional que parece casi imposible que
sea planeado. Además hay algunas confirmaciones cruzadas. No gran cosa, por
desgracia, pero nada que sea abiertamente contrapuesto.
—Seguro que mejores que las nuestras —dijo Talavera con una sonrisa irónica.
—Tal vez. Bien, la cuestión es que estoy autorizado a confirmarte todo lo que me
estás contando. Te hablo de confirmación independiente y "hard".
Talavera respiró hondo. Eso era muy, muy importante, porque elevaba sus
creencias al grado de certezas, y con las certezas era más fácil trabajar. Dejó su habano
en el cenicero y removió el café que les acababa de traer Aberasturi.
—Pues ahora viene la petición, amigo —dijo Juan Carlos tras beber un sorbo de
café.
—Dispara.
Tetuán, Marruecos.
357
Pero debían purificarse y rezar porque, antes de recibir el poder, tendrían que
pasar por la prueba final. Tendrían que pasar por la Yihad.
Rabat, Marruecos.
A su lado, Alfredo Suárez tuvo que morderse la lengua para no estallar en una
carcajada. Se quedó mirando a Carlos Cuenca con el rostro enrojecido y lágrimas en los
ojos mientras el agente del CNI mantenía el semblante impertérrito procurando
parecer extremadamente inglés.
—Joder, tío. Esto es de coña. Es que no me lo puedo creer. Siempre pensé que los
espías erais más serios.
—Pues a ver si te aclaras, porque la primera vez que nos vimos me dijiste que te
había parecido demasiado eficaz para ser del CNI. Ahora piénsalo un momento: si tú
fueras un funcionario de contraespionaje y escucharas la conversación que acabas de
oír... ¿pensarías que soy un espía? ¿A que no? Pues eso.
—Venga, doctor, que se nos hace tarde —zanjó Cuenca tirándole del codo para
cruzar la calle en busca de su coche.
Fnidek, Marruecos.
Habían pasado casi seis horas desde que se habían intercambiado los primeros
disparos y el general Kaddouri todavía no tenía claro quién había disparado primero.
La primera unidad marroquí en entrar en combate, que él supiera, había sido la I a
358
Compañía del 2o Batallón de Desembarco de la Real Infantería de Marina. Su
comandante, un mayor, había informado vagamente que habían abierto fuego en
respuesta a un ataque de artillería enemigo. A Kaddouri le hubiese gustado apretarle
un poco las tuercas a ese mayor para ver hasta dónde podía sonsacarle, pero la
Infantería de Marina tenía su propia cadena de mando y el mayor no estaba nada
dispuesto a cooperar. Cuando le habían requerido para que se personase en el puesto
de mando, se había limitado a decir que su unidad estaba bajo fuego enemigo y que no
podía abandonar a sus hombres en ese momento.
Pero las cosas no podían seguir así. La inacción estaba matando a sus hombres y
destruyendo sus máquinas. Y sólo las severas condiciones meteorológicas estaban
impidiendo a la aviación española causar una verdadera masacre entre sus filas. Los
pronósticos indicaban que cabía esperar que el frente frío se mantuviera veinticuatro
horas más, tal vez treinta y seis, pero luego el tiempo mejoraría y entonces...
El general Kaddouri tomó una decisión. No359 le gustaba hacerlo sin la luz verde de
sus superiores, pero la batalla ya estaba en marcha y ahora cada minuto contaba. La
única posibilidad de lograr cierta cobertura frente a los ataques aéreos era meter a sus
tropas en la ciudad. Iba a ser una carnicería, pero al menos no los cazarían como
conejos en campo abierto cuando amainase el temporal.
—Muy bien, damas y caballeros, os he reunido aquí junto con nuestros invitados
del 121 para poneros al corriente de la situación. Como sin duda sabréis, esta mañana
se ha producido un atentado terrorista frente al Ministerio de Defensa en Madrid.
Todo indica que el terrorista, un suicida, era marroquí. El atentado se ha producido de
forma simultánea a un ataque contra las ciudades de Ceuta y Melilla. Los últimos in-
formes de inteligencia disponibles indican que ambas ciudades resisten bien el ataque.
Desgraciadamente la meteo es pésima y nuestros compañeros de Los Llanos y Morón
se ven obligados a hacer CAS a baja cota. No hace falta que os diga los riesgos que ello
implica. Hace unas horas hemos recibido órdenes del Estado Mayor del Aire. Hasta
ahora nos habíamos limitado a efectuar misiones puramente defensivas, pero eso va a
cambiar. A partir de este momento pasamos al ataque, y nuestros primeros objetivos
van a ser las bases aéreas de El Aaiún y Sidi Ifni.
Algeciras.
360
Méndez Núñez y Victoria esperaban para dar escolta a los transportes en su corta
travesía.
Rabat, Marruecos.
Alfredo Suárez y Carlos Cuenca habían pasado menos de diez minutos en el piso
franco del CNI. Allí les esperaba otro oficial de inteligencia que les había llevado en su
coche a un lujoso chalet de uno de los mejores barrios de Rabat. Se trataba también de
una casa segura, en este caso perteneciente a la CIA norteamericana. No tuvieron que
llamar a la puerta, ya que, evidentemente, les estaban esperando.
—Porque casi todo lo que hablemos va a ser en inglés. Después de todo lo que te
hemos hecho pasar, sería una pena que te perdieras esto.
En teoría Cuenca tendría que haber dejado al médico en el piso franco, pero
Alfredo, sin ser profesional, se había arriesgado mucho y el oficial del CNI pensaba que
lo justo era que siguiera hasta el final. Al fin y al cabo no había peligro físico, o no más
del que ya habían corrido, y de todos modos ya estaba bajo la aplicación de la Ley de
Secretos Oficiales.
Ceuta.
Estadella miró el mapa de forma refleja. Era lógico, desde luego. Aparte de
Benzú, que había sido evacuado a primera hora de la mañana en mitad de la batalla,
los barrios del Príncipe Alfonso y Jadú eran los más cercanos a la frontera. Si bien
algunos de sus habitantes ya habían salido de sus casas de forma voluntaria, la
mayoría de los ciudadanos intentaban seguir con sus vidas. Pero eso no iba a ser
posible, al menos por un tiempo.
—Me parece bien, pero asegúrate de que los sacan ordenadamente sin formar
atascos en las calles. Necesitamos rutas despejadas. ¿Adonde los van a llevar?
Francisco Andrade tenía amigos en todas partes y una de sus funciones era
"tomar el pulso" a la ciudad en los aspectos que pudieran tener interés para el
comandante general. Decididamente Ceuta, como Melilla, era un destino peculiar para
un militar.
—Bueno, hasta esta mañana la sensación general era, como dicen los periodistas,
de "tensa calma". Había preocupación pero la gente seguía con sus asuntos sin mostrar
demasiada ansiedad. Muchas familias de militares han vuelto a la península, pero sólo
las de aquellos que no tienen mucho arraigo362aquí todavía. Hoy la gente está
francamente asustada, y con razón, claro. Salvo los servicios civiles esenciales, la
mayor parte de los ciudadanos están en sus casas, viendo la tele y rezando, supongo.
—¿Y los musulmanes? —el general Estadella no pudo evitar un pequeño deje de
inquietud en su pregunta. Sabía que era un prejuicio contra el que debía luchar
activamente, pero así y todo, afloraba de vez en cuando. Como comandante general
tenía bajo sus órdenes a un número muy significativo de soldados de origen étnico
magrebí y religión musulmana y no tenía la más mínima duda de que cumplirían con
su deber como el primero. Pero la población civil musulmana, heterogénea y en
muchos casos irregular desde el punto de vista legal, era harina de otro costal para su
mentalidad militar.
Rabat, Marruecos.
El general Hassan Munjib apenas podía creer lo que estaba oyendo. Y eso a
pesar, o precisamente porque, se correspondía de forma exacta con sus peores
temores. Había pasado la mayor parte de la mañana tratando infructuosamente de
ponerse en contacto con el general Kaddouri y el general Mohamed, comandante este
último de las fuerzas desplegadas en torno a Melilla. Las noticias que había ido
recibiendo de forma indirecta, referían combates inconexos en ambas fronteras. Por
fin, el general Abdelkrim le había transmitido sus sospechas de que, tanto en Ceuta
como en Melilla, habían sido unidades de la Infantería de Marina las primeras
implicadas en combates con los españoles. Los comandantes de ambas unidades
habían informado que habían abierto fuego en respuesta a ataques españoles. Ataques
que nadie más había reportado. Tanta coincidencia, y que Hassan Munjib no creía
demasiado en ellas, le habían decidido a aceptar la invitación de los americanos.
—Joder. ¿Y ahora?
El jefe del CNI se levantó antes de que terminara la grabación y se sirvió un vaso
de agua de una jarra que había sobre la mesa. Luego sirvió un segundo vaso y se lo
acercó al general Munjib.
—Es usted muy arrogante, joven. Y su discurso suena muy bien, pero, si algo he
aprendido en mi corta carrera política, es que nadie da nada gratis. No me creo que su
gobierno tenga tan buen... talante, como para desear tan fervientemente la paz cuando
tiene ¿cómo dicen ustedes?, "la sartén por el mango". Dígame, ¿qué es lo que le
preocupa en realidad?
El general Munjib hizo el gesto de levantar las manos, aunque no llegó a hacerlo
del todo.
—Lo sabemos, general —cortó Cuenca—. Sabemos que no tienen ustedes nada
que ver. Pero eso no era lo que el autor quería que creyéramos. Su intención evidente
era..., es, excitar la ira de los españoles para que, no sólo les derrotemos, sino que
machaquemos su ejército y hagamos tambalear su gobierno y su régimen. ¿Se imagina
para qué?
Por otro lado, sin embargo, el alma de soldado y de patriota del general Munjib,
gruñía de rabia por estar allí sentado hablando, conspirando, con los que eran
objetivamente sus enemigos.
365
—¿Me quieren hacer alguna sugerencia, caballeros?
El mayor de los norteamericanos asintió lentamente. Hace falta conocer bien el
alma humana para ser un buen espía, y el oficial de la CIA no era ningún novato.
—General. Sé muy bien que su situación es delicada. Creo que serviría bien a su
país, si me permite el atrevimiento de aconsejarle, compartiendo sus inquietudes con
quien está en mejor posición para tomar las decisiones apropiadas.
—¿Se refiere...?
—Hable con Su Majestad, general Munjib. Estoy seguro que él sabrá apreciar su
sinceridad y su patriotismo.
Algeciras.
Hasta el último camión cisterna había sido destruido en el raid que en ese
momento terminaba sobre la base aérea marroquí de El Aaiún. Mientras los aviones
del 121 Escuadrón habían recibido la orden de atacar el aeródromo de Sidi Ifni para
luego repostar sobre el atlántico y recuperarse en Morón, dieciocho cazabombarderos
F/A-18 A del 462 Escuadrón del Ejército del Aire, en tres oleadas sucesivas de seis
aviones, habían dejado caer sus bombas sobre los objetivos asignados en El Aaiún. Las
defensas antiaéreas, escasas y bastante anticuadas, junto a los ocho cazas F-5 que
permanecían operativos, habían caído en la primera oleada. Ninguno de los aviones
marroquíes había tenido siquiera la posibilidad de despegar. En las dos oleadas
siguientes habían caído los depósitos de armas y combustible, así como la torre de
control de la base y los edificios destinados a mando y control, y, por último aunque no
menos importante, la pista. Algunos aviones de la tercera oleada, cuando hubieron
agotado sus bombas, todavía se permitieron sobrevolar el campo de aviación a baja
cota para destruir con sus cañones los pocos vehículos de servicio aparentemente
intactos.
366
—¿Hacemos una pasada, Pato?
—Negativo Barbie. No está en el plan y me parece que a Nico y a Chispas les van
a meter un paquete por andar jugando a eso.
fing.
—Papayo, Halcón dos cuatro. Tengo un blip en vector tres cinco cinco, no muy
definido, en una cota bastante baja. ¿Me lo puedes confirmar?
—Negativo, Papayo. Sólo un blip que debe volar muy bajo, porque aparece y
desaparece.
Ceuta.
Ahogando una blasfemia, el coronel Briones ordenó la retirada. Tenía que sacar
de allí esos cañones para desplazarlos a una posición de tiro alternativa o los iba a
perder a todos.
Las tropas marroquíes tardaron algún tiempo en darse cuenta de que la artillería
367
española había callado. Eso les iba a facilitar bastante las cosas, pero más importante
aún era el hecho de que, liberada de la necesidad de hacer fuego de contrabatería, la
artillería marroquí se podía concentrar de nuevo en ablandar las defensas españolas.
Unos minutos después, las granadas de 155 milímetros de la artillería autopropulsada
del GBI n°i caían con mortífera precisión sobre las posiciones identificadas de la
infantería española. Especialmente allí donde los lanzamientos de misiles TOW habían
delatado a los equipos anticarro de legionarios y regulares, obligándoles a replegarse a
posiciones más seguras y cercanas a la ciudad. Y eso eran muy buenas noticias, porque
los misiles filoguiados lanzados por la infantería española habían provocado un
auténtico desastre entre las unidades mecanizadas marroquíes, que habían perdido
una docena de vehículos VAB y no menos de diez M-113 por culpa de los TOW
españoles.
—Blanco carro, Tango siete dos, distancia uno cinco cero cero metros, carga un
sa... ¡Atrás, atrás, venga, joder, atrás!
El conductor del carro del teniente Fajardo no sabía el motivo por el que su jefe le
ordenaba dar marcha atrás, pero la urgencia de la orden le hizo saltar, con el miedo
apretándole el escroto como un puño de hielo. Embragó la marcha atrás y dio todo el
gas para ocultarse tras el terraplén que acababan de dejar a su izquierda.
Justo a tiempo para evitar el impacto del proyectil marroquí que hizo volar parte
de ese mismo terraplén un segundo después.
—Nos estaba esperando el hijo de puta —dijo Fajardo por radio al capitán
Arconada. Su voz, aún ronca por el estrés y los vapores de cordita, había adquirido una
suerte de mecanicidad en su tono. Con cinco carros marroquíes destruidos ostentaba el
récord del escuadrón, pero había recibido a su vez dos impactos, ninguno de los cuales
había perforado el blindaje, y algún profundo mecanismo alojado en su inconsciente le
había proporcionado un alejamiento afectivo que le permitía seguir adelante con
aquella carnicería como si se tratase de un ejercicio más.
Rabat, Marruecos.
Eran las tres de la tarde en la capital alauí, y el frente atlántico que ocultaba el sol
en toda la mitad sur de la Península Ibérica y el norte de Marruecos había alcanzado
finalmente Rabat, aunque limitada allí a una nubosidad dispersa con muy esporádicos
chaparrones.
—Señores ministros, esta guerra debe terminar. Debe terminar hoy mismo. De
hecho, la decisión de terminar la guerra debe salir de esta reunión. Y cuanto antes
terminemos, menos vidas se perderán para nada.
—Creo que el ministro de defensa se confunde si piensa que puede venir a esta
sala a decir lo que debe o lo que no debe decidir el Gobierno. Nadie objetará que el
general defienda sus opiniones, pero la decisión será, como no puede ser de otro modo,
colegiada. En lo que a mi humilde persona respecta —añadió Abdelkader con evidente
sorna—, debo decir que discrepo de la apreciación del general.
Habían salido del aeródromo de Sidi Ifni algo más de una hora antes. En su plan
de vuelo original se detallaba un rutinario vuelo "ferry" desde Sidi Ifni, donde habían
tenido que aterrizar la tarde antes al fallar su cita con el cisterna que debía haberles
reaprovisionado en vuelo, y su base principal de Sidi Slimane, donde les esperaban los
seis últimos Exocet en inventario en la Fuerza Aérea Real. Pero algo había salido mal.
Nada más despegar de Sidi Ifni habían recibido la orden de cambiar el rumbo y
dirigirse a El Aaiún porque Sidi Slimane estaba bajo ataque aéreo y se encontraba
cerrado. Media hora después, les habían informado que también Sidi Ifni estaba
siendo atacado y poco después, el COC de
Salé dejó de emitir. Abandonado a su suerte por el control de tierra, el teniente coronel
Zayid había decidido mantener el rumbo y dirigirse a El Aaiún mientras intentaba
desesperadamente obtener contacto de radio con la torre de control de la base
saharaui. Aprovechando que llevaban combustible de sobra para el largo vuelo hasta
Sidi Slimane, Zayid había decidido volar bajo para mantener la discreción radar todo el
tiempo posible.
Ahora su alertador radar le decía que había sido detectado por el radar de un
F-18 español y no tenía sentido mantener el suyo apagado. Mientras trepaba al
encuentro del enemigo, encendió el radar.
—Halcón dos cuatro, Papayo. Te confirmo seis trazas en cero uno ocho, clasifico
como hostiles. Son bandidos, Halcón dos cuatro. ¿Me copias?
370
El capitán Lucas cambió de frecuencia para hablar de nuevo con Papayo.
—Papayo, Halcón dos cuatro. Los bandidos están trepando hacia nosotros muy
rápido. Vamos a maniobrar para combate. Solicito apoyo urgente.
En Gando, el controlador rompió sin querer el lápiz que tenía entre los dedos. No
se había dado cuenta de que tenía la mano agarrotada por la tensión. Porque lo cierto
era que no iba a poder ayudar a Halcón dos cuatro. No lo bastante rápido. Abajo, en las
pistas de la base, los dos cazas que habían quedado de alerta durante el ataque a El
Aaiún ya habían recibido la orden de despegar, pero tenían por delante un vuelo de
más de doscientos kilómetros y no había forma de que llegaran antes de veinte o
treinta minutos sin consumir todo su combustible en el intento. Y los otros cuatro F-18
del paquete de ataque del capitán Antonio Lucas, acababan de declarar "bingo fuel" y
estaban a mitad de camino sobre el Atlántico. No podían volver en ningún caso.
Ceuta.
Aún tenía los ojos tapados con las manos, en un intento de relajar un poco la
vista, cuando un calor insoportable abrasó su oreja izquierda. Instintivamente se volvió
para mirar al origen del calor, sólo para ser cegado por el brillo de una explosión de un
blanco imposible. El carro que se encontraba inmediatamente a su izquierda, a unos
veinte metros de distancia, acababa de volar por los aires, alcanzado en su débil coraza
posterior por un impacto directo.
Fnidek, Marruecos.
El general Kaddouri gruñó con cierta satisfacción por primera vez en todo el día.
Una vez que había renunciado a consultar con el general Munjib, concentrarse en su
trabajo había ejercido un efecto benéfico sobre sus nervios. Al fin y al cabo era un
soldado, no un político, y ahora estaba haciendo lo que sabía hacer. Y sabía hacerlo
bien.
El GBI n°i empezaba, por fin, a funcionar como la máquina bien engrasada que
era. Los oficiales al mando de sus unidades habían recobrado el control de la situación
y su confianza, y la cadena de mando parecía de nuevo bastante organizada.
—Tengo un Lock—On sobre el bandido que está más a la izquierda, Barbie. Voy a
disparar. Intenta tú enganchar alguno de la derecha antes del cruce. ¿Me copias?
—¡Fox dos! —dijo Lucas mientras un misil de guía infrarroja se desprendía del
extremo del ala izquierda de su caza. Un segundo después la teniente Sandoval lanzó su
propio misil contra otro de los cazas marroquíes ya claramente visibles a simple vista a
pesar de su camuflaje color arena, semejante al desierto que sobrevolaban.
Pero no había tiempo para alegrarse del impacto ni preocuparse por el fallo. Los
aviones marroquíes se encontraban ahora a menos de mil metros de distancia y la
velocidad combinada de ambos rivales les iba a llevar a cruzarse a casi dos mil
kilómetros por hora de velocidad relativa en muy pocos segundos.
Como Antonio Lucas sospechaba, los Mirage no habían podido blocar sus
misiles Magic sobre los cazas españoles. Pero aún tenían cañones. Concretamente dos
cañones DEFA de 30 milímetros y cuatro de los cazas marroquíes empezaron a
disparar antes de cruzarse con los F- 18. Sólo la suerte
373 impidió que les alcanzaran. En
realidad fue una suerte el hecho mismo de que ninguno de los cazas colisionase con
otro cualquiera, tan espeluznante fue el cruce.
Mientras se alejaban del enemigo a gran velocidad, Lucas, aún tembloroso,
mantenía su cerebro en frenético funcionamiento. Dado que la velocidad máxima de
los Mirage era significativamente mayor que la de los F-18, no cabía pensar en
escapar. Por lo tanto había que volverse y combatir. Con un progresivo tirón de la
palanca de mando colocó su aparato en vuelo vertical mientras aumentaba la potencia
del motor hasta completar medio loop y quedando en vuelo invertido. En cuanto sintió
que el avión estaba perfectamente invertido, describió medio tonel quedando de nuevo
en vuelo recto y nivelado tras un giro de ciento ochenta grados. Acababa de practicar
un giro Immelmann, así llamado en honor del piloto alemán de la Primera Guerra
Mundial, as de la aviación de combate y supuesto creador de la maniobra, aunque
probablemente nunca la practicara en vuelo real. Como siempre, su fiel punto imitó la
maniobra a la perfección, con el retraso justo para quedar en la misma posición
original respecto al líder de la formación.
Rabat, Marruecos.
—Desde luego que puedo, maldita sea. Lo más grave —Hassan Munjib ya
gritaba—, es que es usted un traidor.
374
Recuperando con cierta dificultad el tono calmado de su voz, el general Munjib
comenzó a relatar a los presentes la maniobra del primer ministro para encender la
mecha de una guerra abierta por Ceuta y Melilla, con la complicidad del almirante
Yussufi. Y todo ello, para llevar a cabo una estúpida huida hacia delante que les iba a
conducir a todos al abismo. Miopía, estupidez y traición, fueron las tres palabras con
las que Munjib resumió la actitud del jefe del ejecutivo. Después, emocional- mente
agotado, se sentó.
Hassan Munjib tuvo que desviar la vista. Casi sintió lástima por aquel pobre
diablo. Traicionado y dejado caer a los pies de los caballos por su más cercano amigo,
tan responsable como él mismo del desastre. Era nauseabundo, pero no le había
quedado más remedio que aceptarlo tras la larga entrevista que había mantenido horas
antes con Su Majestad. Abdelkader era intocable y lo más que Munjib había logrado
era un compromiso real de que, a su debido tiempo, el ministro de exteriores pasaría a
un bien ganado retiro en algún lugar lujoso, pero alejado de Marruecos.
Abdelar, mientras tanto, se había vuelto a sentar, pálido y sudoroso, sin poder
dar crédito a lo que estaba ocurriendo. Pero aún faltaba el último acto. El que pondría
oficialmente fin al Gobierno Abdelar. Munjib miró su reloj. En diez, quizás veinte
segundos, iba a sonar el teléfono.
Ceuta.
Los combates duraban ya casi doce horas y la situación era bastante diferente en
los extremos norte y sur de la frontera. Al sur, las unidades mecanizadas marroquíes
no habían logrado forzar la línea del frente. Los carros del segundo escuadrón del
Regimiento de Caballería Acorazado Montesa N° 3, atrincherados en el sector de El
Tarajal, habían resistido sin bajas varios asaltos blindados marroquíes. Los cascos
ennegrecidos de una docena de tanques T-72 daban buena prueba del fracaso
marroquí en esa zona. Sólo algunas pequeñas unidades de infantería se habían logrado
infiltrar entre las primeras viviendas del barrio del Príncipe, pero habían sido
contenidas, y luego rechazadas, por la infantería española. Al norte, sin embargo, los
marroquíes habían logrado una profunda penetración en el territorio ceutí. Cuando el
ataque parecía haber perdido su impulso inicial, la audaz maniobra de una compañía
acorazada enemiga había logrado tomar la retaguardia del escuadrón del capitán
Arconada, encerrándolo entre dos fuegos. Según los últimos informes recibidos, el
capitán había muerto y sólo una sección, mandada por el teniente Fajardo, continuaba
la lucha, rodeada y con las municiones casi agotadas. Mientras tanto, infantería y
carros alauitas habían alcanzado ya por el norte el375límite del casco urbano de Ceuta y
combatían casa por casa con los regulares del Grupo n° 54 y los restos del escuadrón de
infantería mecanizada del Montesa. El centro de la línea del frente, batido sin piedad
por la artillería marroquí, era ahora una tierra de nadie, negada a los asaltantes por los
equipos TOW y ametralladoras pesadas replegados a terrazas y azoteas.
—Están locos por meterse entre las casas —diagnosticó el coronel Andrade.
Pero cada vez resultaba más complicado. A medida que los marroquíes lograban
entrar más, era más difícil combatirles. Por si no hubiera suficientes problemas, los
vehículos utilizados por el enemigo eran prácticamente los mismos que los propios.
Distinguir un M-48 marroquí de un M-60 español en una calle envuelta en la niebla, el
humo y la lluvia, por no hablar de los disparos, era prácticamente imposible. Incluso
los uniformes de los soldados parecían iguales una vez que estaban suficientemente
cubiertos de polvo y mugre. Además de que el enemigo, conocedor de la importancia
de entrar a cualquier precio, avanzaba con perfecto desprecio de su propia seguridad.
Un pelotón de regulares había observado estupefacto unos minutos antes cómo dos
carros marroquíes, detenidos en esquinas opuestas de una misma calle, se disparaban
mutuamente varias veces hasta que uno de ellos voló por los aires. Pero seguían
avanzando.
-¡Pato!
La explosión ocurrió dentro del motor izquierdo del F-18 del capitán, y
prácticamente desintegró la aeronave. Sólo el morro y la carlinga sobrevivieron al
impacto, cayendo a plomo sin ninguna superficie de sustentación aerodinámica que lo
impidiera.
—¡Hijo de puta!, ¡cómete esto! —chilló Barbie luchando por impedir que las
lágrimas que afloraban a sus ojos nublasen su visión del HUD. Con furia irracional
apretó el gatillo y no lo supo soltar hasta que los cargadores de munición de veinte
milímetros estuvieron vacíos.
El teniente coronel Abdelkrim Zayid nunca supo qué lo había matado. Tampoco
llegaría nunca a saber porqué.
De una relación inicial de seis contra dos, se veía reducido ahora a luchar en
solitario con aquellos dos demonios de color gris.
Pero al menos uno de ellos le iba a escoltar camino del infierno. Sus dos últimos
sentimientos conscientes fueron la euforia por el derribo del F-18 enemigo, y enseguida
un vacío interior provocado por la brusca certeza de la inutilidad de todo lo que estaba
pasando. Después su cerebro se vaporizó al recibir el impacto directo de un proyectil de
veinte milímetros algo por encima de su oreja 377 izquierda. Fue uno de los primeros
proyectiles del gran número que alcanzaron su aparato, haciéndolo estallar en el aire.
Antonio Lucas había perdido brevísimamente, el conocimiento. Cuando lo
recuperó, estaba aplastado contra un lateral de la cabina de su avión que caía girando
sin control. Lucas, aún aturdido, comprendió que sólo tenía unos segundos para
reaccionar. Con un esfuerzo supremo accionó la palanca de su asiento eyectable y se
preparó para ingresar en el exclusivo club Martin Baker, de supervivientes a una
eyección en vuelo. No dejaba de ser una especie de privilegio, pensó un instante antes
de sentir cómo una muía loca coceaba sus posaderas. En realidad se trataba,
naturalmente, del cohete eyector de su asiento Martin Baker, que le lanzó hacia el cielo
con una aceleración instantánea superior a once "g". Si eso no le mataba, pensó
mientras perdía de nuevo la conciencia, nada lo haría.
Ceuta.
La entrada en el puerto de Ceuta del convoy de refuerzo fue recibida por los
marroquíes, como no podía ser de otra manera, con salvas de artillería. Y no eran
salvas de saludo. A la tercera ronda, el Martín Posa- dillo había sido ahorquillado por
los proyectiles de 155 milímetros. Luego, para alivio de los marinos, militares y civiles,
que tripulaban el convoy, la artillería calló.
Madrid.
Las cosas empezaban a tener mejor color. O, menos malo siquiera. No era un
gran consuelo, pero era mejor que nada.
378
Ahora sólo quedaba intentar estabilizar la situación y esperar a que los cielos
despejados permitieran al Ejército del Aire dejar caer todo su poder sobre las tropas
enemigas que rodeaban Ceuta y Melilla. Por otro lado, eso ya estaba ocurriendo a lo
largo y ancho de Marruecos. En aplicación de la primera fase de la operación Tizona, la
Fuerza Aérea Real alauita había pasado virtualmente a la historia. Los ataques sobre
Sidi- Slimane, Meknes, Salé, Kenitra, Sidi Ifni y El Aaiún habían dejado a Marruecos
sin bases y sin centros de coordinación. Las pérdidas en aviones y pilotos habían sido
terribles para el enemigo, al precio de sólo dos F-18 derribados. Uno de los pilotos
había muerto, pero el otro había podido saltar.
Todo lo contrario que en Ceuta, donde el frente español había sido roto en varios
puntos, cuatro cazas Mirage F-i y un helicóptero SH-60 de la Armada habían sido
derribados y se combatía fieramente casa por casa. La pesadilla de la guerra había
hecho caer su manto sobre la ciudad, y los informes de la Comandancia General, si bien
siempre animosos, había hecho temer lo peor al JEMAD algunas horas antes. Ya no.
Ahora sólo era cuestión de tiempo... y de sangre, añadió para sí con un
estremecimiento.
—¿Se sabe algo? —preguntó con la voz agitada por la angustia y la carrera.
El comandante Serrano, jefe del escuadrón, llevaba una hora en la sala siguiendo
con el alma en vilo las vicisitudes del desigual combate que se había librado sobre El
Aaiún. Mirando a los ojos a la teniente Sandoval, 379le dio una cariñosa palmada en el
hombro.
—Papayo, Coto cero dos. Estamos entrando en punto Lima Zulú Alfa.
Identificación positiva del objetivo.
Bárbara asintió en silencio con media sonrisa. Su mente estaba todavía lejos de
allí, volando sobre el Atlántico en pos del Superpuma que traía de vuelta a casa a
Antonio, pero aún así se dio cuenta de algo en lo que no había pensado todavía. Al
pasar de las cinco victorias en combate aéreo se había convertido automáticamente,
según la tradición que se remontaba a la Primera Guerra Mundial, en un As. La
primera mujer en alcanzar tal condición desde la Segunda Guerra Mundial, y uno de
los pocos pilotos vivos en todo el mundo que podían ostentarla.
—Muy bien, señorita "As" —dijo el comandante Serrano con un retintín guasón
en el que no estaba del todo ausente un puntito de envidia—, vamos a tener que
organizar un fiestón que te cagas.
Ceuta.
380
Madrid.
Juan Carlos Talavera estaba agotado. Y no era porque llevara levantado desde las
cinco de la mañana. Ni porque llevara ocho días durmiendo poco y mal y
alimentándose de Fortuna y Coca-cola. La razón verdadera era que sentía sobre sus
hombros el peso de la responsabilidad. Y no era un peso pequeño, pensó mientras
cogía el teléfono antes de que acabara el primer timbrazo.
—Talavera.
El oficial de la CIA resumió a su colega español los términos del acuerdo logrado
esa tarde en Rabat. En pocas palabras, Marruecos ofrecía un armisticio inmediato
asumiendo la responsabilidad del conflicto en la persona del primer ministro, cuya
cabeza colocarían en una picota suficientemente visible como para contentar a la
opinión pública española. Con el jefe de gabinete caerían algunos altos mandos
militares, aunque el organigrama de las fuerzas armadas permanecería básicamente
inalterado. El Rey nombraría primer ministro al381general Munjib, permaneciendo el
resto del ejecutivo igual.
Todas las tropas marroquíes se retirarían a una distancia mínima de diez
kilómetros de las fronteras de Ceuta y Melilla y se reconocería la mediana reclamada
por España en aguas de Canarias. Un protocolo adicional secreto establecía que, si
bien no habría renuncia formal de soberanía, la Corona se comprometía bajo garantía
norteamericana a no hacer declaraciones reivindicativas ni, por supuesto, acciones
militares de ningún tipo, sobre las plazas españolas en África por tiempo indefinido.
España, por su parte, ordenaría el alto el fuego a sus fuerzas de tierra, mar y aire
a partir de las cero horas GMT de esa misma noche y se mantendría totalmente al
margen de las inminentes operaciones militares marroquíes, contra los elementos
sediciosos integristas que fueran identificados.
Talavera inspiró hondo. Sin duda alguna lo aceptarían. Tal vez costase algo más
convencer al jefe de la oposición de que no divulgase el contenido del vídeo de
reivindicación, pero al final seguro que iba a cooperar.
—Verás. En Washington siguen molestos por aquel pequeño asun- tillo de Irak.
Alguna clase de pequeño, ah... acercamiento, sería muy bien recibido. No
inmediatamente, claro. Tal vez digamos en unos... ¿tres meses?
382
18 de septiembre
Ceuta.
En el frente ceutí, donde más encarnizados habían sido los combates, el último
disparo sonó cuando eran casi las cinco de la madrugada. Primero con cautela y luego
con progresivo alivio, ambos ejércitos se fueron distanciando sin dejar de apuntarse.
De acuerdo con los términos del armisticio, las tropas españolas retrocedieron hasta la
antigua zona neutral de la frontera de Ceuta, mientras los marroquíes se replegaban
hasta un arco imaginario situado a diez kilómetros de la frontera. Un satélite y varios
aviones no tripulados UAV Predator norteamericanos verificaban la maniobra en su
papel de árbitros. En el estrecho de Gi- braltar, la presencia del portaaviones George
Washington y su grupo de batalla respaldaba la autoridad de ese arbitraje.
Madrid.
Rabat, Marruecos.
En cierto modo era irónico. Sería su último servicio a la patria, y sin embargo el
más importante. El Rey necesitaba una cabeza de turco. Alguien prescindible, pero al
mismo tiempo de suficiente posición para que los españoles vieran satisfecha su sed de
venganza. Él.
Y con los españoles satisfechos, el monarca podría dirigir sus fuerzas militares
contra los que siempre habían sido sus auténticos enemigos: los integristas. La ocasión
era ideal: acusados de haber instigado la guerra para hacerse con el poder, los
383
integristas habían recibido un duro golpe propagandístico. Si el Rey sabía jugar sus
cartas, pasarían muchos años hasta que pudieran recuperarse. El precio, sin embargo,
sería alto. Nada menos que una más que probable guerra civil.
—Señor primer ministro —el coronel de la Gendarmería, al menos, supo guardar
las formas—, por orden de Su Majestad el Rey queda usted detenido. Madrid.
Tenía motivos para estar contento. Pocos minutos antes el gobierno en pleno le
había felicitado efusivamente, y sin embargo no podía evitar sentirse confuso. Los
cientos de muertos causados en el conflicto que acababa de declarar cerrado acudían a
sus pensamientos. ¿Podía haberse evitado? Estaba seguro de que esa pregunta sería
tema de debate para .comentaristas, historiadores y simples opinadores durante
mucho tiempo, pero él conocía la respuesta. Sí.
El presidente del gobierno se levantó. Con gesto pausado sacó del bolsillo de su
chaqueta un folio de papel cuidadosamente doblado. Lo había escrito la noche que
había ordenado el inicio de las operaciones militares contra Marruecos y contenía la
confesión de su fracaso y su dimisión irrevocable.
384
Fronteras de Agua
Luis Crespo Martínez
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada, copiada o
transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, óptico, in-
formático, reprográfico, de grabación o de fotocopia, o cualquier medio por aparecer,
sin el permiso expreso, escrito y previo del editor. Todos los derechos reservados.
Fronteras de Agua
Delibrum tremens
Este libro está dedicado en primer lugar a Mayte, mi mujer, y a Teresa, Natalia y Luis
Alvaro, mis hijos. Ellos son el centro de mi vida, y todo lo demás, cerca o lejos, órbita a
su alrededor.
MAPAS
6 de junio de 2002
Rabat, Marruecos.
Con calma, casi con desgana, como si estuviese haciendo un comentario banal
sobre el tiempo, preguntó:
11 de julio de 2002
En la costa africana del Estrecho de Gibraltar, a los pies del monte Yebel Musa,
junto al cabo conocido como Punta Leona, se forma una bahía en cuyo centro se
encuentra un pequeño islote, de unos seiscientos metros de longitud y setenta metros
de elevación sobre el nivel del mar en su punto más alto. Apenas doscientos metros de
agua, limpia y profunda, lo separan de la costa de Marruecos.
Al igual que la mayoría de los islotes y peñones situados frente a lo que fue el
Protectorado Español de Marruecos, durante la primera mitad del siglo XX fue más o
menos permanentemente ocupado por un pequeño destacamento de soldados
españoles, pero, en los primeros años de la década de 1960, la isla fue definitivamente
abandonada, probablemente porque su valor estratégico había ido diluyéndose poco a
poco hasta desaparecer.
O así fue hasta el once de julio del año 2002. Aquella mañana de verano, ocho
miembros de la Gendarmería Real de Marruecos desembarcaron en la isla de Leña,
transportados por una patera.
Madrid.
Tras una breve exposición inicial de los hechos conocidos, el ministro de defensa
se preparó para entrar en materia. Tenía que hacer algunas preguntas clave a los
hombres reunidos en la sede de la calle Vitrubio.
Miró a su alrededor y bebió un poco de agua. Los presentes esperaban algo más
de él.
—De todas formas algo podemos deducir: la misma circunstancia de que hayan
ocupado un islote deshabitado, pequeño y sin valor estratégico da mucho que pensar.
No creo que se trate del inicio de un ataque a gran escala contra Ceuta o Melilla porque
sería estúpido alertarnos de esta manera. Hay muchas probabilidades de que se trate
de un sondeo para ver nuestra reacción pero es sólo una hipótesis.
—Gracias, director.
El ministro ordenó sus notas, no por que fueran muchas ni muy complejas, sino
para darse un segundo de reflexión. Miró alrededor de la mesa y por fin miró al jefe de
estado mayor de la defensa.
—Sí, señor ministro. Nuestros informes indican que el orden de batalla del
ejército marroquí no se ha modificado sensiblemente de forma reciente. Eso significa
que no tienen demasiadas fuerzas en las proximidades de las ciudades, con lo que
nuestras tropas desplegadas en Ceuta y Melilla deberían ser suficientes para manejar
cualquier escenario previsible a corto plazo —el jefe de estado mayor del Ejército
asintió en este punto—. De todas formas recomiendo poner en estado de alerta a las
tropas en ambas ciudades y reforzar las guarniciones de los peñones e islas cercanos
como signo visible de compromiso. Tampoco estaría mal mandar un par de fragatas a
mostrar el pabellón y comenzar a planificar una respuesta militar, sea ofensiva o
defensiva.
El ministro de defensa asintió con aprobación.
El ministro iba a levantarse para dar por concluida la reunión, pero pareció
pensarlo mejor.
—Antes de salir para aquí me he vuelto loca buscando la isla en los mapas que
tengo en casa. Nada. Al final la he encontrado en un mapa de carreteras, sin ninguna
acotación sobre su soberanía... Tengo a mi gente del ministerio haciendo una
investigación documental exhaustiva, pero en el mejor de los casos puedo decir que la
cosa está poco clara. Lo que he averiguado hasta ahora es que hasta los sesenta
teníamos gente allí. Quiero decir militares, que se fueron en esa época.
Alguien del ministerio me ha dicho que desde siempre la isla ha sido española,
pero que los marroquíes la consideran suya porque al abandonar nosotros el
protectorado, pasó a su soberanía directa. Lo que hay es un acuerdo tácito, que no creo
que esté escrito en ningún sitio, con Rabat para no ocupar la isla de forma permanente
ni ellos ni nosotros, para evitar líos.
Nadie esperaba una respuesta inmediata de Marruecos, sobre todo por los
festejos con motivo de la boda del monarca, que tenían medio paralizado al país. Sin
embargo, ésta fue casi inmediata. Un comunicado de prensa del gobierno alauita
informaba de la ocupación de la isla de Leila por la Gendarmería Real, para establecer
un puesto de vigilancia contra el narcotráfico y el terrorismo internacional, así como
contra las redes de inmigración ilegal.
Aspiró la sangre del fondo del campo y comprobó que permanecía seco.
Miró a su izquierda, por encima de la tela verde que separaba la zona operatoria
de los dominios de la anestesista, junto a la cabeza del paciente.
—Esto ya está, Susana, ¿cómo vas por ahí arriba?
—Ya se ha estabilizado, por fin, pero se ha chupado toda la sangre del banco.
Estaba pensando en empezar a pasarle tinto de verano.
Suárez se rió, mucho más relajado ahora, después de la angustia que había
pasado desde el comienzo de la intervención.
De hecho, eran las seis de la mañana y Suárez llevaba en el hospital desde las
cuatro. Se había levantado, sobresaltado, al oír el móvil sobre su mesilla de noche. El
culpable yacía en ese momento sobre la mesa quirúrgica, abierto en canal y vivo de
milagro. Le habían apuñalado en una reyerta en un local de mala reputación y la hoja
de la navaja había desgarrado el riñón.
El cirujano terminó de colocar las grapas que cerraban la piel y miró el tubo de
drenaje. Estaba seco. Se quitó los guantes y salió del quirófano con su ayudante.
—Si me tomo otro café no voy a dormir en una semana. Me voy a casa a echarme
un par de horas y luego vuelvo a ver a éste.
Por cierto, hoy le toca la consulta a Paco Reyes, de modo que si quieres, vete tú
también a casa cuando cambies la guardia.
El día anterior no habían hecho gran cosa, salvo plantar la tienda de campaña y
ordenar un poco los escasos pertrechos que habían llevado consigo a la isla, pero la
primera parte de la noche no habían parado, recogiendo y acarreando las provisiones
que les hacían llegar desde tierra firme en una lancha neumática. Ninguno de ellos,
quizá ni siquiera el jefe, sabía cuánto tiempo iban a pasar en la isla. Tampoco sabían
muy bien qué demonios hacían allí.
Estaban allí porque así se lo habían ordenado, desde luego, pero el motivo
concreto... bueno, eso sólo Dios lo sabía.
Uno de ellos, nacido en Tánger, hablaba bastante buen español. Les había ido
contando a los demás lo que oía en su transistor de las emisoras españolas que se
habían ido haciendo eco de lo sucedido de forma progresiva según avanzaba la noche.
Las emisoras de Marruecos no hablaban de otra cosa que no fuera la boda del
Rey. Resultaba raro oír que, para las emisoras de radio españolas, se habían convertido
en la noticia del día mientras para las de su país no pasaba nada.
Algunos habían preguntado al comandante si los españoles iban a atacarles, pero
éste les había tranquilizado. Aquella isla era marroquí dijeran lo que dijeran en España
y de todas formas nadie iba a ser tan tonto como para luchar por esa roca vacía. Por fin,
muy tarde, y muy incómodos, se habían ido durmiendo.
Al amanecer estaban molidos. No es que fueran gente excesivamente delicada,
pero no era fácil encontrar un espacio de suelo totalmente liso para dormir en aquella
piedra del demonio.
El gendarme de guardia abrió los ojos algo sobresaltado, buscó con la vista al
comandante, pero no le vio. Afortunadamente. Se levantó, se desperezó y miró al mar.
El sol naciente levantaba reflejos dorados en las pequeñas olas. Y al fondo, a una milla
de distancia, y con dos millas entre sí, estaban las patrulleras, una marroquí y otra
española, que se vigilaban mutuamente. Se dio la vuelta frente a una gran roca y orinó.
Encendió un cigarrillo y pensó en el largo día que tenían por delante.
A los pocos minutos llegó su relevo, por fin, y tras un par de comentarios
sarcásticos sobre la nochecita que había pasado, comenzó el descenso de la ladera
pedregosa hacia la tienda de campaña, pensando en su saco de dormir como si fuera la
cama de un hotel de cinco estrellas. Dio tres o cuatro pasos y se detuvo de nuevo,
mirando al norte, donde, a baja altura, acababa de aparecer un punto negro que crecía
lentamente. Segundos después oyó el ruido característico de un avión turbohélice. No
lo identificó pero parecía bastante grande y antiguo. Se dirigía directamente hacia
ellos. Instintivamente, se agachó.
El piloto del Lockheed P-3B Orion del Grupo 22 del Ejército del Aire inició un
cerrado viraje a la derecha, calculado para sobrevolar la vertical de Perejil. La
maniobra, realizada a baja velocidad, habría puesto los pelos de punta al pasaje de un
avión comercial pero su tripulación estaba habituada a volar a baja altura y con
maniobras cerradas en condiciones meteorológicas mucho peores que las que
disfrutaban esa mañana. El fotógrafo puso manos a la obra. Apenas dispondría de unos
pocos segundos para hacer su trabajo, y no perdió el tiempo.
Una vez completado el viraje, el piloto dio toda la potencia a los cuatro motores
Allison T55, para salir de allí cuanto antes. No esperaban actividad antiaérea, pero la
salida del área del blanco era el momento de mayor vulnerabilidad a un ataque con
misiles como el SA-7 Strella, manejables por un sólo hombre y utilizados ampliamente
por las fuerzas armadas de Marruecos.
—Estamos fuera.
A gran altura, apenas visibles desde tierra, dos C-15 A, denominación española
del F/A-18A Homet, del Grupo 11, basados en Morón de la Frontera como su protegido
el Orion, viraron también hacia el norte sobre la vertical de Tarifa.
Ceuta.
Marruecos invade la isla española del Perejil con una decena de militares.
Madrid "rechaza" la ocupación y "reclama el restablecimiento de la situación anterior".
Rabat alega que "ha instalado un puesto de vigilancia para luchar contra el terrorismo
y la inmigración clandestina".
Nunca había oído hablar de ninguna isla del Perejil. Leyó el resto de la noticia y
el editorial del periódico, y luego navegó por las páginas del resto de los periódicos
nacionales. Todos confirmaban la noticia en parecidos términos, y los editoriales
coincidían en señalar que se trataba de un paso más en el camino de distanciamiento
con España que Marruecos parecía empeñado en seguir desde hacía casi un año.
La tensión entre ambos países, que venía creciendo desde la ruptura del acuerdo
pesquero entre Marruecos y la Unión Europea en noviembre de 1999, se había hecho
evidente cuando, el 27 de octubre de 2001, Rabat retiró, "llamó a consultas" en
lenguaje diplomático, a su Embajador en España, por razones nunca suficientemente
aclaradas.
Desde ese día, el tono de las declaraciones del gobierno marroquí en lo que se
refería a España había tomado matices agrios en muchos casos, para ser francamente
agresivo en otros. El posible hallazgo de petróleo en los fondos marinos que separan
Fuerteventura de África había sido una estupenda ocasión para calificar las
prospecciones españolas de "hostiles e inadmisibles" a principios de 2002.
Prácticamente de lo único que el gobierno marroquí no consideraba culpable a España
era el asesinato de Kennedy.
Para algunos analistas españoles, la causa original de lo que parecía una
estrategia deliberada para aumentar progresivamente la tensión era la posición
española respecto al Sahara Occidental, históricamente favorable a la
autodeterminación de los saharauis, en directa oposición a la voluntad de anexión de
Marruecos.
Para otros, el gobierno marroquí estaría jugando la carta del "enemigo exterior"
para distraer a los marroquíes de las dificultades internas del régimen.
Conocía Marruecos muy poco, más bien casi nada, pero no entendía qué interés
podía tener un país con graves problemas sociales y económicos, que sólo
recientemente parecían estar mejorando ligeramente, en buscarle las vueltas a sus
vecinos, sobre todo si los vecinos eran miembros de la Unión Europea y de la OTAN.
Madrid.
Horas más tarde el ministro de defensa se reunía de nuevo con la JUJEM. El jefe
de estado mayor, conocido en la jerga militar como JEMAD, ya tenía el borrador de un
plan de operaciones para su consideración. Definir ese plan hasta sus mínimos detalles
para convertirlo en una operación practicable llevaría todavía varios días.
Bruselas.
Madrid.
Y encima, siendo nueva en el cargo, apenas empezaba a aclararse con sus propios
subordinados inmediatos.
Tras jugar un rato con el directorio de teléfonos decidió empezar con un viejo
conocido.
—Ponme con el presidente de la Comisión Europea —le dijo a su secretario.
Ceuta.
—Bueno, pues tampoco es para tanto —dijo en voz alta y bostezando, aunque no
había nadie para escucharle. Vivía solo, y si volvía a casa más tarde... pues muy bien.
Se duchó y se vistió, decidiendo dejar el afeitado para mejor ocasión. El café, frío,
le terminó de despertar.
Hacía otro día espléndido y el corto paseo hasta el hospital, a aquella hora poco
habitual para él, le resultó más agradable que de costumbre.
—Yo creo que sí. Está estable y no creo que sangre más. Además ha empezado a
orinar, y la creatinina es casi normal. Lo que me preocupa es el mogollón que se ha
organizado ahí fuera. ¿No lo has visto?
Suárez asintió:
—Pues vaya marrón, y más con el lío ese de Perejil. Que por cierto, no sabía yo ni
que existía la isla esa.
Moliner se sirvió un café y encendió un cigarrillo en la salita de estar de la UCI,
después de cerrar la puerta.
—Si hombre, si está aquí al lado, lo que pasa es que no se ve porque la tapa Punta
Leona, pero yo voy bastante a bucear por allí... bueno, iba —dijo levantando el pitillo
con gesto falsamente compungido.
—Para ti.
Cuando Suárez llegó al despacho del director del hospital, éste le estaba
esperando en la puerta. Le hizo pasar.
—Estable, José Luis, yo creo que sale de esta. Con un riñón nada más, claro.
Suárez se rió.
—Vale, pues lo dicho. Oye, ¿tú qué haces aquí, no te habías ido a la cama?
Rota, Cádiz.
Éste les informó de las órdenes recibidas del JEMAD. Luego preguntó:
Los allí presentes llevaban más de doce horas preparando la respuesta a esa
pregunta... y buscando formas de que la respuesta sonara menos exigua.
— ¿Submarinos?—preguntó el almirante.
—Perfecto señores —dijo el almirante con todo el aplomo del mundo, aunque
estaba más preocupado de lo que quería aparentar—, es más que suficiente por el
momento. El plan es el siguiente: La Navarra va a Ceuta y las corbetas a Melilla. Su
función será de momento puramente diplomática. Se trata de mostrar el pabellón y dar
tranquilidad a la población de Ceuta y Melilla. Si Marruecos hace algún movimiento
adicional actuaremos en consecuencia, pero no esperamos nada por el momento.
Respecto al submarino, su misión será controlar a la "Errhamani".
—Bien —dijo—, la Baleares debe estar disponible para zarpar hacia aquí en
cualquier momento. Pongan las cosas en marcha.
—Señores, vamos a tener que trabajar duro en los próximos días. Sé que cuento
con ustedes. Ahora quisiera reunirme con los comandantes de la Navarra y la
Numancia. Localícenmelos y me los mandan para aquí.
El ALFLOT sonrió.
Morón, Sevilla.
Una vez clasificadas, llevó las fotos al despacho de su comandante, el jefe del
Grupo 22, que las estudió detenidamente. Aparentemente no había cambiado nada en
la isla desde la tarde anterior, a juzgar por los informes de la Guardia Civil.
La ministra de asuntos exteriores miró, otra vez, el reloj. Eran más de las siete de
la tarde y estaba hecha polvo. A pesar de que las jornadas de catorce horas de trabajo
no tenían nada de especial para ella, la noche anterior casi no había dormido, salvo un
par de horas amenizadas por constantes pesadillas.
Hacía hora y media había logrado, por fin, conseguir que le pasaran con su
homólogo marroquí. Quizá para compensar, éste la había tenido más de una hora al
teléfono. Había que reconocer que el ministro era un tío simpático. Hablaba un español
bastante correcto y había renunciado alegremente a hacer uso de un intérprete.
Durante toda la conversación se había comportado como si no pasara nada, o en todo
caso como si el asunto Perejil no tuviera la menor importancia. Un vecino que ha
aparcado ocupando parcialmente tu plaza del parking por descuido, eso era lo que
parecía. Solo que el vecino no tenía ninguna intención de cambiar su coche de sitio.
Tras una hora de darle vueltas al asunto decidieron volver a hablar en los
próximos días. Todos los intentos de transmitir a aquel hombre encantador la seriedad
con que se estaba tomando el gobierno español la crisis fueron aparentemente inútiles.
Cádiz.
El teniente de navío José Luis Herrero se terminó su café, horrible como
siempre, sentado a la mesa de la cámara de oficiales de la fragata F 85 Navarra,
atracada en el muelle 2 de la base naval de Rota. Todavía no eran las cinco de la
mañana, pero el día prometía ser largo e interesante. El comandante había convocado
un "briefing" a última hora de la tarde anterior para explicar a la oficialidad las
órdenes recibidas de ALFLOT, el almirante de la flota.
A las 07 00, la fragata debería zarpar con rumbo al puerto de Ceuta para
"mostrar el pabellón". No era probable que se declarasen hostilidades abiertas, pero si
llegaba a calentarse la cosa de verdad, su misión básica sería proporcionar cobertura
antiaérea a la ciudad de Ceuta, y "adquirir el dominio del espacio marítimo
circundante".
En la zona se encontraban ya dos patrulleras de la armada, la P 114 y la P 12
Laya, que habían zarpado la tarde anterior de Ceuta y Cádiz respectivamente.
Desde Cartagena estaba prevista en pocas horas la salida de dos corbetas para
cubrir Melilla y un submarino en misión de inteligencia.
Después de la reunión, y por orden del comandante, Herrero se había dedicado a
localizar a los oficiales que estaban fuera, de permiso, para hacerles volver a toda prisa.
Lo había dejado alrededor de la una de la madrugada, con lo que apenas tenía cuatro
horas de sueño en el cuerpo. Bostezó. Encendió un cigarrillo y aspiró profundamente.
A esa hora la sala estaba todavía vacía, y los distintos monitores apagados. Se
sentó en su silla y alcanzó la carpeta que contenía los procedimientos operativos
estándar a seguir en cada situación. Se sabía de memoria buena parte de ellos, pero
nunca estaba de más un repaso previo... y esta vez no salían para un ejercicio
cualquiera.
Estrecho de Gibraltar.
Ceuta.
Era sábado, por lo que Alfredo Suárez llegó al hospital bastante más tarde de lo
habitual. Sólo tenía que pasar a ver a sus pacientes ingresados y no esperaba encontrar
demasiados cambios en su evolución. Además se había acostado tardísimo, después de
pasar varias horas delante del ordenador, navegando en Internet y recopilando
información sobre la crisis cuyo epicentro se encontraba a pocos kilómetros de su casa.
Había terminado por preocuparse seriamente, preguntándose qué diablos hacía en
Ceuta un madrileño como él. Encima, su padre le había llamado por teléfono
exigiéndole que tomase el primer barco para la Península. Tras media hora de
conversación le había conseguido infundir un poco de tranquilidad aunque su padre, a
petición de su madre, le había exigido que llamase dos veces al día.
—Mire, si no es usted familiar del chico no le puedo contar nada sobre él. Lo
comprende ¿verdad?
Hablaba español con un acento más francés que árabe. Y sonaba bien. En ese
momento llegó el ascensor. Suárez murmuró una disculpa y entró, tocando el botón de
la planta baja. La periodista se metió en el ascensor detrás de él.
Desde luego era guapísima, pensó Suárez. El médico no pudo evitar ponerse un
poco colorado. No era particularmente tímido, pero la muchacha estaba utilizando
todas sus armas de mujer. No tanto con lo que decía como con la entonación de la voz y
la expresión de su cara.
—Lo prometo.
Se sentaron en una terraza cercana al hospital. Ella pidió café y él una Coca-Cola.
Estuvieron allí más de una hora durante la cual prácticamente sólo habló la
periodista, sin llegar a entrar en el tema del chico herido, pero obviamente buscando el
punto flaco de Suárez. Sin duda tenía una habilidad natural para eso.
—Verás, el paciente que yo operé, que puede ser, o no, el paciente por el que tú
preguntas, tenía una herida punzante en la fosa renal derecha. No sé cómo ni quién se
la hizo. Ni me interesa, la verdad. Lo importante es que está con vida, que no es poco.
—Seguro que tienes razón, pero comprende que es mi trabajo y yo tengo que
informarme bien antes de escribir. De todas formas ya tengo todo el material que
necesitaba, y tranquilo que tú no vas a salir en el artículo. Bueno, si es que me dejan
publicarlo, claro.
Suárez había oído bastantes cosas acerca del estado de la libertad de prensa en el
país vecino, pero tuvo la delicadeza de no decir nada. Sin embargo se animó a
preguntar otra cosa:
Ella sonrió.
Cuando Suárez dejó la cafetería se dirigió al puerto. En ese momento entraba por
la bocana una fragata española. Aunque no era un experto, se dio cuenta que era un
barco grande y moderno. No alcanzaba a ver el nombre, pero daba igual. Sin duda el
Gobierno se estaba tomando en serio el asunto del Perejil.
15 de julio de 2002
—Señor secretario, en la tarde del día 11, hace cuatro días, un pequeño grupo de
soldados marroquíes ocupó, como sin duda sabe, la isla del Perejil. El Gobierno de
España ha exigido formalmente a Marruecos la retirada de esas tropas a fin de
devolver a la isla su "status quo" previo. Como ayer declaró el presidente de turno de la
Unión Europea, el Gobierno de España cuenta con el pleno apoyo diplomático de la
Unión. El motivo de solicitar esta audiencia, señor secretario, es el deseo del Gobierno
de España de informar al Gobierno de los Estados Unidos, como nación amiga y
aliada, del desarrollo de esta crisis.
—El Gobierno desea agotar las vías diplomáticas habituales, señor secretario,
pero si estas no fructifican en un plazo... razonable... España no aceptará hechos
consumados.
—Si esa situación se llega a producir, ¿puede España contar con el apoyo
diplomático de los Estados Unidos?
El alto funcionario norteamericano dejó pasar unos segundos antes de
responder.
—Señor embajador, cuenta usted con mi plena simpatía. Sin embargo debe
comprender que la situación de América en este conflicto es extremadamente delicada.
En la actual guerra contra el terrorismo en la que nos vemos envueltos... —en este
punto su voz tomó una inflexión casi imperceptible de triste ironía—, el Reino de
Marruecos es, por su posición en el mundo árabe, un aliado excepcionalmente valioso
para los Estados Unidos.
El secretario continuó:
—El Gobierno de los Estados Unidos desea fervientemente, que se alcance una
solución diplomática para esta crisis y ofrece sus buenos oficios como mediador entre
las partes.
Ceuta.
Cuando terminó de leer los artículos más interesantes de la prensa, comenzó con
las opiniones de los internautas.
"Haber si el ejército saca de la isla a todos los moros cabrones hijoputas que solo
bienen a kitarnos el trabajo a los pobres españoles" decía uno de los más inspirados.
La verdad era que Marruecos había conseguido sacar a flote lo peor de mucha
gente. Se planteó escribir su propia opinión en el foro, pero decidió no hacerlo. En
realidad no tenía una opinión suficientemente formada todavía.
—Nada mujer, ya voy. Total, no estaba haciendo nada útil. Dile que en media
hora estoy allí. Ahora te veo.
Suárez se dio una ducha rápida y se vistió. Le parecía demasiado pronto para
trasladar al paciente, pero sospechaba que el follón de Perejil tenía algo que ver con
eso. Seguramente la familia no se quería arriesgar a que acabaran cerrando la
frontera... o algo peor.
Lo que le parecía raro era que el padre hubiese tardado tanto en venir. Desde el
principio, el chaval había estado acompañado por su hermano mayor, que no se había
movido de su lado, pero no había venido nadie más a verle. Bueno, salvo los
periodistas, claro, pero esos no habían podido entrar a la habitación.
Suárez intentó protestar, murmurando que sólo había hecho su trabajo, pero el
marroquí le interrumpió.
Según hablaba, los ojos del padre del chico se fueron llenando de lágrimas, pero
no soltaba los hombros de Alfredo.
—Si Chaid hubiera muerto, habría perdido su alma. Sin embargo usted evitó eso.
Ahora podrá volver a Dios, bendito sea su Nombre, y recuperar la virtud. Mi gratitud y
la de mi familia serán eternas, doctor. Jamás olvidaré lo que ha hecho.
Suárez se sentía cada vez más incómodo. Lo que decía aquel hombre podía ser
conmovedor, pero él no era creyente y se hubiera conformado con un simple "gracias".
Intentó llevar la conversación al tema, mucho más manejable para él, de los
preparativos para el traslado, pero descubrió que ya estaba todo organizado. En el
aparcamiento del hospital estaba preparada una UVI móvil privada y los requisitos
administrativos estaban resueltos.
— ¿Cómo te ha ido?
—Bien, bien. Ese hombre ha sido muy amable. Lo que pasa es que me ha soltado
un rollo que no veas.
— ¿No habías oído hablar de él? Es un líder integrista de lo más radical. Siempre
está soltando discursos sobre que los españoles somos unos infieles y cosas por el
estilo. Claro que tampoco se queda corto hablando del Rey de Marruecos y de su
gobierno. Ha estado en la cárcel un par de veces y todo.
—Oye Isabel, eso... ¿no es ilegal?—dijo Suárez levantando una ceja con cara de
guasa.
Rabassa, Alicante.
Acababan de "reconquistar", no por primera vez desde el día 11, en que habían
sido acuartelados, un islote deshabitado y alejado de zonas pobladas en algún lugar de
la costa mediterránea.
El GOE “Valencia III” había sido seleccionado por el JEMAD para preparar una
posible intervención en la isla del Perejil por varias razones. En primer lugar era
probablemente la unidad más capacitada para hacerlo, pero además había una razón
política: el peso de la respuesta militar española a la invasión marroquí estaba
recayendo hasta el momento sobre la Armada y, en menor medida, el Ejército del Aire.
Ambas tendrían también papeles destacados si llegaba a ser necesaria una in-
tervención directa. El jefe de estado mayor deseaba que también el Ejército de Tierra
participara. Eso complicaría la logística y la preparación de las operaciones, pero
mandaría un mensaje a quien lo quisiera escuchar: las Fuerzas Armadas españolas, a
pesar de sus muchas carencias, habían alcanzado un grado de preparación y
coordinación interarmas homologable al de los mejores ejércitos del mundo. Y eso era
algo que el JEMAD quería que quedase perfectamente claro.
Rota, Cádiz.
—A estas alturas, ya es casi seguro que vamos a tener que intervenir —dijo.
16 de julio de 2002
Las primeras horas de la madrugada del día 16 trajeron el deseado relevo a los
gendarmes que ocupaban la isla de Leyla. Amparada en la oscuridad, una embarcación
semirrígida tipo zodiac fue botada desde el patrullero de altura marroquí Rais
Bargach. Una escuadra de la Real Infantería de Marina subió a bordo para
desembarcar poco después en el islote, donde tomaron posiciones. Los gendarmes
embarcaron en la misma zodiac, que los llevó a tierra firme.
Horas después llegaron desde la costa los elementos necesarios para sustituir la
tienda de campaña de los gendarmes por una especie de cobertizo prefabricado que los
infantes de marina montaron rápidamente.
Esa misma noche, en el monte Yebel Musa, una compañía de infantería de las
Fuerzas Armadas Reales, equipada con armas ligeras, se desplegó tomando posiciones
de observación en la ladera.
El suboficial a cargo del radar le llamó sin despegar la cabeza del cono de goma
que impedía el reflejo de la luz diurna en la pantalla.
—Señor, tengo un contacto nuevo en el radar. Viene del este a gran velocidad.
El primer oficial mandó llamar al comandante sin apartar la vista del helicóptero
español, inmóvil a dos o tres metros de altura sobré la isla. El piloto tenía que ser un
completo inconsciente para hacer eso. Una orden suya y lo podrían hacer papilla con
las ametralladoras dobles tipo 58, de 14.5 milímetros. Pero sus instrucciones eran
claras: nada de abrir fuego salvo en estricta defensa propia.
Cuando el comandante entró en el puente, con los ojos enrojecidos y cara de mal
humor, el helicóptero ya había desaparecido.
Madrid.
Frente a él tenía un estudio de los conocidos por los anglosajones como "best
case/worst case", es decir un análisis optimista/pesimista de la situación. El "mejor
caso", considerado como el más probable, indicaba que la toma de Perejil por las
fuerzas especiales se produciría sin resistencia significativa y con escasas bajas. El
"peor caso" contemplaba una decidida resistencia de las tropas marroquíes, que
obligaría a su neutralización con fuego de apoyo aeronaval y una respuesta de las fuer-
zas aéreas de Marruecos que implicaría una batalla por el dominio del espacio aéreo.
Aunque no se dudaba de la capacidad del Ejército del Aire para prevalecer, el propio
informe reconocía la imposibilidad de predecir el alcance posterior de las hostilidades.
—Absolutamente, señor ministro. A estas horas los efectivos del MOE estarán
embarcando en los helicópteros. Se concentrarán con la fuerza de apoyo en El Copero.
Si no hay contraorden, despegarán hacia el objetivo a las cuatro de la madrugada. A eso
de las cinco despegarán cuatro F-18 de Torrejón y dos Mirage F-1 de Albacete. Los
Harrier de la armada despegarán a las cinco cuarenta y cinco de Rota, y Morón entrará
en alerta máxima a partir de las seis. Allí habrá ocho F-18 armados y listos para
despegar en quince minutos. Además, una parte importante de los escuadrones de F-18
de Torrejón y Zaragoza han sido desplegados a Morón, por si fueran necesarios.
tarde.
—Vamos a hacer lo siguiente: dentro de un rato me voy para Moncloa. Estaré allí
reunido con el presidente toda la tarde... y parte de la noche, supongo. También estará
la ministra de exteriores. Acabo de hablar con ella y estaba a punto de llamar al
embajador en Rabat para llamarlo a consultas. Estoy casi seguro de que Marruecos no
se va a retirar. Si el presidente da... cuando el presidente dé la orden definitiva, le
llamaré para poner las cosas en marcha. Luego nos reuniremos en el Centro de
Conducción de Operaciones.
El Copero, Sevilla.
Una vez recibida la orden del JEMAD, los ocho helicópteros Eurocopter Cougar
del BHELMA II desplazados a Rabassa, despegaron cargados con dos equipos
completos de soldados del MOE, con rumbo a la base sevillana de El Copero. Volaban
tratando de evitar poblaciones o carreteras importantes, en un intento de pasar lo más
desapercibidos posible.
De las dos unidades de acción desplazadas a El Copero, sólo una despegaría para
el asalto inicial, embarcada en cuatro de los ocho helicópteros de transporte. La otra
quedaría en reserva, lista para partir en cuestión de minutos si llegaba a ser necesario.
Cuando terminó, las tropas del MOE se reunieron de nuevo en un hangar para
comprobar, una vez más, el estado de sus armas y equipos de combate.
Ceuta.
—No, no, en absoluto. En realidad pensaba pedir una pizza, pero claro que me
apetece cenar contigo. ¿A qué hora te viene bien?
Nadia no tenía problemas con el horario, de modo que quedaron a las diez en un
conocido restaurante, especializado en cocina magrebí, sugerido por la joven que, al
parecer, conocía los restaurantes de la ciudad mucho mejor que Alfredo.
El médico se las arregló para llegar a la cita con casi cinco minutos de adelanto,
después de ducharse y arreglarse, afeitado incluido, en un tiempo récord.
Nadia llegó poco después. Habló en árabe con el maître, que evidentemente la
conocía, y éste les acompañó a una mesa en un rincón tranquilo del restaurante.
—Me han mandado para escribir un artículo sobre la movilización del Ejército
español en Ceuta. Siempre que pasa algo aquí me mandan a mí. Como hablo español...
La periodista le contó que era hija de padre marroquí y madre francesa. Su padre
hablaba también español y había querido que lo aprendiera por lo que la había
mandado a un colegio español. La carrera de periodismo la había estudiado entre
España y Francia, con una beca de la Unión Europea.
La cena fue excelente, a pesar de que los platos fuertemente especiados no eran
los preferidos de Suárez. Lo cierto es que estaba más pendiente de Nadia que de lo que
comía. Mientras esperaban el postre sonó el móvil de la periodista, que se disculpó con
una mueca y contestó. La conversación fue rápida e incomprensible para Alfredo que
no entendía una palabra de árabe.
Nadia colgó.
—Mi jefe —explicó—. Nunca cuenta con las dos horas de diferencia entre
Marruecos y España. Allí son todavía las nueve de la noche y están cerrando la edición
de mañana. Me ha dicho que España ha retirado a su embajador en Rabat y que reúna
información... ¡como si pudiera entrevistar yo a alguien a las once de la noche!
—Sólo hasta que llegue... calculo que entre las dos y las cuatro de la mañana.
Era evidente que la perspectiva no la hacía nada feliz de manera que Alfredo se
ofreció enseguida a acompañarla. La frontera no era un sitio particularmente
agradable, al menos de madrugada.
Madrid.
Hacia las doce de la noche, las luces del despacho del presidente del gobierno, en
el palacio de la Moncloa, seguían encendidas. Además del presidente, se encontraban
allí los ministros de interior, defensa y exteriores. También estaban los vicepresidentes
y varios miembros del personal de Presidencia.
La actitud más bien tibia de Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos parecía
haber dado esperanzas a Marruecos, a pesar de las declaraciones de la UE y la OTAN.
Al fin y al cabo, todo el mundo sabía quién mandaba en esas organizaciones.
La estrategia marroquí estaba ahora muy clara para el gobierno de España:
mantener una mínima, nada amenazadora, presencia en la isla, aguantar todo el
tiempo posible allí, y convencer al mundo de que la isla siempre había sido suya.
Y eso era, precisamente, lo que había que evitar, enviando, de paso, un mensaje
inequívoco a cualquiera que tuviera ganas de jugar con la integridad territorial de
España. Naturalmente muchos, entre los potenciales destinatarios del mensaje, no
habían nacido en el extranjero.
—Ya es ineludible, que tengan mucha suerte, que Dios nos ayude y que vuelvan
con el triunfo.
17 de julio de 2002
Golfo de Cádiz.
La proa del buque de asalto giró para apuntar directamente al este, en demanda
del Estrecho de Gibraltar.
Ceuta.
Según pensaba Nadia, las cosas se estaban moviendo demasiado deprisa para
poder hacer un seguimiento periodístico serio. Le habían encargado cubrir el punto de
vista español sobre la crisis hacía menos de dos días. Apenas había tenido tiempo de
documentarse y eso no le gustaba.
—De todos modos, piensa que las cosas no son tan simples. En realidad España
no siempre ha actuado con total lealtad hacia Marruecos. Los españoles sois tan...
bueno, tú no, pero muchos lo son... soberbios. Reconoce que nos miráis por encima del
hombro y os sentís superiores. Al fin y al cabo, sólo somos moros.
—Claro que no me lo creo. Ojalá mi país tuviera dinero para vigilar a los
narcotraficantes y a los traficantes de emigrantes. A mí me parece que lo que quiere el
gobierno es distraer a la gente de lo mal que van las reformas democráticas. Pero la
respuesta española es exageradísima.
— ¿Y ahora?
El Copero, Sevilla.
Mientras los boinas verdes iban ocupando sus sitios, a un centenar de metros,
empezaban a despegar los helicópteros armados de apoyo. Tres UH-1H del BHELMA
III, armados con ametralladoras pesadas Browning M-2 y "pods" de cohetes no
guiados, estabilizaron su altura e iniciaron un giro en formación para esperar a las
máquinas de asalto.
Pocos segundos después, los UH-1H formaron a la izquierda y un poco por detrás
del Líder de los Cougar. Toda la formación adoptó velocidad de crucero y, a baja
altitud, se dirigió al sur. Volaban en estricto silencio de radio. Los pilotos utilizaban
gafas de visión nocturna que les permitían volar con seguridad a pesar de la falta de
luz.
A las cuatro de la madrugada del día 17 de julio, el GRUCEMAC decretó una zona
de exclusión aérea en un radio de varios cientos de kilómetros en torno a la isla de
Perejil. Una pareja de cazas Mirage F-1M del Ala 14 con base en Los Llanos, Albacete,
despegaron en misión CAP para vigilar el cumplimiento de la zona de exclusión
conocida como NFZ, acrónimo inglés de "no fly zone".
A las cuatro y media, los pilotos salieron de la sala donde habían estado reunidos
preparando todos los parámetros técnicos de la misión. Se colocaron los arneses de
sujeción y los zahones inflables "anti-g" y caminaron hacia sus aviones.
Una vez hechas las comprobaciones de rigor y arrancados los motores, los cuatro
aviones carretearon hasta la cabecera de la pista formados en parejas.
—Torre, Poker cero nueve. Cuatro aviones listos para entrar en pista y despegar.
—Poker cero nueve, autorizados. Ángeles 25, vector uno ocho cero.
El piloto del primer F-18 aceleró al máximo los motores General Electric,
conectando la postcombustión. En pocos segundos el caza estaba en el aire.
Los otros tres aviones despegaron en rápida sucesión. Una vez en vuelo, los
aviones formaron de nuevo dos parejas mientras ascendían a la altitud indicada por la
torre.
—Tengo contacto radar contigo Poker cero nueve. Tu ruta está despejada.
Golfo de Cádiz.
Las malas se las transmitió, una vez más, el oficial encargado del seguimiento
meteorológico.
—El viento alcanza ya los treinta nudos, almirante, y las previsiones indican que
arreciará al menos hasta los treinta y cinco o cuarenta en las próximas horas.
Eso correspondía a una fuerza ocho en la escala de Beaufort, y significaba que los
helicópteros, no podrían aterrizar en la pedregosa superficie de la isla. Incluso
tendrían serias dificultades para mantenerse estáticos mientras los soldados saltaban
o se descolgaban de ellos. Si el viento arreciaba más aún las consecuencias serían
nefastas. Afortunadamente no habrían de esperar mucho más.
El Centro de Mando del Castilla tenía una conexión segura permanente vía
satélite con el Centro de Conducción de Operaciones del Ministerio de Defensa, donde
el JEMAD y el propio ministro, seguían los acontecimientos.
El jefe de estado mayor de la defensa tras una última consulta con el ministro, se
dirigió al contralmirante.
—Tienes autorización del Estado Mayor y del Gobierno para iniciar las
operaciones. Las reglas de enfrentamiento no han cambiado. El uso de fuerza letal se
reservará, exclusivamente, para supuestos de autodefensa.
—Cobra uno seis, autorizado para entrar en pista. Canal 18 para Pegaso,
alternativo 20. ¡Buena caza!
—Torre, Cobra uno seis. Procediendo a pista para despegue. Muchas gracias.
Los cuatro cazas despegaron uno tras otro, formando luego por parejas en el aire,
con los aviones de ataque por delante y por debajo de sus escoltas. Sobrevolaron el
Puerto de Santa María a la altitud habitual, para salir al mar entre San Fernando y
Cádiz. Una vez alcanzado mar abierto picaron hacia el agua, para estabilizarse a pocos
metros por encima de las olas. Tomaron rumbo sureste, hacia el estrecho de Gibraltar.
El Retín, Cádiz.
A las seis menos cuarto de la mañana se recibió la llamada del buque de mando
Castilla:
—Turia cero uno, aquí Lima Dos Charlie. Tiene autorización para iniciar fase
final de Romeo Sierra. Repito, tiene autorización para fase final de Romeo Sierra.
Acuse recibo.
— Lima Dos Charlie, Turia cero uno. Confirmo recepción del mensaje. Iniciamos
fase final.
A bordo del Cougar habilitado como puesto de mando, un técnico de los boinas
verdes, a una señal de su comandante, activó el sistema de comunicaciones personales.
Todos los soldados iban equipados con auriculares y micrófonos conectados para
formar una red de radio digital segura de corto alcance, que permitía mantener el
contacto de los miembros de la unidad en todo momento. Uno tras otro se fueron
numerando para comprobar el buen funcionamiento del sistema. Cuando terminaron,
los helicópteros ya volaban a muy baja altura sobre las aguas oscuras del Estrecho de
Gibraltar.
Los pilotos, a través de sus gafas de visión nocturna, podían ver el relieve en color
verde fosforescente de la costa de África.
Estrecho de Gibraltar.
Se dirigió al TAO.
Se refería a que la distancia era demasiado corta para utilizar un misil antibuque
como el RGM-84 Harpoon, capaz de alcanzar objetivos situados a 120 millas del navío
lanzador. Sin embargo el cañón OTO Melara de 76 milímetros era ideal para
neutralizar un blanco cercano y poco protegido como el patrullero marroquí.
—De acuerdo —asintió el comandante—, no lo pierdan de vista.
—Tengo varios contactos débiles con marcación tres cinco ocho. Por la velocidad
parecen aviones o helicópteros. Distancia estimada en cinco millas y acercándose
rápidamente.
El oficial sintió contraerse el estómago por la tensión. De modo que allí estaban.
El timonel empujó los controles de las potentes máquinas diesel del patrullero y
giró la rueda para tomar el rumbo indicado mientras que un suboficial pulsaba el
conmutador de alarma. La megafonía del buque emitió un desagradable sonido
intermitente que despertó de inmediato a toda la tripulación.
—Puedo contar siete contactos con marcación cero ocho siete y rumbo estimado
uno siete cinco.
Tenía que ser un asalto aerotransportado. Y no había nada que él pudiera hacer
para impedirlo. Sus órdenes eran observar e informar y eso es lo que haría. Sin contar
con el hecho de que ahí fuera estaba la mitad de la Armada Española apuntando a su
barco. La vida era injusta.
Isla Perejil, Estrecho de Gibraltar.
—Turia uno uno, objetivo a la vista, a las doce. Distancia estimada dos millas.
Camello cero uno, dispersión.
El líder de los UH-1H, Camello cero uno, recibió la orden e inició la maniobra
ordenada, virando a la izquierda acompañado por el segundo helicóptero. El tercero
viró a la derecha, para rodear la isla. Su helicóptero, además de las armas de apoyo,
iba equipado con un potente equipo de megafonía. Su misión era conminar a las
tropas marroquíes a rendirse con un mensaje grabado en español, francés y árabe. Su
copiloto había sugerido añadir una grabación de La Cabalgata de las Valkirias, de
Wagner. Igualito que en Apocalipsis Now, había dicho con toda su guasa andaluza.
Por supuesto no lo habían hecho.
El centinela marroquí no vio los helicópteros, pero no podía dejar de oír los
rotores. Quitó el seguro de su AK-47 tras comprobar que el cargador estaba bien
colocado. Luego volvió a llamar al teniente. Al abrigo del barranco donde estaba
instalado el cobertizo donde descansaba, el teniente no había oído los helicópteros.
Despertó al resto de los soldados, pero decidió no moverse de su posición. Esperarían
acontecimientos. Pulsó el botón transmisor de la radio y dio instrucciones al cabo y a
los otros dos centinelas:
Mientras los helicópteros de apoyo se abrían para rodear el islote, los Cougar
entraron en rumbo directo. El fuerte viento, de casi cuarenta nudos de velocidad, unos
setenta y cinco kilómetros por hora, zarandeaba los helicópteros con fuerza. El
helicóptero de mando se mantuvo en vuelo estacionario a unos doscientos metros al
norte de la isla. Los otros tres aparatos se distribuyeron sobre la superficie de la isla
para descargar a sus efectivos en los puntos preestablecidos. Cuando los alcanzaron,
los pilotos lucharon con las palancas de mando para mantener los helicópteros
inmóviles a menos de un metro sobre la superficie rocosa, Uno tras otro los soldados de
operaciones especiales saltaron a tierra, desplegándose inmediatamente para formar
un perímetro de algunos metros en torno a cada punto de inserción. Fueron indicando
por radie su llegada a tierra.
El tercer equipo, conocido como Charlie, estaba formado por los comandos de
Infantería de Marina encargados del control de fuego avanzado. Cuando se disponían a
saltar, una fuerte ráfaga de viento, di más de cincuenta nudos, golpeó el costado de su
helicóptero. El piloto cogido por sorpresa intentó compensar el fuerte bandazo, pero no
pude evitar que una de las palas del rotor rozase el suelo. El aparato estuvo a punto de
precipitarse de costado a tierra. Sólo la suerte y la habilidad del piloto impidieron una
catástrofe. Consiguió remontar el vuelo y girar en redondo para volver al punto inicial.
Esta vez los infantes de marina saltaron sin novedad.
Con todos los boinas verdes en tierra y sin otra novedad que alguna contusión,
los helicópteros se retiraron una milla hacia el norte, para esperar orbitando en una
zona relativamente segura.
—Bravo cuatro y cinco, al norte. Seis y siete al sur. Ocho y nueve al oeste.
¡Moverse!
Descendieron con sumo cuidado las laderas. Las piedras sueltas hacían muy
peligrosa la bajada de casi treinta metros. Afortunadamente los equipos de visión
nocturna, aunque incómodos, facilitaban mucho la tarea.
—Alfa en posición.
Los soldados del equipo Bravo, emboscados cerca de los centinelas en las alturas
del islote, informaron uno tras otro que estaban preparados.
El equipo de megafonía del UH-1H comenzó a atronar el aire con una grabación
que conminaba a los soldados marroquíes a rendirse. Se repitió en francés y árabe, y
volvió a empezar en español.
En ese momento vio algo a su izquierda, con el rabillo del ojo. Giró la cabeza
rápidamente y tensó los músculos del brazo para levantar el fusil, pero era tarde. Un
fantasma verde y gris se había materializado a menos de dos metros de él. Le apuntaba
a la cara con un fusil de asalto.
El cabo no entendió las palabras, pero el sentido estaba claro. Levantó la mano
izquierda y con la derecha, despacio, dejó el fusil en el suelo. En ese momento, por
detrás, otro comando español le agarró los brazos y se los puso a la espalda. No opuso
resistencia, a pesar de que sentía la sangre hervir de ira y de vergüenza. El español le
pasó cinta adhesiva en torno a las muñecas y le quitó la radio del cinturón. Luego le
empujó el hombro, sin demasiada violencia pero indicándole claramente que se
tumbara en el suelo. Lo hizo.
El resto de los equipos enviados a cercar a los centinelas fueron radiando el éxito
de su misión.
Era el turno del equipo Alfa para completar la operación. Separados en dos
escuadras de seis hombres, habían rodeado por completo la garita de aluminio donde
se encontraban el resto de los infantes de marina marroquíes. Un helicóptero UH-1H
se mantenía estacionario, a pesar del fuerte viento, delante de la puerta, a unos veinte
metros de distancia y ocho de altura.
El jefe del equipo Alfa, un brigada con muchos años de servicio a sus espaldas,
miró a los ojos al teniente marroquí. Luego bajó su arma, que quedó apuntando al
suelo. El teniente comprendió el gesto e hizo lo mismo. No tenía ningún sentido morir
allí, sin ninguna posibilidad de defender su posición. Luego se dio la vuelta y habló a
sus hombres. Los dos infantes de marina marroquíes que quedaban en la tienda
salieron con los brazos en alto.
El coronel al mando de la base tomó un sorbo de su té, ya frío. Llevaba una hora
en la sala de operaciones de la base intentando formarse un cuadro claro de la
situación.
A eso de las cuatro y diez de la madrugada llegaron, casi al mismo tiempo, dos
mensajes a Sidi Slimane. El primero era del COC, informando de varios contactos
radar a gran altura sobre la orilla norte del estrecho de Gibraltar. Por el perfil de vuelo
tenía que tratarse de cazas españoles que orbitaban describiendo amplios círculos
siempre sobre territorio peninsular. Menos de un minuto después se recibió una
llamada urgente del Cuartel General de la Marina Real, transmitiendo el informe del
patrullero Rais Bargach, que alertaba de la llegada de varios helicópteros en perfil de
asalto.
El coronel no había recibido más órdenes por el momento, pero en vista del cariz
que parecían tomar los acontecimientos decidió prepararse para lo peor. Si el
Gobierno le ordenaba atacar a los buques españoles o defender la isla de Leila, estaría
preparado.
Los mecánicos y pilotos no sabían con certeza lo que ocurría, pero se pusieron en
marcha de inmediato.
Estrecho de Gibraltar.
—Poker cero nueve, Pegaso. Tengo dos bogeys en vector uno nueve cero, ángeles
veinte, a unas ochenta millas de vosotros.
—Poker cero nueve, Pegaso. Dos bogeys a unas cuarenta millas, vector uno ocho
cero. Recomiendo Search.
—Pegaso, Poker cero nueve. Tengo dos blips a las doce, mismo nivel. Declare.
—Poker cero nueve, Pegaso. Clasifico trazas como bandidos. Puedes iluminar
pero no disparar, repito, puedes iluminar pero no disparar.
—Líder Poker. Tres y Cuatro, picad a ángeles cinco y esperad. Dos, conmigo.
Ilumina al bandido de la izquierda.
—Roger.
El F-18 es un caza que aplica el concepto HOTAS, que viene a significar que el
piloto puede accionar todos los mandos importantes del avión sin mover las manos de
la palanca de control y la de gases.
El líder tiró de la palanca de selección de modo del radar con el pulgar derecho,
colocándola en posición aire-aire. Luego, con el mismo dedo, empujó hacia delante el
conmutador que seleccionaba un misil Sparrow.
Los pilotos marroquíes no podían ignorar la amenaza que se cernía sobre ellos.
Una luz roja intermitente en el tablero de mandos y un desagradable zumbido en sus
auriculares indicaban que el alertador radar había detectado las señales de los cazas
españoles. Ambos Mirage encendieron simultáneamente sus radares, detectando de
inmediato a sus adversarios.
—Mi general, puedo hacerlo. Pero estimo unas bajas probables de no menos del
sesenta por ciento de mis aviones... y sin garantías de éxito. Si al menos hubiéramos
desplegado baterías antiaéreas en la costa...
—Debo consultar con el Alto Comité de Defensa. Mantenga sus fuerzas en alerta.
Ceuta.
Miró el reloj. Las ocho y cuarto. No era tan tarde. Se levantó sintiéndose algo
cortado. Nadia le sonrió.
Nadia se levantó del sofá y fue a buscar su teléfono móvil. Antes de que pudiera
marcar, sonó.
Alfredo tenía que irse al trabajo, por supuesto, y más valía que se diese prisa
porque tenía quirófano y no quería llegar tarde. Nadia le besó y se fue hacia la puerta.
—Voy a estar un poco liada hoy, me parece, pero esta noche te llamo.
20 de julio de 2002
Pero habrían de pasar años hasta que, de nuevo, resurgieran con mayor
virulencia.
Segunda parte
Mañana
5 de septiembre
Océano Atlántico.
Márquez, que no era necesario en la sala de control, dejó a sus técnicos a cargo
de los sofisticados equipos y salió al exterior. El día parecía lleno de buenos augurios.
Lucía el sol y la temperatura era agradable, apenas refrescada por una suave brisa del
oeste. El mar estaba como un plato. Márquez levantó la vista y admiró la torre, de más
de sesenta metros de altura. En su interior giraba el eje del taladro. Según este fuera
profundizando en el subsuelo, se irían añadiendo secciones, llamadas sartas de
perforación, para alargarlo todo lo necesario.
Cualquiera hubiera visto sólo agua, pero el "veía" el fondo, casi completamente
liso. Era de roca, sólo cubierto por una capa de fango de poco más de medio metro de
espesor. Quería perforar esa roca para alcanzar un estrato más profundo. La broca de
aleación de acero endurecido recubierta de diamante que giraba al final del eje estaba
diseñada exactamente para eso.
Rabat, Marruecos.
Abdelar era jefe del Gobierno de Su Majestad desde hacía pocos meses. Su
carrera política había discurrido en la oscuridad de un pequeño partido política de los
conocidos como "administrativos", reunidos en la "Agrupación Nacional de los
Independientes", una amalgama que representaba más a determinados grupos de
poder en el interior del régimen, que a una opción política concreta. Su utilidad en el
parlamento estribaba en constituir una "bisagra" que permitiera funcionar a una
cámara caracterizada por el virtual empate de todas las fuerzas políticas importantes
que la componían.
Así, tras la dimisión del último primer ministro, acosado por su incapacidad para
resolver los múltiples problemas a que se había visto enfrentado, no había sido posible
encontrar un candidato de consenso entre los partidos mayoritarios. La candidatura
de Abdelar, sugerida por el nuevo ministro de asuntos exteriores, había sido aceptada
como un mal menor por socialistas y nacionalistas, siendo nombrado para el cargo por
el Rey a pesar de las protestas de los islamistas.
Ceuta.
6 de septiembre
El capitán de corbeta José Luis Herrero subió a bordo del patrullero de altura
P 75 Descubierta. Había recibido el mando del buque tres meses antes y todavía lo
miraba como si fuera su hijo primogénito. La Descubierta, a la cual Herrero
atribuía siempre condición femenina, había sido entregada a la Armada en 1978.
Originalmente se trataba de una corbeta, primera de la serie "F 30", que había sido
transformada en patrullero de altura en el año 2000. La transformación había
supuesto una drástica mutilación del armamento y la electrónica de la nave, que
sólo había conservado su cañón principal OTO-Melara de 76 milímetros y un par de
cañones secundarios de 20 milímetros, así como radares de navegación de tipo
comercial. La tripulación se había reducido casi a la mitad. Y sin embargo Herrero
estaba orgulloso de ella.
—Cuando España inició los estudios para la búsqueda de crudo en esas aguas, el
Gobierno de Su Majestad presentó una dura protesta ante las autoridades españolas.
España afirma que las Islas Canarias son parte de su territorio metropolitano y, por lo
tanto, tienen derecho a disfrutar no sólo de las habituales doce millas de aguas
territoriales sino de doscientas millas más de lo que se conoce como ZEE, o Zona
Económica Exclusiva, donde una nación puede ejercer derechos de explotación pes-
quera o geológica. Es costumbre internacional que, cuando las respectivas ZEE de dos
estados se solapan, se determine una línea media conocida como "mediana"
equidistante de ambas costas. De ese modo, la ZEE de cada nación se extendería desde
el límite de las doce millas hasta la mediana.
Los ojos del ministro de economía e industria brillaron y no pudo evitar una
sonrisa, a pesar del tono formal de su intervención. Los grados API servían para
clasificar la densidad, y por lo tanto la calidad, del petróleo. A más grados API, menos
densidad y más calidad.
—En definitiva, señores, el objeto de esta reunión es tomar una grave decisión.
España ha demostrado en repetidas ocasiones que no está dispuesta a acceder a
nuestras justas reivindicaciones. Creo, y Su Majestad comparte mi punto de vista, que
es hora de demostrar determinación a la hora de defender nuestros derechos.
Ceuta.
Nadia Hachmi estaba haciendo el equipaje. Sólo una bolsa pequeña para pasar
tres o cuatro días fuera de casa. Tendría que madrugar al día siguiente para tomar el
vuelo Ceuta-Málaga de las siete y media de la mañana.
Alfredo siguió intentando convencerla de que no fuera, aunque sabía muy bien
que no tendría ningún éxito.
—No me puedo creer que no tengan a nadie más que a ti para hacer ese reportaje.
—Pues resulta que no. Además, para eso soy la corresponsal para asuntos de
España. Es mi trabajo y me gusta. Y yo no te pongo pegas a ti cuando te tienes que ir al
hospital a las tres de la mañana, o cuando te vas a un congreso a Copenhague.
Suárez sabía que la batalla estaba perdida, aunque no pudo evitar rezongar un
rato más.
Su mujer tendría que hacer el vuelo en helicóptero a Málaga. Luego volar a
Madrid y de allí a Lanzarote, donde pasaría la noche, para coger otro helicóptero por la
mañana que la llevaría a la plataforma petrolífera Canarias 1.
—Pero prométeme que vas a descansar todo lo posible y que me vas a llamar por
lo menos dos veces al día —dijo, sólo parcialmente en broma.
Gran Canaria.
—Papayo, Halcón dos cuatro. Iniciando aproximación a Gando. Rumbo dos siete
cero, ángeles dieciocho.
El vuelo había sido tranquilo. Había salido una hora antes con la misión de volar,
siguiendo unos patrones definidos, para servir de objetivo de prácticas a los radares
del EVA n° 21, en el Pico de las Nieves. Pura rutina, pero le permitiría añadir una hora
de vuelo a su libreta.
Lucas cambió la frecuencia de radio para comunicar con la torre de control de la base
aérea de Gando e inició los procedimientos para llevar a tierra su F-18. Aunque el
horizonte hacia el oeste tenía un intenso color rojo anaranjado, debajo de su aparato la
oscuridad era total. Además había un techo de nubes a mil pies de altitud por lo que la
pista de aterrizaje no sería visible hasta el último momento. Aunque eso no suponía
ningún problema para su avión, le daba rabia no poder disfrutar de la vista de la isla de
Gran Canaria iluminada.
El aterrizaje fue, una vez más, perfecto. Lucas sonrió bajo la máscara de oxígeno
de su equipo de vuelo. Ningún piloto de combate del mundo peca de modestia y
Antonio Lucas no era una excepción.
7 de septiembre
Rabat. Marruecos.
Ceuta.
Decidió empezar con su biografía: Enrique Márquez Vega, cuarenta y ocho años.
Nacido en Gijón. Seguía una lista bastante impresionante de títulos académicos y
puestos de trabajo de responsabilidad, pero pocos datos interesantes a los que pudiera
sacar partido en la entrevista. En general parecía un tipo bastante serio, claro que todo
el mundo lo parece en un curriculum.
Arrecife, Lanzarote.
Una vez resuelto su pequeño problema, salió a la calle y buscó un taxi para ir al
hotel. Por lo menos podría descansar unas cuantas horas. El helicóptero que la llevaría
a la plataforma petrolífera saldría a las ocho de la mañana siguiente, y no tenía nada
que hacer hasta entonces.
Rabat, Marruecos.
—Tome asiento, por favor, y póngase cómodo. ¿Quiere tomar algo? ¿Té? ¿Café?
Abdelkader se tomó unos segundos para pensar. Que Munjib no tenía clara la
idoneidad de la operación planteada estaba claro desde el día anterior. Se le había
visto sumamente incómodo en la reunión del Gobierno, y ahora parecía sentado sobre
un hormiguero. El ministro de exteriores sabía que la gran popularidad del general
entre sus tropas se debía a que, a diferencia de muchos otros altos mandos, él siempre
se había preocupado más por sus soldados que por su carrera. Lo cual había
beneficiado enormemente la misma, pensó, no sin un punto de cinismo.
Decidió atacar directamente al punto débil de su colega. Con Munjib las sutilezas
no eran de mucha utilidad.
—En el 2002 tampoco parecía que fueran a actuar. Y lo hicieron. Si nos vemos
abocados a un nuevo... pulso con España, considero mi deber recordarle que las
Fuerzas Armadas Reales, por desgracia y a pesar de su valor y preparación, no se
encuentran en disposición de sostener un conflicto prolongado. No con un enemigo
tecnológicamente mejor equipado y con recursos económicos mucho mayores que los
nuestros. Eso nos deja con sólo dos opciones: combatir con honor pero sin
posibilidades de vencer, o... rendirnos de nuevo.
—Si lo mira desde una perspectiva militar, así podría parecer. Pero aquella no fue una
jugada militar, sino política. No se trataba de librar una guerra, sino de calibrar la
respuesta española de forma... empírica. España ha cambiado mucho en los últimos
treinta años. Cuando Su Majestad el Rey Hassan, promovió la "Marcha Verde", en el
año 75, sabía perfectamente que los españoles no podrían reaccionar y los aconteci-
mientos le dieron la razón. Pero los cambios sociales han convertido a España en un
país poco predecible, cuya política puede cambiar en función de una multitud de
factores sociopolíticos que son también difíciles de predecir. Me consta que en algún
momento del año 2002 se llegó a barajar la posibilidad de recuperar las ciudades
ocupadas de Ceuta y Mejilla, pero no había forma de saber cómo reaccionaría España.
Por eso se eligió Thoura. Y el "experimento" fue un éxito porque permitió evitar lo que
hubiera sido un grave error estratégico. Y ahora podemos aplicar las lecciones
aprendidas entonces.
El ministro de defensa intentó reprimir, sin lograrlo del todo, una expresión de
fastidio.
—Quiero unas fuerzas armadas modernas, bien entrenadas y bien equipadas, que
puedan cumplir dignamente con su obligación para con el pueblo y con el Rey.
—Esas Fuerzas Armadas que usted quiere, y nuestra Patria necesita, están a
medio camino entre nuestras costas y las de las Canarias, bajo el lecho del océano.
Durante décadas, España explotó impunemente las riquezas naturales de nuestro
país. Si los españoles se apropian también de nuestro petróleo, ¿qué nos queda a
nosotros?
8 de septiembre
Océano Atlántico.
Cuando entró en la sala, el operario del turno de noche le miró y negó con la
cabeza. Márquez se encogió de hombros con cara de resignación y se paseó
controlando los distintos monitores. Nada de nada. Al menos no había habido
complicaciones con el avance de la barrena, y por el momento no se había roto nada,
pensó.
—Bienvenida a bordo, señora Hachmi —gritó sobre el estruendo del motor del
helicóptero. Acompáñeme dentro, por favor.
Sidi-Ifni, Marruecos.
Los comandos escucharon las palabras del sargento en silencio. Tres de ellos
tenían experiencia en la captura de pesqueros ilegales y sabían que los civiles no suelen
oponer resistencia a soldados armados. La operación sería sencilla.
Minutos después, el piloto del helicóptero Puma les hizo una seña. La operación
de relleno había terminado. Los soldados apagaron sus cigarrillos y volvieron a paso
ligero a su transporte.
Océano Atlántico.
El patrullero Descubierta viró a babor para rodear por el norte la isla Alegranza,
la más septentrional del archipiélago canario. Una vez que la dejara por su aleta de
babor, viraría de nuevo al sur para dirigirse a su base. Llegarían a Las Palmas ya
entrada la noche. La tripulación estaba ansiosa por volver a casa, naturalmente, pero el
comandante Herrero no sentía ninguna prisa. Quizá ya fuera mayorcito para
romanticismos, pero donde él se sentía realmente a gusto era en la mar.
— ¿Siempre comen así de bien aquí o sólo cuando vienen periodistas marroquíes
embarazadas? —preguntó.
La entrevista con el ingeniero jefe, que había grabado para luego transcribirla,
había sido, sin embargo, bastante anodina. Márquez había perdido casi toda su
espontaneidad al saberse grabado, y le había largado un montón de tópicos
insulsos.
Tenía que ser Perejil. Incluso sus protagonistas hubieran reconocido, de haber
tenido la oportunidad, que la idea había sido una chiquillada idiota. Pero, por
desgracia, no iban a tener esa oportunidad.
Achmed, el mayor, tenía dieciséis años, y los otros dos, primos suyos, doce y
quince. Era la última semana de vacaciones antes de volver a Rabat y a la monotonía
de las clases, y los tres estaban decididos a correr la última aventura del verano más
divertido que podían recordar.
Cuando a primera hora de la tarde cruzaron el angosto paso de agua que separa
el peñasco de tierra firme, lucía el sol y el viento estaba en calma. Tardaron apenas
diez minutos, amontonados en un pequeño bote hinchable verde, remando con las
manos y una pala corta de plástico. Subir al punto más alto de la roca y plantar la
bandera roja con el pentáculo verde del Reino de Marruecos les costó quince minutos
más.
Achmed se dio cuenta enseguida de lo que había allí. Silbó por lo bajo, y no lo
dudó ni un segundo.
Dieron la vuelta al bote y enfilaron la salida, pero la cosa no iba a ser nada fácil.
La marea subía, y, con el atardecer, la brisa de poniente que se había levantado hacía
poco menos de media hora se había convertido en un viento respetable que
encrespaba ligeramente la superficie del mar. Lo suficiente para impedir casi por
completo el avance de la precaria embarcación. Al cabo de lo que les pareció una
eternidad alcanzaron la boca de la cueva, para descubrir que no estaban solos. A pocos
metros de la entrada había una vieja patera tripulada por dos tipos que, decidi-
damente, no estaban allí pescando.
La cara de sorpresa que pusieron al ver a los chavales fue casi cómica, pero la que
inmediatamente le siguió, una vez sopesadas las implicaciones del problema, no lo era
tanto. Acercaron la patera al bote de goma, y mientras uno gobernaba el fueraborda, el
otro agarró por el pescuezo, uno tras otro, a los tres muchachos. Los arrastró al
interior de la barca, sin que estos, blancos como el papel, ofrecieran resistencia.
Achmed, además, recibió dos bofetadas a título preventivo.
— ¿Y ahora qué hacemos con estos cretinos? —dijo el piloto en un español con
fuerte acento magrebí.
—Con tu puta madre voy yo a hablar fransé. A ver Youssuf, quillo, pregúntales tú,
que todo te lo tengo que explicar.
—Claro, y yo me creo que los niñatos estos no han visto la farlopa. ¡La madre que
los parió! Y todavía faltan —miró su reloj—, más de seis horas para que lleguen los
llanitos con la planeadora. ¡Joder!.
Hizo el gesto característico de amagar una bofetada de revés.
—Tú no mosquees, amigo. Los dejamos un rato atados en la isla y a la noche los
soltamos en la playa. Ya no hay peligro entonces.
Océano Atlántico.
Márquez tuvo que abrirse paso entre sus técnicos para mirar por la ventana que
daba a la pista para helicópteros. Efectivamente un gran helicóptero militar pintado
de verde oliva se encontraba posado en la plataforma sin detener su rotor. Un grupo
de soldados armados con fusiles saltaron del aparato y se dirigieron a la escotilla que
daba acceso al interior de las instalaciones. Dos soldados se quedaron montando
guardia en la pista de aterrizaje.
Llevaban los fusiles bajos pero su expresión no era tranquilizadora. Detrás de los
soldados entró su teniente. Sin alzar la voz se dirigió al supervisor en buen español:
El ingeniero jefe dio un paso adelante. El estupor inicial estaba dando paso a un
enfado cada vez mayor.
—Yo soy Márquez, y tal vez usted pueda explicarme con qué derecho entra en mi
plataforma dando órdenes a todo el mundo.
—Señor Márquez, por orden del Tribunal competente, queda usted detenido
acusado de explotación ilegal de los recursos marinos. Esta plataforma deberá cesar
inmediatamente sus actividades de prospección o extracción de petróleo hasta que el
Tribunal dicte sentencia firme.
Márquez leyó la orden judicial. Estaba redactada en francés, idioma que hablaba
casi tan bien como el inglés. Desde luego aquello parecía muy irregular, pero por el
momento no tendría más remedio que contemporizar. Mientras pensaba a toda
velocidad cómo salir del atolladero decidió intentar ganar algo de tiempo
confundiendo al militar, aunque sin demasiadas esperanzas de sacar nada en claro. No
necesitó fingir indignación en su voz. La indignación era muy real.
—Teniente, este documento está en francés. Exijo que se me entregue una copia
traducida al español. También exijo que se me permita hablar con mi abogado.
El ingeniero jefe comprendió que no había nada que pudiera hacer para evitar su
detención. Si al menos hubiera podido comunicarse con Madrid... Esperaba que al
menos el telefonista de la central se hubiera dado cuenta de que pasaba algo raro y
diera parte a sus superiores.
El teniente Hannach dio una orden en árabe a uno de sus hombres, que se
cuadró y se colocó al lado de Márquez. Hannach se dirigió de nuevo al ingeniero:
Cuando Márquez habló por el sistema de megafonía, repitiendo con ira apenas
contenida las instrucciones del teniente, Nadia ya se estaba empezando a preguntar
dónde diablos se habría metido el ingeniero. Escuchó sus palabras con el mismo gesto
estupefacto del resto de los presentes en la cafetería.
Tan concentrada estaba que casi no se dio cuenta de la entrada de dos infantes
de marina armados con fusiles de asalto. Cuando entraron, algunos de los técnicos se
pusieron en pie de forma refleja. Los soldados no dijeron nada ni apuntaron con sus
armas a nadie. Sólo se quedaron de pie, uno junto a cada puerta.
Nadia lo vio subir a la aeronave, sin esposas pero con la cabeza gacha y el gesto
descompuesto. No tenía nada claro lo que estaba pasando, pero lo iba a averiguar. En
cuanto el helicóptero desapareció en el horizonte respiró hondo y se dirigió a uno de
los soldados. Hablando en árabe, le preguntó por su superior.
La patrullera de la Guardia Civil del Mar M 03, con un patrón y cuatro guardias a
bordo, navegaba a un par de millas de la isla, marcando apenas ocho nudos en la
corredera. El turno de patrulla de aquella tarde estaba resultando particularmente
aburrido, con escaso tráfico comercial en el estrecho y ni un solo eco sospechoso en el
radar. El guardia Fernando Cañas miraba periódicamente a través de sus binoculares
hacia las playas y acantilados de la costa marroquí, buscando señales que pudieran
delatar los preparativos de una expedición de inmigrantes ilegales, o
narcotraficantes... o ambos a la vez, como era cada vez más frecuente en los últimos
años. Con el sol a punto de ponerse, las sombras se alargaban y formaban mil
imágenes caprichosas, dificultando la observación. Ya lo iba a dejar cuando vio un
reflejo rojo en el punto más alto de la isla Perejil.
Al principio lo tomó por una bolsa de plástico arrastrada por el viento, pero
pronto se dio cuenta de que no, que aquello era una bandera, y de Marruecos para más
señas. Durante un minuto pensó en dejarlo estar. ¡Qué coño! Que la encontraran al día
siguiente Pepe García y su gente, que siempre estaban hablando de política. A él
aquello le importaba un huevo, y no tenía ganas de hartarse de dar explicaciones en la
comandancia...
Martínez tuvo que agarrarse para no caer con los movimientos de la patrullera
en la mar ligeramente picada. A menos de quinientos metros del islote, el piloto redujo
la potencia hasta detener la embarcación, que quedó al pairo, paralela a la costa del
peñón.
Youssuf miró inquieto a su compañero, por enésima vez en las dos últimas
horas. La verdad era que a pesar del cigarrillo "reforzado" con hachís, que se acababa
de fumar, estaba muerto de miedo. No era un tipo violento, ni siquiera se dedicaba
habitualmente al tráfico, pero para un pobre pescador de la zona, la posibilidad de
ganar en una noche más de lo que podía ganar en tres meses de duro trabajo en la
patera era demasiado tentadora.
Pero es que aquella tarde las cosas no iban nada bien. Para empezar no había
trabajado nunca antes con el español conocido como Buzón, pero su fama le precedía.
El tipo vivía en Tetuán desde hacía varios años, tras haber escapado por los pelos de
un enfrentamiento a tiros con la guardia civil, al otro lado del estrecho, en el que un
hermano y su padre habían resultado muertos, no sin antes llevarse por delante un par
de guardias.
Océano Atlántico.
Hacia la zona se enviaría también un Fokker 27 del 802 Escuadrón del Ejército
del Aire, un viejo bimotor especializado en misiones SAR.
Se volvió al timonel.
—Caiga a estribor para nuevo rumbo cero dos cinco. Y espero que no tuviera
planes para esta noche, cabo.
—Adelante, señorita...
Ambos se sentaron. Nadia había estado en ese mismo despacho unas horas
antes. Claro que su interlocutor era otro ahora.
—Mire, esta noche tenía que volver a casa. Espero que eso no haya cambiado.
Nadia le interrumpió:
—Sí puede, teniente. Tenía que haber llamado a mi casa hace horas, pero no me
ha sido posible. Si usted fuera tan amable...
El teniente negó con la cabeza, con cara compungida. Tampoco eso iba a ser
posible.
—Aquí Hannach.
Era uno de los soldados que habían quedado custodiando la pista de aterrizaje.
—Bien hecho. Manténgase ahí hasta que desaparezca. Y estén tranquilos. No hay
ningún problema.
Hannach se acercó a la ventana, pero daba al este, por lo que no vio nada. Bien,
era lo lógico. Al no recibir respuesta de la plataforma, los españoles habían mandado
un avión a controlarla. Lo mejor era no hacer nada de especial. Tarde o temprano
mandarían un barco o un helicóptero, pero suponía que para entonces el Gobierno
habría informado ya a los españoles de la captura de la plataforma.
—Te recibo alto y claro, Coto uno dos. ¿Qué me puedes informar?
—Negativo, Papayo. No hay tráfico de radio. Tiene que ser alguna clase de avería
en las comunicaciones.
El avión dio un par de vueltas más sin detectar nada anormal. Luego se alejó por
donde había venido. El sol iniciaba su descenso hacia el horizonte occidental.
Para cuando llegó la zodiac de Ceuta apenas quedaba luz, pero los guardias
podían aún ver la silueta recortada de la bandera contra el cielo anaranjado de
poniente. Se abarloaron a la patrullera y saludaron al patrón.
—Eso está hecho, mi sargento —se dio la vuelta hacia el piloto—. Venga Julián
vámonos antes de que oscurezca del todo.
Los dos guardias civiles treparon con cuidado por las rocas cada vez más
oscuras.
—Me está empezando a parecer que esto no es muy buena idea, chaval —dijo
Ramón Serrano, el que iba en cabeza, algo mayor en edad y perímetro abdominal.
Tras diez minutos de resoplidos del primero y risas quedas del más joven,
llegaron a la "cumbre" del islote.
—Ahí tienes la jodida banderita... anda, quítala y vamos antes de que cierre la
noche y nos rompamos la crisma bajando la cuestecita de los cojones.
A partir de ese momento la confusión fue total. Buzón empezó a disparar a ciegas
hacia la zona donde había oído la voz, riéndose como un completo lunático. En pocos
segundos se oyó un furioso tableteo de respuesta y las balas empezaron a silbar en
ambos sentidos.
Youssuf, una vez superada la parálisis inicial, empezó a pensar deprisa. Tenía
que salir de allí pitando, pero no podía dejar a los chicos. Por un lado estaría mal, pero
es que además, si les ayudaba ahora y luego les cogían a todos, eso seguramente
pesaría en la declaración de los chavales, y no estaba el panorama para hacerse más
enemigos. Cortó las cuerdas y les dijo:
— ¡Corred!
Perdió el conocimiento.
Cuando Julián González, el piloto de la zodiac, oyó los disparos, metió gas al fuera
borda y se dirigió a tierra. Al mismo tiempo crepitó la radio. Era el patrón de la
patrullera que esperaba a unos cuatrocientos metros de su posición:
— ¿Qué coño pasa González?, ¿Son tiros?... ¿quién pide ayuda por radio?
—No veo nada, pero se ha liado una buena, mi sargento. Me estoy acercando.
Un guardia y el patrón, que cargaba con unas gafas de visión nocturna, saltaron
a la semirrígida en cuanto esta, sin llegar a detenerse del todo, tocó el costado blanco
y verde de la patrullera.
—Ya, ya.
Martínez siguió el sendero cuesta arriba, ahora agachado para reducir su silueta
visible. No tuvo que caminar mucho. Serrano estaba allí mismo, a menos de treinta
metros de su compañero.
Cañas agarró el micro con las dos manos, intentando controlar el temblor.
Tenía la boca seca.
—No sé bien lo que pasa, Algeciras, pero tenemos un guardia herido de bala en
la isla Perejil, y puede que sean dos. Necesitamos ayuda urgente para evacuar.
Cambio.
—Te copio un guardia herido en la isla Perejil, quizá dos. Confirma Mike cero
tres.
—Afirmativo, Algeciras... espera... me dicen que el otro está muerto... joder.
—Pues parece que han sido los marroquíes, pero en realidad no sabemos... Me
dice el patrón que está la cosa tranquila ahora...oye, el guardia está mal. Necesita un
médico, ya. Cambio.
—Mira, cero tres, que dicen de Helimer que en una hora pueden tener un
equipo allí... ¿aguantáis?
—Coño Algeciras, ¡qué remedio!... venga, corto ahora, pero estáte pendiente.
Ceuta.
Alfredo Suárez se levantó de nuevo del sofá. Llévaba intranquilo toda la tarde
pero ya empezaba a estar francamente preocupado. Nadia había prometido llamarle
cuando llegara a la plataforma aquella mañana, y no lo había hecho. Al principio se
consoló pensando que se le habría olvidado. Cuando Nadia trabajaba tendía a
olvidarse del resto del mundo, y eso le incluía a él. Pero se suponía que ya tenía que
estar de vuelta en el hotel de Lanzarote, y no estaba. El recepcionista del hotel le había
asegurado, después de la tercera llamada, que daría recado a su mujer en cuanto
llegara.
El sanitario que se había hecho cargo del herido en el interior del helicóptero
tuvo que gritar para hacerse oír sobre el ruido del rotor:
—No tengo ni puta idea —dijo—. Supongo que quedarnos a cuidar del cadáver
mientras llegan los refuerzos.
Océano Atlántico.
—Muy bien, nos vamos a acercar. Nuevo rumbo al cero tres dos. Mantenga
avante toda.
—El helicóptero salió cuando el Fokker del Ejército del Aire informó de que no
había averías evidentes. Parece que en la compañía están al borde de un ataque de
nervios y a nadie se le ha ocurrido informarnos hasta hace unos minutos de la historia.
Herrero se quedó pensativo. Toda aquello era bastante extraño. Para empezar
tenía muy poco sentido que una plataforma petrolífera se quedara de repente
incomunicada, sin sufrir ninguna avería evidente. Pero la última información era
sencillamente surrealista. La única explicación que se le ocurría era escalofriante.
¿Podría tratarse de un secuestro?
Las implicaciones de tal posibilidad eran tremendas. Desde luego, prefería estar
equivocado al respecto.
—Contacto Bravo. Rumbo estimado dos dos cinco. Velocidad unos veinte nudos.
El comandante volvió a enfocar los prismáticos. El barco estaba ahora a unas mil
yardas de distancia. A la luz de la luna lo identificó como un patrullero marroquí del
tipo Osprey. Hizo memoria para recordar el nombre que le daban en Marruecos...
clase El Láhiq.
— ¡Qué cabrón!
Herrero volvió a salir. A simple vista pudo ver los destellos del foco de señales del
Osprey, pero no era capaz de seguir el rápido parpadeo.
Se dirigió al timonel:
—Nuevo rumbo cero dos cero. Avante para veinticuatro nudos. Vamos a intentar
rodear un poco por el norte.
—Esto se tiene que acabar —dijo a su segundo—. La próxima vez que vire para
cruzar nuestra derrota haremos un disparo de advertencia cien metros por su proa
y mantendremos el rumbo. Captará el mensaje.
José Luis Herrero sintió cierto alivio al saber que habían llamado al almirante.
Al menos podría consultar sobre su decisión.
—Herrero, aquí Ojanguren. ¿Me puede decir qué demonios está pasando?
El cañón OTO-Melara del buque español giró en su afuste apuntando unos cien
metros por la proa del patrullero marroquí.
— ¡Fuego!
—¡ Fuego!
Era casi medianoche cuando los dos Nissan Patrol de la Gendarmería Real de
Marruecos llegaron a la garita de vigilancia donde esperaban los dos centinelas que
habían dado el aviso. Habían tardado más de una hora en llegar desde su
acuartelamiento, pero, teniendo en cuenta que casi todo el viaje se había desarrollado
sobre pistas que apenas merecían el nombre de carreteras, no había estado del todo
mal. El sargento
Dahamani, que ocupaba el asiento del acompañante del primer Patrol, se bajó
para interrogar a los centinelas.
—Mi sargento, ha sido muy raro. A primera hora de la tarde han cruzado unos
chiquillos con un pescador de una aldea cercana. No hemos avisado ni hecho nada
porque estaba claro que iban de excursión. Se han quedado unas horas, merendando,
me imagino. Al anochecer ha llegado una patrullera de la Guardia Civil y han
desembarcado en la isla. Luego se han oído tiros, pero no hemos visto nada. También
llegó un helicóptero, pero se ha ido enseguida.
— ¿Y la patrullera?
El gendarme señaló una luz que se movía en el mar, a poca distancia de la isla.
—Siguen allí, pero no sé si todavía están en tierra los guardias o sí han vuelto a la
lancha.
El sargento ordenó a los centinelas que subieran a los coches, apretándose con
sus compañeros en los asientos traseros. Luego continuaron por el camino hacia la
playa. Cuando llegaron abajo, el sargento ordenó detener los vehículos y dirigió a sus
hombres hacia el pequeño embarcadero de piedra. Eran once gendarmes en total,
contando a los dos centinelas que habían recogido.
Océano Atlántico.
El comandante del patrullero marroquí comprendió que esta vez el español iba
en serio y no se iba a apartar. Si llegaban a colisionar el buque español haría pedazos el
suyo, entre otras cosas porque triplicaba su desplazamiento. Las poco más de mil
quinientas toneladas contra quinientas, era demasiada diferencia para aceptar el
riesgo de un abordaje. Así las cosas, dio la orden de virar a babor para apartarse sin
perder la posición de ventaja respecto a la plataforma. Pero la maniobra no llegó a
tiempo de evitar el tercer disparo de advertencia. A menos de cuatrocientos metros de
distancia, apenas pasó un instante entre el fogonazo del cañón español y el aullido de
la granada en su caída. El proyectil cayó al agua a treinta metros del costado del El
Karib, bañando su superestructura en espuma.
Quizá no hubiera ocurrido nada si el artillero que servía la pieza Tipo 58 de 14,5
milímetros instalada en la banda de estribor del patrullero marroquí no hubiera
perdido los nervios, pero los perdió. Empapado en agua salada por los piques de los
proyectiles españoles y aturdido por el ruido y los continuos bandazos, abrió fuego sin
esperar orden alguna del puente. La ametralladora pesada barrió el costado y la
superestructura de la Descubierta. A la escasa distancia que separaba ambos barcos
hubiera sido imposible fallar, a pesar de la oscuridad. Los proyectiles antiaéreos
destrozaron la lancha RHIB de la amura de babor del patrullero español, perforando
luego sus peculiares chimeneas anguladas. Algunos proyectiles alcanzaron la base del
mástil y el puente de mando antes de que un aterrado contramaestre marroquí
consiguiera arrancar al joven artillero de su pieza.
— ¡Timón a la vía! Blanco con demora al cero cuatro cinco, distancia ochocientas
yardas.
— ¡Fuego!
El segundo disparo, corregida la distancia con ayuda del radar, logró un impacto
directo en la toldilla de popa, hiriendo a varios marineros pero sin causar graves daños
en la estructura del barco marroquí. El tercero destruyó el montaje proel de cuarenta
milímetros.
Ambos buques se habían separado algo más de mil quinientos metros en el curso
del intercambio artillero, encontrándose ya fuera del mutuo alcance visual, por lo que
el segundo comandante de la Descubierta decidió interrumpir el fuego sin abandonar
la persecución.
El equipo de enlace satélite no había sufrido desperfectos, por lo que fue posible
restablecer la comunicación con el Centro de Operaciones casi de inmediato.
—Adelante.
—Valcárcel, aquí Ojanguren. ¿Dónde está Herrero?
El silencio al otro lado del enlace fue de nuevo más largo que el "lag" habitual.
9 de septiembre
Martínez siguió las evoluciones de los gendarmes sin quitarse sus gafas de visión
nocturna. Estaban a menos de doscientos metros examinando algo que habían
encontrado en el suelo, pero una roca le impedía determinar qué era. Lo que estaba
claro era que en cinco minutos tendría a los marroquíes encima. No sabía qué hacer.
No tenían dónde esconderse, ni posibilidad de volver a la patrullera sin ser vistos y el
cadáver del guardia civil que se enfriaba unos metros más atrás les recordaba el
peligro en que se encontraban. Por fin decidió tomar la iniciativa. Esperó a tener a los
gendarmes a unos cincuenta metros y gritó:
— ¡Alto a la Gendarmería Real! ¡Salgan con las manos en alto y no habrá heridos!
Muy lentamente se levantó y dio unos pasos cuesta abajo. Enseguida pudo ver
cómo un gendarme se levantaba delante de él.
—No voy a disparar —dijo el marroquí. Luego habló en árabe a sus compañeros y
comenzó a caminar hacia el español con mucha cautela. A cinco metros de distancia,
ayudados por la incipiente luz de la luna, se veían bastante bien. Tanto que Martínez
reconoció la cara del sargento marroquí.
— ¿Daha... mani?
—Dahamani, aquí ha pasado algo horrible. Espero que no tenga usted nada que
ver.
Durante unos segundos ninguno de los presentes supo qué hacer. Ambos
sargentos se miraban con cara entre preocupada e indecisa. De repente el
incongruente timbre de un teléfono móvil rompió el tenso ambiente. Dahamani sacó
un viejo Motorola del bolsillo de la guerrera y contestó en árabe. La conversación fue
corta, especialmente por parte del sargento marroquí, que parecía limitarse a
escuchar, añadiendo poco más que monosílabos. Cuando colgó miró fijamente al
sargento español. Inspiró profundamente.
—Las órdenes vienen de muy arriba, amigo. No puedo hacer otra cosa. No me lo
pongas más difícil.
Luego miró a Dahamani y, muy lentamente y sin soltar el fusil, descolgó su radio
del cinturón. El marroquí hizo un gesto negativo, pero Martínez no le hizo caso.
Llamó a la patrullera.
Océano Atlántico.
Pensó en poner rumbo sur, pero la ventaja que lograrían sería marginal, y sus
órdenes seguían siendo investigar la plataforma. Maldijo en voz baja al patrullero
marroquí, deseando haber acabado con él.
—El contacto Bravo está a unas tres millas, con demora cero cero seis,
alejándose a unos quince nudos. Por cierto, mi segundo, el contacto Charlie se
encuentra a unas diez millas ahora, en demora tres cinco cero. Viene directamente
hacia nosotros.
—Contacten con él y que caiga al oeste, que no está el horno para bollos.
La fragata Hassan II, segunda unidad de la clase Floreal adquirida a Francia, era
uno de los buques más modernos de la Marina Real Marroquí. Diseñada como una
"fragata de vigilancia" para uso colonial, desplazaba casi tres mil toneladas y estaba
bastante bien armada, al menos para los criterios marroquíes, con un cañón de tres
pulgadas y dos lanzadores de misiles MM38 Exocet.
El piloto del helicóptero pudo ver por fin el buque a través de sus gafas de visión
nocturna, pero comprobó con sorpresa que no se trataba de la familiar silueta de la
Descubierta. Era un barco más grande, pero no lo supo identificar.
—No tengo ni idea. Parece francés por el aspecto... ¡Espera!, tiene que ser una
fragata marroquí.
Madrid.
El JEMAD llevaba despierto más de una hora. Le había sacado de la cama una
llamada de la directora general de la Guardia Civil, que le había informado de los
sucesos ocurridos en la isla Perejil. Habló en un tono más bajo del habitual en él:
Durante las siguientes dos horas, los escasos noctámbulos que quedaban en las
calles casi desiertas de la madrugada madrileña, pudieron asistir a las idas y venidas de
diversos coches oficiales que aprovechaban el escaso tráfico para saltarse semáforos y
hacer maniobras poco ortodoxas.
—Presidente, es pronto para tener una visión completa del cuadro, pero hay
problemas gordos. De eso no hay duda. Ayer por la tarde se perdió el contacto con la
plataforma petrolífera Canarias 1. Se despachó un avión de reconocimiento desde
Gando, que no detectó nada anormal, por lo que se ordenó al patrullero de altura
Descubierta acercarse para investigar. Cuando llegó a la zona se encontró con una
patrullera marroquí que le impidió acercarse, y parece que hubo un intercambio de
disparos. Luego el almirante de la Zona de Canarias ordenó romper el contacto y la
patrullera marroquí también se alejó. Unos minutos después se perdió toda
comunicación con la Descubierta. El helicóptero que se envió no la pudo detectar, pero
sí vio una fragata marroquí que parecía llevar a cabo labores de rescate y que le obligó
a alejarse bajo amenaza de abrir fuego. Aunque no lo hemos podido confirmar, me
temo que la Descubierta puede haber sido hundida por la fragata marroquí, y la plata-
forma petrolífera sigue sin contestar a las llamadas, de manera que...
—Según informa la Guardia Civil, a última hora de la tarde de ayer una patrullera
se acercó a la isla porque sus tripulantes habían visto una bandera marroquí.
Desembarcaron y la quitaron, sin ver a nadie, pero mientras bajaban hacia la
patrullera fueron atacados. Uno murió y el otro está gravemente herido. A estas horas
le están operando en Algeciras pero su estado es crítico. Los guardias que
desembarcaron para ayudarles no vieron tampoco a nadie pero horas después fueron
sorprendidos y detenidos por una patrulla de la Gendarmería marroquí. No sabemos si
los marroquíes siguen en la isla o la han abandonado.
El agua caliente relajó algo la tensión que el presidente sentía en los hombros y el
cuello. Había hablado en alguna ocasión con su predecesor de los días de julio del
2002. Siempre había pensado que aquello podía haberse evitado, pero en cualquier
caso recordaba haber deseado no tener que pasar por una experiencia parecida. Bien,
pues había llegado, y antes de lo que hubiera imaginado. Despejó de su mente el
problema de Perejil para concentrarse en Canarias. Siempre había temido que los
estudios en busca de petróleo iniciados durante el gobierno anterior iban a traer
problemas con Marruecos, pero aún se negaba a aceptar que pudiera llegar a
desencadenarse una guerra. Se preguntó cuántos tripulantes llevaría el patrullero
desaparecido. ¿Cincuenta? ¿Cien? Tenía que enterarse de eso.
Madrid.
—Señor, tiene una llamada urgente del Ministerio de Exteriores español. Les dije
que usted llamaría pero insistieron en esperar.
—Sí, señor.
La voz que le contestó era dura, con un tono de enojo apenas contenido.
Rabat.
Cuando Mohamed salió del despacho, Munjib apoyó la cabeza en sus manos
abiertas. Sólo se permitió un segundo de desahogo. Luego empezó a considerar
febrilmente sus opciones.
—General...
Antes de las seis de la mañana, hora de Rabat, los jefes de estado mayor de los
tres ejércitos estaban reunidos en el Ministerio de Defensa. El ministro les ordenó que
coordinaran sus respectivos planes defensivos para lo que se temía que sería una
contundente respuesta española a los acontecimientos de la noche. Luego, sin
despedirse, abandonó la sala de reuniones y se dirigió a su coche seguido por su
secretario, que trotaba tras él con cara de funeral. Una vez dentro del vehículo intentó
de nuevo disculparse, pero el general Munjib le hizo callar con un gesto. Necesitaba
pensar.
Ceuta.
A las ocho de la mañana Alfredo Suárez apagó el despertador sin darle tiempo a
sonar. Apenas había pegado ojo en toda la noche. Lo primero que hizo fue llamar al
móvil de Nadia.
Suárez se quedó mirando la pantalla sin ver los anuncios publicitarios. ¿Fallo de
comunicaciones? ¿Qué tenía que ver la Armada con aquello?
—Un momento, Hassan, por favor. Nuestra amiga la vicepresidenta del gobierno
de España va a celebrar una rueda de prensa. Y convendrá conmigo en que nos
interesa lo que pueda decir.
Los tres marroquíes conocían sobradamente el español, por lo que no haría falta
intérprete. Naturalmente la rueda de prensa sería grabada y traducida para consultas
posteriores, pero los tres querían verla en directo. La pantalla, con el sonido reducido
al mínimo, mostraba una sala de conferencias anodina como tantas otras. La mesa
estaba vacía pero los asientos para la prensa estaban todos ocupados. Algunos
periodistas, de pie, ocupaban el espacio libre al fondo de la sala.
La vicepresidenta hizo una pausa para quitarse las gafas y limpiarlas, aunque en
realidad era un truco para darse unos segundos de reflexión. Llevaba su declaración
escrita, por supuesto, pero le gustaba hablar para las cámaras haciendo ver que
improvisaba.
— ¿Bajo control? ¿La situación está bajo control? —Munjib estalló en una
carcajada sarcástica. Aquello era surrealista. Dándose la vuelta, se dirigió al primer
ministro acercándose mucho más de lo necesario para hablar.
El primer ministro aguantó el chaparrón sin decir nada. Siguió en silencio hasta
que notó la incomodidad de Munjib. Le miró fijamente y habló en voz baja:
Madrid.
Juan Carlos Talavera era el analista jefe encargado de asuntos marroquíes del
Centro Nacional de Inteligencia. A diferencia de muchos de sus compañeros, no
procedía de las fuerzas armadas. Ni siquiera había hecho el servicio militar, exento
por "excedente de cupo", en aquellos tiempos en los que las fuerzas armadas tenían
más reclutas de los que necesitaban.
Unos minutos después estaban sentados en torno a una mesa situada en una
esquina de la cafetería. Todos fumaban, de modo que pronto se formó una pequeña
nube de contaminación atmosférica a su alrededor.
—Deberían dejar fumar en la oficina, jefe —dijo Ana Casado, la más joven de sus
analistas—. Se piensa mejor con los ojos llenos de humo.
—No le veo sentido a lo que ha pasado a menos que se trate de dos episodios
aislados. Lo de la plataforma es, hasta cierto punto, lógico. Llevan años protestando
por ese tema. Es posible que hayan querido dar un golpe de efecto capturándola. Pero
lo de Perejil no tiene ninguna lógica. Es una violación directa y muy peligrosa del
acuerdo de 2002. No lo entiendo.
—Me parece que a estas horas no podemos hacer nada más que especular, jefe.
Ni siquiera hay confirmación oficial marroquí de nada. ¿Estamos seguros de que han
ocupado la plataforma? ¿Estamos seguros de que han ocupado Perejil? ¿De verdad
han hundido ellos ese patrullero?
Mientras hablaba iba marcando con los dedos sus preguntas. Era el "escéptico"
del grupo y su misión tácita en el equipo era buscar puntos flacos a todo.
Juan Carlos Talavera se vio obligado a darle la razón. Era cierto que apenas
sabían nada de lo ocurrido. De hecho no le había gustado nada la comparecencia de la
vicepresidenta, por considerarla precipitada y especulativa. Claro que nadie le había
pedido su opinión.
Unos minutos después, mientras pagaban los cafés, el "busca" de Talavera sonó
estrepitosamente. El analista tenía la costumbre de llevarlo al máximo volumen, a
pesar de los sustos que se llevaba. Miró la pantalla digital.
—Quiere reunirse con nosotros en la sala de vídeo para ver juntos la rueda de
prensa. Supongo que querrá que le digamos algo, pero por el momento vamos a
mantener la postura de que hay que esperar y ver. ¿Todos de acuerdo?
Todos asintieron.
La sala de vídeo era en realidad, un pequeño anfiteatro equipado con los últimos
avances multimedia con capacidad para unas veinte personas. Cuando llegaron, el
director del CNI se encontraba ya allí, acompañado de varios altos funcionarios de "La
Casa". El técnico de vídeo terminó de ajustar su equipo y pulsó un botón del mando a
distancia. La gran pantalla de plasma cobró vida mostrando la señal de la televisión
marroquí. Una pequeña ventana en una esquina de la pantalla mostraba las imágenes
emitidas por Televisión Española y otra las de la CNN. No era probable que la cadena
norteamericana transmitiera la rueda de prensa, pero no estaba de más ver si decían
algo. En cualquier caso todo se grabaría, por supuesto.
Rabat.
Esperó a que se hiciera el silencio entre los periodistas, mucho más numerosos
de lo habitual gracias al revuelo formado por las declaraciones de la vicepresidenta
española. Cuando por fin se callaron, ordenó sus papeles y comenzó, hablando en su
cuidado francés, idioma en el que se sentía mucho más cómodo que en árabe:
—Buenos días, señoras y señores. Sin duda todos conocen el motivo original de
esta rueda de prensa, que no era otro que el anuncio de una nueva y mejor oferta de
Marruecos a la Unión Europea para lograr una mejora sustancial en el acuerdo
pesquero. Por desgracia, los tristes acontecimientos de la pasada madrugada,
revelados por la señora vicepresidenta del Gobierno español, nos obligan a cambiar
nuestros planes. Debo decirles que, si bien es cierto que tales hechos han tenido lugar,
la forma en la que han ocurrido es bien diferente de lo que el Gobierno español ha
relatado. Como todos ustedes saben, a pesar de las reiteradas protestas del Reino de
Marruecos, a pesar de nuestros reiterados llamamientos a una franca negociación, el
gobierno español ha venido concediendo licencias de explotación petrolífera a
empresas españolas en aguas de la Zona Económica Exclusiva marroquí. Tales
licencias son ilegales, por vulnerar claramente el derecho internacional y, más concre-
tamente, los acuerdos de la Conferencia sobre el Mar de Montego Bay, de 1982. A las
cinco de la tarde del día de ayer, en cumplimiento de una orden judicial, un
destacamento de la Real Infantería de Marina del Reino de Marruecos procedió a
tomar el control de la plataforma petrolífera Canarias 1. Su responsable, el ingeniero
jefe Enrique Márquez, fue detenido y puesto a disposición judicial. Una vez paralizada
la maquinaria de la plataforma se comenzó a preparar la evacuación del personal civil
que se encuentra en la misma. Dicha evacuación estaba prevista para primera hora de
esta mañana. Por desgracia, también esos planes han sido trastocados. A medianoche,
una fragata española se aproximó a la plataforma, siendo interceptada por la
patrullera de la Marina Real El Karib, que informó a su comandante de la situación,
pidiéndole que abandonara la zona. La respuesta de la fragata española fue abrir fuego
sobre nuestra patrullera, alcanzándola y causando cuatro víctimas mortales y tres
heridos graves. En uso de la legítima defensa, la fragata Hassan II, que se encontraba
en la zona, acudió en ayuda de la patrullera, haciendo fuego a su vez sobre la fragata
española y causando su hundimiento. Inmediatamente se procedió a montar un
operativo de rescate de los náufragos, consiguiendo rescatar a un total de nueve
supervivientes españoles que recibieron inmediata atención médica. Los supervi-
vientes se encuentran ya en tierra, encontrándose ingresados en un centro sanitario
para su completa recuperación. Para garantizar la seguridad de las instalaciones de la
plataforma y del personal civil que en ella se encuentra, el Gobierno ha decretado una
zona de exclusión aérea y naval de treinta millas náuticas en torno a la explotación.
Ningún buque ni aeronave podrá entrar en ella sin una autorización expresa.
Abdelkader hizo una pausa para beber agua, mientras estudiaba las reacciones
de los periodistas presentes. A diferencia de lo ocurrido en la rueda de prensa
celebrada poco antes en Madrid, no había demasiado revuelo entre los profesionales.
Ya no les cogía por sorpresa y su actitud era de silenciosa expectación. Tras secarse la
boca con un pañuelo inmaculado, prosiguió.
Madrid.
—Vamos, Talavera, por favor. No te estoy pidiendo una tesis doctoral. Quiero que
me digas lo que está pasando.
Talavera no lo sabía, desde luego, pero le pagaban para que analizara y previera
acontecimientos, y no le quedó más remedio que sacar la bola de cristal. Su jefe no le
iba a permitir divagar más.
—No creo que exista relación. Creo que la ocupación de la plataforma es
deliberada, por supuesto, pero lo de Perejil y el enfrentamiento naval pueden haber
sido... "accidentes" —dijo marcando unas comillas imaginarias con los dedos sobre la
última palabra. Después de una pausa, siguió.
—Mi recomendación es que intentemos mantener las cosas todo lo frías que se
pueda hasta tener más datos fiables. Si asumimos que los marroquíes han hundido de
forma deliberada un buque de la Armada y han invadido de nuevo Perejil... bueno, eso
significaría una guerra. Y no creo que estén tan locos.
—Llevo dos horas intentando mover las cosas en Rabat, pero allí es todavía muy
temprano. Espero tener algo hacia mediodía.
Ceuta.
Alfredo Suárez siguió la rueda de prensa del ministro Abdelkader con el corazón
encogido y el estómago revuelto. Cuando terminó, fue a la cocina a buscar un antiácido
y otro café. Después de hablar con su compañero del hospital había bajado al bar de la
esquina y había comprado, por primera vez después de varios años, un paquete de
tabaco. El primer cigarrillo le había mareado hasta obligarle a sentarse, pero recibió el
casi olvidado efecto sedante de la nicotina con gratitud. Ya lo volvería a dejar en cuanto
localizase a Nadia, se justificó sin convicción.
Dejó el café sobre la mesa y volvió a marcar el teléfono del Ministerio de Asuntos
Exteriores. Lo tenía apuntado en un bloc, rodeado por una trama creciente de formas
geométricas dibujadas nerviosamente mientras esperaba que le pasaran con uno u
otro departamento. Después de cuatro llamadas se había ido abriendo paso a través de
varias telefonistas y secretarias encantadoras pero poco proclives a molestar a sus
superiores.
El Ferrol, La Coruña.
Amarrada a uno de los muelles, se encontraba una de las fragatas más modernas
de la Armada Española, la F103 Blas de Lezo, de la clase Álvaro de Bazán. Su
comandante, el capitán de fragata Fernando Pérez de Castro, se había recluido en su
cámara nada más volver a bordo, media hora antes, tras la urgente reunión convocada
por el comandante de la 31a Escuadrilla de escoltas. El capitán de navío al mando de la
escuadrilla le había ordenado llevar su buque a la máxima DISOP, disponibilidad
operativa, a fin de estar en condiciones de zarpar con la mayor brevedad.
El buque, que desplazaba casi seis mil toneladas a plena carga, era en todo menos
en su clasificación oficial, un destructor de última generación. Su sistema de combate
AEGIS y su radar SPY-1 D, que controlaban una panoplia de armamento sencillamente
impresionante, le proporcionaban unas capacidades muy superiores a las de la mayor
parte de las fragatas en servicio en el mundo.
Cuando terminó, salió de su cámara y subió al puente. Una vez allí llamó al
segundo comandante y le transmitió las órdenes oportunas para el alistamiento del
buque. Luego salió al aire libre y contempló los buques amarrados en los muelles. Allí
se encontraban la F 101 Alvaro de Bazán y la F 75 Extremadura, una veterana fragata
de la clase Baleares. Sus comandantes estarían también poniendo a punto sus buques.
No envidió a su amigo Juan Jesús Aparicio, comandante de la Extremadura. Si bien se
trataba de un navío bello y poderoso, la F 75 se encontraba al final de su vida operativa.
Dada de alta en la Armada en 1976, la fragata de cuatro mil toneladas había navegado
ya muchas millas. Casi demasiadas.
—No están mal, mi comandante, para tener más de treinta años. Hay que hacer
un par de ajustes menores, pero estaremos listos en tres o cuatro horas a más tardar.
Rabat, Marruecos.
Hassan Munjib encendió el vigésimo cigarrillo del día y arrugó el paquete vacío
mientras el ministro del interior colgaba el teléfono.
—Acaban de identificar los cadáveres —dijo—. Se trata del hijo y dos sobrinos de
Achmed Hussein, un funcionario de exteriores. Estaban de vacaciones en su casa de la
costa, cerca de Thoura. Salieron de excursión en bicicleta por la mañana sin decir a
dónde iban. Lo que es seguro es que no tienen nada que ver con ninguna mafia de
narcotráfico o de emigración ilegal. Son... perdón, eran, tres chicos normales de buena
familia.
—Pero eso no tiene ningún sentido. ¿Por qué habría de dispararles la Guardia
Civil?
—Era casi de noche. Quizá no les identificaron bien. Pero hay algo más: cerca del
cadáver del pescador que les llevó a la isla había varios casquillos de bala. Seguramente
de un fusil de asalto, aunque todavía los están analizando. En todo caso no se ha
encontrado ningún arma.
—Si se hace público lo de los casquillos, España alegará que sus guardias
dispararon en defensa propia. Y en estos momentos... —se interrumpió brevemente,
midiendo sus palabras—, eso puede ser extremadamente inconveniente. El caso está
bajo secreto sumarial, supongo.
El ministro del interior asintió sin hablar. Ya había dado esa orden por su
cuenta. No convenía en absoluto que los españoles intentaran darle la vuelta a una
situación que, sin ser buscada, permitiría desviar la atención de lo ocurrido en aguas
del Atlántico.
Y que Dios sea misericordioso con nosotros, añadió para sus adentros.
10 de septiembre
Madrid.
Eran más de las tres de la madrugada. El presidente del gobierno salió por fin de
su despacho y subió hacia el dormitorio con la sensación de llevar un siglo despierto.
Recordó con nostalgia sus tiempos de estudiante, cuando podía pasar la noche entera
estudiando, hacer un examen por la mañana y otro por la tarde y luego irse de juerga
hasta las tantas con sus amigos. Pero eso había sido en una vida anterior, o así le
parecía.
A última hora se había reunido de nuevo con el ministro de exteriores, que había
acudido a la Moncloa para informarle de sus gestiones telefónicas ante la Comisión
Europea y la OTAN. La respuesta de los representantes de ambos organismos
internacionales, si bien maquillada con la habitual palabrería diplomática, se hubiera
podido traducir a un lenguaje mucho menos rimbombante como "¿otra vez me vienes
con líos con Marruecos? ¡ Venga ya hombre, no me jodas!"
Moviéndose inquieto entre las sábanas cada vez más revueltas, el presidente
pensó en la comparecencia que había solicitado para la tarde del día siguiente ante el
pleno del congreso. Allí explicaría las versiones de los acontecimientos dadas por la
Armada y la Guardia Civil y presentaría el paquete de medidas que el gobierno había
acordado tomar. No se someterían a votación por parte de la cámara, al menos de
momento.
Ceuta.
La terraza del bar tenía una buena vista sobre el puerto. Mirando distraídamente
hacia el mar experimentó una fuerte sensación de déjá vu cuando distinguió la silueta
gris de una fragata de la Armada maniobrando para atracar. Eso le decidió. Pagó y
volvió al coche para salir hacia la frontera.
Le llevó algo más de tres cuartos de hora recorrer los cuarenta y dos kilómetros
que separan Ceuta de Tetuán. Apenas había tráfico, pero no quería correr demasiado.
En parte porque no solía hacerlo y en parte porque era el peor día posible para tener
problemas con la Gendarmería Real. Cuando ya entraba en la ciudad escuchó por la
radio las últimas noticias: las fronteras de Ceuta y Melilla acababan de cerrarse.
Alfredo Suárez encendió un cigarrillo. Le temblaban las manos.
Océano Atlántico.
El agua de la ducha estaba sólo tibia, pero al fin y al cabo hacía bastante calor a
pesar de ser sólo las ocho de la mañana. Nadia Hachmi dejó correr el agua un rato
sobre su cuerpo, sintiendo que la relajaba agradablemente. Desde luego tenía motivos
para estar tensa, pensó. Llevaba cuarenta y ocho horas en la plataforma y la mayor
parte de ese tiempo lo había pasado allí retenida contra su voluntad por las fuerzas
armadas de su propio país. No podía quejarse del trato recibido del teniente Hannach y
sus hombres, que en todo momento se habían mostrado distantes pero correctos. Por
lo demás el alojamiento era aceptable y se sentía físicamente bien, pero eso no
compensaba la incomunicación a la que estaba sometida. No había conseguido hablar
con su marido ni con su jefe, y a pesar de que había intentado sonsacar a Hannach en
dos ocasiones más, el teniente no le había dado más detalles del motivo de su presencia
allí ni de sus planes para el futuro inmediato.
Apenas había salido de la ducha cuando oyó cómo llamaban a la puerta. No hizo
caso de inmediato, principalmente porque estaba desnuda y empapada, pero los
golpes adquirieron un tono de urgencia. Cogió una toalla y se envolvió en ella,
comprobando con disgusto que resultaba más bien pequeña. Abrió la puerta de mal
humor, descubriendo al otro lado al teniente Hannach.
Nadia había calado bastante bien la personalidad de Hannach y sabía que estaba
desconcertado y algo avergonzado. El teniente era el tipo de hombre al que le gusta
tener las cosas bajo control y no mostrar más emociones humanas de las
imprescindibles, al menos en el trabajo, pero parecía un hombre honrado. También
sabía cómo utilizar esas características en beneficio propio. Dejó que la toalla resbalara
un poquito. Lo justo para que se notara la diferencia de tono de la piel protegida del sol
por el bikini. Sonrió para sí al darse cuenta de los esfuerzos de Hannach para no
mirarla. El lenguaje corporal del teniente la tranquilizó. Actuar de esa manera podía
ser peligroso con muchos hombres, pero el militar marroquí no era uno de esos.
—Supongo que tendrá un buen motivo para venir con estas prisas, teniente
—dijo en un tono más relajado— ¿Ya nos van a dejar marchar?
El oficial parecía aliviado del cambio de tono de Nadia, pero siguió mirando
rígidamente al frente, como si la periodista fuera veinte centímetros más alta de lo que
era en realidad.
—Pues muchas gracias teniente Hannach, ha sido usted muy amable, aunque no
me hubiera importado enterarme dentro de diez minutos. Ahora, si me disculpa...
El teniente volvió al despacho que había adoptado como centro de mando. Por el
pasillo se cruzó con uno de sus soldados, que le miró asombrado de ver sonreír así a su
superior.
Rota, Cádiz.
Los ventanales del despacho del almirante de la flota, en el edificio del cuartel
general, ofrecían una panorámica espectacular de la rada, pero el ALFLOT, sentado en
su escritorio, dedicaba toda su atención al monitor de su ordenador. El programa
informático que tenía abierto presentaba información actualizada de la situación y
estado de alistamiento de todas las unidades bajo su mando. Lo primero que había
hecho al llegar a su despacho había sido descartar las unidades con las que, de un
modo u otro no podría contar. Las más importantes en ese grupo eran la F 104 Méndez
Núñez que se encontraba en aguas norteamericanas realizando prácticas de misiles, la
F 102 Almirante Juan de Borbón, desplegada junto al petrolero Marqués de la
Ensenada en aguas del mar del Japón formando parte de una Task Forcé combinada
junto a Japón y Estados Unidos, la F 74 Asturias que cumplía en el océano índico con
el que probablemente sería uno de sus últimos cruceros operacionales en aguas
lejanas, y la F 83 Numancia que se encontraba en dique seco sometida a un recorrido
completo de máquinas y sistemas, que la mantendría inmovilizada un mínimo de tres
meses más. Por otra parte, la F 84 Reina Sofía formaba parte de la SNMG2,
antiguamente conocida como STANAVFORMED, la flotilla permanente de la OTAN
para el mediterráneo, y navegaba en aguas cercanas a Grecia. En caso de emergencia se
la podría hacer regresar, pero el almirante prefería evitarlo si era posible. Eso le dejaba
con dos fragatas clase Álvaro de Bazán, cuatro clase Santa María y una Baleares.
Entre los buques de superficie, y aunque no se encontraban directamente bajo su
mando por no pertenecer orgánicamente a la Flota, cabía contar con dos de las cuatro
antiguas corbetas, ahora patrulleros, de la clase Descubierta, la Infanta Cristina y la
Infanta Elena. De las dos restantes, la Cazadora no estaría operativa a corto plazo por
mantenimiento programado y la Vencedora estaba siendo sometida a obras para
actualizar sus sistemas de comunicaciones. Respecto a los submarinos, contaba con el
S 72 Siroco y el S 73 Mistral con un buen nivel de alistamiento y el S 71 Galerna, que
podía ser alistado en pocos días. El restante submarino de la serie S 70, el Tramontana
no estaría disponible.
La tarde anterior se había puesto en marcha el plan de presencia naval en Ceuta
y Melilla, protocolizado después de la crisis de julio de 2002, por lo que el patrullero de
altura Infanta Elena había zarpado rumbo a Melilla y la fragata Victoria a Ceuta.
Respecto al resto de la flota, aún no había recibido órdenes concretas del Gobierno a
través del jefe de estado mayor de la defensa, su superior directo, pero estaba seguro
de que no tardarían en llegar. Y cuando llegasen, la Armada estaría preparada para
cumplir con su deber. Mientras tanto se concentraba en los aspectos logísticos y
tácticos del problema, que era muchísimo más complejo que el que se había planteado
en el año 2002 en torno a la isla Perejil. Al fin y al cabo ahora no sólo tendrían que
hacer frente a la ocupación del islote, sino también a la captura de una plataforma
petrolífera en mitad del océano y a más de quinientas millas de Rota, que, para
complicar más las cosas, estaba atestada de trabajadores civiles sin que existiese la
menor seguridad de que Marruecos los fuera a liberar. Por otra parte, en 2002 tanto
España como Marruecos habían evitado por todos los medios causar bajas al
adversario, pero ahora la Armada Española ya había sufrido más de cuarenta muertos,
según las cifras provisionales, sin contar a los guardias civiles de Perejil. Eso cambiaba
por completo toda la perspectiva de la situación. Se trataba sin lugar a dudas de un
escenario de guerra y como tal tendría que ser considerado. Si por fin llegaba la orden
de zarpar, había que considerar como muy probable, que Marruecos presentase
batalla. Y, después de saber que el hijo de uno de sus mejores amigos se contaba entre
los oficiales desaparecidos con la Descubierta, el almirante tenía que reconocer que en
el fondo casi deseaba que así ocurriera.
Tetuán, Marruecos.
Alguna vez había leído que los familiares de personas desaparecidas llegan con
frecuencia al punto en que lo único que quieren es saber. El hecho de que sus seres
queridos estén vivos o muertos llega a perder importancia frente a la necesidad de
conocer su paradero. Y es que la mente humana tolera mal la incertidumbre. Suárez no
quería llegar a ese punto y haría todo lo posible por evitarlo.
Cuando terminó el café, pagó y salió. Le llevó casi media hora encontrar la calle y
otro buen rato aparcar. En el momento de llamar a la puerta eran las diez de la
mañana, hora española, pero sólo las ocho en Marruecos. Esperaba no encontrar
durmiendo a los habitantes de la casa pero el ruido de pasos en el interior de la
vivienda disipó sus dudas. Le abrió una mujer de edad indefinida, vestida a la manera
tradicional de las mujeres magrebíes.
Cuando Suárez le preguntó por Sidi Mohamed Hammadi, la mujer le cerró la
puerta en las narices tras musitar algo en árabe. Alfredo todavía dudaba si debía volver
a llamar cuando la puerta se abrió de nuevo. Esta vez le abrió el propio Hammadi,
aunque al médico le costó trabajo reconocerlo. El marroquí parecía haber envejecido
veinte años desde la breve conversación que habían mantenido en Ceuta algunos años
atrás. Su barba había encanecido y crecía descuidada sobre la pechera no demasiado
limpia de una chilaba de rayas verticales. Los ojos del marroquí brillaron al ver al
médico, pero su cara permaneció inexpresiva. Hizo una reverencia formal llevándose
la mano al pecho y se apartó de la puerta franqueándole la entrada a Alfredo Suárez,
que entró bastante desconcertado por el cambio obrado en su ahora anfitrión.
—Doctor, haré cualquier cosa que esté en mi mano. Cuando dije que siempre
estaría en deuda con usted hablaba en serio. Alfredo le contó la situación, haciendo
hincapié en el hecho de que no tenía ningún medio de ponerse en contacto con
Nadia. Según avanzaba en su relato, la cara de su interlocutor adquirió un tono aún
más sombrío, por más que eso hubiera parecido imposible pocos minutos antes.
—Quizá hace tres o cuatro años le hubiese podido ayudar, doctor, pero estoy
totalmente retirado de la vida política. Mis amigos, incluso mis hijos, me han
abandonado para seguir los caminos de la violencia y el gobierno sospecha de mí,
pero me consideran tan acabado que ya ni siquiera me vigilan. Puedo intentar llamar
a algún antiguo conocido, pero no quiero engañarle. No creo que dé resultado
alguno. Con la mirada clavada en la tetera intacta, Hammadi parecía hundido en la
impotencia más absoluta.
Algeciras, Cádiz.
Tetuán, Marruecos.
Su discurso fue breve pero muy duro. Explicó de nuevo la versión española de los
acontecimientos de Canarias y Perejil, que Suárez podía repetir ya casi de memoria, y
luego planteó a la cámara la posición del gobierno: España no aceptaría la captura de
la plataforma ni la ocupación de Perejil. Exigió la retirada inmediata de las fuerzas
marroquíes de ambos lugares y dejó muy claro que el gobierno se reservaba el derecho
a recurrir a cualquier medio para restituir la situación anterior. Repitió la expresión
"cualquier medio". Luego anunció la apertura de una investigación oficial de la
Guardia Civil para esclarecer los hechos de la isla del Perejil y exigió del Reino de
Marruecos otra investigación para depurar responsabilidades en el hundimiento de la
Descubierta. Si no se llevaba a cabo, España interpretaría que se trataba de un acto
hostil deliberado. No dijo, porque no era necesario hacerlo, que hundir
deliberadamente un barco de guerra de otro país en aguas internacionales constituye a
todos los efectos un acto de guerra.
El jefe de la oposición subió a la tribuna en cuanto el presidente volvió a su
escaño. A pesar de que hizo hincapié en su deseo de lograr un arreglo pacífico, dejó
muy claro que su grupo parlamentario apoyaría al gobierno en ese difícil trance.
Siguieron varios líderes de grupos minoritarios, que mantuvieron idéntica línea, y sólo
uno de ellos se desmarcó claramente, siendo recibida su alocución con un frío silencio y
algún abucheo aislado.
Suárez siguió los discursos fumando un cigarrillo tras otro mientras la Coca-Cola
quedaba olvidada en la mesilla de noche. Evidentemente la situación era mucho más
grave que la crisis de 2002, muy presente en su memoria porque en cierto modo, había
contribuido a acercarle a su mujer. En aquella ocasión los discursos y comparecencias
de los gobernantes habían sido bastante más moderados. Claro que entonces no había
muerto nadie y ahora las fuerzas armadas españolas acababan de sufrir la mayor
tragedia desde aquel accidente de avión en 2003 donde habían muerto más de sesenta
militares.
A pesar de la dureza del discurso del presidente, Alfredo se dio cuenta de que
España estaba intentando dejar una puerta abierta a una solución pacífica. Pero era
una puerta muy estrecha.
Rabat, Marruecos.
Cartagena, Murcia.
Cuando los distintos servicios de la nave informaron que todo estaba en orden,
indicó a los tripulantes que compartían con él el estrecho puente de mando abierto de
la torre que bajaran. Él sería el último en hacerlo, después de respirar el húmedo aire
del mar por última vez. Cuando bajó, aseguró la escotilla exterior y siguió su camino
hasta la cámara de mando. Un contramaestre cerró la escotilla interior. El submarino
estaba ya en condición estanca y se podía iniciar la maniobra de inmersión.
—De acuerdo. Inmersión para cincuenta metros. Poner rumbo al uno seis cero,
avante dos tercios.
Mientras se escuchaban los silbidos del agua al inundar los tanques de lastre, el
comandante se dirigió al periscopio de observación y pulsó el botón que lo elevaba.
Luego aplicó el ojo a la óptica y reguló las lentes para observar cómo la proa quedaba
sumergida bajo el agua. Pronto el propio periscopio quedó bajo el agua. Martínez lo
bajó y se sentó en su butaca giratoria, manteniendo la vista en los instrumentos de
inmersión. Sumergirse siempre era excitante, aunque no tanto como en las películas.
No pudo evitar una sonrisa recordando la escena repetida en todas las películas de
submarinos: el comandante, siempre un poco chiflado, que ordena una inmersión de
prueba al principio de la película, el segundo comandante que le mira pensando "ya
está este otra vez", y ese marinero novato, mirando al techo con un nudo en la garganta
mientras un viejo contramaestre le explica lo que pasaría si sobrepasaran la
profundidad de aplastamiento. Todos los veteranos miran al novato con una sonrisa de
suficiencia, hasta que la aguja del indicador de profundidad sale de la zona amarilla
para entrar en la roja. Ahora todo el mundo suda, el segundo traga saliva y el
comandante sonríe con mirada de psicópata. Sólo cuando la aguja sobrepasa la zona
roja para entrar en la zona no marcada de la escala, cuando toda la tripulación está a
punto de mearse en los pantalones, el comandante bosteza, aburrido, y dice:
"¡superficie!".
Tetuán, Marruecos.
Media hora después estaba de nuevo en casa del marroquí, que parecía
visiblemente más animado que unas horas antes.
—Doctor Suárez, creo que puedo darle buenas noticias. Uno de los pocos amigos
que conservo pertenece a las fuerzas armadas. Le he llamado y me ha dicho que está
previsto desembarcar a todos los civiles que hay en la plataforma esta misma noche,
mañana a más tardar. Seguramente los transportarán a Casablanca en barco.
Alfredo sintió un enorme alivio. Su pesadilla estaba a punto de terminar.
—En realidad no he hecho nada, amigo mío. La decisión ya estaba tomada por el
gobierno desde el principio. Se estaba retrasando por motivos técnicos nada más. En
realidad yo me siento casi tan aliviado como usted, porque espero que esto contribuya
a reducir la tensión entre nuestros países.
—No esté tan seguro de eso, doctor. En realidad me temo que sí hay personas
interesadas en que estalle una guerra. No hablo de su gobierno ni del mío, sino de
gente que desea una guerra para aumentar el descontento del pueblo. Si estalla un
conflicto y Marruecos pierde, algunos intentarán, sin duda, aprovechar las
circunstancias para provocar inestabilidad. Quién sabe si incluso una revolución.
—Me refiero a una tiranía que utilizaría el Islam como una excusa para acaparar
el poder y sojuzgar al pueblo, doctor. Una nación que siguiera los auténticos principios
coránicos sería una tierra de paz y libertad. Eso es lo que no comprenden en Occidente.
Ni desgraciadamente tampoco comprenden muchos musulmanes. Por eso abandoné la
política. Por eso me abandonaron a mí mis seguidores. Yo no les prometía el poder
absoluto, porque ese poder sólo le pertenece a Dios, no a los hombres.
Una hora después, tras despedirse del viejo, que había prometido llamarle si
averiguaba algo más sobre Nadia, Suárez se encontraba en su habitación del hotel.
Había vuelto a hacer el escaso equipaje y consultaba el mapa de carreteras para
planear su viaje a Casablanca mientras cenaba algo.
— ¿Es usted don Alfredo Suárez? —preguntó el joven que esperaba en el pasillo.
— ¿Y usted quién es?
—Me llamo Carlos Cuenca, señor Suárez. Necesito hablar con usted.
—Señor Suárez, realmente necesito hablar con usted. Pero no en el pasillo. Si eso
le ayuda a confiar en mí le diré que sé dónde está Nadia.
—Mire usted, Alfredo, no hay ningún misterio en el hecho de que yo esté aquí.
Sabíamos de su viaje desde anteayer. El comisario Cerezo, de Ceuta, nos avisó y nos
pidió que cuidáramos de usted. El hombre estaba bastante preocupado. Al principio no
le dimos demasiada importancia, pero cuando confirmamos que había ido a visitar a
Hammadi esta mañana, y sobre todo cuando volvió a verle hace un rato, empezamos a
pensar que podía usted haber averiguado algo interesante. Comprenda que con el lío
que se ha formado, lo que piense un sujeto como Hammadi nos interesa bastante.
—Bueno, al fin y al cabo nos pagan para esto —dijo el agente con buen humor—.
Mire, yo vivo en Tetuán. Supuestamente trabajo para una empresa que no viene al caso
y, en general, procuro no meterme en líos. Pero en Madrid necesitan información, y me
ha parecido que usted puede ser una fuente bastante fiable. Siempre que esté dispuesto
a colaborar, claro.
Océano Atlántico.
Ya era noche cerrada cuando Nadia llamó a la puerta del despacho del teniente
Hannach. Durante toda la tarde había estado esperando el barco que los iba a sacar de
la plataforma, mientras su humor se iba deteriorando progresivamente. Hannach se
había hecho el encontradizo en varias ocasiones a lo largo del día, charlando con ella de
temas intranscendentes, tranquilizándola respecto al barco que los iba a evacuar y, en
general, tratando de ligar con ella de forma tan torpe como tierna. Nadia, que no
dejaba de lado su profesión ni por un momento, había ido obteniendo bastante
información sobre la Infantería de Marina marroquí en general y el pelotón que
ocupaba la plataforma en particular. Ya que no le quedaba más remedio que estar allí,
al menos iba a aprovechar el tiempo y obtener buen material para un artículo. Si en su
periódico no se lo publicaban, seguro que en El País o en El Mundo se lo pagarían bien.
Incluso había podido sacar varias fotos con su cámara digital, no sin antes prometer al
teniente que no las publicaría hasta que terminara la crisis. Aparentemente Hannach
no era consciente de que la información que le estaba proporcionando a la periodista
podría ser sumamente sensible si caía en manos españolas. Claro que no sabía, porque
nadie se lo había dicho, que Nadia estaba casada con un español. De hecho, ni siquiera
sabía que estaba casada.
—Adelante señorita Hachmi, pase, por favor. Y siéntese —dijo Hannach con una
sonrisa.
—Acabo de hablar con Casablanca, seño... Nadia. El barco está muy cerca de
aquí, pero desgraciadamente no podremos hacer el trasbordo hasta el amanecer. Es un
barco grande y no se puede acercar demasiado a la plataforma, de modo que habrá que
cruzar en embarcaciones auxiliares. De día será más seguro.
Nadia dejó traslucir su decepción en la expresión de su cara. Una noche más allí.
Y ni siquiera tenía ropa limpia que ponerse. Hannach parecía desolado.
Madrid.
Abdelar estaba más preocupado de lo que hubiera querido reconocer, sobre todo
después de la tensa entrevista que había mantenido horas antes con el Rey. Su
Majestad no estaba nada satisfecho con la evolución de los acontecimientos y eso era
más que suficiente para poner nervioso al primer ministro de Marruecos. Las cosas no
parecían estar saliendo según lo planeado y la actitud de abierto enfrentamiento del
ministro de defensa no contribuía a tranquilizarle. Y Abdelar no había ido a visitar a su
mentor para ocultarle su estado de ánimo.
—Esa cara que pones, mon ami, ¿se debe al coñac o a lo que has leído?
—Vamos, Achmed, no somos niños. Sabes que no bebo, pero no te juzgo por
hacerlo. Hay cosas más importantes.
Dio unos golpecitos en los papeles que aún tenía en las manos.
— ¿Lo creerán?
El documento era auténtico. Sólo se había retocado un poco el estilo para hacerlo
más legible, pero no se había alterado la secuencia de los hechos. El buque español
había abierto fuego en primer lugar. El final del documento tenía un ritmo casi
dramático, con los desesperados llamamientos al alto el fuego del comandante
marroquí que sólo habían recibido el silencio de radio por respuesta. Entre las líneas de
la conversación se habían intercalado anotaciones en cursiva que señalaban los
momentos en que los proyectiles españoles habían caído cada vez más cerca del El
Karib, haciendo por fin blanco en dos ocasiones. Faltaba sólo un detalle, pero si el
primer ministro no preguntaba, Abdelkader no tenía intención de hablar de las ráfagas
de ametralladora que habían herido de muerte al comandante de la Descubierta.
Rabassa, Alicante.
Era casi medianoche. El capitán Inhiesta volvía de una práctica de tiro nocturno
con su equipo del GOE III. Inhiesta estaba nervioso, no por el resultado del ejercicio,
que había sido, como siempre, casi perfecto, sino por la falta de noticias.
Pero tendría que esperar. Esa noche volvería a estudiar la orografía de la isla y las
mejores rutas para moverse por ella. También tendría que encontrar un ratito para
dormir, pensó.
11 de septiembre
Océano Atlántico.
Se trataba del Sidi Mohamed Ben Abdallah, de ocho mil quinientas toneladas de
desplazamiento, el buque más grande de la Marina Real de Marruecos. Era un navío de
origen norteamericano, un anfibio de tipo LST dado de baja de la US Navy y cedido a
Marruecos. A bordo, hallarían acomodo más que suficiente los cerca de doscientos
trabajadores de la plataforma petrolífera Canarias 1, que por el momento se habían
concentrado en la cubierta de popa del barco mirando con no disimulado mal humor,
hacia las instalaciones que habían constituido su hogar durante los últimos dos o tres
meses. Poco a poco, de forma casi imperceptible al principio, el tamaño de la enorme
plataforma fue menguando. Pronto dejaron de verla, mientras el buque marroquí
navegaba hacia al norte escoltado por la fragata Mohamed V, gemela de la Hassan II.
Madrid.
Tampoco tenían mucho más que hacer en ese momento. Al fin y al cabo era
domingo por la tarde, y los domingos, incluso en mitad de una crisis internacional,
implican cierta ralentización en la mayor parte de las actividades cotidianas.
Washington D.C.
Pero una vez que las trivialidades languidecieron, la secretaria de estado abordó
el problema de forma directa.
—Esto que he estado leyendo, ¿es verdad? —dijo poniendo la mano sobre el
ejemplar del Washington Post que había quedado abierto sobre la mesa. El periódico
reproducía exactamente, el artículo publicado por Le Monde horas antes en París.
Durante el contencioso de 2002, los medios internacionales habían tardado bastante
tiempo en dar importancia a lo sucedido, sin abandonar en ningún momento cierto
tono sarcástico sobre el conflicto que a todo el mundo menos a los implicados había
parecido banal. Sin embargo, en las presentes circunstancias, la crisis había recibido
una atención mediática de primer orden. El periódico capitalino no había sido una
excepción y dedicaba buena parte de su edición dominical al asunto.
—A juzgar por lo que sabemos hasta este momento, la mayor parte de esa
trascripción se corresponde con la realidad. Usted ya conoce las circunstancias en que
el buque de nuestra Armada se enfrentó con el patrullero marroquí. Sin embargo, el
segundo comandante, creo que ustedes le llaman oficial ejecutivo, de la Descubierta
niega que los marroquíes pidieran un alto el fuego. De hecho esta mañana se ha
reafirmado en su declaración de que los disparos españoles fueron de aviso, según los
usos navales habituales, y fueron los marroquíes los que respondieron con fuego real,
hiriendo gravemente al comandante del buque. El resto, bueno, es conocido.
—Me temo que no, señora secretaria. El almirante de Canarias respalda esa
versión y tenemos las grabaciones de las comunicaciones del segundo comandante con
el propio almirante, pero es imposible confirmar la versión española más allá de las
declaraciones de los supervivientes. Si a bordo de la Descubierta alguien grabó la
conversación con el marroquí, la grabación se ha perdido para siempre con el barco.
Un jodido asunto.
Madrid.
Pero no todo habían sido malas noticias. Al menos la secretaria de estado había
precisado, extraoficialmente, por supuesto, que América no interferiría con cualquier
decisión que tomase el Gobierno español. También se había ofrecido a mediar ante
Marruecos, y esa era una oferta que no iba a rechazar el presidente del Gobierno. Unos
años antes la mediación americana había sido muy efectiva y el anterior secretario de
estado había ocupado una posición central en la resolución del conflicto.
Casablanca, Marruecos.
Alfredo Suárez esperaba la llegada del barco que debía traer a Nadia sentado en
la terraza de un hotel cercano al puerto. La terraza, ubicada en la azotea del hotel, de
ocho pisos de altura ofrecía una vista magnífica sobre el gran puerto comercial de
Casablanca. Al fondo, un grupo de patrulleros pintados de gris, apenas visibles en la
distancia, estaban amarrados en lo que Suárez supuso que sería la dársena militar del
puerto. En ese momento no se veía entrar ni salir barco alguno. De todos modos,
Alfredo no tenía manera de saber cuándo ni en qué barco llegaría Nadia. Intentó
apartar la duda de su mente esforzándose en creer que, cuando Nadia llegara, de algún
modo, él lo sabría.
Cerca de las seis de la tarde, hora local, con el sol ya a punto de desaparecer bajo
el horizonte del Atlántico, Suárez descubrió una forma oscura contrastando con el
brillo del océano. Se puso de pie y se asomó a la terraza, como si el hecho de acercarse
un par de metros le fuera a permitir ver el barco con más claridad. Apenas se distinguía
nada, pero la sombra a contraluz creció rápidamente, para luego desdoblarse en dos.
Se trataba sin duda de un buque militar de transporte, acompañado por lo que supuso
que sería una fragata. Cuenca le puso la mano en el hombro como un viejo amigo y
apretó ligeramente.
A bordo del Sidi Mohamed Ben Abdallah, apoyada en la barandilla del castillo de
proa, Nadia miraba la ciudad de Casablanca iluminada por el sol poniente con una luz
anaranjada que la hacía parecer irreal. Calculó que faltaría aproximadamente una hora
para llegar a tierra. Sería de noche para entonces, pensó con fastidio, agotada por las
doce horas de viaje en aquel barco viejo e incómodo. Y eso que, al menos, le habían
dejado libertad para moverse a su antojo, en atención a su pasaporte marroquí. Los
españoles se habían visto limitados a la cubierta de popa y a una especie de gran nave
situada debajo, sin asientos ni comodidades de ninguna clase. Les había visto por
última vez una hora antes, y parecían estar al borde del amotinamiento.
Nadia, cansada y aburrida, se sentó sobre un gran rollo de cuerda que no parecía
del todo incómodo. Distraída, intentaba buscar en su memoria el nombre que los
marineros daban a las cuerdas, más que nada para ocupar su mente en algo. Sin
motivo aparente, le vino a la cabeza una palabra que nada tenía que ver con cuerdas:
"móvil". ¡Caray! ¿Cómo no lo había pensado antes?
Mientras buscaba en su bolso se dio cuenta de que hacía horas que no pensaba en
el teléfono. En la plataforma no había tenido cobertura, por supuesto. Por eso no se lo
habían requisado, pero ¿la tendría tan cerca del puerto de Casablanca? Pulsó el botón
de encendido. "Introduzca su PIN". Pulsó los dígitos de la clave y esperó. "Buscando
redes". Tardó unos segundos pero por fin apareció: "Maroc Telecom". Sí. Nadia se
puso tan nerviosa que el teléfono estuvo a punto de caérsele al suelo. Pulsó la tecla de
marcación rápida para llamar al móvil de Alfredo y esperó.
Washington D.C.
—Los chicos del Foggy Bottom están convencidos de que es inevitable —contestó
la secretaria de estado.
—Lo veo difícil. Marruecos no se va a echar atrás. Acabo de hablar con nuestro
embajador allí y el ministro de exteriores ha sido categórico. Por otro lado España ha
sufrido un duro golpe y no veo la forma de que no respondan.
—Ambos países son amigos y aliados. Señor Presidente, yo tengo muy claro cuál
de los dos es mejor amigo y mejor aliado, a pesar de todo lo que ha pasado entre
nosotros, pero también hay que considerar cuál de los dos es potencialmente más
inestable, así como las consecuencias de esa inestabilidad...
—Creo que la guerra es casi inevitable, señor. España ha dejado claro que no va a
invocar el artículo quinto de la Carta Atlántica. Francia jamás lo aceptaría y los
españoles lo saben. Eso facilita las cosas porque nos va a permitir adoptar un perfil
bajo. Recomiendo que, mientras sea posible, presionemos diplomáticamente para
enfriar las cosas. Si se llega al enfrentamiento directo... bueno, yo creo que debemos
proporcionar a España todo el apoyo en materia de inteligencia que podamos para
abreviar las cosas, pero sin comprometer nuestra posición ante Marruecos. Todo
acabará tarde o temprano y entonces tendremos que trabajar para devolver las cosas a
la normalidad. No queremos tener un nuevo Irán en el sur del estrecho de Gibraltar,
¿verdad?
Casablanca, Marruecos.
Nadia describió rápidamente el buque que Alfredo veía entrar en ese momento
por la bocana del puerto. La silueta del navío era inconfundible.
Cuenca tenía razón, por supuesto, de modo que ambos se quedaron apoyados en
la barandilla de la terraza mirando al puerto, donde algunas farolas se habían
iluminado ya. Era casi de noche.
Después de casi media hora, y una vez que hubieron localizado el amarradero del
Sidi Mohamed Ben Abdallah, Suárez y Cuenca bajaron a la calle. Subieron al coche y se
acercaron todo lo que pudieron a su objetivo, aunque tuvieron que cubrir los últimos
trescientos metros a pie. Un control de la Gendarmería les impidió entrar con el coche.
En realidad Suárez no esperaba que les permitieran llegar hasta el mismo barco pero,
con cierta sorpresa, comprobaron que nadie se lo impedía.
Una vez junto al buque, Alfredo llamó a Nadia por teléfono. Sin embargo no hubo
respuesta. Tendrían que esperar.
Alfredo no era creyente, pero cuando vio a Nadia bajar sana y salva por la escala
del barco, dio gracias a Dios, donde quiera que estuviese. Si había tenido algo que ver
con la vuelta de su mujer, bien merecía un agradecimiento.
La abrazó y la besó sin parar hasta que Nadia se dio cuenta de la presencia de
Carlos Cuenca. El agente les miraba con una sonrisa entre divertida y ¿envidiosa?
Nadia y Alfredo se rieron. Era una situación extraña, todos allí parados. No
obstante, consciente de repente de la ominosa presencia del barco de guerra marroquí
a sus espaldas, Alfredo tomó de la mano a su mujer y tiró de ella hacia el coche. Ya
habría tiempo para las explicaciones.
Madrid.
—Lo vamos a tener que hacer, joder. Otra vez lo vamos a tener que hacer.
12 de septiembre
Madrid.
Todos los análisis de inteligencia que había leído coincidían en dos puntos. El
primero era que, salvo la toma de la plataforma por Marruecos, el resto de los
incidentes habían sido trágicos imprevistos. Por no hablar de terribles errores. El
segundo era que no había forma de corregirlos. Había muerto demasiada gente.
Resultaba curioso, si uno lo miraba desapasionadamente, cómo los acontecimientos
adquirían una dinámica propia extremadamente difícil de romper. Si de verdad iba a
empezar una guerra, no iba a ser la primera que estallaba sin que ninguno de los
contendientes tuviera verdaderos deseos de desencadenarla. Claro que, el JEMAD
tuvo que corregirse, la guerra había empezado ya. Concretamente en la madrugada del
día nueve, aunque ni siquiera él estaba demasiado dispuesto a aceptar la cruda
realidad de los hechos.
Talavera se levantó para leer por encima del hombro de la analista en la pantalla
de su ordenador. Cuando terminó, se sentó en la esquina de la mesa.
— ¿Qué opinas?
—Es coherente con las declaraciones de los otros guardias. Y este chaval no
puede haber hablado previamente con ellos. Creo que dicen la verdad. Está claro que
alguien les disparó. La teoría del ministro del interior de Marruecos que sostiene que
se dispararon entre sí no tiene pies ni cabeza.
—Eso, jefe, no lo vamos a saber mientras los marroquíes sigan en esa isla.
Casablanca, Marruecos.
Cuando una hora después Alfredo abrió la puerta, vestido con un albornoz del
hotel, tenía el pelo revuelto y cara de malas pulgas. Nadia se había encerrado en el
baño. Cuenca comprendió, demasiado tarde, que les había pillado en muy mal
momento. Se ofreció a volver más tarde, pero Suárez le dijo que entrara. Ya daba igual,
y al fin y al cabo no habían ido allí a retozar.
—Tú dirás.
—El director quiere que vayáis a España cuanto antes, Alfredo. Siempre que no
tengáis inconveniente, claro.
—No te pongas paranoico hombre. Me lo has dicho tú. ¿No te acuerdas? Ayer, en
el coche.
En ese momento, la mujer de Alfredo salió del baño. No había otro albornoz, de
modo que se había envuelto en una toalla. Lo primero que vio fue la mirada de Cuenca.
No pudo evitar sonreír. Últimamente, salir de la ducha medio desnuda delante de
desconocidos se estaba convirtiendo en una especie de costumbre.
—Lo he oído desde el baño —dijo—. No voy a poder ir a ningún sitio, señor
Cuenca. Me han quitado el pasaporte en el barco. Al principio pensé que me iban a
detener, pero sólo me han dicho que no puedo salir del país.
—Claro que pueden, cariño. Podemos dar gracias de que no hayan hecho nada
más.
Nadia abrió la boca, pero no dijo nada. Cuenca, sonriendo al ver la cara de la
joven, se levantó.
—Ahora me voy a dormir. ¡Ah!, y prometo no volver a molestar hasta las siete o
siete y media. Felices sueños.
Rabassa, Alicante.
El sargento Pazos golpeó tres veces en la puerta con los nudillos, pero no esperó
respuesta. Abrió decididamente y encendió la luz.
—Las cinco y cuarto mi capitán. Siento despertarle, pero el coronel quiere verle
en su despacho.
El capitán los conocía, desde luego, como todos los oficiales del Mando de
Operaciones Especiales. Aquello había sido una operación de manual. Un ejemplo que
mostrar a los cadetes sobre cómo había que hacer las cosas.
—Bien, pues esta vez va a ser diferente, Inhiesta —continuó el coronel—, no vaya
a ser que ellos también se lo hayan estudiado.
El coronel sacó una carpeta del cajón de su escritorio. Contenía sólo un par de
folios impresos que pasó al capitán. Mientras éste los leía, el coronel encendió un
cigarrillo y fumó pensativo. Inhiesta tardó poco más de un minuto en leer los papeles.
Se trataba sólo de un bosquejo escrito a toda prisa por el propio coronel, pero
proporcionaba una idea clara del plan a seguir y el capitán estaba listo para llevarlo a
cabo con su equipo si recibía la orden. Sólo tendría que pulir algunos detalles, pero
nada que no se pudiese concretar en pocas horas. Y eso era una suerte, porque las
órdenes del Gobierno establecían una "ventana temporal" para la recuperación de
Perejil que se abría en bastante menos de veinticuatro horas. Si no se cancelaba la
operación, Inhiesta tendría que tener la isla controlada antes de las cinco horas de la
madrugada siguiente.
—Vamos a darles media hora más, Pazos. No creo que puedan dormir demasiado
en el futuro inmediato. Mientras tanto, léete esto y vamos a tomar un café.
Mar de Alborán.
—Vamos a cota sesenta metros, al dos siete cero. Avante para tres nudos —dijo el
comandante, mientras intentaba ahogar un bostezo. En realidad era aburridísimo,
pensó, y a la vez apasionante. El Siroco llevaba menos de veinticuatro horas en el área
de patrulla, describiendo patrones en zig-zag frente al puerto de Alhucemas. Aunque
su zona de patrulla asignada era mucho mayor, la antena de radio que había izado
junto al snorkel unas horas antes había captado un mensaje del mando de la flotilla
que ordenaba al submarino permanecer frente a la ruta de acceso al puerto marroquí
hasta nueva orden. Al parecer habían recibido un informe reciente de inteligencia
según el cual la corbeta Errhamani podía estar a punto de zarpar. Pues bien, si el
buque marroquí se hacía a la mar, Luis Martínez sería el primero en saberlo. Mientras
tanto se dedicarían a contar mercantes y pesqueros.
Rabat, Marruecos.
—General Munjib —dijo el jefe del ejecutivo—, cuando quiera puede empezar.
Todos deseamos conocer su punto de vista sobre la situación.
El general Munjib había llevado unos resúmenes en papel para los miembros del
Gobierno, pero los dejó sin repartir sobre la mesa. No quería que se distrajeran
mientras él hablaba. Tampoco llevaba notas para él, ni había preparado diapositivas ni
presentaciones informáticas. Ninguna de las tonterías que se solían hacer y escribir,
para presentar agradablemente hechos desagradables. Ni siquiera se puso en pie para
hablar. Había tomado la firme decisión de mantener su temperamento bajo control y
pensaba que lo lograría mejor sentado.
Munjib hizo una nueva pausa para encender un cigarrillo, mientras contemplaba
las caras de los demás. El primer ministro había palidecido un poco. Evidentemente se
sentía más cómodo planteando los problemas en términos abstractos que pensando en
tropas y en cañones. Quizá no fuera demasiado tarde para hacerle entrar en razón,
pensó el general. Luego continuó.
Driss Abdelar estaba muy preocupado. Nada estaba saliendo según lo previsto, y
la "conversión" del ministro de defensa le había desconcertado profundamente.
—De acuerdo general. Tome las medidas oportunas para ponerse en marcha. Yo
debo despachar ahora con Su Majestad.
Mar de Alborán.
Madrid.
Alfredo Suárez dejó su ejemplar de Le Monde con cierto alivio tras el esfuerzo de
leer en su oxidado francés y tomó de la mano a su mujer cuando notó que el avión
iniciaba el descenso hacia el aeropuerto de Barajas. Viajaban en un vuelo de Air France
procedente de París, donde habían llegado desde Rabat. Se habían visto obligados a
dar semejante rodeo ante la imposibilidad de obtener plaza en ninguno de los vuelos
directos Rabat-Madrid. Muchos españoles residentes en Marruecos estaban volviendo
a España, la mayoría con por razones perfectamente plausibles como vacaciones o
viajes de negocios, pero sin poder ocultar una sensación de ansiedad ante el futuro
inmediato.
Nadia y Alfredo llegaron a la sede del CNI a bordo de un coche de "La Casa",
desplazado a Barajas para recibirles. El viaje había sido totalmente rutinario, a pesar
del nerviosismo que ambos habían experimentado al viajar bajo identidades
supuestas. Carlos Cuenca les había explicado que, si bien los nombres que figuraban en
los pasaportes eran falsos, los documentos propiamente dichos eran auténticos,
expedidos por la embajada española, por lo que nadie podría decirles nada. Lo que no
había evitado que se hubieran sentido extrañamente culpables al pasar por el control
de la Gendarmería Real.
Cuenca se había despedido de ellos en la embajada de España en Rabat. Él no iba
a viajar a la Península. Debía volver a Tetuán para seguir con sus actividades
"rutinarias" y además se encargaría de trasladar allí el coche de Alfredo y cuidarlo
hasta su regreso a Ceuta. Pero no les iban a dejar solos. Otro funcionario les había
acompañado durante todo el viaje. Alfredo no estaba seguro si su misión había sido
escoltarles o vigilarles, pero tampoco importaba demasiado, en cualquier caso se había
alegrado de abandonar Marruecos. Ya en el interior del edificio del CNI, el agente que
les había acompañado les dejó en una confortable sala de espera, despidiéndose sin
mucha ceremonia. Aparentemente les iba a tocar esperar de nuevo.
Allí estaba de nuevo el F-18 español que les visitaba cada mañana y cada tarde desde el
día 10. La hora cambiaba, pero el avión no faltaba a su cita. Dahamani casi sintió ganas
de saludar. ¿Sería siempre el mismo piloto? Seguramente no, aunque la maniobra era
la misma. El caza entraba volando bajo no demasiado deprisa desde el nordeste, viraba
bruscamente sobre la isla y luego salía por el noroeste, poniendo sumo cuidado en no
sobrevolar el continente. Pasaba una sola vez y luego desaparecía. El sargento pensó
que era una maniobra bastante peligrosa por lo predecible. Un pequeño cañón
antiaéreo bien emplazado y... ¡plaf!, al agua. Claro que no quería imaginar lo que le
ocurriría un rato después al cañón y a sus sirvientes.
En fin, se dijo Dahamani mientras bajaba hacia el barranco donde habían instalado el
vivac, unas cuantas horas más y a casa. La orden de prepararse para el relevo se la
habían dado por teléfono a primera hora de la tarde. Se suponía que les sustituiría en
la isla una unidad militar, y el sargento de la Gendarmería daba las gracias a Dios por
ello. No entendía porqué los españoles estaban tardando tanto en reaccionar, por más
que se alegrase de que así fuera. Sólo esperaba que siguieran pensándoselo un día más.
Luego sería problema de las Reales Fuerzas Armadas.
A mitad del barranco, el sargento se fijó en las patrulleras españolas que seguían
rondando la isla. Eran las de siempre, pero faltaba la más grande. Supuso que estaría
repostando en Ceuta o en Algeciras. Seguramente su tripulación estaría tan harta de
aquello como él mismo. De la patrullera marroquí que se había presentado
veinticuatro horas antes, para ser ahuyentada de inmediato por los barcos españoles,
no había rastro.
—Pegaso, Poker cero cuatro trepando para nivel 150, rumbo tres cinco ocho. Pase
completado con éxito.
—Recibido Poker cero cuatro, buen trabajo. Sube a nivel 300 para crucero.
Las instalaciones del acuartelamiento del Grupo Blindado Interarmas número 1, de las
Reales Fuerzas Armadas marroquíes, heredadas en 1975 del Ejército español y luego
ampliadas, tenían un aspecto externo polvoriento y desaliñado, debido sobre todo al
inclemente clima desértico que tenían que soportar. Aunque su apariencia podía hacer
pensar a un observador poco atento que estarían ocupadas por tropas harapientas y
poco preparadas, la realidad era bien diferente. El GBI n° 1 era una de las unidades
mejor equipadas y entrenadas del ejército marroquí.
— ¡En marcha!
Mar de Alborán.
Seis husos horarios más al este, pasadas las seis de la tarde, la escuadra formada
por los patrulleros Vigía e Infanta Cristina, navegaba a casi veinte nudos aproada a
poniente. Alcanzarían el estrecho de Gibraltar ya de noche cerrada.
A bordo del Vigía, los miembros del equipo de Inhiesta dormitaban en el sollado
de la marinería. No así el capitán, que se encontraba en el puente de mando con el
comandante del patrullero. Hacía pocos minutos habían recibido un mensaje del
Centro de Conducción de Operaciones del Ministerio de Defensa, desde donde se
coordinaba todo el operativo: el componente "Alfa" de la misión había alcanzado su
posición de espera. Ellos serían "Bravo". A medianoche recibirían la orden definitiva
para activar o cancelar Papa Foxtrot. Cinco horas todavía de espera, pensó Inhiesta
con fastidio. ¿Dónde había leído que la vida del soldado consiste sobre todo en
esperar? No lo recordaba, pero era cierto. Muy cierto.
Después de un rato de mirar al mar sin ver otra cosa que agua y algún mercante
lejano, el capitán decidió intentar dormir un rato. No le vendría mal en cualquier caso,
y el catre del camarote del capitán de corbeta que mandaba el Vigía no tenía mal
aspecto. El comandante de la Armada había sido muy amable al ofrecérselo y hubiera
estado feo rechazarlo, pensó con una sonrisa interior.
Madrid.
Se sentía fresco como una lechuga. O lo más parecido que se podía imaginar,
pensó Juan Carlos Talavera. Con grave riesgo para la estabilidad de su matrimonio,
Talavera había decidido quedarse a dormir en "La Casa". El CNI disponía de algunas
habitaciones previstas para casos semejantes, y, cuando por fin hubo terminado su
turno a las ocho de la mañana, el analista no se había sentido con fuerzas para coger el
coche y conducir media hora por la atestada carretera de la Coruña, de modo que
había llamado a su mujer para luego caer en coma en una de esas habitaciones. Se
había despertado a las cuatro de la tarde, preguntándose cuándo había sido la última
vez que había dormido ocho horas seguidas. Su plan original había sido irse a casa y
quedarse allí, con un poco de suerte, hasta la mañana siguiente para intentar
sincronizar su horario a un ritmo diurno, pero antes tenía que pasar por la oficina a
ver cómo iban las cosas y, naturalmente, se tuvo que quedar.
A eso de las seis había entrevistado a la periodista Nadia Hachmi y su marido.
Menuda historia. Al principio Hachmi no se había mostrado demasiado inclinada a
colaborar. Talavera había tenido que esforzarse en explicar a la periodista que, si, Dios
no lo quisiera, se llegaba a un enfrentamiento armado, el hecho de que España
conociera lo mejor posible el dispositivo marroquí a bordo de la Canarias 1
contribuiría decisivamente a evitar bajas en uno y otro bando. Eso la había convencido
y a partir de ese momento, había demostrado una capacidad de observación
sencillamente impresionante. El analista del CNI había comprendido entonces que las
reticencias de Nadia no se debían a que estuviera intimidada por el ambiente un tanto
peliculero del interrogatorio, sino a que no deseaba sentirse culpable de la desgracia
de los que, dijese lo que dijese su pasaporte, seguían siendo sus compatriotas. Y la
verdad era que no era difícil comprenderla.
—Talavera, dígame.
A pesar de que hacía varios meses que no hablaba con él, Talavera reconoció de
inmediato la voz de su interlocutor. El tono jovial y el cerrado acento cubano, que cinco
años en Madrid apenas habían matizado, identificaban sin duda a Ismael Ferrero.
Nacido en Miami de padres cubanos, Ferrero había trabajado como agente de campo
de la CIA en Cuba durante diez años, antes de que tuviese que salir de la isla con el
contraespionaje de Fidel Castro respirándole en el cogote. Desde entonces estaba
destinado en Madrid, un lugar decididamente menos hostil para un
cubano—americano, que La Habana. Durante su primer año en la estación de la CIA en
Madrid, había conocido a Talavera, que por aquel entonces actuaba como enlace
oficioso entre la CIA y el CNI. Ambos se habían hecho buenos amigos y habían
mantenido la amistad, si bien en los últimos tiempos no habían tenido ocasión de verse
muy a menudo.
Después de unos minutos para ponerse al día de sus respectivas vidas, Ferrero
entró en materia:
—Óyeme Juan Carlos, ¿tú te puedes pasar dentro de un rato por Serrano? —la
embajada norteamericana estaba situada en la calle Serrano de Madrid—. Al jefe le
gustaría verte y enseñarte algo.
—Pues claro, hombre. Ahora son... las siete y media. ¿A las ocho y media?
Talavera sabía que Ismael no le llamaría en medio del jaleo en el que estaba
metido si no hubiera una buena razón. Esperaba que al menos fueran buenas noticias.
Juan Carlos Talavera se las arregló para ser puntual, a pesar del tráfico infernal
de la carretera de la Coruña, la M-30 y la Castellana. Ismael Ferrero le esperaba en el
parking de la embajada. Tras abrazarle afectuosamente, le condujo a la primera planta
del edificio, donde tenía su despacho John H. Jameson, jefe de estación de la CIA en
Madrid. Cuando Talavera entró al despacho, el cubano se quedó fuera despidiéndose
con un gesto.
—Buenas tardes, señor Talavera. Le agradezco que haya venido tan deprisa —dijo
el oficial norteamericano, levantándose de su butaca para estrecharle la mano—.
Ferrero me ha hablado mucho de usted. Le tiene en mucha estima.
—Señor Talavera, un pájaro KH-12 tomó esas fotografías esta tarde sobre El
Aaiún, en el Sahara Occidental. El Gobierno de mi país me ha pedido que se las
entregue. Naturalmente, usted sabe que el origen de la información debería
mantenerse digamos... en el anonimato.
Talavera dio las más efusivas gracias a su anfitrión, que le prometió que el
material seguiría llegando regularmente. Luego se disculpó por las prisas y salió del
despacho. Ismael Ferrero le esperaba fuera.
Cuando el JEMAD colgó, Talavera sacó el sobre y lo abrió sin más preámbulos.
—General, discúlpeme por presentarme así, pero acabamos de recibir información
importante y creí que usted necesitaba conocerla de inmediato. El director me pidió
que viniera directamente aquí. El mismo está de camino.
Mientras Juan Carlos hablaba, el general miraba las fotos detenidamente. Por
fin, silbando por lo bajo de forma admirativa, levantó la cabeza.
—¿Los americanos?
—Talavera.
-¿Qué?
Juan Carlos llevaba haciéndose esa pregunta desde el mismo momento de recibir
las fotos. Estaba claro que no eran buenas noticias, pero no podía precisar cómo de
malas eran.
El general miró la fecha y la hora impresa en una esquina de las fotos, junto a las
coordenadas donde habían sido tomadas. Hacía unas cuatro horas que se habían
tomado las fotos, observó impresionado. ¿Cómo coño se las habrían arreglado los
americanos para pasárselas tan rápido al CNI? Sin duda debían haber establecido un
protocolo de entrega inmediata. Bueno, pensó el JEMAD, si los yanquis seguían
mostrándose tan eficientes y tan dispuestos a cooperar, su trabajo sería bastante más
fácil. Dejando las fotos y sus gafas sobre la mesa, el general se dirigió a Talavera,
aunque más bien parecía pensar en voz alta.
—Desde El Aaiún hasta Ceuta y Melilla hay unos mil quinientos kilómetros, y no
precisamente de autopista. Si consideramos que una columna blindada de entidad de
brigada puede hacer una media de unos veinte kilómetros por hora contando paradas
técnicas, podemos esperar que lleguen en unas setenta y dos horas, o algo más. O sea,
hacia estas horas del jueves día quince.
Estrecho de Gibraltar.
—Cuatro sobre cuatro, Alfa uno —contestó Inhiesta desde el otro barco.
—Negativo Alfa uno, faltan cinco minutos. Ten paciencia y mantén silencio radio.
Delgado apagó la radio y resopló. No le hacía ninguna gracia estar a las órdenes
de un tío del Ejército de Tierra, sobre todo cuando su equipo iba a llevar a cabo la parte
más crítica de la misión, pensó, pero el fulano era capitán y él teniente y no había más
narices que aguantarse. Se dio la vuelta para controlar a sus hombres. El equipo "Alfa"
estaba compuesto por dos cabos, además del teniente. Los tres eran expertos
buceadores de combate, entrenados para acercarse a la costa bajo el agua en absoluto
silencio y luego desenvolverse en tierra con igual facilidad. Delgado controló el equipo
de respiración autónoma de uno de los cabos mientras el otro inspeccionaba el suyo.
Luego repasaron sus armas, preparadas para ser utilizadas después de una prolongada
inmersión. También hicieron lo propio con sus equipos de visión nocturna y
comunicaciones. Cuando todo estuvo listo, se sentaron en la cubierta del patrullero a
esperar.
Madrid.
A las doce menos cinco de la noche, el presidente del gobierno tomó el teléfono y
llamó al ministro de exteriores. No había ninguna novedad de última hora. No era que
la esperasen, pero el ministro había intentado hablar con su homólogo marroquí una
vez más, sin ningún éxito. El presidente colgó y se quedó sentado al escritorio de su
despacho mirando al teléfono. A las doce en punto sonó. Era el titular de defensa quien
estaba al otro lado de la línea. Con voz un tanto lúgubre pidió al presidente
autorización para ordenar el inicio de la operación Papa Foxtrot.
El presidente había pensado mucho durante los días previos en el momento que
acababa de llegar. Pero dar la orden fue más fácil de lo que había imaginado.
Simplemente no había alternativa. Ninguna.
13 de septiembre
El sargento Dahamani no podía dormir. Miró otra vez su reloj: las diez, las doce
para los españoles. Era demasiado temprano para su gusto y además tenía calor. La
capa de nubes bajas que se había ido formando a última hora de la tarde impedía que el
calor del día se irradiase al espacio, formando un efecto invernadero local sumamente
desagradable. Con un gruñido salió de su saco de dormir y se levantó, mientras que
cuatro gendarmes dormían como benditos en su precario vivac. Sin nada que hacer en
todo el día, habían adoptado horario de granja, levantándose al amanecer y
acostándose nada más hacerse de noche. Sólo estaba despierto Dahamani y el cabo que
hacía la primera guardia, allí en lo alto de la roca.
La orden de Madrid llegó al patrullero Vigía a las cero horas cuatro minutos. El
comandante de la nave se apresuró a transmitírsela al capitán Inhiesta, y éste, a su vez,
llamó al teniente Delgado a través de su sistema táctico. La suerte, como rezaba el viejo
adagio, estaba echada.
El teniente Delgado presintió la cercanía del fondo bajo él. Aunque no lo veía, de
algún modo lo podía sentir. Es curioso cómo se agudizan los sentidos cuando no
podemos usar la vista, pensó. Con cuidado estiró la mano enguantada hacia abajo y
efectivamente, tocó el fondo rocoso.
Extremando las precauciones, sacó la cabeza del agua e hizo pie en el fondo. El
mar estaba casi completamente en calma, con sólo unas pequeñas ondulaciones que no
merecían el nombre de olas y que apenas hacían ruido al romper en la orilla. Ahora, la
isla Perejil ocupaba todo su campo visual. Se quitó las gafas de inmersión y sacó de su
funda impermeable las de visión nocturna. Comprobó que la funda las había protegido
adecuadamente y se las puso. Con un gesto automático, cerró los ojos mientras
conectaba el interruptor, asegurándose que estaban graduadas a la mínima intensidad
lumínica. Cuando abrió los ojos, el mundo había cambiado por completo. Ya no era
negro, sino verde, y los distintos tonos no indicaban colores, sino la intensidad relativa
de la luz. Girando la cabeza a ambos lados, comprobó que sus hombres habían llegado
también a tierra firme sin novedad. Con un gesto les indicó que se desplegaran y
buscaran cobertura para preparar el resto del equipo. Él eligió una gran roca para
acuclillarse junto a ella. Metódicamente revisó su fusil y lo armó. Luego se colocó los
auriculares y el micrófono de su radio táctica y habló en voz baja.
—Aquí Alfa uno, inserción completada sin novedad. ¿Me recibes Bravo uno?
—Aquí Bravo uno, te recibo tres sobre cuatro, Alfa. Confirma inserción.
Desde el puesto de vigilancia del centinela, los botes de asalto españoles eran
totalmente invisibles. Incluso un soldado profesional bien entrenado hubiera tenido
dificultades para detectarlos, pero el cabo Hammu era un policía y no había recibido
entrenamiento específico en la materia. Con su visión nocturna arruinada por sus
frecuentes consultas al reloj y algún cigarrillo ocasional, veía el mar negro como el al-
quitrán y los botes neumáticos eran manchas negras sobre más negro. Pero tampoco
iba a tener demasiado tiempo para observar el mar. A los seis minutos exactos de la
llegada de los buzos de la infantería de marina a la orilla, una fuerte mano enguantada
le tapó la boca mientras lo que sólo podía ser un cuchillo de grandes dimensiones se
apoyaba en su garganta, justo por debajo del ángulo izquierdo de su mandíbula.
Quienquiera que le hubiese agarrado, era evidente que deseaba que se quedase quieto
y callado, y Hammu no tenía la menor intención de contradecirle. Pocos segundos
después estaba firmemente maniatado y una ancha cinta adhesiva impedía cualquier
posibilidad, en el caso de que estuviese tan loco como para intentarlo, de gritar. De
forma un tanto incongruente, dadas las circunstancias, Hammu se preguntó por el
estado en que quedaría su bigote cuando por fin le quitasen la mordaza.
Una vez neutralizado el centinela, uno de los cabos de la UOE del Tercio de
Armada se quedó junto a él para recordarle con su presencia la inconveniencia de
armar jaleo, mientras Delgado y el otro cabo rastreaban rápidamente la parte alta de la
isla con sus gafas de visión nocturna, para cerciorarse de que no había más gente de
guardia. Los informes de inteligencia decían que no, y además, si el contingente
marroquí constaba sólo de seis hombres, no era probable que hubiera más de uno en
cada turno de guardia. Pero así y todo se aseguraron. Fue fácil y rápido. En un par de
minutos se convencieron de que efectivamente no había nadie más.
—Alfa uno a Bravo uno. Objetivo neutralizado. Mi zona está asegurada. Repito,
mi zona está asegurada.
Inhiesta miró hacia su izquierda. Recortándose en lo alto del barranco pudo ver
la silueta verde fosforescente de un hombre. Era el teniente Delgado, que le hizo una
señal con la mano. Al mismo tiempo escuchó su voz en los auriculares.
Inhiesta no contestó. Delgado podía ser un bocazas, pero había hecho su trabajo
con una limpieza total. Ahora le tocaba a él dejar en buen lugar al Ejército de Tierra,
aunque visto lo visto, aquello iba a resultar demasiado fácil para ser divertido. Miró su
reloj. Faltaban dos minutos para que entrase el helicóptero. Hora de tomar posiciones.
El sargento Dahamani se despertó otra vez. Menuda mierda, pensó con la mente
todavía nublada por el sueño, la última noche allí y no era capaz de dormir
decentemente. Lo cierto era que estaba nervioso. Sin salir del saco miró la esfera
fosforescente de su reloj. ¿Cuánto había dormido? ¿Una hora? Seguramente menos.
Mientras pensaba si fumarse otro cigarrillo, un sonido se abrió paso hacia su
conciencia. Era... sí, era un helicóptero, y sin duda se acercaba. Repentinamente alerta,
casi saltó fuera de su saco de dormir, buscando su arma.
—Aquí Bravo dos. Parece que uno se mueve... ¡Confirmado Bravo uno, se está
moviendo!
La voz del sargento Pazos sonó una octava más alta de lo normal en los
auriculares de Inhiesta. Efectivamente, uno de los marroquíes se había levantado y
parecía mirar a su alrededor. Más allá, Pazos corría para acortar rápidamente
distancias con el marroquí. Llegó enseguida y saltó sobre él. Parecía un jugador de
rugby en pleno placaje. El resto de los miembros del equipo de operaciones especiales
le imitaron, saltando cada uno sobre un marroquí. Fue efectivo, aunque poco elegante
en términos militares. En menos de un minuto, y sin usar las armas, los boinas verdes
habían inmovilizado a todos los gendarmes marroquíes. Para cuando el helicóptero
apareció haciendo vuelo estacionario sobre lo que había sido el vivac marroquí, su
presencia no era ya necesaria. Cuando Inhiesta se levantó, polvoriento tras su breve
lucha cuerpo a cuerpo con un gendarme marroquí dormido y enfundado en un saco de
dormir, miró hacia el barranco para comprobar si Delgado seguía allí. Pero no
necesitaba verlo, las carcajadas que oía en su radio táctica le dijeron que el infante de
marina lo había visto todo.
La operación fue un completo éxito. Sólo quedaba evacuar a los gendarmes
marroquíes, operación que fue llevada a cabo en dos viajes por el Seahawk de la
Armada, que los transportó al helipuerto de Ceuta, donde quedaron bajo la custodia de
la Comandancia General de la ciudad. Los boinas verdes del MOE viajaron también en
dos turnos con los prisioneros y el teniente Delgado y sus buceadores de combate
fueron recogidos por la embarcación semirrígida de dotación en el patrullero Acevedo.
A las cuatro de la madrugada del día trece de septiembre, hora peninsular española, las
dos en Marruecos, la isla Perejil estaba de nuevo deshabitada tras haber sido ocupada
por los marroquíes durante cuatro días y por los españoles durante menos de cuatro
horas.
Madrid.
—General, ya hemos hablado antes de eso. Sabe que comparto su opinión, pero
en este punto estoy en minoría en el Gobierno. El presidente no quiere poner a
Marruecos entre la espada y la pared. No más de lo que ya está. Dejar la isla
desguarnecida es un riesgo, es cierto, pero también es un mensaje a Rabat. Todavía
podemos evitar males mayores. Sólo hace falta que estén dispuestos a ello.
—Nadie los va a olvidar, general. Tiene mi palabra. Pero tenemos que intentar
pisar el freno de algún modo con esta crisis. Tarde o temprano pasará y Marruecos va a
seguir estando ahí al lado. Cuanto menos traumática sea para todos, tanto mejor.
Rabat, Marruecos.
"—Buenos días, son las ocho de la mañana, las siete en Canarias. Según un
comunicado hecho público hace pocos minutos por la oficina de prensa del Ministerio
de Defensa, unidades de operaciones especiales del Ejército de Tierra y de la Infantería
de Marina han tomado la isla de Perejil a primeras horas de la madrugada de este
martes. La operación, que ha durado menos de treinta minutos, se ha saldado sin bajas
españolas ni marroquíes. Las tropas marroquíes que ocupaban la isla se encuentran
bajo la custodia de las Fuerzas Armadas, que gestionan su pronta repatriación. Se
espera que el ministro de defensa comparezca en rueda de prensa a lo largo de la
mañana para dar más detalles de la intervención."
Tras confirmar con una llamada telefónica a su colega de Interior que los
gendarmes de guarnición en Thoura no contestaban a las llamadas de sus superiores,
se vistió a toda prisa y se dirigió a su despacho en el ministerio. Llegó en menos de
media hora y se puso a trabajar. Tenía un grave problema entre manos. El relevo de los
gendarmes por una compañía reforzada de la Real Infantería de Marina estaba
previsto para las nueve de la mañana, poco más de dos horas después. El plan original
contemplaba hacer el relevo a plena luz del día. Munjib quería que los españoles lo
vieran. Eso les hubiera obligado a pensarse dos veces cualquier intento de tomar la
isla. Bueno, podía tirar todos sus planes a la papelera, pero aún tenía que decidir qué
hacer con los infantes de marina. Desde luego no los podía hacer desembarcar en la
isla sin conocer el despliegue defensivo español. Estaba furioso ¿Acaso ningún plan
iba a funcionar según lo previsto? Claro que no, se dijo. Ningún plan resiste mucho
tiempo el contacto con la realidad.
Punta Leona, Marruecos.
Madrid.
Rabat, Marruecos.
Driss Abdelar blasfemó en voz alta. No era costumbre del primer ministro de
Marruecos hablar como un camellero, pero no lo pudo evitar. El resto de los presentes
en el despacho actuaron, naturalmente, como si no hubieran oído nada. Reunidos de
nuevo frente al televisor, los ministros de interior, economía, exteriores y defensa
seguían atentamente la comparecencia parlamentaria del ministro español.
Sólo uno de los presentes aparentaba tranquilidad. Se trataba, cómo no, del
ministro de asuntos exteriores.
—Nunca fue nuestra intención ocupar Thoura. Ahora las cosas han vuelto al
principio allí. Y lo que es más importante, los españoles han dado una clara muestra
de debilidad al dejar la isla desguarnecida. No están dispuestos a jugar duro con
nosotros. Esa fue la enseñanza que sacamos el año 2002, y España se está
comportando dentro de nuestras expectativas. Se han vuelto predecibles, lo cual es
una muy buena noticia.
Hassan Munjib no estaba del todo seguro de que eso fuera efectivamente así,
pero había que reconocer que lo que decía el ministro de exteriores tenía sentido.
Ahora bien, la cuestión de la plataforma seguía sin resolver, y todo parecía indicar que
España iba a actuar allí igual que en el islote. Y pronto. Con un tono ligeramente
dubitativo, expresó sus pensamientos en voz alta. Abdelkader parecía haberlo estado
esperando.
—El general tiene toda la razón —dijo—. Es más que probable que en los
próximos días los españoles intenten tomar la plataforma. Y lo harán, casi con certeza,
con la misma timidez que han exhibido en el estrecho de Gibraltar. No quieren perder
su imagen de moderación ante su pueblo y ante el mundo. Y por eso van a fracasar. El
general Munjib, con su brillante plan de acción, nos ha dado la clave para
contrarrestar a España. Es una lástima que no haya llegado a tiempo para evitar la
toma de Thoura, pero por otra parte ahora podemos estar más seguros de que
triunfaremos, si Dios quiere.
Driss Abdelar tosió. El discurso de Abdelkader era muy estimulante, pero tenía
preocupaciones más inmediatas.
Eso era un recibimiento, sí señor, pensó Delgado, guiñando el ojo a sus hombres.
Pero el teniente coronel no sólo había ido a recibirles. También tenía un nuevo encargo
para ellos.
Madrid.
Juan Carlos Talavera llegó con retraso a la sala de vídeo de la sede del CNI.
Musitó una disculpa al director y se sentó en la última fila, junto a Ana Casado.
—Joder con el mensajito —dijo Ana Casado en voz baja, lo que no evitó que la
oyera toda la sala. Los presentes mantenían un silencio sepulcral, por lo que Casado
bajó la voz más aún:
Talavera casi había olvidado el mensaje que le había retenido en la oficina hasta
hacerle llegar tarde a la reunión.
Casablanca, Marruecos.
Madrid.
Pero lo peor era que, en realidad, en aquella sala nadie conocía las auténticas
intenciones de Rabat. ¿La situación se había deteriorado a partir de un incidente
relativamente menor, o por el contrario todo obedecía a un plan concebido de
antemano? ¿Limitaría Marruecos sus exigencias a la plataforma, o estarían dispuestos
a seguir con el resto de sus reivindicaciones históricas?
No había respuestas seguras para aquellas preguntas, nadie las tenía, pero el
Gobierno tenía que tomar decisiones ya. Con respuestas o sin ellas. Y si había alguien
en quien la responsabilidad recayera de forma más directa, era, naturalmente, el
presidente.
El presidente del gobierno estaba furioso, y no había nada que pudiera hacer
para evitarlo. Intelectualmente comprendía que la ira no era la emoción más adecuada
para un momento como ese. Pero también sabía que no podía sentir otra cosa. A nadie
le gusta que le pongan entre la espada y la pared. Y menos que a cualquiera a alguien
acostumbrado a elegir cuidadosamente sus opciones entre múltiples posibilidades.
Mientras los jefes de estado mayor ponían en marcha las medidas militares, en el
palacio de Santa Cruz eran los diplomáticos del Ministerio de Asuntos Exteriores los
que aceleraban sus propias gestiones. La hora no dejaba mucho margen de maniobra
en Europa, pero en América eran menos de las dos de la tarde, hora de la costa este, y
los embajadores ante los Estados Unidos y ante la ONU recibieron completas instruc-
ciones sobre los pasos a seguir. Les esperaban dos o tres días frenéticos.
14 de septiembre
Océano Atlántico.
Una joven marinera lo sacó de su ensimismamiento cuando le ofreció una taza de café
bien cargado. Olía a gloria, y Pérez de Castro lo agradeció con una sonrisa.
El café estaba tan bueno como había anunciado su aroma. El comandante lo saboreó
despacio, volviendo a sumirse inmediatamente en sus pensamientos. Pero esta vez no se
remontó años atrás, sino sólo unas horas. Había recibido la orden definitiva de zarpar a
última hora de la tarde anterior y no había podido dormir demasiado. Poco antes del
amanecer habían largado amarras y se habían dirigido al canal profundo, para salir de la ría
ayudados por dos remolcadores. La salida del sol les había sorprendido en plena ría,
iluminando los mástiles de la Extremadura, que navegaba unos cientos de yardas por delante
de su navío. El mar a aquella hora estaba engañosamente tranquilo. No obstante él ya sabía
entonces que una borrasca les daría el encuentro a primera hora de la tarde, cosa que había
ocurrido inevitablemente. Pérez de Castro pensó en su abuelo, pescador en aquella misma ría
cincuenta o sesenta años atrás. En aquella época la predicción del tiempo era más un arte que
una ciencia, y para los pescadores de bajura adquiría el rango de pura adivinación. El vuelo de
las gaviotas, el color del cielo de poniente, el olor del aire, servían para predecir el tiempo que
tendrían al día siguiente. Y en ello se basaban para salir o no a la mar. Algunos no volvían.
Afortunadamente ya no era así... casi nunca. En cualquier caso el comandante no percibía el
estado del mar como una amenaza para su buque. Esta vez no. Esta vez se encontraban en
misión de guerra. Si algo impedía a su buque volver sano y salvo a puerto sería la acción
enemiga y no la naturaleza. Afortunadamente la Blas de Lezo estaba sobradamente equipada
para enfrentarse a cualquier amenaza que los marroquíes pudieran esgrimir contra ella, pero
también contaba la suerte, y eso era algo que ninguna tecnología del siglo XXI había podido
todavía controlar.
Quinientos metros por la proa de la Blas de Lezo, a unas treinta millas de la costa
portuguesa, la fragata Extremadura navegaba con rumbo sur liderando la formación. Se
movía bastante más que su compañera en el mar embravecido, pero también capeaba sin
demasiadas dificultades el temporal. Si podían mantener los actuales dieciocho nudos,
saldrían de la borrasca en unas pocas horas y alcanzarían sin dificultad el punto de reunión
con el Grupo de Proyección, frente al cabo San Vicente, al amanecer del día siguiente.
Lanzarote.
—Papayo, Halcón dos cuatro, dos aviones con rumbo cero tres cuatro, ángeles diez y
subiendo.
—Halcón dos cuatro, aquí Papayo, buenas tardes. Mantén vector y sube a ángeles
treinta. Clara.
Una vez alcanzada la altitud de crucero, Lucas se dedicó a escrutar el claro cielo de la
tarde. El sol estaba todavía alto pero comenzaba a descender lentamente hacia el oeste, por lo
que pronto quedaría a su espalda proporcionándole una visibilidad inmejorable.
Mentalmente repasó las reglas de enfrentamiento, conocidas por su acrónimo inglés, ROE,
dictadas para la misión: no retirarse, no disparar primero, sacar a los aviones marroquíes de
la zona. Por primera vez desde la declaración de la zona de exclusión aérea, cinco días antes, el
ejército del aire la iba a violar deliberadamente. Las razones para hacerlo eran dos. La primera
y más importante era determinar si los marroquíes habían desplegado medios de defensa
antiaérea a bordo de la plataforma petrolífera capturada. Esa parte de la misión la llevaría a
cabo otro F-18, este de la versión plus perteneciente al 121 Escuadrón y equipado con un "pod"
de reconocimiento táctico Reccelite. El caza, junto con la mitad de su escuadrón, había sido
destacado a Gran Canaria un par de días antes desde su base habitual de Torrejón. Había
despegado desde la base de Gando veinte minutos antes que la formación de Lucas, y les
llevaba unas cinco millas de ventaja, si bien volaba en solitario a baja altura con el fin de eludir
una prematura detección por los radares marroquíes. Cuando alcanzase la plataforma tomaría
altura para hacer sus fotografías y luego daría la vuelta a toda velocidad. Mientras tanto, los
"halcones" del 462 Escuadrón se quedarían para cubrirle las espaldas y llevar a cabo la se-
gunda parte del plan, que no era otra que calibrar la determinación marroquí para defender
su cacareada zona de exclusión aérea y, si era posible, someterlos a la humillación de
obligarles a retirarse de la zona sin combatir.
Ambas vertientes de la misión eran peligrosas, pensó Lucas, aunque la peor parte la
llevaría "Poker", el F-18 configurado para reconocimiento, que se podía ver expuesto a fuego
antiaéreo si los marroquíes efectivamente habían desplegado misiles. En ese caso debería
confiar en su velocidad y maniobrabilidad y en la efectividad de sus señuelos y bengalas para
despistar a los misiles.
—Halcón dos cuatro, aquí Papayo, estas entrando en la zona de exclusión. Tengo un
contacto bogey vector cero seis dos. Parecen nuestros vecinos de enfrente. Converge con ellos
e identifícales.
Una vez completado el viraje, Lucas giró la cabeza para controlarla posición de su
punto. Allí estaba, por detrás y algo por encima de su posición. En ese momento chasqueó el
receptor de radio y oyó su voz en el circuito de corto alcance:
Lucas no veía nada todavía, pero a juzgar por la última posición señalada por el
controlador tenían que estar a punto de ver a los marroquíes.
Efectivamente, allí estaban. Dos minúsculos puntos brillantes iluminados por el sol
poniente volaban con rumbo recíproco hacia el oeste, unos mil pies por debajo de los cazas
españoles. Estaban demasiado lejos para asegurarlo, pero parecían estar descendiendo. En
ese momento, el controlador militar les confirmó el dato:
—Halcón, aquí Papayo. Los contactos están descendiendo. Parece que tienen a Poker.
Recomiendo search.
—Papayo, Halcón dos cuatro. Negativo. Me parece que no nos han visto. Nos abrimos
para ganarles la cola sin usar radar.
—Roger, Halcón.
Lucas viró a la izquierda, a la vez que elevaba el morro del F-18 en una abrupta trepada
que le aplastó contra el respaldo del asiento. El objetivo de hacer subir el avión no era otro
que hacerle perder velocidad a fin de reducir el radio de giro del aparato. Cuando notó que la
sustentación empezaba a disminuir, relajó la tracción de la palanca de mando sin dejar de
virar a la izquierda. El avión describió una elegante curva, mientras Lucas veía pasar en el
HUD las marcas de rumbo de su brújula. Cuando el indicador de rumbo marcó 270, rumbo
oeste absoluto, Lucas centró la palanca y esperó que el avión recuperara el vuelo horizontal.
Luego comenzó a picar suavemente hacia los dos aviones marroquíes con los que se había
cruzado en el curso de su maniobra. Ahora estaba en la posición de ventaja por antonomasia
en el combate aéreo: a su cola y más alto. Como pudo comprobar cuando miró a su derecha,
acababa de aparecer Sandoval, que completaba su propia maniobra, algo más abierta que la
de su líder.
Cuando la calma volvió a la bahía de Cádiz, El Baroudi comprobó sus notas y buscó su
teléfono móvil. No tuvo que marcar. El teléfono al que tenía que llamar estaba en la memoria
de su aparato. Su interlocutor le contestó al quinto tono, con una voz en francés carente de
acento, desde Rotterdam, en Holanda. Mohamed, que estudiaba medicina en la Universidad
de Cádiz, explicó a su interlocutor con gran lujo de detalles los libros que necesitaba comprar
para las diversas asignaturas del curso que estaba por comenzar: uno de patología médica,
uno de patología quirúrgica y dos de microbiología, así como diez cuadernillos de ejercicios
de bioestadística. Sin embargo no iba a necesitar los cuatro libros de anatomía patológica ni el
de dermatología que tenía del curso anterior. Cuando colgó, el joven marroquí se sentó a ver
la televisión. No pudo evitar reírse al ver, en un especial informativo, una espléndida
filmación de los buques de guerra españoles haciéndose a la mar. ¡Quién necesitaba espías
hoy en día, teniendo periodistas!
Bueno, pensó, al menos había cumplido con su deber. Su país ya no le estaba pagando
la carrera a cambio de nada.
Océano Atlántico.
Los pilotos marroquíes no parecían haberse dado cuenta de la aproximación de los F-18
españoles. Probablemente concentrados en el caza que se aproximaba a la plataforma
petrolífera a baja altura, y deslumbrados por el sol poniente, no habían visto maniobrar a
Lucas y Sandoval, que ahora se encontraban a sus "seis" y recortando la distancia
rápidamente. Los españoles ni siquiera habían encendido todavía sus radares. Lo harían sólo
en el último momento. Hasta entonces, el enfrentamiento no estaba resultando diferente de
los muchos que se habían producido en las guerras de la primera mitad del siglo XX. E iba a
seguir siendo así, porque uno de los marroquíes, quizá por instinto, miró hacia atrás viendo
de inmediato el caza de Lucas. Su reacción fue inmediata: desentendiéndose de su objetivo
original, el Northrop F-5E Tiger II giró sobre sí mismo en un tonel picado y se lanzó hacia el
mar como un rayo, en un intento de despistar a su perseguidor y ganar velocidad a cambio de
altura. Su compañero, dándose cuenta de inmediato de la situación, efectuó la maniobra
inversa, un tonel volado que le hizo trepar varios cientos de pies en pocos segundos, a costa,
eso sí, de perder gran parte de su velocidad.
Pero el marroquí no era ningún novato. En cuanto se dio cuenta de que había sido
seguido, decidió intentar sorprender al español. Con un brusco tirón de palanca, obligó a su
avión a apuntar de nuevo al cielo, metiéndolo voluntariamente en pérdida cuando la
velocidad aerodinámica del aparato fue incapaz de generar suficiente sustentación bajo las
alas. En ese momento, el caza marroquí empezó a caer como una piedra.
Lucas había pilotado aviones F-5 del Ala 23 de Talavera la Real durante su
entrenamiento en la Escuela de Caza. Sabía perfectamente lo que podían hacer y lo que no, y
enseguida fue consciente de las intenciones del marroquí. Sin embargo su F-18 iba lanzado a
una velocidad muy superior a la de su rival, y no pudo evitar "overchutarse", adelantar a su
objetivo, quedando en posición de desventaja. Con una maldición, inició una maniobra de
yo—yo alto para perder velocidad a la vez que efectuaba medio tonel en giro cerrado a la
izquierda. Luchando para no perder el conocimiento por el efecto de las fuerzas "g" a las que
estaba sometiendo a su máquina y a su propio cuerpo, escrutó frenéticamente el aire en busca
del Tiger marroquí. Aliviado, lo descubrió algunos cientos de pies más abajo, todavía
descendiendo para ganar velocidad.
—Papayo, aquí Halcón. Tenemos dos bandidos en spread evolucionando para evadir.
Intentamos sacarlos de la zona.
—Halcón dos cuatro, mejor os dais prisa. Poker está a punto de entrar sobre el target.
El piloto marroquí oyó el aviso de su alertador radar. Estaba siendo iluminado por el
español. El manual indicaba que había que intentar evadir, pero eso ya lo estaba haciendo y
no parecía dar resultado. Decidió continuar su descenso sin dejar de mirar atrás cada pocos
segundos. Si lograba suficiente velocidad quizá pudiese cambiar las tornas a su favor.
—Pato, ese tío está loco —dijo la teniente Sandoval—, se va a hostiar contra el mar
como no recupere rápido.
Lucas ya se había dado cuenta del riesgo. El marroquí seguía picando así, con grave
riesgo para sí mismo, para obligar al F-18 a aflojar la presión si no quería acabar en el agua.
Psicótico, pero con dos cojones, pensó el piloto español, reduciendo otro poco el empuje de
sus motores y aliviando ligeramente el ángulo de picado, lo justo para no perderle de vista.
Mientras tanto, Sandoval mantenía su posición por detrás del líder para cubrirle las
espaldas respecto al otro caza marroquí, que ahora se encontraba casi una milla a su derecha
y volando a ras del agua. Sin duda intentaba dar un rodeo para entrar por sus seis, pero,
mientras no le perdieran de vista, no iba a poder hacerlo fácilmente. Aquello ya duraba
demasiado pero, mientras tanto, Poker, el F-18 del Ala 12, podía continuar sin interferencias
su misión de reconocimiento. Y era de eso, al fin y al cabo, de lo que se trataba.
El piloto marroquí esperó mucho más de lo que aconsejaba el sentido común para salir
de su picado. Pero conocía bien su avión y éste respondió noblemente. Cuando al fin recuperó
el vuelo recto y nivelado, se encontraba a menos de veinte metros de altura sobre las crestas
de las olas. A partir de ese momento inició un viraje recíproco con su compañero a fin de
acercarse a él y permitirle entrar en el juego. Mirando por encima de su hombro, pudo divisar
al F-18 español, que se había quedado algo retrasado respecto a su cola, pero sin perder la
posición de ventaja. El experimentado piloto comprendió que no iba a poderse librar solo del
español. Necesitaba a su punto para eso y así se lo dijo por radio.
Sandoval estaba cada vez más preocupada. Los marroquíes no parecían aceptar la
superioridad de los Hornet sobre sus F-5 y maniobraban para reunirse de nuevo sin hacer
ningún intento por abandonar la zona. No era buena señal, pensó.
—Pato, nos están intentando encerrar. Permiso para romper y pegarme al otro.
—Me voy a romper el cuello, joder. Nos está ganando las seis.
Lucas también era consciente de la situación. Esos tíos eran buenos y les estaban
buscando las cosquillas a base de bien. Tenían que recuperar la iniciativa. Quizá si tratara
de...
— ¡Misil a mis seis! —el grito de Sandoval en sus auriculares puso los pelos de punta a
Lucas— ¡Hay un puto Sidewinder entrando a mis seis!
—Papayo, Halcón dos cuatro, los bandidos han abierto fuego. Permiso para responder.
El controlador militar hacía rato que se temía algo así. Lo normal hubiera sido que los
marroquíes hubieran despejado la zona al comprender la inferioridad de sus máquinas, pero
se estaban comportando de forma muy agresiva. Tarde o temprano tenía que pasar.
—Roger, Papayo.
Mientras Lucas preparaba el armamento de su caza, dos mil pies más arriba la teniente
Sandoval aflojó la presión sobre su palanca de mando. Su avión volaba en posición invertida
tras completar medio rizo en su maniobra evasiva. Cabeza abajo y colgando de su arnés, la
piloto pudo ver la estela del Sidewinder marroquí que se alejaba, ya inofensivo, tras perseguir
infructuosamente una de las bengalas lanzadas como señuelo. Y allí abajo, a su izquierda,
estaba el F-5 que se lo había lanzado. El caza marroquí perseguía ahora a Lucas,
probablemente para aliviar la presión sobre su líder.
—La cagaste, cabrón —dijo Sandoval en voz alta mientras volvía a aplicar plena
potencia a sus motores para recuperar la velocidad perdida en la maniobra evasiva y, con un
brusco golpe de palanca, ejecutaba medio tonel para salir del vuelo invertido.
Sandoval tenía al caza marroquí centrado en la mira de su HUD. Con un ligero escalofrío
apretó el gatillo de su palanca de mando, sintiendo, más que oyendo, la vibración del cañón
Vulcan de 20 milímetros, mientras una línea ondulante de proyectiles trazadores salía del
morro de su aparato en busca del blanco. La primera ráfaga, de dos segundos de duración,
quedó corta, pero la teniente corrigió de inmediato la trayectoria. Al fin y al cabo era como
una práctica de tiro, pero más fácil. El blanco era más grande. La segunda ráfaga alcanzó de
lleno al marroquí, destrozando la deriva y los estabilizadores de cola. Sin dejar de disparar,
Sandoval corrigió la trayectoria de las trazadoras elevando ligeramente el morro de su avión.
El ala derecha del Tiger marroquí se desintegró, provocando que el avión entero cayera sin
control hacia el agua. Un segundo después de que el piloto se eyectara de los restos
humeantes de su aparato, éste se estrelló en el mar levantando una gran columna de espuma
blanca.
—¡Splash! —gritó la teniente con la voz quebrada— Joder, ¡ha sido un splash! Y veo un
paracaídas a las dos.
El capitán Lucas, mientras proseguía su viraje ofensivo cerrando distancias con el otro
marroquí, pudo ver por el rabillo del ojo la caída de su perseguidor. Sintió un alivio casi físico
al saberse seguro, pero le duró poco. Ahora tenía que tomar una decisión sobre el otro caza
marroquí. La adrenalina que inundaba su organismo le pedía a gritos que lo derribase, y tenía
autorización del mando para hacerlo. Pero algo impedía que apretase el gatillo para soltar el
Sidewinder que llevaba más de veinte segundos "enganchado" en la tobera de escape de su
rival. Joder, pensó, era casi un asesinato. El desgraciado no iba a tener ninguna oportunidad.
La teniente estaba eufórica. Al fin y al cabo acababa de hacer historia. No sólo había
obtenido la primera victoria en combate aéreo de un piloto español en más de medio siglo,
sino que además se la había apuntado una mujer. Una buena lección para muchos gilipollas
machistas, pensó. Y encima el piloto marroquí se iba a salvar. Otro motivo para estar
contenta.
Pero Lucas seguía indeciso. Derribar al bandido no era realmente necesario. Su misión
estaba ya sobradamente cumplida. Poker había completado su pasada de reconocimiento y el
marroquí estaba en fuga.
—Negativo Barbie. No lo voy a bajar. Que vuelva a casa y les cuente a los compañeros
cómo está el patio por aquí.
Con la mano izquierda modificó la posición de la palanca de gases, reduciendo la
velocidad y permitiendo que el F-5 aumentase la distancia. Lucas estaba seguro de que no se
iba a dar la vuelta. Hacerlo hubiera sido un auténtico suicidio.
El Ferrol, La Coruña.
La fragata Méndez Núñez era la cuarta unidad de la serie F100. A última hora de la
tarde volvía a su base de El Ferrol después de una prolongada estancia en la costa Oeste de los
Estados Unidos realizando pruebas con sus misiles ESSM. En la entrada de la ría, la nueva y
orgullosa fragata pasó al lado de un pequeño pesquero de bajura que volvía también a puerto,
haciéndolo saltar en el agua con las ondas de su estela. Cuando el pesquero, tres cuartos de
hora después, atracó en el muelle, uno de sus tripulantes, de nombre Alí Hassan, sacó su
teléfono móvil mientras se despedía de sus compañeros.
Océano Atlántico.
15 de septiembre
Tetuán, Marruecos.
Los primeros elementos del Grupo Blindado Interarmas número 1 de las Reales Fuerzas
Armadas de Marruecos alcanzaron las afueras de Tetuán pasada la medianoche. Su largo viaje
había durado cincuenta y seis horas, minuto arriba o abajo. No estaba nada mal, pensó el
comandante de la Policía Militar que ocupaba el asiento del acompañante del primer todo
terreno del convoy, pero ahora tocaba reunir toda esa larga serpiente de acero para
desplegarla y reconstituirla como una unidad de combate coherente. Y eso en un terreno
escarpado como aquel iba a ser un auténtico trabajo de negros.
La noche fue muy larga para los cansados soldados marroquíes, ocupados en descargar
los carros de combate, las baterías autopropulsadas y los vehículos antiaéreos Chaparral,
Vulcan y Tungushka, de sus góndolas de transporte, pero antes del amanecer, los escuadrones
acorazados estaban formados y listos para la marcha. Mientras tanto, los transportes
blindados de personal, desplazándose sobre ruedas, habían continuado su camino hacia sus
posiciones asignadas. A bordo de su vehículo de mando, el general de brigada que comandaba
el Grupo fumaba satisfecho un cigarrillo tras otro. Si lograban mantener el ritmo, la unidad
estaría completamente desplegada en un vago semicírculo a pocos kilómetros de la frontera
ceutí para el mediodía.
Océano Atlántico.
El frente frío había quedado atrás bastantes horas antes y el mar había recuperado su
calma, permitiendo por fin descansar decentemente a los marinos que no estaban de guardia.
Cuarenta millas al oeste del cabo San Vicente, la Blas de Lezo y la Extremadura, se
reunieron puntualmente, con las primeras luces del día, con el grueso del Grupo de
Proyección de la Flota para formar un poderoso grupo de batalla.
Rabat, Marruecos.
El ministro miró al almirante, que se había vuelto hacia el jefe de estado mayor de las
fuerzas aéreas.
—Pero, ¿qué?
—Pero puede ser vulnerable, mi general —dijo el veterano aviador, tomando de nuevo la
palabra—. Esa escuadra no está preparada para hacer frente a un ataque de saturación con
misiles. Y la Fuerza Aérea Real está en condiciones de llevar a cabo tal ataque... si podemos
contar con la autorización del Gobierno, naturalmente.
El jefe de estado mayor había logrado atraer la atención del ministro, pero no su
credulidad:
Munjib se frotó los ojos, tomándose su tiempo para contestar. Aparentemente sus jefes
de estado mayor estaban trabajando duro y el planteamiento que le habían hecho se ajustaba
estrictamente al plan que él mismo había presentado al Gobierno. Solo que todo aquello era
una locura. ¿Realmente podrían atacar y vencer a la Armada española? ¿Pero, cuáles serían
las consecuencias de un fracaso? ¿Y, aún más complicado, de un éxito?
—Mi general —dijo Abdelkrim, las unidades seleccionadas para el despliegue sobre
Ceuta y Melilla han alcanzado en hora sus puntos de espera y se encuentran preparadas para
recibir órdenes.
El general Abdelkrim tenía razones para sentirse orgulloso. El despliegue del Grupo
Blindado Interarmas desde El Aaiún, había sido impecable. En los tiempos previstos y sin un
solo contratiempo, habían llegado a las proximidades de Ceuta sellando los accesos a la
ciudad. El caso de Melilla había sido al mismo tiempo más simple y más complejo. La
simplicidad la daba la menor distancia que habían tenido que recorrer las unidades, sacadas
en su mayoría de la frontera con Argelia. La complejidad venía del hecho de que, a diferencia
del GBI, que era un grupo homogéneo habituado a operar como un todo, las unidades
desplegadas frente a Melilla eran más heterogéneas y por tanto de más difícil coordinación. Y
a pesar de todo lo habían hecho bien.
Pero con todo, la preocupación del jefe de estado mayor del Ejército era evidente. Sus
tropas, sobre todo las que cercaban Ceuta, estaban muy expuestas a la acción aérea enemiga.
Si llegaban a romperse las hostilidades a gran escala, sus hombres iban a sufrir un tremendo
castigo llegado del cielo a menos que fueran capaces de ganar rápidamente el interior de las
ciudades ocupadas, donde los españoles no les podrían machacar a placer. Pero se suponía
que ese no era el plan, ¿verdad?
Madrid.
En una de las grandes pantallas de plasma que mostraban todo tipo de información,
una gran fotografía de satélite de las afueras de Ceuta, cortesía de anónimos benefactores,
dejaba bien claro hasta qué punto la situación se había ido a la mierda. Varias ventanas
ampliaban detalles de la foto. "Detalles" verdes y con largos cañones de 125 milímetros. La
situación en Melilla no era muy diferente. Y frente a eso, el Ejército de Tierra sólo podía
oponer un puñado de carros M-60 en cada ciudad. A la espera de ser sustituidos a corto plazo
por un número similar de Leopard 2 A-4, los M-60 no constituían precisamente el último
grito de la tecnología militar.
El JEMAD dio la orden con un punto de desgana. Una cosa era mover un regimiento
mecanizado sobre el papel y otra muy distinta hacerlo en la realidad. Los cuarenta y tantos
carros Leopardo y los varios cientos de vehículos blindados de infantería M-113 TOA y VCI
Pizarro, tenían que salir de su base en las afueras de Badajoz y ser transportados por carretera
hasta el puerto de Málaga. Una pesadilla logística. Pero todavía había que embarcarlos para
cruzar el mar de Alborán y llevarlos a Melilla en buques militares y también civiles, cuyo flete
estaba resultando bastante más complicado de lo previsto. En el mejor de los casos tardarían
cinco o seis días en estar desplegados en orden de combate en la ciudad norteafricana, donde
tampoco era que sobrara el espacio físico para acoger tanto acero. Y lo mismo se podía decir
del Regimiento "Córdoba n° 10", de composición muy semejante, y asignado al refuerzo de
Ceuta, que debía embarcar en Algeciras.
Lo cierto era que si Marruecos jugaba de farol, o al menos actuaba con cierta calma, el
despliegue de ambas unidades en las ciudades autónomas sería un factor disuasorio creíble.
Pero como los marroquíes llevaran prisa, no habría forma humana de que los refuerzos
pesados llegaran a tiempo.
Por otro lado, aunque escasas, aún existían esperanzas de que se pudiera llegar a un
acuerdo negociado. Esas esperanzas radicaban en un grupo de hombres y mujeres de varios
países, que terminaban en ese momento una reunión a miles de kilómetros de distancia.
Las deliberaciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, reunido en sesión
extraordinaria a petición del Reino de Marruecos, produjeron sólo un tibio comunicado leído
por el presidente de turno del consejo, en el que se instaba a los contendientes a resolver sus
diferencias pacíficamente. No era, en realidad, sorprendente, teniendo en cuenta que varios
países no habían decidido de qué lado decantarse. Los países asiáticos y africanos presentes
en el Consejo tendían, sin demasiada convicción, a ponerse del lado marroquí, mientras los
europeos y americanos se inclinaban hacia España, con la excepción de Francia y los propios
Estados Unidos de América, que se habían debatido entre denodados esfuerzos por nadar y
guardar la ropa. Al final no se había llegado a votar la resolución propuesta por Marruecos,
que, hasta a sus principales valedores, había parecido demasiado radical. El Consejo de
Seguridad había acordado por unanimidad, eso sí, "seguir de cerca la evolución de los
acontecimientos" y reunirse de nuevo en el plazo de una semana. Con un poco de suerte,
pensó cínicamente el embajador norteamericano ante la ONU, mientras recogía sus notas, el
problema ya se habría resuelto solo para entonces.
Mar de Alborán.
—Mi comandante, tengo varios contactos pasivos con demora uno siete cinco. Suenan
como diesel rápidos.
El capitán de corbeta Luis Martínez cruzó la cámara de mando del submarino para
recorrer la escasa distancia que le separaba de las consolas de sonar. El sargento sonarista,
concentrado en sus equipos, ni siquiera se dio cuenta, por lo que se sobresaltó cuando el
comandante le puso una mano en el hombro.
—Parecen varios contactos, mi comandante, pero todos tienen la misma demora y son
difíciles de individualizar. Yo apostaría a que es la corbeta y alguna patrullera. Están saliendo
de Alhucemas. Recomiendo caer a estribor para ver si se separan las demoras y las podemos
identificar.
Al cabo de diez minutos, la borrosa línea verde que señalaba el contacto en el monitor se
fue definiendo en tres líneas paralelas cada vez más nítidas.
—Eso. Bueno, pues son dos. Cuento vueltas de hélice para quince nudos.
Ahora el monitor presentaba tres líneas nítidas y claramente definidas, que se iban
desplazando lentamente de derecha a izquierda. El sargento pulsó un control en su consola
para comparar la firma acústica de los contactos con el banco informático de datos del
submarino. Cada vez que un submarino localizaba e identificaba un contacto, la señal acústica
se almacenaba en un sistema informático que permitía compararla en el futuro con una nueva
señal detectada. Si coincidía, el sistema permitía una identificación muy fiable, que a veces
incluso permitía distinguir un barco concreto de una serie entre sus gemelos, basándose en
que, en realidad, no existen dos motores exactamente iguales. Las diferencias se acentúan con
el ciclo de vida de cada motor, dependiendo de la intensidad de su uso, la calidad del
mantenimiento, y otros mil factores.
Pero era más fácil decirlo que hacerlo. Después de dos horas navegando en inmersión a
quince nudos se hizo evidente que no iban a poder mantener la caza. Ese era el problema de
los submarinos diesel-eléctricos: no podían mantener la velocidad durante mucho tiempo sin
descargar peligrosamente las baterías. Al fin y al cabo estaban diseñados para cazar al acecho,
no para perseguir buques de superficie durante mucho tiempo. Una vez que el comandante
ordenó reducir la velocidad a unos modestos y económicos cuatro nudos, el operador del
sonar sólo pudo atestiguar el progresivo distanciamiento de los contactos, que ahora habían
tomado rumbo nordeste. Antes de perderlos del todo, el submarino subió a profundidad de
antena para enviar un informe de contacto. Martínez supuso que enviarían a un Orion del
Ejército del Aire para continuar el seguimiento desde el aire. Mientras tanto, ellos darían
snorkel para recargar las baterías y aumentar algo la velocidad.
Ceuta.
La orden de despliegue había llegado poco después del mediodía. En realidad las
fuerzas españolas en Ceuta estaban preparadas para eso desde hacía varios días, pero aún así,
el comandante general de la plaza había decidido tomarse las cosas con calma. La población
civil ya estaba suficientemente preocupada por la evolución de los acontecimientos como para
sacar los tanques a la calle a toda velocidad, de modo que el despliegue se había efectuado de
forma escalonada a lo largo de la tarde. Y con todo, la noticia había corrido por las calles de
Ceuta como un reguero de pólvora. En una ciudad tan pequeña, era imposible ocultar los
movimientos militares, sobre todo cuando apenas había un habitante que no tuviese un
familiar o un conocido en las Fuerzas Armadas. El efecto psicológico fue grande, porque las
noticias del despliegue terrestre marroquí no habían llegado todavía a los medios de
comunicación. Por primera vez desde el inicio de la crisis, muchos ciudadanos ceutíes se
plantearon pasar unos días en la península, sin contar a los familiares directos de muchos
militares, que ya se habían ido a visitar a sus parientes hacía dos o tres días.
Las tropas de infantería ligera del Grupo de Regulares de Ceuta n° 54, en entidad de
batallón, o Tábor, se habían distribuido por secciones cubriendo la mitad norte de la frontera
de la ciudad con Marruecos. Varios equipos de misiles contracarro TOW, adecuadamente
protegidos por equipos de fuego armados con ametralladoras pesadas y ocultos en posiciones
preparadas previamente, pespunteaban el terreno abrupto y pedregoso, de pocos kilómetros
de profundidad, que separa la frontera en su parte media de las primeras viviendas de la
ciudad. Entre ellos, la infantería cubría los huecos "impermeabilizando" un frente de poco
más de tres kilómetros. En la mitad sur, y siguiendo un patrón semejante, se había desplegado
la IV Bandera Cristo de Lepanto, del Tercio Duque de Alba N° 2 de la Legión, junto a sus
propios lanzamisiles TOW. La V Bandera mecanizada Gonzalo de Córdoba, quedaba en
retaguardia como reserva móvil.
En los extremos norte y sur de la frontera, en la zona de los pasos fronterizos de Benzú y
El Tarajal, donde la ciudad se estira para alcanzar casi la misma frontera, el Regimiento de
Caballería Acorazado Montesa N° 3 había desplegado sus dos escuadrones de carros M-60 A3,
trece tanques cada uno, en posiciones defensivas camufladas, cubriendo los principales
accesos por carretera, preparadas por los ingenieros del Regimiento n° 7. Un tercer escuadrón
mecanizado, dotado con vehículos de combate de infantería Pizarro y blindados BMR, se
mantenía en reserva algo a retaguardia, a excepción de una de sus secciones, destacada al ba-
rrio de Benzú.
O así parecía sobre el papel, pensó el general Estadella, comandante general de Ceuta,
estudiando de nuevo el despliegue de sus fuerzas en el mapa mural que cubría completamente
una de las paredes de la sala de mando de la Comandancia. Acababa de llegar de una rápida
visita a las posiciones de sus tropas y estaba satisfecho de la rapidez y profesionalidad que
habían demostrado. Pero eran demasiado escasas como para proporcionarle una absoluta
seguridad. Claro que la seguridad absoluta no existe, pensó. No en este mundo.
—Lo van a tener difícil como quieran entrar —dijo el coronel Francisco Andrade, jefe de la
Unidad de Inteligencia del Estado Mayor, leyendo los pensamientos del general—. Según las
fotos que han mandado de Madrid, los marroquíes han desplegado el equivalente a una
brigada mecanizada reforzada ahí enfrente. Vale que es una fuerza poderosa, pero no lo
suficiente para echar la puerta abajo.
—Ya lo sé, Paco, ya lo sé. Pero nunca habían hecho algo así. Conozco bastante bien al
general Munjib, ¿sabes? Hizo conmigo un curso de Logística en Zaragoza hace años. No es
ningún psicópata. Ese tío sabe bien lo que se hace y tiene que haber una razón para este
despliegue.
—Sólo es un farol, mi general. Nos presionan para "engrasar" las negociaciones. No digo
que no haya que tomárselo en serio, pero si yo estuviera ahí enfrente y quisiera tomar Ceuta, lo
último que haría es montar ese numerito. Sólo les ha faltado publicarlo en El País.
El general Estadella suspiró. El oficial de inteligencia llevaba razón. Era una verdad
universalmente aceptada que, para tomar un objetivo fuertemente defendido, o lo tomas por
sorpresa o necesitas una fuerza abrumadoramente superior. Y los marroquíes no cumplían
ninguna de ambas premisas.
Pero, a pesar de esas consideraciones, la noche que ya caía sobre Ceuta iba a ser muy
larga para las tropas desplegadas sobre el terreno... y también para su general.
16 de septiembre
Mar de Alborán.
El Siroco estableció de nuevo contacto sonar con la fuerza de superficie marroquí a las
cuatro de la madrugada, hora española. Por sus propios medios hubiera sido muy difícil para
el submarino localizar a los buques marroquíes, pero un Orion del Ejército del Aire se había
encargado de seguirles a distancia durante buena parte de la tarde y de la noche. El P-3C sólo
se retiró cuando le fue retransmitido el nuevo informe de contacto del submarino. Se
encontraban unas quince millas al norte de las islas Chafarinas.
Ahora tocaba deslizarse en silencio de nuevo y esperar. Gracias a las últimas horas
navegando a cota de snorkel, las baterías estaban cargadas casi al cien por cien. Eso le
proporcionaba una respetable autonomía en inmersión profunda a baja velocidad.
Exactamente el medio natural para un submarino como el Siroco.
—No lo tengo claro, mi comandante. Cuento vueltas de hélice para unos ocho nudos y la
demora cambia alternativamente a babor y estribor. Parece que hacen zig-zags lentamente.
Como si estuviesen esperando.
Océano Atlántico
El grupo de batalla del Príncipe de Asturias navegaba con rumbo sur a cien millas de la
costa marroquí, frente a la ciudad de Safi. La escuadra se encontraba a poco más de ciento
sesenta millas al norte de la plataforma petrolífera Canarias 1. Manteniendo la velocidad de
veinte nudos, alcanzarían su objetivo por la tarde, dentro del margen horario previsto.
—Morsa cero nueve, ¿tienes IFF? —preguntó el oficial de comunicaciones por radio.
En ese momento una tercera voz entró en el circuito de radio. Se trataba de la fragata
Blas de Lezo.
—Romeo Uno Papa, aquí Foxtrot Tres Bravo. Confirmo IFF. Se trata de un avión
comercial. Según el código del transpondedor es un vuelo de Roy al Air Maroc en ruta de
Marrakech a París.
Aunque pareciera que el avión se encontraba demasiado al oeste para esa ruta, en
realidad no era así. En condiciones normales, un vuelo comercial desde Marruecos a Francia
habría sobrevolado la península Ibérica, pero desde hacía un par de días, tras varios
desagradables incidentes, afortunadamente sin consecuencias, entre aviones comerciales y
cazas tanto españoles como marroquíes en misión de defensa aérea, los vuelos entre España y
Marruecos habían sido cancelados. Para los vuelos entre Marruecos y Francia, las compañías
francesas y marroquíes preferían evitar malos entendidos con el Ejército del Aire siguiendo
rutas atlánticas o mediterráneas sobre aguas internacionales. Eran efectos secundarios de una
guerra no declarada, pero sobre cuya realidad nadie abrigaba ya demasiadas dudas.
—Romeo Uno Papa, Cobra dos tres. Tally sobre el bogey. Es un 757 con la librea
correcta.
—Roger.
Es un hecho cierto que hasta los paranoicos, a veces, tienen enemigos. El comandante
Mohamed, piloto de la aeronave marroquí no había reparado en las estelas de los buques que
sobrevolaba hasta que oyó, sobresaltado, el estridente zumbido de la alarma de colisión de su
avión. Mirando frenéticamente al exterior, pronto descubrió la inesperada presencia de un
caza embarcado español. El interceptor se acercó al avión de pasajeros, volando en formación
con él durante unos segundos, y luego se alejó. El piloto del Harrier, antes de picar hacia el
mar, saludó al avión marroquí con un gesto de la mano, más socarrón que amistoso. La
respuesta del comandante Mohamed fue extender el dedo medio de la mano derecha. No
supo si el español lo había visto o no, pero no le importaba. El piloto marroquí se había
licenciado de la Fuerza Aérea Real algunos años atrás con el grado de comandante, y no había
perdido nada de su espíritu de piloto de combate.
Una vez repuesto del susto, Mohamed se preguntó de dónde había salido ese avión. El
Harrier no era un aparato de gran autonomía y, a menos que estuviera recibiendo
reaprovisionamiento en vuelo, tenía que haber despegado de un portaaviones. ¡Claro!, pensó
el piloto, ¡las estelas! Agachándose, saco de debajo de su asiento los gemelos de gran potencia
que utilizaba para comprobar referencias visuales y enfocó la superficie del mar. Allí estaban.
Seis estelas de espuma tras sus barcos correspondientes. Uno de ellos era, no había duda
posible, un portaaviones.
Madrid.
El Consejo de Ministros tenía un solo punto en el orden del día para su reunión del
viernes, pero aún así iba a ser una reunión larga. Además de los miembros del Gobierno, se
encontraban presentes el jefe de estado mayor de la defensa y el director general del CNI,
acompañado de nuevo por Juan Carlos Talavera.
El ministro de asuntos exteriores había abierto la reunión con una buena noticia: los
trabajadores civiles de la plataforma petrolífera iban a ser por fin liberados por Marruecos, en
gran parte debido a las gestiones del Gobierno británico, que había intervenido al conocer que
una docena de operarios eran súbditos de Su Graciosa Majestad. Todos ellos saldrían en vuelo
regular con destino a Roma en veinticuatro, o a lo sumo cuarenta y ocho horas. Desde la
capital de Italia cada uno volvería a su país de origen.
Talavera, tras ordenar sus papeles y beber agua para aclararse la garganta, se dirigió al
Gobierno.
En cualquier caso parece evidente que el Gobierno marroquí está solo en esto y no
sabemos, hasta qué punto el Rey aporta su apoyo activo o se limita a observar los
acontecimientos. Mi impresión personal es que se mantiene en segundo plano de forma
deliberada, pero apoya incondicionalmente a su Gobierno, porque en Marruecos no pasa casi
nada sin que el Rey lo apruebe explícitamente.
Aprovechando una nueva pausa de Talavera para beber, el presidente del gobierno hizo
la pregunta que todos tenían en la cabeza.
Talavera no pudo evitar suspirar. Sabía que le preguntarían, claro, pero eso no facilitaba
las cosas.
—Respecto a los integristas, como todos ustedes saben, es preciso distinguir entre tres
grandes corrientes, bastante diferentes entre sí. En primer lugar están los moderados. Su
partido, plenamente legal, tiene una importante representación parlamentaria, pero practica
una suerte de "autocontención" que les lleva a no presentar candidaturas en todas las
circunscripciones. Literalmente no quieren ganar, probablemente porque no consideran a la
sociedad marroquí madura para un gobierno islámico. Temen que, de ganar, podrían ser
ilegalizados como pasó hace años en Argelia. Y aún así, los moderados no concitan todas las
simpatías integristas. En un limbo al margen de la ley, técnicamente ilegal pero no
perseguido, se encuentra un amplio movimiento islamista, más social y religioso que político,
mucho más popular entre los marroquíes que los moderados. Suponen una especie de
"conciencia del Islam", pero no tienen ambiciones políticas. No dentro del sistema, al menos.
Respecto a estas dos grandes corrientes, nuestras fuentes de información son, en el mejor de
los casos, poco concretas. Lo que hemos podido averiguar es que, en general, y a pesar del
poco aprecio que sienten por la corona, apoyan al Gobierno en las presentes circunstancias,
principalmente porque nosotros —Talavera hizo una mueca—, les resultamos todavía menos
simpáticos que su Gobierno. Pero los integristas que de verdad nos preocupan son los
genuinos radicales. Son pocos, pero violentos y fanáticos, y se agrupan en dos o tres grupos
ilegales que probablemente mantienen fluidas relaciones con Al-Qaeda. Uno de ellos,
conocido como el "Grupo Combatiente Marroquí", no tengo aquí ahora el nombre árabe,
participó activamente en el 11 M. Creemos que es el más activo y "prestigioso". Respecto a su
posición ante la crisis, sólo podemos especular. Una fuente indirecta, pero bastante fiable,
nos ha transmitido la idea de que se están frotando las manos ante la posibilidad de una
guerra abierta. Especialmente ante una posible derrota marroquí que les allanaría el camino
para un asalto al poder. Ya se pueden ustedes imaginar que, de ser cierto, eso nos puede
complicar bastante la vida.
—Si ganamos, a la larga, puede ser peor. Exactamente señor presidente. En cualquier
caso nuestra información es muy limitada a este respecto. Sólo puedo añadir que trabajamos
intensamente sobre el problema.
Tetuán, Marruecos.
Alfredo Suárez volvió a blasfemar mentalmente. ¿Cómo coño se habría dejado enredar
para volver a aquella ciudad? La respuesta no era complicada: Talavera, el cabrón aquel del
CNI con cara de despistado le había retorcido el escroto hasta hacerle hablar en un tono dos
octavas más alto del suyo habitual. Metafóricamente, por supuesto.
La presión había sido educada pero inexorable, hasta hacerle acceder con un suspiro de
resignación. Lo que le hizo finalmente aceptar había sido la garantía de que viajaría bajo un
pasaporte norteamericano expedido por la embajada yanqui y recogido allí por él mismo, de
mano de un cubano que le había asegurado que Talavera era un gran tipo. Bueno, al menos no
acabaría sus días en una cárcel marroquí acusado de espionaje. O eso esperaba.
—Venga, sal ya —un codazo de Carlos Cuenca sacó al médico de su mundo interior
para devolverle al calor de la mañana africana. Con un suspiro salió del coche y caminó por
la polvorienta callejuela en dirección a la casa de Mohamed Hammadi, con una desgana
que traducía su estado de ánimo. No veía la utilidad a aquella maniobra. No veía utilidad,
pero sí riesgo. Mucho riesgo.
—¡Doctor Suárez!—esta vez fue el propio Hammadi quien le abrió la puerta—. Pase,
por favor, pase.
Alfredo Suárez inclinó la cabeza en un silencioso saludo al marroquí. Luego inspiró
profundamente y entró.
Hacía muchísimo calor en los áridos terrenos de la base aérea de Sidi Slimane. El sol
de media mañana parecía querer fundir el asfalto de las pistas, arrancándole
reverberaciones y creando falsos charcos en su superficie. Nada invitaba a salir de los
barracones donde los pilotos del escuadrón Atlas dormitaban o jugaban a las damas tras
una mañana de continuas alertas y cancelaciones. Sus aviones, mientras tanto, perma-
necían en los refugios acorazados de la base con los depósitos de combustible llenos y las
armas colgadas de sus pilones bajo el fuselaje.
Abdelkrim Zayid, teniente coronel de la Fuerza Aérea Real, dejó el periódico sobre la
mesa y volvió a sacar la calculadora de un bolsillo de su mono de vuelo. Desde el briefing
celebrado a primera hora de la mañana, cuando apenas había amanecido, había repetido
los cálculos de combustible cada media hora, cada vez más preocupado al estimar el
desplazamiento hacia el sur de su objetivo. Estaba tan concentrado que dejó caer la
calculadora al suelo, sobresaltado por el estridente sonido del teléfono. Con un gruñido
levantó el auricular, poniéndose instintivamente en posición de firmes al reconocer la voz
al otro lado de la línea telefónica.
Un minuto después, con una tensa sonrisa en los labios, más indicativa de ansiedad
que de alegría, se volvió a sus hombres y dijo lacónicamente:
—¡Insh Allah, Dios lo quiera! —repitieron los pilotos, sintiendo sin duda el peso de su
responsabilidad sobre los hombros. Luego, uno por uno, salieron al calor de las pistas y
montaron por parejas en varios jeeps abiertos que les condujeron a los refugios donde
esperaban sus aviones.
Pero cada una de las comprobaciones que hacía era vital para el éxito de su misión, y se
obligó a seguir los puntos de la lista que un suboficial mecánico iba leyendo en voz alta y
marcando en una tablilla. Lo último que comprobó era también lo más importante: el bruñido
misil que colgaba del vientre de su pájaro. El Exocet de fabricación francesa era, o al menos
así lo creía Zayid, uno de los secretos mejor guardados de la Fuerza Aérea Real, ya que,
supuestamente, sus aviones no estaban preparados para lanzarlo. Pero eso había cambiado a
finales de 2002, después de la humillación de Leyla, aunque la modificación necesaria en la
electrónica de los Mirage había resultado tan endiabladamente cara que sólo había sido
posible completarla en seis unidades, las mismas que en ese momento arrancaban una tras
otra sus reactores Atar.
Galvanizado por el estruendo del despertar de las máquinas, Zayid completó su
inspección y dio el visto bueno a su mecánico, que se cuadró y saludó antes de ayudar al
teniente coronel a subir al avión. Pocos minutos después, el Mirage alcanzó la cabecera de la
pista, seguido por las otras cinco máquinas de su escuadrilla, y, tras recibir la autorización de
la torre, se elevó en el aire cálido de la mañana.
Rabat, Marruecos.
Por lo demás, cualquiera que fuera su estado de ánimo, la suerte estaba echada y no era
momento de reflexionar sobre ello. Por el contrario, había llegado la hora de poner toda la
carne en el asador. Si acertaba o se equivocaba... no tardaría demasiado en averiguarlo.
Mientras encendía un cigarrillo con la colilla del anterior (y tal vez debería pensar
también en dejar de fumar), levantó el auricular del teléfono y pulsó uno de los botones de
marcación directa señalado con una etiqueta. Al otro extremo de la línea, el almirante Yussufi
recibió sus órdenes con una sonrisa. A diferencia del ministro, el ánimo del almirante no era
para nada sombrío.
Arrecife, Lanzarote.
Antonio Lucas salió corriendo de la sala de guardia habilitada en uno de los hangares del
aeropuerto civil de Arrecife hacia el punto de aparcamiento de su F-18. No sonaba ninguna
sirena, pero eso no hacía que la orden de "scramble" fuera menos perentoria. Pocos metros
por delante de él, corría Bárbara, "Barbie", Sandoval, hacia su máquina, decorada con una
bandera marroquí justo bajo el borde de la carlinga. Aquello no era reglamentario, claro, pero
nadie había protestado. Lucas no pudo evitar admirar el cuerpo atlético de la teniente, tan
distinto sin embargo al de la muñeca que le prestaba su apodo, con un punto de deseo
mezclado con remordimiento. Cuarenta y ocho horas antes, tras aterrizar y ser recibidos como
héroes por el personal de tierra tras su victoria, habían cenado juntos en el restaurante del
aeropuerto y luego habían alquilado una habitación en un hotel cercano. Lucas sabía que,
aunque viviera cien años, no volvería a echar otro polvo como aquel. Entre otras cosas porque
Sandoval estaba casada, y... bueno, aquello no estaba bien.
Una cosa buena que tiene tener dos turboventiladores de doble flujo General Electric
F404 de 7-258 kilos de empuje unitario a plena postcombustión debajo del culo, es que no te
quedan demasiadas posibilidades de pensar en nada que no sea cómo dominar toda esa
potencia y convertirla en una carrera de despegue decente. De ese modo, el capitán Lucas
olvidó, al menos de momento, sus problemas con las mujeres para concentrarse en algo que,
sin la menor duda requería de toda su capacidad mental con más urgencia.
—Torre, Halcón dos cuatro, dos aviones pidiendo permiso para despegar en scramble.
—Halcón dos cuatro, Torre. Autorizados. Tenéis libre tráfico en todos los vectores.
Tened cuidado y... ¡buena caza, joder!
La voz del controlador tenía un punto de emoción reprimida, como si le diera vergüenza
pronunciar las palabras tantas veces oídas en películas bélicas. Nadie se había acostumbrado
todavía al hecho cierto de que estaban en guerra. Parecía algo lejano. Y sin embargo, Lucas lo
había vivido en primera persona hacía poco tiempo, era muy real.
—Buenos días Halcón dos cuatro, aquí Papayo. Te tengo en el radar. Recomiendo vector
cero ocho tres. Tenemos bandidos acercándose a baja altura con destino estimado en Gando.
Cuento ocho bandidos, probablemente F-5. Ya tenemos una patrulla de interdicción en
camino, pero quiero que controles el flanco norte por si cambian de rumbo en el último
momento.
—Roger Papayo. Virando para vector cero ocho tres, ángeles treinta.
Lucas viró y elevó el morro de su aparato para ganar altitud mientras se relajaba
ligeramente. Su misión era sólo controlar el flanco. Serían sus compañeros de escuadrón, que
habían despegado de Gando, los encargados de interceptar esta vez a los bandidos
marroquíes. Seguramente lo estarían deseando.
Océano Atlántico.
Mar de Alborán.
—Mi comandante, le llaman del sonar. ¡Mi comandante! Luis Martínez, comandante del
submarino Siroco, se despertó con dificultad, mezclando por un momento sueño y realidad
hasta orientarse por completo. Había dormido poco y mal los últimos tres días y había
decidido echarse una siesta después de un temprano almuerzo en vista de que las cosas
parecían tranquilas. Cuando miró el reloj descubrió con fastidio que apenas había dormido
media hora. El hecho de que su sueño hubiese sido tan profundo hablaba claramente de la
intensidad de su cansancio. Con un gruñido se estiró y abandonó su microscópica cámara
para dirigirse a la cámara de control sin molestarse siquiera en ponerse los zapatos. A poco
que su segundo pudiera manejar la situación estaba decidido a volver al catre a toda
velocidad.
—Sí, mi comandante. Los contactos han aumentado la velocidad y caen al sur. Deben
haberse hartado de dar vueltas sin ton ni son.
—¿Vuelven a puerto?
—Es imposible saberlo. Ahora mismo están aproados a Chafarinas. Supongo que
virarán tarde o temprano para no acercarse demasiado a las islas.
El comandante miró la carta. Su posición actual le colocaba a igual distancia de las islas
Chafarinas y de los buques marroquíes, quedando al oeste de ambos. Si el comandante
marroquí decidía rodear las islas por poniente le iban a pasar prácticamente por encima. Si
viraban a levante, por el contrario, se alejarían del submarino y el riesgo de perderles sería
grande.
—¡Avante para diez nudos!, rumbo al cero nueve cero. Vamos a cota periscópica —dijo
Martínez en voz alta. Mientras el submarino aumentaba su velocidad y la proa se inclinaba
suavemente hacia arriba, el segundo comandante enarcó las cejas, animando a su superior a
explicarse. Sabía que a Martínez le gustaba explicar sus decisiones y a él le gustaba oírlas.
—Lo dudo. Al fin y al cabo sólo llevan unas pocas zodiacs entre la corbeta y los
patrulleros y en Chafarinas hay por lo menos una sección reforzada de Regulares. No tendrían
ni para empezar... —se detuvo bruscamente— A menos que...
Isla de Isabel II, Archipiélago de las Chafarinas.
El sargento primero Enrique Pérez terminó su café y dejó la taza en el fregadero. Había
comido un bocadillo y una coca—cola de pie en la cocina de la cantina y se disponía a hacer
otra ronda para controlar las posiciones defensivas de sus Regulares. Cuando salió fue por un
momento consciente del ruido constante de los generadores que abastecían de electricidad a
la guarnición y luego lo olvidó de nuevo. Era como el ruido del tráfico en una ciudad: con el
tiempo te acostumbras.
Tras un corto paseo, Pérez llegó al punto más alto de la isla, conocido como "La
Conquista", donde se alzaba el faro, al lado del cual se apostaba el equipo TOW adscrito
temporalmente al pelotón de armas de su sección. Desde allí tenía una vista privilegiada de
todo el perímetro de la isla. Y aunque el misil TOW era un arma antitanque, y no era muy
probable que aparecieran tanques por allí, Pérez sabía que resultaría igualmente letal, o más,
si se usaba contra cualquier embarcación menor que una fragata. Junto al lanzador TOW, y
aportado también por la sección de armas de la compañía para reforzar su sección, se
encontraba un lanzador Mistral, misil antiaéreo ligero de guía infrarroja.
Océano Atlántico.
—Romeo Uno Papa, aquí Morsa uno uno, tengo bogeys con demora uno siete ocho.
Cuento cuatro... no, cuento seis contactos en aproximación por el sur, a cuatro cero millas. No
tengo una lectura de altitud, pero estimo menos de tres cero cero pies. Vuelan bajo, Romeo.
—Morsa Uno Uno, aquí Romeo Uno Papa. Te copio seis bogeys con demora uno siete
ocho, cuatro cero millas, tres cero cero pies. Recibido.
Por encima de ellos, a tres mil metros de altitud, el helicóptero AEW Sea King, gemelo
del que esa misma mañana había detectado un inocente avión marroquí de pasajeros, se
esforzaba por afianzar el nuevo contacto. A bordo, el brigada Pertejo se dejaba los ojos en la
pantalla del radar. Los bogeys volaban bajo y su señal se confundía a ratos con el "clutter"
marino, el abigarrado conjunto de ecos radar devueltos por las olas. A pesar de que el
procesador del radar eliminaba mucho de ese ruido, todavía dejaba trabajo suficiente para los
operadores humanos. Más que suficiente.
—iSon ocho, joder! —dijo Pertejo tras un rato de apoyar un dedo innecesariamente
sobre la pantalla. Sin pensar mucho en ello, cogió un clínex de una caja situada a su lado y
limpió la pantalla plana. Los contactos estaban ahí, mucho más claros ahora y ninguno
respondía a las señales del IFF.
Pero en ningún navio la actividad era tan frenética como sobre la cubierta de vuelo del
portaaviones, donde la tripulación, vestida con chalecos de diferentes colores relacionados
con la tarea de cada uno, ponía a punto los cazabombarderos AV-8B Harrier Plus. En menos
de tres minutos desde el inicio del zafarrancho, el primer cazabombardero estaba colocado
sobre la marca de los trescientos pies, listo para despegar en cuanto el portaaviones terminase
de aproarse al viento.
Apenas el AV-8 se hubo afianzado en el aire, con la ayuda silenciosa del aliento
contenido del director de vuelo, un segundo cazabombardero inició la secuencia de despegue.
Tres minutos después, seis Harrier formaban sobre el portaaviones y tomaban rumbo sur
para hacer frente a la amenaza, mientras el solitario escolta del helicóptero Sea King volvía al
Príncipe de Asturias para repostar. Los otros tres cazas seguían en el hangar sometidos a los
frenéticos cuidados de los mecánicos de la novena escuadrilla, decididos a ponerlos a punto en
un tiempo récord.
Gran Canaria.
—No tiene sentido —pensó en voz alta el suboficial que permanecía sentado frente a la
consola apuntando periódicamente los cambios en la posición de los contactos.
—El perfil de vuelo de estos, mi comandante. ¿Están tontos, o qué? Si siguen así nos los
vamos a comer con patatas, y una cosa es que sean moros, y otra que sean gilipollas... con
perdón.
No había pasado un minuto cuando los pilotos marroquíes decidieron dar la razón a los
controladores. En una maniobra perfectamente sincronizada, viraron noventa grados a la
izquierda, adoptando rumbo sur para volar de forma paralela a la costa canaria, cuidando de
mantenerse fuera del espacio aéreo español, por más que, a aquellas alturas, eso hubiera
perdido gran parte de su significado. En cualquier caso los interceptores españoles, siguiendo
instrucciones de "Papayo", viraron a su vez para mantenerse entre los aparatos marroquíes y
la costa.
Océano Atlántico.
Una vez lanzados los Harrier, el portaaviones Príncipe de Asturias viró de nuevo para
recuperar el rumbo original. A bordo, el contralmirante Subiño hablaba por radio con el
capitán de fragata Pérez de Castro, comandante de la Blas de Lezo, que actuaba como
comandante de guerra antiaérea del grupo de combate del Príncipe. A partir de ese momento,
la fragata de Pérez de Castro, por ser la unidad más moderna y mejor dotada de la agrupación
para enfrentarse a la amenaza aérea, coordinaría a todos los buques en la defensa frente a los
aviones que se aproximaban desde el sur.
—Bien pudiera ser, almirante. O un pesquero... o pura chiripa. Vaya usted a saber.
—Foxtrot Tres Bravo, habla Cobra dos cinco. Tengo tracking sobre los bandidos.
Permiso para iluminarlos.
Los seis AV-8B Plus, desplegados en una formación escalonada por parejas,
manipularon los mandos de sus radares para ponerlos en modo de control de fuego y fijarlos
en sus blancos respectivos. Las coordenadas de los aviones marroquíes pasaron a través de
complejos cableados a los misiles que colgaban amenazadores de las alas de las aeronaves y se
almacenaron en los cerebros electrónicos de las armas. En milésimas de segundo, los haces de
radar que partían de los morros de los cazas españoles rebotaron en sus blancos, asignándoles
un ominoso destino.
—Foxtrot Tres Bravo, Cobra dos cinco —la voz del líder de la escuadrilla de cazas sonó
algo más tensa ahora—. Tenemos a los bandidos en "Lock-on". El IFF sigue negativo y
mantienen el rumbo. Solicito permiso para abrir fuego.
—Cobra dos cinco, aquí Foxtrot Tres Bravo. Armamento libre. Repito. Armamento
libre.
Una línea de humo blanco partió de debajo de cada uno de los cazas españoles. Un
segundo después, dos de ellos dispararon un segundo misil AIM-120 AMRAAM. Cada uno de
los aviones agresores tenía asignada un arma y si la empresa Hughes, fabricante del ingenio,
no exageraba, sus posibilidades de escapar iban a ser mínimas.
Mientras los Harrier disparaban sus misiles AMRAAM contra los aviones enemigos, el
brigada Pertejo, a bordo del helicóptero AEW, no despegaba la vista del monitor de su radar.
Llevaba mucho rato así y un dolor leve pero insistente en la parte posterior de su cuello, le
recordaba la tensión a la que estaba sometido. Se acababa de frotar los ojos, de modo que al
principio pensó que la duplicación de las imágenes se debía a su gesto, pero rápidamente se
dio cuenta de que no. De cada punto que indicaba la presencia de un avión marroquí acababa
de desprenderse otro punto más pequeño. Casi gritó:
—¡Foxtrot Tres Bravo, aquí Morsa uno uno, los bandidos están lanzando! ¡Repito,
Foxtrot, los bandidos están lanzando!
A bordo de la Blas de Lezo, Pérez de Castro casi saltó en su asiento. Sin embargo respiró
hondo y se obligó a hablar con un tono de voz normal.
A la orden de su comandante los técnicos de radar del CIC de la fragata pulsaron los botones
correspondientes en sus consolas y, como por arte de magia, los grandes monitores planos se
iluminaron con la presentación táctica generada por el sistema AEGIS. Bastantes metros
sobre sus cabezas, sobre las facetas de la amazacotada superestructura de la fragata, cada uno
de los cuatro paneles planos del radar SPY-1 D comenzó a emitir un millón de vatios de
energía electromagnética capaz de detectar casi cualquier cosa que entrara dentro de su
alcance.
El veterano piloto recordó haber leído que, durante la guerra de las Malvinas, los pilotos
argentinos tenían problemas con los rociones de agua de mar sobre el parabrisas, tan bajo
volaban para evadir los radares británicos. Gracias a Dios, bendito fuera Su santo nombre, las
condiciones meteorológicas que el destino le había deparado a Zayid eran mucho mejores que
las que habían tenido que afrontar los bravos pilotos australes.
Enrique Pérez se levantó despacio del suelo pedregoso. No sentía dolor alguno, pero
notaba una sensación de humedad en la mejilla. Se limpió con la mano y comprobó que se
trataba de sangre. Buscó la herida con sus dedos, pero no encontró ninguna. Pronto se dio
cuenta de que la sangre salía de su oído. Afortunadamente no parecía que fuera una
hemorragia muy intensa y la relativa tranquilidad que ese descubrimiento le procuró, le
permitió empezar a interesarse, aún aturdido, por su entorno.
Océano Atlántico.
Frente a los ojos del comandante, casi en el margen inferior de la pantalla, los iconos
azules que representaban a los misiles AMRAAM lanzados por los Harrier del Príncipe
acortaban con rapidez e inexorablemente, las distancias con los pequeños triángulos rojos
correspondientes a los aviones marroquíes. Éstos habían dado la vuelta hacia el sur
inmediatamente después de lanzar su propio armamento. Pero... ¿qué armamento? Todos los
informes de inteligencia que Pérez de Castro conocía afirmaban que Marruecos no disponía
de misiles antibuque lanzables desde aeronaves. Sin embargo no podía permitirse el lujo de
creer esos informes. No en esas circunstancias.
En ese momento, los iconos azules de los misiles españoles se hicieron indistinguibles
de los rojos, y enseguida ambos empezaron a desaparecer por parejas.
—¡Splash! Aquí Cobra dos cinco. Tengo un splash... no, corrijo, tengo tres splash.
—Te copio Cobra dos cinco, aquí Foxtrot tres Bravo. Pero yo cuento cinco blancos
batidos. Repito: cuento cinco blancos batidos.
—Roger Foxtrot, hemos bajado cinco bandidos. Los otros tres han evadido y caen al sur
muy rápido. No los vamos a poder alcanzar.
—¡Olvida los bandidos Cobra dos cinco! Tenemos misiles entrando al uno ocho cero.
Búscalos y destrúyelos.
El piloto de Harrier no había olvidado el aviso de disparo hostil dado por el helicóptero
AEW, pero su alertador de amenazas había permanecido apagado. Desde luego no se trataba
de misiles aire-aire. Bien, si eran misiles antibuque descenderían al nivel del mar para luego
estabilizarse a muy baja altitud. Allí tendría que buscarlos. Con una señal a su punto, hizo
picar su caza en un pronunciado ángulo de descenso mientras escudriñaba el horizonte
meridional, sin ver otra cosa que el reflejo del sol en las olas.
El helicóptero Sea King AEW, adelantado ahora bastantes millas al grupo de batalla
español, buscaba también frenéticamente los misiles enemigos con su radar Searchwater
protegido por un domo hinchable. Cuanto antes los detectara, más tiempo tendrían para
abatirlos. Pero, para mayor sufrimiento del cuello del brigada Pertejo, los misiles no
aparecían.
—Ya deberían estar dentro de nuestro alcance, joder —dijo Pertejo al piloto con un
gruñido que era una mezcla de dolor físico y frustración—. Lo único que nos podrían lanzar
son Exocet y los chismes esos tienen una RCS del carajo.
Mar de Alborán.
—¡Estabilizado cota periscópica! —dijo el marinero que se sentaba ante los controles de
los planos de inmersión. Habían subido un poquito demasiado deprisa para su gusto, y eso
siempre entrañaba el riesgo de que parte del casco del submarino pudiera llegar a asomar
sobre la superficie... en el peor momento posible para ser indiscretos.
Luis Martínez accionó la palanca que hacía subir el periscopio. La maniobra de llevar el
submarino a cota periscópica había durado algo más de cinco minutos. Afortunadamente no
estaban a demasiada profundidad cuando el operador de sonar avisó que oía disparos.
Aquello era una pesadilla. Enrique Pérez no había podido entrar en la vieja edificación
que albergaba el puesto de mando de la guarnición. Antes de llegar, el cañoneo que había
machacado a sus hombres en la loma se había desplazado al centro de la isla y acababa de
hundir el techo del cuarto de la radio. Cubiertos de polvo, un cabo y un soldado salieron
tambaleándose de las ruinas, aparentemente ilesos.
—¿Y el teniente?
Una nueva granada les obligó a hacer cuerpo a tierra. Un minuto después corrían hacia
el sur de la isla, hasta un promontorio cerca del embarcadero, en donde se encontraba
atrincherado el grueso del destacamento.
Mar de Alborán.
—¡Arriba periscopio! —Luis Martínez siguió con su cuerpo el ascenso del instrumento
sin despegar los ojos de la óptica. Mientras describía un rápido giro de trescientos sesenta
grados, un suboficial mantenía en la mano un cronómetro e iba cantando los segundos de
exposición, al mismo tiempo que un vídeo grababa todo lo que el comandante veía
directamente. Cuando el suboficial anunció el séptimo segundo sobre la superficie, Martínez
hizo bajar el periscopio con un golpe seco. En un "pinchazo" tan rápido era muy improbable
que les detectaran, o al menos eso esperaban todos.
—Autorizado. Inundar tubos dos, tres y cuatro —dijo el comandante sin quitar la vista
de la pantalla del sonar, donde se veían claramente los trazos de los tres barcos marroquíes.
—Si los han oído no lo demuestran, mi comandante. La cuenta de vueltas de las hélices
no ha cambiado y tampoco la demora. Siguen igual.
—Pues personalmente no lo sé, pero Juanito Bermúdez, que estuvo muchos años
destinado en el Narval y ha estado muchas veces de maniobras con ellos, contaba que muy
buenos no eran.
Simancas, que ante todo era un tipo sensato, tras un silencio, añadió:
Océano Atlántico.
¡Qué vista tenía, la cabrona!, pensó Lucas con una sonrisa bajo la máscara de oxígeno.
Efectivamente, un poco por encima de su nivel se veían tres puntitos que sólo podían ser los
bandidos que la Armada había perdido cien millas al norte. Según Papayo, los marinos habían
bajado cinco Mirage marroquíes pero otros tres se les habían escapado después de soltar sus
misiles. Afortunadamente Lucas y Sandoval estaban en la posición perfecta para arreglar
aquello.
—Deben andar muy flojos de fuel, Barbie. Les calculo cuatrocientos nudos escasos.
Nos vamos a acercar por detrás con mucho cariño.
Lucas tiró la palanca del "throttle" hasta alcanzar máxima potencia militar. El
anemómetro pronto rozó la marca de los seiscientos nudos. Para aumentarla un poco más y
romper la barrera del sonido tendría que conectar la postcombustión, pero eso le secaría los
depósitos, y tampoco era realmente necesario. Muy poco tiempo después, los aviones
marroquíes serían claramente visibles.
Y esta vez habría estrellas verdes sobre fondo rojo para los dos.
De modo que era aquello. Enrique Pérez enfocó sus prismáticos hacia el horizonte del
sur, siguiendo la indicación de un soldado. Contó cuatro manchas negras que fueron
creciendo rápidamente. Dos de ellas, más pequeñas, se separaron del grupo y se
desplegaron a derecha e izquierda. Estaba tan absorto en la contemplación de lo que pronto
quedó claro que eran helicópteros, que tardó un segundo en reaccionar al grito de un cabo:
—Tomás —gritó en un intervalo de silencio entre dos granadas—, quiero que lleves a tu
pelotón a "La Conquista". Allí no queda nadie, y si esos cabrones aterrizan no quiero que nos
cojan a todos juntos.
Mar de Alborán.
—Procedan.
Los torpedos, a la orden del submarino, comenzaron a emitir señales de sonar para
localizar por sus propios medios los blancos que la computadora de tiro les había asignado
previamente. Acto seguido se cortaron los cables que les unían al sumergible. A partir de ese
momento, sólo se detendrían al alcanzar su objetivo o al agotar la carga de sus baterías.
—¡Arriba periscopio!
Técnicamente no era necesario, desde luego, pero Luis Martínez no pudo contener la
compulsión de observar con sus propios ojos el resultado del ataque.
—Cinco segundos.
La voz de Simancas llegó algo después de que el comandante del Siroco fuese testigo de
los efectos de la explosión de la cabeza de guerra del torpedo F. 17 Mod. 2, bajo la quilla de la
corbeta marroquí. Los doscientos cincuenta kilos de explosivo HBX3 partieron en dos la nave,
sacándola literalmente fuera del agua en su parte media mientras la proa y la popa se hundían
bruscamente. Un segundo después, ya oculta por un enorme hongo de humo pardo, la
corbeta, herida de muerte, cayó por su peso levantando una gran columna de espuma.
—¡Impacto!
—¡Avante toda! ¡Toda la caña a babor, para caer al tres cinco cero! ¡Vamos a cota
cincuenta!
El comandante Martínez daba las órdenes de forma refleja, como había ensayado
muchas veces en los ejercicios. Eso le permitía mantener una aparente calma que estaba muy
lejos de sentir.
—La demora del torpedo, mi comandante. Cambia rápidamente hacia babor y se aleja
sin zigzaguear. No está emitiendo nada.
—Quizá lo lanzaron sin darle una solución de tiro decente - intervino el segundo
comandante—, igual incluso se disparó accidentalmente con el impacto de nuestro torpedo.
El ambiente se relajó una vez más, pero aún había un buque marroquí allá arriba.
—Arriba periscopio.
Océano Atlántico.
Pérez de Castro seguía la evolución de la situación sobre la pantalla del CIC de la Blas
de Lezo. El último informe del helicóptero había dado al traste con la claridad del
planteamiento táctico. No había misiles. Ni el helicóptero AEW, ni la fragata Extremadura, ni
los propios sistemas de la Blas de Lezo detectaban nada procedente del sur. Sólo los
Harrier propios que se habían desplegado para buscar visualmente los elusivos misiles
aparecían en la pantalla, pero ellos tampoco veían nada. Tanto mejor, pensó el comandante de
guerra antiaérea. Pero sin saber bien por qué, seguía inquieto.
—¿Cómo que F-5? Los que nos han atacado no podían ser F-5. Esos no pueden llevar
misiles antibuque. Sólo bombas tontas y el perfil del ataque no parecía nada normal para una
misión de bombardeo. Y además... ¿qué coño han lanzado? ¿Depósitos auxiliares?
A la orden del teniente coronel Abdelkrim Zayid, los seis Mirage F- 1 EH 200
encendieron sus radares de búsqueda. Acababan de ascender a trescientos pies de altura, unos
cien metros, y las alarmas visuales y auditivas de sus alertadores de radar se habían vuelto
repentinamente locas. Cuando Zayid estudió la pantalla de su radar comprendió por qué.
Veinticinco millas al sudoeste de su posición se veían con claridad varios contactos de
superficie. Allí estaba la escuadra española, exactamente donde esperaba encontrarla.
— Líder a escuadrón: Seleccionen los blancos más grandes y disparen. ¡Allah Akbar!
—¡AllahAkbar, Dios es grande! —contestaron uno tras otro los seis pilotos del paquete
de ataque marroquí mientras lanzaban sus Exocet. El grito de guerra tradicional de los
guerreros musulmanes de todos los tiempos sonó apropiado en los orgullosos oídos de Zayid
en esa ocasión histórica.
A bordo de la Blas de Lezo, un fuerte pitido hizo converger todas las miradas sobre la
gran pantalla táctica. A unas veinticinco millas al nordeste de la fragata, como surgidas de la
nada, las emisiones de media docena de radares habían hecho saltar las alarmas del sistema
de guerra electrónica Aldebarán, que inmediatamente los clasificó como equipos de origen
francés, concretamente Thomson CSF Cyrano IV. Y eso significaba, sin sombra de duda,
cazabombarderos Mirage.
Pocos segundos después, el radar SPY-1 D del navio español mostró doce trazas en la
pantalla táctica. Seis de ellas se dirigían hacia el nordeste a gran velocidad, alejándose de la
escuadra. Las otras seis, más pequeñas, se aproximaban inexorablemente.
—Esta vez tienen que ser ellos —exclamó el comandante de la fragata—. No sé cómo se
las han arreglado para instalarlos, ni cuándo, pero nos están tirando misiles los muy cabrones.
Pérez de Castro, que era uno de los muchos españoles que habían vuelto a fumar en los
últimos días, encendió el decimoquinto cigarrillo del día. El humo, venenoso y maloliente
como era, logró sin embargo relajarle un poco. Y eso era buena cosa, porque las miradas de
todos los oficiales presentes en el CIC estaban fijas en él.
—Muy bien señoras y señores, si algo sabemos hacer bien en este barco, es justamente
derribar misiles antibuque. ¡Manos a la obra!
Menos de un segundo después de que los operadores teclearan las órdenes oportunas
en sus consolas, el sistema había asignado a cada blanco entrante un misil SM2 MR y el radar
SPY-1, sin dejar de explorar el espacio aéreo, había entrado en modo de seguimiento de las
trazas clasificadas como hostiles. Los aviones atacantes, a pesar de estar ya huyendo,
recibieron también la asignación de otros tantos misiles antiaéreos. Un par de segundos más
tarde, las compuertas de doce de los cuarenta y ocho pozos del sistema de lanzamiento vertical
de misiles Mk. 41 se abrieron en un movimiento brusco. Mientras tanto, un estridente timbre
avisaba del inminente lanzamiento, que llegó con un fragor creciente mientras los doce
misiles salían en rápida sucesión del lanzador, ocultando por completo la fragata en una
gigantesca nube de humo parduzco, que pronto fue arrastrada por el viento.
Los misiles ganaron rápidamente altura en una trayectoria vertical, para luego girar
casi en ángulo recto hacia el nordeste mientras descendían de nuevo en busca de sus blancos.
—Es acojonante —dijo el brigada Pertejo sin apartar la vista de su pantalla de radar.
Encontrándose todavía bastante al sur de la Blas de Lezo, el Sea King no había detectado de
inmediato el ataque marroquí. Sólo cuando, a petición del radarista, el piloto hubo ascendido
varios miles de pies pudieron tener un cuadro claro de la situación, aunque a costa de
consumir un combustible que ya empezaba a escasear peligrosamente.
Por ello, a bordo del portaaviones Príncipe de Asturias, un segundo helicóptero AEW
estaba ya preparado para despegar inmediatamente antes de que ellos apontaran, a fin de
mantener una cobertura permanente sobre la escuadra. Pero Pertejo era ya consciente de que,
en buena medida, la patrulla AEW había fracasado en su misión de detección precoz. El
amago de ataque por el sur había atraído su atención y, si bien habían dirigido con éxito a los
Harrier contra los intrusos, lo cierto era que esa había sido, con toda probabilidad, la
intención del enemigo que, mientras tanto, se había colado subrepticiamente por el norte.
Ahora, sin más cazas que oponer a los atacantes, la defensa de la escuadra estaba totalmente
en manos de la fragata AEGIS.
—Cinco segundos para la intercepción. Cuatro... tres... dos... uno... ¡Batido!, ¡batido!,
¡fallo!, ¡batido!, ¡batido!... —un suboficial iba cantando los impactos de los misiles Standard—
¡ Joder, falló el último!
Las miradas de todos los presentes en el CIC estaban fijas en la pantalla. Ver los iconos
de colores les proporcionaba un cierto distanciamiento frente a la cruda realidad: esos iconos
llevaban cada uno ciento sesenta y cinco kilos de alto explosivo y se dirigían hacia ellos. Pero
por el momento sólo parecía un videojuego en el que, aparentemente, iban ganando. Sólo
quedaban dos trazas de color rojo en la pantalla, a menos de ocho millas por la banda de
babor de la Blas de Lezo y cada uno de ellos acababa de recibir la asignación de dos misiles
ESSM por parte del sistema de combate AEGIS.
En el lanzador vertical se abrieron otras dos portezuelas, pero sólo se lanzó un misil.
Antes de que el segundo saliera de su pozo, uno de los Exocet marroquíes fue víctima de las
contramedidas electrónicas españolas que en ese momento saturaban una burbuja de espacio
electromagnético de varias decenas de millas en torno al grupo de batalla. El misil antibuque
perdió su guía y se precipitó inofensivamente al mar cinco millas antes de su objetivo.
—Tenemos un "soft kill" —dijo el suboficial sin poder reprimir una tensa sonrisa—, pero
todavía queda un vampiro en el aire. El ESSM lo va a interceptar en cinco, cuatro, tres, dos,
uno... ¡Batido, el hijo de puta!
El suboficial levantó un puño en el aire, pero luego lo bajó y miró al comandante con una
mueca de culpabilidad.
Pérez de Castro sonrió y palmeó la espalda del radarista con afecto y alivio.
El sargento Tomás y su pelotón llegaron al punto más alto de la pequeña isla justo a
tiempo para ser testigos de la destrucción de la corbeta y la patrullera marroquíes.
Contemplaron boquiabiertos las explosiones sin comprender de dónde había llegado aquella
inesperada ayuda. Pero no tuvieron mucho tiempo para recrearse en la desaparición de los
que, hasta pocos minutos antes, se habían esforzado por matarlos a todos. Desde el oeste,
donde el sol iniciaba su camino hacia el horizonte, surgió el estrépito de un rotor y un instante
después, el tableteo sincopado de una ametralladora.
Pero el Huey no dio la vuelta, sino que se alejó hacia la cercana isla Congreso, sobre la
cual permaneció orbitando a una distancia de seguridad en formación con dos helicópteros de
transporte Puma.
—Vale. Mira, quiero que te quedes ahí. Mete a parte de tu gente en el faro y despliega al
resto. Yo voy a desplegarme en arco desde aquí hasta los almacenes para ir avanzando hacia el
helipuerto. Si vienen les vamos a dar con todo. Lo que espero es que, quien sea que haya
hundido a esos barcos, se acuerde de nosotros y nos mande refuerzos. Cambio.
—Recibido mi primero.
—Suerte Agustín.
Un par de minutos después, Agustín Tomás, pudo comprobar con un escalofrío que los
marroquíes habían optado por atacar: tras un corto vuelo por encima del estrecho brazo de
agua que separa las islas de Isabel II y del Congreso, los dos helicópteros Puma se habían
dejado caer como piedras en un espeluznante aterrizaje de combate sobre la explanada
circular de hormigón del helipuerto, perdiéndose de vista tras los barracones que cortaba su
línea de visión.
Más al sur, sin embargo, Enrique Pérez pudo contemplar sin trabas el aterrizaje. De
cada uno de los helicópteros saltó una veintena de paracaidistas marroquíes que corrieron
para cubrirse del fuego de los Regulares. Afortunadamente para ellos, los soldados españoles
estaban todavía demasiado lejos para ser capaces de oponerles un fuego preciso. Así y todo,
cuatro soldados marroquíes cayeron heridos y fueron rápidamente subidos de nuevo a los
helicópteros, que despegaron de inmediato con sus fuselajes acribillados por el fuego de
armas ligeras pero sin daños de consideración.
Océano Atlántico.
Cuarenta millas al nordeste del grupo de batalla español, el teniente coronel Zayid
empezaba a relajarse por fin. Nada más lanzar el Exocet su radar se había vuelto loco por las
contramedidas electrónicas españolas. Y enseguida el alertador le había informado que estaba
siendo iluminado por un radar SPY-1 en modo control de fuego. Zayid y su escuadrón se
habían dejado caer bruscamente hasta el nivel del mar y habían dado la vuelta sobre su estela
poniendo rumbo a tierra con los postquemadores encendidos. Pocos segundos después se
habían sabido enganchados por misiles SM-2. Los pilotos marroquíes habían vivido unos
minutos estremecedores preguntándose si serían capaces de escapar. Al final la suerte había
estado de su parte y los misiles antiaéreos habían agotado su combustible sin llegar a
impactar, pero el margen había sido estrecho. Muy estrecho.
Increíblemente el helicóptero no fue detectado por el antiguo pero aún eficaz radar de
la Extremadura.
Sin embargo, la fragata española si detectó otro Panther, procedente de la Hassan II,
que apareció pocos minutos después al nordeste de su posición. El contacto duró poco y no se
pudo recuperar una vez perdido, por lo que se cursaron órdenes al Sea King AEW que acababa
de despegar del Príncipe de Asturias para que investigara el contacto escoltado por uno de los
Harrier que habían quedado en reserva. Pero eso iba a llevar unos minutos. Unos minutos
vitales.
Enseguida, un tercer misil, lanzado por la Hassan II siguió la estela de los dos primeros.
Nada más disparar, ambas fragatas se separaron adoptando rumbos opuestos a fin de
poner la máxima distancia entre ellas, en un intento de maximizar las posibilidades de que al
menos una sobreviviera al encuentro con la escuadra española.
Mientras tanto los misiles antibuque, lanzados desde el límite de su alcance útil,
recorrieron las primeras veinte millas de su ruta guiados de forma pasiva por su sistema
inercial. Eso les permitió pasar desapercibidos durante bastante tiempo. Cuando fueron
detectados por el radar SPS-52B de la Extremadura, se encontraban a diez millas de su
objetivo, unos dieciocho mil metros, y faltaban apenas sesenta segundos para el impacto.
La situación acababa de entrar en una fase de bloqueo casi total. Los paracaidistas
marroquíes nada más saltar de sus helicópteros habían ganado los edificios cercanos a la pista
de hormigón buscando la seguridad de los mismos. Los regulares del sargento Pérez habían
hecho otro tanto y se habían ocultado en los almacenes de la isla, mientras el pelotón de
Agustín Tomás permanecía en el faro y sus alrededores. Los regulares disponían de radios de
corto alcance pero no podían contactar con su base de Melilla. En una situación de práctica
igualdad numérica, marroquíes y españoles valoraban sus posibilidades de prevalecer en lo
que sólo podía evolucionar hacia una encarnizada lucha casa por casa y habitación por
habitación. No era una perspectiva atractiva para nadie y ambos bandos se limitaron a enviar
vacilantes patrullas de un par de hombres para reconocer el terreno.
Mar de Alborán.
—Vamos a largarle un torpedo con la cabeza de guerra desarmada. Quiero que le toque
a poca velocidad, lo justo para que se enteren y si no se quitan de en medio, los mandamos al
fondo. ¡Inundar tubos uno y cinco!
—Tubos inundados.
Esta vez Martínez mantuvo el periscopio arriba durante todo el recorrido del torpedo.
Cada pocos segundos miraba a Simancas, que permanecía atento a sus auriculares.
Mientras tanto, el pelotón de Agustín Tomás, había abandonado el faro y había bajado
hasta los depósitos de agua. Desde allí tendrían que cruzar una franja de terreno despejado
para alcanzar la capilla y converger con Pérez sobre el helipuerto y sus edificios adyacentes.
Allí tenía que estar el grueso del contingente marroquí.
Océano Atlántico.
—Mi comandante, tengo tres contactos radar con demora dos ocho cinco. Vienen muy
bajos y... ¡joder mi comandante, van a ser vampiros!
—Puente, ¡toda la caña a babor para caer al cero nueve cero, avante toda!
—¡Impacto de misil en veinte segundos! —el oficial táctico había asumido la función de
anunciar los tiempos por megafonía.
En ese momento, una campana anunció el lanzamiento de un misil Standard SM-1, que
partió raudo al encuentro de los Exocet marroquíes.
—iVampiro batido! —gritó el operador de radar, a la vez que un segundo SM-1 salía de
su lanzador Mk. 22, a popa de la fragata.
En la pantalla del radar, la traza del Standard sobrepasó las de los misiles marroquíes.
Por alguna razón, la espoleta de proximidad del misil antiaéreo no había funcionado. El
operador de radar cantó el fallo con voz quebrada, mientras el TAO, con los nudillos blancos,
se llevaba el micrófono a la boca:
Los Exocet se encontraban ahora a unos tres mil metros de su objetivo, con sus radares
bloqueados sobre el eco de la Extremadura a pesar de todos los intentos de los equipos de
guerra electrónica de la fragata para romper el bloqueo. En ese momento, los lanzadores de
chaff FMC SRBOC Mk 36 crearon una gran burbuja de tiras de aluminio que flotaron en el
aire por la popa del buque, intentando crear un falso blanco para los misiles. Durante un par
de segundos, uno de los Exocet dudó, en la medida en que puede dudar un cerebro
electrónico y se desvió ligeramente hacia la izquierda, pero la brisa del sur dispersó la nube de
chaff demasiado rápido y el misil marroquí volvió a aferrarse al mayor blanco que había
dentro de su alcance, que no era otro que la Extremadura.
Entonces abrió fuego el montaje Meroka de la banda de estribor de la fragata, rociando
el espacio con proyectiles de veinte milímetros a razón de veinticuatro disparos por segundo.
El sistema Meroka era uno de los sistemas de armas más controvertidos en servicio en la
Armada. Para los más cínicos no tenía otra utilidad que servir de ancla auxiliar en caso de
necesidad.
Y sin embargo funcionó bien. La cuarta salva de doce proyectiles pulverizó uno de los
Exocet, cuyos fragmentos se precipitaron al mar, pero aún quedaba uno.
No quedaba sino rezar... y eso no funcionó. El último de los misiles marroquíes hizo
blanco en la superestructura popel de la Extremadura, justo debajo del montaje de misiles
Mk.22, a lo largo del eje mayor del buque. Atravesó varios mamparos y luego estalló bajo la
torreta del radar iluminador, algo a popa de los lanzadores de misiles Harpoon.
—Yo bien. Mira, localízame al contramaestre y que ponga en marcha el trozo de control
de averías si no lo ha hecho ya. Quiero un informe de daños cagando leches. Y saca a esta
gente. Yo estaré en el puente — miró a su alrededor las pantallas apagadas del CIC—. Aquí no
hay nada que hacer de momento.
Giró con decisión la llave de apertura del circuito contra incendios... y no pasó nada.
—¡No tiene presión, me cago en sus muertos! ¡Salir de ahí ahora mismo!
Riera no tuvo que esperar mucho. Los marineros corrieron hacia proa y él les siguió.
Cuando atravesó la siguiente compuerta estanca no pudo evitar volverse mientras la cerraba.
Casi no pudo creer lo que vio: el mamparo se derritió literalmente ante sus ojos y una lengua
de fuego avanzó hacia él. En el último segundo pudo cerrar la compuerta ayudado por la
corriente de aire que el incendio succionaba, voraz, en su necesidad de oxígeno.
Enrique Pérez le dio una suave palmada en el casco. El soldado tenía razón. Los
marroquíes estaban bien atrincherados. Iban a necesitar artillería para sacarlos de allí. Y ellos
seguían solos.
Océano Atlántico.
La Extremadura flotaba muerta en el agua ante los ojos del contralmirante Subiño. La
columna de humo que surgía de las entrañas de la fragata había perdido algo de intensidad,
pero conservaba su aspecto ominoso. Sin duda el buque estaba perdido, aunque Aparicio, su
comandante, le había dicho que, con un poco de suerte, no se iría a pique. Eso tenía una
importancia más simbólica que real. Con más de treinta años sobre sus cuadernas, la
Extremadura jamás sería reparada, pero al menos el enemigo no podría adjudicarse otro
hundimiento. Tampoco era lo mismo presentar al gobierno una fragata averiada que una
hundida.
Algo como los misiles Penguin que colgaban del costado de babor de los tres
helicópteros SH-60 B Seahawk que habían despegado de las tres fragatas que permanecían
operativas en la escuadra española en cuanto se tuvo confirmación del contacto.
No hizo falta mucho tiempo para que los Seahawk alcanzaran su distancia de
lanzamiento. Escoltados por una pareja de Harrier que habían vuelto a despegar del Príncipe
de Asturias una vez repostados, se desplegaron con un intervalo de una milla entre ellos. De
ese modo los misiles alcanzarían su objetivo desde vectores diferentes, dificultando cualquier
posible defensa. Pero no había defensa posible para la Hassan II. La fragata marroquí era, a
pesar de su designación oficial, un buque de patrulla marítima no preparado para hacer frente
a un ataque con misiles.
Los tres Penguin españoles alcanzaron su objetivo casi en el mismo instante y su efecto
combinado fue demoledor. Lo que había sido el buque marroquí más moderno y orgulloso,
era ahora una ruina humeante, hundiéndose lentamente de popa en el océano.
Mar de Alborán.
Con una sonrisa en los labios ordenó bajar la antena con la que había estado enviando
mensajes en demanda de ayuda para los regulares de Chafarinas. Su misión, al menos por el
momento, estaba sobradamente cumplida. Era hora de buscar aguas más profundas.
—Avante para diez nudos. Caemos al tres cinco cinco, cota cincuenta.
Trescientos pies por encima de la superficie del mar tres helicópteros CH-47 Chinook
del BHELTRA V se aproximaban a las islas Chafarinas escoltados por dos helicópteros de
ataque B0-105. Más arriba, una pareja de cazabombarderos EF-2000 proporcionaban escolta
antiaérea. Dentro de la enorme panza de los Chinook, más de un centenar de fusileros de la
Brigada Paracaidista, se preparaban para acudir en ayuda de Pérez y sus hombres. Océano
Atlántico,
No cabía duda, pensó Pérez de Castro tras evaluar los resultados de la batalla aeronaval
que acababa de librarse, la primera desde la guerra de las Malvinas, que toda una categoría de
buques de guerra acababa de quedar definitivamente obsoleta.
17 de septiembre
Tetuán, Marruecos.
Con un sordo clic, la fecha del reloj de pulsera de Alfredo Suárez saltó
automáticamente al llegar la media noche. En el televisor de la habitación del hotel ya
no se podían ver cadenas españolas de televisión, ni siquiera TVE internacional, pero
la CNN y la Fox se estaban ocupando de la crisis con bastante amplitud. No había
confirmación de las partes, pero aparentemente esa misma tarde, se había
desarrollado una importante batalla naval en aguas del Atlántico cercanas a Canarias.
—¿Se sabe algo? —le preguntó a Carlos Cuenca, que miraba absorto la pantalla
de su ordenador portátil. Al principio habían pensado en tomar dos habitaciones para
evitar malos entendidos, pero después el oficial del CNI había decidido que los malos
entendidos podían constituir una tapadera inmejorable.
El marroquí había aceptado hablar con Cuenca esa mañana, pero había dejado
claro que, en adelante, sólo hablaría con Suárez. El médico había intentado eludir esa
responsabilidad, pero Hammadi había sido inflexible en eso y no le había quedado otro
remedio que aceptar su condición de intermediario en lo que no iba a ser una tarea
nada fácil. Como para irse a dormir.
—Lo que no entiendo es cómo demonios puede ayudarnos el pobre viejo éste
—dijo Alfredo mientras masticaba unas almendras que había encontrado en el minibar.
—Para empezar no es tan viejo. Debe tener cincuenta y pocos años. Y puede
proporcionarnos muchísima información sobre los movimientos integristas en
Marruecos.
—Ya, pero... ¿por qué tendría que hacerlo? No creo que esté interesado en
colaborar por dinero y, aparte de que me esté agradecido porque hace años operé a su
hijo, no creo que le caigamos especialmente bien.
—Pásame una almendra, anda. Mira, tú mismo nos contaste que Hammadi está
quemado. Es islamista, sí, pero no es un terrorista, ni un asesino. En realidad es un
hombre de honor y por ahí es por donde hay que entrarle. No le caemos bien, cierto.
Pero el régimen de Rabat le cae peor todavía, aunque lo vea como un mal menor para
su país. Y lo que está pasando puede influir enormemente en Rabat, para bien o para
mal. Además también te contó que le preocupa sobremanera lo que puedan hacer los
integristas si Marruecos pierde la guerra. Eso es, precisamente, lo que más nos
interesa.
—¿Y cómo podemos nosotros aprovechar el conocimiento sobre lo que hacen los
integristas?
—Exacto.
Madrid.
—Parece que la van a poder mantener a flote —dijo con visible alivio.
Los hombres reunidos en torno a la mesa apretaron las mandíbulas. Todos eran
conscientes de que la ira no era buena consejera para los más altos responsables de las
fuerzas armadas de un país en guerra, pero seguían siendo seres humanos, y la
adrenalina circulaba por sus cuerpos como por el de cualquier otro.
El primero en hablar fue el JEMA, el jefe de estado mayor del Ejército del Aire.
Era un hombre tranquilo y regordete que raramente levantaba la voz.
—¿Alguien me puede decir a qué estamos esperando para barrer del mapa a esos
cabrones?
El general del aire Francisco Luque Cadaqués miró al JEMAD con una sonrisa
helada que no contenía ni una pizca de alegría.
—Es que hoy tengo el ánimo más bien destructivo, mi general. Y también tengo
en Morón, y en Gando, y en Los Llanos un montón de aviones de combate con la
barriga cargada de bombas y mucha mala leche acumulada.
—La situación está controlada —respondió el jefe de estado mayor del Ejército—.
Los supervivientes de la sección de regulares que llevaron el peso de la defensa ya han
sido evacuados. Han combatido muy bien, a pesar de las bajas. Cuando llegaron los
paracaidistas, tenían al enemigo inmovilizado en una zona muy pequeña. Ahora hay
una compañía completa de la BRIPAC en las islas. No tengo ni idea de porqué se les
ocurrió a los marroquíes atacarlas, pero desde luego que no van a tener cojones de
volver después de la paliza que se han llevado.
Rabat, Marruecos.
El silencio en el despacho de Driss Abdelar era absoluto. Tan profundo que era
posible distinguir el lejano sonido de las palabras del interlocutor del general Munjib
al otro lado de la línea telefónica. El ambiente, desde luego, resultaba acorde con la
crispación del gesto del ministro de Defensa. Lo que Munjib estaba escuchando no
podían ser, en modo alguno, buenas noticias.
—Se trataba de un avión Hércules de guerra electrónica. Como sin duda sabe el
señor ministro —era el turno de Munjib para el sarcasmo-. Se trata de un tipo de
aparato que detecta las características específicas de cada tipo de radar para
identificarlo. Lo que el Hércules detectó era sin ningún lugar a dudas un buque de
guerra español, concretamente una fragata de tipo AEGIS. Un instante después de
enviar su informe, recibió el impacto de un misil antiaéreo y cayó al mar. ¿Le parece al
señor ministro suficiente seguridad?
—No me he vuelto loco. Piénselo, hombre, usted mismo nos dio la clave hace
unos días. Se trata del precio. A España le está saliendo muy barata esta guerra.
Sólo han perdido un par de barcos, que ni siquiera eran los más modernos de su
flota, y quizá doscientos hombres. Algunos periódicos españoles ya se preguntan si
esa plataforma petrolífera merece la pena. Difícilmente soportarán más bolsas de
plástico.
Océano Atlántico.
El teniente Hannach volvió a leer sus órdenes con un gesto amargo. Las había
recibido en modo texto por vía satélite en su ordenador portátil táctico.
Se trataba del último juguete tecnológico comprado a los americanos por la Real
Infantería de Marina. El joven oficial no estaba muy seguro de su utilidad en combate,
pero no cabía duda de que el cabrón que prácticamente le estaba ordenando suicidarse
no se había visto obligado a decírselo de palabra, como un hombre.
Madrid.
La operación Sierra Foxtrot entraba en su fase final. Hasta ese momento, todos
los movimientos de las Fuerzas Armadas estaban planificados. Lo que nadie sabía era
que iba a pasar después.
Océano Atlántico.
Los pilotos españoles no eran los únicos que disponían aquella noche de gafas de
visión nocturna. Encaramado en el punto más alto de la torre de perforación de la
plataforma Canarias 1, un cabo marroquí luchaba contra el vértigo mientras escrutaba
el horizonte a través de su propio aparato de intensificación de la luz nocturna. La
calidad de la imagen distaba mucho de ser óptima, pero a pesar de todo no podía dejar
de ver los cinco aparatos que se aproximaban por el noroeste. Con un escalofrío, soltó
su mano derecha de la barandilla de seguridad para alcanzar su "walky-talky", colgado
del cinturón.
Mientras Cobra cero siete iniciaba una vertiginosa serie de bruscas maniobras
evasivas y lanzaba un rosario de bengalas destinadas a confundir a la cabeza buscadora
del misil, su punto no perdió el tiempo. Con un movimiento del pulgar derecho accionó
la palanca de selección de armamento para elegir los cohetes ZUÑI de cinco pulgadas.
Un segundo después, cuando la distancia de lanzamiento se encontraba ya peligro-
samente cerca del mínimo de seguridad, apretó el gatillo y lanzó dos salvas de tres
cohetes cada una. Luego, sin esperar a ver el resultado de su disparo, tiró de la palanca
de mando y metió gas a fondo mientras lanzaba su propia serie de señuelos infrarrojos.
Hassan el Yazghi contempló extasiado la trayectoria espiral del misil que acababa
de lanzar. Parecía cosa de magia verlo perseguir el resplandor de los escapes del caza
enemigo que se alejaba maniobrando violentamente y soltando pequeñas bengalas que
no parecían desorientar al misil de su objetivo. Sonrió y se dio la vuelta para pedir a su
asistente una recarga para su lanzador. Entonces todo estalló a su alrededor, sin que
Hassan llegara nunca a saber qué lo había matado. Con él murió su asistente y
desapareció el cincuenta por ciento de la defensa antiaérea de la plataforma Canarias
1.
Pero el SA-7 Grail que había lanzado no tenía modo de saber que el tubo del que
había salido y la mano que lo había disparado no existían ya. Y aunque lo hubiera
sabido, probablemente no le habría importado. La única razón de su existencia era
cazar aviones, y su limitado cerebro electrónico estaba dedicado a ello por completo,
analizando los brillantes, calientes y atractivos señuelos infrarrojos y desechándolos
uno por uno para volver a centrarse en el chorro de gases de escape del Harrier, menos
llamativo, pero más coincidente con el patrón que su programación le obligaba a
buscar. Y no era fácil. El caza español maniobraba bruscamente obligando al misil a
malgastar su escaso combustible en seguir la trayectoria de su blanco. Pero su
velocidad era mucho mayor y la distancia entre ambos disminuía de forma sostenida.
Era una carrera entre resistencia y velocidad y aunque el tiempo corría en contra del
misil de fabricación rusa, la fortuna se decantó a su favor. Justo en el momento en que
el motor cohete agotó el último gramo de combustible, el misil impactó en el fuselaje
del avión español activando la espoleta, haciendo explotar la cabeza de guerra y
arrancando de cuajo la cola de la aeronave en mitad de un viraje a la derecha.
—Cobra uno uno virando para una segunda pasada sobre el objetivo — dijo el
piloto del segundo Harrier con la voz distorsionada por la ira.
—Negativo Cobra uno uno. Hay dos Plus en más cinco para darte el relevo. Cae al
dos siete cero para iniciar circuito de apontaje.
—¡A los helicópteros, joder!, dije que había que disparar a los helicópteros. Un
caza no puede conquistar una mierda, pero un helicóptero sí. ¿Qué daños tenemos?
El sargento tenía la cara tiznada por el humo del incendio que acababa de
presenciar.
Hannach apretó las mandíbulas. Tres bajas. Eso le dejaba con veinticinco
hombres, incluyéndose él mismo, para defender la plataforma contra toda la jodida
Armada Española. Maravilloso.
—Quiero que todos se alejen de las ventanas. Distribúyanse en los principales
pasillos de acceso. Equipos de dos hombres. El Grail que nos queda que cubra la
plataforma del helipuerto. ¡Muévanse!
Pero el portador del único SA-7 superviviente no iba a recibir sus órdenes. Estaba
muy concentrado intentando definir el contacto que la cabeza buscadora de su misil
establecía y perdía intermitentemente en los últimos dos minutos con lo que sólo podía
ser una aeronave española. El soldado marroquí no podía ver al Harrier que se
aproximaba, pero sabía que estaba allí. Tenía que estar allí. De pronto, el sonido
intermitente se estabilizó. El blanco había sido adquirido. Ahora sólo había que
esperar unos segundos y...
Rabat, Marruecos.
La sorpresa había sido mayor cuando, bebiendo té a la mesa del ministro, había
visto a Driss Abdelar y al ministro de economía. ¿Por qué no le habían convocado al
despacho de Abdelar? ¿Por qué no estaba allí el general Munjib?
—Tiene usted razón, señor ministro. De hecho, tengo entendido que el ministro
de defensa...
Abdelkader le interrumpió:
—Así es, señor ministro. Se trata de una compañía reforzada del segundo
batallón de desembarco. Su misión original iba a ser actuar como guarnición de la Isla
de Leila. Una vez que los españoles tomaron la isla para abandonarla acto seguido, se
decidió dejar esas fuerzas en el continente para contribuir al cerco de Ceuta.
Esta vez fue Driss Abdelar quien, incapaz de permanecer más tiempo callado,
interrumpió a Yussufí. El primer ministro se puso en pie para hablar.
Unos segundos después alcanzaron el agua los cabos Sansegundo y Gómez. Los
tres serían esta vez el equipo "Delta". Tras reunirse y señalar su disposición con una
señal de la mano, Delgado se ajustó el regulador de su equipo autónomo y se sumergió
en el negro océano alejándose del estruendo de los helicópteros que ya ganaban altura.
Aunque no tenía modo de estar completamente seguro, el teniente delgado confiaba en
que las sucesivas pasadas de los Harrier de la Novena escuadrilla hubieran creado
suficiente confusión en la plataforma como para que su inserción en el agua pasara
inadvertida.
Pasaron casi quince minutos antes de que el teniente Hannach fuera capaz de
retomar el control de la situación, pero para entonces ya había un helicóptero español
cerniéndose sobre la pista de aterrizaje mientras otro barría las pasarelas exteriores y
las ventanas con abundante fuego de cobertura de su ametralladora pesada. Sólo un
infante de marina marroquí osó asomarse a través de una escotilla para disparar
contra el Sea King que en ese momento se posaba sobre la plataforma, pero los
fogonazos de su fusil atrajeron de inmediato la atención del ametrallador español. Un
momento después, el soldado marroquí era llevado a la enfermería sangrando
abundantemente por una ingle. A juzgar por el volumen de sangre que iba dejando
atrás por los pasillos no parecía probable que llegara con vida a su destino.
A una señal del capitán Abelló, jefe del equipo "Alfa", uno de los infantes colocó
una pequeña carga de explosivo plástico sobre la cerradura de la escotilla y se apartó
para hacerla detonar. La escotilla de acero no resistió la explosión y se desplomó hacia
dentro. Como la coreografía mil veces ensayada que en realidad era toda la maniobra,
un sargento y un cabo arrojaron al unísono sendas granadas al interior del vano
todavía humeante, retrocediendo enseguida un paso para protegerse de los efectos de
la explosión, que se produjo de inmediato. En cuanto se disipó el humo, el sargento se
ajustó las gafas de visión nocturna y entró en el pasillo acribillado de metralla. No
esperaba encontrar ningún cadáver, pero de hecho había dos. Los infantes de marina
marroquíes se habían convertido en guiñapos irreconocibles, pero el sargento no se
compadeció de ellos. No había tiempo para eso, al menos de momento.
El soldado alauí tenía dieciocho años y el miedo que asomaba en sus ojos no
contribuía a hacerle parecer mayor, a pesar del uniforme, el casco y el fusil. La granada
española había caído a sus pies y sólo el instinto le había hecho darle una fuerte patada
que la había hecho retroceder unos metros por donde había llegado. Fue también el
instinto el que le había impulsado a correr con toda su alma hasta alcanzar la esquina,
mientras dos de sus compañeros, mucho más experimentados, se habían quedado
quietos durante tres segundos. Demasiado tiempo.
—¿Abierta?
—Despejado, mi teniente.
—Delta Uno a todas las unidades: inserción completada con éxito. Accedemos al
objetivo según las órdenes. Corto.
Tetuán, Marruecos.
-Diga.
—Soy Hammadi. ¿Puede usted venir a verme ahora, doctor? Me doy cuenta de
que la hora es inconveniente, pero se trata de algo importante.
—Doctor Suárez, usted sabe que no son muchos los amigos que me quedan en los
círculos del poder. Pero los que me han sido fieles todo este tiempo lo son en grado
sumo. Esta noche, hace menos de una hora, he sabido algo que me ha producido un
gran desasosiego.
—Desde el principio esta guerra ha sido una locura. Una cadena de errores e
incompetencias que nadie ha sabido anticipar ni, sobre todo, enmendar. El gobierno
de mi país ha ido bandeando la situación intentando ponerle coto pero sin saber
realmente cómo. Sin embargo eso ha cambiado esta misma noche. Naturalmente no
voy a revelarle cómo lo he sabido, pero puedo decirle sin lugar a dudas que una facción
del gobierno, eso si mayoritaria, ha decidido llevar la lucha hasta sus últimas con-
secuencias a espaldas de algunos miembros del propio gobierno y del propio rey.
-Sí.
Hammadi miró a su interlocutor con una pena infinita en sus cansados ojos.
Tardó en responder, mientras parecía sumido en sus propios pensamientos.
—El primer ministro sabe que si negocia en desventaja perderá el poder. Sólo
podrá conservar su puesto si logra obligar a España a negociar alguna cesión
significativa. Ha invertido mucho capital político en esto y ha perdido el control. Ahora
sólo huye hacia adelante.
—Me consta que se están preparando para el asalto al poder. No le puedo dar
detalles concretos porque los ignoro, pero créame si le digo
que harán todo lo posible para alimentar el fuego del conflicto. Odian a Occidente,
pero desean la derrota de Marruecos para ver su camino allanado. Es muy probable
que estén preparando atentados en España para culpar al gobierno marroquí y
exacerbar la cólera de los españoles.
—Doctor Suárez, ni siquiera sé muy bien por qué le estoy contando todo esto.
Supongo que es porque sé que es usted un hombre bueno y sensato. Si Dios ha hecho
que nuestros caminos se crucen, quizá sea con un propósito. Pero mi escasa
sabiduría no llega tan lejos.
—Sólo sé que hay que parar la guerra antes de que se convierta en una matanza
que siembre el odio para siempre entre nuestros pueblos. Sólo eso.
—No lo sé, doctor Suárez, realmente no lo sé. Quizá el ministro de defensa, que
es un hombre sensato y un soldado honorable... o incluso el mismo Rey.
—Sé que sabrá usted perdonar mi descortesía, doctor, pero ahora debe irse.
Actúe con prudencia y haga buen uso de lo que sabe. Tal vez nos veamos cuando
todo esto haya pasado, si Dios quiere.
Océano Atlántico.
Eran casi las tres de la mañana en Marruecos, cerca de las cinco al otro lado de la
frontera que, más que verse, se intuía a los pies del monte Yebel Musa. Más allá, las
luces de Ceuta destacaban la silueta de la ciudad contra el negro mar. Faltaban todavía
más de dos horas para la salida del sol, pero el mayor Abdalah, al mando de la Ia
Compañía del 2o Batallón de Desembarco de la Real Infantería de Marina tenía muy
poco tiempo para completar la tarea encomendada. Había recibido sus órdenes por
radio hacía una hora, de boca del mismísimo almirante Yussufi. Algo irregular, sin
duda, pero un mayor de la Real Infantería de Marina no cuestiona las órdenes del
almirante jefe de estado mayor de la Marina Real. No al menos, si le tiene algún
aprecio a su carrera militar.
El mayor marcó con su lápiz una curva de nivel en el mapa y luego señaló con la
mano hacia el este.
—Aquí, a unos cien metros de donde estamos, hay una especie de plataforma
bastante llana en la ladera con un excelente campo de tiro sobre la ciudad. Vamos a
colocar los morteros a la derecha y los misiles antitanque a la izquierda, lo más
dispersos que se pueda. Los antiaéreos portátiles se quedan con nosotros aquí mismo.
Los morteros abrirán el fuego exactamente a las cuatro cero cero, si Dios quiere. —Si
Dios quiere, mayor.
Tetuán, Marruecos.
Océano Atlántico.
El teniente Delgado se aferró al perfil metálico del conducto principal del aire
acondicionado. Sus hombres y él llevaban más de una hora metidos en el estrecho
túnel de sección cuadrada. Los tramos verticales habían sido los más complicados,
sobre todo porque no llevaban equipo específico para escalada y se habían visto
obligados a trepar apoyando la espalda contra una pared y empujándose con manos y
pies en la pared opuesta. Ahora, en el último tramo horizontal que quedaba para
alcanzar el área administrativa donde se habían atrincherado los marroquíes, Delgado
se sentía como el monstruo de "Alien" reptando por los conductos de la nave
Nostromo. El teniente no tenía ácido corrosivo ni cabeza telescópica, pero no por ello
era menos peligroso. Esta vez, Ripley, pensó con una mueca sardónica cargada de
adrenalina, la has cagado.
Pero aún faltaba la parte más difícil. Arrastrándose milímetro a milímetro para no
hacer ruido, Delgado alcanzó una rejilla de ventilación. Si su plano no mentía, esa
rejilla en concreto tenía que abrirse a la oficina más grande, una gran estancia de casi
sesenta metros cuadrados donde debía encontrarse la mayoría de los infantes
marroquíes. Y así era.
Cuando el teniente Delgado alcanzó la rejilla pudo verlos sentados en las sillas o
en el suelo. Conteniendo la respiración, se desplazó ligeramente para abarcar con su
vista toda la estancia. Aparentemente sólo uno de los marroquíes se mantenía alerta,
pero apuntaba su fusil a través del vano de la puerta de acceso, que Delgado supuso
daría al mortal pasillo de acceso. ¿Qué héroe de la antigüedad había defendido un
puente, sólo contra todo un ejército? Tendría que consultarlo cuando volviera a San
Fernando, pero antes tenía cosas más urgentes que hacer. Contó diez infantes
marroquíes en aquella sala.
Cuando Hannach logró ver algo a través del humo, comprendió de inmediato
que estaba solo. Levantó su fusil y giró la cabeza recorriendo la estancia sin ver
enemigo alguno. Sólo escuchó gritos en español procedentes del pasillo. Luego pasos.
En veinte segundos estarían allí, y él no tendría otra opción que rendirse, o... En ese
momento notó un brillo rojo y, bajando la cabeza, vio un nítido punto escarlata
brillante en su pecho. Un láser. Pensando frenéticamente, miró hacia la parte alta de la
pared y vio el hueco que había cubierto una rejilla de aire acondicionado.
En la negrura del interior, destacaba un punto rojo, gemelo del que iluminaba su
pecho. Entonces lo decidió: con un gesto deliberadamente lento, alzó el fusil, apuntó y
disparó al hueco del aire acondicionado. Inexplicablemente el cañón se alzó en el
último momento y la bala impactó en el techo, a más de un metro de su objetivo.
Hannach se extrañó mucho. Nunca había fallado un disparo así. Bueno, pensó, todo
era cuestión de volver a apuntar. Sólo un poco más bajo. Aunque, ¿no era un poco raro
que el fusil pesara tanto? Un rato antes lo había levantado sin dificultad. Un poco
inquieto, miró al punto rojo de su pecho. No quería que el enemigo tuviera demasiado
tiempo para apuntarle. Tal vez fuera buena idea arrodillarse, se dijo mientras tocaba
con su dedo el orificio negro que había sustituido al punto rojo de su pecho. Muy
curioso... era un orificio redondo y pequeño y de su interior salía un hilillo de humo. Si,
realmente era muy curioso.
Madrid.
El teléfono sonó cinco veces antes de que Juan Carlos Talavera fuera capaz de
reunir lucidez suficiente para contestar. Tras encender la luz descubrió, no sin cierto
desconcierto, que estaba de nuevo durmiendo en el cuarto de guardia de La Casa. El
reloj le informó, despiadado, de que había dormido menos de tres horas.
—Juan Carlos, soy Ana. Lávate la cara y vente cagando leches para la oficina.
—Lee esto jefe —dijo Ana Casado cuando Talavera entró en la oficina frotándose
la cara, alcanzándole el documento remitido desde Tetuán por Carlos Cuenca —. Es
dinamita.
—Opiniones.
—Ya. Yo también. Me refiero a que opines sobre el contenido. ¿Puede ser algún
tipo de maniobra?
Ana Casado resopló. Lo que su superior le pedía eran palabras mayores.
—Joder, Juan Carlos, es que lo que dice ese documento es una trampa lógica de
la leche.
—Expláyate, anda —la animó Talavera con una sonrisa. Cuando Casado
empezaba así, solía ser muy interesante oírla.
—A ver: Marruecos nos va a atacar con todo. Ya lo están haciendo en el mar, pero
el contenido de este mensaje sólo puede significar Ceuta y Melilla. No esperan ganar,
sino sólo desgastarnos el tiempo suficiente para obligarnos a negociar. En realidad no
pretendían llegar tan lejos, pero eso es lo que hay. Sin embargo, los integristas
marroquíes, que desean la derrota de su gobierno en función de sus propios intereses,
nos intentarán atacar de modo no convencional para cabrearnos en serio y
"ayudarnos" a ganar. Hasta ahí nada raro. Todo es coherente con nuestros análisis
previos. Retorcido de cojones, pero coherente.
—¿Y la trampa?
—Bueno, dado que Marruecos sabe que tememos un vuelco integrista en Rabat
casi más que a la derrota, podrían haber orquestado esta filtración para meternos el
miedo en el cuerpo. Nadie se ha olvidado del 11-M. El mensaje podría ser algo así
como: "si queréis evitar problemas gordos de verdad, mejor os sentáis a negociar, ya".
Talavera sorbió su café. Naturalmente lo que decía Ana tenía todo el sentido del
mundo. Era lo malo de intentar leer la mente de un enemigo: con frecuencia te
conducía a actuar de forma contraria a lo que tú pensabas que él pensaba que tú ibas a
pensar. Lo cual te llevaba, una vez desarrollado un plan de acción a pronunciar la
célebre frase de las viejas películas de guerra: "¡No!, eso es lo que esperan que
hagamos". En las películas solía funcionar. Solía.
—Bien —dijo Juan Carlos Talavera dejando su taza de café sobre la mesa y
levantándose—, nos pagan para que nos mojemos y eso vamos a hacer. Que vengan
Aberasturi y Méndez. Tenemos que digerir esto y presentar un análisis decente en el
despacho del director a primera hora.
Ceuta.
El sargento Mahmoud estaba tenso y muy cansado. El solo hecho de ocupar sus
posiciones en el sector de Beliunech, sobre la carretera de Benzú, había constituido
una prueba para su habilidad y sus nervios. En aquella zona del litoral marroquí no
existía ninguna carretera realmente buena por lo que para llegar allí habían tenido que
conducir sus carros durante toda una noche por una estrecha pista asfaltada entre
riscos y barrancos, rodeando por el este el monte Yebel Musa. Se suponía que eso
podría sorprender a los españoles, pero el sargento tenía dudas al respecto. No es fácil
esconder veintiún tanques al borde de una carretera, por mala que sea.
—Identificado blanco, carro, a las once; parece un Tango siete dos —dijo el
teniente Fajardo por el circuito del escuadrón—. Se desplaza a poca velocidad a uno
tres cero cero metros. Cargando proyectil AP.
—¡Que nadie abra fuego! —ordenó el capitán Arconada, jefe del escuadrón, desde
su carro de mando apostado sobre la misma carretera de Benzú, a la altura de Punta
Bermeja, varios kilómetros a retaguardia de la sección del teniente Fajardo.
Esperamos órdenes del mando, o sea que todos tranquilos. Confirmen.
Todos los jefes de carro del escuadrón confirmaron la recepción de las órdenes,
pero la tensión era evidente en sus voces. El bombardeo marroquí duraba ya varios
minutos, y aunque parecía poco denso y menos efectivo, el hecho incontrovertible era
que el ejército marroquí estaba bombardeando territorio nacional español. No era
como para estar demasiado tranquilos.
Al otro lado de la frontera, el sargento Mahmoud había colocado por fin su carro
en una posición más favorable para la observación. Ahora podía ver que lo que había
tomado por un arbusto no era tal. Se trataba de un tanque español camuflado con
ramaje sobre su casco y torreta y semioculto tras una tapia que debía de haber
pertenecido en algún momento a un pequeño huerto en la parte posterior de una vieja
casa semiderruída al borde de la carretera. Su equipo de visión infrarroja permitía
ahora distinguir con claridad el calor del motor diesel en la parte trasera. En ese
momento una granada procedente del misterioso mortero fantasma cayó a pocos
metros del carro español, envolviéndole en una nube de polvo.
Con un gesto automático pulsó el botón que activaba el telémetro láser. Éste
envió la información pertinente al ordenador de tiro, que corrigió levemente el alza del
cañón de ánima lisa de 125 milímetros y quedó en espera de la orden de disparo.
Mahmoud se dispuso a esperar, pero advirtió un destello procedente de la torreta del
carro español. ¿Un láser? No iba a esperar a comprobarlo. Disparó.
—¡CLANNNNG! —el proyectil procedente del tanque marroquí alcanzó la torreta
del M-60 del teniente Fajardo con un ángulo excesivamente abierto para penetrar la
coraza. El dardo subcalibrado de tungsteno del proyectil, abrió un surco en el acero del
lateral derecho de la torreta y luego rebotó hacia fuera cayendo inofensivamente en el
suelo cien metros más lejos. Pero la vibración en el interior del carro fue brutal.
Javier Fajardo se limpió la sangre que caía de su ceja derecha, rota. El teniente
había estado mirando con la cara pegada al visor infrarrojo cuando observó un destello
procedente del tanque marroquí. Si el moro tomaba distancias, él también, había
pensado mientras accionaba su propio telémetro. Luego, el tremendo golpe le había
hecho pensar por un momento que todo había acabado.
—¿Todos bien? —preguntó en cuanto se hubo asegurado que seguían con vida.
Los tripulantes del carro, aturdidos pero enteros respondieron uno por uno.
—Estamos bajo fuego enemigo mi capitán. Un Tango siete dos nos ha disparado.
Hemos recibido un impacto, pero no ha perforado el blindaje. Hemos respondido al
fuego.
—Y lo han batido, ya lo he oído, pero ¿seguro que ellos dispararon primero? Mira
que nos jugamos mucho.
Casi ahogado por el espesor de acero de las corazas de los carros, un grito
unánime se oyó a pesar de todo en la zona ocupada por el primer escuadrón del
Regimiento de Caballería Acorazado Montesa N° 3:
—¡Viva!
Mientras tanto, a la luz mortecina del amanecer, unas gruesas gotas de lluvia,
pesadas como lágrimas, comenzaron a mojar por igual a ambos ejércitos enemigos.
Madrid.
Juan Carlos Talavera supo que Hammadi no había mentido, mientras aún se
encontraba a bordo del coche del CNI que le llevaba, junto al director, al palacio de la
Moncloa. La llamada telefónica de Ana Casado le había imbuido una sensación de
ominosa urgencia que el cielo plomizo, que cubría Madrid con las primeras luces del
amanecer, no hacía sino volver más pesada en su ánimo.
Lo que encontró en la sede de la presidencia del gobierno no fue otra cosa que un
reflejo del color de las nubes en las caras de todos los que se cruzaban con él en su
camino, pero fue el rostro del presidente del gobierno, demacrado y ojeroso, el que con
más crudeza reflejaba la preocupación, y aún la desesperación, de quien se sabe
inmerso en una pesadilla de la que no puede despertar.
—Les escucho.
Juan Carlos Talavera sacó una copia del mensaje original enviado esa misma
madrugada por Carlos Cuenca y se la entregó al presidente del gobierno. Éste ojeó el
documento, pero enseguida miró a Talavera. Era evidente que prefería una explicación
de palabra.
El presidente del gobierno agitó la cabeza con aire cansado. No estaba del mejor
humor del mundo y eso le generaba impaciencia.
—Hágalo.
—El primer ministro marroquí, con buena parte del gobierno tras él, ha perdido
la confianza en el ministro de defensa. El general Munjib ha sido muy crítico con toda
la gestión de esta crisis por parte de Driss Abdelar y parece que está obstaculizando los
movimientos militares. Lo que dice nuestra fuente es que, ya que no lo pueden cesar en
este momento, estarían, si me permite la expresión, "by—paseándolo", dando órdenes
de forma directa a los distintos jefes de estado mayor de los ejércitos.
—No sé cómo sabe usted eso, pero parece que ha sido exactamente así. Las
noticias son todavía confusas, pero vengo de la calle Vitrubio y allí todo el mundo está
extrañado porque creen que el ataque está siendo, como dicen allí, "poco decidido". En
Melilla también hay intercambio de disparos a través de la frontera, pero no una
invasión en toda regla.
—Si, señor presidente. Creo que debemos intentar ponernos en contacto con el
ministro de defensa marroquí, y aún con el propio Rey si es posible. Si hay una brecha
en el gobierno, debemos aprovecharla.
Ceuta.
—¡Cargado y listo!
—Blanco, carro, a las doce, distancia seis cinco cero metros. Sabot.
Fnidek, Marruecos.
—En el nombre de Dios, el Misericordioso, ¿me puede alguien explicar que está
pasando?
Antes de que el general contestara, un capitán de estado mayor entró sin pedir
permiso. Respiraba agitadamente y era obvio que había llegado corriendo.
Con el ceño fruncido, y el semblante sombrío, el general salió al exterior. Tal vez
la fría lluvia pudiera aclarar algo sus ideas.
—Me alegro de no haberle despertado para nada, señor. ¿Lo vamos a mandar al
"Foggy Bottom"?
—Será mejor que si. Mira, mándaselo tal cual, sin traducir, con una acotación de
prioridad "FLASH". Y manda copia también a los muchachos de la CIA.
Madrid.
Cuando llegó a la verja que daba acceso al patio anterior del ministerio, cerrada y
flanqueada por una garita de seguridad, Abdeselam se detuvo y miró fijamente a la
cámara de vigilancia con una sonrisa en los labios. A su lado pasaba gente apresurada,
protegiéndose de la lluvia con paraguas. Pero él no se movió.
Dentro del edificio, en la oficina de seguridad, el encargado del control de los
monitores de vigilancia ya había notado algo extraño. Levantó el teléfono para avisar a
seguridad exterior, pero no llegó a marcar.
En la calle, Abdeselam Hammadi, con una última plegaria silenciosa y sin dejar
de sonreír, apretó el botón.
Lanzarote.
—O sea que, a partir de ahora, van a ser los Harrier de la Armada los que se van a
encargar de las CAP sobre la plataforma —dijo el capitán Lucas sirviéndose otra taza
de café de la cafetera subida por el servicio de habitaciones. Le acababan de llamar del
aeropuerto. Antes de una hora la teniente Sandoval y él tenían que volar de regreso a
Gando, junto con la otra pareja de F-18, para reunirse con el resto del escuadrón.
—Voy a echar de menos esta habitación, dijo Bárbara Sandoval estirándose bajo
las sábanas con expresión juguetona.
Antonio Lucas, ya duchado y vestido, sintió de nuevo la lucha interior entre sus
convicciones, un tanto anticuadas, y los sentimientos que le inspiraba la teniente, que
ya no cabía etiquetar de simple deseo. A pesar de todo se sentía obligado a hablar de
ello.
—Bárbara, sé que no es el momento más adecuado, pero creo... pienso que tengo
que decirte que no creo... que esto esté bien... no sé si me explico.
Sandoval se rió entre dientes mientras sujetaba en la boca una goma para hacerse
una cola de caballo.
—Eres más antiguo que la máquina de coser de mi abuela —dijo cuando por fin se
colocó la goma en el pelo—. ¿Lo dices porque estoy casada?
—Pues claro, mujer. Estar contigo, volar contigo... todo, es genial. Pero-
—Pero nada. Me casé hace tres años y viví con el que todavía es mi marido menos
de año y medio. Estoy legalmente separada y en trámites de divorcio...
A medida que pasaban los minutos y la luz gris del nuevo día se iba abriendo
paso sobre la frontera de Ceuta, nuevas unidades militares de ambos ejércitos
enemigos se iban incorporando al intercambio de disparos. El humo de los cañones y el
polvo de las explosiones pronto formaron una densa calima que ni la brisa de poniente
ni la intensa lluvia alcanzaban a disipar del todo. Por encima, a menos de ochocientos
metros de altura, un sólido techo de nubes aceradas que impedía ver el doble pico del
Yebel Musa, auguraba un día anticipadamente otoñal.
Pero eran muy reales. Allí, a lo lejos, a su derecha, a la altura de Punta Bermeja,
podía distinguir las posiciones del primer escuadrón del Regimiento de Caballería
Acorazado Montesa N° 3. Estaban preparados para contener el ataque de los blindados
marroquíes que habían irrumpido a través de la frontera de Benzú, aunque su impulso
había decaído y habían ralentizado su avance. Probablemente se habían detenido
gracias a la sección del teniente Fajardo, que les había plantado cara, a pesar de que,
superada en número en una proporción de cinco a uno, se había visto obligada a
retirarse. Los cuatro M-60 de Fajardo, sin embargo, se las habían arreglado para
sobrevivir al combate y se encontraban ahora municionando a retaguardia de su
escuadrón.
—¿Qué explosivos utilizó ese hijo de puta para formar semejante desastre?
—preguntó.
La ominosa sombra del 11-M se cernía sobre todos desde las primeras noticias de
la explosión. Afortunadamente no se había registrado ningún otro incidente. A pesar
de todo, las redes del Metro de Madrid y Cercanías de RENFE habían sido evacuadas y
cerradas hasta nueva orden.
Estrecho de Gibraltar.
—Pegaso, Dardo cuatro tres. Cuatro aviones pasando waypoint Echo Golf.
Virando a nuevo rumbo uno siete nueve para final al target.
Los cuatro Mirage F-1M del 142 Escuadrón del Ejército del Aire habían
despegado de la base aérea de Los Llanos tras una hora de vacilaciones por parte del
Estado Mayor del Aire. Nada más conocerse el ataque marroquí a Ceuta, también
habían salido varios EF-2000 Tifón de Morón armados con bombas guiadas GBU. Sin
embargo, todas las misiones se habían cancelado ante la imposibilidad de obtener
buenas designaciones por culpa de las pésimas condiciones meteorológicas. Por fin,
ante las repetidas peticiones de apoyo aéreo de la Comandancia General de Ceuta, se
había autorizado la primera de una serie de misiones CAS a baja altura por parte del
Ala 14 de Los Llanos. Los Mirage del 142 escuadrón iban a entrar a muy baja cota a lo
largo del lado marroquí de la frontera, en dirección norte-sur, atacando con bombas
Mk. 20 Rockeye y fuego de cañón a cualquier blanco que encontraran en su ruta. Y se
iban a jugar la vida en ello.
—Dardo cuatro tres, aquí Pegaso. Actualizo meteo. Tendréis techo de nubes a
dos mil cuatrocientos pies. Lluvia ligera y viento flojo del oeste—noroeste.
—Roger Pegaso. Entrando en la capa de nubes ahora. Dos millas para el target.
Fnidek, Marruecos.
Pero aún no había terminado todo. Unos segundos después, y en un ángulo algo
diferente, entraron otros dos aviones españoles, rociando las posiciones marroquíes
con fuego de sus cañones de treinta milímetros. Aunque los cazabombarderos
españoles, pintados de color gris claro, eran difíciles de ver contra el fondo igualmente
gris de las nubes, el general Kaddouri vio caer las bombas. Eran ocho en total y se
desprendieron de los cazabombarderos, cuando éstos sobrevolaban una sección de
artillería autopropulsada, que se encontraba desplegada sobre la carretera de Tánger.
Pero esta vez no les iba a resultar tan fácil escapar. Un vehículo de artillería
antiaérea autopropulsada Chaparral había logrado enganchar a los aviones españoles
y disparó dos misiles Sidewinder contra ellos. Las bombas harían blanco, pero al
menos los españoles lo iban a pagar.
Ceuta.
El teniente Fajardo había sido testigo del bombardeo español desde la escotilla
de su carro. Acababa de completar el municionamiento y de rellenar el depósito de
combustible y volvía por la carretera de Benzú hacia las posiciones del escuadrón
cuando oyó, más que vio, a los caza-bombarderos. También oyó a los Regulares de
Ceuta vitoreando a los aviones desde sus posiciones en los márgenes de la carretera,
aunque ni ellos ni él tenían idea sobre los resultados de la incursión. Lo que sí sabía
Fajardo, era que los marroquíes tiraban con munición de verdad, como el profundo
surco que marcaba el lateral izquierdo de su torreta podía atestiguar. Eso, y que los
pilotos de esos Mirage se estaban jugando la vida de modo muy literal. El teniente les
deseó suerte, pero no cabía duda de que él tenía también sus propias preocupaciones.
Madrid.
Juan Carlos Talavera colgó el teléfono. Hacía un rato había tenido una idea y la
cita que había concertado para una hora más tarde le permitiría profundizar en ella. Si
las demás partes implicadas se mostraban receptivas, el plan podía funcionar. El
problema era, y eso no era en modo alguno sorprendente, el tiempo. Según avanzaba la
mañana, la sensación de que el tiempo se estaba acabando era cada vez más intensa en
alguna parte profunda de su mente. Cuando pensaba fríamente en ello, la sensación
cobraba visos de certeza y la llamada del director urgiéndole a acudir a su despacho, no
hizo sino agudizarla.
—Siéntate, Juan Carlos —dijo el director sin ninguna ceremonia—. ¿Sabes lo que
es "Tizona"?
—Antes de nada, déjame que te cuente: el tío que se voló esta mañana en la
Castellana llegó allí en taxi. Al apearse dejó una cinta de vídeo que el taxista hizo llegar
enseguida a la policía. Bien, la cinta contiene la habitual palabrería integrista, el
ejemplar del Corán y el Kalashnikov de rigor...
-¿Pero...?
—Pero detrás del hijo de puta del Kalashnikov hay una bandera marroquí y el tío
exige que detengamos la "agresión" contra Marruecos antes de veinticuatro horas "o
correrán ríos de sangre" y tal y tal.
Talavera silbó entre dientes. Menuda bomba, pensó, aunque estuviera fea la
metáfora.
Juan Carlos Talavera enarcó una ceja mientras abría, sin leerlo, el legajo de
papeles que le había pasado el director.
—Bueno, yo intenté poner algo de calma, pero con el atentado de esta mañana
están todos de los nervios. Es comprensible, claro, pero la cosa está muy fea. El
gobierno teme que la oposición filtre el video a la opinión pública si no se muestran
firmes en esto, y no creo que se conformen con cualquier cosa. De todos modos, si tu
plan de negociar por separado con Munjib funciona y Marruecos se retira antes de que
las cosas pasen a mayores, tal vez les convenzamos.
Juan Carlos se levantó para irse, pero antes de salir, se volvió hacia el director.
—Sé que no hace falta preguntarlo, pero mis planes incluyen la participación de,
bueno, de ciertos amigos que pertenecen a otras agencias que no son la nuestra...
Washington D.C.
Un nuevo trago al café y, poniéndose las gafas, empezó a leer rápidamente los
documentos que le habían preparado en las últimas horas. Al otro lado del despacho,
con el volumen al mínimo, un televisor sintonizaba la CNN, que mostraba imágenes
del atentado de Madrid, y otro la Fox News, que en ese momento conectaba con su
enviado especial en Ceuta. El reportero, en la azotea de un hotel, enviaba su crónica
mientras, al fondo, columnas de humo negro y rastros de trazadoras dejaban claro que
aquello era una guerra de verdad.
Las hojas siguientes eran más específicas y se referían sobre todo a cuestiones de
inteligencia de diversa procedencia. Tres folios en concreto llamaron su atención sobre
el resto. Uno se ocupaba de una interceptación de comunicaciones entre dos generales
marroquíes. De ella se desprendía claramente que el ataque a Ceuta y Melilla no había
sido consultado, ni siquiera anunciado a la cúpula del Ejército marroquí. El mismo
ministro de defensa parecía estar al margen de la cuestión. El segundo papel contenía
un análisis de inteligencia sobre las actividades de grupos integristas y yihadistas en el
interior de Marruecos. El análisis predecía un asalto al poder por parte de los mismos
en caso de que una victoria española en la guerra causara una crisis en la monarquía
alauí. El tercer folio, procedente de la estación de la CIA en Madrid, relataba una peti-
ción de colaboración de la agencia norteamericana con el CNI español. El oficial
residente de la agencia de inteligencia recomendaba acceder a la petición, exponiendo
unos motivos más que razonables.
Madrid.
—No tienes remedio, Ismael —dijo Juan Carlos estrechando la mano del
cubano—. No se qué las das.
—Sin duda se ha cumplido todo lo que nos anunció, con lo que su nivel de
fiabilidad...
—¿Te refieres a darnos información veraz, cuando es tarde para hacer nada, con
el objetivo de ganar credibilidad?
La historia de Juan Pujol García, alias "Garbo" era paradigmática de hasta qué
punto la verdad puede esconder una intoxicación mortal. Garbo, a la sazón un espía
español al servicio de los aliados en la Segunda Guerra Mundial, había actuado como
un falso agente doble, informando al Abwehr alemán del desembarco de Normandía la
noche del 6 de junio de 1944, apenas unas horas antes del inicio de la
operación Overlord. Naturalmente era muy tarde para que Rommel pudiera hacer
nada al respecto, pero concedió al espía una credibilidad que llevó luego a los servicios
secretos alemanes a confiar en sus informaciones falsas en momentos posteriores de
las operaciones.
—Por supuesto que lo hemos tenido en cuenta, hombre. Con estas cosas nunca
podemos tener la certeza total, desde luego, pero hemos estudiado al personaje y el
modo en que hicimos contacto es tan poco convencional que parece casi imposible que
sea planeado. Además hay algunas confirmaciones cruzadas. No gran cosa, por
desgracia, pero nada que sea abiertamente contrapuesto.
—Seguro que mejores que las nuestras —dijo Talavera con una sonrisa irónica.
—Tal vez. Bien, la cuestión es que estoy autorizado a confirmarte todo lo que me
estás contando. Te hablo de confirmación independiente y "hard".
Talavera respiró hondo. Eso era muy, muy importante, porque elevaba sus
creencias al grado de certezas, y con las certezas era más fácil trabajar. Dejó su habano
en el cenicero y removió el café que les acababa de traer Aberasturi.
—Pues ahora viene la petición, amigo —dijo Juan Carlos tras beber un sorbo de
café.
—Dispara.
Tetuán, Marruecos.
Pero debían purificarse y rezar porque, antes de recibir el poder, tendrían que
pasar por la prueba final. Tendrían que pasar por la Yihad.
Rabat, Marruecos.
A su lado, Alfredo Suárez tuvo que morderse la lengua para no estallar en una
carcajada. Se quedó mirando a Carlos Cuenca con el rostro enrojecido y lágrimas en los
ojos mientras el agente del CNI mantenía el semblante impertérrito procurando
parecer extremadamente inglés.
—Joder, tío. Esto es de coña. Es que no me lo puedo creer. Siempre pensé que los
espías erais más serios.
—Pues a ver si te aclaras, porque la primera vez que nos vimos me dijiste que te
había parecido demasiado eficaz para ser del CNI. Ahora piénsalo un momento: si tú
fueras un funcionario de contraespionaje y escucharas la conversación que acabas de
oír... ¿pensarías que soy un espía? ¿A que no? Pues eso.
—Venga, doctor, que se nos hace tarde —zanjó Cuenca tirándole del codo para
cruzar la calle en busca de su coche.
Fnidek, Marruecos.
Habían pasado casi seis horas desde que se habían intercambiado los primeros
disparos y el general Kaddouri todavía no tenía claro quién había disparado primero.
La primera unidad marroquí en entrar en combate, que él supiera, había sido la Ia
Compañía del 2o Batallón de Desembarco de la Real Infantería de Marina. Su
comandante, un mayor, había informado vagamente que habían abierto fuego en
respuesta a un ataque de artillería enemigo. A Kaddouri le hubiese gustado apretarle
un poco las tuercas a ese mayor para ver hasta dónde podía sonsacarle, pero la
Infantería de Marina tenía su propia cadena de mando y el mayor no estaba nada
dispuesto a cooperar. Cuando le habían requerido para que se personase en el puesto
de mando, se había limitado a decir que su unidad estaba bajo fuego enemigo y que no
podía abandonar a sus hombres en ese momento.
Pero las cosas no podían seguir así. La inacción estaba matando a sus hombres y
destruyendo sus máquinas. Y sólo las severas condiciones meteorológicas estaban
impidiendo a la aviación española causar una verdadera masacre entre sus filas. Los
pronósticos indicaban que cabía esperar que el frente frío se mantuviera veinticuatro
horas más, tal vez treinta y seis, pero luego el tiempo mejoraría y entonces...
El general Kaddouri tomó una decisión. No le gustaba hacerlo sin la luz verde de
sus superiores, pero la batalla ya estaba en marcha y ahora cada minuto contaba. La
única posibilidad de lograr cierta cobertura frente a los ataques aéreos era meter a sus
tropas en la ciudad. Iba a ser una carnicería, pero al menos no los cazarían como
conejos en campo abierto cuando amainase el temporal.
Algeciras.
Alfredo Suárez y Carlos Cuenca habían pasado menos de diez minutos en el piso
franco del CNI. Allí les esperaba otro oficial de inteligencia que les había llevado en su
coche a un lujoso chalet de uno de los mejores barrios de Rabat. Se trataba también de
una casa segura, en este caso perteneciente a la CIA norteamericana. No tuvieron que
llamar a la puerta, ya que, evidentemente, les estaban esperando.
—Porque casi todo lo que hablemos va a ser en inglés. Después de todo lo que te
hemos hecho pasar, sería una pena que te perdieras esto.
En teoría Cuenca tendría que haber dejado al médico en el piso franco, pero
Alfredo, sin ser profesional, se había arriesgado mucho y el oficial del CNI pensaba que
lo justo era que siguiera hasta el final. Al fin y al cabo no había peligro físico, o no más
del que ya habían corrido, y de todos modos ya estaba bajo la aplicación de la Ley de
Secretos Oficiales.
Ceuta.
Estadella miró el mapa de forma refleja. Era lógico, desde luego. Aparte de
Benzú, que había sido evacuado a primera hora de la mañana en mitad de la batalla,
los barrios del Príncipe Alfonso y Jadú eran los más cercanos a la frontera. Si bien
algunos de sus habitantes ya habían salido de sus casas de forma voluntaria, la
mayoría de los ciudadanos intentaban seguir con sus vidas. Pero eso no iba a ser
posible, al menos por un tiempo.
—Me parece bien, pero asegúrate de que los sacan ordenadamente sin formar
atascos en las calles. Necesitamos rutas despejadas. ¿Adonde los van a llevar?
Francisco Andrade tenía amigos en todas partes y una de sus funciones era
"tomar el pulso" a la ciudad en los aspectos que pudieran tener interés para el
comandante general. Decididamente Ceuta, como Melilla, era un destino peculiar para
un militar.
—Bueno, hasta esta mañana la sensación general era, como dicen los periodistas,
de "tensa calma". Había preocupación pero la gente seguía con sus asuntos sin mostrar
demasiada ansiedad. Muchas familias de militares han vuelto a la península, pero sólo
las de aquellos que no tienen mucho arraigo aquí todavía. Hoy la gente está
francamente asustada, y con razón, claro. Salvo los servicios civiles esenciales, la
mayor parte de los ciudadanos están en sus casas, viendo la tele y rezando, supongo.
—¿Y los musulmanes? —el general Estadella no pudo evitar un pequeño deje de
inquietud en su pregunta. Sabía que era un prejuicio contra el que debía luchar
activamente, pero así y todo, afloraba de vez en cuando. Como comandante general
tenía bajo sus órdenes a un número muy significativo de soldados de origen étnico
magrebí y religión musulmana y no tenía la más mínima duda de que cumplirían con
su deber como el primero. Pero la población civil musulmana, heterogénea y en
muchos casos irregular desde el punto de vista legal, era harina de otro costal para su
mentalidad militar.
Rabat, Marruecos.
El general Hassan Munjib apenas podía creer lo que estaba oyendo. Y eso a
pesar, o precisamente porque, se correspondía de forma exacta con sus peores
temores. Había pasado la mayor parte de la mañana tratando infructuosamente de
ponerse en contacto con el general Kaddouri y el general Mohamed, comandante este
último de las fuerzas desplegadas en torno a Melilla. Las noticias que había ido
recibiendo de forma indirecta, referían combates inconexos en ambas fronteras. Por
fin, el general Abdelkrim le había transmitido sus sospechas de que, tanto en Ceuta
como en Melilla, habían sido unidades de la Infantería de Marina las primeras
implicadas en combates con los españoles. Los comandantes de ambas unidades
habían informado que habían abierto fuego en respuesta a ataques españoles. Ataques
que nadie más había reportado. Tanta coincidencia, y que Hassan Munjib no creía
demasiado en ellas, le habían decidido a aceptar la invitación de los americanos.
—Joder. ¿Y ahora?
El jefe del CNI se levantó antes de que terminara la grabación y se sirvió un vaso
de agua de una jarra que había sobre la mesa. Luego sirvió un segundo vaso y se lo
acercó al general Munjib.
—Es usted muy arrogante, joven. Y su discurso suena muy bien, pero, si algo he
aprendido en mi corta carrera política, es que nadie da nada gratis. No me creo que su
gobierno tenga tan buen... talante, como para desear tan fervientemente la paz cuando
tiene ¿cómo dicen ustedes?, "la sartén por el mango". Dígame, ¿qué es lo que le
preocupa en realidad?
El general Munjib hizo el gesto de levantar las manos, aunque no llegó a hacerlo
del todo.
—Lo sabemos, general —cortó Cuenca—. Sabemos que no tienen ustedes nada
que ver. Pero eso no era lo que el autor quería que creyéramos. Su intención evidente
era..., es, excitar la ira de los españoles para que, no sólo les derrotemos, sino que
machaquemos su ejército y hagamos tambalear su gobierno y su régimen. ¿Se imagina
para qué?
Por otro lado, sin embargo, el alma de soldado y de patriota del general Munjib,
gruñía de rabia por estar allí sentado hablando, conspirando, con los que eran
objetivamente sus enemigos.
—General. Sé muy bien que su situación es delicada. Creo que serviría bien a su
país, si me permite el atrevimiento de aconsejarle, compartiendo sus inquietudes con
quien está en mejor posición para tomar las decisiones apropiadas.
—¿Se refiere...?
—Hable con Su Majestad, general Munjib. Estoy seguro que él sabrá apreciar su
sinceridad y su patriotismo.
Hasta el último camión cisterna había sido destruido en el raid que en ese
momento terminaba sobre la base aérea marroquí de El Aaiún. Mientras los aviones
del 121 Escuadrón habían recibido la orden de atacar el aeródromo de Sidi Ifni para
luego repostar sobre el atlántico y recuperarse en Morón, dieciocho cazabombarderos
F/A-18 A del 462 Escuadrón del Ejército del Aire, en tres oleadas sucesivas de seis
aviones, habían dejado caer sus bombas sobre los objetivos asignados en El Aaiún. Las
defensas antiaéreas, escasas y bastante anticuadas, junto a los ocho cazas F-5 que
permanecían operativos, habían caído en la primera oleada. Ninguno de los aviones
marroquíes había tenido siquiera la posibilidad de despegar. En las dos oleadas
siguientes habían caído los depósitos de armas y combustible, así como la torre de
control de la base y los edificios destinados a mando y control, y, por último aunque no
menos importante, la pista. Algunos aviones de la tercera oleada, cuando hubieron
agotado sus bombas, todavía se permitieron sobrevolar el campo de aviación a baja
cota para destruir con sus cañones los pocos vehículos de servicio aparentemente
intactos.
—Negativo Barbie. No está en el plan y me parece que a Nico y a Chispas les van
a meter un paquete por andar jugando a eso.
—Papayo, Halcón dos cuatro. Tengo un blip en vector tres cinco cinco, no muy
definido, en una cota bastante baja. ¿Me lo puedes confirmar?
—Halcón dos cuatro, aquí Papayo, lo acabamos de ver nosotros también. No
debería haber tráficos en ese vector. ¿Tienes lectura IFF?
—Negativo, Papayo. Sólo un blip que debe volar muy bajo, porque aparece y
desaparece.
Ceuta.
Ahogando una blasfemia, el coronel Briones ordenó la retirada. Tenía que sacar
de allí esos cañones para desplazarlos a una posición de tiro alternativa o los iba a
perder a todos.
Las tropas marroquíes tardaron algún tiempo en darse cuenta de que la artillería
española había callado. Eso les iba a facilitar bastante las cosas, pero más importante
aún era el hecho de que, liberada de la necesidad de hacer fuego de contrabatería, la
artillería marroquí se podía concentrar de nuevo en ablandar las defensas españolas.
Unos minutos después, las granadas de 155 milímetros de la artillería autopropulsada
del GBI n° 1 caían con mortífera precisión sobre las posiciones identificadas de la
infantería española. Especialmente allí donde los lanzamientos de misiles TOW habían
delatado a los equipos anticarro de legionarios y regulares, obligándoles a replegarse a
posiciones más seguras y cercanas a la ciudad. Y eso eran muy buenas noticias, porque
los misiles filoguiados lanzados por la infantería española habían provocado un
auténtico desastre entre las unidades mecanizadas marroquíes, que habían perdido
una docena de vehículos VAB y no menos de diez M-113 por culpa de los TOW
españoles.
—Blanco carro, Tango siete dos, distancia uno cinco cero cero metros, carga un
sa... ¡Atrás, atrás, venga, joder, atrás!
El conductor del carro del teniente Fajardo no sabía el motivo por el que su jefe le
ordenaba dar marcha atrás, pero la urgencia de la orden le hizo saltar, con el miedo
apretándole el escroto como un puño de hielo. Embragó la marcha atrás y dio todo el
gas para ocultarse tras el terraplén que acababan de dejar a su izquierda.
Justo a tiempo para evitar el impacto del proyectil marroquí que hizo volar parte
de ese mismo terraplén un segundo después.
—Nos estaba esperando el hijo de puta —dijo Fajardo por radio al capitán
Arconada. Su voz, aún ronca por el estrés y los vapores de cordita, había adquirido una
suerte de mecanicidad en su tono. Con cinco carros marroquíes destruidos ostentaba el
récord del escuadrón, pero había recibido a su vez dos impactos, ninguno de los cuales
había perforado el blindaje, y algún profundo mecanismo alojado en su inconsciente le
había proporcionado un alejamiento afectivo que le permitía seguir adelante con
aquella carnicería como si se tratase de un ejercicio más.
Rabat, Marruecos.
Eran las tres de la tarde en la capital alauí, y el frente atlántico que ocultaba el sol
en toda la mitad sur de la Península Ibérica y el norte de Marruecos había alcanzado
finalmente Rabat, aunque limitada allí a una nubosidad dispersa con muy esporádicos
chaparrones.
—Señores ministros, esta guerra debe terminar. Debe terminar hoy mismo. De
hecho, la decisión de terminar la guerra debe salir de esta reunión. Y cuanto antes
terminemos, menos vidas se perderán para nada.
—Creo que el ministro de defensa se confunde si piensa que puede venir a esta
sala a decir lo que debe o lo que no debe decidir el Gobierno. Nadie objetará que el
general defienda sus opiniones, pero la decisión será, como no puede ser de otro modo,
colegiada. En lo que a mi humilde persona respecta —añadió Abdelkader con evidente
sorna—, debo decir que discrepo de la apreciación del general.
Habían salido del aeródromo de Sidi Ifni algo más de una hora antes. En su plan
de vuelo original se detallaba un rutinario vuelo "ferry" desde Sidi Ifni, donde habían
tenido que aterrizar la tarde antes al fallar su cita con el cisterna que debía haberles
reaprovisionado en vuelo, y su base principal de Sidi Slimane, donde les esperaban los
seis últimos Exocet en inventario en la Fuerza Aérea Real. Pero algo había salido mal.
Nada más despegar de Sidi Ifni habían recibido la orden de cambiar el rumbo y
dirigirse a El Aaiún porque Sidi Slimane estaba bajo ataque aéreo y se encontraba
cerrado. Media hora después, les habían informado que también Sidi Ifni estaba
siendo atacado y poco después, el COC de
Salé dejó de emitir. Abandonado a su suerte por el control de tierra, el teniente coronel
Zayid había decidido mantener el rumbo y dirigirse a El Aaiún mientras intentaba
desesperadamente obtener contacto de radio con la torre de control de la base
saharaui. Aprovechando que llevaban combustible de sobra para el largo vuelo hasta
Sidi Slimane, Zayid había decidido volar bajo para mantener la discreción radar todo el
tiempo posible.
Ahora su alertador radar le decía que había sido detectado por el radar de un
F-18 español y no tenía sentido mantener el suyo apagado. Mientras trepaba al
encuentro del enemigo, encendió el radar.
—Halcón dos cuatro, Papayo. Te confirmo seis trazas en cero uno ocho, clasifico
como hostiles. Son bandidos, Halcón dos cuatro. ¿Me copias?
—Papayo, Halcón dos cuatro. Los bandidos están trepando hacia nosotros muy
rápido. Vamos a maniobrar para combate. Solicito apoyo urgente.
En Gando, el controlador rompió sin querer el lápiz que tenía entre los dedos. No
se había dado cuenta de que tenía la mano agarrotada por la tensión. Porque lo cierto
era que no iba a poder ayudar a Halcón dos cuatro. No lo bastante rápido. Abajo, en las
pistas de la base, los dos cazas que habían quedado de alerta durante el ataque a El
Aaiún ya habían recibido la orden de despegar, pero tenían por delante un vuelo de
más de doscientos kilómetros y no había forma de que llegaran antes de veinte o
treinta minutos sin consumir todo su combustible en el intento. Y los otros cuatro F-18
del paquete de ataque del capitán Antonio Lucas, acababan de declarar "bingo fuel" y
estaban a mitad de camino sobre el Atlántico. No podían volver en ningún caso.
Ceuta.
Aún tenía los ojos tapados con las manos, en un intento de relajar un poco la
vista, cuando un calor insoportable abrasó su oreja izquierda. Instintivamente se volvió
para mirar al origen del calor, sólo para ser cegado por el brillo de una explosión de un
blanco imposible. El carro que se encontraba inmediatamente a su izquierda, a unos
veinte metros de distancia, acababa de volar por los aires, alcanzado en su débil coraza
posterior por un impacto directo.
El general Kaddouri gruñó con cierta satisfacción por primera vez en todo el día.
Una vez que había renunciado a consultar con el general Munjib, concentrarse en su
trabajo había ejercido un efecto benéfico sobre sus nervios. Al fin y al cabo era un
soldado, no un político, y ahora estaba haciendo lo que sabía hacer. Y sabía hacerlo
bien.
El GBI n° 1 empezaba, por fin, a funcionar como la máquina bien engrasada que
era. Los oficiales al mando de sus unidades habían recobrado el control de la situación
y su confianza, y la cadena de mando parecía de nuevo bastante organizada.
—Tengo un Lock—On sobre el bandido que está más a la izquierda, Barbie. Voy a
disparar. Intenta tú enganchar alguno de la derecha antes del cruce. ¿Me copias?
—¡Fox dos! —dijo Lucas mientras un misil de guía infrarroja se desprendía del
extremo del ala izquierda de su caza. Un segundo después la teniente Sandoval lanzó su
propio misil contra otro de los cazas marroquíes ya claramente visibles a simple vista a
pesar de su camuflaje color arena, semejante al desierto que sobrevolaban.
Pero no había tiempo para alegrarse del impacto ni preocuparse por el fallo. Los
aviones marroquíes se encontraban ahora a menos de mil metros de distancia y la
velocidad combinada de ambos rivales les iba a llevar a cruzarse a casi dos mil
kilómetros por hora de velocidad relativa en muy pocos segundos.
Como Antonio Lucas sospechaba, los Mirage no habían podido blocar sus
misiles Magic sobre los cazas españoles. Pero aún tenían cañones. Concretamente dos
cañones DEFA de 30 milímetros y cuatro de los cazas marroquíes empezaron a
disparar antes de cruzarse con los F- 18. Sólo la suerte impidió que les alcanzaran. En
realidad fue una suerte el hecho mismo de que ninguno de los cazas colisionase con
otro cualquiera, tan espeluznante fue el cruce.
Rabat, Marruecos.
—Desde luego que puedo, maldita sea. Lo más grave —Hassan Munjib ya
gritaba—, es que es usted un traidor.
Hassan Munjib tuvo que desviar la vista. Casi sintió lástima por aquel pobre
diablo. Traicionado y dejado caer a los pies de los caballos por su más cercano amigo,
tan responsable como él mismo del desastre. Era nauseabundo, pero no le había
quedado más remedio que aceptarlo tras la larga entrevista que había mantenido horas
antes con Su Majestad. Abdelkader era intocable y lo más que Munjib había logrado
era un compromiso real de que, a su debido tiempo, el ministro de exteriores pasaría a
un bien ganado retiro en algún lugar lujoso, pero alejado de Marruecos.
Abdelar, mientras tanto, se había vuelto a sentar, pálido y sudoroso, sin poder
dar crédito a lo que estaba ocurriendo. Pero aún faltaba el último acto. El que pondría
oficialmente fin al Gobierno Abdelar. Munjib miró su reloj. En diez, quizás veinte
segundos, iba a sonar el teléfono.
Ceuta.
Los combates duraban ya casi doce horas y la situación era bastante diferente en
los extremos norte y sur de la frontera. Al sur, las unidades mecanizadas marroquíes
no habían logrado forzar la línea del frente. Los carros del segundo escuadrón del
Regimiento de Caballería Acorazado Montesa N° 3, atrincherados en el sector de El
Tarajal, habían resistido sin bajas varios asaltos blindados marroquíes. Los cascos
ennegrecidos de una docena de tanques T-72 daban buena prueba del fracaso
marroquí en esa zona. Sólo algunas pequeñas unidades de infantería se habían logrado
infiltrar entre las primeras viviendas del barrio del Príncipe, pero habían sido
contenidas, y luego rechazadas, por la infantería española. Al norte, sin embargo, los
marroquíes habían logrado una profunda penetración en el territorio ceutí. Cuando el
ataque parecía haber perdido su impulso inicial, la audaz maniobra de una compañía
acorazada enemiga había logrado tomar la retaguardia del escuadrón del capitán
Arconada, encerrándolo entre dos fuegos. Según los últimos informes recibidos, el
capitán había muerto y sólo una sección, mandada por el teniente Fajardo, continuaba
la lucha, rodeada y con las municiones casi agotadas. Mientras tanto, infantería y
carros alauitas habían alcanzado ya por el norte el límite del casco urbano de Ceuta y
combatían casa por casa con los regulares del Grupo n° 54 y los restos del escuadrón de
infantería mecanizada del Montesa. El centro de la línea del frente, batido sin piedad
por la artillería marroquí, era ahora una tierra de nadie, negada a los asaltantes por los
equipos TOW y ametralladoras pesadas replegados a terrazas y azoteas.
—Están locos por meterse entre las casas —diagnosticó el coronel Andrade.
Pero cada vez resultaba más complicado. A medida que los marroquíes lograban
entrar más, era más difícil combatirles. Por si no hubiera suficientes problemas, los
vehículos utilizados por el enemigo eran prácticamente los mismos que los propios.
Distinguir un M-48 marroquí de un M-60 español en una calle envuelta en la niebla, el
humo y la lluvia, por no hablar de los disparos, era prácticamente imposible. Incluso
los uniformes de los soldados parecían iguales una vez que estaban suficientemente
cubiertos de polvo y mugre. Además de que el enemigo, conocedor de la importancia
de entrar a cualquier precio, avanzaba con perfecto desprecio de su propia seguridad.
Un pelotón de regulares había observado estupefacto unos minutos antes cómo dos
carros marroquíes, detenidos en esquinas opuestas de una misma calle, se disparaban
mutuamente varias veces hasta que uno de ellos voló por los aires. Pero seguían
avanzando.
-¡Pato!
La explosión ocurrió dentro del motor izquierdo del F-18 del capitán, y
prácticamente desintegró la aeronave. Sólo el morro y la carlinga sobrevivieron al
impacto, cayendo a plomo sin ninguna superficie de sustentación aerodinámica que lo
impidiera.
—¡Hijo de puta!, ¡cómete esto! —chilló Barbie luchando por impedir que las
lágrimas que afloraban a sus ojos nublasen su visión del HUD. Con furia irracional
apretó el gatillo y no lo supo soltar hasta que los cargadores de munición de veinte
milímetros estuvieron vacíos.
El teniente coronel Abdelkrim Zayid nunca supo qué lo había matado. Tampoco
llegaría nunca a saber porqué.
De una relación inicial de seis contra dos, se veía reducido ahora a luchar en
solitario con aquellos dos demonios de color gris.
Pero al menos uno de ellos le iba a escoltar camino del infierno. Sus dos últimos
sentimientos conscientes fueron la euforia por el derribo del F-18 enemigo, y enseguida
un vacío interior provocado por la brusca certeza de la inutilidad de todo lo que estaba
pasando. Después su cerebro se vaporizó al recibir el impacto directo de un proyectil de
veinte milímetros algo por encima de su oreja izquierda. Fue uno de los primeros
proyectiles del gran número que alcanzaron su aparato, haciéndolo estallar en el aire.
Ceuta.
La entrada en el puerto de Ceuta del convoy de refuerzo fue recibida por los
marroquíes, como no podía ser de otra manera, con salvas de artillería. Y no eran
salvas de saludo. A la tercera ronda, el Martín Posadillo había sido ahorquillado por
los proyectiles de 155 milímetros. Luego, para alivio de los marinos, militares y civiles,
que tripulaban el convoy, la artillería calló.
Madrid.
Las cosas empezaban a tener mejor color. O, menos malo siquiera. No era un
gran consuelo, pero era mejor que nada.
Ahora sólo quedaba intentar estabilizar la situación y esperar a que los cielos
despejados permitieran al Ejército del Aire dejar caer todo su poder sobre las tropas
enemigas que rodeaban Ceuta y Melilla. Por otro lado, eso ya estaba ocurriendo a lo
largo y ancho de Marruecos. En aplicación de la primera fase de la operación Tizona, la
Fuerza Aérea Real alauita había pasado virtualmente a la historia. Los ataques sobre
Sidi- Slimane, Meknes, Salé, Kenitra, Sidi Ifni y El Aaiún habían dejado a Marruecos
sin bases y sin centros de coordinación. Las pérdidas en aviones y pilotos habían sido
terribles para el enemigo, al precio de sólo dos F-18 derribados. Uno de los pilotos
había muerto, pero el otro había podido saltar.
Todo lo contrario que en Ceuta, donde el frente español había sido roto en varios
puntos, cuatro cazas Mirage F-1 y un helicóptero SH-60 de la Armada habían sido
derribados y se combatía fieramente casa por casa. La pesadilla de la guerra había
hecho caer su manto sobre la ciudad, y los informes de la Comandancia General, si bien
siempre animosos, había hecho temer lo peor al JEMAD algunas horas antes. Ya no.
Ahora sólo era cuestión de tiempo... y de sangre, añadió para sí con un
estremecimiento.
—¿Se sabe algo? —preguntó con la voz agitada por la angustia y la carrera.
El comandante Serrano, jefe del escuadrón, llevaba una hora en la sala siguiendo
con el alma en vilo las vicisitudes del desigual combate que se había librado sobre El
Aaiún. Mirando a los ojos a la teniente Sandoval, le dio una cariñosa palmada en el
hombro.
—Tranquila, Barbie, que ya casi le tienen.
—Papayo, Coto cero dos. Estamos entrando en punto Lima Zulú Alfa.
Identificación positiva del objetivo.
Bárbara asintió en silencio con media sonrisa. Su mente estaba todavía lejos de
allí, volando sobre el Atlántico en pos del Superpuma que traía de vuelta a casa a
Antonio, pero aún así se dio cuenta de algo en lo que no había pensado todavía. Al
pasar de las cinco victorias en combate aéreo se había convertido automáticamente,
según la tradición que se remontaba a la Primera Guerra Mundial, en un As. La
primera mujer en alcanzar tal condición desde la Segunda Guerra Mundial, y uno de
los pocos pilotos vivos en todo el mundo que podían ostentarla.
—Muy bien, señorita "As" —dijo el comandante Serrano con un retintín guasón
en el que no estaba del todo ausente un puntito de envidia—, vamos a tener que
organizar un fiestón que te cagas.
Ceuta.
Madrid.
Juan Carlos Talavera estaba agotado. Y no era porque llevara levantado desde las
cinco de la mañana. Ni porque llevara ocho días durmiendo poco y mal y
alimentándose de Fortuna y Coca-cola. La razón verdadera era que sentía sobre sus
hombros el peso de la responsabilidad. Y no era un peso pequeño, pensó mientras
cogía el teléfono antes de que acabara el primer timbrazo.
—Talavera.
El oficial de la CIA resumió a su colega español los términos del acuerdo logrado
esa tarde en Rabat. En pocas palabras, Marruecos ofrecía un armisticio inmediato
asumiendo la responsabilidad del conflicto en la persona del primer ministro, cuya
cabeza colocarían en una picota suficientemente visible como para contentar a la
opinión pública española. Con el jefe de gabinete caerían algunos altos mandos
militares, aunque el organigrama de las fuerzas armadas permanecería básicamente
inalterado. El Rey nombraría primer ministro al general Munjib, permaneciendo el
resto del ejecutivo igual.
España, por su parte, ordenaría el alto el fuego a sus fuerzas de tierra, mar y aire
a partir de las cero horas GMT de esa misma noche y se mantendría totalmente al
margen de las inminentes operaciones militares marroquíes, contra los elementos
sediciosos integristas que fueran identificados.
Talavera inspiró hondo. Sin duda alguna lo aceptarían. Tal vez costase algo más
convencer al jefe de la oposición de que no divulgase el contenido del vídeo de
reivindicación, pero al final seguro que iba a cooperar.
18 de septiembre
Ceuta.
En el frente ceutí, donde más encarnizados habían sido los combates, el último
disparo sonó cuando eran casi las cinco de la madrugada. Primero con cautela y luego
con progresivo alivio, ambos ejércitos se fueron distanciando sin dejar de apuntarse.
De acuerdo con los términos del armisticio, las tropas españolas retrocedieron hasta la
antigua zona neutral de la frontera de Ceuta, mientras los marroquíes se replegaban
hasta un arco imaginario situado a diez kilómetros de la frontera. Un satélite y varios
aviones no tripulados UAV Predator norteamericanos verificaban la maniobra en su
papel de árbitros. En el estrecho de Gibraltar, la presencia del portaaviones George
Washington y su grupo de batalla respaldaba la autoridad de ese arbitraje.
Madrid.
Rabat, Marruecos.
En cierto modo era irónico. Sería su último servicio a la patria, y sin embargo el
más importante. El Rey necesitaba una cabeza de turco. Alguien prescindible, pero al
mismo tiempo de suficiente posición para que los españoles vieran satisfecha su sed de
venganza. Él.
Y con los españoles satisfechos, el monarca podría dirigir sus fuerzas militares
contra los que siempre habían sido sus auténticos enemigos: los integristas. La ocasión
era ideal: acusados de haber instigado la guerra para hacerse con el poder, los
integristas habían recibido un duro golpe propagandístico. Si el Rey sabía jugar sus
cartas, pasarían muchos años hasta que pudieran recuperarse. El precio, sin embargo,
sería alto. Nada menos que una más que probable guerra civil.
Madrid.
Tenía motivos para estar contento. Pocos minutos antes el gobierno en pleno le
había felicitado efusivamente, y sin embargo no podía evitar sentirse confuso. Los
cientos de muertos causados en el conflicto que acababa de declarar cerrado acudían a
sus pensamientos. ¿Podía haberse evitado? Estaba seguro de que esa pregunta sería
tema de debate para comentaristas, historiadores y simples opinadores durante mucho
tiempo, pero él conocía la respuesta. Sí.
El presidente del gobierno se levantó. Con gesto pausado sacó del bolsillo de su
chaqueta un folio de papel cuidadosamente doblado. Lo había escrito la noche que
había ordenado el inicio de las operaciones militares contra Marruecos y contenía la
confesión de su fracaso y su dimisión irrevocable.