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Fronteras de Agua

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Luis Crespo Martínez
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reprográfico, de grabación o de fotocopia, o cualquier medio por aparecer, sin el permiso
expreso, escrito y previo del editor. Todos los derechos reservados.

Impreso en España. Printed in Spain Título original: Fronteras de Agua

Copyright 2005 De Librum Tremens Editores, www.delibrumtremens.com Calle Nardo 53,


Soto de la Moraleja, Alcobendas. Madrid 28109

Primera edición Octubre 2005


Segunda Edición, mejorada y revisada: Septiembre 2007
Tercera edición: Jimio 2010
ISBN: 978-84-15074-01-4
Depósito legal: M. 28.676-2010
Impresión: FER Fotocomposición, S. A.
Imagen de portada: cortesía de Txema Prada
Fronteras de Agua

Luis Crespo Martínez

Deiibrum tremens
Este libro está dedicado en primer lugar a Mayte, mi mujer, y a Teresa,
Natalia y Luis Alvaro, mis hijos. Ellos son el centro de mi vida, y todo lo
demás, cerca o lejos, órbita a su alrededor.

También a mis padres y mis hermanos. Pueden estar


lejos físicamente, pero nunca les olvido.

Y, desde luego, también a los miembros de nuestras Fuerzas Armadas,


protagonistas de esta novela y personas normales con una misión muy
especial y muy poco reconocida. Cuidaos mucho ahí fuera.
PRÓLOGO

Amable lector: ésta es una obra de ficción.


Es ficción pero tiene una particularidad:
La primera parte, que retrata la crisis hispano-marroquí de julio de 2002
por el control de la isla del Perejil, constituye una novelación de hechos reales.
Debo decir desde este momento que no se trata, en modo alguno, de un ensayo
histórico ni de un artículo periodístico. La realidad sirve únicamente de
inspiración e hilo de guía al autor que inventa los hechos concretos basándose
en los relatos, muy poco detallados, por cierto, que la prensa del momento hizo
de ellos. Respecto a los personajes, los hay de dos clases: unos existen y otros
no. Para evitar malos entendidos, desde el principio decidí no poner nombre
(ni real ni inventado) a los personajes reales. Así que todos los nombres
propios que hay corresponden a personas que no existen más que en la mente
del autor. Si algún nombre coincide con el de una persona real es pura
coincidencia y nada más que eso. Respecto a los personajes innominados,
evidentemente existen. Siempre hay un presidente del gobierno o un ministro
de, ¡ay!, hacienda. Pues bien. Todo lo que el autor pone en sus bocas o en sus
cabezas es totalmente inventado. Y si resulta que el presidente del gobierno, el
día tal del mes cual dijo o pensó lo mismo que pone en la novela, pues también
es una coincidencia (o percepción extrasensorial, pero eso es otra historia). Lo
mismo vale para comandantes de naves o pilotos de aeronaves, generales,
almirantes...
Todos los acontecimientos correspondientes a esos días de julio de 2002
que aparecen en esta novela fueron publicados en su día en la prensa... o me los
he inventado. En ningún momento he recurrido de forma abierta o subrepticia
a ninguna fuente confidencial ni clasificada. En primer lugar porque no
conozco ninguna, y en segundo porque acabar en la cárcel por espionaje debe
de ser una experiencia sumamente inquietante.
Respecto a la segunda parte de la novela hay muchos menos problemas.
Es total y absolutamente ficticia (y ojalá lo siga siendo siempre).

Antes de empieces con la lectura de la novela, amable lector, me gustaría


terminar haciendo dos consideraciones de orden "estilístico"
En primer lugar, si eres militar o tienes un profundo conocimiento de la
milicia, seguro que encontrarás muchos pasajes donde "mis" militares hacen o
dicen cosas que no harían o dirían en la realidad. Te ruego que seas caritativo
conmigo. Te comprendo muy bien porque a mí me pasa igual cada vez que leo
una novela o veo una película "de médicos". Pero, a veces, las cosas no
demasiado realistas simplemente "suenan mejor", y esta novela está escrita
para todo tipo de lectores, no sólo para técnicos en la materia. En cualquier
caso te pido perdón por adelantado.
En segundo lugar, algunos amigos que han leído parte del manuscrito me
han comentado que les choca el hecho de que los musulmanes aquí retratados
hablen de "Dios" y no de "Alá". Bueno, pues la razón es simple: "Alá" o su grafía
equivalente en árabe, no significa otra cosa que "Dios". Lo he consultado con
algunos amigos musulmanes españoles y están de acuerdo, de modo que así se
queda. Sólo en un par de ocasiones he utilizado deliberadamente la expresión
"Allah el Akbar", que viene a significar "Dios es Grande". Sé que no es muy
coherente, pero lo he hecho porque en ese contexto me sonaba bien.

Sin más, aquí tienes Fronteras de Agua. Espero que lo disfrutes.

Jerez de la Frontera, octubre de 2005.


MAPAS
)
PRIMERA PARTE.
AYER.
12 de julio de

2002 Ceuta.
—Dame un Crawford grande —dijo Alfredo Suárez, urólogo del
Hospital Civil de Ceuta, a la instrumentista situada a su derecha. Tenía el
riñon derecho de su paciente sujeto en la palma de la mano izquierda, con
los dedos índice y medio a ambos lados del pedículo vascular. Notaba
palpitar la arteria renal entre ellos y, con cada latido, un poco más de sangre
se derramaba por la herida de arma blanca que desgarraba completamente
la cara posterior del órgano, formando un charco de color rojo oscuro en el
fondo del campo quirúrgico. Apretó los dedos para reducir la pérdida de
sangre mientras pasaba la pinza abierta a ambos lados de los vasos. Cuando
notó en sus dedos el contacto de la pinza de acero, retiró lentamente la mano
a la vez que avanzaba la pinza. Cuando estuvo seguro de la colocación, cerró
la pinza y retiró la mano. El sangrado cesó por completo.
—Dame otro igual, por favor.
Repitió la maniobra dejando colocada una segunda pinza de Crawford.
Luego cortó con una tijera la arteria y la vena, por encima de ambas pinzas y
extrajo cuidadosamente la pieza quirúrgica. Había tratado de reparar los
daños del riñon, pero el destrozo era demasiado extenso para conservar el
órgano.
Aspiró la sangre del fondo del campo y comprobó que permanecía
seco.
Miró a su izquierda, por encima de la tela verde que separaba la zona
operatoria de los dominios de la anestesista, junto a la cabeza del paciente.
—Esto ya está, Susana, ¿cómo vas por ahí arriba?
—Ya se ha estabilizado, por fin, pero se ha chupado toda la sangre del
banco. Estaba pensando en empezar a pasarle tinto de verano.
Suárez se rió, mucho más relajado ahora, después de la angustia que
había pasado desde el comienzo de la intervención.
—Venga, cerramos y a casita, que ya es hora.
De hecho, eran las seis de la mañana y Suárez llevaba en el hospital
desde las cuatro. Se había levantado, sobresaltado, al oír el móvil sobre su
mesilla de noche. El culpable yacía en ese momento sobre la mesa

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quirúrgica, abierto en canal y vivo de milagro. Le habían apuñalado en una
reyerta en un local de mala reputación y la hoja de la navaja había
desgarrado el riñón.
El cirujano terminó de colocar las grapas que cerraban la piel y miró el
tubo de drenaje. Estaba seco. Se quitó los guantes y salió del quirófano con
su ayudante.
—¡Vaya nochecita, tío!
—Ya te digo. ¿Un café?
Suárez meneó la cabeza.
—Si me tomo otro café no voy a dormir en una semana. Me voy a casa
a echarme un par de horas y luego vuelvo a ver a éste.
Por cierto, hoy le toca la consulta a Paco Reyes, de modo que si
quieres, vete tú también a casa cuando cambies la guardia.

En la Plaza de África, no lejos del Hospital Civil, se encuentra la


Comandancia General de Ceuta. A primera hora de la mañana se ordenó la
situación de alerta general.
Aunque en ejercicios previamente llevados a cabo tanto en Ceuta como
en Melilla se había logrado poner en situación de combate a las tropas en
poco más de cuatro horas, a pesar de hacerse sin previo aviso y por la tarde,
cuando la mayoría de los efectivos están fuera de los cuarteles, se decidió,
por consideraciones políticas, desarrollar el proceso de una forma mucho
más discreta. Se trataba de evitar alarmar excesivamente a la población, ya
bastante preocupada por las primeras noticias de la invasión, difundidas la
noche anterior.
Coincidiendo con la hora normal de incorporación a los destinos, se
informó a los soldados y oficiales de la situación de alerta, se cancelaron los
permisos y se intensificaron los programas de mantenimiento de equipo y
material. Los efectivos que, por una razón u otra, no tenían que acudir a los
cuarteles fueron discretamente avisados. El Tercio Duque de Alba de la
Legión, el Regimiento n° 54 de Regulares y el Regimiento de Caballería
Acorazada Montesa n° 3 así como el resto de unidades auxiliares fueron
puestos a punto a lo largo de la mañana. Las unidades de artillería de
campaña y antiaérea quedaron igualmente listas para un rápido despliegue
si llegaba a ser necesario. En la ciudad de Melilla se ' procedió de forma
similar, reforzando además las guarniciones establecidas en las islas
Chafarinas y los peñones cercanos.

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Isla Perejil, Estrecho de Gibraltar.

Al amanecer, frente a Punta Leona, el patrullero P 12 Laya navegaba


lentamente, describiendo un patrón errático que recordaba vagamente a un
ocho. El cabo de guardia en el puente miró hacia el oeste donde, siguiendo
una pauta de navegación parecida a la suya propia, una patrullera marroquí
vigilaba las aguas de Perejil. Miró de nuevo el reloj sujeto al mamparo.
Estaba harto ya de aquello, ¡y sólo llevaban doce horas en su posición!
Cuando se alistó en la armada lo hizo pensando en ver mundo, y estaba
bastante decepcionado. El suyo era un trabajo duro, aburrido,
incomprendido y encima, mal pagado. Dijo un taco entre dientes. El final de
la guardia de madrugada siempre le ponía de mala leche. En fin, pensó para
consolarse, peor se estaba en el paro.
Unos minutos después entró el comandante en el puente.
—¿Alguna novedad? —preguntó.
—Ninguna, mi comandante. Esos siguen dando vueltas, igual que
nosotros, y en la isla no se ve a nadie. Supongo que deben estar durmiendo.

Efectivamente, estaban durmiendo. Naturalmente, había un gen-


darme de guardia, pero en la última hora se mantenía despierto sólo a duras
penas.
El día anterior no habían hecho gran cosa, salvo plantar la tienda de
campaña y ordenar un poco los escasos pertrechos que habían llevado
consigo a la isla, pero la primera parte de la noche no habían parado, re-
cogiendo y acarreando las provisiones que les hacían llegar desde tierra
firme en una lancha neumática. Ninguno de ellos, quizá ni siquiera el jefe,
sabía cuánto tiempo iban a pasar en la isla. Tampoco sabían muy bien qué
demonios hacían allí.
Estaban allí porque así se lo habían ordenado, desde luego, pero el
motivo concreto... bueno, eso sólo Dios lo sabía.
Uno de ellos, nacido en Tánger, hablaba bastante buen español. Les
había ido contando a los demás lo que oía en su transistor de las emisoras
españolas que se habían ido haciendo eco de lo sucedido de forma
progresiva según avanzaba la noche.
Las emisoras de Marruecos no hablaban de otra cosa que no fuera la
boda del Rey. Resultaba raro oír que, para las emisoras de radio españolas,

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se habían convertido en la noticia del día mientras para las de su país no
pasaba nada.
Algunos habían preguntado al comandante si los españoles iban a
atacarles, pero éste les había tranquilizado. Aquella isla era marroquí dijeran
lo que dijeran en España y de todas formas nadie iba a ser tan tonto como
para luchar por esa roca vacía. Por fin, muy tarde, y muy incómodos, se
habían ido durmiendo.
Al amanecer estaban molidos. No es que fueran gente excesivamente
delicada, pero no era fácil encontrar un espacio de suelo totalmente liso para
dormir en aquella piedra del demonio.
El gendarme de guardia abrió los ojos algo sobresaltado, buscó con la
vista al comandante, pero no le vio. Afortunadamente. Se levantó, se
desperezó y miró al mar. El sol naciente levantaba reflejos dorados en las
pequeñas olas. Y al fondo, a una milla de distancia, y con dos millas entre sí,
estaban las patrulleras, una marroquí y otra española, que se vigilaban
mutuamente. Se dio la vuelta frente a una gran roca y orinó. Encendió un
cigarrillo y pensó en el largo día que tenían por delante.
A los pocos minutos llegó su relevo, por fin, y tras un par de co-
mentarios sarcásticos sobre la nochecita que había pasado, comenzó el
descenso de la ladera pedregosa hacia la tienda de campaña, pensando en su
saco de dormir como si fuera la cama de un hotel de cinco estrellas. Dio tres
o cuatro pasos y se detuvo de nuevo, mirando al norte, donde, a baja altura,
acababa de aparecer un punto negro que crecía lentamente. Segundos
después oyó el ruido característico de un avión turbohélice. No lo identificó
pero parecía bastante grande y antiguo. Se dirigía directamente hacia ellos.
Instintivamente, se agachó.
El piloto del Lockheed P-3B Orion del Grupo 22 del Ejército del Aire inició
un cerrado viraje a la derecha, calculado para sobrevolar la vertical de Perejil.
La maniobra, realizada a baja velocidad, habría puesto los pelos de punta al
pasaje de un avión comercial pero su tripulación estaba habituada a volar a
baja altura y con maniobras cerradas en condiciones meteorológicas mucho
peores que las que disfrutaban esa mañana. El fotógrafo puso manos a la
obra. Apenas dispondría de unos pocos segundos para hacer su trabajo, y no
perdió el tiempo.
Una vez completado el viraje, el piloto dio toda la potencia a los cuatro
motores Allison T55, para salir de allí cuanto antes. No esperaban actividad
antiaérea, pero la salida del área del blanco era el momento de mayor

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vulnerabilidad a un ataque con misiles como el SA-7 Strella, manejables por
un sólo hombre y utilizados ampliamente por las fuerzas armadas de
Marruecos.
Cuando el aparato alcanzó cierta distancia del islote, habló por el
intercomunicador del avión:
—Estamos fuera.
Nadie en la tripulación suspiró audiblemente, pero sin duda se sin-
tieron mejor.

A gran altura, apenas visibles desde tierra, dos C-15 A, denominación


española del F/A-18A Homet, del Grupo 11, basados en Morón de la Frontera
como su protegido el Orion, viraron también hacia el norte sobre la vertical
de Tarifa.
Siguiendo a su líder como "punto", o segundo, el teniente Lucas sintió
una extraña mezcla de alivio y frustración. Pilotar un reactor de combate era
su sueño desde que, todavía niño, había visto media docena de veces seguidas
"Top Gurí'. No podía recordar haber deseado nada con tanta fuerza en toda
su vida, y, aunque había sido duro, lo había conseguido.
Aunque relativamente inexperto todavía, era un buen piloto. Y adoraba
volar. Pero era un piloto de combate y en su interior ansiaba combatir. Si una
pareja de Mirage F-i marroquíes hubieran intentado interceptar al Orion...
Pero ningún caza marroquí había despegado para impedir el vuelo del
P-3B, de modo que su misión de escolta había sido rutinaria como un
ejercicio cualquiera. Quizá más adelante tendría su oportunidad, pensó,
mientras picaba suavemente hacia su base.

Ceuta.
Alfredo Suárez llegó a su casa, en el paseo de la Marina Española,
pasadas ya las ocho de la mañana. Sentía esa extraña mezcla de cansancio y
excitación, propia de una noche en vela sometido a un estrés considerable.
Como no se sentía muy capaz de dormir todavía, decidió desayunar algo.
Mientras se hacía el café encendió su ordenador y abrió la página web de El
Mundo para leer los titulares, como solía hacer casi todas las mañanas.
Marruecos invade la isla española del Perejil con una decena de
militares. Madrid "rechaza" la ocupación y "reclama el restablecimiento de

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la situación anterior". Rabat alega que "ha instalado un puesto de
vigilancia para luchar contra el terrorismo y la inmigración clandestina".
Nunca había oído hablar de ninguna isla del Perejil. Leyó el resto de la
noticia y el editorial del periódico, y luego navegó por las páginas del resto
de los periódicos nacionales. Todos confirmaban la noticia en parecidos
términos, y los editoriales coincidían en señalar que se trataba de un paso
más en el camino de distanciamiento con España que Marruecos parecía
empeñado en seguir desde hacía casi un año.
Las relaciones hispano-marroquíes pasaban por el peor momento
desde la "Marcha Verde" que había culminado con la anexión del Sahara
Occidental por parte de Marruecos en 1975, ante la impotencia del ejército
español, paralizado por la vorágine política que había supuesto en España la
muerte del general Franco y la difícil transición de la dictadura a la
democracia.
La tensión entre ambos países, que venía creciendo desde la ruptura
del acuerdo pesquero entre Marruecos y la Unión Europea en noviembre de
1999, se había hecho evidente cuando, el 27 de octubre de 2001, Rabat
retiró, "llamó a consultas" en lenguaje diplomático, a su Embajador en
España, por razones nunca suficientemente aclaradas.
Desde ese día, el tono de las declaraciones del gobierno marroquí en lo
que se refería a España había tomado matices agrios en muchos casos, para
ser francamente agresivo en otros. El posible hallazgo de petróleo en los
fondos marinos que separan Fuerteventura de África había sido una
estupenda ocasión para calificar las prospecciones españolas de "hostiles e
inadmisibles" a principios de 2002. Prácticamente de lo único que el
gobierno marroquí no consideraba culpable a España era el asesinato de
Kennedy.
Para algunos analistas españoles, la causa original de lo que parecía
una estrategia deliberada para aumentar progresivamente la tensión era la
posición española respecto al Sahara Occidental, históricamente favorable a
la autodeterminación de los saharauis, en directa oposición a la voluntad de
anexión de Marruecos.
Para otros, el gobierno marroquí estaría jugando la carta del "enemigo
exterior" para distraer a los marroquíes de las dificultades internas del
régimen.
Para Suárez, la cosa no tenía lógica ninguna.

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Conocía Marruecos muy poco, más bien casi nada, pero no entendía
qué interés podía tener un país con graves problemas sociales y económicos,
que sólo recientemente parecían estar mejorando ligeramente, en buscarle
las vueltas a sus vecinos, sobre todo si los vecinos eran miembros de la
Unión Europea y de la OTAN.
Meneó la cabeza y apagó el ordenador. El café ya estaba listo, pero se
lo pensó mejor. Desenchufó la cafetera y se fue a la cama, con la intención de
dormir al menos un par de horas antes de volver al hospital. Un compañero
se encargaba ese día de la consulta, pero quería ver a varios pacientes,
especialmente al chaval que había operado de madrugada.

Madrid.

Tradicionalmente el viernes es el día de reunión ordinaria del Consejo


de Ministros. Ese viernes en concreto se produciría la primera reunión de los
ministros del nuevo Gobierno, cuyos miembros habían jurado sus cargos dos
días antes.
La reunión hubiera despertado la atención de los medios en cualquier
caso, pero habiendo conocido la ocupación de Perejil sólo unas horas antes,
los fotógrafos se concentraron especialmente en la expresión de seriedad de
las caras del ministro de defensa y el presidente del gobierno durante la
breve charla en voz baja que ambos mantuvieron antes de entrar en la sala
del Consejo de Ministros.
En el interior de la sala la reunión transcurrió como era de esperar. Los
puntos del orden del día inicialmente previstos se trataron, pero el plato
fuerte era (y la cosa vista desde el punto de vista gastronómico no dejaba de
tener su gracia), el Perejil. Los ministros de defensa y exteriores informaron
a sus colegas de la situación. Tras explicar las medidas adoptadas hasta el
momento, se debatió sobre las actitudes a seguir en días sucesivos. Hubo
consenso en las medidas a tomar:
En primer lugar se trabajaría intensamente desde el punto de vista
diplomático, tanto con Marruecos como con los socios de la Unión y los
aliados de la OTAN. Se decidió pedir apoyo político de ambos organismos
pero no invocar el famoso artículo quinto de la alianza atlántica. Al fin y al
cabo se trataba de un puñado de soldados marroquíes, no del desembarco de
Normandía.

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Con la aprobación del Consejo, la ministra de exteriores detalló las
acciones a tomar y explicó las instrucciones que se darían a los embajadores
y miembros del cuerpo diplomático acreditados ante las instancias directa o
indirectamente relacionadas con el caso.
En segundo lugar, si las medidas políticas y diplomáticas no eran
efectivas, no habría otro remedio que recurrir a la fuerza. En este punto las
caras de los presentes se volvieron al ministro de defensa. Éste se encogió de
hombros.
—Se puede hacer —dijo—. Sólo espero que no sea necesario.
Durante la rueda de prensa habitual al finalizar las reuniones del
Consejo de Ministros, el vicepresidente del gobierno condenó duramente la
acción marroquí. Aunque no hizo referencia a posibles medidas de fuerza,
instó reiteradamente a Marruecos a reconsiderar su acción.

Horas más tarde el ministro de defensa se reunía de nuevo con la


JUJEM. El jefe de estado mayor, conocido en la jerga militar como JE-
MAD, ya tenía el borrador de un plan de operaciones para su consideración.
Definir ese plan hasta sus mínimos detalles para convertirlo en una
operación practicable llevaría todavía varios días.
Bruselas.

Si en España casi nadie sabía dónde estaba la isla de la discordia, la


ignorancia al respecto no era menor en Europa. Algunos portavoces de
diversas comisiones y grupos de trabajo del Parlamento Europeo y de la
Comisión Europea se enteraron del incidente por los propios periodistas que
les pedían una opinión. Las respuestas de los portavoces de la Unión
Europea a las preguntas de los periodistas españoles acreditados en Bruselas
fueron, como era de esperar, improvisadas y evasivas.
Si bien el portavoz de relaciones exteriores de la UE habló de "pre-
ocupación" europea, e incluso amenazó a Marruecos con un deterioro en las
relaciones mutuas, matizó claramente que la solución tendría que ser
bilateral, en un intento casi patético de nadar y guardar la ropa. Lo cierto era
que el Comisario de relaciones Exteriores estaba de vacaciones y su jefe de
gabinete no tenía instrucciones al respecto.
El representante de la OTAN ante los medios de comunicación fue, por
su parte, mucho menos diplomático, afirmando que la Alianza no tenía nada
que ver con aquello. Aplicando estrictamente la letra del tratado de adhesión
de España a la OTAN, el portavoz podía tener razón, aunque naturalmente la

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cosa era discutible y sería discutida. En días posteriores, ante la justificada
indignación de España, la OTAN cambiaría de actitud formal para apoyar la
posición española, eso sí, dejando claro que España no había solicitado la
intervención aliada en ningún momento. Madrid.

Una vez terminada la reunión del Consejo de Ministros, la ministra de


exteriores vio en su despacho del palacio de Santa Cruz la grabación de las
declaraciones de los portavoces de Bruselas. No solía decir tacos, aunque la
ocasión lo mereciera sobradamente.'Si España quería mantener los aspectos
diplomáticos del problema controlados, iba a tener que trabajarse muy a
fondo a sus aliados, antes de pensar siquiera en posibles enemigos.
Y encima, siendo nueva en el cargo, apenas empezaba a aclararse con
sus propios subordinados inmediatos.
Tras jugar un rato con el directorio de teléfonos decidió empezar con
un viejo conocido.
—Ponme con el presidente de la Comisión Europea —le dijo a su
secretario.

Ceuta.

Cuando Suárez se despertó, cerca de la una de la tarde, estaba


completamente desorientado. La aguja roja del despertador marcaba,
optimista, las diez de la mañana, pero debía de haberlo apagado en sueños
porque las agujas negras decían otra cosa.
—Bueno, pues tampoco es para tanto —dijo en voz alta y bostezando,
aunque no había nadie para escucharle. Vivía solo, y si volvía a casa más
tarde... pues muy bien.
Se duchó y se vistió, decidiendo dejar el afeitado para mejor ocasión. El
café, frío, le terminó de despertar.
Hacía otro día espléndido y el corto paseo hasta el hospital, a aquella
hora poco habitual para él, le resultó más agradable que de costumbre.
Cuando subió a la UCI a ver a su paciente se encontró una aglome-
ración de gente en el pasillo. Se abrió paso entre ellos, dándose cuenta de
que muchos eran periodistas, no familiares de ningún paciente ingresado.
Ya dentro de la UCI se dirigió al cubículo donde el joven permanecía
intubado y monitorizado, ajeno a la maquinaria médica que le rodeaba.

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Moliner, el intensivista de turno, se acercó por detrás de Suárez.

—Se ha librado por los pelos el tío este —le dijo.


—¡Hombre, Moliner! Estando tú aquí ya estoy tranquilo.
Ambos se rieron. Eran buenos amigos, y solían bromear cuando se
veían en el trabajo. Luego Suárez se puso más serio.
—Oye, ¿cómo lo ves, saldrá adelante el chaval?
—Yo creo que sí. Está estable y no creo que sangre más. Además ha
empezado a orinar, y la creatinina es casi normal. Lo que me preocupa es el
mogollón que se ha organizado ahí fuera. ¿No lo has visto?
Suárez asintió:
—Si, pero no sabía que fuera por él.
—Bueno, pues al parecer el chico es marroquí, hijo de un político de
Tetuán, y se vino aquí... bueno, ya sabes, de marcha. El caso es que se metió
en una reyerta en un local poco recomendable, y dicen que el que le pinchó es
un legionario.
—Pues vaya marrón, y más con el lío ese de Perejil. Que por cierto, no
sabía yo ni que existía la isla esa.
Moliner se sirvió un café y encendió un cigarrillo en la salita de estar de
la UCI, después de cerrar la puerta.
—Si hombre, si está aquí al lado, lo que pasa es que no se ve porque la
tapa Punta Leona, pero yo voy bastante a bucear por allí... bueno, iba —dijo
levantando el pitillo con gesto falsamente compungido.
En ese momento sonó el teléfono de la sala de estar. Moliner contestó y
enseguida entregó el auricular a su colega:
—Para ti.
Suárez se puso. Era la secretaria de dirección.
—Doctor Suárez, ¿puede bajar un momento al despacho de Don José
Luis?
—Claro Maruja, ahora voy.

Cuando Suárez llegó al despacho del director del hospital, éste le


estaba esperando en la puerta. Le hizo pasar.
—¿Cómo está el paciente?—preguntó.
—Estable, José Luis, yo creo que sale de esta. Con un riñon nada más,
claro.

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—Bueno, eso es lo de menos —el director parecía aliviado—. Mira, te he
llamado porque se ha armado bastante alboroto con esto y hay varios
periodistas dando la lata. Te lo digo porque la versión nuestra es que no
sabemos nada de nada y ya está.
Suárez se rió.
—Por mí genial, y además es que es verdad. Ni siquiera he visto a nadie
de la familia del chico. ¡Coño, si hasta ahora mismo no he sabido ni cómo se
llamaba!
—Vale, pues lo dicho. Oye, ¿tú qué haces aquí, no te habías ido a la
cama?
—Sí jefe, pero la abnegación y el amor al prójimo pudo más y me he
vuelto a pasar la planta.
El director miró al cielo.

—Mucho cachondeo tenéis conmigo en este

hospital. Rota, Cádiz.

El almirante de la flota, conocido como ALFLOT en la jerga militar,


colgó el teléfono e inmediatamente lo volvió a levantar para convocar a su
estado mayor. Las instrucciones recibidas de Madrid requerían el despliegue
de un dispositivo naval en el Estrecho de Gibraltar. Debía de tratarse de un
movimiento moderado pero inequívoco. Un mensaje a Rabat en definitiva.
En menos de media hora los oficiales del Estado Mayor de la Flota que
no estaban de vacaciones se reunieron en el Cuartel General con su
almirante.
Éste les informó de las órdenes recibidas del JEMAD. Luego preguntó:
—¿Qué tenemos disponible en este momento?
Los allí presentes llevaban más de doce horas preparando la respuesta
a esa pregunta... y buscando formas de que la respuesta sonara menos
exigua.
—Podemos hacer zarpar la Navarra en unas... doce horas almirante.
En Cartagena pueden alistarse en ese tiempo la Cazadora y la Infanta Elena.
—¿Submarinos?—preguntó el almirante.

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—El Tramontana está completando el aprovisionamiento para salir de
maniobras. Estará disponible en unas seis horas, quizá ocho.
—Perfecto señores —dijo el almirante con todo el aplomo del mundo,
aunque estaba más preocupado de lo que quería aparentar—, es más que
suficiente por el momento. El plan es el siguiente: La Navarra va a Ceuta y
las corbetas a Melilla. Su función será de momento puramente diplomática.
Se trata de mostrar el pabellón y dar tranquilidad a la población de Ceuta y
Melilla. Si Marruecos hace algún movimiento adicional actuaremos en
consecuencia, pero no esperamos nada por el momento. Respecto al
submarino, su misión será controlar a la "Errhama- ni".
La corbeta Lieutenant Colonel Errhamani, construida en España y
gemela de las clase Descubierta, era el principal buque de guerra de Ma-
rruecos, y la única amenaza significativa para las fuerzas españolas desde el
mar. Según los últimos informes de inteligencia permanecía amarrada al
muelle, en su base de Al-Hoceima, o Alhucemas en castellano. La misión del
submarino Tramontana sería dirigirse allí y montar guardia. Si la corbeta se
hiciese a la mar, lo haría acompañada.
El ALFLOT consultó sus notas. Le preocupaba la escasez de fragatas
clase Santa María si las cosas llegaban a calentarse de verdad. La Santa
María y la Victoria estaban en el océano índico participando en "Libertad
Duradera" y la Canarias formando parte de una flotilla de la OTAN en el
atlántico. Eso le dejaba justo con la mitad de la 41a Escuadrilla de Escoltas
disponible, pero la Reina Sofía estaba sometida a mantenimiento y no
estaría operativa en varias semanas. La Numancia quizá pudiese hacerse a la
mar en tres o cuatro días, pero su dotación estaba muy baqueteada por un
largo periplo por el índico del que habían llegado pocas semanas antes.
Se dirigió de nuevo a la sala:
—¿Cómo está la 31a Escuadrilla?
—Acabo de hablar con El Ferrol —contestó un oficial—. Tienen
preparada a la Baleares para zarpar cuando sea necesario. El resto... bueno,
están en ello.
El almirante asintió. Ciertamente las fragatas clase Baleares nece-
sitaban urgentemente un relevo. Deseó que las "F 100" estuvieran ya
operativas, pero faltaban todavía varios meses para que IZAR, la antigua
Empresa Nacional Bazán, entregara la primera de ellas, de nombre pre-
cisamente Alvaro de Bazán. Las otras se incorporarían a razón de una al
año, en el mejor de los casos.

35
—Bien —dijo—, la Baleares debe estar disponible para zarpar hacia
aquí en cualquier momento. Pongan las cosas en marcha.
Miró a su Estado Mayor y, tras una pausa, añadió:
—Señores, vamos a tener que trabajar duro en los próximos días. Sé
que cuento con ustedes. Ahora quisiera reunirme con los comandantes de la
Navarra y la Numancia. Localícenmelos y me los mandan para aquí.
Uno de los oficiales más jóvenes no pudo resistir la tentación de
preguntar:
—Perdone la pregunta, almirante, pero, ¿y el Príncipe de Asturias?
El ALFLOT sonrió.
—El "Príncipe" se queda donde está, al menos de momento. Tampoco
queremos parecer asustados, ¿no?

Morón, Sevilla.

A primera hora de la tarde, en el laboratorio fotográfico de la base de


Morón, un suboficial especialista terminó de revelar y clasificar el material
fotográfico recogido al amanecer por el Orion del Grupo 22 que se
encontraba en la plataforma de aparcamiento no lejos de allí. Las fotos eran
de gran calidad y mostraban el despliegue marroquí en la isla de Perejil. El
suboficial contempló divertido la cara de susto de uno de los gendarmes,
agachado entre las piedras, que miraba directamente a la cámara.
Una vez clasificadas, llevó las fotos al despacho de su comandante, el
jefe del Grupo 22, que las estudió detenidamente. Aparentemente no había
cambiado nada en la isla desde la tarde anterior, a juzgar por los informes de
la Guardia Civil.
Las fotografías serían enviadas a Madrid, pero probablemente serían
insuficientes para planificar una eventual intervención militar en el islote.
Para eso haría falta un levantamiento cartográfico en toda regla, lo que
requeriría la participación de los aviones de reconocimiento fotográfico
Cessna C-550 Citation V, que, con la designación militar española TR-20,
formaban parte del 403 Escuadrón.
El comandante lamentó que se hubieran dado de baja los
RF-4C Phantom, también conocidos como CR-12, del 123 Escuadrón, con
base en Torrejón, que hubieran sido perfectos para la misión. Claro que los

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años pasan para todos, también para las máquinas, por impresionantes que
puedan parecer.
Madrid.

La ministra de asuntos exteriores miró, otra vez, el reloj. Eran más de


las siete de la tarde y estaba hecha polvo. A pesar de que las jornadas de
catorce horas de trabajo no tenían nada de especial para ella, la noche
anterior casi no había dormido, salvo un par de horas amenizadas por
constantes pesadillas.
Hacía hora y media había logrado, por fin, conseguir que le pasaran
con su homólogo marroquí. Quizá para compensar, éste la había tenido más
de una hora al teléfono. Había que reconocer que el ministro era un tío
simpático. Hablaba un español bastante correcto y había renunciado
alegremente a hacer uso de un intérprete. Durante toda la conversación se
había comportado como si no pasara nada, o en todo caso como si el asunto
Perejil no tuviera la menor importancia. Un vecino que ha aparcado
ocupando parcialmente tu plaza del parking por descuido, eso era lo que
parecía. Solo que el vecino no tenía ninguna intención de cambiar su coche
de sitio.
Tras una hora de darle vueltas al asunto decidieron volver a hablar en
los próximos días. Todos los intentos de transmitir a aquel hombre
encantador la seriedad con que se estaba tomando el gobierno español la
crisis fueron aparentemente inútiles.
El único consuelo de la ministra era que sabía perfectamente que el
ministro de exteriores del Reino de Marruecos no era ningún idiota, por más
que se quisiera hacer el tonto. Seguro que había captado el mensaje... o eso
esperaba.

13 de julio de

2002 Rota, Cádiz.


El teniente de navio José Luis Herrero se terminó su café, horrible
como siempre, sentado a la mesa de la cámara de oficiales de la fragata F 85
Navarra, atracada en el muelle 2 de la base naval de Rota. Todavía no eran
las cinco de la mañana, pero el día prometía ser largo e interesante. El

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comandante había convocado un "briefing" a última hora de la tarde
anterior para explicar a la oficialidad las órdenes recibidas de AL- FLOT, el
almirante de la flota.
A las 07 00, la fragata debería zarpar con rumbo al puerto de Ceuta
para "mostrar el pabellón". No era probable que se declarasen hostilidades
abiertas, pero si llegaba a calentarse la cosa de verdad, su misión básica sería
proporcionar cobertura antiaérea a la ciudad de Ceuta, y "adquirir el
dominio del espacio marítimo circundante".
En la zona se encontraban ya dos patrulleras de la armada, la P 114 y la
P 12 Laya, que habían zarpado la tarde anterior de Ceuta y Cádiz
respectivamente.
A la Navarra se uniría su gemela la Numancia, recién llegada del
océano índico, donde había participado en la operación "Libertad Dura-
dera" contra Afganistán en compañía de la Santa María y el buque de
aprovisionamiento Patino. A la Numancia no se la esperaba hasta un par de
días después, pues tenía que completar su alistamiento después de un
crucero de tres meses de duración.
Desde Cartagena estaba prevista en pocas horas la salida de dos
corbetas para cubrir Melilla y un submarino en misión de inteligencia.
Después de la reunión, y por orden del comandante, Herrero se había
dedicado a localizar a los oficiales que estaban fuera, de permiso, para
hacerles volver a toda prisa. Lo había dejado alrededor de la una de

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la madrugada, con lo que apenas tenía cuatro horas de sueño en el cuerpo.
Bostezó. Encendió un cigarrillo y aspiró profundamente.
—El último —le dijo a la taza de café vacía.
Cuando lo apagó se dirigió al CIC, el Centro de Información y
Combate. El CIC era el cerebro de la fragata, el lugar donde se recibía la
información procedente de los distintos sensores, como el radar, el sonar, y
las comunicaciones. Allí se procesaba y se distribuía a los diferentes
servicios del navio y, por supuesto, al comandante.
La función de Herrero en el CIC era conocida como TAO, oficial
táctico, encargado de supervisar a los especialistas que se sentaban ante las
distintas consolas, lo que implicaba que era responsable ante el co-
mandante de todo lo que allí ocurriera.
A esa hora la sala estaba todavía vacía, y los distintos monitores
apagados. Se sentó en su silla y alcanzó la carpeta que contenía los pro-
cedimientos operativos estándar a seguir en cada situación. Se sabía de
memoria buena parte de ellos, pero nunca estaba de más un repaso previo...
y esta vez no salían para un ejercicio cualquiera.

Estrecho de Gibraltar.

A las once de la mañana la fragata Navarra entró en el estrecho de


Gibraltar. Desde ese momento el buque entró en situación de zafarrancho
de combate, con la tripulación en sus puestos asignados y todos los sensores
en funcionamiento.
En el CIC, Herrero se paseaba entre las consolas de los operadores de
sistemas, que miraban atentamente a sus pantallas, marcando algunas
trazas en las mismas con lápices de cera.
El altavoz cobró vida con un sonido ligeramente metálico.
—Puente a CIC, informe.
Herrero tomó el micrófono y contestó:
—CIC a Puente, los radares aéreo y de superficie muestran sólo el
tráfico comercial habitual.
En efecto, las pantallas correspondientes a los radares AN/APS-49 y
AN/SPS-55, mostraban numerosos ecos, pero parecían corresponder a
aviones comerciales y buques mercantes. Teóricamente sería posible para
un avión de ataque, volar siguiendo un perfil semejante al de un avión de
línea, a fin de confundir a los operadores del radar, pero eso no era
probable en la situación táctica actual. Además tarde o temprano, debería
cambiar ese perfil para iniciar la aproximación, y entonces sería detectado.
O eso esperaba Herrero.

Junto al puente de mando, el comandante de la fragata se apoyó en la


barandilla de acero del puente abierto de estribor. La mañana soleada y
luminosa permitía ver con claridad la costa de Marruecos a simple vista,
aunque aún no se divisaba la isla Perejil por confundirse su silueta con la
mole rocosa del monte Yebel Musa, que se recortaba en el horizonte. El
comandante no pensaba que hubiera peligro inminente, aparte del
derivado del intenso tráfico marítimo de la zona. De momento su misión
era principalmente de relaciones públicas. En un par de horas atracarían en
el puerto de Ceuta, y tendría que reunirse con el presidente de la Ciudad
Autónoma y con el delegado del gobierno. Luego habría una rueda de
prensa. Meneó la cabeza con cierto disgusto ante la perspectiva. Sin duda
se sentía más cómodo en el mar.

Ceuta.

Era sábado, por lo que Alfredo Suárez llegó al hospital bastante más
tarde de lo habitual. Sólo tenía que pasar a ver a sus pacientes ingresados y
no esperaba encontrar demasiados cambios en su evolución. Además se
había acostado tardísimo, después de pasar varias horas delante del
ordenador, navegando en Internet y recopilando información sobre la crisis
cuyo epicentro se encontraba a pocos kilómetros de su casa. Había
terminado por preocuparse seriamente, preguntándose qué diablos hacía
en Ceuta un madrileño como él. Encima, su padre le había llamado por
teléfono exigiéndole que tomase el primer barco para la Península. Tras
media hora de conversación le había conseguido infundir un poco de
tranquilidad aunque su padre, a petición de su madre, le había exigido que
llamase dos veces al día.
En la calle no se veían signos evidentes de tensión. Salvo por el casi
constante ruido de los rotores de los helicópteros que sobrevolaban la
ciudad, era un sábado normal. Alfredo decidió acercarse más tarde al
puerto a ver si en aquella zona se veía algo más.
En el hospital le esperaban buenas noticias. El muchacho que había
operado dos noches antes estaba mucho mejor. Ya había pasado a planta y

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el postoperatorio era totalmente normal. Claro que era un chico joven y
sano, y eso siempre ayudaba. El resto de sus pacientes también estaban
razonablemente bien, por lo que la visita transcurrió sin sobresaltos.
Cuando terminó de escribir las hojas de evolución se quitó la bata
blanca y se dirigió al ascensor. Mientras esperaba que se abriera la puerta
una joven se acercó y se dirigió a él:
—Perdone, ¿es usted el doctor Suárez?
Él se dio la vuelta. Pensó automáticamente que sería pariente de uno
de sus pacientes, aunque no la reconoció. La chica era muy atractiva. De las
que no se olvidan fácilmente.
—Sí, soy Suárez. Usted es... —dejó la frase en el aire.
—Quería preguntarle por Chaid Hammadi. ¿Cómo está?
—Está muy bien, pero... perdone, señorita. ¿Es usted familiar del
paciente?
La joven no parecía muy dispuesta a dar explicaciones, por lo que
Suárez comprendió que algo raro pasaba.
—Mire, si no es usted familiar del chico no le puedo contar nada sobre
él. Lo comprende ¿verdad?
—Me llamo Nadia Hachmi y soy periodista, doctor Suárez.
Hablaba español con un acento más francés que árabe. Y sonaba bien.
En ese momento llegó el ascensor. Suárez murmuró una disculpa y entró,
tocando el botón de la planta baja. La periodista se metió en el ascensor
detrás de él.
—Verá, trabajo para el diario Quotidienne de Tetuán y necesito in-
formación sobre el muchacho herido, para un artículo.
—Ya... verá: lo cierto es que no le puedo decir absolutamente nada. Es
una cuestión de secreto profesional. Seguro que lo comprende.
La chica hizo un gesto de contrariedad. Luego sonrió:
—Al menos permítame invitarle a un café para agradecerle su
amabilidad, doctor. Además, llevo esperándole aquí desde las ocho de la
mañana y no he podido desayunar.
Desde luego era guapísima, pensó Suárez. El médico no pudo evitar
ponerse un poco colorado. No era particularmente tímido, pero la
muchacha estaba utilizando todas sus armas de mujer. No tanto con lo que
decía como con la entonación de la voz y la expresión de su cara.
—De acuerdo —dijo con un tono de exasperación que no se corres-
pondía para nada a su estado de ánimo—, pero prométame que no me va a
preguntar por mis pacientes.

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Nadia sonrió con coquetería.
—Lo prometo.

Se sentaron en una terraza cercana al hospital. Ella pidió café y él una


Coca-Cola.
Estuvieron allí más de una hora durante la cual prácticamente sólo
habló la periodista, sin llegar a entrar en el tema del chico herido, pero
obviamente buscando el punto flaco de Suárez. Sin duda tenía una habi-
lidad natural para eso.
Al cabo de un rato la periodista volvió al ataque frontal.
—Doctor Suárez, ¿operó usted en la madrugada del viernes a un joven
herido de arma blanca?
Alfredo no pudo evitar reírse.
—¿Tú no te rindes nunca chiquilla? Mira, sí, operé a un paciente el
viernes de madrugada, pero no te voy a decir su nombre, ni el diagnóstico.
Y tutéame, anda, que estamos en la calle, y no hace falta tanto "doctor por
aquí, doctor por allá".
La joven sonrió, triunfante, pero no se detuvo.
—¿El chico fue apuñalado por la espalda?
Alfredo Suárez resopló, más divertido que ofendido.
—Verás, el paciente que yo operé, que puede ser, o no, el paciente por
el que tú preguntas, tenía una herida punzante en la fosa renal derecha. No
sé cómo ni quién se la hizo. Ni me interesa, la verdad. Lo importante es que
está con vida, que no es poco.
Hizo una pausa para beber y continuó.
—Además, resumiendo lo que me has contado, si de verdad habláramos del
hijo de un político islamista marroquí que estaba en un local de alterne
bebiendo, y vete tú a saber qué más, que supuestamente ha sido atacado
por la espalda por un legionario español tan borracho o más que él... bueno
tenemos un escándalo por partida doble, en Tetuán y aquí... en el peor
momento posible para todos. Comprende que no me apetezca mucho echar
más leña al fuego. Ya hará la policía lo que tenga que hacer.
Nadia asintió lentamente y dijo:
—Seguro que tienes razón, pero comprende que es mi trabajo y yo
tengo que informarme bien antes de escribir. De todas formas ya tengo
todo el material que necesitaba, y tranquilo que tú no vas a salir en el
artículo. Bueno, si es que me dejan publicarlo, claro.

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Suárez había oído bastantes cosas acerca del estado de la libertad de
prensa en el país vecino, pero tuvo la delicadeza de no decir nada. Sin
embargo se animó a preguntar otra cosa:
—Oye, Nadia, ¿tú vienes mucho por Ceuta?
Ella sonrió.
—Continuamente. ¿Me das tu teléfono y algún día te llamo y to-
mamos algo?
Ahora sí que se puso colorado.

Cuando Suárez dejó la cafetería se dirigió al puerto. En ese momento


entraba por la bocana una fragata española. Aunque no era un experto, se
dio cuenta que era un barco grande y moderno. No alcanzaba a ver el
nombre, pero daba igual. Sin duda el Gobierno se estaba tomando en serio
el asunto del Perejil.

Desde el puente de la Navarra, su comandante dirigía la maniobra


de amarre. Apartando por un momento la vista del muelle, miró su reloj. A
esas horas estarían llegando a Melilla las corbetas.
Ahora que las piezas estaban colocadas sobre el tablero, la partida
podía comenzar, pensó el comandante.
15 de julio de 2002

Washington D.C., Estados Unidos de América.

El embajador de España en los Estados Unidos entró en el despacho


del máximo responsable del Departamento de Estado, denominación
norteamericana para el Ministerio de Asuntos Exteriores.
El secretario de estado le recibió cordialmente, disculpándose por no
haberle podido ver antes por culpa de su apretada agenda.
El embajador, tras las cortesías diplomáticas habituales, entró en
materia algo envarado por lo complejo de la situación.
—Señor secretario, en la tarde del día 11, hace cuatro días, un pe-
queño grupo de soldados marroquíes ocupó, como sin duda sabe, la isla del
Perejil. El Gobierno de España ha exigido formalmente a Marruecos la
retirada de esas tropas a fin de devolver a la isla su "status quo" previo.
Como ayer declaró el presidente de turno de la Unión Europea, el Gobierno
de España cuenta con el pleno apoyo diplomático de la Unión. El motivo de
solicitar esta audiencia, señor secretario, es el deseo del Gobierno de

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España de informar al Gobierno de los Estados Unidos, como nación
amiga y aliada, del desarrollo de esta crisis.
El secretario de estado escuchó pacientemente las minuciosas ex-
plicaciones del embajador sobre las medidas diplomáticas y militares
adoptadas por España para gestionar la situación, mientras se preguntaba,
no por primera vez, cómo podía alguien pretender que un solo hombre, él,
tuviese controlados, en nombre del Presidente de los Estados Unidos,
todos y cada uno de los conflictos del planeta. Palestinos e isra- elíes,
hindúes y pakistaníes, chinos y taiwaneses, rusos y chechenios... y eso sin
contar con sus propios problemas con Irak, Afganistán y los malditos
fanáticos de Al-Qaeda. Lo único que le faltaba era una guerra en el jodido
estrecho de Gibraltar.
Haciendo honor a la fama de los norteamericanos de no andarse por
las ramas, el secretario preguntó:
—¿Tiene España la intención de recuperar militarmente la isla?
—El Gobierno desea agotar las vías diplomáticas habituales, señor
secretario, pero si estas no fructifican en un plazo... razonable... España no
aceptará hechos consumados.
El turno de ser directo había llegado para el embajador:
—Si esa situación se llega a producir, ¿puede España contar con el
apoyo diplomático de los Estados Unidos?
El alto funcionario norteamericano dejó pasar unos segundos antes
de responder.
—Señor embajador, cuenta usted con mi plena simpatía. Sin embargo
debe comprender que la situación de América en este conflicto es
extremadamente delicada. En la actual guerra contra el terrorismo en la
que nos vemos envueltos... —en este punto su voz tomó una inflexión casi
imperceptible de triste ironía—, el Reino de Marruecos es, por su posición
en el mundo árabe, un aliado excepcionalmente valioso para los Estados
Unidos.
Según interpretó el embajador, esa ironía traslucía el creciente es-
cepticismo del secretario de estado hacia la política de su presidente,
ampliamente comentado por los medios de comunicación internacionales.
El secretario continuó:
—El Gobierno de los Estados Unidos desea fervientemente, que se
alcance una solución diplomática para esta crisis y ofrece sus buenos oficios
como mediador entre las partes.

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Quedaba claro entonces, pensó el embajador. En realidad era lógico.
En plena campaña de preparación de la opinión pública mundial para un
próximo ataque contra Saddam Hussein, los Estados Unidos no podían
permitirse el lujo de perder un aliado como Marruecos por una isla no
mayor que el solar que habían dejado las Torres Gemelas al caer. Al fin y al
cabo, España no iba a unirse al Pacto de Varsovia, ¿verdad?
Bueno, al menos la OTAN había cambiado su postura inicial tras la
reunión de su colega el embajador ante la Alianza con el secretario general
de la misma, emitiendo un comunicado oficial en el que se exigía a
Marruecos la vuelta a la situación anterior. Y a fin de cuentas Estados
Unidos era también miembro de la OTAN.
Se dirigió a su interlocutor, que le miraba compungido, para dar por
terminada la reunión:
—Señor Secretario, el Gobierno de España le agradece su atención y
su paciencia. Inmediatamente transmitiré su oferta de mediación a Madrid.
Buenos días.
—Buenos días, amigo mío, y... suerte.

Ceuta.

Suárez estaba de nuevo sentado frente a su ordenador, enfrascado en


el seguimiento de la crisis a través de los medios de comunicación digitales.
Esa mañana había comenzado el Debate sobre el Estado de la Nación,
y el presidente del Gobierno había leído una nota muy dura respecto al
conflicto. La oposición había apoyado, en general, la actuación del
Gobierno, sin que eso impidiera que luego se hubiesen dado los machetazos
habituales en el resto de los temas de política nacional.
Cuando terminó de leer los artículos más interesantes de la prensa,
comenzó con las opiniones de los internautas.
Leyó, sorprendido y un poco asqueado, los comentarios dejados en un
foro de debate creado para la ocasión por uno de los periódicos de tirada
nacional. Había algunas opiniones sensatas y meditadas, pero la mayoría
de lo que leía era pura basura.
"Haber si el ejercito saca de la isla a todos los moros cabrones
hijoputas que solo bienen a kitarnos el trabajo a los pobres
españoles" decía uno de los más inspirados.

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La verdad era que Marruecos había conseguido sacar a flote lo peor
de mucha gente. Se planteó escribir su propia opinión en el foro, pero
decidió no hacerlo. En realidad no tenía una opinión suficientemente
formada todavía.
En ese momento sonó el teléfono. Era del hospital.
—Mira, yo no estoy hoy de guardia. Creo que está-
La enfermera del turno de tarde le interrumpió:
—No, Alfredo, verás... se trata de Chaid, el chico de la nefrectomía.
—¿Pasa algo con él? Esta mañana estaba fenomenal.
—No, hombre, no. Déjame terminar. No es eso. Es que ha venido su
padre y se lo quiere llevar. Gómez ya ha hablado con él, pero el padre
insiste en hablar contigo. Está muy pesadito con eso, y como tú vives aquí
aliado...
—Nada mujer, ya voy. Total, no estaba haciendo nada útil. Dile que
en media hora estoy allí. Ahora te veo.
—Pues gracias y hasta ahora.
Suárez se dio una ducha rápida y se vistió. Le parecía demasiado
pronto para trasladar al paciente, pero sospechaba que el follón de Perejil
tenía algo que ver con eso. Seguramente la familia no se quería arriesgar a
que acabaran cerrando la frontera... o algo peor.
Lo que le parecía raro era que el padre hubiese tardado tanto en
venir. Desde el principio, el chaval había estado acompañado por su
hermano mayor, que no se había movido de su lado, pero no había venido
nadie más a verle. Bueno, salvo los periodistas, claro, pero esos no habían
podido entrar a la habitación.

Cuando Suárez entró en la habitación del hospital, su paciente estaba


dormido. Junto a él se encontraba un hombre de unos cuarenta y tantos
años, vestido con un traje pulcro pero pasado de moda. Lucía una barba
cerrada de color negro profundo, cuidadosamente recortada.
Se levantó enseguida y se acercó al cirujano. Le puso ambas manos en
los hombros y le miró a los ojos.
—Doctor, usted ha hecho algo más que salvar la vida de mi hijo.
Suárez intentó protestar, murmurando que sólo había hecho su
trabajo, pero el marroquí le interrumpió.
—Cuando nació mi hijo Chaid, me colmó de felicidad. Verle jugar con
su hermano era para mí como estar en el Paraíso. Cuando tuvo edad para
escucharme, le sentaba en mis rodillas y le leía el Corán. Le hablaba de Dios

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Misericordioso y soñaba con verle crecer y convertirse en un hombre justo
y piadoso.
Pero algo ocurrió. Cuando fue a la escuela comenzó a frecuentar
malas compañías. A pesar de mis advertencias su camino se desvió cada vez
más de la Verdad... Y ahora esto.
Según hablaba, los ojos del padre del chico se fueron llenando de
lágrimas, pero no soltaba los hombros de Alfredo.
—Si Chaid hubiera muerto, habría perdido su alma. Sin embargo
usted evitó eso. Ahora podrá volver a Dios, bendito sea su Nombre, y re-
cuperar la virtud. Mi gratitud y la de mi familia serán eternas, doctor.
Jamás olvidaré lo que ha hecho.
Suárez se sentía cada vez más incómodo. Lo que decía aquel hombre
podía ser conmovedor, pero él no era creyente y se hubiera conformado con
un simple "gracias".
Intentó llevar la conversación al tema, mucho más manejable para él,
de los preparativos para el traslado, pero descubrió que ya estaba todo
organizado. En el aparcamiento del hospital estaba preparada una UVI
móvil privada y los requisitos administrativos estaban resueltos.
Sólo necesitaba un informe médico para el alta, de manera que salió
de la habitación y se sentó frente al ordenador del control de enfermería
para redactarlo. La enfermera que le había llamado se acercó con una taza
de café.
—¿Cómo te ha ido?
—Bien, bien. Ese hombre ha sido muy amable. Lo que pasa es que me
ha soltado un rollo que no veas.
—¿No habías oído hablar de él? Es un líder integrista de lo más ra-
dical. Siempre está soltando discursos sobre que los españoles somos unos
infieles y cosas por el estilo. Claro que tampoco se queda corto hablando del
Rey de Marruecos y de su gobierno. Ha estado en la cárcel un par de veces y
todo.
—Y tú, ¿cómo sabes tanto?
—Pues porque mi marido es policía, y cada vez que se arrima a la
frontera lo tienen que seguir. En parte para que no le pase nada, no vaya a
ser que luego nos echen la culpa a nosotros, y en parte para controlar con
quién se reúne aquí y eso.
—Oye Isabel, eso... ¿no es ilegal?—dijo Suárez levantando una ceja con
cara de guasa.
La enfermera se encogió de hombros:

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—Ni idea, hijo, el caso es que lo hacen.
Rabassa, Alicante.

Cuando el último de los elementos "hostiles" quedó firmemente


maniatado e inmovilizado en el suelo, el brigada al mando del equipo "alfa"
habló brevemente por la radio que llevaba en su equipo de combate:
—Bravo uno, aquí Alfa uno. Posición asegurada.
El comandante de la unidad respondió inmediatamente:
—Muy bien, Alfa uno. Han sido 45 minutos y... 22 segundos.
Había satisfacción en su voz. El equipo "alfa", y también el "bravo", se
habían formado con una selección de los mejores soldados del Grupo de
Operaciones Especiales, o GOE, "Valencia IIÍ\ encuadrado en el Mando de
Operaciones Especiales también conocido como MOE, del Ejército de
Tierra. Su base se encontraba en Rabassa, en la provincia de Alicante. Se
trataba de la elite dentro de la elite. Una unidad equiparable a sus "primos"
de los Delta Forcé norteamericanos o los SAS británicos. Estaba entrenada,
como ellos, para llevar a cabo misiones de gran dificultad y alto riesgo, de
día o de noche y en cualquier condición meteorológica.
Acababan de "reconquistar", no por primera vez desde el día 11, en
que habían sido acuartelados, un islote deshabitado y alejado de zonas
pobladas en algún lugar de la costa mediterránea.
La roca en cuestión se había seleccionado tras el estudio detenido de
las fotografías obtenidas por los aviones de reconocimiento del Ejército del
Aire. Era sorprendentemente parecida a Perejil, quizás algo más pequeña,
pero perfectamente útil para el entrenamiento.
El GOE " Valencia IIF había sido seleccionado por el JEMAD para
preparar una posible intervención en la isla del Perejil por varias razones.
En primer lugar era probablemente la unidad más capacitada para hacerlo,
pero además había una razón política: el peso de la respuesta militar
española a la invasión marroquí estaba recayendo hasta el momento sobre
la Armada y, en menor medida, el Ejército del Aire. Ambas tendrían
también papeles destacados si llegaba a ser necesaria una intervención
directa. El jefe de estado mayor deseaba que también el Ejército de Tierra
participara. Eso complicaría la logística y la preparación de las operaciones,
pero mandaría un mensaje a quien lo quisiera escuchar: las Fuerzas
Armadas españolas, a pesar de sus muchas carencias, habían alcanzado un
grado de preparación y coordinación interarmas homolo- gable al de los

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mejores ejércitos del mundo. Y eso era algo que el JEMAD quería que
quedase perfectamente claro.

Rota, Cádiz.

El almirante de la flota y el jefe de estado mayor de la armada,


también conocido como AJEMA, se "reunieron" por videoconferencia
segura como venían haciendo una o dos veces al día, desde el comienzo de
la crisis.
El AJEMA empezó, como siempre, resumiendo los movimientos
diplomáticos de la jornada, que parecían confirmar la impresión de ambos
de que Marruecos no iba a retirarse.
—A estas alturas, ya es casi seguro que vamos a tener que intervenir
—dijo.
—¿Ya tiene nombre la operación? —preguntó el ALFLOT.
—"Romeo Sierra". Si no hay avances diplomáticos claros, en vein-
ticuatro horas iniciaremos las operaciones.
"Romeo Sierra", correspondía en el alfabeto fonético internacional a
las siglas R. S., iniciales de "Recuperar Soberanía", o "Recuperar Status",
como se diría más tarde de forma más políticamente correcta.
El jefe de estado mayor preguntó por la situación de alistamiento de
los efectivos navales asignados a la operación, que sería coordinada por el
contralmirante jefe del Grupo de Proyección de la Flota.
—Todo está preparado. Esta noche llegará de El Ferrol la Baleares y
mañana zarpará dando escolta al Castilla para situarse en posición de
espera. El resto de los buques implicados se encuentran en sus posiciones
sin novedad, y los Harrier de la 9a Escuadrilla están preparados para
iniciar las operaciones. Sólo esperamos la orden de proceder — contestó el
ALFLOT.

50
i6 de julio de 2002

Isla Perejil, Estrecho de Gibraltar.

Las primeras horas de la madrugada del día 16 trajeron el deseado


relevo a los gendarmes que ocupaban la isla de Leyla. Amparada en la
oscuridad, una embarcación semirrígida tipo zodiac fue botada desde el
patrullero de altura marroquí Rais Bargach. Una escuadra de la Real
Infantería de Marina subió a bordo para desembarcar poco después en el
islote, donde tomaron posiciones. Los gendarmes embarcaron en la misma
zodiac, que los llevó a tierra firme.
Horas después llegaron desde la costa los elementos necesarios para
sustituir la tienda de campaña de los gendarmes por una especie de
cobertizo prefabricado que los infantes de marina montaron rápidamente.
Esa misma noche, en el monte Yebel Musa, una compañía de in-
fantería de las Fuerzas Armadas Reales, equipada con armas ligeras, se
desplegó tomando posiciones de observación en la ladera.
El Rais Bargach permaneció en posición a escasa distancia de la isla
del Perejil, suministrando provisiones y pertrechos a las tropas marroquíes,
en una operación que duró hasta bien entrado el nuevo día.

A bordo del buque marroquí, el primer oficial se encontraba al mando


en el puente. El comandante se había retirado a su camarote después de
permanecer toda la noche dirigiendo las operaciones.
El suboficial a cargo del radar le llamó sin despegar la cabeza del cono
de goma que impedía el reflejo de la luz diurna en la pantalla.
—Señor, tengo un contacto nuevo en el radar. Viene del este a gran
velocidad.
El primer oficial se acercó al monitor y tocó el hombro del suboficial.
—Déjeme ver — dijo.
Se inclinó sobre la pantalla, pero realmente no era necesario. En el
mismo momento en que vio el punto brillante indicado por su subordinado,
oyó el ruido inconfundible del rotor de un helicóptero. Salió al puente
descubierto y miró hacia el sureste. El helicóptero gris era, lo reconoció a
simple vista, un AB-212 de la Armada Española. El aparato dio una vuelta
completa a baja altura alrededor de la isla de Leyla y luego, con toda

52
tranquilidad, se mantuvo en estacionario sobre una de las banderas
marroquíes que ondeaban sobre el islote.
El primer oficial mandó llamar al comandante sin apartar la vista del
helicóptero español, inmóvil a dos o tres metros de altura sobré la isla. El
piloto tenía que ser un completo inconsciente para hacer eso. Una orden
suya y lo podrían hacer papilla con las ametralladoras dobles tipo 58, de
14.5 milímetros. Pero sus instrucciones eran claras: nada de abrir fuego
salvo en estricta defensa propia.
Maldijo mentalmente al piloto español. ¿Realmente era necesario
provocar de esa manera?
Cuando el comandante entró en el puente, con los ojos enrojecidos y
cara de mal humor, el helicóptero ya había desaparecido.

El piloto del helicóptero no era ningún inconsciente. Sabía perfec-


tamente que su misión era arriesgada, pero también era imprescindible. El
relevo de la guarnición de la isla llegaba en el peor momento posible y había
que determinar con exactitud cuántos efectivos se habían desplegado y qué
armamento llevaban. Y había que saberlo ya.

Madrid.

El ministro de defensa estaba cansado. Llevaba cinco días durmiendo


poco y mal, y eso es algo capaz de acabar con cualquiera.
Lo peor era que sabía que la cosa no había hecho más que empezar. Si
no ocurría un milagro, España se iba a ver envuelta en menos de
veinticuatro horas en una guerra. Los análisis de inteligencia de que dis-
ponía, predecían que se trataría de un enfrentamiento breve y limitado,
pero él sabía muy bien que las predicciones no son infalibles.
Frente a él tenía un estudio de los conocidos por los anglosajones
como "best case/worst case", es decir un análisis optimista/pesimista de la
situación. El "mejor caso", considerado como el más probable, indicaba que
la toma de Perejil por las fuerzas especiales se produciría sin resistencia
significativa y con escasas bajas. El "peor caso" contemplaba una decidida
resistencia de las tropas marroquíes, que obligaría a su neutralización con
fuego de apoyo aeronaval y una respuesta de las fuerzas aéreas de
Marruecos que implicaría una batalla por el dominio del espacio aéreo.

53
Aunque no se dudaba de la capacidad del Ejército del Aire para prevalecer,
el propio informe reconocía la imposibilidad de predecir el alcance posterior
de las hostilidades.
Lo que no se contemplaba en ninguna parte era la posibilidad de
fracasar en la misión.

Mientras el ministro leía de nuevo el informe, sonó el teléfono.


Aunque esperaba la llamada, el timbre le sobresaltó. Se trataba del jefe de
estado mayor de la defensa, que esperaba en el antedespacho. Su secretario
le hizo pasar.
El JEMAD interrogó con la mirada a su ministro. La respuesta fue una
lenta negación con la cabeza. Ninguna novedad desde el punto de vista
diplomático.
El ministro habló primero.
—¿Está todo preparado almirante?
—Absolutamente, señor ministro. A estas horas los efectivos del MOE
estarán embarcando en los helicópteros. Se concentrarán con la fuerza de
apoyo en El Copero. Si no hay contraorden, despegarán hacia el objetivo a
las cuatro de la madrugada. A eso de las cinco despegarán cuatro F-18 de
Torrejón y dos Mirage F-'i de Albacete. Los Harrier de la armada
despegarán a las cinco cuarenta y cinco de Rota, y Morón entrará en alerta
máxima a partir de las seis. Allí habrá ocho F-18 armados y listos para
despegar en quince minutos. Además, una parte importante de los
escuadrones de F-18 de Torrejón y Zaragoza han sido desplegados a Morón,
por si fueran necesarios.
—¿Cuál es la hora límite para la cancelación de la misión?
—Las cinco treinta, señor ministro pero... yo no lo dejaría para tan
tarde.
El ministro se frotó los ojos en un gesto de cansancio.
—Vamos a hacer lo siguiente: dentro de un rato me voy para Mon-
cloa. Estaré allí reunido con el presidente toda la tarde... y parte de la
noche, supongo. También estará la ministra de exteriores. Acabo de hablar
con ella y estaba a punto de llamar al embajador en Rabat para llamarlo a
consultas. Estoy casi seguro de que Marruecos no se va a retirar. Si el
presidente da... cuando el presidente dé la orden definitiva, le llamaré para
poner las cosas en marcha. Luego nos reuniremos en el Centro de
Conducción de Operaciones.

54
Vaciló un segundo antes de seguir. No pretendía parecer pomposo,
pero había cosas que no debían quedar sin decir.
—Almirante, diga a su gente que el Gobierno y el Pueblo de España
confían en ellos.
—Muchas gracias, señor ministro, así lo haré.

El Copero, Sevilla.

Una vez recibida la orden del JEMAD, los ocho helicópteros Euro-
copter Cougar del BHELMA II desplazados a Rabassa, despegaron car-
gados con dos equipos completos de soldados del MOE, con rumbo a la
base sevillana de El Copero. Volaban tratando de evitar poblaciones o
carreteras importantes, en un intento de pasar lo más desapercibidos
posible.
Cuando llegaron a su destino ya era completamente de noche. Los
pilotos y el medio centenar de "boinas verdes" bajaron de los helicópteros y
se dirigieron a las instalaciones de la base para cenar algo, antes del último
"briefing" previo a la partida.
Cuando terminaron de cenar se reunieron en el salón de actos de la
base.
De las dos unidades de acción desplazadas a El Copero, sólo una
despegaría para el asalto inicial, embarcada en cuatro de los ocho
helicópteros de transporte. La otra quedaría en reserva, lista para partir en
cuestión de minutos si llegaba a ser necesario.
El teniente coronel al mando de la operación expuso todos los pro-
cedimientos a seguir por ambas unidades, insistiendo especialmente en las
ROE, las reglas de enfrentamiento, que definían en qué situaciones
concretas, y en cuáles no, podían hacer uso de sus armas de fuego.
Cuando terminó, las tropas del MOE se reunieron de nuevo en un
hangar para comprobar, una vez más, el estado de sus armas y equipos de
combate.
Las tripulaciones de los helicópteros se quedaron en el salón de actos
para repasar los datos técnicos de navegación y los horarios.
Sólo quedaba esperar la hora de partida.

55
Ceuta.

Alfredo Suárez estaba viendo la televisión. El informativo de las nueve


de la noche analizaba, como todos los días, la crisis hispano- marroquí. La
Presidencia de la Unión Europea había exigido a Marruecos la retirada de la
isla, anunciando gestiones diplomáticas en Rabat para lograr una solución
negociada. Se informaba también de contactos bilaterales entre los
ministros de asuntos exteriores de España y Marruecos. Ambos habían
mantenido, según el informativo, una conversación "franca" para resolver el
contencioso. Y mientras tanto, la presencia militar española en la zona
seguía aumentando.
Antes de que terminara el telediario sonó el teléfono. Alfredo lo cogió
pensando que sería su padre.
—Buenas noches, doctor Suárez, soy Nadia Hachmi. ¿Me recuerda?
Suárez se atragantó con la Coca-Cola.
—Claro que me acuerdo, Nadia. ¿Qué tal estás?
Se sentía idiota, con treinta y tantos años y nervioso como un ado-
lescente.
La periodista, sin embargo, parecía muy tranquila.
—Muy bien Alfredo. Mira, estoy en Ceuta y me preguntaba si querrías
cenar conmigo... si no tienes otros planes, claro.
—No, no, en absoluto. En realidad pensaba pedir una pizza, pero claro
que me apetece cenar contigo. ¿A qué hora te viene bien?
Nadia no tenía problemas con el horario, de modo que quedaron a las
diez en un conocido restaurante, especializado en cocina magrebí, sugerido
por la joven que, al parecer, conocía los restaurantes de la ciudad mucho
mejor que Alfredo.

El médico se las arregló para llegar a la cita con casi cinco minutos de
adelanto, después de ducharse y arreglarse, afeitado incluido, en un tiempo
récord.
Nadia llegó poco después. Habló en árabe con el maitre, que evi-
dentemente la conocía, y éste les acompañó a una mesa en un rincón
tranquilo del restaurante.
—Bueno —dijo Alfredo—, sí que has vuelto pronto.
—Me han mandado para escribir un artículo sobre la movilización del
Ejército español en Ceuta. Siempre que pasa algo aquí me mandan a mí.
Como hablo español...

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—Sí que lo hablas bien. ¿Dónde aprendiste?
La periodista le contó que era hija de padre marroquí y madre
francesa. Su padre hablaba también español y había querido que lo
aprendiera por lo que la había mandado a un colegio español. La carrera de
periodismo la había estudiado entre España y Francia, con una beca de la
Unión Europea.
—O sea que hablas... ¿tres idiomas?
—Cinco: además de español y francés hablo inglés, árabe y tama-
zight —contestó Nadia sin siquiera un poquito de falsa modestia.
La cena fue excelente, a pesar de que los platos fuertemente espe-
ciados no eran los preferidos de Suárez. Lo cierto es que estaba más
pendiente de Nadia que de lo que comía. Mientras esperaban el postre sonó
el móvil de la periodista, que se disculpó con una mueca y contestó. La
conversación fue rápida e incomprensible para Alfredo que no entendía una
palabra de árabe.
Nadia colgó.
—Mi jefe —explicó—. Nunca cuenta con las dos horas de diferencia
entre Marruecos y España. Allí son todavía las nueve de la noche y están
cerrando la edición de mañana. Me ha dicho que España ha retirado a su
embajador en Rabat y que reúna información... ¡como si pudiera entre-
vistar yo a alguien a las once de la noche!
—¿Y qué vas a hacer?—preguntó Suárez.
—Pues irme a la frontera y esperar a ver si aparece el embajador,
porque a estas horas no hay vuelos, o sea que tiene que haber salido de
Rabat en coche.
—¿Te vas a pasar toda la noche allí?
—Sólo hasta que llegue... calculo que entre las dos y las cuatro de la
mañana.
Era evidente que la perspectiva no la hacía nada feliz de manera que
Alfredo se ofreció enseguida a acompañarla. La frontera no era un sitio
particularmente agradable, al menos de madrugada.
La joven aceptó encantada.

Madrid.

Hacia las doce de la noche, las luces del despacho del presidente del
gobierno, en el palacio de la Moncloa, seguían encendidas. Además del

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presidente, se encontraban allí los ministros de interior, defensa y
exteriores. También estaban los vicepresidentes y varios miembros del
personal de Presidencia.
La reunión había empezado a las diez de la noche. La primera in-
tervención había sido de la ministra de exteriores. Había explicado el re-
sultado, ninguno, de sus últimos contactos con su homólogo marroquí.
Aparentemente Marruecos no tenía la más mínima intención de recon-
siderar su ocupación del islote. Por si fuera poco, a primeras horas del día
siguiente estaba programada una excursión a la isla, patrocinada por el
Gobierno alauita, para la prensa internacional acreditada en Rabat.
Su última conversación antes de abandonar el palacio de Santa Cruz
había sido con el embajador de España en Marruecos. El embajador, según
había decidido el Gobierno esa mañana, había sido "llamado a consultas" y
se esperaba que llegara a Ceuta'en las próximas horas.
El Gabinete de Crisis volvió a debatir las alternativas para la solución
de la crisis. Estaba claro que la vía diplomática estaba agotada.
La actitud más bien tibia de Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos
parecía haber dado esperanzas a Marruecos, a pesar de las declaraciones de
la UE y la OTAN. Al fin y al cabo, todo el mundo sabía quién mandaba en
esas organizaciones.
La estrategia marroquí estaba ahora muy clara para el gobierno de
España: mantener una mínima, nada amenazadora, presencia en la isla,
aguantar todo el tiempo posible allí, y convencer al mundo de que la isla
siempre había sido suya.
Si no se lograba una solución rápida, el problema se enquistaría
eternamente.
Yeso era, precisamente, lo que había que evitar, enviando, de paso, un
mensaje inequívoco a cualquiera que tuviera ganas de jugar con la
integridad territorial de España. Naturalmente muchos, entre los poten-
ciales destinatarios del mensaje, no habían nacido en el extranjero.
Después de una última conversación telefónica con el Palacio de la
Zarzuela, el presidente había permanecido bastante callado durante toda la
reunión. La decisión última la tendría que tomar él, y se le veía preocupado.
Cuando la conversación languideció por falta de nada nuevo que
añadir, se levantó de su butaca y salió al jardín. Nadie le siguió.
Un par de minutos después, el presidente del Gobierno volvió a entrar
en la sala. Miró a los presentes y se dirigió al ministro de defensa.

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—Ya es ineludible, que tengan mucha suerte, que Dios nos ayude y que
vuelvan con el triunfo.
El ministro asintió en silencio y descolgó el teléfono.
T7 de julio de 2002

Golfo de Cádiz.

La orden definitiva para la activación de Romeo Sierra llegó al buque


de asalto anfibio L 52 Castilla, que actuaría como centro de mando
avanzado, apenas pasada la medianoche. El gran navio, uno de los más
modernos en servicio en la Armada Española, navegaba escoltado por la
fragata Baleares en aguas del Golfo de Cádiz.
En el Centro de Mando del buque, el contralmirante al mando de la
operación recibió el mensaje descodificado por los especialistas de la sala de
radio. Se dirigió a sus oficiales de Estado Mayor:
—Nos ponemos en marcha —dijo—. Cursen órdenes a la Numancia y
la Navarra para que tomen posiciones frente al objetivo. Las tropas del
MOE despegarán de El Copero a las cuatro cero cero. Para entonces de-
beremos estar en nuestra posición de espera. La Unidad Aérea Embarcada
estará preparada para iniciar operaciones de vuelo en ese momento.
El jefe de la UNAEMB, el componente aéreo a bordo del buque, asintió
y salió de la sala con destino a la zona del barco asignada a sus pilotos y
tripulaciones. Su primera misión sería trasladar a tierra firme,
concretamente a la sierra del Retín, en Cádiz, a un equipo de control aéreo
avanzado, también llamado FAC por sus siglas en inglés, de la Unidad de
Operaciones Especiales de la Infantería de Marina. Los infantes de marina
se reunirían con sus colegas del Ejército de Tierra en un punto de aterrizaje
avanzado. El trabajo no lo haría uno de los grandes helicópteros SH-3 D Sea
King de la 5a escuadrilla de la Armada, que en ese momento reposaban en el
hangar situado a proa de la cubierta de vuelo, sino un AB-212 de la 3a
escuadrilla. Si todo salía bien, esa sería la única misión importante de los
helicópteros de la Armada en la operación. Si por cualquier circunstancia
adversa las primeras unidades de asalto del MOE no conseguían el control
de la isla, un equipo completo de operaciones especiales de la Infantería de
Marina esperaban en sus sollados a bordo del Castilla. Entonces sus Sea
King tendrían que trasladarlos a la isla Perejil.

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El jefe de la UNAEMB sabía que hombres y helicópteros estaban
perfectamente preparados para llevar a cabo su misión, pero esperaba, por
el bien de todos, que su intervención no fuera necesaria.

En el puente de mando del Castilla, su comandante recibió la orden


del contralmirante de proceder a su posición asignada para la operación.
—Caiga a rumbo cero nueve cero —ordenó al timonel.
—Al cero nueve cero, comprendido.
La proa del buque de asalto giró para apuntar directamente al este, en
demanda del Estrecho de Gibraltar.

Ceuta.

Alfredo y Nadia estaban sentados en el coche de la periodista, a pocos


metros del puesto de control de la Guardia Civil en la Frontera de El
Tarajal. No tenían ninguna esperanza de que el coche del embajador se
fuera a detener para una entrevista, pero al menos Nadia podría con-
firmarle a su jefe que, efectivamente, el diplomático español había llegado a
Ceuta. Al día siguiente intentaría hablar con él, antes de que saliera para
Madrid, aunque tampoco eso resultaría fácil.
Según pensaba Nadia, las cosas se estaban moviendo demasiado
deprisa para poder hacer un seguimiento periodístico serio. Le habían
encargado cubrir el punto de vista español sobre la crisis hacía menos de
dos días. Apenas había tenido tiempo de documentarse y eso no le gustaba.
Alfredo le preguntó por la opinión de los marroquíes sobre el pro-
blema.
—Pues en general la gente está bastante... extrañada de que los es-
pañoles os toméis todo esto tan en serio, pero supongo que habrá opiniones
para todos los gustos. Yo creo que casi nadie había oído hablar de la isla
hasta ahora, pero como está tan cerca de la costa, pues todos asumen que
debe ser marroquí.
—Lo que yo no entiendo —dijo Suárez—, es porqué el gobierno ma-
rroquí está siempre buscando problemas con España. ¿No sería más
productivo llevarnos bien?
Nadia miró a su acompañante con sorna.
—¡Cómo si el Gobierno de Su Majestad tuviera que darle explica-
ciones a nadie sobre los motivos por los que actúa!

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Luego se puso un poco más seria y siguió hablando.
—De todos modos, piensa que las cosas no son tan simples. En rea-
lidad España no siempre ha actuado con total lealtad hacia Marruecos. Los
españoles sois tan... bueno, tú no, pero muchos lo son... soberbios.
Reconoce que nos miráis por encima del hombro y os sentís superiores. Al
fin y al cabo, sólo somos moros.
—Bueno, bueno, Nadia. No te calientes que no todo el mundo es así.
Además no es esa la cuestión. Si no estaba claro de quién era la isla, pues se
deja como está y a otra cosa. ¿O me vas a contar que te crees el rollo de que
es para vigilar terroristas?
—Claro que no me lo creo. Ojalá mi país tuviera dinero para vigilar a
los narcotraficantes y a los traficantes de emigrantes. A mí me parece que lo
que quiere el gobierno es distraer a la gente de lo mal que van las reformas
democráticas. Pero la respuesta española es exageradísima.
Alfredo no tenía ganas de discutir, desde luego no en su primera cita.
Y, además, algo de razón tenía Nadia, pensó, recordando los foros de
Internet que había leído. Se preguntó porqué es tan fácil entenderse entre
las personas y tan difícil entre los grupos humanos, sean naciones,
religiones o cualquier otro colectivo. Decidió cambiar de tema.
A eso de las dos y media, mientras se contaban anécdotas de la
universidad, Nadia observó movimiento en la frontera. Se bajó del coche y
corrió hacia la garita de control. Un Peugeot 607 de color oscuro cruzó la
zona iluminada y se detuvo unos instantes, mientras el conductor mostraba
los pasaportes a la Guardia Civil. La periodista se inclinó sobre la ventanilla
trasera pero un agente le pidió que se retirara. El vehículo arrancó hacia el
centro de la ciudad.
Cuando Nadia volvió a su coche, el médico preguntó:
—¿Y ahora?
—Ahora le vamos a seguir a ver dónde se aloja. Luego... ya veremos.

A pocos kilómetros de allí, en el puerto de Ceuta, la fragata Navarra


iniciaba las maniobras necesarias para zarpar. La Numancia estaba ya en
alta mar.
El teniente de navio Herrero se encontraba en su puesto en el CIC.
Todos los radares se encontraban en "stand-by", conectados pero sin emitir
señales. El comandante había ordenado condición EMCON, de modo que el
buque no emitía fuentes electrónicas, aunque sus receptores de alerta

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trabajaban a pleno rendimiento. Eso dificultaba la navegación, por
supuesto, pero era necesario para pasar todo lo inadvertidos que fuera
posible. La fragata siguió a un remolcador hasta sobrepa'sar la bocana del
puerto. Luego, el barco auxiliar se apartó a un lado y la Navarra ganó mar
abierto, virando a babor con ayuda del viento de levante. Navegarían
visualmente, siguiendo las luces de la costa, y con apoyo del GPS de a bordo
hasta su zona de patrulla, pocas millas al nordeste de la isla de Perejil. Al
noroeste, se situaría su gemela la Numancia. Ambas fragatas se situarían
entre la isla y cualquier buque marroquí que intentara acercarse,
bloqueando toda posibilidad de refuerzo por vía marítima.
Herrero repasó la tabla de horarios para la operación. A las cinco
treinta, las cinco y media de la madrugada, los radares de exploración
entrarían en actividad. La Navarra y la Numancia actuarían como pla-
taformas de defensa antiaérea para cobertura local. La cobertura lejana
sería responsabilidad del Ejército del Aire.

El Copero, Sevilla.

A las tres y media de la madrugada se dio la orden de embarcar. Los


veinticinco miembros del primer equipo del Mando de Operaciones
Especiales, se dirigieron a los ocho helicópteros Cougar que se encontraban
alineados en la plataforma de aparcamiento de la base, distribuyéndose
entre los tres primeros.
El cuarto actuaría como puesto de mando, llevando a bordo al te-
niente coronel al cargo de la fuerza de asalto, junto a los oficiales de su
plana mayor y un especialista en comunicaciones. Las tripulaciones de los
aparatos estaban ya junto a sus máquinas, repasando las listas de
comprobación. Los mecánicos revisaban los últimos detalles técnicos.
Mientras los boinas verdes iban ocupando sus sitios, a un centenar de
metros, empezaban a despegar los helicópteros armados de apoyo. Tres
UH-iH del BHELMA III, armados con ametralladoras pesadas Browning
M-2 y "pods" de cohetes no guiados, estabilizaron su altura e iniciaron un
giro en formación para esperar a las máquinas de asalto.
Cuando el último de los soldados en embarcar en cada helicóptero
indicó al piloto que la puerta estaba cerrada y asegurada, los Cougar le-
vantaron uno tras otro el vuelo, adoptando una formación escalonada hacia
la derecha.

62
Pocos segundos después, los UH-iH formaron a la izquierda y un poco
por detrás del Líder de los Cougar. Toda la formación adoptó velocidad de
crucero y, a baja altitud, se dirigió al sur. Volaban en estricto silencio de
radio. Los pilotos utilizaban gafas de visión nocturna que les permitían volar
con seguridad a pesar de la falta de luz.

Torrejón de Ardoz, Madrid.

En las instalaciones de la base aérea de Torrejón se encuentra ubicado


el Grupo Central de Mando y Control, conocido por sus siglas como
GRUCEMAC, dependiente del Mando Aéreo de Combate del Ejército del
Aire. Su función es el control militar del espacio aéreo español.
A las cuatro de la madrugada del día 17 de julio, el GRUCEMAC
decretó una zona de exclusión aérea en un radio de varios cientos de
kilómetros en torno a la isla de Perejil. Una pareja de cazas Mirage F-iM del
Ala 14 con base en Los Llanos, Albacete, despegaron en misión CAP para
vigilar el cumplimiento de la zona de exclusión conocida como NFZ,
acrónimo inglés de "no fly zone".
También se declararon cerrados al tráfico civil los aeropuertos de
Jerez de la Frontera, Málaga y Melilla. La medida pasó casi completamente
desapercibida ya que no estaban previstos vuelos civiles en esos aeropuertos
hasta las siete de la mañana.
A escasa distancia de las dependencias del GRUCEMAC, sobre la
plataforma de aparcamiento de la base de Torrejón, cuatro cazabombar-
deros F/A-18A+ Hornet del 121 Escuadrón del Ala 12, se encontraban en la
fase final de su alistamiento.
Los mecánicos y armeros comprobaban los últimos detalles a la
espera de que llegasen los pilotos. Dos de los aviones volarían en confi-
guración aire-aire, armados con misiles AIM-7P Sparrow y AIM-9L Si-
dewinder, para establecer una CAP o Patrulla Aérea de Combate sobre el
área del objetivo, a fin de interceptar cualquier aeronave hostil en la zona.
Los otros dos llevaban colgadas de las alas, además de los habituales
misiles Sidewinder para autodefensa, dos misiles antirradar AGM-88
Harm, diseñados para dirigirse hacia los radares de las defensas antiaé-
reas. Si los interceptores marroquíes intentaban impedir la operación, su

63
misión sería destruir los radares de alerta y control enemigos para impedir
la coordinación de sus operaciones.
A las cuatro y media, los pilotos salieron de la sala donde habían
estado reunidos preparando todos los parámetros técnicos de la misión. Se
colocaron los arneses de sujeción y los zahones inflables "anti-g" y
caminaron hacia sus aviones.
Una vez hechas las comprobaciones de rigor y arrancados los mo-
tores, los cuatro aviones carretearon hasta la cabecera de la pista formados
en parejas.
A las cinco en punto de la madrugada el líder de la primera pareja
habló por radio en la frecuencia de torre.
—Torre, Poker cero nueve. Cuatro aviones listos para entrar en pista y
despegar.
—Poker cero nueve, autorizados. Ángeles 25, vector uno ocho cero.
La torre indicaba a la formación el rumbo a tomar, sur absoluto, y la
altitud asignada para la primera parte de la misión, 25.000 pies.
El piloto del primer F-18 aceleró al máximo los motores General
Electric, conectando la postcombustión. En pocos segundos el caza estaba
en el aire.
Los otros tres aviones despegaron en rápida sucesión. Una vez en
vuelo, los aviones formaron de nuevo dos parejas mientras ascendían a la
altitud indicada por la torre.
El líder cambió la frecuencia de radio para comunicar con "Pegaso", el
indicativo de radio del GRUCEMAC, que controlaría su vuelo hacia el
objetivo.
—Pegaso, Poker cero nueve. Ángeles 10 y en ascenso.
—Tengo contacto radar contigo Poker cero nueve. Tu ruta está
despejada.
Los cuatro cazabombarderos alcanzaron pronto su altitud de crucero.
El líder se relajó, pero sólo un poco. Nadie podía saber lo que les traería el
amanecer.

El Retín, Cádiz.

Aproximadamente al mismo tiempo que los F-18 despegaban de


Torrejón, los helicópteros Cougar procedentes de El Copero y sus escoltas
tomaban tierra en la base avanzada dispuesta para ellos en el campo de

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maniobras de la sierra del Retín, un lugar apartado y discreto donde ya se
encontraba el AB-212 procedente del buque de mando Castilla.
Los miembros de la UOE del Tercio de Armada embarcaron en el
tercero de los Cougar, compartiendo los bancos de plástico con sus com-
pañeros del MOE. Se saludaron lacónicamente. Nadie estaba de humor para
muchas bromas. Llevaban todo el día dando saltos de una base a otra en sus
helicópteros. Y ahora tocaba, de nuevo, esperar.

Golfo de Cádiz.

El Castilla se encontraba en su zona de espera prevista. El Centro de


Mando era un hervidero de actividad. A partir de ese momento coor-
dinarían la operación de asalto a la isla'del Perejil.
El contralmirante al mando de la operación, estudiaba atentamente la
pantalla táctica, que mostraba un gran mapa digital del estrecho de
Gibraltar. Las fuerzas españolas desplegadas se representaban con pe-
queños iconos de color azul. No había iconos de color rojo por el momento.
Eso eran las buenas noticias.
Las malas se las transmitió, una vez más, el oficial encargado del
seguimiento meteorológico.
—El viento alcanza ya los treinta nudos, almirante, y las previsiones
indican que arreciará al menos hasta los treinta y cinco o cuarenta en las
próximas horas.
Eso correspondía a una fuerza ocho en la escala de Beaufort, y sig-
nificaba que los helicópteros, no podrían aterrizar en la pedregosa super-
ficie de la isla. Incluso tendrían serias dificultades para mantenerse está-
ticos mientras los soldados saltaban o se descolgaban de ellos. Si el viento
arreciaba más aún las consecuencias serían nefastas. Afortunadamente no
habrían de esperar mucho más.
El Centro de Mando del Castilla tenía una conexión segura perma-
nente vía satélite con el Centro de Conducción de Operaciones del Minis-
terio de Defensa, donde el JEMAD y el propio ministro, seguían los
acontecimientos.
El jefe de estado mayor de la defensa tras una última consulta con el
ministro, se dirigió al contralmirante.

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—Tienes autorización del Estado Mayor y del Gobierno para iniciar
las operaciones. Las reglas de enfrentamiento no han cambiado. El uso de
fuerza letal se reservará, exclusivamente, para supuestos de autodefensa.
—Comprendido, almirante. Iniciamos las operaciones.
—Mucha suerte, Jesús.

Rota, Cádiz.

En la cabecera de la pista de la base de Rota, dos cazabombarderos de


aterrizaje vertical Harrier AV8-B+ estaban preparados para despegar
inmediatamente después de recibir la orden del contralmirante. Iban
armados con bombas "inteligentes", guiadas por láser GBU-24 Paveway.
Su misión era el apoyo cercano a las tropas de infantería, conocido en la
jerga militar como CAS. Si todo salía bien, no tendrían que actuar, pero de
todos modos despegarían minutos antes del asalto, para encontrarse cerca
de la zona de operaciones si llegaban a ser necesarios. Los Harrier armados
para ataque a tierra serían escoltados por otros dos, armados con 4 misiles
aire-aire Sidewinder AIM-9 L.
El líder del paquete recibió la comunicación de la torre con un par de
minutos de retraso sobre lo previsto:
—Cobra uno seis, autorizado para entrar en pista. Canal 18 para
Pegaso, alternativo 20. ¡Buena caza!
—Torre, Cobra uno seis. Procediendo a pista para despegue. Muchas
gracias.
Los cuatro cazas despegaron uno tras otro, formando luego por pa-
rejas en el aire, con los aviones de ataque por delante y por debajo de sus
escoltas. Sobrevolaron el Puerto de Santa María a la altitud habitual, para
salir al mar entre San Fernando y Cádiz. Una vez alcanzado mar abierto
picaron hacia el agua, para estabilizarse a pocos metros por encima de las
olas. Tomaron rumbo sureste, hacia el estrecho de Gibraltar.
Cuatro Harrier más esperaban en la base, armados y listos para
despegar en menos de cinco minutos.

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El Retín, Cádiz.

Los pilotos de los helicópteros no descendieron de sus máquinas


durante la escala en la base avanzada. Permanecían atentos a la radio, a la
espera de la orden de partir.
A las seis menos cuarto de la mañana se recibió la llamada del buque
de mando Castilla:
—Turia cero uno, aquí Lima Dos Charlie. Tiene autorización para
iniciar fase final de Romeo Sierra. Repito, tiene autorización para fase final
de Romeo Sierra. Acuse recibo.
El piloto del helicóptero líder rompió brevemente el silencio de radio
para confirmar que las órdenes se habían recibido.
— Lima Dos Charlie, Turia cero uno. Confirmo recepción del mensaje.
Iniciamos fase final.
—Mucha suerte, Turia cero uno. Cuídense.
Todos los pilotos habían escuchado 'la orden en sus auriculares. Uno
tras otro arrancaron los motores y aplicaron potencia.
A bordo del Cougar habilitado como puesto de mando, un técnico de
los boinas verdes, a una señal de su comandante, activó el sistema de
comunicaciones personales. Todos los soldados iban equipados con au-
riculares y micrófonos conectados para formar una red de radio digital
segura de corto alcance, que permitía mantener el contacto de los miembros
de la unidad en todo momento. Uno tras otro se fueron numerando para
comprobar el buen funcionamiento del sistema. Cuando terminaron, los
helicópteros ya volaban a muy baja altura sobre las aguas oscuras del
Estrecho de Gibraltar.
Los pilotos, a través de sus gafas de visión nocturna, podían ver el
relieve en color verde fosforescente de la costa de Africa.

Estrecho de Gibraltar.

Los radares de exploración aérea de la fragata Navarra llevaban


quince minutos de plena actividad cuando detectaron el eco de la formación
de helicópteros de asalto cuando ésta dejó la seguridad de la tierra firme
para internarse en el estrecho.
Herrero informó inmediatamente al puente del contacto, y un
momento después el comandante de la fragata se encontraba en el CIC.

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—Empieza la fiesta, señores —dijo.
Se dirigió a la consola del operador del radar de superficie y se inclinó
sobre su hombro.
—¿Tenemos al Rais Bargach en pantalla?
—Si, mi comandante —contestó el especialista señalando una traza en
la pantalla.
El comandante se acercó a la carta extendida sobre la mesa para
comprobar la posición del patrullero marroquí. En realidad estaba más
cerca de la Numancia, de modo que en principio sería de ellos la respon-
sabilidad de controlarlo, pero no quería dejar cabos sueltos.
Se dirigió al TAO.
—Herrero, ¿qué opinas?
—Demasiado cerca para un Harpoon, mi comandante. Pero lo te-
nemos a tiro del 76.
Se refería a que la distancia era demasiado corta para utilizar un misil
antibuque como el RGM-84 Harpoon, capaz de alcanzar objetivos situados
a 120 millas del navio lanzador. Sin embargo el cañón OTO Melara de 76
milímetros era ideal para neutralizar un blanco cercano y poco protegido
como el patrullero marroquí.
—De acuerdo —asintió el comandante—, no lo pierdan de vista.
A bordo del Rais Bargach, fondeado cerca de la isla, el oficial de
guardia en el puente de mando estaba muy preocupado. Su radar había
detectado hacía bastante tiempo el despliegue naval español. Aunque en los
últimos días las fragatas "enemigas" habían navegado con frecuencia en las
cercanías del islote, nunca habían adoptado ese patrón particular, que
parecía destinado a bloquear los accesos a Leila. Su barco, claramente
incapaz de enfrentarse a dos modernas fragatas lanzamisiles, se encontraba
entre la espada y la pared, literalmente hablando.
Pensó en despertar al comandante, pero teniendo en cuenta la hora,
las cuatro de la madrugada, hora de Marruecos, decidió esperar
acontecimientos.
No tuvo que esperar mucho. Apenas unos minutos después, el ma-
rinero encargado del radar dio la voz de alarma.
—Tengo varios contactos débiles con marcación tres cinco ocho. Por
la velocidad parecen aviones o helicópteros. Distancia estimada en cinco
millas y acercándose rápidamente.

68
El oficial sintió contraerse el estómago por la tensión. De modo que
allí estaban.
—¡Zafarrancho de combate! Avante toda máquina, rumbo dos ocho
cinco.
El timonel empujó los controles de las potentes máquinas diesel del
patrullero y giró la rueda para tomar el rumbo indicado mientras que un
suboficial pulsaba el conmutador de alarma. La megafonía del buque emitió
un desagradable sonido intermitente que despertó de inmediato a toda la
tripulación.
El comandante entró en el puente en pijama, con el pelo revuelto y
barba incipiente.
—ilnforme! —le dijo al oficial de guardia.
—Múltiples contactos aéreos al norte, señor, probablemente
helicópteros.
El comandante intentó pensar con claridad.
—Déme el rumbo de esos helicópteros —dijo.
—Puedo contar siete contactos con marcación cero ocho siete y rumbo
estimado uno siete cinco.
El comandante se rascó el mentón, áspero por la barba y miró la
pantalla del radar. No parecía un ataque directo a su nave, por lo que or-
denó reducir la velocidad e invertir el rumbo para acercarse de nuevo a la
isla.
Tenía que ser un asalto aerotransportado. Y no había nada que él
pudiera hacer para impedirlo. Sus órdenes eran observar e informar y eso
es lo que haría. Sin contar con el hecho de que ahí fuera estaba la mitad de
la Armada Española apuntando a su barco. La vida era injusta.

Isla Perejil, Estrecho de Gibraltar.


El cabo de la Infantería de Marina marroquí de guardia en el punto
más alto de la isla, oyó la bocina de alarma del Rais Bargach a pesar deí
fuerte viento de levante. Se puso en pie y miró hacia la oscuridad. Algo
estaba pasando pero no había forma de saber lo que era. Descolgó su radio
portátil del cinturón y llamó a su teniente para informar. La respuesta fue
sencilla: mantenerse alerta e informar de cualquier novedad. Na-
turalmente.

69
Al norte de la isla, a poco más de dos millas, el líder de la formación
de helicópteros Cougar vio nítidamente el perfil del objetivo. Era el
momento de romper el silencio de radio. Eran las seis horas y quince
minutos.
—Turia uno uno, objetivo a la vista, a las doce. Distancia estimada dos
millas. Camello cero uno, dispersión.
El líder de los UH-iH, Camello cero uno, recibió la orden e inició la
maniobra ordenada, virando a la izquierda acompañado por el segundo
helicóptero. El tercero viró a la derecha, para rodear la isla. Su helicóptero,
además de las armas de apoyo, iba equipado con un potente equipo de
megafonía. Su misión era conminar a las tropas marroquíes a rendirse con
un mensaje grabado en español, francés y árabe. Su copiloto había
sugerido añadir una grabación de La Cabalgata de las Valkirias, de
Wagner. Igualito que en Apocalipsis Now, había dicho con toda su guasa
andaluza. Por supuesto no lo habían hecho.

El centinela marroquí no vio los helicópteros, pero no podía dejar de


oír los rotores. Quitó el seguro de su AK-47 tras comprobar que el cargador
estaba bien colocado. Luego volvió a llamar al teniente. Al abrigo del
barranco donde estaba instalado el cobertizo donde descansaba, el teniente
no había oído los helicópteros. Despertó al resto de los soldados, pero
decidió no moverse de su posición. Esperarían acontecimientos. Pulsó el
botón transmisor de la radio y dio instrucciones al cabo y a los otros dos
centinelas:
—Manteneos en posición e informadme de lo que veáis. Y dejad
puesto el seguro de las armas. No quiero errores con eso. ¿Está claro?

Mientras los helicópteros de apoyo se abrían para rodear el islote, los


Cougar entraron en rumbo directo. El fuerte viento, de casi cuarenta nudos
de velocidad, unos setenta y cinco kilómetros por hora, zarandeaba los
helicópteros con fuerza. El helicóptero de mando se mantuvo en vuelo
estacionario a unos doscientos metros al norte de la isla. Los otros tres
aparatos se distribuyeron sobre la superficie de la isla para descargar a sus
efectivos en los puntos preestablecidos. Cuando los alcanzaron, los pilotos
lucharon con las palancas de mando para mantener los helicópteros
inmóviles a menos de un metro sobre la superficie rocosa, Uno tras otro los
soldados de operaciones especiales saltaron a tierra, desplegándose

70
inmediatamente para formar un perímetro de algunos metros en torno a
cada punto de inserción. Fueron indicando por radie su llegada a tierra.
—¡Alfa cuatro seguro!
—¡Alfa tres seguro!
Los líderes de los equipos de acción fueron los últimos en saltar z
tierra.
—¡Equipo Bravo desplegado y en marcha!
—¡Alfa desplegado y en marcha!
El tercer equipo, conocido como Charlie, estaba formado por los
comandos de Infantería de Marina encargados del control de fuege
avanzado. Cuando se disponían a saltar', una fuerte ráfaga de viento, di más
de cincuenta nudos, golpeó el costado de su helicóptero. El piloto cogido por
sorpresa intentó compensar el fuerte bandazo, pero no pude evitar que una
de las palas del rotor rozase el suelo. El aparato estuvo £ punto de
precipitarse de costado a tierra. Sólo la suerte y la habilidad de' piloto
impidieron una catástrofe. Consiguió remontar el vuelo y girar er redondo
para volver al punto inicial. Esta vez los infantes de marina saltaron sin
novedad.
—¡Equipo Charlie en posición! —dijo el capitán que mandaba el
comando, sin que apenas se notara el temblor de su voz. Inmediatamente
se desplegaron y empezaron a montar sus equipos de designación por láser,
buscando puntos con buena línea visual hacia la costa. Si las tropas
marroquíes desplegadas en las laderas de Yebel Musa abrían fuego en
apoyo de sus compatriotas en la isla, los infantes del TEAR señalarían los
blancos para los Harrier de la Armada.
Con todos los boinas verdes en tierra y sin otra novedad que alguna
contusión, los helicópteros se retiraron una milla hacia el norte, para
esperar orbitando en una zona relativamente segura.

Cuando los helicópteros de transporte desaparecieron, los soldados


del equipo Bravo, equipados con gafas de visión nocturna Enosa GVN-401,
empezaron a buscar centinelas marroquíes en las cotas más altas del islote.
Los identificaron rápidamente. Había tres. El comandante ordenó a sus
efectivos formar por parejas y envolver a los centinelas lo antes posible.
—Bravo cuatro y cinco, al norte. Seis y siete al sur. Ocho y nueve al
oeste. ¡Moverse!

71
Mientras tanto, el equipo Alfa se dirigió, dividido en dos escuadras, al
barranco que dividía la isla en dos mitades. Al fondo estaba montada la
garita marroquí.
Descendieron con sumo cuidado las laderas. Las piedras sueltas
hacían muy peligrosa la bajada de casi treinta metros. Afortunadamente los
equipos de visión nocturna, aunque incómodos, facilitaban mucho la tarea.
Al llegar a una distancia prudencial de la construcción de chapa
metálica, el brigada al mando del equipo habló por el circuito de radio:
—Alfa en posición.
Los soldados del equipo Bravo, emboscados cerca de los centinelas en
las alturas del islote, informaron uno tras otro que estaban preparados.
El comandante, Bravo uno, se dirigió al líder de los helicópteros de
apoyo:
—Camello cero uno, Bravo uno. Todos los efectivos en posición.
Puedes empezar a cantar.
—Roger, Bravo uno. Pongo la música. Tened cuidado.
El equipo de megafonía del UH-iH comenzó a atronar el aire con una
grabación que conminaba a los soldados marroquíes a rendirse. Se repitió
en francés y árabe, y volvió a empezar en español.
Mientras tanto, el artillero del helicóptero, sujeto a su asiento por un
arnés de seguridad, se asomaba por la puerta lateral izquierda, agarrado a
su ametralladora pesada Browning M-2. Escudriñaba la isla con sus gafas
de visión nocturna. Tenía localizado al menos un centinela marroquí, pero
veía también a los soldados españoles, y a esa distancia no era fácil
distinguir unos de otros. Esperaba no tener que disparar.

Los centinelas, ya alertados por el ruido de los helicópteros y las


instrucciones de su jefe, oyeron la llamada a la rendición por los altavoces.
El cabo que había alertado por primera vez al teniente, se encontraba ahora
agachado contra una roca. Aquello era una locura. Oía los rotores de los
helicópteros, y por supuesto la megafonía, pero sin un equipo de visión
nocturna era imposible ver nada. Miró al este, donde el cielo empezaba a
tomar un tono gris que presagiaba el amanecer, pero faltaba al menos
media hora para tener luz suficiente para ver algo. Era un profesional, y
había participado un par de veces en maniobras con sus colegas españoles.
Suponía que los asaltantes serían infantes del TEAR, y eso significaba que,
seguramente, habría por lo menos dos fusileros cerca, muy cerca, de su

72
posición. Estaba furioso, pero no con los españoles, que al fin y al cabo eran
profesionales como él y sólo hacían su trabajo. Estaba furioso con sus
mandos, que lo habían abandonada en aquella isla maldita sin más equipo
que un AK-47 y unas raciones de campaña. ¿De verdad pretendían que
defendieran Leyla con eso?
En ese momento vio algo a su izquierda, con el rabillo del ojo. Giró la
cabeza rápidamente y tensó los músculos del brazo para levantar el fusil,
pero era tarde. Un fantasma verde y gris se había materializado a menos de
dos metros de él. Le apuntaba a la cara con un fusil de asalto.
—¡Tira el arma! ¡Ahora! —gritó el español.
El cabo no entendió las palabras, pero el sentido estaba claro. Levantó
la mano izquierda y con la derecha, despacio, dejó el fusil en el suelo. En ese
momento, por detrás, otro comando español le agarró los brazos y se los
puso a la espalda. No opuso resistencia, a pesar de que sentía la sangre
hervir de ira y de vergüenza. El español le pasó cinta adhesiva en torno a las
muñecas y le quitó la radio del cinturón. Luego le empujó el hombro, sin
demasiada violencia pero indicándole claramente que se tumbara en el
suelo. Lo hizo.
El primero de los soldados españoles habló por radio:
—Bravo cuatro, objetivo neutralizado. No hay bajas.
El resto de los equipos enviados a cercar a los centinelas fueron ra-
diando el éxito de su misión.

Era el turno del equipo Alfa para completar la operación. Separados


en dos escuadras de seis hombres, habían rodeado por completo la garita
de aluminio donde se encontraban el resto de los infantes de marina
marroquíes. Un helicóptero UH-iH se mantenía estacionario, a pesar del
fuerte viento, delante de la puerta, a unos veinte metros de distancia y ocho
de altura.

Dentro de la tienda, los soldados miraron a su teniente. Llevaba


quince minutos intentando enlazar por radio con el patrullero Rais Bar-
gach, que actuaba como repetidor de comunicaciones, pero no había
respuesta. No podían esperar ayuda exterior y el estruendo de los
helicópteros y los megáfonos, apenas les permitían hablar entre ellos. Los
centinelas tampoco contestaban, por lo que tenían que asumir que estaban
muertos o habían sido capturados.

73
El oficial movió la cabeza negativamente y salió el primero, con su
subfusil H&K MPS cargado y montado. En el exterior, ya visibles con las
primeras luces del alba, le esperaban una docena de soldados españoles,
apuntándole con sus fusiles.

El jefe del equipo Alfa, un brigada con muchos años de servicio a sus
espaldas, miró a los ojos al teniente marroquí. Luego bajó su arma, que
quedó apuntando al suelo. El teniente comprendió el gesto e hizo lo mismo.
No tenía ningún sentido morir allí, sin ninguna posibilidad de defender su
posición. Luego se dio la vuelta y habló a sus hombres. Los dos infantes de
marina marroquíes que quedaban en la tienda salieron con los brazos en
alto.
Enseguida fueron maniatados como lo habían sido los centinelas y
reunidos frente a la tienda.
El brigada habló por su radio.
—Bravo uno, aquí Alfa uno. Posición asegurada.
Estaba saliendo el sol.

Sidi Slimane, Marruecos.

A unos doscientos kilómetros al sur de la isla del Perejil se encuentra


la base aérea de Sidi Slimane, conocida también como 5a BAFRA, la más
importante de Marruecos. Allí estaban desplegados los Mirage F-i de las
versiones CH, de caza, y EH de ataque al suelo.
El coronel al mando de la base tomó un sorbo de su té, ya frío. Llevaba
una hora en la sala de operaciones de la base intentando formarse un
cuadro claro de la situación.
La primera alarma se había recibido del Centro de Operaciones de
Combate, COC, de Salé, cerca de Rabat, a las tres y media de la madrugada,
las cinco y media en España. Al parecer los radares de alerta, habían
detectado una inusual actividad aérea en el sur de la península, pero los
contactos, hechos al límite del alcance de los radares, eran poco firmes e
imposibles de clasificar. Era preocupante, pero no se podía considerar una
agresión. El COC había recomendado aumentar el nivel de alerta de la 5 a
BAFRA, y así se había hecho, colocando en cabecera de pista dos Mirage F-i
CH del escuadrón Assad armados en configuración aire-aire con dos misiles

74
Magic y un R-530 cada uno. Pero no se les dio la orden de despegar a la
espera de definir mejor el grado de amenaza, si lo había.
A eso de las cuatro y diez de la madrugada llegaron, casi al mismo
tiempo, dos mensajes a Sidi Slimane. El primero era del COC, informando
de varios contactos radar a gran altura sobre la orilla norte del estrecho de
Gibraltar. Por el perfil de vuelo tenía que tratarse de cazas españoles que
orbitaban describiendo amplios círculos siempre sobre territorio
peninsular. Menos de un minuto después se recibió una llamada urgente
del Cuartel General de la Marina Real, transmitiendo el informe del
patrullero Rais Bargach, que alertaba de la llegada de varios helicópteros
en perfil de asalto.
Los Mirage desplegados en cabecera de pista recibieron la orden de
despegar para investigar los contactos.
El coronel no había recibido más órdenes por el momento, pero en
vista del cariz que parecían tomar los acontecimientos decidió prepararse
para lo peor. Si el Gobierno le ordenaba atacar a los buques españoles o
defender la isla de Leila, estaría preparado.
—Queda declarada la alerta general. Los escuadrones AssadyAtlas
deben prepararse de inmediato para iniciar operaciones de combate.
Quiero la mitad de los EH armados con bombas frenadas y la otra mitad
con bombas lisas para uso anti-buque. Los CH con carga completa de cañón
y misiles. ¡Ahora!
Las sirenas de la base comenzaron a sonar, despertando a todo el que
no lo estaba ya, por el estruendo de los cazas que acababan de despegar.
Los mecánicos y pilotos no sabían con certeza lo que ocurría, pero se
pusieron en marcha de inmediato.

Alcalá de los Gazules, Cádiz.

En la sierra de Cádiz, dentro del parque nacional de los Alcornocales,


tiene su base el Escuadrón de Vigilancia Aérea, EVA, N° 11. El radar
tndimensional Lanza, uno de los más modernos de España, que dominaba
la estructura del edificio principal, detectó a los dos cazas marroquíes a los
pocos minutos de su despegue de Sidi Slimane. La información se
transmitió digitalmente de forma casi instantánea a Torrejón de Ar- doz,
para uso del GRUCEMAC.

75
Estrecho de Gibraltar.

El controlador se puso en contacto, inmediatamente, con la Patrulla


Aérea de Combate de F-18, que orbitaba sobre Tarifa en espera de
acontecimientos.
—Poker cero nueve, Pegaso. Tengo dos bogeys en vector uno nueve
cero, ángeles veinte, a unas ochenta millas de vosotros.
—Roger, Pegaso. Nos mantenemos en posición.
El controlador indicaba al líder de la formación que habían detectado
dos contactos no clasificados, a unos veinte mil pies de altitud y a ochenta
millas al sur, demasiado lejos todavía para ser una amenaza.
El piloto líder de la formación hizo girar suavemente su F-18 hacia la
izquierda. Después de repostar en vuelo sin novedad, llevaba un buen rato
describiendo circuitos semejantes a una pista de atletismo, en un perfil de
vuelo diseñado para ahorrar combustible y mantenerse en espera sobre una
posición. Sus ojos seguían un recorrido casi automático por los diferentes
indicadores de la cabina del avión: nivel de combustible, velocidad
aerodinámica, altitud, indicador de amenazas... cada cinco o seis segundos
miraba al exterior. A la altitud a la que volaban hacía rato que podían ver el
sol naciente, aunque en la tierra directamente bajo ellos sólo empezaba a
desvanecerse la oscuridad. Pocos minutos antes de recibir la alerta de
Pegaso, les habían informado del éxito de la misión de los boinas verdes.
Ahora faltaba saber cuál sería la reacción marroquí. Sospechaba que no
estarían muy contentos.
Cuando completaba el circuito, adoptando de nuevo rumbo sur, re-
cibió una nueva llamada de Pegaso.
—Poker cero nueve, Pegaso. Dos bogeys a unas cuarenta millas,
vector uno ocho cero. Recomiendo Search.
—Pegaso, Poker cero nueve. Search, recibido.
Los cazabombarderos españoles encendieron sus radares, que hasta
ese momento habían permanecido apagados para intentar no delatar su
posición. Inmediatamente detectaron en sus pantallas a los aviones f
marroquíes. Volaban casi a su misma altura y en un rumbo prácticamen- \
te recíproco, lo que hacía disminuir la distancia a gran velocidad. Se trataba
de un perfil de vuelo hostil y, aunque se encontraban todavía sobre espacio
aéreo marroquí, la cosa iba a cambiar en muy pocos minutos.
—Pegaso, Poker cero nueve. Tengo dos blips a las doce, mismo nivel.
Declare.

76
El piloto pedía a su controlador que clasificase a los blancos como
hostiles, lo cual le permitiría iniciar maniobras ofensivas a su vez.
—Poker cero nueve, Pegaso. Clasifico'trazas como bandidos. Puedes
iluminar pero no disparar, repito, puedes iluminar pero no disparar.
La orden era clara, autorizaba a los F-18 a colocarse en posición de
combate y a "apuntar" a los aviones adversarios con sus misiles. Los ma-
rroquíes oirían el pitido de su alertador de amenazas y sabrían que estaban
siendo seguidos.
El líder se dirigió por radio a su formación.
—Líder Poker. Tres y Cuatro, picad a ángeles cinco y esperad. Dos,
conmigo. Ilumina al bandido de la izquierda.
—Roger.
El F-18 es un caza que aplica el concepto HOTAS, que viene a sig-
nificar que el piloto puede accionar todos los mandos importantes del avión
sin mover las manos de la palanca de control y la de gases.
El líder tiró de la palanca de selección de modo del radar con el pulgar
derecho, colocándola en posición aire-aire. Luego, con el mismo dedo,
empujó hacia delante el conmutador que seleccionaba un misil Sparrow.
En ese momento, el radar AN/APG-65 del avión se concentró en el
Mirage derecho de la formación de dos, proporcionando información a la
cabeza buscadora del misil. Un par de segundos después, un pitido informó
al piloto que el misil estaba blocado sobre su blanco y un explícito mensaje
"SHOOT" en el HUD, le informó que podía disparar en cualquier momento.

Los pilotos marroquíes no podían ignorar la amenaza que se cernía


sobre ellos. Una luz roja intermitente en el tablero de mandos y un des-
agradable zumbido en sus auriculares indicaban que el alertador radar
había detectado las señales de los cazas españoles. Ambos Mirage en-
cendieron simultáneamente sus radares, detectando de inmediato a sus
adversarios.
La situación era extremadamente tensa. Ambos bandos se apuntaban
mutuamente con sus misiles, pero tenían órdenes explícitas de no ser los
primeros en disparar. Y la distancia era cada vez menor. Cuando los Mirage
marroquíes alcanzaron la línea de costa, un nuevo zumbido de alarma
sobresaltó a sus pilotos. Se trataba de los radares de las fragatas españolas,
que habían comenzado el seguimiento de sus aeronaves. Segundos después
los radares de los Harrier AV-8B+ se sumaron al concierto de alarmas en

77
las cabinas de los cazas marroquíes. El líder de la patrulla comprendió que
su situación era insostenible. Hizo una señal con la mano a su punto, que
volaba en formación cerrada a su derecha, viró en redondo y picó para
buscar la seguridad de la accidentada orografía del norte de Marruecos.
Los aviones españoles no les siguieron.
Sidi Slimane, Marruecos.

El coronel estaba furioso. Desde la sala de mando de la base seguía las


comunicaciones radiales entre el COC y su patrulla de combate. Sus cazas
habían sido recibidos por una fuerza abrumadoramente superior. La
maniobra evasiva de los Mirage F-i era justificada, pero su orgullo
profesional había sufrido un duro golpe. El coronel había volado y com-
batido sobre el Sahara, contra el Frente Polisario, cuando había que per-
seguir sobre las dunas a los vehículos cuatro por cuatro de los guerrilleros.
En una ocasión había llevado su F-5 de vuelta a la base de El Aaiún con la
cola prácticamente destrozada por un misil SA-7. Ni siquiera entonces le
había gustado huir.
Un suboficial se acercó con un teléfono inalámbrico. Por fin habían
podido establecer comunicación con el jefe de estado mayor de la Fuerza
Real Aérea.
El coronel expuso a su superior la situación táctica actualizada y pidió
instrucciones. La respuesta fue otra pregunta.
—Si lanzamos ahora mismo un ataque en fuerza, ¿podemos evitar la
conquista de la isla? j
—Señor, mis escuadrones están abastecidos y armados. Puedo lan-izar
un ataque masivo en un plazo de quince minutos. Desgraciadamente las
fuerzas españolas se encuentran en un elevado grado de alerta. Hace unos
minutos una patrulla de combate del escuadrón Assad ha sicto obligada a
romper el contacto por no menos de ocho aviones de combate españoles. Los
buques españoles surtos en el estrecho de Gibraltar tienen además, una
respetable capacidad antiaérea.
—Coronel, ¿me está diciendo que no puede hacerlo?
—Mi general, puedo hacerlo. Pero estimo unas bajas probables de no
menos del sesenta por ciento de mis aviones... y sin garantías de éxito. Si al
menos hubiéramos desplegado baterías antiaéreas en la costa...
El jefe de estado mayor cortó a su subordinado.
—Debo consultar con el Alto Comité de Defensa. Mantenga sus fuerzas
en alerta.

78
Isla Perejil, Estrecho de Gibraltar.

Ya era completamente de día. En cuanto los comandos del MOE se


aseguraron de que no quedaba ningún elemento hostil escondido en la isla,
procedieron a izar la bandera española en el lugar donde había ondeado la
alauita hasta hacía menos de una hora.
Poco después, un helicóptero Super Puma del BHELMA IV aterrizó
en la isla. Transportaba un contingente de legionarios del Tercio "Duque de
Alba" de Ceuta, que inmediatamente comenzaron a atrincherarse en el
peñasco. A bordo del helicóptero subieron los prisioneros marroquíes,
acompañados por un primer grupo de cansados pero orgullosos boinas
verdes. En sucesivos vuelos de dos Super Puma y un Chinook, se
trasladaron a la isla del Perejil cerca de ochenta legionarios, siendo
evacuados el resto de los comandos a Ceuta. A las nueve de la mañana, hora
española, se consideraba concluida la operación Romeo Sierra.

Ceuta.

Alfredo Suárez se despertó con la luz de la mañana. Eso le desorientó


un poco provocándole la sensación de que era más tarde de lo habitual.
Solía dormir con la persiana cerrada. El sonido de la televisión en la sala le
resultó también extraño. No había dormido mucho y sus neuronas se
resistían a funcionar, aunque se espabiló de golpe cuando vio a Nadia en la
puerta del dormitorio.
—Vas a llegar tarde al trabajo, dormilón.
Miró el reloj. Las ocho y cuarto. No era tan tarde. Se levantó sin-
tiéndose algo cortado. Nadia le sonrió.
—¿Has desayunado algo? —preguntó Alfredo.
—He preparado café. Ven a ver las noticias, a ver si dicen algo del
embajador.
La periodista estaba de nuevo preparada para trabajar. Se había
duchado y vestido y parecía fresca y despejada, a pesar de que no había
dormido más que un par de horas.
Se sentaron frente al televisor y se sirvieron café. El locutor hablaba
sobre el hallazgo en Francia de un arsenal de ETA. Cuando terminó, hizo
una pausa. Acababan de recibir en la redacción un "flash" de alcan-

79
ce: Según un comunicado del Ministerio de Defensa, las Fuerzas Armadas
españolas acababan de desalojar del islote Perejil a la guarnición marroquí en
una operación incruenta. El presentador del telediario prometió ampliar la
noticia a lo largo del informativo según se conocieran nuevos datos.
Nadia se levantó del sofá y fue a buscar su teléfono móvil. Antes de que
pudiera marcar, sonó.
Suárez bajó el volumen del televisor pero la periodista, mientras tapaba el
micrófono con la mano, le pidió que lo subiera de nuevo. Luego empezó a hablar
en árabe. Alfredo supuso, con razón, que sería su jefe. Cuando colgó, Nadia
terminó su café y recogió su bolso.
—Me voy al Parador, a ver si puedo hablar con el embajador.
Alfredo tenía que irse al trabajo, por supuesto, y más valía que se diese
prisa porque tenía quirófano y no quería llegar tarde. Nadia le besó y se fue hacia
la puerta.
—¿Me llamas luego? —preguntó Suárez.
—Voy a estar un poco liada hoy, me parece, pero esta noche te llamo.
El médico se quedó mirando la puerta cerrada.
—Y ahora, ¿qué? —dijo en voz alta.

\
20 de julio de 2002

Isla Perejil, Estrecho de Gibraltar.

Después de custodiar el islote de Perejil durante casi cuatro días, el


destacamento de legionarios procedente de Ceuta recogió rápidamente su
impedimenta para iniciar el desalojo de su posición.
La voluntaria retirada respondía al cumplimiento de los términos del
acuerdo alcanzado ese mismo día entre los gobiernos de España y Marruecos,
con la mediación de los Estados Unidos.
En virtud de dicho acuerdo, llegaba a su fin un camino de progresivo
enfrentamiento entre ambos países que había culminado en una guerra
incruenta por el control de una roca deshabitada. Todo el asunto hubiera movido
fácilmente a la risa si no fuera porque, en realidad, ninguna de las cuestiones que
separaban a España y Marruecos había quedado resuelta. En un contexto de
profunda desavenencia mutua, y muchas veces franca hostilidad, la soberanía
sobre aquella pequeña roca era, quizá, el menor de los problemas.
Pero habrían de pasar años hasta que, de nuevo, resurgieran con mayor
virulencia.
SEGUNDA PARTE.
MAÑANA.
5 de septiembre

Océano Atlántico.

Enrique Márquez, ingeniero jefe de la plataforma de prospección petrolífera


Cañarías i, levantó la tapa protectora de plástico transparente que cubría el mando
de activación de la barrena. Tras mirar a su alrededor con una sonrisa, apretó el
botón. En ese momento el enorme taladro mecánico, sumergido a más de
cuatrocientos metros de profundidad, comenzó a morder la roca viva, perforándola
a un ritmo no demasiado rápido pero igualmente inexorable.
El equipo de técnicos, ingenieros y geólogos que abarrotaban la sala de
control de la plataforma petrolífera aplaudió brevemente mientras el ingeniero jefe
simulaba una reverencia de agradecimiento.
La pequeña ceremonia estaba justificada. Después de años de investigaciones
y prospecciones infructuosas, por fin parecía existir una razonable probabilidad de
encontrar petróleo en aguas de Canarias. La empresa adjudicataria necesitaba un
éxito sonado, después de demasiado tiempo de pérdidas provocadas por inversiones
de escaso éxito.
Márquez, que no era necesario en la sala de control, dejó a sus técnicos a
cargo de los sofisticados equipos y salió al exterior. El día parecía lleno de buenos
augurios. Lucía'el sol y la temperatura era agradable, apenas refrescada por una
suave brisa del oeste. El mar estaba como un plato. Márquez levantó la vista y
admiró la torre, de más de sesenta metros de altura. En su interior giraba el eje del
taladro. Según este fuera profundizando en el subsuelo, se irían añadiendo
secciones, llamadas sartas de perforación, para alargarlo todo lo necesario.
El ingeniero se apoyó en la barandilla, que daba directamente al mar, y miró
hacia abajo.
Cualquiera hubiera visto sólo agua, pero el "veía" el fondo, casi
completamente liso. Era de roca, sólo cubierto por una capa de fango de poco más
de medio metro de espesor. Quería perforar esa roca para alcanzar un estrato más
profundo. La broca de aleación de acero endurecido recubierta de diamante que
giraba al final del eje estaba diseñada exactamente para eso.

86
Rabat, Marruecos.

El primer ministro de Marruecos, Driss Abdelar, terminó de leer el informe


preparado por el Ministerio de Asuntos Exteriores sobre las prospecciones
petrolíferas españolas en el Atlántico. No habían* hecho ningún caso de las
repetidas advertencias de Rabat. Típico de los españoles, pensó. Pues bien, esta vez
tendrían que hacer caso.
Llamó a su secretario y le dio instrucciones sobre la reunión que tendría que
convocar.
Abdelar era jefe del Gobierno de Su Majestad desde hacía pocos meses. Su
carrera política había discurrido en la oscuridad de un pequeño partido política de
los conocidos como "administrativos", reunidos en la "Agrupación Nacional de los
Independientes", una amalgama que representaba más a determinados grupos de
poder en el interior del régimen, que a una opción política concreta. Su utilidad en
el parlamento estribaba en constituir una "bisagra" que permitiera funcionar a una
cámara caracterizada por el virtual empate de todas las fuerzas políticas
importantes que la componían.
Así, tras la dimisión del último primer ministro, acosado por su incapacidad
para resolver los múltiples problemas a que se había visto enfrentado, no había sido
posible encontrar un candidato de consenso entre los partidos mayoritarios. La
candidatura de Abdelar, sugerida por el nuevo ministro de asuntos exteriores, había
sido aceptada como un mal menor por socialistas y nacionalistas, siendo nombrado
para el cargo por el Rey a pesar de las protestas de los islamistas.
Ahora se enfrentaba a su primera crisis internacional. Esperaba
fervientemente salir de ella airoso y fortalecido en su posición.
Ceuta.

—Nadia, no vamos a llegar —dijo Alfredo Suárez, entrando en el cuarto de


baño.
Su mujer se estaba terminando de duchar. Apenas se le empezaba a notar un
poquito el embarazo, pero eso no le quitaba atractivo. En absoluto.
Llevaban casi tres años casados y Alfredo seguía enamorado como un
adolescente. Se rió para sí al pensarlo. Quién lo iba a decir.
Nadia se quitó el gorro de baño y se sacudió el pelo.
—Tranquilo que tenemos tiempo de sobra. Anda, pásame la toalla.
Iban al cine, a ver la última superproducción de Hollywood, una película de
guerra con fuerte mensaje pacifista, en línea con la corriente social que ganaba
adeptos cada día en los Estados Unidos en los últimos años.

87
La película cumplía sobradamente sus objetivos. Hacia el final, Suárez se
descubrió apoyando la mano en el vientre ligeramente abultado de su mujer,
deseando, con un nudo en la garganta, que su hijo no tuviera que vivir nunca los
horrores de la guerra.
¥

6 de septiembre

Las Palmas de Gran Canaria.

El capitán de corbeta José Luis Herrero subió a bordo del patrullero de


altura P 75 Descubierta. Había recibido el mando del buque tres meses antes y
todavía lo miraba como si fuera su hijo primogénito. La Descubierta, a la cual
Herrero atribuía siempre condición femenina, había sido entregada a la Armada
en 1978. Originalmente se trataba de una corbeta, primera de la serie "F 30", que
había sido transformada en patrullero de altura en el año 2000. La
transformación había supuesto una drástica mutilación del armamento y la
electrónica de la nave, que sólo había conservado su cañón principal
OTO-Melara de 76 milímetros y un par de cañones secundarios de 20
milímetros, así como radares de navegación de tipo comercial. La tripulación se
había reducido casi a la mitad. Y sin embargo Herrero estaba orgulloso de ella.
La antigua corbeta había pasado la primera parte de su vida como
patrullero de altura basada en el arsenal de Las Palmas para luego volver por un
tiempo a la península, donde había sido dada de baja meses atrás. El retraso en la
entrega del Meteoro, primer ejemplar de la serie de patrulleros de altura
conocida como BAM, había obligado a reactivar temporalmente la vieja
Descubierta y desde entonces, coincidiendo con la toma de posesión de su nuevo
comandante, se encontraba de nuevo en las Canarias encuadrada en la Fuerza de
Acción Marítima.
Al pisar la cubierta, Herrero se detuvo un instante para saludar a la
bandera y devolver el saludo del marinero de guardia. Luego se dirigió hacia su
cámara.
Después de cambiarse de ropa, bajó a la sala de máquinas. Era hora de
empezar los preparativos para zarpar. La nave había sufrido un
pequeño ajuste en sus máquinas y quería probar el estado de los cuatro motores
diesel.

88
Una hora después, a eso de las nueve de la mañana, la Descubierta enfiló la
bocana del puerto de Las Palmas de Gran Canaria. Una vez en mar abierto, y tras
una última comprobación de los motores, comenzaron las pruebas. A pesar de los
años de la nave, Herrero comprobó con satisfacción que todavía era capaz de
alcanzar holgadamente los veinticuatro nudos de velocidad máxima.
Completadas las pruebas de motores, Herrero ordenó poner rumbo oeste a
velocidad de crucero. El plan de navegación incluía una visita al puerto de Santa
Cruz de Tenerife. Allí pasarían la noche para luego arrumbar a Lanzarote, haciendo
noche en Arrecife. Por fin, rodearían la isla para volver a su base en la tarde del
tercer día. El comandante del Patrullero salió al puente descubierto y respiró el aire
puro. Como siempre que salía a la mar, pensaba disfrutar cada minuto de
navegación como si tuviera un billete de primera clase en el Queen Elizabeth.

Rabat, Marruecos.

A pesar de que la reunión se celebraba en su despacho, el primer ministro de


Marruecos fue el último en llegar. Venía de informar al Rey de la decisión que había
tomado, y que ahora iba a explicar a sus ministros. Sabía que no todos se mostrarían
entusiasmados. De hecho el propio monarca le había expresado claramente sus
reticencias. Afortunadamente para sus planes, Abdelar era un hombre convincente y
había logrado el beneplácito real.
Cuando entró en su despacho, encontró allí a los ministros de asuntos
exteriores, interior, economía e industria y defensa. El resto del Gobierno no tendría
voz ni voto en la decisión. Se limitarían a aceptarla como siempre hacían.
Cuando el camarero terminó de servir el té y se retiró, Abdelar tomó la
palabra:
—Señores, el día de ayer, a las nueve de la mañana, inició las labores de
prospección la plataforma petrolífera española Canarias i. La plataforma está
situada sesenta millas al nordeste de la isla de Lanzarote y a una distancia algo
mayor de nuestras costas.
Las miradas de los presentes se dirigieron inmediatamente al gran mapa de
Marruecos que presidía el despacho del primer ministro. Las islas Canarias lucían el
mismo color que el territorio marroquí, en un ejercicio de "pensamiento
desiderativo" que duraba ya varias décadas. Driss Abdelar, tras hacer una pausa
para mirar él mismo el mapa, continuó su exposición:

89
—Cuando España inició los estudios para la búsqueda de crudo en esas aguas,
el Gobierno de Su Majestad presentó una dura protesta ante las autoridades
españolas. España afirma que las Islas Canarias son parte de su territorio
metropolitano y, por lo tanto, tienen derecho a disfrutar no sólo de las habituales
doce millas de aguas territoriales sino de doscientas millas más de lo que se conoce
como ZEE, o Zona Económica Exclusiva, donde una nación puede ejercer derechos
de explotación pesquera o geológica. Es costumbre internacional que, cuando las
respectivas ZEE de dos estados se solapan, se determine una línea media conocida
como "mediana" equidistante de ambas costas. De ese modo, la ZEE de cada nación
se extendería desde el límite de las doce millas hasta la mediana.
El ministro de asuntos exteriores, respondiendo a una mirada del jefe del
gabinete, tomó la palabra en este punto:
—Pero es en aplicación del Derecho Internacional, que el Gobierno de Su
Majestad no reconoce tal derecho a las Islas Canarias. Esas islas no son sino un
archipiélago de estado, una colonia de España en territorio africano y, por tanto, no
tienen derecho a aguas interiores ni a las doscientas millas, como bien lo especifica
la Convención de Montego Bay.
Driss Abdelar asintió con la cabeza. Siempre se podía confiar en Achmed
Abdelkader.
—Exactamente —prosiguió—. Y ese ha sido siempre el sentido de nuestras
protestas a Madrid. Desgraciadamente, y aunque en los últimos años se llegó a
convocar una mesa para la delimitación definitiva de estas aguas, los españoles han
hecho siempre caso omiso de nuestras alegaciones. Siguiendo en la línea habitual de
España ante nuestras justas reivindicaciones, desde luego.
Es muy cierto que esa plataforma se encuentra en el lado "español" de la
mediana, pero Marruecos no acepta, ni aceptará nunca, tal decisión unilateral de
España.
El ministro de defensa se removió en su sillón. Hasta el mismo comienzo de la
reunión no había conocido el orden del día de la misma, y empezaba a tener la
impresión de que lo que fuera que quería proponer el primer ministro, que no le
resultaba precisamente simpático, estaba decidido de antemano. Hassan Munjib era
militar de carrera. Sus éxitos en la lucha contra el Frente Polisario le habían
permitido ascender rápidamente en el escalafón, hasta convertirse en uno de los
generales más jóvenes de la historia de las Fuerzas Armadas Marroquíes. Tras el
colapso del anterior gobierno, le habían ofrecido el renacido Ministerio de Defensa a
pesar de su falta de experiencia política previa. O precisamente por esa carencia,
según empezaba a sospechar. El primer ministro quería un ejército dócil para

90
facilitar la gobernabilidad del país y un héroe de guerra parecía la mejor elección
para mantener tranquilos a los hombres de verde. Munjib había aceptado el cargo
por sentido del deber, pero desde su misma toma de posesión se había sentido
manipulado de forma más o menos evidente.
Decidió intervenir con un tanteo previo poco comprometido:
—Señor presidente, ¿existe realmente petróleo en ese lugar?
La respuesta se la dio el ministro de economía e industria. El ministro,
evidentemente, había hecho sus deberes.
—Tenemos poderosas razones para creer que nuestra plataforma continental
atlántica es rica en crudo. Tal vez, Dios lo quiera, estemos hablando de unos
yacimientos realmente importantes. Además, y concretamente en el área donde se
encuentra la plataforma de prospección española, gran parte de ese crudo sería de
calidad superior a los treinta grados API.
Los ojos del ministro de economía e industria brillaron y no pudo evitar una
sonrisa, a pesar del tono formal de su intervención. Los grados API servían para
clasificar la densidad, y por lo tanto la calidad, del petróleo. A más grados API,
menos densidad y más calidad.
Munjib presionó un poco más.
—Pero, si no estoy mal informado, llevamos casi cincuenta años buscando
petróleo sin éxito, igual que los españoles.
—Es una cuestión tecnológica, amigo mío —respondió el ministro de industria—.
Hasta hace un par de años no existían sistemas de prospección fiables que no
incluyeran la perforación de pozos de prueba. Incluso hoy día no se puede tener
absoluta certeza —reconoció—, pero los datos que tenemos son extremadamente
fiables. Naturalmente España tiene esos mismos datos y eso explica su actitud
desafiante.
Driss Abdelar volvió a tomar la palabra.
—En definitiva, señores, el objeto de esta reunión es tomar una grave decisión.
España ha demostrado en repetidas ocasiones que no está dispuesta a acceder a
nuestras justas reivindicaciones. Creo, y Su Majestad comparte mi punto de vista,
que es hora de demostrar determinación a la hora de defender nuestros derechos.
Esa plataforma petrolífera española se encuentra en aguas de nuestra Zona
Económica Exclusiva y por lo tanto sus operaciones son ilegales de acuerdo al
Derecho Internacional. Debemos, por lo tanto, impedir que se cometa un delito
procediendo de inmediato al apresamiento de la plataforma para poner a
disposición de la Justicia a sus responsables.

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El ministro de defensa comprendió. De modo que se trataba de eso. Esperaba
que el primer ministro supiera en dónde se estaba metiendo.

Ceuta.

Nadia Hachmi estaba haciendo el equipaje. Sólo una bolsa pequeña para pasar
tres o cuatro días fuera de casa. Tendría que madrugar al día siguiente para tomar el
vuelo Ceuta-Málaga de las siete y media de la mañana.
Su superior, el redactor jefe del Quotidienne, la había llamado para hacerle el
encargo una hora antes.
Alfredo siguió intentando convencerla de que no fuera, aunque sabía muy bien
que no tendría ningún éxito.
—No me puedo creer que nó tengan a nadie más que a ti para hacer ese
reportaje.
—Pues resulta que no. Además, para eso soy la corresponsal para asuntos de
España. Es mi trabajo y me gusta. Y yo no te pongo pegas a ti cuando te tienes que ir
al hospital a las tres de la mañana, o cuando te vas a un congreso a Copenhague.
—Pero estás embarazada —protestó Alfredo.
Nadia puso cara de aburrimiento, aunque terminó sonriendo.
—Mira cariño, estoy llevando un embarazo fantástico. Diez semanas y casi ni
he vomitado. Y la ginecóloga me ha dicho que puedo viajar. Lo dijo delante de ti.
Suárez sabía que la batalla estaba perdida, aunque no pudo evitar rezongar un
rato más.
Su mujer tendría que hacer el vuelo en helicóptero a Málaga. Luego volar a
Madrid y de allí a Lanzarote, donde pasaría la noche, para coger otro helicóptero por
la mañana que la llevaría a la plataforma petrolífera Canarias i.
Y todo para entrevistar al jefe de la plataforma, que la despacharía en media
hora con un montón de tópicos sobre lo ecológicas que son las plataformas
petrolíferas modernas.
—Pero prométeme que vas a descansar todo lo posible y que me vas a llamar
por lo menos dos veces al día —dijo, sólo parcialmente en broma.

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Gran Canaria.

El capitán Antonio Lucas se dirigió al controlador de vuelo del Grupo de


Mando y Control de Canarias informando de su rumbo y altitud.
—Papayo, Halcón dos cuatro. Iniciando aproximación a Gando. Rumbo dos
siete cero, ángeles dieciocho.
—Halcón dos cuatro, te confirmo vector. Senda despejada. Cambia ahora a
frecuencia de torre para final.
—Gracias Papayo. Corto.
El vuelo había sido tranquilo. .Había salido una hora antes con la misión de
volar, siguiendo unos patrones definidos, para servir de objetivo de prácticas a los
radares del EVA n° 21, en el Pico de las Nieves. Pura rutina, pero le permitiría añadir
una hora de vuelo a su libreta.
Lucas cambió la frecuencia de radio para comunicar con la torre de control de la base
aérea de Gando e inició los procedimientos para llevar a tierra su F-18. Aunque el
horizonte hacia el oeste tenía un intenso color rojo anaranjado, debajo de su aparato
la oscuridad era total. Además había un techo de nubes a mil pies de altitud por lo
que la pista de aterrizaje no sería visible hasta el último momento. Aunque eso no
suponía ningún problema para su avión, le daba rabia no poder disfrutar de la vista
de la isla de Gran Canaria iluminada.
Siguiendo en todo momento las instrucciones de la torre de control y ayudado
por el ILS, el sistema instrumental para el aterrizaje, Lucas llevó el cazabombardero a
través de la capa de nubes con toda seguridad. Cuando salió al aire claro, pudo ver la
iluminación de la pista justo delante del morro de su avión. Comprobó por última vez
que el tren de aterrizaje estaba bajado y trabado, ajustó la posición de los flaps y
redujo ligeramente la potencia del motor para dejar caer suavemente el avión sobre
la pista.
El aterrizaje fue, una vez más, perfecto. Lucas sonrjó bajo la máscara de
oxígeno de su equipo de vuelo. Ningún piloto de combate del mundo peca de
modestia y Antonio Lucas no era una excepción.
7 de septiembre

Rabat» Marruecos.

El general Munjib despidió al almirante Selim Yussufi, jefe de estado mayor


de la Marina Real. La reunión había sido breve porque el almirante tenía toda la
documentación necesaria desde la noche anterior, de modo que no habían perdido

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demasiado tiempo con los detalles. La operación no sería complicada. A la mañana
siguiente, ocho de septiembre, un helicóptero Aérospatiale SA-330 F Puma
despegaría de Casa- blanca con un pelotón de doce infantes de marina a bordo.
Haría una escala en Sidi-Ifni para repostar y luego se adentraría en el Atlántico hacia
la plataforma petrolífera. El Puma se posaría en el helipuerto de la plataforma hacia
las cinco de la tarde, hora local, y los soldados se harían con el control de las
instalaciones.
La operación recibiría el apoyo de la fragata Hassan II, que había recibido
órdenes de zarpar de Casablanca de forma inmediata. El patrullero de altura El
Karib ya se dirigía a la zona, aunque con órdenes de mantenerse fuera del alcance
visual de la plataforma.
El almirante tenía plena confianza en el éxito de la maniobra. Al fin y al cabo
no cabía esperar resistencia alguna por parte de los empleados de la plataforma.
Posiblemente habría algunos vigilantes de seguridad privada, pero seguramente no
estarían armados y serían fácilmente controlables. De hecho se trataba de una
misión más policial que militar, y así sería considerada desde el punto de vista
diplomático.
Cuando el ministro de defensa se quedó solo en su despacho, se dirigió a la
ventana. Miraba a la calle, pero sus pensamientos estaban en otra parte. Él tampoco
estaba demasiado preocupado con los aspectos técnicos de la operación. Sin
embargo le inquietaban profundamente las posibles consecuencias de la misma.
El primer ministro le había intentado tranquilizar. Naturalmente que España
pondría el grito en el cielo. Eso estaba previsto. Pero no podrían pasar mucho más
allá de las palabras de indignación. Incluso
tenían una orden judicial en toda regla. La situación sería equivalente al
apresamiento de un barco pesquero por faenar ilegalmente.
Pero Munjib no estaba tan seguro. Ni mucho menos.

Ceuta.

Nadia subió al helicóptero que la llevaría a Málaga. Desde la terminal del


helipuerto, Alfredo contempló el despegue del aparato con an- 3 siedad. No le gustaba volar, pero menos
Cuando el helicóptero Bell-412 de Helisureste estabilizó su vuelo, Nadia
sacó de su portafolios el dossier que había reunido sobre plataformas
petrolíferas en general y la que iba a visitar en particular. Toda la información
estaba sacada de Internet, deprisa y corriendo, la noche anterior. Como apenas

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sabía nada del negocio de la extracción del petróleo en alta mar, tendría que leer
todos los documentos con mucha atención si no quería hacer el ridículo en la
entrevista que le habían concertado para la mañana siguiente con el ingeniero
jefe de la plataforma.
Decidió empezar con su biografía: Enrique Márquez Vega, cuarenta y ocho
años. Nacido en Gijón. Seguía una lista bastante impresionante de títulos
académicos y puestos de trabajo de responsabilidad, pero pocos datos
interesantes a los que pudiera sacar partido en la entrevista. En general parecía
un tipo bastante serio, claro que todo el mundo lo parece en un curriculum.
Siguió con un largo documento de divulgación sobre las explotaciones
petrolíferas oceánicas. A la tercera página, arrullada por el ruido del rotor del
helicóptero, estaba profundamente dormida.
Arrecife, Lanzarote.

La Descubierta arribó al puerto de Arrecife a media tarde. La singladura había sido


monótona pero agradable. Mar en calma y una brisa suave que invitaba a disfrutar del sol.
Mientras el comandante Herrero dirigía la maniobra de atraque, contempló a los curiosos
que seguían las evoluciones del patrullero desde el muelle. No conocía Arrecife, pero Valcárcel, su
segundo, le había prometido llevarle a cenar al mejor restaurante de la ciudad. Una estupenda
forma de terminar un buen día.

A las siete de la tarde, hora canaria, el vuelo de Iberia procedente de Madrid aterrizó en el
aeropuerto de Lanzarote. A bordo, Nadia Hachmi recogió los folios que había leído durante la
mayor parte del viaje y miró por la ventanilla hacia la terminal. Esperaba que no tardaran mucho
en aparcar el avión y dejarla bajar porque necesitaba ir al baño urgentemente. Cosas del
embarazo, pensó con resignación. Era el cuarto aeropuerto que pisaba en doce horas y estaba
harta. Afortunadamente no tenía que esperar el equipaje. Llevaba con ella todo lo que necesitaba.
Una vez resuelto su pequeño problema, salió a la calle y buscó un taxi para ir al hotel. Por lo
menos podría descansar unas cuantas horas. El helicóptero que la llevaría a la plataforma
petrolífera saldría a las ocho de la mañana siguiente, y no tenía nada que hacer hasta entonces.

Rabat, Marruecos.

El horario marroquí, en verano, lleva dos horas de retraso respecto al peninsular español y
una respecto al. canario. A las seis de la tarde, hora de Rabat, el ministro de defensa se reunió con
su colega de exteriores en casa de este último.

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Achmed Abdelkader era uno de los hombres más poderosos del reino alauí. A su condición
de ministro de asuntos exteriores unía una respetable fortuna familiar y una influencia en Palacio
que se remontaba a las relaciones de su padre con el rey Mohamed V.
También era un hombre hospitalario y de modales corteses. Recibió al general Munjib con
un abrazo.
—Hassan, amigo mío. Bienvenido a mi casa.
Abdelkader acompañó al general hasta su estudio, una habitación relativamente pequeña
pero ricamente amueblada. Le señaló un magnífico sillón de cuero.
—Tome asiento, por favor, y póngase cómodo. ¿Quiere tomar algo? ¿Té? ¿Café?
—No, muchas gracias. Sólo quiero hablar.
El ministro de exteriores se sirvió café de la cafetera de plata que había sobre la mesa.
Observó la cara de preocupación del general. Era un libro abierto. Aquel hombre no servía para
diplomático, por muy bueno que fuese como soldado. Dejó que fuera él quien hablara primero.
—Estoy muy preocupado por las posibles consecuencias de la operación de mañana.
Francamente creo que se trata de un error.
Abdelkader se tomó unos segundos para pensar. Que Munjib no tenía clara la idoneidad de
la operación planteada estaba claro desde el día anterior. Se le había visto sumamente incómodo
en la reunión del Gobierno, y ahora parecía sentado sobre un hormiguero. El ministro de
exteriores sabía que la gran popularidad del general entre sus tropas se debía a que, a diferencia
de muchos otros altos mandos, él siempre se había preocupado más por sus soldados que por su
carrera. Lo cual había beneficiado enormemente la misma, pensó, no sin un punto de cinismo.
Decidió atacar directamente al punto débil de su colega. Con Munjib las sutilezas no eran de
mucha utilidad.
—¿Tal vez no confía en la eficacia de sus tropas, general?
La inmediata respuesta de Munjib casi hizo reír a Abdelkader. Afortunadamente su
preparación diplomática le permitía controlar emociones mucho más fuertes que esa.
—¡Por supuesto que no se trata de eso! La Real Infantería de Marina es perfectamente capaz
de cumplir con su misión. Si se le proporcionan los medios apropiados, no hay ninguna razón
para pensar que no serán capaces de tomar la plataforma. El problema es lo que haremos
después. No tengo ninguna duda de que España responderá con firmeza. Y, sinceramente,
aborrecería que se repitiera una situación como la de la isla de Thoura. Si el Gobierno español
decide responder con la fuerza...
El ministro de asuntos exteriores intentó borrar de su voz cualquier rastro de
condescendencia:
—Los españoles no lo harán, mi querido amigo, están obsesionados con el respeto a la
"legalidad", y nuestra operación está cuidadosamente planificada teniendo ese factor en cuenta.
—En el 2002 tampoco parecía que fueran a actuar. Y lo hicieron. Si nos vemos abocados a
un nuevo... pulso con España, considero mi deber recordarle que las Fuerzas Armadas Reales, por

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desgracia y a pesar de su valor y preparación, no se encuentran en disposición de sostener un
conflicto prolongado. No con un enemigo tecnológicamente mejor equipado y con recursos
económicos mucho mayores que los nuestros. Eso nos deja con sólo dos opciones: combatir con
honor pero sin posibilidades de vencer, o... rendirnos de nuevo.
Abdelkader soltó una carcajada jovial, interrumpiendo al ministro de defensa.
—Perdóneme, general. No me malinterprete. No es mi intención reírme de sus legítimas
inquietudes, pero déjeme decirle que está usted dramatizando la situación. La operación que el
Gobierno de Su Majestad ha decidido es delicada, sí, pero dista mucho de ser tan peligrosa como
usted teme. Déjeme a mí tratar con los españoles. Nadie quiere una guerra. Ni ellos ni nosotros.
Piense que la operación, aunque llevada a cabo por sus infantes de marina, es una actuación
puramente policial. Si España no comparte nuestro punto de vista siempre puede interponer un
recurso ante el tribunal competente, incluso demandarnos ante el Tribunal de la Haya.
Respecto al incidente de Thoura... ni usted ni yo estábamos entonces en el Gobierno, pero
créame si le digo que entre las apariencias y la realidad suele mediar un abismo. Y lo cierto es que
nuestros antecesores en el Gobierno tuvieron la situación controlada en todo momento.
—Desde luego no fue esa mi impresión —dijo Munjib.
—Si lo mira desde una perspectiva militar, así podría parecer. Pero aquella no fue una jugada
militar, sino política. No se trataba de librar una guerra, sino de calibrar la respuesta española de
forma... empírica. España ha cambiado mucho en los últimos treinta años. Cuando Su Majestad
el Rey Hassan, promovió la "Marcha Verde", en el año 75, sabía perfectamente que los españoles
no podrían reaccionar y los acontecimientos le dieron la razón. Pero los cambios sociales han
convertido a España en un país poco predecible, cuya política puede cambiar en función de una
multitud de factores sociopolíticos que son también difíciles de predecir. Me consta que en algún
momento del año 2002 se llegó a barajar la posibilidad de recuperar las ciudades ocupadas de
Ceuta y Mejilla, pero no había forma de saber cómo reaccionaría España. Por eso se eligió
Thoura. Y el "experimento" fue un éxito porque permitió evitar lo que hubiera sido un grave error
estratégico. Y ahora podemos aplicar las lecciones aprendidas entonces.
El ministro de defensa intentó reprimir, sin lograrlo del todo, una expresión de fastidio.
—No quiero tener muchos éxitos de esa clase —dijo.
Abdelkader, bajo su máscara de imperturbabilidad, empezaba a impacientarse. Tal vez no
hubiera sido tan buena idea elegir a Munjib para su cargo. En cualquier caso ahora tendrían que
aguantarle una buena temporada. Decidió emplear un último recurso para convencerle. Esperaba
que funcionara.
—General —dijo—, ¿qué quiere usted para sus Fuerzas Armadas?
Como hubiera dicho un español, el Ministro de defensa "entró al trapo".
—Quiero unas fuerzas armadas modernas, bien entrenadas y bien equipadas, que puedan
cumplir dignamente con su obligación para con el pueblo y con el Rey.
El Ministro de Exteriores hubiera sonreído, pero no lo hizo.

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—Esas Fuerzas Armadas que usted quiere, y nuestra Patria necesita, están a medio camino
entre nuestras costas y las de las Canarias, bajo el lecho del océano. Durante décadas, España
explotó impunemente las riquezas naturales de nuestro país. Si los españoles se apropian
también de nuestro petróleo, ¿qué nos queda a nosotros?
8 de septiembre

Océano Atlántico.

Enrique Márquez saltó de la cama al primer timbrazo del despertador. No solía tener
dificultades para levantarse, y menos si estaba inquieto por algo. Y estaba inquieto, aunque sabía
que era pronto. La plataforma llevaba sólo tres días de operaciones de perforación. No habían
encontrado nada significativo todavía, y eso no era sorprendente, pero la paciencia no era una de
las virtudes del ingeniero. Se puso un chándal y se dirigió hacia la sala de control. Luego volvería
para ducharse y vestirse más adecuadamente, pero quería saber qué había pasado durante la
noche.
Cuando entró en la sala, el operario del turno de noche le miró y negó con la cabeza.
Márquez se encogió de hombros con cara de resignación y se paseó controlando los distintos
monitores. Nada de nada. Al menos no había habido complicaciones con el avance de la barrena, y
por el momento no se había roto nada, pensó.

A medio camino entre la plataforma Canarias 2 y la isla de Lanza- rote, el helicóptero de


enlace volaba a más de doscientos kilómetros por hora en dirección a la plataforma. Trasportaba
correo y algunos repuestos de escaso peso para los equipos informáticos. También llevaba una
pasajera, Nadia Hachmi.
La periodista ya tenía preparado el guión para la entrevista con el ingeniero jefe, de modo
que pasaba el rato charlando con el copiloto del helicóptero. El copiloto, flirteando
descaradamente con ella, le contaba anécdotas sobre su experiencia en plataformas petrolíferas,
bastante adornadas con invenciones de su cosecha, mientras miraba de reojo la cara de guasa del
piloto de la aeronave.
Nadia escuchaba con atención las batallitas del copiloto. Hacía mucho tiempo que había
descubierto la utilidad de su atractivo femenino para sonsacar a los hombres información útil.
Pensó divertida en la cara que pondría Alfredo si la viera.

El helicóptero de la compañía petrolífera aterrizó en la pista de la plataforma Canarias i


pasadas las nueve y media de la mañana. Cuando Nadia saltó del aparato a la pista de rejilla
metálica sintió un momentáneo vértigo al ver el mar bajo sus pies a través de los huecos de la

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rejilla. Miró al frente para evitarlo y reconoció la cara de Enrique Márquez, al que conocía sólo
por la foto de su curriculum, que salía a su encuentro desde la estructura de la plataforma.
—Bienvenida a bordo, señora Hachmi —gritó sobre el estruendo del motor del helicóptero.
Acompáñeme dentro, por favor.
Márquez guió a la periodista hasta la cafetería de la plataforma, ofreciéndole allí un
desayuno. No es que tuviera demasiadas ganas de dedicarle el día a una periodista, pero las
relaciones públicas eran cada día más importantes para una compañía petrolífera. Además se
trataba de una periodista marroquí, y, dada la polémica creada en torno a su plataforma cuando
meses antes del inicio de las perforaciones Marruecos había presentado una airada protesta ante
el Gobierno español, deseaba causarle una buena impresión.
Cuando terminaron de desayunar, Márquez acompañó a Nadia en una visita a las zonas
más significativas de la instalación petrolífera. Ella escuchó pacientemente las explicaciones del
ingeniero. Desde luego ese hombre tenía talento para traducir a un lenguaje cotidiano las
complejidades técnicas, pensó Nadia. Y no era tan serio como parecía en su dos- sier.

Sidi-Ifni, Marruecos.

Los comandos de la Real Infantería de Marina de Marruecos seleccionados para capturar la


plataforma Canarias i estiraban las piernas sobre el hormigón de la plataforma de aparcamiento
del aeródromo de Sidi-Ifni mientras su helicóptero repostaba combustible de un camión cisterna
a cierta distancia. Eran diez soldados escogidos, mandados por un teniente y un sargento. El
suboficial aprovechó la obligada pausa para repasar una vez más el plan de acción, estudiado la
tarde anterior sobre planos detallados de una plataforma petrolífera casi idéntica a la que sería su
objetivo.
Insistió de forma especial en la necesidad de comportarse cortés- mente, en la medida de lo
posible, con los trabajadores de la plataforma. Les recordó que debían mantener puesto en todo
momento, el seguro de sus fusiles Steyr-Aug. Si el personal de seguridad utilizaba armas de fuego,
algo enormemente improbable, estarían en libertad de neutralizarlos, pero incluso en ese caso
debían intentar evitar a toda costa efectos letales.
Los comandos escucharon las palabras del sargento en silencio. Tres de ellos tenían
experiencia en la captura de pesqueros ilegales y sabían que los civiles no suelen oponer
resistencia a soldados armados. La operación sería sencilla.
Minutos después, el piloto del helicóptero Puma les hizo una seña. La operación de relleno
había terminado. Los soldados apagaron sus cigarrillos y volvieron a paso ligero a su transporte.

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Océano Atlántico.

El patrullero Descubierta viró a babor para rodear por el norte la isla Alegranza, la más
septentrional del archipiélago canario. Una vez que la dejara por su aleta de babor, viraría de
nuevo al sur para dirigirse a su base. Llegarían a Las Palmas ya entrada la noche. La tripulación
estaba ansiosa por volver a casa, naturalmente, pero el comandante Herrero no sentía ninguna
prisa. Quizá ya fuera mayorcito para romanticismos, pero donde él se sentía realmente a gusto era
en la mar.

Nadia Hachmi pidió un café solo. La comida de la cafetería de la plataforma había sido
sorprendentemente buena.
—¿Siempre comen así de bien aquí o sólo cuando vienen periodistas marroquíes
embarazadas? —preguntó.
Márquez se rió con ganas.
—Tenemos un buen chef, eso hay que admitirlo —dijo.
Nadia había pasado una mañana muy entretenida. Las explicaciones de Márquez sobre el
funcionamiento de la plataforma habían sido amenas y conocer de primera mano los
entresijos de las instalaciones había sido fascinante, incluso para una persona no conocedora
de la materia.
La entrevista con el ingeniero jefe, que había grabado para luego transcribirla, había
sido, sin embargo, bastante anodina. Márquez había perdido casi toda su espontaneidad al
saberse grabado, y le había largado un montón de tópicos insulsos.
Sólo se había animado un poco al preguntarle sobre el problema diplomático que las
prospecciones españolas habían desatado. En los últimos meses la acritud marroquí había
alcanzado magnitudes deseo-, nocidas desde el conflicto por la isla Perejil.
—Mire usted —le había contestado—, si nuestras estimaciones son correctas, y deseo con
toda mi alma que lo sean, bajo nuestros pies hay un montón de petróleo. Pero no sólo está
aquí. Calculamos que más cerca de las costas de Marruecos y del Sahara Occidental hay aún
más. En realidad, si trazamos una línea a mitad de camino entre Canarias y la costa de África,
aproximadamente el setenta por ciento de las reservas petrolíferas estimadas caen del lado
marroquí. Dicho de otra manera: hay petróleo para nosotros y también para ustedes. Mi
opinión personal es que lo más productivo sería colaborar en lugar de enfrentarnos, pero
supongo que toca a los gobiernos decidir eso.
Mientras Nadia recordaba la entrevista, Enrique Márquez la miraba con expresión
divertida. Movió una mano frente a la cara de la periodista.
—¡Hola! ¿Hay alguien ahí? —dijo.
Nadia se rió, pidiendo disculpas.
—Aveces se me va... ¿cómo dicen ustedes?... el santo al cielo.

100
En ese momento llamaron a Márquez por megafonía, pidiéndole que llamara al centro de
Control. El ingeniero dejó la servilleta sobre la mesa y se levantó.
—Discúlpeme, ahora mismo vuelvo.
Isla Perejil, Estrecho de Gibraltar.

Tenía que ser Perejil. Incluso sus protagonistas hubieran reconocido, de haber tenido la
oportunidad, que la idea había sido una chiquillada idiota. Pero, por desgracia, no iban a tener
esa oportunidad.
Achmed, el mayor, tenía dieciséis años, y los otros dos, primos suyos, doce y quince. Era la
última semana de vacaciones antes de volver a Rabat y a la monotonía de las clases, y los tres
estaban decididos a correr la última aventura del verano más divertido que podían recordar.
Habían pasado el mes de agosto en casa del padre de Achmed, un funcionario de cierto
nivel en el escalafón del Ministerio de Asuntos Exteriores. La finca estaba en la costa, a menos de
diez kilómetros al oeste de la isla Leila, una distancia estupenda para una expedición en bicicleta.
No tardaron demasiado en llegar a la playa que se extiende frente al peñón. Dejaron allí las bicis y
se prepararon para hacer historia.
Cuando a primera hora de la tarde cruzaron el angosto paso de agua que separa el peñasco
de tierra firme, lucía el sol y el viento estaba en calma. Tardaron apenas diez minutos,
amontonados en un pequeño bote hinchable verde, remando con las manos y una pala corta de
plástico. Subir al punto más alto de la roca y plantar la bandera roja con el pentáculo verde del
Reino de Marruecos les costó quince minutos más.
—Declaramos el islote de Leila bajo la soberanía de Su Majestad el Rey —dijo
solemnemente Hassan, el mediano de los tres, e inspirador de la conquista.
Se sentaron en el suelo y disfrutaron de los cigarrillos que les ofreció el mayor, riéndose de
las toses y las náuseas del pequeñajo, que intentaba aguantar el tipo como un hombre, con escaso
éxito.
Pronto se aburrieron de la compañía de las gaviotas y decidieron bajar de nuevo al bote
para buscar la entrada de la famosa cueva de la isla. Fue sencillo. En cuanto la vieron, se
dirigieron hacia ella, convertidos instantáneamente en piratas en busca del tesoro escondido. Y lo
encontraron.
Todos aquellos fardos meticulosamente impermeabilizados y amontonados en el interior
de la cueva tenían que valer una fortuna.
Achmed se dio cuenta enseguida de lo que había allí. Silbó por lo bajo, y no lo dudó ni un
segundo.
—Nos vamos de aquí. Ahora mismo.
Dieron la vuelta al bote y enfilaron la salida, pero la cosa no iba a ser nada fácil. La marea
subía, y, con el atardecer, la brisa de poniente que se había levantado hacía poco menos de media
hora se había convertido en un viento respetable que encrespaba ligeramente la superficie del

101
mar. Lo suficiente para impedir casi por completo el avance de la precaria embarcación. Al cabo
de lo que les pareció una eternidad alcanzaron la boca de la cueva, para descubrir que no estaban
solos. A pocos metros de la entrada había una vieja patera tripulada por dos tipos que, decidi-
damente, no estaban allí pescando.
La cara de sorpresa que pusieron al ver a los chavales fue casi cómica, pero la que
inmediatamente le siguió, una vez sopesadas las implicaciones del problema, no lo era tanto.
Acercaron la patera al bote de goma, y mientras uno gobernaba el fueraborda, el otro agarró por
el pescuezo, uno tras otro, a los tres muchachos. Los arrastró al interior de la barca, sin que estos,
blancos como el papel, ofrecieran resistencia. Ach- med, además, recibió dos bofetadas a título
preventivo.
—¿Y ahora qué hacemos con estos cretinos? —dijo el piloto en un español con fuerte acento
magrebí.
—¡Y yo qué coño sé, me cago en tó!
El segundo individuo se dirigió a los chicos, sentados en el fondo sucio y mojado de la
patera.
—A ver, Mojamé, ¿tú, qué cojones haces aquí?
—Yo no habla español, yo maroc, fransé —dijo Achmed, tragando saliva.
El más alto de los ocupantes de la patera y aparente capitán de la embarcación, puso los
ojos en blanco.
—Con tu puta madre voy yo a hablar fransé. A ver Youssuf, quillo, pregúntales tú, que todo
te lo tengo que explicar.
El marroquí interrogó a sus compatriotas en árabe, obteniendo un resumen de las
actividades de la mañana que no incluía el detalle de los fardos encontrados en la caverna, ni
tampoco, y eso iba a ser más importante, la simbólica toma de posesión del peñón y la colocación
de la bandera.
—Claro, y yo me creo que los niñatos estos no han visto la farlopa. ¡La madre que los parió!
Y todavía faltan —miró su reloj—, más de seis horas para que lleguen los llanitos con la
planeadora. ¡Joder!.
Hizo el gesto característico de amagar una bofetada de revés.
—A estos cabrones les daba yo matarile y me quedaba tan tranqu;
lo.
Youssuf intentó tranquilizar a su compañero, aunque él mismo m parecía muy tranquilo.
—Tú no mosquees, amigo. Los dejamos un rato atados en la isla y ¡ la noche los soltamos
en la playa. Ya no hay peligro entonces.
El español no dijo nada. Señaló la costa rocosa de Perejil con ur gesto y el marroquí
gobernó la patera hacia ella, acercándose con precaución.

102
Océano Atlántico.

El ingeniero jefe llegó en un par de minutos a la sala de control. Los técnicos de turno se
habían levantado de sus sillas y se inclinaban ante los ventanales. Fuera se oía el estruendo de las
aspas de un helicóptero. Se dirigió al supervisor:
—¿Qué pasa, Fernando?
—Jefe, un helicóptero marroquí acaba de tomar en la plataforma. No han pedido permiso.
Sólo se han puesto en contacto por radio para exigir pista libre y se han posado por las buenas.
Márquez tuvo que abrirse paso entre sus técnicos para mirar por la ventana que daba a la
pista para helicópteros. Efectivamente un gran helicóptero militar pintado de verde oliva se
encontraba posado en la plataforma sin detener su rotor. Un grupo de soldados armados con
fusiles saltaron del aparato y se dirigieron a la escotilla que daba acceso al interior de las
instalaciones. Dos soldados se quedaron montando guardia en la pista de aterrizaje.
—¡Llama a Madrid ahora mismo! —dijo el ingeniero jefe al supervisor.
Tras un segundo de perplejidad, el técnico levantó el teléfono vía satélite y marcó la tecla
que le pondría en contacto con la central de la compañía en Madrid. Nervioso, tamborileó con los
dedos sobre mesa mientras se establecía la comunicación. Cuando contestaron en Madrid, había
pasado más de un minuto.
Demasiado tiempo. Todavía no había empezado a explicar lo que estaba sucediendo
cuando entraron en la sala dos soldados armados. |
Llevaban los fusiles bajos pero su expresión no era tranquilizadora. Detrás de los soldados entró
su teniente. Sin alzar la voz se dirigió al supervisor en buen español:
—Cuelgue ese teléfono, por favor.
El técnico miró a su jefe, dudando, pero pronto obedeció.
—Muchas gracias por su colaboración, señor —dijo el militar en el mismo tono tranquilo de
voz. Luego recorrió la estancia con la mirada y siguió:
—Soy el teniente Hannach, de la Real Infantería de Marina de Marruecos. ¿Me podrían
indicar, por favor, dónde puedo encontrar al señor Enrique Márquez?
El ingeniero jefe dio un paso adelante. El estupor inicial estaba dando paso a un enfado
cada vez mayor.
—Yo soy Márquez, y tal vez usted pueda explicarme con qué derecho entra en mi plataforma
dando órdenes a todo el mundo.
El teniente Hannach sacó con cuidado un sobre del bolsillo interior de su guerrera. Se lo
entregó a Márquez.
—Señor Márquez, por orden del Tribunal competente, queda usted detenido acusado de
explotación ilegal de los recursos marinos. Esta plataforma deberá cesar inmediatamente sus
actividades de prospección o extracción de petróleo hasta que el Tribunal dicte sentencia firme.

103
Márquez leyó la orden judicial. Estaba redactada en francés, idioma que hablaba casi tan
bien como el inglés. Desde luego aquello parecía muy irregular, pero por el momento no tendría
más remedio que contemporizar. Mientras pensaba a toda velocidad cómo salir del atolladero
decidió intentar ganar algo de tiempo confundiendo al militar, aunque sin demasiadas
esperanzas de sacar nada en claro. No necesitó fingir indignación en su voz. La indignación era
muy real.
—Teniente, este documento está en francés. Exijo que se me entregue una copia traducida
al español. También exijo que se me permita hablar con mi abogado.
—Señor Márquez, tan pronto comparezca usted ante el juez se le proporcionará traducción
de esta orden y también podrá pedir un intérprete si lo desea. Por supuesto que podrá nombrar
un abogado o se le asignará uno de oficio. Pero, por favor, coopere conmigo ahora. Será más fácil
para todos. La mirada del teniente marroquí no dejó lugar a dudas sobre este último punto.
El ingeniero jefe comprendió que no había nada que pudiera hacer para evitar su
detención. Si al menos hubiera podido comunicarse con Madrid... Esperaba que al menos el
telefonista de la central se hubiera dado cuenta de que pasaba algo raro y diera parte a sus
superiores.
El teniente Hannach dio una orden en árabe a uno de sus hombres, que se cuadró y se
colocó al lado de Márquez. Hannach se dirigió de nuevo al ingeniero:
—Señor, ahora uno de mis hombres le acompañará a su alojamiento para que recoja los
objetos personales que necesite, pero quiero pedirle un último favor: le ruego que hable al
personal de la plataforma y les pida que colaboren con nosotros. No pesan cargos sobre ningún
empleado más, por lo que no se deben considerar detenidos. No obstante, hasta que se pueda
organizar un transporte seguro a tierra firme, sería deseable que permanecieran en sus
alojamientos o en las zonas comunes de las instalaciones para evitar malos entendidos.
Naturalmente, apenas oculta entre tanta cortesía, le estaba dando una orden directa. Sus
ojos tampoco dejaban lugar a dudas al respecto. Luego habló al supervisor, que seguía congelado
junto al teléfono. Con la misma cortesía le pidió que detuviera, en las mejores condiciones de se-
guridad, la maquinaria de la plataforma. También se trataba de una orden. Ambos obedecieron.

Cuando Márquez habló por el sistema de megafonía, repitiendo con ira apenas contenida
las instrucciones del teniente, Nadia ya se estaba empezando a preguntar dónde diablos se habría
metido el ingeniero. Escuchó sus palabras con el mismo gesto estupefacto del resto de los
presentes en la cafetería.
Tan concentrada estaba que casi no se dio cuenta de la entrada de dos infantes de marina
armados con fusiles de asalto. Cuando entraron, algunos de los técnicos se pusieron en pie de
forma refleja. Los soldados no dijeron nada ni apuntaron con sus armas a nadie. Sólo se
quedaron de pie, uno junto a cada puerta.

104
Media hora después el helicóptero Puma de las Reales Fuerzas Aéreas de Marruecos
despegó de la plataforma llevando a bordo, en calidad de detenido, a Enrique Márquez.
Nadia lo vio subir a la aeronave, sin esposas pero con la cabeza gacha y el gesto
descompuesto. No tenía nada claro lo que estaba pasando, pero lo iba a averiguar. En cuanto el
helicóptero desapareció en el horizonte respiró hondo y se dirigió a uno de los soldados.
Hablando en árabe, le preguntó por su superior.

Isla Perejil, Estrecho de Gibraltar.

La patrullera de la Guardia Civil del Mar M 03, con un patrón y cuatro guardias a bordo,
navegaba a un par de millas de la isla, marcando apenas ocho nudos en la corredera. El turno de
patrulla de aquella tarde estaba resultando particularmente aburrido, con escaso tráfico
comercial en el estrecho y ni un solo eco sospechoso en el radar. El guardia Fernando Cañas
miraba periódicamente a través de sus binoculares hacia las playas y acantilados de la costa
marroquí, buscando señales que pudieran delatar los preparativos de una expedición de
inmigrantes ilegales, o narcotraficantes... o ambos a la vez, como era cada vez más frecuente en
los últimos años. Con el sol a punto de ponerse, las sombras se alargaban y formaban mil
imágenes caprichosas, dificultando la observación. Ya lo iba a dejar cuando vio un reflejo rojo en
el punto más alto de la isla Perejil.
Al principio lo tomó por una bolsa de plástico arrastrada por el viento, pero pronto se dio
cuenta de que no, que aquello era una bandera, y de Marruecos para más señas. Durante un
minuto pensó en dejarlo estar. ¡Qué coño! Que la encontraran al día siguiente Pepe García y su
gente, que siempre estaban hablando de política. A él aquello le importaba un huevo, y no tenía
ganas de hartarse de dar explicaciones en la comandancia...
—¡Patrón! —dijo, aguantando un suspiro—, mire a estribor, a las dos, sobre Perejil.
Desde el "Acuerdo Powell", de julio de 2002, una de las misiones de las patrulleras de la
Guardia Civil era el control del cumplimiento de los términos del mismo, que incluían la no
ostentación de símbolos de soberanía sobre el islote.
El sargento Carlos Martínez, patrón de la embarcación, tomó los prismáticos y los orientó al
sudeste, enfocando con cuidado.
—¡Joder! No me lo puedo creer. ¿Pero es que esta gente no aprende? Siguió mirando unos
segundos y se dirigió al piloto: —Paco, cae a estribor, vamos a acercarnos a ver si hay
alguien, no vaya a ser una chiquillada.
Los potentes motores de la lancha aumentaron sus revoluciones y la proa se levantó sobre
el agua, virando a estribor para dirigirse a la roca.

105
Martínez tuvo que agarrarse para no caer con los movimientos de la patrullera en la mar
ligeramente picada. A menos de quinientos metros del islote, el piloto redujo la potencia hasta
detener la embarcación, que quedó al pairo, paralela a la costa del peñón.
De nuevo, el patrón enfocó los binoculares barriendo la accidentada superficie de la isla.
Ahora no había duda de que se trataba de una bandera marroquí, de tela roja, con una estrella
verde de cinco puntas. Era una tela delgada, casi transparente a la luz del ocaso. Desde luego no
parecía una bandera del ejército, pero era una bandera al fin y al cabo.
Volvió al interior de la cabina y cogió el micrófono del equipo de radio. La patrullera de
casco rígido no podía acercarse demasiado a las afiladas rocas de la costa de Perejil y habían
desembarcado la zodiac en Algeciras un par de días antes para reparar un desgarrón, por lo que
se puso en contacto con la Unidad Marítima de Ceuta, para solicitar la colaboración de una
lancha semirrígida que pudiese inspeccionar la situación más de cerca. Mientras tanto, encendió
un cigarrillo y se dispuso a esperar.

Youssuf miró inquieto a su compañero, por enésima vez en las dos últimas horas. La
verdad era que a pesar del cigarrillo "reforzado" con hachís, que se acababa de fumar, estaba
muerto de miedo. No era un tipo violento, ni siquiera se dedicaba habitualmente al tráfico, pero
para un pobre pescador de la zona, la posibilidad de ganar en una noche más de lo que podía
ganar en tres meses de duro trabajo en la patera era demasiado tentadora.
Pero es que aquella tarde las cosas no iban nada bien. Para empezar no había trabajado
nunca antes con el español conocido como Buzón, pero su fama le precedía. El tipo vivía en
Tetuán desde hacía varios años, tras haber escapado por los pelos de un enfrentamiento a tiros
con la guardia civil, al otro lado del estrecho, en el que un hermano y su padre habían resultado
muertos, no sin antes llevarse por delante un par de guardias.
Buzón, entusiasta aficionado a meterse en el cuerpo cualquier sustancia química, con la
notoria excepción del agua, que evitaba por dentro y por fuera, solía contar a cualquiera que le
quisiera escuchar que a aquellos guardias los había reventado él personalmente. Y aunque nadie
sabía si aquello era verdad, lo cierto es que parecía muy capaz de haberlo hecho.
Luego estaba lo de los chicos del bote de goma. Parecían buenos chavales, pero se habían
metido en un lío de mil demonios, y se temía que no iba a ser fácil convencer a Buzón de que los
dejara irse por las buenas. De momento allí estaban, en el fondo de un agujero, atados con
cuerdas de esparto y pálidos como cadáveres. Y el español blasfemando como un animal y
amenazándolos con un viejo AK-47, oxidado pero sin duda funcional, comprado a un soldado
borracho que lo había traído del Sahara como souvenir del Frente Polisario.
Una verdadera mierda.

106
Océano Atlántico.

El mensaje llegó a la Descubierta a las seis de la tarde, hora canaria. En ese momento
navegaba con rumbo sur a unas veinte millas al oeste de la punta Pechiguera, en el extremo
sudoeste de la isla de Lanza- rote.
El oficial de comunicaciones llamó al puente para informar de su contenido al comandante:
—Mi comandante, mensaje del Centro de Operaciones Navales de
Zona.
—Adelante, léamelo —contestó Herrero.
El mensaje era breve. Ordenaba a la Descubierta invertir el rumbo y dirigirse hacia la
plataforma petrolífera Canarias 1 para investigar un aviso de la compañía. Al parecer la
plataforma no respondía a las llamadas por teléfono vía satélite ni tampoco por radio. Esto
último había sido confirmado por el propio Centro de Operaciones desde sus instalaciones en
Gran Canaria.
Hacia la zona se enviaría también un Fokker 27 del 802 Escuadrón del Ejército del Aire, un
viejo bimotor especializado en misiones SAR.
Herrero consultó la carta e hizo un rápido cálculo mental. El tiempo hasta el área de la
plataforma sería de unas seis horas a veinte nudos. Esperaba que no estuviera pasando nada
grave en la Canarias 1 porque seis horas era mucho tiempo. Sería de noche cuando llegaran. Por
suerte el Fokker de las fuerzas aéreas llegaría mucho antes y podría inspeccionar visualmente la
plataforma, pero, ¿no habría sido mejor mandar un helicóptero?
Se volvió al timonel.
—Caiga a estribor para nuevo rumbo cero dos cinco. Y espero que no tuviera planes para
esta noche, cabo.
— Al cero dos cinco, mi comandante —dijo el cabo. La respuesta a la segunda parte de la
frase decidió guardarla para sí.

El teniente Hannach recibió a Nadia en el despacho del ingeniero jefe de la plataforma.


Cuando el sargento marroquí que la acompañaba abrió la puerta, el teniente apartó los planos
que estaba estudiando y se levantó.
—Adelante, señorita...
—Hachmi. Me llamo Nadia Hachmi y soy periodista del Quoti- dienne de Tetuán.
Ambos se sentaron. Nadia había estado en ese mismo despacho unas horas antes. Claro
que su interlocutor era otro ahora.
—¿Puede decirme qué está pasando, teniente?
—Señorita Hachmi, créame que lo siento, pero no estoy autorizado a comentar la situación
con la prensa. En realidad... —Hannach sonrió—, no esperaba en absoluto encontrar a la prensa
aquí. ¿Puede usted decirme qué está haciendo en esta plataforma?

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—Vine a entrevistar al ingeniero jefe. Por cierto, he visto que se lo llevaban en el
helicóptero. ¿Está detenido?
—Como ya le he dicho, no puedo discutir con usted la situación. Lo siento.
Nadia se removió en el asiento. Aquello no estaba sirviendo de nada.
—Mire, esta noche tenía que volver a casa. Espero que eso no haya cambiado.
Hannach tosió, incómodo.
—Me temo que no será posible. Estamos organizando el transporte de los empleados a
tierra firme. Usted irá con ellos, pero no creo que pueda hacerse hasta mañana, como muy
pronto. Bien... si no hay nada más que pueda hacer por usted...
Nadia le interrumpió:
—Sí puede, teniente. Tenía que haber llamado a mi casa hace horas, pero no me ha sido
posible. Si usted fuera tan amable...
El teniente negó con la cabeza, con cara compungida. Tampoco eso iba a ser posible.
—Nuestras comunicaciones han sido severamente restringidas. Tenga paciencia señorita
Hachmi. Mañana podrá usted hablar con su familia. Ahora discúlpeme, por favor.
Se levantó y la acompañó a la puerta. Fuera esperaba el sargento.
—Sargento, asegúrese de que le proporcionan a la señorita Hachmi un alojamiento
confortable.
El teniente Hannach volvió al interior del despacho. Mientras rodeaba la mesa para
sentarse sonó su transmisor de radio. Lo cogió y pulsó el botón de transmitir:
—Aquí Hannach.
—Señor, se acerca un avión por el sur. A baja altura.
Era uno de los soldados que habían quedado custodiando la pista de aterrizaje.
—¿Qué clase de avión, soldado?
—Parece un avión de hélice, un bimotor. Vuela bastante despacio. Señor, nos hemos metido
en el interior para que no nos vean.
—Bien hecho. Manténgase ahí hasta que desaparezca. Y estén tranquilos. No hay ningún
problema.
—Recibido Señor. Corto y fuera.
Hannach se acercó a la ventana, pero daba al este, por lo que no vio nada. Bien, era lo
lógico. Al no recibir respuesta de la plataforma, los españoles habían mandado un avión a
controlarla. Lo mejor era no hacer nada de especial. Tarde o temprano mandarían un barco o un
helicóptero, pero suponía que para entonces el Gobierno habría informado ya a los españoles de
la captura de la plataforma.
El Fokker 27 se aproximó a la plataforma a unos cien metros de altitud y dio una vuelta a
escasa velocidad a su alrededor mientras el copi- loto la examinaba detenidamente con unos
potentes binoculares. Todo parecía normal. El operador de radio intentó inútilmente contactar

108
por la frecuencia de emergencia internacional. Luego llamó al controlador militar que esperaba
noticias en Gando.
—Papayo, Coto uno dos sobre la vertical de la plataforma.
—Te recibo alto y claro, Coto uno dos. ¿Qué me puedes informar?
—Todo parece normal, Papayo, no hay signos de incendio ni fugas de petróleo, ni nada por
el estilo. Es bastante raro. Tampoco nos hace señales nadie.
—¿Algún contacto de radio?
—Negativo, Papayo. No hay tráfico de radio. Tiene que ser alguna clase de avería en las
comunicaciones.
El avión dio un par de vueltas más sin detectar nada anormal. Luego se alejó por donde
había venido. El sol iniciaba su descenso hacia el horizonte occidental.
A partir de ese momento, la plataforma ya era problema de la Armada.

Isla Perejil, Estrecho de Gibraltar.

Para cuando llegó la zodiac de Ceuta apenas quedaba luz, pero los guardias podían aún ver
la silueta recortada de la bandera contra el cielo anaranjado de poniente. Se abarloaron a la
patrullera y saludaron al patrón.
—A sus órdenes mi sargento.
Martínez se inclinó sobre la borda de la patrullera.
—Miren, llevamos casi una hora controlando la piedra esa y no se ve a nadie. Me da a mí
que la bandera la debe haber plantado algún crío, pero me quedo más tranquilo si le echamos un
vistazo rápido y la quitamos. Y aquí paz y después gloria.
El guardia de la semirrígida asintió.
—Eso está hecho, mi sargento —se dio la vuelta hacia el piloto—. Venga Julián vámonos
antes de que oscurezca del todo.
Un par de minutos después dos guardias saltaban a un saliente de roca relativamente
seguro para el desembarco. El piloto alejó la zodiac un par de metros y puso el motor al ralentí
en espera de su regreso.
Los dos guardias civiles treparon con cuidado por las rocas cada vez más oscuras.
—Me está empezando a parecer que esto no es muy buena idea, chaval —dijo Ramón
Serrano, el que iba en cabeza, algo mayor en edad y perímetro abdominal.
—Anda ya tío, no me seas mariquita, si todavía se ve bien.
El primero soltó un taco al torcerse un tobillo con una piedra suelta.
—No, si todavía nos vamos a matar aquí —dijo.
Tras diez minutos de resoplidos del primero y risas quedas del más * joven, llegaron a la
"cumbre" del islote.

109
—Ahí tienes la jodida banderita... anda, quítala y vamos antes de que cierre la noche y nos
rompamos la crisma bajando la cuestecita de los cojones.
Comenzaron a bajar, uno con extrema prudencia y el otro a saltitos rápidos, lo que hizo
que rápidamente se destacara una veintena de metros.
El más rezagado encendió su linterna y empezó a alumbrar el suelo para evitar las piedras
sueltas. Llevaba la mirada fija en el suelo cuando oyó gritar a su compañero.
—¡Guardia Civil!, ¿Quién va?
Levantó la vista y enfocó a su alrededor con la linterna, sin ver nada llamativo. En ese
momento sintió un fuerte golpe en la frente. Un segundo después estalló el chasquido de un
disparo, pero no lo oyó.

El grito del guardia más joven sorprendió totalmente a los narco- traficantes. No habían
visto la patrullera ni tampoco la zodiac, y tampoco la habían oído, o al menos no habían
prestado atención. La reacción de ambos fue distinta. Muy distinta. Youssuf se dejó caer tras
una piedra, buscando confundirse con el entorno, pero Buzón enloqueció. Si hubiera vivido
para reflexionar sobre aquello, se hubiera dicho a sí mismo que estaba muy tenso. Llevaba una
eternidad en aquella piedra, esperando, con el inútil de Youssuf y aquellos moritos de mierda
por toda compañía... bueno y también estaba la cocaína. La nieve que había esnifado debía
estar poco o nada cortada, porque llevaba un buen rato oyendo voces y ruidos raros, tenía el
corazón a mil por hora y un calor de mil demonios, y ... Eso, o algo parecido, se habría dicho,
pero no iba a tener la oportunidad. Ni él, ni nadie en aquella roca.
En lugar de reflexionar, Buzón simplemente levantó el AK-47, vio una luz vacilante, y
disparó una vez. El retroceso del arma, que efectivamente funcionaba, le devolvió por un instante
la lucidez. No vio si había hecho blanco, pero sí vio cómo la luz se quedaba bruscamente quieta.

—¡Lo he matao! —chilló—¡He matao al picoleto joputa!


A partir de ese momento la confusión fue total. Buzón empezó a disparar a ciegas hacia la
zona donde había oído la voz, riéndose como un completo lunático. En pocos segundos se oyó un
furioso tableteo de respuesta y las balas empezaron a silbar en ambos sentidos.
Youssuf, una vez superada la parálisis inicial, empezó a pensar deprisa. Tenía que salir de
allí pitando, pero no podía dejar a los chicos. Por un lado estaría mal, pero es que además, si les
ayudaba ahora y luego les cogían a todos, eso seguramente pesaría en la declaración de los
chavales, y no estaba el panorama para hacerse más enemigos. Cortó las cuerdas y les dijo:
—¡Corred!
Y corrieron, pero en la dirección equivocada. Corrieron colina arriba, y fueron cayendo uno
tras otro. No tuvieron ninguna oportunidad. Youssuf aguantó algo más, pero una bala rebotada le
seccionó la carótida izquierda. Se quedó sentado, mirándose la mano empapada en sangre, que
parecía negra en la oscuridad, sin comprender.

110
El joven guardia civil disparaba metódicamente, como en una práctica de tiro. Se veía muy
poco, pero el movimiento destaca mucho al ojo humano, incluso en la semioscuridád. Y lo que
veía eran cuerpos que corrían hacia él, mientras algo más atrás estallaban los fogonazos del AK,
que aparentemente hacía fuego de cobertura. Semioculto tras un peñasco, fue batiendo uno tras
otro a todos los "atacantes". Cuando no vio más movimiento cambió ligeramente de posición para
apuntar a la ametralladora. Para ello tuvo que exponer el hombro derecho y parte de la cabeza.
No tuvo tiempo de volver a disparar. Un proyectil de 7,62 milímetros impactó contra su
clavícula, reduciéndola a astillas y saliendo luego desviado hacia arriba. Uno de los afilados
fragmentos de hueso le rasgó limpiamente la vena subclavia. El guardia se dio cuenta de la
gravedad de la herida y se refugió tras la peña. Con dificultad, alcanzó su radio con la mano
izquierda y la conectó. Empezaba a sentirse mareado aunque, extrañamente, no sentía ningún
dolor. Cuando se acercó la radio a la boca apenas podía hablar:
—Bajo fuego... herido...mandad ayuda... por... favor.
Perdió el conocimiento.

Buzón se dio cuenta, a pesar de su alterado estado de percepción, de que los disparos de los
guardias civiles habían cesado. Los escasos restos de su instinto le indicaron que era hora de
abrirse de allí. Ya no pensaba en Youssuf ni en los "moritos de mierda", que por otra parte es-
taban muertos, sino, en la medida en que podía pensar, que no era mucha, en salvar el pellejo.
Reculó agachado hacia el lugar donde pensaba que debía haber quedado la patera, y se tambaleó
por el borde del barranco. A los pocos pasos ocurrió lo que tenía que ocurrir. Tropezó, se balanceó
intentando recuperar el equilibrio, soltando el AK-47, y cayó a plomo cerca de treinta metros. Su
cráneo se rompió como un melón contra las rocas batidas por las olas. En unas horas la marea
habría arrastrado y hecho desaparecer su cuerpo. El viejo fusil de asalto yacía a diez metros de
profundidad bajo el agua, bajo un saliente rocoso.

Cuando Julián González, el piloto de la zodiac, oyó los disparos, metió gas al fuera borda y
se dirigió a tierra. Al mismo tiempo crepitó la radio. Era el patrón de la patrullera que esperaba a
unos cuatrocientos metros de su posición:
—¿Qué coño pasa González?, ¿Son tiros?... ¿quién pide ayuda por radio?
—No veo nada, pero se ha liado una buena, mi sargento. Me estoy acercando.
Su voz rozaba la histeria.
Martínez volvió a hablar, con más urgencia que antes:
—¡No jodas hombre! Ven para acá que no puedes ir tú sólo.

111
En ese momento la patrullera arrancó con un estallido de espuma a su popa y
se dirigió a tierra. González dio la vuelta en redondo y redujo rápidamente la
distancia con la lancha que se acercaba desde el norte.
Un guardia y el patrón, que cargaba con unas gafas de visión nocturna,
saltaron a la semirrígida en cuanto esta, sin llegar a detenerse del todo, tocó el
costado blanco y verde de la patrullera.
—¡Cagando leches, venga! —gritó el patrón cuando la zodiac viraba de nuevo
rumbo al peñasco.
No tardaron ni un minuto, con el motor a toda potencia. De hecho, la lancha
neumática golpeó violentamente contra las piedras al llegar a tierra.
Afortunadamente no se rajó, aunque sus tripulantes cayeron de rodillas con la
intensidad del golpe.
Julián González se levantó con los otros y se dirigió a la proa para saltar a
tierra con ellos. Martínez le detuvo con un gesto.
—Tú te quedas, amigo. Lo siento. Controla la radio y deja el motor en
marcha.
El sargento y el guardia treparon las rocas de la orilla y se detuvieron en una
pequeña explanada pedregosa, para que el suboficial se colocase las incómodas
gafas de visión nocturna y ambos comprobasen el estado de sus subfusiles H&K.
—¡Venga, con cuidadín, y el seguro puesto!
El mundo verde presentado por las gafas intensificadoras de luminosidad
estaba totalmente en calma. Sólo las ramas de los arbustos, agitadas por el viento,
se movían ligeramente. Siguieron el mismo camino utilizado menos de una hora
antes por sus colegas, hasta que, en pocos minutos, encontraron un cuerpo tendido
en el suelo en posición fetal. Se acercaron y Martínez intentó tomar el pulso del
cuello del guardia herido, pero no hizo falta porque este gimió y se intentó volver.
Su palidez era visible incluso en la oscuridad. Se incorporó un poco y tosió.
El sargento se dirigió a su acompañante:
— Quédate con él y llama al barco, que pidan ayuda urgente. Mejor un
helicóptero. Ahora vuelvo.
—Tenga cuidado jefe.
—Ya, ya.
Martínez siguió el sendero cuesta arriba, ahora agachado para reducir su
silueta visible. No tuvo que caminar mucho. Serrano estaba allí mismo, a menos de
treinta metros de su compañero.
I —¡Hostia Puta! —dijo. Luego vomitó entre las piedras.

I A bordo de la patrullera M 03 Fernando Cañas se había hecho car- go de laI


radio. En cuanto recibió la llamada de su compañero en tierra ■ ¿am ó a su vez a su
base en Algeciras.
i —Mike cero tres a UAM Algeciras, tenemos una emergencia. I -UAM
Algeciras, le recibo Mike cero tres.
i Cañas agarró el micro con las dos manos, intentando controlar el | temblor. Tenía
la boca seca.
—No sé bien lo que pasa, Algeciras, pero tenemos un guardia herido de bala
en la isla Perejil, y puede que sean dos. Necesitamos ayuda urgente para evacuar.
Cambio. 120
-Te copio un guardia herido en la isla Perejil, quizá dos. Confirma Mike cero
tres.
—Afirmativo, Algeciras... espera... me dicen que el otro está muerto... joder.
—Tranquilo, cero tres. Estamos contactando con Jerez a ver si tienen el
helicóptero preparado...Mira, me piden que te pregunte qué pasa... que cómo está
la situación.
—Pues parece que han sido los marroquíes, pero en realidad no sabemos...
Me dice el patrón que está la cosa tranquila ahora...oye, el guardia está mal.
Necesita un médico, ya. Cambio.
—Mira, cero tres, que dicen de Helimer que en una hora pueden tener un
equipo allí... ¿aguantáis?
—Coño Algeciras, i qué remedio!... venga, corto ahora, pero estáte pendiente.
—Recibido, Mike cero tres. Suerte.

La tragedia que se acababa de desarrollar en la isla Perejil había tenido otros


testigos.
Frente al islote, en la costa marroquí, se alza el monte conocido como Yebel Musa,
una cota de ochocientos metros que domina la bahía en cuyo centro se encuentra el
peñón. En su ladera se encontraba una precaria garita de vigilancia de la
Gendarmería Real de Marruecos, con un retén de dos gendarmes. Su misión teórica
era controlar los movimientos de posibles traficantes de drogas o emigrantes ilegales
destinados a España, aunque la mayor parte del tiempo la pasaban "mirando para
otro lado" en agradecimiento a las generosas propinas que recibían de Buzón y gente
como él.
Pero el intercambio de fuego con armas automáticas no estaba incluido en el
catálogo de actividades que "no necesitaban ver", de modo que llamaron a su base
para informar del tiroteo. Después de llamar se sentaron a la puerta de la garita a
decidir qué iban a contarle al sargento cuando llegara.

Ceuta.

Alfredo Suárez se levantó de nuevo del sofá. Llévaba intranquilo toda la tarde
pero ya empezaba a estar francamente preocupado. Nadia había prometido llamarle
cuando llegara a la plataforma aquella mañana, y no lo había hecho. Al principio se
consoló pensando que se le habría olvidado. Cuando Nadia trabajaba tendía a
olvidarse del resto del mundo, y eso le incluía a él. Pero se suponía que ya tenía que
estar de vuelta en el hotel de Lanzarote, y no estaba. El recepcionista del hotel le
había asegurado, después de la tercera llamada, que daría recado a su mujer en
cuanto llegara.
También intentó llamar a la compañía propietaria de la plataforma, pero eran
casi las once de la noche, y sólo le respondió un contestador.

121
Isla Perejil, Estrecho de Gibraltar.

Cuando el helicóptero Helimer Andalucía aterrizó sobre Perejil, el guardia


civil herido estaba en una situación crítica. El equipo SAR lo trasladó a la aeronave
para iniciar las maniobras de soporte vital básico.
—¿Adonde vamos? —dijo el piloto.
El sanitario que se había hecho cargo del herido en el interior del helicóptero
tuvo que gritar para hacerse oír sobre el ruido del rotor:
—A Algeciras, comandante, y pitando que no sé si llegará.
Una vez asegurada la camilla y cerradas las puertas, el helicóptero despegó y,
tras girar sobre sí mismo a baja altura, aceleró dirigiéndose hacia el norte.
Los guardias civiles que quedaron en tierra se miraron en la oscuridad.
—Y ahora, ¿qué hacemos mi sargento?
Martínez escupió en el suelo, tratando de quitarse el gusto amargo de la boca.
—No tengo ni puta idea —dijo—. Supongo que quedarnos a cuidar del cadáver
mientras llegan los refuerzos.

Océano Atlántico.

—Mi comandante, tenemos contacto radar con la plataforma Canarias i.


Demora cero tres dos, distancia veinte millas.
Herrero miró la carta desplegada en la mesa de navegación. Habían tardado
menos de lo previsto gracias a las corrientes favorables. Luego se dirigió al operador
del radar de superficie de la Descubierta:
—¿Hay otros contactos?
—Negativo, mi comandante. Sólo la plataforma.
—Muy bien, nos vamos a acercar. Nuevo rumbo al cero tres dos. Mantenga
avante toda.
Cinco minutos después llegó un mensaje del Centro de Operaciones Navales.
Al parecer, el helicóptero de servicio de la plataforma había intentado aterrizar en el
helipuerto de la Canarias por orden de la compañía propietaria de la explotación,
pero se había encontrado el sitio ocupado por un helicóptero que no había sabido
identificar. Además, desde la plataforma les habían ordenado dar la vuelta y
regresar a tierra.
—¿Cuándo ha ocurrido eso? —preguntó Herrero.
El oficial de comunicaciones transmitió la pregunta a Gran Canaria.
—El helicóptero salió cuando el Fokker del Ejército del Aire informó de que no
había averías evidentes. Parece que en la compañía están al borde de un ataque de
nervios y a nadie se le ha ocurrido informarnos hasta hace unos minutos de la
historia.
Herrero se quedó pensativo. Toda aquello era bastante extraño. Para empezar
tenía muy poco sentido que una plataforma petrolífera se quedara de repente
incomunicada, sin sufrir ninguna avería evidente. Pero la última información era
sencillamente surrealista. La única explicación que se le ocurría era escalofriante.
¿Podría tratarse de un secuestro?
122
Las implicaciones de tal posibilidad eran tremendas. Desde luego, prefería
estar equivocado al respecto.

Quince millas al noroeste de la Descubierta, un helicóptero Pant- her de la


Marina Real de Marruecos despegó de la plataforma petrolífera de vuelta a la fragata
Hassan II que esperaba diez millas más al norte. Dejó a bordo de la plataforma a un
equipo de apoyo de infantes de marina. Llevaban con ellos algunos misiles tierra-aire
portátiles SA-7 Strela pedidos por el teniente Hannach después de la visita del
Fokker español.
—Simple precaución —había dicho.

Pocos minutos después de detectar la plataforma petrolífera, el operador del


radar de la Descubierta anunció un nuevo contacto.
—Contacto de superficie. Designo como Bravo. Demora cero cuatro cinco.
Distancia estimada diez millas.
Eso estaba al sur de la plataforma, y algo más cerca.
Según se afirmaba el contacto el operador pudo dar más detalles.
—Contacto Bravo. Rumbo estimado dos dos cinco. Velocidad- unos veinte
nudos.
Herrero volvió a consultar la carta. El contacto se dirigía directamente hacia
ellos, en un rumbo que cortaría el suyo unas millas más adelante. Las características
de la señal indicaban que no era un barco muy grande. Tenía que tratarse de un yate
o quizás una patrullera.
En todo caso lo iba a saber pronto. La velocidad de aproximación, suma de las
de ambos barcos, era de casi cuarenta nudos, por lo que la distancia entre ellos
decreció rápidamente.
Herrero salió al puente descubierto y cogió unos grandes binoculares. La
noche anterior el equipo FLIR de visión infrarroja había empezado a fallar y una
hora antes había dejado de funcionar del todo. La ley de Murphy en acción, pensó el
comandante Herrero. Con un gesto de fastidio, metió la cabeza en el puente y pidió la
demora del contacto.
—Cero cero nueve, mi comandante. Está a algo más de una milla.
Enfocó en esa dirección y vio las luces de posición. No lo veía suficientemente
bien para identificarlo todavía, pero ya estaba claro que se iban a encontrar con él en
una situación de "vuelta encontrada". De acuerdo con las normas internacionales
ambos barcos deberían caer a estribor, para dejar al otro por babor. Se dirigió al
timonel a través de la escotilla del puente:
—Estribor, quince grados. Avante media.
—Quince estribor —dijo el timonel girando la rueda.
El comandante volvió a enfocar los prismáticos. El barco estaba ahora a unas
mil yardas de distancia. A la luz de la luna lo identificó como un patrullero marroquí
del tipo Osprey. Hizo memoria para recadar el nombre que le daban en Marruecos...
clase El Láhiq.
Mientras la Descubierta viraba a estribor, al tiempo que reducía la velocidad,
Herrero siguió con los prismáticos al patrullero marroquí. No parecía cambiar de
rumbo. De repente se dio cuenta de que sí estaba virando, pero hacia babor, lo que le
llevaba de nuevo a rumbo de colisión con su barco. 123
—¡Qué cabrón!
Entró en el puente. Si continuaba su giro hacia la derecha terminaría
colisionando con el patrullero marroquí.
—¡Avante poca!, ¡Toda la caña a babor!
El timonel obedeció inmediatamente, cambiando el sentido del giro del timón.
La Descubierta intentó comunicar por radio con el buque marroquí, pero no
hubo respuesta, ni siquiera en la frecuencia internacional de emergencia.
El comandante llamó al señalero. Le ordenó que hiciera señales luminosas al
otro barco, que en ese momento completaba un giro de trescientos sesenta grados,
quedando más o menos en su posición inicial. La Descubierta navegaba ahora con
rumbo oeste, alejándose de la plataforma y de la patrullera marroquí.
El señalero gritó desde el exterior:
—Está contestando, mi Comandante.
Herrero volvió a salir. A simple vista pudo ver los destellos del foco de señales
del Osprey, pero no era capaz de seguir el rápido parpadeo.
Esperó a que el cabo terminara de escribir en un bloc la traducción del código Morse.
—Nos da una frecuencia de radio, mi comandante.
Herrero ordenó comunicar con el patrullero marroquí. Luego indicó al
timonel que volviese a su rumbo previo, de nuevo al nordeste.
El oficial de comunicaciones avisó por el intercomunicador.
—Lo tengo, mi comandante.
—Páselo al puente, por favor.
Herrero tomó el micrófono y habló en inglés:
—Aquí el buque Descubierta, de la Armada Española, ¿me recibe?
Después de un breve chasquido de estática llegó la respuesta, también en
inglés con fuerte acento árabe:
—Descubierta, le habla el patrullero El Karib, de la Marina Real de
Marruecos. Se encuentra usted en aguas marroquíes. Debe volver a aguas españolas
de inmediato.
El capitán de corbeta Herrero se quedó desconcertado por un segundo. ¿Pero
qué leches estaba diciendo el marroquí?, pensó. Pulsó de nuevo el interruptor para
hablar:
—El Karib, estas son aguas internacionales. No puede impedir mi navegación.
Por favor, maniobre para franquear el paso.
—Negativo, Descubierta, se ha establecido una zona de exclusión. Debe
retirarse.
Herrero se dirigió a su segundo:
—¿Sabemos algo de Gran Canaria?
—Acaban de mandar un mensaje, mi comandante. No tienen nada nuevo. Las
órdenes siguen siendo acercarse a la plataforma y comprobar que todo está en orden.
Herrero reflexionó un momento. Si un patrullero marroquí estaba
custodiando la plataforma e impidiendo ,el paso hacia ella, sólo podía significar que
Marruecos había tomado o estaba a punto de tomar las instalaciones. Una situación
que resultaba bastante peor que su anterior hipótesis del secuestro.
Se dirigió al timonel:
124
—Nuevo rumbo cero dos cero. Avante para veinticuatro nudos. Vamos a
intentar rodear un poco por el norte.
Levantó de nuevo el micrófono:
—El Karib, aquí Descubierta. Mis órdenes son acercarme a la plataforma
petrolífera Canarias i. No puede, repito, no puede impedir la libre navegación
por estas aguas. Por favor, no interfiera mi maniobra.

Mientras el buque español maniobraba al nordeste ganando velocidad, el


patrullero marroquí aceleró de nuevo, virando para cortar su rumbo. Su
velocidad máxima era bastante menor que la de la antigua corbeta española, pero
era más maniobrable, lo que le daba ventaja a corta distancia.
Durante más de media hora ambos patrulleros se enzarzaron en una
extraña danza de virajes cerrados y maniobras de engaño. Un juego muy
peligroso en cualquier caso, y más en plena noche. Un efecto secundario de tales
maniobras fue tensar y cansar a ambas tripulaciones y sus comandantes no
fueron una excepción.

—Tenemos un nuevo contacto de superficie, designo como Charlie. Demora


tres cinco uno. Distancia estimada dieciocho millas —dijo el operador de radar de
la Descubierta.
—¿Qué rumbo lleva? —preguntó el segundo.
I —Aún no lo puedo determinar, pero no parece que haya cambios
en la demora.
En ese momento un violento bandazo del buque marroquí lo llevo de nuevo
a cruzar la derrota del patrullero español. Herrero ordenó virar a la banda
opuesta, intentando cruzar por la popa de su rival. El moro tiene cojones, pensó,
y se está saliendo con la suya. Pero él tenía órdenes que cumplir.
—Esto se tiene que acabar —dijo a su segundo—. La próxima vez que vire
para cruzar nuestra derrota haremos un disparo de advertencia cien metros por
su proa y mantendremos el rumbo. Captará el mensaje.
El comandante llamó al oficial de comunicaciones y le ordenó que
estableciera un enlace satélite directo con el Centro de Operaciones Navales de
Zona.
—Y pásemelo aquí —ordenó.
Un par de minutos después el oficial de comunicaciones llamó al puente
para informar que el enlace estaba activo.
Herrero tomó el micrófono.
—Operaciones, aquí Papa Uno Delta. Habla el capitán de corbeta Herrero.
—Papa Uno Delta, aquí Operaciones. El almirante Ojanguren se encuentra
aquí.
José Luis Herrero sintió cierto alivio al saber que habían llamado al
almirante. Al menos podría consultar sobre su decisión.
—Herrero, aquí Ojanguren. ¿Me puede decir qué demonios está pasando?
—Almirante, me encuentro a unas quince millas al sudoeste de la plataforma
Canarias i. Una patrullera marroquí clase El Lahiq ha cortado varias veces mi
derrota impidiendo que me acerque a la plataforma. Se comporta de una forma muy
agresiva. Se trata de la El Karib, con numeral tres125
uno siete.
—¿Se ha puesto en contacto con usted?
—Hemos podido establecer contacto por un canal VHF. Dicen que se ha
declarado una Zona de Exclusión y que no se puede pasar. ¿Tenemos confirmación
diplomática, almirante?
—Negativo Herrero. Nadie nos ha llamado de Madrid, desde luego. Ahora
llamaremos nosotros por si acaso.
—Almirante, creo que Marruecos puede haber tomado la plataforma. El
comportamiento de ese patrullero no tiene otra explicación. Si mis órdenes no han
cambiado, solicito permiso para abrir fuego de advertencia sobre el El Karib. De otro
modo no me va a dejar pasar.
Las comunicaciones vía satélite siempre experimentan una demora, conocida
como "lag", debida al tiempo que toma la señal en recorrer el largo camino de ida y
vuelta hasta el satélite. Pero el almirante tardó más que eso en contestar. Abrir fuego
sobre un barco de guerra de otro país en aguas internacionales, aunque sólo fuera
como aviso, suponía un problema de enormes implicaciones diplomáticas. Por otro
lado, el comportamiento del patrullero marroquí era totalmente ilegal, y casi tan pe-
ligroso como usar las armas.
—Herrero, sus órdenes siguen siendo las mismas. Debe acercarse a la
plataforma y averiguar qué ocurre allí. Tiene autorización para hacer fuego de
advertencia, pero mantenga este canal abierto y tenga mucho cuidado.
El segundo de a bordo miró a su comandante con preocupación. No necesitaba
decir nada. Herrero tampoco habló. Sólo asintió con la cabeza.
La situación estaba bloqueada. Si el marroquí no claudicaba tendrían que
replantearse todo el problema, pero no podían retirarse ahora sin más.
Unos minutos después la Descubierta navegaba de nuevo con rumbo nordeste
a más de veinte nudos, una vez completado el enésimo giro de trescientos sesenta
grados. Por su proa el El Karib viró para interceptarla. Se encontraba a unas mil
quinientas yardas de distancia.
El cañón OTO-Melara del buque español giró en su afuste apuntando unos cien
metros por la proa del patrullero marroquí.
—¡Fuego!
Un único proyectil de tres pulgadas cayó en el punto deseado, levantando un
pique de espuma fosforescente.
Herrero tomó el micrófono y habló en la frecuencia del marroquí:
—El Karib, apártese de mi derrota.
El marroquí no respondió al mensaje ni cambió de rumbo. Ahora ambos
patrulleros se encontraban a mil yardas, unos novecientos metros, y en rumbo de
colisión.
Herrero ordenó hacer un segundo disparo, apuntando esta vez a cincuenta
metros por la proa del El Karib.
—i Fuego!
El proyectil cayó algo desviado a la izquierda, a unos cuarenta metros de la
proa del patrullero, rociando el puente con la espuma de su pique.

126
Isla Perejil, Estrecho de Gibraltar.

Era casi medianoche cuando los dos Nissan Patrol de la Gendarmería Real de
Marruecos llegaron a la garita de vigilancia donde esperaban los dos centinelas que
habían dado el aviso. Habían tardado más de una hora en llegar desde su
acuartelamiento, pero, teniendo en cuenta que casi todo el viaje se había
desarrollado sobre pistas que apenas merecían el nombre de carreteras, no había
estado del todo mal. El sargento
Dahamani, que ocupaba el asiento del acompañante del primer Patrol, se bajó para
interrogar a los centinelas.
—¿Qué ha pasado ahí abajo? —preguntó impaciente.
El gendarme contó la historia que había acordado con su compañero. No era
la verdad, por supuesto, pero Dahamani no veía con buenos ojos los sobresueldos de
sus subordinados y lo primero era salvar el culo.
—Mi sargento, ha sido muy raro. A primera hora de la tarde han cruzado unos
chiquillos con un pescador de una aldea cercana. No hemos avisado ni hecho nada
porque estaba claro que iban de excursión. Se han quedado unas horas,
merendando, me imagino. Al anochecer ha llegado una patrullera de la Guardia Civil
y han desembarcado en la isla. Luego se han oído tiros, pero no hemos visto nada.
También llegó un helicóptero, pero se ha ido enseguida.
—¿Y la patrullera?
El gendarme señaló una luz que se movía en el mar, a poca distancia de la isla.
—Siguen allí, pero no sé si todavía están en tierra los guardias o sí han vuelto a
la lancha.
El sargento ordenó a los centinelas que subieran a los coches, apretándose con
sus compañeros en los asientos traseros. Luego continuaron por el camino hacia la
playa. Cuando llegaron abajo, el sargento ordenó detener los vehículos y dirigió a sus
hombres hacia el pequeño embarcadero de piedra. Eran once gendarmes en total,
contando a los dos centinelas que habían recogido.
Amarrada al embarcadero se encontraba una zodiac de la Gendarmería.
Estaba allí desde el verano de 2002 precisamente para poder acceder al peñón
rápidamente en caso de necesidad, pero su mantenimiento era tan deficiente que
resultó difícil arrancar el motor, que mostraba signos de corrosión más que mediana.
Mientras la zodiac cruzaba el brazo de agua que separaba la isla de la costa, el
sargento pensaba en lo que se encontrarían en la rocosa Leila. Aunque se esforzaba
por parecer tranquilo de cara a sus hombres, no lo estaba. Era una temeridad
desembarcar de noche en una isla potencial- mente hostil sin más armas que unos
pocos subfusiles y algunas pistolas. Pero el protocolo de actuación estaba claro.
Desde la crisis de julio de 2002 se había decidido que, si se detectaba un desembarco
español en la isla de Leila, había que proceder recíprocamente para evitar el hecho
consumado. Se daba por supuesto que no habría violencia, teniendo en cuenta el
cuidado que ambos países habían puesto años antes para evitar daños personales.
Claro que eso, en opinión de Dahamani, podía cambiar sin previo aviso.
En cuanto alcanzaron el islote, el sargento ordenó a sus hombres desembarcar
y desplegarse por las rocas. Dejó a uno de los gendarmes en la zodiac, encargado de
recogerlos si había problemas y saltó a tierra el último.
127
—Tahaghit, tú primero. Sube con cuidado y márcanos el camino. Tras veinte
minutos de cauteloso ascenso alcanzaron la parte alta de la isla, relativamente llana.
Allí encontraron el primer cadáver.

Océano Atlántico.

El comandante del patrullero marroquí comprendió que esta vez el español iba
en serio y no se iba a apartar. Si llegaban a colisionar el buque español haría pedazos
el suyo, entre otras cosas porque triplicaba su desplazamiento. Las poco más de mil
quinientas toneladas contra quinientas, era demasiada diferencia para aceptar el
riesgo de un abordaje. Así las cosas, dio la orden de virar a babor para apartarse sin
perder la posición de ventaja respecto a la plataforma. Pero la maniobra no llegó a
tiempo de evitar el tercer disparo de advertencia. A menos de cuatrocientos metros
de distancia, apenas pasó un instante entre el fogonazo del cañón español y el aullido
de la granada en su caída. El proyectil cayó al agua a treinta metros del costado del El
Karib, bañando su superestructura en espuma.
Quizá no hubiera ocurrido nada si el artillero que servía la pieza Tipo 58 de
14,5 milímetros instalada en la banda de estribor del patrullero marroquí no hubiera
perdido los nervios, pero los perdió. Empapado en agua salada por los piques de los
proyectiles españoles y aturdido por el ruido y los continuos bandazos, abrió fuego
sin esperar orden alguna del puente. La ametralladora pesada barrió el costado y la
superestructura de la Descubierta. A la escasa distancia que separaba ambos barcos
hubiera sido imposible fallar, a pesar de la oscuridad. Los proyectiles antiaéreos
destrozaron la lancha RHIB de la amura de babor del patrullero español, perforando
luego sus peculiares chimeneas anguladas. Algunos proyectiles alcanzaron la base
del mástil y el puente de mando antes de que un aterrado contramaestre marroquí
consiguiera arrancar al joven artillero de su pieza.

Herrero tardó demasiado en reaccionar. Acababa de ordenar el alto el fuego al


percatarse del cambio de rumbo del El Karib y se había asomado al alerón de babor
para observar mejor a su rival, cuando vio con incredulidad los destellos de la pieza
marroquí y las trazadoras que dibujaban nítidas líneas rojas uniendo ambos buques.
Vio cómo se desintegraba la lancha neumática unos metros hacia popa y cómo los
impactos avanzaban hacia él. Sólo en el último segundo se dejó caer en el suelo del
puente descubierto, lo que no evitó que fuera alcanzado por una esquirla
incandescente de uno de los últimos proyectiles marroquíes. El trozo de metralla le
atravesó el tórax, destrozando a su paso el delicado tejido del pulmón derecho. Sin
embargo no perdió el conocimiento. Incluso pudo levantarse sin ayuda y volver al
interior del puente.
—¡Toda la caña... a estribor! —ordenó, en un intento de alejar su buque del
peligro. Intentó dar otra orden, pero fue imposible. Le cortó un acceso brutal de tos.
Cuando apartó la mano de la boca la tenía cubierta de sangre. Miró a su segundo,
negando con la cabeza. No podía seguir.

128
Mientras dos marineros agarraban a Herrero y lo arrastraban hacia la
enfermería, el segundo comandante tomó el mando del buque. Su primera decisión
fue abrir fuego de nuevo sobre el El Karib, pero esta vez no sería una advertencia.
—¡Timón a la vía! Blanco con demora al cero cuatro cinco, distancia
ochocientas yardas.
El cañón de 76 milímetros volvió a girar sobre su afuste, apuntando al
patrullero marroquí que ahora se alejaba a toda máquina hacia el nordeste.
—¡Fuego!
La granada cayó ligeramente corta, levantando un nuevo pique de espuma que
ocultó los destellos del foco de señales del marroquí que parpadeaba
desesperadamente. La antena de VHF, destrozada por los disparos, tampoco captó
las llamadas en la frecuencia por la que antes se habían comunicado.
El segundo disparo, corregida la distancia con ayuda del radar, logró un
impacto directo en la toldilla de popa, hiriendo a varios marineros pero sin causar
graves daños en la estructura del barco marroquí. El tercero destruyó el montaje
proel de cuarenta milímetros.
Ambos buques se habían separado algo más de mil quinientos metros en el
curso del intercambio artillero, encontrándose ya fuera del mutuo alcance visual, por
lo que el segundo comandante de la Descubierta decidió interrumpir el fuego sin
abandonar la persecución.
—¡Comunicaciones!, necesito enlace con el almirante. ¡Ahora!
El equipo de enlace satélite no había sufrido desperfectos, por lo que fue
posible restablecer la comunicación con el Centro de Operaciones casi de inmediato.
—Operaciones, Papa Uno Delta. Aquí el capitán de corbeta Valcár- cel, segundo
comandante. ¿Me recibe?
—Alto y claro, Papa Uno Delta. Le paso con el almirante Ojangu-
ren.
—Adelante.
—Valcárcel, aquí Ojanguren. ¿Dónde está Herrero?
—El comandante Herrero está herido, almirante. El patrullero marroquí abrió
fuego sobre nosotros. Ahora intenta huir. Hemos respondido al fuego y hemos
logrado al menos un impacto directo, quizá dos.
—¿De qué coño me está hablando, Valcárcel? ¡Expliqúese!
—Almirante, el patrullero El Karib respondió a nuestros disparos de
advertencia con fuego de ametralladora pesada. El comandante Herrero ha sufrido
heridas graves. Yo he asumido el mando y estamos en persecución del buque
enemigo. Afortunadamente no tenemos daños graves en el buque.
El silencio al otro lado del enlace fue de nuevo más largo que el "lag" habitual.
—Negativo, Valcárcel. No tiene autorización para perseguir a ese patrullero.
¿Hay más heridos?
—No, sólo el comandante.
—De acuerdo. Vamos a mandar un helicóptero para evacuar a Herrero. Quiero
que siga acercándose a la plataforma, pero, si encuentra oposición, evítela. No quiero
que empiece una guerra por su cuenta, jo- der. Una vez evacuado el comandante
decidiremos qué hacer.
129
9 de septiembre

Isla Perejil, Estrecho de Gibraltar.

El sargento Martínez descubrió a los gendarmes marroquíes cerca de la una de


la madrugada. Aunque se encontraban en el otro extremo del islote, sus gafas de
visión nocturna le permitían verlos con bastante claridad. Agarró por el hombro a su
subordinado y le ordenó que se cubriera. Había por lo menos diez marroquíes
avanzando cautelosamente entre las rocas. Encendió la radio y llamó a la patrullera
para informar intentando hablar en voz baja. Un rato antes Fernando Cañas le había
llamado para informarle que iba a zarpar de Ceuta una patrullera de la Armada con
un pelotón de Regulares, pero no esperaban que pudieran estar desplegados antes de
las cuatro o las cinco de la madrugada. Demasiado tiempo.
Quinientos metros al sur, Dahamani y sus hombres acababan de encontrar el
cadáver de Achmed. Ya iban tres: un adulto y dos adolescentes acribillados a balazos.
El sargento marroquí estaba horrorizado. No sabía todavía qué había pasado en esa
isla maldita, pero con seguridad se iba a liar una buena. Sus gendarmes avanzaban
lentamente hacia el norte, desplegados para cubrir todo el terreno posible.
Dahamani se quedó junto al cadáver mientras sacaba el teléfono móvil y marcaba el
número de la Comandancia Regional de la Gendarmería para informar a su superior.
Desde allí informarían al Wali o Gobernador de Tetuán, supuso el sargento.
Mientras hablaba, observó a la tenue luz de la luna cómo avanzaban sus hombres.
Un instante después uno de ellos gritó.
—¡Hay otro!
Dahamani corrió cincuenta metros y se encontró con el cuarto cadáver. Aquel chico
no tendría ni catorce años. A pesar de ser un musulmán piadoso, el sargento
blasfemó entre dientes. Aquello había sido una masacre. Y alguien tendría que
pagar.
Martínez siguió las evoluciones de los gendarmes sin quitarse sus gafas de
visión nocturna. Estaban a menos de doscientos metros examinando algo que
habían encontrado en el suelo, pero una roca le impedía determinar qué era. Lo que
estaba claro era que en cinco minutos tendría a los marroquíes encima. No sabía qué
hacer. No tenían dónde esconderse, ni posibilidad de volver a la patrullera sin ser
vistos y el cadáver del guardia civil que se enfriaba unos metros más atrás les
recordaba el peligro en que se encontraban. Por fin decidió tomar la iniciativa.
Esperó a tener a los gendarmes a unos cincuenta metros y gritó:
—iAlto! ¡Guardia Civil!
Se incorporó a medias encañonando al gendarme más cercano. Su compañero
le imitó, aunque, sin gafas de visión nocturna, apenas veía las siluetas de los
marroquíes, que, sorprendidos, se tiraron al suelo buscando la protección de las
rocas.
Dahamani se repuso inmediatamente del susto. En realidad esperaba aquello,
de modo que no perdió la calma. Sin levantarse del suelo y con el fusil apuntado a la
oscuridad delante de él, gritó en español:
—¡Alto a la Gendarmería Real! ¡Salgan con las manos en alto y no habrá
heridos! 130
Su afición a ver películas policíacas en español le proporcionaba un
vocabulario un tanto especial pero desde luego muy comprensible.
Pasaron un par de minutos que a Martínez le parecieron horas. La situación
era insostenible dada la proporción numérica. Con cuidado se quitó las gafas
intensificadoras de luz y se las pasó a su subordinado.
—Cúbreme —dijo en voz baja. Luego alzó el tono de voz:
—Voy a salir, pero no tengo por qué tirar el arma. No disparen y no
dispararemos.
Muy lentamente se levantó y dio unos pasos cuesta abajo. Enseguida pudo ver
cómo un gendarme se levantaba delante de él.
—No voy a disparar —dijo el marroquí. Luego habló en árabe a sus
compañeros y comenzó a caminar hacia el español con mucha cautela. A cinco
metros de distancia, ayudados por la incipiente luz de la luna, se veían bastante bien.
Tanto que Martínez reconoció la cara del sargento marroquí.
—¿Daha... mani?
—Sí sargento Martínez, soy Dahamani. ¿Cómo está?
Aquello era el colmo, pensó el español. Conocía a Dahamani desde hacía unos
meses. Habían coincidido en un curso de lucha antidroga organizado en Marbella
por el Ministerio del Interior. Luego se habían visto en una operación conjunta
contra el narcotráfico. Lo último que hubiera esperado era encontrarse con un
conocido en aquella piedra.
—Dahamani, aquí ha pasado algo horrible. Espero que no tenga usted nada
que ver.
—Lo mismo digo, sargento, lo mismo digo.
Durante unos segundos ninguno de los presentes supo qué hacer. Ambos
sargentos se miraban con cara entre preocupada e indecisa. De repente el
incongruente timbre de un teléfono móvil rompió el tenso ambiente. Dahamani sacó
un viejo Motorola del bolsillo de la guerrera y contestó en árabe. La conversación fue
corta, especialmente por parte del sargento marroquí, que parecía limitarse a
escuchar, añadiendo poco más que monosílabos. Cuando colgó miró fijamente al
sargento español. Inspiró profundamente.
—Martínez, lo siento pero tengo orden de detenerles. Por favor entrégame el
arma.
—¡No me toques los cojones, hombre! —explotó Martínez—. No puedes hacer
eso. Y tú lo sabes.
—Las órdenes vienen de muy arriba, amigo. No puedo hacer otra cosa. No me
lo pongas más difícil.
Los gendarmes marroquíes, que habían formado una especie de semicírculo
alrededor de los dos guardias civiles notaron el tono tenso de la conversación. Uno
tras otro alzaron sus fusiles, apuntando de nuevo a los españoles. Cuando Dahamani
se dio cuenta les ordenó secamente que volvieran a bajar las armas. Luego miró de
nuevo a Martínez.
—Por favor, entrégame el arma. Si no lo haces, me veré obligado a... quitártela.
Y no quiero hacerlo.
El sargento español consideró las opciones. Enseguida se dio cuenta de que no
tenía ninguna. Y ya había muerto demasiada gente esa noche. Miró a su compañero.
131
—Vamos Andrés, dale el fusil a esta gente.
Luego miró a Dahamani y, muy lentamente y sin soltar el fusil, descolgó su
radio del cinturón. El marroquí hizo un gesto negativo, pero Martínez no le hizo
caso.
—Esto no me lo puedes impedir compañero —dijo.
Llamó a la patrullera.
—Cañas, la Gendarmería marroquí ha tomado la isla. Nos han detenido a
Andrés y a mí. Llama a Algeciras y a Ceuta. Luego llama a Julián González y le
ordenas que vuelva a Ceuta con la Zodiac. No puedo hablar más. Haz lo que te he
dicho. Corto y cierro.
Luego entregó la radio, la pistola y el fusil a Dahamani y volvió a escupir en
el suelo
j
Océano Atlántico.

Cuando el capitán de corbeta Valcárcel cortó la comunicación con el


Centro de Operaciones, pasaban unos minutos de la medianoche, hora canaria.
Mantuvo el rumbo de la Descubierta estable, en demanda de la plataforma
petrolífera mientras pensaba en lo que acababa de ocurrir. Una llamada de la
enfermería le sacó de su ensimismamiento. Herrero estaba mal. Había vuelto a
perder el conocimiento y su tensión arterial bajaba a pesar de los sueros.
Necesitaba un cirujano urgentemente, pero el helicóptero todavía iba a tardar.
Pensó en poner rumbo sur, pero la ventaja que lograrían sería marginal, y
sus órdenes seguían siendo investigar la plataforma. Maldijo en voz baja al
patrullero marroquí, deseando haber acabado con él.
—¡Radar! ¿Dónde están esos hijos de puta?
—El contacto Bravo está a unas tres millas, con demora cero cero seis,
alejándose a unos quince nudos. Por cierto, mi segundo, el contacto Charlie se
encuentra a unas diez millas ahora, en demora tres cinco cero. Viene
directamente hacia nosotros.
Valcárcel se había olvidado del otro contacto.
—¿Y ese, quién coño es?
—No lo sé, pero es grande y rápido. Un mercante quizás.
Lo que faltaba, pensó el segundo comandante, un mercante despistado en
mitad del lío que se había organizado.
—Contacten con él y que caiga al oeste, que no está el horno para bollos.
Diez millas al norte de la Descubierta, y como vértice septentrional de un
triángulo equilátero formado con el patrullero español y la plataforma petrolífera, la
fragata marroquí Hassan II había seguido atentamente el duelo artillero entre la
Descubierta y el El Karib, recibiendo por radio las angustiosas llamadas de auxilio
de sus compatriotas. Su comandante se había puesto en contacto con el Estado
Mayor de la Marina y había recibido órdenes claras: tenía que defender con todos los
medios a su alcance al patrullero averiado. Y lo iba a hacer.
La fragata Hassan II, segunda unidad de la clase Floreal adquirida a Francia,
era uno de los buques más modernos de la Marina Real Marroquí. Diseñada como
una "fragata de vigilancia" para uso colonial, desplazaba
132 casi tres mil toneladas y
estaba bastante bien armada, al menos para los criterios marroquíes, con un cañón
de tres pulgadas y dos lanzadores de misiles MM38 Exocet.
Obtenida la luz verde de Rabat, el comandante de la fragata ordenó virar a
estribor para enfrentar su amura de babor al sur. En cuanto el buque estabilizó el
rumbo, un fogonazo anunció el lanzamiento de un misil Exocet. El misil buscó
rápidamente su altitud de crucero, dos metros por encima de las crestas de las olas, y
aceleró a 0.93 Mach, más de mil kilómetros por hora. El Exocet inició su vuelo en
busca de las coordenadas grabadas en el sistema inercial por los armeros antes del
disparo, pero pronto encendió su radar de búsqueda. Exactamente en el lugar
esperado, el cerebro del arma encontró un blanco que atrajo su atención. Apenas
tuvo que modificar su rumbo para dirigirse al gran "blip" electrónico que ocupaba
sus circuitos. El vuelo duró algo más de un minuto.

A bordo de la Descubierta pocos tripulantes vieron el resplandor lejano del


motor cohete. Ninguno de ellos identificó correctamente el origen del mismo.
Tampoco el radar de navegación detectó nada. Sólo una joven marinera informó del
lanzamiento de una bengala al norte del patrullero español. Cuando el aviso llegó al
puente faltaban pocos segundos para el impacto. Pero la información hubiera sido
igualmente irrelevante de haber llegado antes. La antigua corbeta no disponía de
ningún sistema de armas capaz de enfrentarse a la amenaza de un misil antibuque.
No tuvo ninguna oportunidad.
El misil MM38 Exocet impactó contra la amura de babor de la Descubierta, a
escasa distancia de la cubierta principal. El proyectil, por efecto de su enorme
energía cinética, abrió un boquete en el casco, desviándose hace abajo y penetrando
profundamente en las entrañas del buque. A su paso incendió todos los materiales
inflamables con el chorro de ignición de su motor cohete, y el combustible
remanente del misil, muy abundante por haber hecho blanco a menos de la mitad de
su alcance máximo, contribuyó a alimentar los incendios. Pero eso no iba a tener
demasiada importancia pocos segundos después. El Exocet había ganado una fama
contradictoria en la Guerra de las Malvinas, donde hundió o averió gravemente
varios buques británicos a pesar de que las cabezas de guerra de los misiles
argentinos se negaron reiteradamente a explotar. Sin embargo el problema con las
espoletas había sido resuelto muchos años atrás y el misil marroquí funcionó
correctamente.
La explosión de ciento sesenta y cinco kilos de hexolite en el interior de la nave
produjo la fractura total de su quilla. La Descubierta se partió en dos, embarcando
una enorme cantidad de agua. A los pocos segundos de la explosión, el patrullero
español comenzó a hundirse.
En el puente de mando la deflagración produjo una tremenda conmoción. La
onda de choque hizo estallar los cristales y lesionó los tímpanos de varios
tripulantes. Todos cayeron al suelo. El primero en levantarse fue el segundo
comandante. Ensordecido por la explosión, pidió a gritos un informe de daños,
aunque pronto comprendió que ni lo iba a recibir, ni era necesario. La inclinación de
la cubierta del puente sólo podía significar una cosa. Se estaban yendo a pique. Se
arrastró hacia el intercomunicador sin saber que había dejado de funcionar.
—¡Atención a todos los servicios!, habla el segundo comandante. ¡Abandonen
133
el buque!
La inclinación de la cubierta aumentaba por momentos. Valcárcel consiguió
asomarse al alerón de estribor, agarrándose al marco de la escotilla. Apenas pudo
creer lo que vio. La mitad de popa del patrullero, casi invisible en la oscuridad, se
separaba de la proa flotando vertical en el agua. La mitad delantera se hundía
rápidamente. Más asombrado que asustado, vio desaparecer las chimeneas bajo el
agua, que subía hacia el puente entre chorros de espuma. En el último momento
saltó al mar. A pesar de que no había terminado el verano, el agua le pareció fría.
Muy fría.
A las dos de la madrugada, hora canaria, un helicóptero AS-332 Superpuma
del 802 Escuadrón del Ejército del Aire se aproximó a la última posición conocida de
la Descubierta. Tanto el Centro de Operaciones Navales de la Zona de Canarias como
el Grupo de Mando y Control de Canarias del Ejército del Aire llevaban más de media
hora intentando sin éxito establecer comunicación con el patrullero por lo que el
helicóptero debería encontrarlo por sus propios medios.
No fue difícil. El radar de exploración detectó un contacto de superficie en la
posición esperada, por lo que el Superpuma disminuyó su altitud para aproximarse a
lo que pensaba que era el patrullero español, mientras el equipo de rescate se
preparaba para bajar la camilla en la que deberían recoger al comandante herido.
El piloto del helicóptero pudo ver por fin el buque a través de sus gafas de
visión nocturna, pero comprobó con sorpresa que no se trataba de la familiar silueta
de la Descubierta. Era un barco más grande, pero no lo supo identificar.
—¿Quién es ese? —le preguntó a su copiloto.
—No tengo ni idea. Parece francés por el aspecto... ¡Espera!, tiene que ser una
fragata marroquí.
Según se acercaban podían ver más detalles del barco.
—Si, eso debe ser. Oye, ¿qué están haciendo?
El buque no se movía, y habían arriado varias lanchas neumáticas. Varios
focos exploraban el agua en torno a la fragata. El piloto del helicóptero tuvo un
presentimiento. Sintió erizársele los pelos de la nuca. En ese momento escucharon
una llamada por el canal 16 de radio.
—Helicóptero español, aquí buque de la Marina Real de Marruecos. Se
encuentra usted en zona restringida. Ponga rumbo sur de inmediato y aléjese.
El piloto contestó con la boca seca:
—Buque marroquí, nos encontramos en misión SAR. El helicóptero está
desarmado. ¿Qué ha ocurrido?
—Helicóptero español, retírese inmediatamente o abriremos fuego. Es el
último aviso.
Ya no era un presentimiento. La cosa era real. El helicóptero giró ciento
ochenta grados y puso rumbo sur a la máxima velocidad mientras informaba al
Grupo de Mando y Control.
Madrid.

Las primeras noticias de lo ocurrido en Canarias llegaron al Cuartel General de


la Armada, en la calle Montalbán, a eso de las dos de la madrugada, hora peninsular.
Cuando se conoció la desaparición de la Descubierta, hacia las tres y media, el
AJEMA ya se encontraba en su despacho. El almirante Antonio Álvarez Casillas, jefe
134
de estado mayor de la Armada, con una sensación de irrealidad que le costó apartar
de su mente, llamó al jefe de estado mayor de la defensa. Le encontró despierto.
—Mi General, tenemos un grave problema en Canarias.
El JEMAD llevaba despierto más de una hora. Le había sacado de la cama una
llamada de la directora general de la Guardia Civil, que le había informado de los
sucesos ocurridos en la isla Perejil. Habló en un tono más bajo del habitual en él:
—Antonio, por favor, dime que el problema no es con Marruecos.
—Ojalá no lo fuera mi general.

Durante las siguientes dos horas, los escasos noctámbulos que quedaban en las
calles casi desiertas de la madrugada madrileña, pudieron asistir a las idas y venidas
de diversos coches oficiales que aprovechaban el escaso tráfico para saltarse
semáforos y hacer maniobras poco ortodoxas.
Antes de las cinco de la mañana, el Centro de Conducción de Operaciones del
Ministerio de Defensa se encontraba en plena actividad. Allí se encontraban,
ojerosos y sin afeitar, los jefes de estado mayor de los tres ejércitos con sus
respectivos estados mayores, así como el ministro de defensa y un puñado de
secretarios generales y subsecretarios.
El ministro de defensa, después de escuchar los informes de los militares
presentes, se encerró en su despacho y descolgó el teléfono.
Al otro extremo de la línea, en el palacio de la Moncloa, el presidente del
gobierno, recién sacado de la cama por su secretario personal, se terminó el café y
levantó el auricular.
—¿Qué novedades hay? —preguntó.
—Presidente, es pronto para tener una visión completa del cuadro, pero hay
problemas gordos. De eso no hay duda. Ayer por la tarde se perdió el contacto con la
plataforma petrolífera Canarias i. Se despachó un avión de reconocimiento desde
Gando, que no detectó nada anormal, por lo que se ordenó al patrullero de altura
Descubierta acercarse para investigar. Cuando llegó a la zona se encontró con una
patrullera marroquí que le impidió acercarse, y parece que hubo un intercambio de
disparos. Luego el almirante de la Zona de Canarias ordenó romper el contacto y la
patrullera marroquí también se alejó. Unos minutos después se perdió toda
comunicación con la Descubierta. El helicóptero que se envió no la pudo detectar,
pero sí vio una fragata marroquí que parecía llevar a cabo labores de rescate y que le
obligó a alejarse bajo amenaza de abrir fuego. Aunque no lo hemos podido
confirmar, me temo que la Descubierta puede haber sido hundida por la fragata
marroquí, y la plataforma petrolífera sigue sin contestar a las llamadas, de manera
que...
—¿Y en Perejil? —interrumpió el presidente.
—Según informa la Guardia Civil, a última hora de la tarde de ayer una
patrullera se acercó a la isla porque sus tripulantes habían visto una bandera
marroquí. Desembarcaron y la quitaron, sin ver a nadie, pero mientras bajaban hacia
la patrullera fueron atacados. Uno murió y el otro está gravemente herido. A estas
horas le están operando en Algeci- ras pero su estado es crítico. Los guardias que
desembarcaron para ayudarles no vieron tampoco a nadie pero horas después fueron
135
sorprendidos y detenidos por una patrulla de la Gendarmería marroquí. No sabemos
si los marroquíes siguen en la isla o la han abandonado.
—¿Qué estamos haciendo nosotros?
—¿Ahora? bueno, de momento estamos intentando recopilar y confirmar las
informaciones que tenemos. De momento vamos a aumentar el nivel de alerta del
Ejército del Aire y de la Flota. El AJEMA quiere enviar a Canarias el Grupo de
Proyección en pleno, pero, no sé, creo que es prematuro. También he ordenado
acuartelar al Tercio de Armada y al MOE. Tengo línea abierta con los comandantes
generales de Ceuta y Me- lilla. Hemos decidido declarar allí la alerta general. De
todos modos, no nos consta que haya movimientos de tropas marroquíes en las
proximidades, de manera que consideramos que no hay riesgo de un ataque in-
minente.
El presidente del gobierno permaneció un momento en silencio. Luego
confirmó las órdenes del ministro de defensa y se despidió. Eran las cinco y media de
la mañana. Decidió ducharse y afeitarse antes de nada. El día sería muy largo. Antes
de entrar en el baño pidió a su secretario que llamara al ministro de exteriores para
hablar con él en quince minutos.
El agua caliente relajó algo la tensión que el presidente sentía en los hombros y
el cuello. Había hablado en alguna ocasión con su predecesor de los días de julio del
2002. Siempre había pensado que aquello podía haberse evitado, pero en cualquier
caso recordaba haber deseado no tener que pasar por una experiencia parecida.
Bien, pues había llegado, y antes de lo que hubiera imaginado. Despejó de su mente
el problema de Perejil para concentrarse en Canarias. Siempre había temido que los
estudios en busca de petróleo iniciados durante el gobierno anterior iban a traer
problemas con Marruecos, pero aún se negaba a aceptar que pudiera llegar a
desencadenarse una guerra. Se preguntó cuántos tripulantes llevaría el patrullero
desaparecido. ¿Cincuenta? ¿Cien? Tenía que enterarse de eso.
Después de diez minutos de ducha se dio cuenta de que su mente empezaba a
divagar en círculos poco productivos. Cerró el grifo y salió.

Océano Atlántico.

A las cinco de la madrugada, hora canaria, la fragata Hassan II dio por


finalizadas las operaciones de salvamento. Había recogido con vida nueve marinos
españoles, ocho hombres y una mujer. Sufrían diversas heridas leves y diferentes
grados de hipotermia, pero en conjunto estaban bien. El resto de la tripulación del
patrullero español fue dada, en lo que a la Hassan II concernía, por desaparecida. El
buque aceleró poco a poco hasta alcanzar su velocidad de crucero y puso proa al este
para dirigirse al puerto de Sidi-Ifni, en demanda del cual navegaba también la
averiada El Kerib.
Un par de millas al oeste de la fragata marroquí flotaba una balsa de color
amarillo brillante, alejándose empujada por el viento de levante. A bordo había cinco
españoles más, incluido el capitán de corbeta Valcárcel, segundo comandante de la
Descubierta. La radio de la balsa emitía de forma automática una señal de
localización.
136
Antes de una hora serían encontrados y rescatados por el helicóptero
Superpuma del 802 Escuadrón del Ejército del Aire, que había recibido la orden de
regresar a la zona después de repostar en Lanzarote.

Madrid.

El embajador del Reino de Marruecos en España se dio la vuelta en la cama.


Se había acostado tarde y su mente se resistía a despertarse. Su mujer se despertó
primero y lo zarandeó suavemente. Cuando por fin abrió los ojos, se sentó en la cama
desorientado. Un empleado de la embajada llamaba insistentemente a la puerta. Se
alcanzó su batín y se dirigió a la puerta mirando el reloj.
—Señor, tiene una llamada urgente del Ministerio de Exteriores español. Les
dije que usted llamaría pero insistieron en esperar.
—¿En el despacho? —preguntó el embajador.
—Sí, señor.
Mientras bajaba las escaleras, el alto funcionario marroquí intentó adivinar el
motivo de la llamada. Desde luego no podía ser nada bueno, y pensó de inmediato en
la nota diplomática para informar de la captura de la plataforma petrolífera que
había redactado la noche anterior y que esperaba guardada en su cartera. Tenía
planeado entregarla en el palacio de Santa Cruz a primera hora de la mañana. Había
sido idea suya, aunque bien acogida por su ministro, demorar la entrega de la nota
hasta la mañana del viernes para no dar tiempo al Gobierno español de incluirla en
el orden del día del Consejo de Ministros que se celebraría un poco más tarde. Había
sido un riesgo, desde luego, pero un riesgo calculado. Con un poco de suerte
ganarían el fin de semana para consolidar el "fait accompli". Se dio cuenta de que
algo tenía que haber salido mal. La llamada no tenía otra explicación.
Con estas ideas en la cabeza, luchando aún contra el sueño, llegó a su
despacho y levantó el auricular del teléfono. El telefonista le informó que tenía en
línea al ministro de asuntos exteriores de España.
¿El ministro le llamaba en persona a las seis de la mañana? ¡Dios
Misericordioso! La cosa tenía que ser realmente seria, pensó.
Cuando oyó un leve chasquido en la línea telefónica, habló:
—Señor ministro, ¿en qué puedo ayudarle?
La voz que le contestó era dura, con un tono de enojo apenas contenido.
—Señor embajador: esta madrugada se han producido graves incidentes
armados entre fuerzas marroquíes y españolas. Tememos que se hayan producido
numerosas bajas. Tal vez pueda usted informarme del punto de vista de su Gobierno
sobre los gravísimos hechos ocurridos.
El embajador de Marruecos se sentó, asaltado por un ligero mareo. Aquello no
podía estar ocurriendo. No a él.
—Señor ministro, le hablo con la mayor sinceridad cuando le digo que no
conozco los terribles acontecimientos de los que me habla. Le ruego que me permita
consultar con mi Gobierno para poder informarle a la mayor brevedad.
Al otro lado de la línea, el ministro español suspiró.
—Se lo agradecería mucho, señor embajador, se lo agradecería muchísimo.
137
Rabat.

El ministro de defensa de Marruecos se despertó casi al mismo tiempo que el


embajador. Pero el general Munjib lo hizo al escuchar el despertador. A pesar de que
eran las cuatro de la madrugada en Marruecos, Munjib saltó de la cama
completamente alerta. Era una vieja costumbre de soldado levantarse antes del
amanecer. Ese día tenía además buenas razones para ello. En España eran ya las
seis, y en pocas horas comenzaría a funcionar la maquinaria diplomática. Quería
estar bien despierto para entonces. Por esa razón se había retirado temprano la
tarde anterior. Una vez recibido el informe que describía el éxito de la toma de la
plataforma, se había ido a casa con un listado actualizado de las unidades de las
fuerzas armadas marroquíes y españolas y su estado de alistamiento. Dio la orden de
que no se le molestase.
A pesar de su rango ministerial, el general insistía en conducir su propio
coche. A las cinco de la mañana aparcó en su plaza reservada en el aparcamiento del
Ministerio y subió las escaleras hasta la primera planta, donde se encontraba su
despacho. Su secretario le interceptó en el rellano de la escalera.
—¡Mi general! iGracias a Dios!
—¿Qué pasa, Mohamed? El secretario
era un manojo de nervios.
— Mi general, yo quería llamarle, pero dio usted la orden de no molestarle, y el
almirante Yussufi...
Munjib tomó a su secretario del brazo y lo condujo al despacho, sintiendo un
vacío en la boca del estómago.
—Cálmese, Mohamed. Cálmese y cuénteme que pasa.
Ya dentro del despacho el secretario contó a su Ministro los acontecimientos
de la noche con voz atropellada. El rostro del general se endureció hasta parecer una
máscara de piedra. Cuando el atribulado secretario terminó su relato, el ministro
permaneció unos segundos en silencio. Por fin, habló:
—Ponme inmediatamente con el almirante Yussufi y con el ministro de
asuntos exteriores. Si alguno está durmiendo, le despiertas. Otra cosa: dentro de una
hora como máximo quiero que estén aquí los jefes de estado mayor. ¡Muévete!
Cuando Mohamed salió del despacho, Munjib apoyó la cabeza en sus manos
abiertas. Sólo se permitió un segundo de desahogo. Luego empezó a considerar
febrilmente sus opciones.

El primero en contestar a su llamada fue el almirante Yussufi, jefe de estado


mayor de la Marina Real. Estaba eufórico.
—General, la Marina Real ha conseguido una gran victoria esta noche.
Decididamente el tipo era un completo imbécil, pensó Munjib. Un hijo de
perra estirado que se creía la reencarnación de Chester W. Ni- mitz. Munjib habló
con una estudiada lentitud:
—Almirante, no estoy seguro de que sea usted consciente de las implicaciones
que esa "gran victoria" va a traer consigo.
—General...

138
—Déjelo, Yussufi, mejor déjelo. Quiero que se presente aquí inmediatamente.
Necesito tener a mano un resumen de todos los planes de contingencia de la Marina
Real para el caso de un conflicto con España.

Antes de las seis de la mañana, hora de Rabat, los jefes de estado mayor de los
tres ejércitos estaban reunidos en el Ministerio de Defensa. El ministro les ordenó
que coordinaran sus respectivos planes defensivos para lo que se temía que sería una
contundente respuesta española a los acontecimientos de la noche. Luego, sin
despedirse, abandonó la sala de reuniones y se dirigió a su coche seguido por su
secretario, que trotaba tras él con cara de funeral. Una vez dentro del vehículo
intentó de nuevo disculparse, pero el general Munjib le hizo callar con un gesto.
Necesitaba pensar.

Ceuta.

A las ocho de la mañana Alfredo Suárez apagó el despertador sin darle tiempo
a sonar. Apenas había pegado ojo en toda la noche. Lo primero que hizo fue llamar al
móvil de Nadia.
—"El teléfono al que ha llamado está apagado o fuera de cobertura, gra..."
El mensaje grabado no le sorprendió, pero sí aumentó su ansiedad, que ya
rayaba en la histeria. Volvió a llamar a las oficinas de la compañía petrolífera
propietaria de la plataforma, pero tampoco hubo respuesta.
Se hizo un café más cargado de lo habitual y encendió la televisión. El
informativo de la mañana no dijo nada sobre la plataforma ni sobre ningún
helicóptero perdido en el mar, lo que sólo le tranquilizó en parte. Aquello tenía que
tener una explicación más sencilla, pensó. Seguramente Nadia, enfrascada en su
trabajo se había olvidado de él. Pero no se lo creyó. Una nueva llamada al hotel de
Lanzarote le confirmó que no había llegado a su habitación.
Se duchó y se vistió para ir al trabajo, pero antes volvió a sentarse ante el
televisor. Las palabras "flash de alcance" pronunciadas por el presentador le
atrajeron como un imán.
—"... según informaciones no confirmadas, desde primeras horas de la
madrugada de hoy se habría perdido el contacto con una patrullera de la Armada que
investigaba un fallo en las comunicaciones de la plataforma petrolífera Canarias i a
unas sesenta millas de las costas del archipiélago. Dicha patrullera podría haberse
visto implicada en un incidente con un buque marroquí de similares características.
A estas horas no es posible establecer si existe alguna relación con los..."
El presentador se ajustó el auricular momentáneamente distraído por algo
que le estaban diciendo desde el control.
—"Si..., en este momento me comunican que, según una nota informativa
emitida por el Ministerio de la Presidencia, la vicepresidenta del gobierno
comparecerá para una rueda de prensa a las nueve de la mañana en el palacio de la
Moncloa. No se ha informado del contenido de dicha rueda de prensa, pero es
probable que esté relacionada con los incidentes que acabamos de mencionar. Les
tendremos informados de cualquier novedad".
La musiquilla del Telediario cerró el bloque139
informativo.
Suárez se quedó mirando la pantalla sin ver los anuncios publicitarios. ¿Fallo
de comunicaciones? ¿Qué tenía que ver la Armada con aquello?
Después de pensar durante unos minutos, se decidió. Llamó al móvil de Paco
Reyes, su compañero de trabajo, y le dijo que no iba a ir esa mañana.
Afortunadamente no era un día demasiado complicado y no le echarían demasiado
de menos. Lo cierto era que no se sentía con ánimos de trabajar. Y tenía que seguir
llamando por teléfono.

Rabat.

Driss Abdelar se levantó de su sillón para recibir al general Munjib. En su


despacho se encontraba ya el ministro de asuntos exteriores, que saludó a su colega
con un gesto estudiadamente tranquilo. Los tres se sentaron frente al televisor que
alguien había colocado en medio del despacho. Eran las siete de la mañana, las
nueve en España. El ministro de defensa empezó a hablar, pero Abdelar le
interrumpió:
—Un momento, Hassan, por favor. Nuestra amiga la vicepresiden- ta del
gobierno de España va a celebrar una rueda de prensa. Y convendrá conmigo en que
nos interesa lo que pueda decir.
Munjib se mordió la lengua. El paso de las horas no hacía sino acentuar su
enfado y su preocupación, y le sacaba de sus casillas ver a Abdelar y a Abdelkader
comportarse como si fueran a ver un partido de fútbol. En todo caso tendría que
serenarse si quería hacer valer sus puntos de vista, de modo de intentó relajarse y se
fijó en el televisor.
Los tres marroquíes conocían sobradamente el español, por lo que no haría
falta intérprete. Naturalmente la rueda de prensa sería grabada y traducida para
consultas posteriores, pero los tres querían verla en directo. La pantalla, con el
sonido reducido al mínimo, mostraba una sala de conferencias anodina como tantas
otras. La mesa estaba vacía pero los asientos para la prensa estaban todos ocupados.
Algunos periodistas, de pie, ocupaban el espacio libre al fondo de la sala.
Cuando la vicepresidenta del gobierno de España entró en la sala y tomó
asiento, Achmed Abdelkader subió el volumen del televisor con el mando a distancia.
Munjib reparó en las ojeras de la política, apenas disimuladas por el
maquillaje. Se fijó en la expresión de su rostro y no le gustó.
En el televisor, la vicepresidenta española ordenó sus notas, carraspeó y tomó
la palabra.

—Señoras, señores, buenos días. Esta noche se han producido acontecimientos


de extraordinaria gravedad. Ante todo debo advertirles que, si bien los datos que voy
a ofrecerles son incuestionables, muchos extremos están aún por confirmar dado
que los hechos han tenido lugar hace muy pocas horas. Por ello me veré obligada a
reservar algunos detalles hasta que puedan ser investigados en profundidad.
La vicepresidenta hizo una pausa para quitarse las gafas y limpiarlas, aunque
en realidad era un truco para darse unos segundos de reflexión. Llevaba su
declaración escrita, por supuesto, pero le gustaba hablar para las cámaras haciendo
ver que improvisaba. 140
—A última hora de la tarde de ayer —continuó—, una patrullera de la Guardia
Civil del Mar desembarcó en la Isla del Perejil para retirar una bandera marroquí
colocada en el punto más alto de la isla. Los agentes de la Benemérita fueron
recibidos con fuego de armas automáticas.
Uno de los guardias falleció en el acto. El otro, herido de consideración, se debate en
estos momentos entre la vida y la muerte. Los agentes que desembarcaron en ayuda
de sus compañeros han sido hechos prisioneros por la Gendarmería marroquí. A
estas horas, el Gobierno no ha sido informado de su paradero.
Los fotógrafos dispararon una auténtica andanada de flashes mientras los
reporteros tomaban notas a toda velocidad entre murmullos y preguntas. La
vicepresidenta aprovechó para hacer una nueva pausa para dar tiempo a asimilar la
magnitud de lo que estaba contando y se preparó para la segunda parte, aún más
estremecedora.
—Por favor, señores, permítanme continuar. Durante la tarde de ayer, el
almirante jefe de la Zona Marítima de Canarias, recibió el aviso de que se habían
cortado las comunicaciones con la plataforma petrolífera Canarias i, ubicada en
aguas españolas al nordeste de Lanzarote. El almirante ordenó a la patrullera de la
Armada Descubierta acercarse a la plataforma para cerciorarse de que no se había
producido un accidente. Pues bien, a primera hora de la madrugada la Descubierta
fue interceptada y hundida por un buque de guerra marroquí. No podemos todavía
establecer una cifra de víctimas, pero es probable que haya varias decenas de
marineros desaparecidos.
La sala, tras un segundo de perplejidad, se convirtió en un caos. Los
periodistas empezaron a hacer preguntas a gritos, compitiendo por preguntar más
alto y más deprisa. La barahúnda era tremenda.
La vicepresidenta mantuvo la mirada fija en las cámaras, sabiendo que su foto
sería portada en varios periódicos al día siguiente. Al cabo de unos segundos levantó
las manos y pidió silencio.
—Señoras y señores, quiero acentuar que el Gobierno de España considera los
acontecimientos de esta madrugada en la isla del Perejil y en aguas de Canarias como
hechos de la máxima gravedad, totalmente incompatibles con las normales
relaciones' de buena vecindad entre los pueblos.
El Gobierno exige del Reino de Marruecos una inmediata explicación de los
acontecimientos. Es sobradamente conocido el deseo de este Gobierno de mantener
relaciones pacíficas con todas las Naciones, pero mientras no recibamos una
explicación satisfactoria, España se verá obligada a tomar todas las medidas
defensivas necesarias para garantizar su seguridad.
La vicepresidenta abrió un turno de preguntas, pero los aturdidos periodistas
apenas fueron capaces de formular algunas cuestiones genéricas. La vicepresidenta
contestó a todas, pero básicamente se limitó a repetir lo que ya había dicho. Pronto
se levantó y el realizador devolvió la conexión a los estudios de televisión. Cuando la
presentadora del informativo comenzó a comentar las declaraciones de la
vicepresidenta del gobierno español, el ministro de asuntos exteriores marroquí
apagó el televisor y miró a su jefe de gobierno.
—Parece que se nos ha adelantado, dijo el primer ministro.
141
Abdelkader asintió. Antes de una hora celebraría su propia rueda de prensa,
convocada la tarde anterior con la excusa de una nueva propuesta de ampliación del
acuerdo pesquero con la Unión Europea, pero planeada para anunciar la toma de la
plataforma. Ahora tendría que cambiar la declaración que tenía previamente
preparada para salir al paso de las declaraciones de la española.
El general Munjib se puso de pie. No miraba a sus interlocutores cuando habló.
—¿Alguien puede explicarme qué ha ocurrido en esa isla?
Se sentía absolutamente fuera de lugar, comprendiendo que, a pesar de su
cargo ministerial, no tenía idea del cuadro general de lo que estaba ocurriendo.
El ministro de exteriores volvió a utilizar su tono de paciente profesor:
—General, lo ocurrido en la isla Thoura no tiene ninguna relación con la
plataforma petrolífera. El ministro del interior está ocupándose de ese problema. He
hablado con él hace un rato, y la situación está bajo control. Ahora viene para acá
para informarnos más extensamente.
—¿Bajo control? ¿La situación está bajo control? —Munjib estalló en una
carcajada sarcástica. Aquello era surrealista. Dándose la vuelta, se dirigió al primer
ministro acercándose mucho más de lo necesario para hablar.
—Señor, si usted espera de mí que desempeñe mi misión con alguna esperanza
de éxito, necesito conocer absolutamente todos los detalles de este lío. El Reino se
enfrenta a una situación extremadamente grave y ustedes se comportan como si no
pasara nada. ¿Qué me están ocultando?
El primer ministro aguantó el chaparrón sin decir nada. Siguió en silencio
hasta que notó la incomodidad de Munjib. Le miró fijamente y habló en voz baja:
—Munjib, siéntese. Nadie le oculta nada. Simplemente los acontecimientos se
han precipitado más de lo deseable. Ayer unos muchachos acamparon en la isla
Thoura. Seguramente jugando, colocaron una bandera y la Guardia Civil española
interpretó mal las cosas. Desembarcaron en la isla y dispararon contra los chicos.
Era de noche y seguramente no sabían contra quién disparaban. El caso es que los
mataron. Una patrulla de la Gendarmería Real fue testigo de los acontecimientos y
detuvo a los españoles. Es una tragedia, naturalmente, pero es una tragedia que va a
poner en una situación muy apurada a España. Respecto al hundimiento del barco
español... bueno, ellos dispararon primero. Y tenemos grabaciones que lo prueban.
En resumidas cuentas, amigo mío, se preocupa usted en exceso. Nadie quería que
ocurriera esto, pero ha ocurrido. Y el resultado nos beneficia claramente a nosotros.
Esa es la verdad. Toda la verdad.

Madrid.

Juan Carlos Talavera era el analista jefe encargado de asuntos marroquíes del
Centro Nacional de Inteligencia. A diferencia de muchos de sus compañeros, no
procedía de las fuerzas armadas. Ni siquiera había hecho el servicio militar, exento
por "excedente de cupo", en aquellos i tiempos en los que las fuerzas armadas tenían
más reclutas de los que necesitaban.
Cuando cerró la ventana de la pantalla de su ordenador en la que había estado
siguiendo la rueda de prensa de la vicepresidenta, el documento que estaba
redactando ocupó toda la superficie del monitor.142Eran cuatro folios y medio de un
análisis de urgencia encargado por teléfono a las cinco de la mañana por el director.
Lo leyó otra vez y se levantó de la silla resoplando. Cuando uno lee algo muchas
veces seguidas acaba por parecer una tontería sin sentido, pero Talavera se temía
que, ese caso particular, había escrito tonterías sin importar cuántas veces lo leyera.
Necesitaba un cigarrillo.
—¿Alguien se viene a la cafetería?
Los otros tres miembros de su pequeño equipo personal levantaron la vista de
sus propios ordenadores y se pusieron en pie al mismo tiempo.
—A eso le llamo yo amor al trabajo —dijo Talavera con una risita.
Unos minutos después estaban sentados en torno a una mesa situada en una
esquina de la cafetería. Todos fumaban, de modo que pronto se formó una pequeña
nube de contaminación atmosférica a su alrededor.
—Deberían dejar fumar en la oficina, jefe —dijo Ana Casado, la más joven de
sus analistas—. Se piensa mejor con los ojos llenos de humo.
Talavera miró a su alrededor. No había demasiada gentg en la cafetería y,
aunque en teoría no debían hablar del trabajo allí, la verdad era que no había ningún
riesgo en comentar la situación.
—Bueno, ¿cómo lo veis?
Casado echó el humo lentamente, viéndolo subir, y dijo:
—No le veo sentido a lo que ha pasado a menos que se trate de dos episodios
aislados. Lo de la plataforma es, hasta cierto punto, lógico. Llevan años protestando
por ese tema. Es posible que hayan querido dar un golpe de efecto capturándola.
Pero lo de Perejil no tiene ninguna lógica. Es una violación directa y muy peligrosa
del acuerdo de 2002. No lo entiendo.
Otro de los analistas, Jesús Méndez, negó con la cabeza.
—Me parece que a estas horas no podemos hacer nada más que especular, jefe.
Ni siquiera hay confirmación oficial marroquí de nada. ¿Estamos seguros de que
han ocupado la plataforma? ¿Estamos seguros de que han ocupado Perejil? ¿De
verdad han hundido ellos ese patrullero?
Mientras hablaba iba marcando con los dedos sus preguntas. Era el
"escéptico" del grupo y su misión tácita en el equipo era buscar puntos flacos a todo.
Juan Carlos Talavera se vio obligado a darle la razón. Era cierto que apenas
sabían nada de lo ocurrido. De hecho no le había gustado nada la comparecencia de
la vicepresidenta, por considerarla precipitada y especulativa. Claro que nadie le
había pedido su opinión.
—Dentro de media hora —dijo mirando su reloj—, el ministro de exteriores de
Marruecos tiene previsto celebrar una rueda de prensa para explicar esa nueva
oferta de acuerdo pesquero que se han sacado de la manga hace un par de días.
Supongo que dará su versión de lo que ha pasado. Y mientras... bueno, pues nos toca
esperar.
Unos minutos después, mientras pagaban los cafés, el "busca" de Talavera
sonó estrepitosamente. El analista tenía la costumbre de llevarlo al máximo
volumen, a pesar de los sustos que se llevaba. Miró la pantalla digital.
—El Gran Jefe en persona —dijo, mientras se dirigía al teléfono instalado en la
pared.
Cuando colgó, se dirigió a su equipo, que le 143
miraba a una respetuosa distancia.
—Quiere reunirse con nosotros en la sala de vídeo para ver juntos la rueda de
prensa. Supongo que querrá que le digamos algo, pero por el momento vamos a
mantener la postura de que hay que esperar y ver. ¿Todos de acuerdo?
Todos asintieron.

La sala de vídeo era en realidad, un pequeño anfiteatro equipado con los


últimos avances multimedia con capacidad para unas veinte personas. Cuando
llegaron, el director del CNI se encontraba ya allí, acompañado de varios altos
funcionarios de "La Casa". El técnico de vídeo terminó de ajustar su equipo y pulsó
un botón del mando a distancia. La gran pantalla de plasma cobró vida mostrando la
señal de la televisión marroquí. Una pequeña ventana en una esquina de la pantalla
mostraba las imágenes emitidas por Televisión Española y otra las de la CNN. No era
probable que la cadena norteamericana transmitiera la rueda de prensa, pero no
estaba de más ver si decían algo. En cualquier caso todo se grabaría, por supuesto.
Cuando vieron la figura del ministro de exteriores de Marruecos aparecer en
pantalla, todos se sentaron y el técnico activó el sonido.

Rabat.

Achmed Abdelkader ocupó su asiento tras la mesa de la sala de prensa. A su


espalda, un gran mapa de Marruecos ocupaba la pared, flanqueado por un retrato
del Rey y una bandera marroquí.
Esperó a que se hiciera el silencio entre los periodistas, mucho más numerosos
de lo habitual gracias al revuelo formado por las declaraciones de la vicepresidenta
española. Cuando por fin se callaron, ordenó sus papeles y comenzó, hablando en su
cuidado francés, idioma en el que se sentía mucho más cómodo que en árabe:
—Buenos días, señoras y señores. Sin duda todos conocen el motivo original de
esta rueda de prensa, que no era otro que el anuncio de una nueva y mejor oferta de
Marruecos a la Unión Europea para lograr una mejora sustancial en el acuerdo
pesquero. Por desgracia, los tristes acontecimientos de la pasada madrugada,
revelados por la señora vicepresidenta del Gobierno español, nos obligan a cambiar
nuestros planes. Debo decirles que, si bien es cierto que tales hechos han tenido
lugar, la forma en la que han ocurrido es bien diferente de lo que el Gobierno español
ha relatado. Como todos ustedes saben, a pesar de las reiteradas protestas del Reino
de Marruecos, a pesar de nuestros reiterados llamamientos a una franca
negociación, el gobierno español ha venido concediendo licencias de explotación
petrolífera a empresas españolas en aguas de la Zona Económica Exclusiva
marroquí. Tales licencias son ilegales, por vulnerar claramente el derecho
internacional y, más concretamente, los acuerdos de la Conferencia sobre el Mar de
Montego Bay, de 1982. A las cinco de la tarde del día de ayer, en cumplimiento de
una orden judicial, un destacamento de la Real Infantería de Marina del Reino de
Marruecos procedió a tomar el control de la plataforma petrolífera Canarias 1. Su
responsable, el ingeniero jefe Enrique Márquez, fue detenido y puesto a disposición
judicial. Una vez paralizada la maquinaria de la plataforma se comenzó a preparar la
evacuación del personal civil que se encuentra en la misma. Dicha evacuación estaba
144
prevista para primera hora de esta mañana. Por desgracia, también esos planes han
sido trastocados. A medianoche, una fragata española se aproximó a la plataforma,
siendo interceptada por la patrullera de la Marina Real El Karib, que informó a su
comandante de la situación, pidiéndole que abandonara la zona. La respuesta de la
fragata española fue abrir fuego sobre nuestra patrullera, alcanzándola y causando
cuatro víctimas mortales y tres heridos graves. En uso de la legítima defensa, la
fragata Has- san II, que se encontraba en la zona, acudió en ayuda de la patrullera,
haciendo fuego a su vez sobre la fragata española y causando su hundimiento.
Inmediatamente se procedió a montar un operativo de rescate de los náufragos,
consiguiendo rescatar a un total de nueve supervivientes españoles que recibieron
inmediata atención médica. Los supervivientes se encuentran ya en tierra,
encontrándose ingresados en un centro sanitario para su completa recuperación.
Para garantizar la seguridad de las instalaciones de la plataforma y del personal civil
que en ella se encuentra, el Gobierno ha decretado una zona de exclusión aérea y
naval de treinta millas náuticas en torno a la explotación. Ningún buque ni aeronave
podrá entrar en ella sin una autorización expresa.
Abdelkader hizo una pausa para beber agua, mientras estudiaba las reacciones
de los periodistas presentes. A diferencia de lo ocurrido en la rueda de prensa
celebrada poco antes en Madrid, no había demasiado revuelo entre los profesionales.
Ya no les cogía por sorpresa y su actitud era de silenciosa expectación. Tras secarse la
boca con un pañuelo inmaculado, prosiguió.
—Seguramente están ustedes enterados de que en la tarde de ayer se produjo
otro trágico acontecimiento, esta vez en el islote de Thoura. A primera hora de la
madrugada de hoy, en respuesta a un aviso recibido, una unidad de la Gendarmería
Real desembarcó en el islote. Allí encontró los cadáveres de tres menores de edad,
muertos por disparos de armas automáticas. También se halló el cadáver de un
pescador de la zona, que aparentemente había conducido a los jóvenes hasta el
islote. En la isla se encontraban dos agentes de la Guardia Civil española, que fueron
inmediatamente detenidos. Posteriormente se encontró el cadáver de un tercer
guardia civil español, junto a su arma y abundantes casqui- llos de bala. En estos
momentos un equipo forense de la Gendarmería Real estudia la escena del crimen en
busca de pistas que puedan esclarecer los hechos, pero dado que las heridas que
presentan los niños parecen haber sido causadas por proyectiles del mismo tipo y
calibre que los empleados por las armas reglamentarias de la Guardia Civil, los
agentes detenidos han sido formalmente acusados de homicidio. Es pronto para
determinar si los hechos que Ies he relatado tienen o no, relación directa entre sí,
pero en todo caso son acontecimientos de la máxima gravedad, por lo que el
gobierno de Su Majestad ha decidido tomar todas las medidas necesarias para
garantizar la defensa de la Patria. Esperamos y deseamos que el gobierno español
explique a la mayor brevedad lo sucedido, a fin de que la presente crisis pueda ser
resuelta de forma rápida y satisfactoria para ambas partes. Muchas gracias por su
atención, y buenos días.
El ministro de exteriores se levantó de la mesa sin responder a las preguntas
que, ahora sí, le hacían los periodistas. Rápidamente desapareció por la puerta
situada a la izquierda de la tarima.

145
Madrid.

Los funcionarios reunidos en la sala de vídeo del CNI se quedaron mirando la


pantalla, de nuevo enmudecida por el técnico a una señal del director, que se puso de
pie y miró a sus analistas.
—¿Qué me puedes decir de la situación, Talavera?
El encargado de asuntos marroquíes hizo un esfuerzo para no encogerse de
hombros al hablar.
—Bueno, creo que básicamente pueden definirse tres posibilidades. La
primera sería...
—Vamos, Talavera, por favor. No te estoy pidiendo una tesis doctoral. Quiero
que me digas lo que está pasando.
El director general era un hombre de talante reposado, pero esa mañana la
tensión que sentía se dejaba translucir de forma evidente.
A Juan Carlos Talavera no le gustaba presionar a sus subordinados. Tampoco
le gustaba que le presionasen. Pero comprendió que no estaba el horno para bollos.
—Tenemos un problema de... narices. Lo que ha dicho el ministro marroquí,
excepto en algunos puntos, coincide en los hechos desnudos con lo que sabemos. Su
versión es opuesta en cuanto a quién hizo qué primero, pero resulta tan creíble para
un observador imparcial como la nuestra. Sin saber exactamente lo que pasó, es
imposible hacer una interpretación coherente. Siento no poder ser más explícito.
—¿Hay relación entre lo que ha pasado en Perejil y lo de Canarias?
Talavera no lo sabía, desde luego, pero le pagaban para que analizara y
previera acontecimientos, y no le quedó más remedio que sacar la bola de cristal. Su
jefe no le iba a permitir divagar más.
—No creo que exista relación. Creo que la ocupación de la plataforma es
deliberada, por supuesto, pero lo de Perejil y el enfrentamiento naval pueden haber
sido... "accidentes" —dijo marcando unas comillas imaginarias con los dedos sobre la
última palabra. Después de una pausa, siguió.
—Mi recomendación es que intentemos mantener las cosas todo lo frías que se
pueda hasta tener más datos fiables. Si asumimos que los marroquíes han hundido
de forma deliberada un buque de la Armada y han invadido de nuevo Perejil...
bueno, eso significaría una guerra. Y no creo que estén tan locos.
—¿Tenemos inteligencia de campo?
—Llevo dos horas intentando mover las cosas en Rabat, pero allí es todavía
muy temprano. Espero tener algo hacia mediodía.
El director general asintió en silencio. No tenía sentido apretar más, y
Talavera sabía hacer su trabajo. Se dirigió hacia la salida, pero se dio la vuelta tras un
par de pasos.
—Buen trabajo, Juan Carlos, mantenme informado, ¿de acuerdo?
—Por supuesto, señor director —dijo el analista.

Ceuta.

Alfredo Suárez siguió la rueda de prensa del ministro Abdelkader con el


corazón encogido y el estómago revuelto. Cuando146
terminó, fue a la cocina a buscar
un antiácido y otro café. Después de hablar con su compañero del hospital había
bajado al bar de la esquina y había comprado, por primera vez después de varios
años, un paquete de tabaco. El primer cigarrillo le había mareado hasta obligarle a
sentarse, pero recibió el casi olvidado efecto sedante de la nicotina con gratitud. Ya lo
volvería a dejar en cuanto localizase a Nadia, se justificó sin convicción.
Dejó el café sobre la mesa y volvió a marcar el teléfono del Ministerio de
Asuntos Exteriores. Lo tenía apuntado en un bloc, rodeado por una trama creciente
de formas geométricas dibujadas nerviosamente mientras esperaba que le pasaran
con uno u otro departamento. Después de cuatro llamadas se había ido abriendo
paso a través de varias telefonistas y secretarias encantadoras pero poco proclives a
molestar a sus superiores.
Su paciencia se vio recompensada una hora después, cuando su oreja
izquierda ardía de tanto sujetar el receptor. Consiguió hablar con alguien de cierta
autoridad en la Oficina de Información Diplomática. Se trataba, a juzgar por la voz,
de una mujer de mediana edad que parecía sinceramente interesada y preocupada
por su problema. Tras pedir a Suárez los datos que había dado ya media docena de
veces, le aseguró que se ocuparía personalmente del problema y que le llamaría en
cuanto hubiese la mínima novedad. No, no le podía decir cómo estaba Nadia. No,
tampoco sabía cuándo iba a saber algo. Pero intentó tranquilizarle con unos cuantos
tópicos del tipo "ya verá usted como no va a pasar nada", y "la situación está bajo
control". Alfredo le agradeció sinceramente el intento y, después de asegurarse de
que por ese camino no llegaría más lejos, empezó a pensar cómo resolver las cosas
por su cuenta.

El Ferrol, La Coruña.

En el Arsenal de El Ferrol, histórica base de la Armada Española, la mañana


había comenzado de forma bastante frenética, entre reuniones de mandos, llamadas
telefónicas y videoconferencias con el ministerio de defensa y con el mando de la
flota en Rota.
Amarrada a uno de los muelles, se encontraba una de las fragatas más
modernas de la Armada Española, la F103 Blas de Lezo, de la clase Alvaro de Bazán.
Su comandante, el capitán de fragata Fernando Pérez de Castro, se había recluido en
su cámara nada más volver a bordo, media hora antes, tras la urgente reunión
convocada por el comandante de la 31a Escuadrilla de escoltas. El capitán de navio al
mando de la escuadrilla le había ordenado llevar su buque a la máxima DISOP,
disponibilidad operativa, a fin de estar en condiciones de zarpar con la mayor bre-
vedad.
Pérez de Castro, sentado frente a la pantalla de su ordenador, controlaba los
múltiples detalles necesarios para poner en orden de combate un buque tan
sofisticado. Sin embargo no iba a ser una tarea tan difícil, dado que, desde que había
tomado el mando del navio, su comandante había trabajado literalmente como un
burro para poner todo a punto. Y io había hecho con gusto, pues mandar aquella
magnífica fragata era al- 50 que sólo se había atrevido a imaginar en sus fantasías
más optimistas.
147
El buque, que desplazaba casi seis mil toneladas a plena carga, era, m todo
menos en su clasificación oficial, un destructor de última generación. Su sistema de
combate AEGIS y su radar SPY-i D, que controlaban una panoplia de armamento
sencillamente impresionante, le proporcionaban unas capacidades muy superiores a
las de la mayor parte de las fragatas en servicio en el mundo.
Curiosamente, pensó Pérez de Castro, el último buque de la Armada en llevar
el nombre Blas de Lezo, había sido precisamente un destructor, el D 65, de origen
norteamericano, que había sido dado de baja en 1991. El antiguo Blas de Lezo
desplazaba tres mil quinientas toneladas y medía treinta metros menos de eslora que
su fragata, para no hablar de la abismal diferencia en su armamento.
Pérez de Castro, en la soledad de su camarote, miró a su alrededor con orgullo.
Excepto por algunos detalles sin importancia, como enseguida comunicaría al
comandante de la escuadrilla, su navio podría hacerse a la mar en condiciones de
combatir casi de inmediato. Sin embargo, esperaba que la orden de hacerlo no
llegara.
Cuando terminó, salió de su cámara y subió al puente. Una vez allí llamó al
segundo comandante y le transmitió las órdenes oportunas para el alistamiento del
buque. Luego salió al aire libre y contempló los buques amarrados en los muelles.
Allí se encontraban la F 101 Alvaro de Bazán y la F 75 Extremadura, una veterana
fragata de la clase Baleares. Sus comandantes estarían también poniendo a punto
sus buques. No envidió a su amigo Juan Jesús Aparicio, comandante de la
Extremadura. Si bien se trataba de un navio bello y poderoso, la F 75 se encontraba
al final de su vida operativa. Dada de alta en la Armada en 1976, la fragata de cuatro
mil toneladas había navegado ya muchas millas. Casi demasiadas.

A bordo de la Extremadura, el capitán de fragata Aparicio esperaba a su


oficial de máquinas fumando en cubierta. Miraba hacia el amarradero de la Blas de
Lezo con admiración y envidia. Esperaba que fuera envidia sana, aunque tenía sus
dudas. Se consoló pensado que, treinta y tantos años antes, el comandante de algún
anticuado destructor habría mirado su vieja fragata, entonces el último grito de la
tecnología naval en España, con sentimientos parecidos. Ciertamente existía un
paralelismo entre las Baleares y las Alvaro de Bazán, dado que ambas habían su-
puesto para la Armada Española un salto cualitativo fundamental con una
generación de diferencia. Al fin y al cabo, pensó, los primeros buques españoles
equipados con misiles habían sido, precisamente, las fragatas de la clase Baleares.
Aparicio, abstraído en sus pensamientos, se sobresaltó cuando su oficial de
máquinas carraspeó quedamente a su lado.
—¿Cómo están esas calderas? —preguntó el comandante.
—No están mal, mi comandante, para tener más de treinta años. Hay que
hacer un par de ajustes menores, pero estaremos listos en tres o cuatro horas a más
tardar.
La anticuada planta de propulsión de las Baleares se había convertido con el
tiempo en el principal punto débil de esos buques. Se trataba de turbinas de vapor
Westinghouse capaces de generar treinta y cinco mil caballos. Eran máquinas
potentes, pero delicadas, que además consumían cantidades ingentes de
combustible. Los problemas cada vez más frecuentes que les aquejaban habían
148
condicionado la retirada progresiva de las fragatas de su clase, sustituidos por las
nuevas F100. Pero aún quedaban dos, la Asturias y la propia Extremadura. Y el
comandante Aparicio estaba más que dispuesto, a sacar de su navio todo lo que éste
pudiera dar de sí.
Tirando la colilla por la borda, se despidió de su oficial de máquinas con una
palmada en el hombro:
—Muchas gracias, Luis, buen trabajo. Si me necesitas estaré en el CIC o en el
puente.

Rabat, Marruecos.

A última hora de la mañana, el gabinete de crisis del gobierno marroquí se


volvió a reunir en el despacho del primer ministro. El sol de justicia que castigaba las
calles de Rabat, caldeaba el cargado ambiente de la sala llena de humo, que el aire
acondicionado no era capaz de enfriar lo suficiente.
Hassan Munjib encendió el vigésimo cigarrillo del día y arrugó el paquete
vacío mientras el ministro del interior colgaba el teléfono.
—Acaban de identificar los cadáveres —dijo—. Se trata del hijo y dos sobrinos
de Achmed Hussein, un funcionario de exteriores. Estaban de vacaciones en su casa
de la costa, cerca de Thoura. Salieron de excursión en bicicleta por la mañana sin
decir a dónde iban. Lo que es seguro es que no tienen nada que ver con ninguna
mafia de narcotráfico o de emigración ilegal. Son... perdón, eran, tres chicos
normales de buena familia.
El ministro de asuntos exteriores abrió las manos.
—Pero eso no tiene ningún sentido. ¿Por qué habría de dispararles la Guardia
Civil?
—Era casi de noche. Quizá no les identificaron bien. Pero hay algo más: cerca
del cadáver del pescador que les llevó a la isla había varios casquillos de bala.
Seguramente de un fusil de asalto, aunque todavía los están analizando. En todo caso
no se ha encontrado ningún arma.
El primer ministro se puso de pie. Pensaba mejor mientras paseaba.
—Si se hace público lo de los casquillos, España alegará que sus guardias
dispararon en defensa propia. Y en estos momentos... —se interrumpió brevemente,
midiendo sus palabras—, eso puede ser extremadamente inconveniente. El caso está
bajo secreto sumarial, supongo.
—Efectivamente, así es.
—Pues manténgalo así todo el tiempo posible.
El ministro del interior asintió sin hablar. Ya había dado esa orden por su
cuenta. No convenía en absoluto que los españoles intentaran darle la vuelta a una
situación que, sin ser buscada, permitiría desviar la atención de lo ocurrido en aguas
del Atlántico.
Una vez tranquilo al respecto, el primer ministro se dirigió al ministro de
exteriores, pidiendo su opinión sobre la primera reacción española.
—La reacción española ha sido más o menos la esperable. En estos momentos
están todavía desorientados, y probablemente, furiosos. La jugada de nuestro
embajador en Madrid de demorar la nota sobre la captura de la plataforma ha
resultado una pésima idea. Si la hubiera entregado 149 anoche se hubiera evitado el
incidente naval, lo que sin duda habría facilitado mucho las cosas. Pero
reflexionarán, y cuando se den cuenta de que no van a poder justificar sus actos,
intentarán negociar una salida airosa.
—¿Qué pasos sugiere a partir de ahora? —preguntó el jefe del gobierno.
—Creo que debemos esperar a que España tome la iniciativa diplomática.

T
Dejaremos claro que la situación de la plataforma está some-

tida a un proceso judicial, y que no puede ser entregada contra el dictamen del
tribunal. Pero podemos ofrecer la retirada de la Gendarmería del islote para
devolverle ese "statu quo" que tanto aprecian nuestros vecinos. Una vez que
nosotros hagamos una concesión, ellos se verán obligados a corresponder de modo
simétrico. Por supuesto esgrimirán el hundimiento de su fragata como un acto
hostil, pero podemos responder a eso con facilidad filtrando las grabaciones de las
comunicaciones de radio de nuestro patrullero a la prensa. Tendrán que crear una
comisión de investigación y eso les llevará semanas o meses.
—¿Qué me dice de los aspectos militares, general Munjib?
El ministro de defensa aplastó el cigarrillo en el cenicero, en un intento por
descargar en él su mal humor para hablar con ecuanimidad. No sabía si sería
capaz.
—Señores, creo sinceramente que infravaloran el riesgo de la situación. O yo
no conozco a los españoles, o no van a aceptar la muerte de decenas de marineros
y la pérdida de uno de sus navios de guerra, que por cierto es un patrullero de
altura y no una fragata, con semejante de- portividad. A juzgar por su actuación en
la crisis del año 2002, dentro de una semana o menos, la plataforma petrolífera va
a estar rodeada por la mitad de la flota española, si no se traen a la Armada al
completo. Eso es lo que va a pasar. Y más vale que retiremos pronto a los
gendarmes de esa maldita isla si no queremos que nos los saquen de allí a patadas.
Ahora bien, yo le pregunto a usted, señor primer ministro: cuando eso suceda,
¿qué deben hacer las Reales Fuerzas Armadas?
El primer ministro fulminó a Munjib con la mirada. No había imaginado que
el general fuese tan terco. Tardó una eternidad en contestar a su pregunta,
mientras intentaba encontrar las palabras adecuadas.
—General, todos los presentes hemos comprendido claramente que no se
siente usted cómodo con la situación actual. Cuando se planteó por primera vez la
captura de la plataforma tuvo usted ocasión de expresar sus reticencias. Entonces
hubiera sido el momento adecuado para hacerlo. Quizá debió presentar su
dimisión. Pero optó por callar. Ahora debe hacer frente a sus responsabilidades
como miembro del gobierno.
Munjib miró al ministro de exteriores, pero éste apartó la mirada. El
mensaje era claro: las charlas en privado no cuentan. Estaba solo, y el primer
150
ministro, en el fondo, tenía razón: no podía esconderse. Mientras hablaba, sintió
por primera vez frío en aquella habitación.
—Señores, España va a presionar militarmente. No tengan ninguna duda de
eso. Como seguramente saben su superioridad aeronaval es manifiesta y hay muy
poca cosa que nosotros podamos hacer al respecto. Pero nuestras fuerzas de tierra
superan ampliamente en número a las españolas. Si la situación se deteriora en el
mar sólo la podemos contrarrestar creando una amenaza mayor allí donde son más
débiles. Si insisten ustedes en llevar adelante esta locura, en cuarenta y ocho horas
puedo presentar un plan de acción completo para su consideración.
Y que Dios sea misericordioso con nosotros, añadió para sus adentros.
lo de septiembre

Madrid.

Eran más de las tres de la madrugada. El presidente del gobierno salió por fin
de su despacho y subió hacia el dormitorio con la sensación de llevar un siglo
despierto. Recordó con nostalgia sus tiempos de estudiante, cuando podía pasar la
noche entera estudiando, hacer un examen por la mañana y otro por la tarde y luego
irse de juerga hasta las tantas con sus amigos. Pero eso había sido en una vida
anterior, o así le parecía.
Cuando se acostó, tratando infructuosamente de no despertar a su mujer,
tardó muy poco en comprender que le iba a costar trabajo dormirse, a pesar de todo
el cansancio. El día completo se rebobinó en su mente y comenzó de nuevo a
proyectarse como una película a cámara rápida. Desde que le habían despertado a las
cinco de la mañana, la jornada había transcurrido lenta y vertiginosamente al mismo
tiempo, como esas pesadillas en las que quieres correr y una fuerza extraña te lo
impide. Aunque nadie se había atrevido a expresarlo con esas palabras, España
estaba a todos los efectos en guerra con Marruecos. Y ni siquiera podía decir con
seguridad cómo ni porqué había empezado.
La reunión del Consejo de Ministros se había dedicado íntegramente a analizar
los hechos. Los ministros de defensa e interior habían aportado numerosos detalles,
pero todos tenían el aspecto de fragmentos de información inconexa. Salvo la
ocupación de la plataforma, que no podía ser otra cosa que un acto deliberado, todo
lo demás parecía una concatenación de accidentes y errores de apreciación por
ambas partes.
Cuando por la tarde el gobierno marroquí había hecho pública la identificación
de los cadáveres encontrados en la isla Perejil, la cara del ministro del interior había
adquirido un tono verdoso que hubiera pare-

151
cido cómico si no fuera por lo trágico de la situación. El presidente, inquieto, había
llegado a temer que el pobre hubiera padecido un infarto.
A última hora se había reunido de nuevo con el ministro de exteriores, que había
acudido a la Moncloa para informarle de sus gestiones telefónicas ante la Comisión
Europea y la OTAN. La respuesta de los representantes de ambos organismos
internacionales, si bien maquillada con la habitual palabrería diplomática, se hubiera
podido traducir a un lenguaje mucho menos rimbombante como "¿otra vez me vienes
con líos con Marruecos? IVenga ya hombre, no mejodas!"
A nadie le gustaban las crisis y a los organismos multinacionales, menos que a
nadie. En todo caso, el ministro les había dejado meridianamente claro que España no
solicitaría la aplicación del artículo quinto del tratado del Atlántico Norte, que obligaba
a los estados miembros a acudir en defensa del estado atacado por un tercero. El
artículo de marras, dado que un buque español había sido hundido en el atlántico por
una potencia extranjera, era plenamente aplicable a la situación, pero el presidente
sabía perfectamente que más de un país le buscaría las vueltas para eludir sus
responsabilidades. Quizá si las tropas marroquíes se las arreglaran para llegar a las
puertas de Granada, hubiera alguna esperanza de aplicar el tratado, pero no antes.
Todo el mundo sabía que la OTAN era una organización semi comatosa, si no
directamente moribunda y no parecía el mejor momento para darle la puntilla
provocando una nueva división interna. A la Unión Europea, carente todavía de nada
parecido a una política exterior común, se le había pedido sólo una declaración de
apoyo político. Lo darían. Al fin y al cabo las palabras siempre han sido gratis.
Sólo el presidente de los Estados Unidos se había mostrado vagamente
comprensivo cuando le llamó para informarle personalmente de lo ocurrido. Claro que
un hombre tan acostumbrado a guerrear a lo largo y ancho del globo se asustaba de
muy pocas cosas a aquellas alturas de curso, pensó con amargura el presidente del
gobierno.
Moviéndose inquieto entre las sábanas cada vez más revueltas, el presidente
pensó en la comparecencia que había solicitado para la tarde del día siguiente ante el
pleno del congreso. Allí explicaría las versiones de los acontecimientos dadas por la
Armada y la Guardia Civil y presentaría el paquete de medidas que el gobierno había
acordado tomar. No se someterían a votación por parte de la cámara, al menos de
momento.
Estaba razonablemente seguro de que la oposición cooperaría. A pesar de sus
múltiples desencuentros no pensaba que le fueran a dejar solo en esa situación. Los de
siempre armarían algún revuelo diciendo que se encontraban ante las consecuencias
de una política exterior nefasta, etcétera, etcétera, y preguntarían si España estaba en
guerra y porqué no se había declarado, pero, como siempre, nadie les haría el menor
caso. Y lo más gracioso era que serían los únicos en poner el dedo en la llaga, pensó
con el cinismo que el insomnio tanto ayuda a liberar. España estaba en guerra. No era
166
un "conflicto", ni una "crisis". Era una jodida guerra. Había muerto mucha gente, y el
presidente sabía en su interior que todavía iban a morir más. Y, a pesar de que la
persecución de la paz había sido desde siempre la principal motivación, ingenua o no,
de su vocación política, no se le ocurría una maldita cosa para evitarlo. Añoraba los
días en que la crisis económica suponía el peor de sus problemas políticos.
Después de un tiempo que le pareció eterno, se durmió. Si a cuatro horas de dar
vueltas en la cama reviviendo en sueños los acontecimientos del día se le podía llamar
dormir.

Ceuta.

Alfredo se levantó a las cinco de la madrugada. Había planeado dormir al menos


hasta las siete, pero en cuanto abrió los ojos comprendió que le iba a resultar
imposible dormir más.
El día anterior lo había pasado pendiente de la radio y la televisión, sin perder de
vista ni un momento su móvil por si le llamaba la amable funcionaría de Exteriores.
Por la mañana se había acercado al hospital. Su primera parada le había llevado al
despacho de director. Cuando le pidió dos semanas de vacaciones sin dar ninguna
explicación, el director del hospital miró preocupado la cara del médico, pero le
concedió su petición sin ningún problema. Eso había facilitado las cosas, aunque Suá-
rez había decidido tomárselas en cualquier caso. Luego subió a la planta para hablar
con Isabel, la veterana enfermera cuyo esposo era comisario del Cuerpo Nacional de
Policía. A pesar de haberse mostrado bastante reticente al principio, la enfermera
acabó por complacer a Alfredo y llamó a su marido.
La entrevista con el comisario había sido la parte más difícil. Cuando Suárez le
pidió que le proporcionara la dirección del domicilio particular en Tetuán de
Mohamed Hammadi, o al menos su número de teléfono, el policía se había quedado de
piedra. Seguramente se había imaginado que el médico había ido a verle para pedirle
que intercediera por él para que le quitasen una multa de aparcamiento o algo así.
Alfredo tuvo que utilizar toda su capacidad de persuasión para convencerle, además de
prometerle solemnemente que jamás le diría a nadie de dónde había sacado la
información. El comisario terminó cediendo, conmovido por la situación. Además,
había pensado, nunca está de más que un urólogo te deba un favor.
Con la dirección del político marroquí a buen recaudo en su cartera, Suárez
recogió la bolsa de viaje que había preparado de cualquier manera la noche anterior y
bajó a la calle desierta en busca de su coche. Dejó la bolsa en el maletero y entró en un
bar cercano para tomar un café. Era demasiado temprano y no quería llamar
demasiado la atención en la frontera. Esperaría hasta las ocho para cruzar, rezando
para que no se les ocurriese cerrarla.

167
La terraza del bar tenía una buena vista sobre el puerto. Mirando
distraídamente hacia el mar experimentó una fuerte sensación de déjá vu cuando
distinguió la silueta gris de una fragata de la Armada maniobrando para atracar. Eso le
decidió. Pagó y volvió al coche para salir hacia la frontera.
Oficialmente la frontera seguía abierta a pesar de la crisis que se estaba
desarrollando, pero la afluencia de público había descendido considerablemente. Un
sábado a las ocho de la mañana debería haber mucho más movimiento, sobre todo de
comerciantes. De hecho cuando se detuvo junto a la garita de la Guardia Civil, el agente
le miró con extra- ñeza no disimulada. No obstante no le puso objeciones y le dejó
pasar. Del lado marroquí la escena se repitió de forma casi idéntica con el gendarme
que le permitió acceder a Marruecos.
Le llevó algo más de tres cuartos de hora recorrer los cuarenta y dos kilómetros
que separan Ceuta de Tetuán. Apenas había tráfico, pero no quería correr demasiado.
En parte porque no solía hacerlo y en parte porque era el peor día posible para tener
problemas con la Gendarmería Real. Cuando ya entraba en la ciudad escuchó por la
radio las últimas noticias: las fronteras de Ceuta y Melilla acababan de cerrarse.
Alfredo Suárez encendió un cigarrillo. Le temblaban las manos.

Océano Atlántico.

El agua de la ducha estaba sólo tibia, pero al fin y al cabo hacía bastante calor a
pesar de ser sólo las ocho de la mañana. Nadia Hachmi dejó correr el agua un rato
sobre su cuerpo, sintiendo que la relajaba agradablemente. Desde luego tenía motivos
para estar tensa, pensó. Llevaba cuarenta y ocho horas en la plataforma y la mayor
parte de ese tiempo lo había pasado allí retenida contra su voluntad por las fuerzas
armadas de su propio país. No podía quejarse del trato recibido del teniente Hannach y
sus hombres, que en todo momento se habían mostrado distantes pero correctos. Por
lo demás el alojamiento era aceptable y se sentía físicamente bien, pero eso no
compensaba la incomunicación a la que estaba sometida. No había conseguido hablar
con su marido ni con su jefe, y a pesar de que había intentado sonsacar a Hannach en
dos ocasiones más, el teniente no le había dado más detalles del motivo de su presencia
allí ni de sus planes para el futuro inmediato.
Además, Nadia estaba particularmente preocupada por Alfredo. Conociéndole,
sabía que el pobre estaría al borde de un ataque de nervios, y se sentía algo culpable
por no haberle hecho caso cuando le había pedido que no viajara a la plataforma.
Apenas había salido de la ducha cuando oyó cómo llamaban a la puerta. No hizo
caso de inmediato, principalmente porque estaba desnuda y empapada, pero los golpes
adquirieron un tono de urgencia. Cogió una toalla y se envolvió en ella, comprobando

168
con disgusto que resultaba más bien pequeña. Abrió la puerta de mal humor,
descubriendo al otro lado al teniente Hannach.
—¿Qué pasa? —preguntó en tono displicente.
El teniente dio instintivamente un paso atrás. No estaba muy acostumbrado a
que le hablaran así, y menos una mujer. La miró de arriba abajo, impresionado por el
carácter y el físico de la periodista. Cuando Hannach se dio cuenta de que estaba
mirando descaradamente a la joven se puso rígido y miró al frente, por encima su
cabeza.
Nadia había calado bastante bien la personalidad de Hannach y sabía que estaba
desconcertado y algo avergonzado. El teniente era el tipo de hombre al que le gusta
tener las cosas bajo control y no mostrar más emociones humanas de las
imprescindibles, al menos en el trabajo, pero parecía un hombre honrado. También
sabía cómo utilizar esas características en beneficio propio. Dejó que la toalla resbalara
un poquito. Lo justo para que se notara la diferencia de tono de la piel protegida del sol
por el bikini. Sonrió para sí al darse cuenta de los esfuerzos de Hannach para no
mirarla. El lenguaje corporal del teniente la tranquilizó. Actuar de esa manera podía
ser peligroso con muchos hombres, pero el militar marroquí no era uno de esos.
—Supongo que tendrá un buen motivo para venir con estas prisas, teniente
—dijo en un tono más relajado— ¿Ya nos van a dejar marchar?
—Precisamente de eso se trata, señorita. Acabamos de recibir la orden de
preparar al personal civil para evacuar la plataforma. Esperamos que nos envíen un
barco esta tarde.
El oficial parecía aliviado del cambio de tono de Nadia, pero siguió mirando
rígidamente al frente, como si la periodista fuera veinte centímetros más alta de lo que
era en realidad.
—Sólo quería que lo supiera —añadió, inseguro.
—Pues muchas gracias teniente Hannach, ha sido usted muy amable, aunque no
me hubiera importado enterarme dentro de diez minutos. Ahora, si me disculpa...
Nadia cerró la puerta dirigiendo una sonrisa a su compatriota y ganándolo
definitivamente para su causa. Mentalmente se disculpó con Alfredo, aunque sabía
perfectamente que él la comprendería. Al fin y al cabo estaba empleando las mismas
armas que había utilizado con él un par de años atrás. Pensando en ello se dio cuenta
de que Hannach, en realidad, le recordaba en cierto modo a su marido.
El teniente volvió al despacho que había adoptado como centro de mando. Por el
pasillo se cruzó con uno de sus soldados, que le miró asombrado de ver sonreír así a su
superior.
Rota, Cádiz.

Los muelles de la base naval de Rota mostraban una actividad que no se


recordaba desde los días previos a la segunda guerra de Irak, aunque entonces los

169
buques alrededor de los cuales se afanaba el personal de la base eran principalmente
norteamericanos. Ahora eran españoles. El portaaviones Príncipe de Asturias y las
fragatas Santa María y Cana- ñas se encontraban en sus amarraderos habituales en el
muelle 2 de la base. En el muelle 1 acababa de atracar el buque de aprovisionamiento
en combate Patino, junto al buque de asalto anfibio Galicia. Las tareas de
avituallamiento y municionamiento de todos ellos se llevaban a cabo a un ritmo muy
superior al habitual y, en general, la sensación de urgencia embargaba todo el
ambiente.

Los ventanales del despacho del almirante de la flota, en el edificio del cuartel
general, ofrecían una panorámica espectacular de la rada, pero el ALFLOT, sentado en
su escritorio, dedicaba toda su atención al monitor de su ordenador. El programa
informático que tenía abierto presentaba información actualizada de la situación y
estado de alistamiento de todas las unidades bajo su mando. Lo primero que había
hecho al llegar a su despacho había sido descartar las unidades con las que, de un
modo u otro no podría contar. Las más importantes en ese grupo eran la F 104 Méndez
Núñez que se encontraba en aguas norteamericanas realizando prácticas de misiles, la
F 102 Almirante Juan de Borbón, desplegada junto al petrolero Marqués de la
Ensenada en aguas del mar del Japón formando parte de una Task Forcé combinada
junto a Japón y Estados Unidos, la F 74 Asturias que cumplía en el océano índico con
el que probablemente sería uno de sus últimos cruceros operacionales en aguas
lejanas, y la F 83 Numancia que se encontraba en dique seco sometida a un recorrido
completo de máquinas y sistemas, que la mantendría inmovilizada un mínimo de tres
meses más. Por otra parte, la F 84 Reina Sofía formaba parte de la SNMG2,
antiguamente conocida como STANAVFORMED, la flotilla permanente de la OTAN
para el mediterráneo, y navegaba en aguas cercanas a Grecia. En caso de emergencia se
la podría hacer regresar, pero el almirante prefería evitarlo si era posible. Eso le dejaba
con dos fragatas clase Alvaro de Bazán, cuatro clase Santa María y una Baleares.
Entre los buques de superficie, y aunque no se encontraban directamente bajo su
mando por no pertenecer orgánicamente a la Flota, cabía contar con dos de las cuatro
antiguas corbetas, ahora patrulleros, de la clase Descubierta, la Infanta Cristina y la
Infanta Elena. De las dos restantes, la Cazadora no estaría operativa a corto plazo por
mantenimiento programado y la Vencedora estaba siendo sometida a obras para
actualizar sus sistemas de comunicaciones. Respecto a los submarinos, contaba con el
S 72 Siroco y el S 73 Mistral con un buen nivel de alistamiento y el S 71 Galerna, que
podía ser alistado en pocos días. El restante submarino de la serie S 70, el Tramontana
no estaría disponible.
La tarde anterior se había puesto en marcha el plan de presencia naval en Ceuta
y Melilla, protocolizado después de la crisis de julio de 2002, por lo que el patrullero de
altura Infanta Elena había zarpado rumbo a Melilla y la fragata Victoria a Ceuta.
170
Respecto al resto de la flota, aún no había recibido órdenes concretas del Gobierno a
través del jefe de estado mayor de la defensa, su superior directo, pero estaba seguro
de que no tardarían en llegar. Y cuando llegasen, la Armada estaría preparada para
cumplir con su deber. Mientras tanto se concentraba en los aspectos logísticos y
tácticos del problema, que era muchísimo más complejo que el que se había planteado
en el año 2002 en torno a la isla Perejil. Al fin y al cabo ahora no sólo tendrían que
hacer frente a la ocupación del islote, sino también a la captura de una plataforma
petrolífera en mitad del océano y a más de quinientas millas de Rota, que, para
complicar más las cosas, estaba atestada de trabajadores civiles sin que existiese la
menor seguridad de que Marruecos los fuera a liberar. Por otra parte, en 2002 tanto
España como Marruecos habían evitado por todos los medios causar bajas al
adversario, pero ahora la Armada Española ya había sufrido más de cuarenta muertos,
según las cifras provisionales, sin contar a los guardias civiles de Perejil. Eso cambiaba
por completo toda la perspectiva de la situación. Se trataba sin lugar a dudas de un
escenario de guerra y como tal tendría que ser considerado. Si por fin llegaba la orden
de zarpar, había que considerar como muy probable, que Marruecos presentase
batalla. Y, después de saber que el hijo de uno de sus mejores amigos se contaba entre
los oficiales desaparecidos con la Descubierta, el almirante tenía que reconocer que en
el fondo casi deseaba que así ocurriera.
Tetuán, Marruecos.

Alfredo Suárez aparcó el coche delante de una cafetería y entró en el


establecimiento, bastante concurrido pero agradable a pesar de la ausencia de aire
acondicionado. Mientras esperaba su café estudió el plano de la ciudad que había
comprado en una gasolinera cercana. No tardó en localizar la calle que buscaba. Pensó
en llamar por teléfono antes de presentarse, pero decidió no hacerlo. Existía una
posibilidad de que el marroquí con el que tenía que hablar le diera cualquier excusa
para no verle y no quería darle esa oportunidad. Si se presentaba sin avisar quizá no le
encontrara en casa, pero si estaba tendría que hablar con él. Alfredo sabía que
posiblemente su plan no sirviera para nada, pero no hubiera podido soportar quedarse
en casa sin saber nada. La acción le mantenía ocupado y evitaba que afloraran sus
miedos. Al menos la mayor parte del tiempo.
Alguna vez había leído que los familiares de personas desaparecidas llegan con
frecuencia al punto en que lo único que quieren es saber. El hecho de que sus seres
queridos estén vivos o muertos llega a perder importancia frente a la necesidad de
conocer su paradero. Y es que la mente humana tolera mal la incertidumbre. Suárez no
quería llegar a ese punto y haría todo lo posible por evitarlo.
Cuando terminó el café, pagó y salió. Le llevó casi media hora encontrar la calle y
otro buen rato aparcar. En el momento de llamar a la puerta eran las diez de la
mañana, hora española, pero sólo las ocho en Marruecos. Esperaba no encontrar

171
durmiendo a los habitantes de la casa pero el ruido de pasos en el interior de la
vivienda disipó sus dudas. Le abrió una mujer de edad indefinida, vestida a la manera
tradicional de las mujeres magrebíes.
Cuando Suárez le preguntó por Sidi Mohamed Hammadi, la mujer le cerró la
puerta en las narices tras musitar algo en árabe. Alfredo todavía dudaba si debía volver
a llamar cuando la puerta se abrió de nuevo. Esta vez le abrió el propio Hammadi,
aunque al médico le costó trabajo reconocerlo. El marroquí parecía haber envejecido
veinte años desde la breve conversación que habían mantenido en Ceuta algunos años
atrás. Su barba había encanecido y crecía descuidada sobre la pechera no demasiado
limpia de una chilaba de rayas verticales. Los ojos del marroquí brillaron al ver al
médico, pero su cara permaneció inexpresiva. Hizo una reverencia formal llevándose
la mano al pecho y se apartó de la puerta franqueándole la entrada a Alfredo Suárez,
que entró bastante desconcertado por el cambio obrado en su ahora anfitrión.
Suárez se detuvo en el zaguán, estrecho y oscuro y se dio la vuelta. Hammadi
pasó a su lado con otra silenciosa reverencia y se internó en la casa. Alfredo le siguió
hasta un cuarto amplio pero tan oscuro como el resto de la vivienda. Todos los postigos
estaban cerrados y la atmósfera, aunque más fresca que la calle, olía a humo de tabaco
y a polvo. Evidentemente la limpieza no era una prioridad en aquella casa, que sin
embargo distaba de parecer pobre. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra
pudo ver que los muebles eran de calidad y la biblioteca estaba atestada de libros. No
sin cierto escrúpulo, el médico se sentó en un cojín colocado junta a una mesa baja en
uno de los rincones de la estancia. Hammadi se sentó frente a él. Cuando por fin habló,
Alfredo pensó que el marroquí estaba borracho. Pero no se trataba de eso. El marroquí
luchaba para contener las lágrimas.
—Es un placer verle de nuevo, doctor Suárez —logró decir.
Alfredo estaba totalmente desorientado. Ni la casa ni su anfitrión se
correspondían con la idea que se había ido forjando en su mente en las últimas
cuarenta y ocho horas. No sabiendo cómo empezar, le preguntó a Hammadi por su hijo
Chaid.
—Mi hijo ha muerto doctor. Ha muerto.
Ahora que había logrado empezar a hablar, el marroquí no se detuvo, ni siquiera
cuando la mujer, que había abierto la puerta, entró en silencio llevando una bandeja
con una tetera humeante y un par de tazas que dejó sobre la mesa.
—¿Recuerda el atentado de Casablanca, en mayo del año 2003?, mi hijo murió
ese día, junto con varios de sus amigos y otras treinta personas. Él era uno de los que se
inmolaron en la Casa de España. Simplemente entró allí, caminó entre las mesas
donde cenaba la gente e hizo explotar la bomba que llevaba pegada al cuerpo. Ni
siquiera pudimos reconocer su rostro.
Suárez sintió cómo se tensaban los músculos de su mandíbula. Recordaba aquel
atentado. Había sido una masacre terrible. Unos cuarenta muertos en total, cuatro de
172
ellos españoles. Joder, pensó, así que para eso le había salvado la vida a ese cabrón.
Nada tenía sentido.

173
I —Sé lo que está pensando, doctor —dijo Hammadi—. También sé 1 lo que piensan
los occidentales del fundamentalismo islámico. Pero las I cosas no siempre son lo
que parecen. Lo que hizo mi hijo no fue produc- 1 to de mis enseñanzas. Mire,
cuando fundé mi partido político, lo hice en I el absoluto convencimiento de que el
Islam, tenía mucho que aportar al I buen gobierno de mi país. Dios es
misericordioso y el Islam es una reli- I gión de paz. Desdichadamente hay
demasiada gente que no comparte I esa idea.
I Hammadi parecía dispuesto a extenderse indefinidamente en la I cuestión, con los
ojos acuosos y la mirada perdida en el vacío, pero Suá- I rez no había ido allí a hablar
de religión y necesitaba reconducir el tema. I El hecho de que el marroquí que tenía
sentado frente a él obviamente no I estaba en su mejor momento redujo más aún sus
esperanzas de lograr I algo. Aún así lo intentó.
I —Señor Hammadi, he venido a visitarle para pedirle ayuda. Tengo I un grave
problema y quizá usted...
I —Doctor, haré cualquier cosa que esté en mi mano. Cuando dije I que siempre
estaría en deuda con usted hablaba en serio. I Alfredo le contó la situación, haciendo
hincapié en el hecho de que I no tenía ningún medio de ponerse en contacto con
Nadia. Según avan- I zaba en su relato, la cara de su interlocutor adquirió un tono
aún más I sombrío, por más que eso hubiera parecido imposible pocos minutos an- I
tes.
I —Quizá hace tres o cuatro años le hubiese podido ayudar, doctor,
I pero estoy totalmente retirado de la vida política. Mis amigos, incluso I mis hijos,
me han abandonado para seguir los caminos de la violencia y I el gobierno sospecha
de mí, pero me consideran tan acabado que ya ni I siquiera me vigilan. Puedo
intentar llamar a algún antiguo conocido, pe- I ro no quiero engañarle. No creo que
dé resultado alguno. I Con la mirada clavada en la tetera intacta, Hammadi parecía
hun-
[ dido en la impotencia más absoluta.

I Algeciras, Cádiz.

I La supervisora de enfermería de la UCI del hospital Punta de Eu-


I ropa, despegó los esparadrapos que sujetaban el tubo endotraqueal a la

I 175
cara de Jaime Otegui, el guardia civil gravemente herido en la isla Perejil treinta y seis
horas antes, y tiró para extraerlo. Otegui tosió mientras la enfermera le aspiraba las
secreciones de la faringe. Por un momento pareció que no sería capaz de respirar, pero
pasó pronto. El guardia civil estaba sólo parcialmente consciente, pero sus constantes
seguían estables. El intensivista que se encontraba junto a la cama, lo auscultó y gruñó
satisfecho. Ambos pulmones ventilaban bien. De hecho era casi un milagro que
hubiera sobrevivido, aunque los cirujanos que le habían operado dudaban que pudiera
volver a utilizar normalmente el brazo derecho. Los fragmentos de hueso que habían
rasgado la vena subclavia habían lesionado también gravemente los nervios del plexo
braquial. En fin, mejor ocuparse de los problemas de uno en uno, pensó el intensivista
con los ojos fijos en el monitor. Cuando estuvo seguro de que su paciente se
mantendría estable respirando por sí mismo, salió a la puerta de la UCI para informar
a los familiares que esperaban angustiados en el pasillo, en compañía de un capitán de
la guardia civil que se retiró discretamente al descansillo de las escaleras. Allí sacó su
teléfono móvil e hizo una llamada.

Isla Perejil, Estrecho de Gibraltar.

El sargento Dahamani llevaba ya bastante más de veinticuatro horas


custodiando lo que oficialmente se conocía como la "escena del crimen". El gobierno
de Marruecos mantenía su versión de los hechos, considerándolos un delito común y
no un incidente internacional. Sin embargo Dahamani estaba empezando a atar cabos
por sí mismo y había llegado a la conclusión de que alguien estaba mintiendo y no era
la Guardia Civil. Todos aquellos casquillos del calibre 7,62 esparcidos por el suelo cerca
de donde habían encontrado el cadáver del pescador tenían que significar algo.
Probablemente otra persona que no había muerto en el incidente. ¿Pero dónde estaba?
Su principal inquietud, sin embargo, no era esa. Le preocupaba mucho más la
posibilidad de un ataque español. La última vez que Marruecos había ocupado Thoura,
los españoles no habían tardado demasiado en recuperarla. Dahamani no tenía
muchas dudas al respecto. Volverían a hacerlo. La única cuestión era si lo harían de
inmediato o se tomarían su tiempo. Y sus mandos seguían sin darle instrucciones al
respecto, a pesar de que desde el lugar donde se encontraba divisaba perfectamente
dos pequeñas patrulleras de la Guardia Civil y otras dos algo más grandes de la
Armada española. La Real Armada marroquí aún no había hecho acto de presencia.

Tetuán, Marruecos.

No pensaba que se fuera a quedar dormido, pero el cansancio y el estrés


acumulado al fin habían doblegado a Alfredo. Tumbado sobre la cama de su habitación
en el hotel Safir. Eran casi las tres de la tarde, hora local, las cinco en España. Había
comido una hamburguesa en el bar del hotel y había subido a la habitación para ver el
telediario español por el Canal Internacional de TVE. No habían dicho nada que él no
supiera ya, pero habían anunciado una comparecencia parlamentaria del presidente
175
del gobierno a las cinco de la tarde, que sería retransmitida en directo. Se despertó
sudando acalorado y nervioso. Otra pesadilla. En el televisor, una toma panorámica
mostraba el hemiciclo de la Carrera de San Jerónimo, mientras un locutor anunciaba
que la comparecencia urgente estaba a punto de comenzar.
Alfredo se levantó y se acercó al minibar para coger algo de beber. Cuando se
sentó de nuevo en la cama el presidente del gobierno había ocupado ya la tribuna de
oradores.
Su discurso fue breve pero muy duro. Explicó de nuevo la versión española de los
acontecimientos de Canarias y Perejil, que Suárez podía repetir ya casi de memoria, y
luego planteó a la cámara la posición del gobierno: España no aceptaría la captura de
la plataforma ni la ocupación de Perejil. Exigió la retirada inmediata de las fuerzas
marroquíes de ambos lugares y dejó muy claro que el gobierno se reservaba el derecho
a recurrir a cualquier medio para restituir la situación anterior. Repitió la expresión
"cualquier medio". Luego anunció la apertura de una investigación oficial de la
Guardia Civil para esclarecer los hechos de la isla del Perejil y exigió del Reino de
Marruecos otra investigación para depurar responsabilidades en el hundimiento de la
Descubierta. Si no se llevaba a cabo, España interpretaría que se trataba de un acto
hostil deliberado. No dijo, porque no era necesario hacerlo, que hundir
deliberadamente un barco de guerra de otro país en aguas internacionales constituye a
todos los efectos un acto de guerra.
El jefe de la oposición subió a la tribuna en cuanto el presidente volvió a su
escaño. A pesar de que hizo hincapié en su deseo de lograr un arreglo pacífico, dejó
muy claro que su grupo parlamentario apoyaría al gobierno en ese difícil trance.
Siguieron varios líderes de grupos minoritarios, que mantuvieron idéntica línea, y sólo
uno de ellos se desmarcó claramente, siendo recibida su alocución con un frío silencio y
algún abucheo aislado.
Suárez siguió los discursos fumando un cigarrillo tras otro mientras la Coca-Cola
quedaba olvidada en la mesilla de noche. Evidentemente la situación era mucho más
grave que la crisis de 2002, muy presente en su memoria porque en cierto modo, había
contribuido a acercarle a su mujer. En aquella ocasión los discursos y comparecencias
de los gobernantes habían sido bastante más moderados. Claro que entonces no había
muerto nadie y ahora las fuerzas armadas españolas acababan de sufrir la mayor
tragedia desde aquel accidente de avión en 2003 donde habían muerto más de sesenta
militares.
A pesar de la dureza del discurso del presidente, Alfredo se dio cuenta de que
España estaba intentando dejar una puerta abierta a una solución pacífica. Pero era
una puerta muy estrecha.

176
Rabat, Marruecos.

Ahí estaba la puerta de salida. El general Munjib, encerrado en su despacho


desde primera hora de la mañana, había seguido el pleno del parlamento español
mientras comía un sándwich sin levantarse de su mesa. Si se retiraban de la plataforma
y de la isla, acusaban al comandante de la Hassan II de actuar por cuenta propia de
forma negligente y cesaban al jefe de estado mayor de la marina, España podría
avenirse a aceptar una solución pacífica. El ministro de defensa marroquí blasfemó en
voz baja. Eso no iba a ser posible sin provocar la caída del gobierno en pleno. Y Dios
sabía que eso abriría una terrible incógnita en la situación política actual. La caída de
dos gobiernos en menos de cinco meses podría desestabilizar completamente el país,
pero, ¿no lo haría también una guerra que no podían ganar?
Cartagena, Murcia.

Sobre la cubierta del submarino S 72 Siroco, de la clase Galerna, los marineros


completaban la maniobra de largar amarras para dejar libre la nave de su atraque en
los muelles de submarinos de la base naval de Cartagena, especialmente diseñados
para acoger sumergibles. Mientras los marineros cobraban los cabos y los estibaban en
sus pañoles, el comandante, desde su puesto en la torre, tomó el micrófono y dio la or-
den de zarpar. La hélice batió el agua a popa del submarino, que comenzó a ciar
lentamente, despegándose del muelle. Un pequeño remolcador, conocido como
"empujador de submarinos", le esperaba a la salida de su amarradero para ayudarle a
dar la vuelta, aproándolo a la bocana de puerto. Liberado ya el submarino a sus
propios medios de propulsión, el capitán de corbeta Luis Martínez, comandante de la
nave, tomó de nuevo el micrófono:
—Avante media, timón a la vía.
Al final de la escala que conducía a la cámara de mando, la tripulación acató la
orden. Poco a poco el submarino fue adquiriendo velocidad, mientras se dirigía a mar
abierto. Eran las siete de la tarde.
El comandante había recibido sus órdenes a media mañana. Al parecer el
ALFLOT las había cursado por su propia iniciativa, claro que por el momento esas
órdenes eran muy inconcretas. Básicamente, dirigirse a la zona de patrulla y luego
esperar y ver. Unas horas antes había zarpado el Mistral rumbo al Atlántico. El viaje
del Siroco sería más corto.
Luis Martínez contempló el paisaje que se le ofrecía. Salvo por algunos
ocasionales vistazos por el periscopio, no volvería a ver la luz del sol en varios días, tal
vez semanas. Y eso es algo a lo que cuesta acostumbrarse, por más que uno sea el
comandante de un submarino. A su izquierda iba quedando atrás el muelle de La
Curra. Allí se encontraba amarrado un patrullero de altura de la Fuerza de Acción
Marítima. Uno de sus hermanos había zarpado la tarde anterior hacia Melilla, pero la P
78 Cazadora no iba a ir a ninguna parte, al menos por el momento. Un ciclo de
177
mantenimiento programado la iba a mantener en puerto por varias semanas. Martínez
había comido con su comandante, buen amigo suyo y compañero de promoción. El
hombre estaba frustrado, pero no había nada que se pudiera hacer al respecto.
Junto a la corbeta, y empequeñeciéndola con su tamaño, se encontraba atracado
un destructor británico, el HMS Edimburgh. En la cubierta de vuelo, un grupo de
marinos ingleses saludaron con sus gorras al paso del submarino español. Martínez
respondió a los británicos agitando el brazo, mientras pensaba qué haría la OTAN a
propósito del lío que se avecinaba, si no ocurría un milagro. Teóricamente, si el
gobierno español así lo solicitaba, tendrían que intervenir, aunque lo cierto era que no
estaba nada seguro al respecto.

Una hora después, y ya en mar abierto, el comandante Martínez recibió el


informe que esperaba. La sonda indicaba que ya había fondo suficiente para hacer
inmersión.
—Preparen el submarino para inmersión —ordenó.
Cuando los distintos servicios de la nave informaron que todo estaba en orden,
indicó a los tripulantes que compartían con él el estrecho puente de mando abierto de
la torre que bajaran. Él sería el último en hacerlo, después de respirar el húmedo aire
del mar por última vez. Cuando bajó, aseguró la escotilla exterior y siguió su camino
hasta la cámara de mando. Un contramaestre cerró la escotilla interior. El submarino
estaba ya en condición estanca y se podía iniciar la maniobra de inmersión.
—Sonar, informe —dijo en voz alta.
—No hay contactos mi comandante. Profundidad bajo la quilla ciento cincuenta
metros.
—De acuerdo. Inmersión para cincuenta metros. Poner rumbo al uno seis cero,
avante dos tercios.
Mientras se escuchaban los silbidos del agua al inundar los tanques de lastre, el
comandante se dirigió al periscopio de observación y pulsó el botón que lo elevaba.
Luego aplicó el ojo a la óptica y reguló las lentes para observar cómo la proa quedaba
sumergida bajo el agua. Pronto el propio periscopio quedó bajo el agua. Martínez lo
bajó y se sentó en su butaca giratoria, manteniendo la vista en los instrumentos de
inmersión. Sumergirse siempre era excitante, aunque no tanto como en las películas.
No pudo evitar una sonrisa recordando la escena repetida en todas las películas de
submarinos: el comandante, siempre un poco chiflado, que ordena una inmersión de
prueba al principio de la película, el segundo comandante que le mira pensando "ya
está este otra vez", y ese marinero novato, mirando al techo con un nudo en la garganta
mientras un viejo contramaestre le explica lo que pasaría si sobrepasaran la
profundidad de aplastamiento. Todos los veteranos miran al novato con una sonrisa de
suficiencia, hasta que la aguja del indicador de profundidad sale de la zona amarilla
para entrar en la roja. Ahora todo el mundo suda, el segundo traga saliva y el
178
comandante sonríe con mirada de psicópata. Sólo cuando la aguja sobrepasa la zona
roja para entrar en la zona no marcada de la escala, cuando toda la tripulación está a
punto de mearse en los pantalones, el comandante bosteza, aburrido, y dice:
"¡superficie!".
—Profundidad cincuenta metros, mi comandante, nivelando.
La voz del oficial de inmersión sacó a Martínez de su ensimismamiento.
Se puso en pie y se acercó al puesto del timonel.
—Muy bien, mantenga rumbo y profundidad.
Luego se dirigió a la mesa de "plotting", una superficie colocada en medio de la
cámara de control donde se colocaban las cartas de navegación para hacer en ellas las
oportunas anotaciones. La carta mostraba su zona de patrulla, un rectángulo limitado
al sur por la costa marroquí entre Melilla y Ceuta y al norte por una línea paralela a la
primera trazada desde el estrecho de Gibraltar hasta la isla de Alborán. El centro
aproximado del rectángulo se encontraba frente a la ciudad de Alhucemas, o
Al-Hoceima, principal base naval marroquí en el Mediterráneo. Allí se encontraba,
según el servicio de inteligencia, la corbeta Errhamani. Su misión sería la misma que
había desempeñado el S 74 Tramontana en la crisis de 2002. Controlar al buque
marroquí.

Tetuán, Marruecos.

El móvil de Alfredo Suárez sonó en la mesilla de noche de la habitación,


provocándole un sobresalto y obligando al médico a salir de la bañera desnudo y
empapado. Corrió hacia el teléfono chapoteando en la moqueta, rezando para que no
se cortara la llamada. Era Mohamed Hammadi.
Media hora después estaba de nuevo en casa del marroquí, que parecía
visiblemente más animado que unas horas antes.
—Doctor Suárez, creo que puedo darle buenas noticias. Uno de los pocos amigos
que conservo pertenece a las fuerzas armadas. Le he llamado y me ha dicho que está
previsto desembarcar a todos los civiles que hay en la plataforma esta misma noche,
mañana a más tardar. Seguramente los transportarán a Casablanca en barco.
Alfredo sintió un enorme alivio. Su pesadilla estaba a punto de terminar.
—Muchas gracias, señor Hammadi, muchísimas gracias.
—En realidad no he hecho nada, amigo mío. La decisión ya estaba tomada por el
gobierno desde el principio. Se estaba retrasando por motivos técnicos nada más. En
realidad yo me siento casi tan aliviado como usted, porque espero que esto contribuya a
reducir la tensión entre nuestros países.
—Ojalá sea así. Nadie quiere que esto vaya a más.

179
Hammadi recuperó su expresión sombría. Pareció meditar mientras servía el
omnipresente té para ambos. Por fin habló.
—No esté tan seguro de eso, doctor. En realidad me temo que sí hay personas
interesadas en que estalle una guerra. No hablo de su gobierno ni del mío, sino de gente
que desea una guerra para aumentar el descontento del pueblo. Si estalla un conflicto y
Marruecos pierde, algunos intentarán, sin duda, aprovechar las circunstancias para
provocar inestabilidad. Quién sabe si incluso una revolución.
Suárez no era demasiado proclive a creer en conspiraciones, pero lo que decía su
anfitrión, que por otra parte debía saber bien de lo que hablaba, parecía una
posibilidad real. Si la gente perdía la confianza en el Rey y en el Gobierno, los
integristas podrían intentar arrimar el ascua a su sardina. Y eso no sería bueno para
nadie. Desde luego no sería bueno para España.
—¿Se refiere a una república islámica, como en Irán? —preguntó.
—Me refiero a una tiranía que utilizaría el Islam como una excusa para acaparar
el poder y sojuzgar al pueblo, doctor. Una nación que siguiera los auténticos principios
coránicos sería una tierra de paz y libertad. Eso es lo que no comprenden en Occidente.
Ni desgraciadamente tampoco comprenden muchos musulmanes. Por eso abandoné la
política. Por eso me abandonaron a mí mis seguidores. Yo no les prometía el poder
absoluto, porque ese poder sólo le pertenece a Dios, no a los hombres.
Alfredo empezaba a comprender. El viejo era un idealista. Y los programas
idealistas nunca triunfan, porque la condición humana es igual en todas partes.
—¿Y cree usted que es probable que eso llegue a ocurrir?
—Sólo esperan una excusa. Lo sé muy bien. Mi hijo es uno de ellos.

Una hora después, tras despedirse del viejo, que había prometido llamarle si
averiguaba algo más sobre Nadia, Suárez se encontraba en su habitación del hotel.
Había vuelto a hacer el escaso equipaje y consultaba el mapa de carreteras para
planear su viaje a Casablanca mientras cenaba algo.
Unos golpes en la puerta le sobresaltaron. No esperaba visitas, naturalmente,
pero de todos modos abrió sin pensarlo demasiado.
—¿Es usted don Alfredo Suárez? —preguntó el joven que esperaba en el pasillo.
—¿Y usted quién es?
—Me llamo Carlos Cuenca, señor Suárez. Necesito hablar con usted.
El tal Cuenca sacó una tarjeta de identificación de la cartera y se la dio a Alfredo.
El médico la miró sorprendido. Las siglas CNI, del Centro Nacional de Inteligencia,
más que tranquilizarle le pusieron en guardia. Puede que en las películas los agentes de
la CIA se pasaran el día entrando en habitaciones de hotel de países exóticos. Pero ni
aquello era una película, ni el CNI era la CIA.
—¿Qué quiere de mí?

180
—Señor Suárez, realmente necesito hablar con usted. Pero no en el pasillo. Si eso
le ayuda a confiar en mí le diré que sé dónde está Nadia.
Alfredo se apartó de la puerta, sorprendido, y le dejó pasar, de nuevo sumido en
una sensación de irrealidad que ya se estaba convirtiendo en un sentimiento familiar
para él. Una vez dentro, el agente se sentó sin pedir permiso, y Suárez hizo otro tanto.
—Mire usted, Alfredo, no hay ningún misterio en el hecho de que yo esté aquí.
Sabíamos de su viaje desde anteayer. El comisario Cerezo, de Ceuta, nos avisó y nos
pidió que cuidáramos de usted. El hombre estaba bastante preocupado. Al principio no
le dimos demasiada impor- tanda, pero cuando confirmamos que había ido a visitar a
Hammadi esta mañana, y sobre todo cuando volvió a verle hace un rato, empezamos a
pensar que podía usted haber averiguado algo interesante. Comprenda que con el lío
que se ha formado, lo que piense un sujeto como Hammadi nos interesa bastante.
Suárez se relajó un poco. Lo que decía su interlocutor tenía sentido, aunque le
seguía extrañando tanta eficiencia por parte del servicio de inteligencia español. Y así
lo dijo, con cierto candor por su parte.
—Bueno, al fin y al cabo nos pagan para esto —dijo el agente con buen humor—.
Mire, yo vivo en Tetuán. Supuestamente trabajo para una empresa que no viene al caso
y, en general, procuro no meterme en líos. Pero en Madrid necesitan información, y me
ha parecido que usted puede ser una fuente bastante fiable. Siempre que esté dispuesto
a colaborar, claro.
Alfredo se levantó y se dirigió al minibar. Sacó una coca—cola y le ofreció otra a
Cuenca, que la aceptó. Mientras las abría, decidió que en realidad no tenía nada que
perder contando lo que sabía. El supuesto agente del CNI parecía sincero y sabía
bastante de sus motivos para estar en Tetuán como para ser un ladrón o un estafador.
Una vez sentado, encendió un cigarrillo y empezó a contar su historia

Océano Atlántico.

Ya era noche cerrada cuando Nadia llamó a la puerta del despacho del teniente
Hannach. Durante toda la tarde había estado esperando el barco que los iba a sacar de
la plataforma, mientras su humor se iba deteriorando progresivamente. Hannach se
había hecho el encontradizo en varias ocasiones a lo largo del día, charlando con ella de
temas intranscendentes, tranquilizándola respecto al barco que los iba a evacuar y, en
general, tratando de ligar con ella de forma tan torpe como tierna. Nadia, que no dejaba
de lado su profesión ni por un momento, había ido obteniendo bastante información
sobre la Infantería de Marina marroquí en general y el pelotón que ocupaba la
plataforma en particular. Ya que no le quedaba más remedio que estar allí, al menos iba
a aprovechar el tiempo y obtener buen material para un artículo. Si en su periódico no
se lo publicaban, seguro que en El País o en El Mundo se lo pagarían bien. Incluso

181
había podido sacar varias fotos con su cámara digital, no sin antes prometer al teniente
que no las publicaría hasta que terminara la crisis. Aparentemente Hannach no era
consciente de que la información que le estaba proporcionando a la periodista podría
ser sumamente sensible si caía en manos españolas. Claro que no sabía, porque nadie
se lo había dicho, que Nadia estaba casada con un español. De hecho, ni siquiera sabía
que estaba casada.
—Adelante señorita Hachmi, pase, por favor. Y siéntese —dijo Hannach con una
sonrisa.
—Teniente, por favor, llámeme Nadia. ¿Sabemos algo del barco?
—Acabo de hablar con Casablanca, seño... Nadia. El barco está muy cerca de
aquí, pero desgraciadamente no podremos hacer el trasbordo hasta el amanecer. Es un
barco grande y no se puede acercar demasiado a la plataforma, de modo que habrá que
cruzar en embarcaciones auxiliares. De día será más seguro.
Nadia dejó traslucir su decepción en la expresión de su cara. Una noche más allí.
Y ni siquiera tenía ropa limpia que ponerse. Hannach parecía desolado.
—Nadia, le prometo que mañana a estas horas estará usted en Casablanca. Yo
mismo espero poder estar allí muy pronto también. Quizá... —vaciló—, quizá podamos
vernos dentro de unos días.
Nadia sonrió. Hubiera querido sacar al teniente de su error y no hacerle sufrir
más. Podía parecer un poco cruel, pero no lo hizo. Ya habría tiempo para las
explicaciones y de momento era preferible mantenerle ilusionado. Sólo por si acaso.

Madrid.

La luz de la oficina de Juan Carlos Talavera seguía encendida a las once de la


noche. El analista y su equipo habían trabajado a destajo durante todo el día, a medida
que nuevos informes de inteligencia de diversas fuentes se iban acumulando sobre sus
mesas, a la espera de su valoración. La misión de Talavera era integrar aquello en un
todo coherente, lo que implicaba trabajar con informes de diferente procedencia y muy
distinto grado de fiabilidad.
Los informes de inteligencia electrónica y de señales, conocida como
ELINT/SIGINT, procedente de las transmisiones y comunicaciones militares
marroquíes, interceptadas por los aviones del 408 Escuadrón del Ejército del Aire y
algunos buques de la Armada, eran muy engorrosos de estudiar por su alto nivel
técnico, pero se trataba de datos objetivos, de interés sobre todo militar, que caían
fuera de sus estrictas competencias. La mayor parte del análisis de esos datos la hacían
los propios militares. También había recibido algunas fotografías procedentes del
satélite Helios I que mostraban la zona de la plataforma petrolífera en disputa. Una vez

182
estudiadas por los técnicos en el centro de Maspalo- mas, las fotos apenas habían
aportado nada de interés. Eso sí, harían muy buen efecto en su informe final.
Mucho más complicado era el análisis de la inteligencia de procedencia humana,
o HUMINT. El CNI había creado, desde hacía muchos años, cuando aún se llamaba
CESID, una tupida red de agentes e informantes en casi todos los estratos del poder
marroquí. Según avanzaba el día, muchos de ellos se habían puesto en contacto con sus
controladores, que solían ser oficiales de inteligencia españoles destinados en Marrue-
cos, muchas veces bajo identidades supuestas, para contarles lo que habían averiguado
en sus ámbitos de influencia. Como muchos de esos informantes proporcionaban datos
a cambio de dinero, siempre existía el peligro de que intentasen vender información
falsa, por lo que había que tomar sus informes con la necesaria cautela para separar el
grano de la paja.
Después de dieciséis horas trabajando en todo aquel montón de papel, Talavera
llegó a la conclusión de que no sabían prácticamente nada. El informe más valioso de
los recibidos procedía de un informante conocido en La Casa como "Jilguero". Se
trataba de un comandante del ejército marroquí destinado en el Ministerio de Defensa
alauí. El hombre tenía siete hijos quq alimentar y la tentación de un sobresueldo había
sido demasiado fuerte para resistirse. Hacía años que informaba de los chismes del
ministerio a un oficial del CNI destinado en la embajada de Rabat como ayudante del
agregado cultural. Por supuesto que su trabajo tenía poco que ver con la cultura.
Jilguero había informado a su controlador, de que la operación de captura de la
plataforma petrolífera se había planteado exactamente según lo dicho por la versión
oficial marroquí. Aparentemente Marrue- eos no estaba mintiendo en ese aspecto.
Además le había dicho que el general Munjib, ministro de defensa, no sólo no había
estado de acuerdo con la operación, sino que había montado un escándalo de cuidado
al enterarse del combate naval que se había producido. De lo que había ocurrido en
Perejil, Jilguero no sabía nada.
El resto de los informes no contradecían lo que ya sabían, pero tampoco
aportaban nada nuevo. Desde el punto de vista político el silencio era sepulcral, como
atestiguaban algunos agentes introducidos en los principales partidos marroquíes. El
asunto se había llevado desde el gobierno en la mayor discreción. Los únicos partidos
que el CNI no había logrado infiltrar en grado suficiente eran los de corte islámico, más
o menos integrista. Precisamente aquellos cuya reacción ante una crisis era más
importante conocer.
Cuando Talavera estaba a punto de irse a dormir un poco, un aviso de correo
electrónico nuevo en su ordenador le llamó la atención. La clave del remitente indicaba
que se trataba de Carlos Cuenca, un oficial que trabajaba en Tetuán, bajo la tapadera
de una agencia de viajes. El correo, que llegó a su pantalla tras ser descifrado en el
departamento correspondiente, le dejó pegado a la pantalla. Cuenca parecía haber
encontrado una fuente muy interesante.
183
Rabat, Marruecos.

Driss Abdelar y Achmed Abdelkader estaban sentados en el estudio del ministro


de exteriores. El primer ministro seguía acudiendo con frecuencia a cenar a casa de
Abdelkader, en busca de consejo y apoyo por parte del veterano diplomático, que le
había ayudado a alcanzar la jefatura del gobierno.
Abdelar estaba más preocupado de lo que hubiera querido reconocer, sobre todo
después de la tensa entrevista que había mantenido horas antes con el Rey. Su
Majestad no estaba nada satisfecho con la evolución de los acontecimientos y eso era
más que suficiente para poner nervioso al primer ministro de Marruecos. Las cosas no
parecían estar saliendo según lo planeado y la actitud de abierto enfrentamiento del
ministro de defensa no contribuía a tranquilizarle. Y Abdelar no había ido a visitar a su
mentor para ocultarle su estado de ánimo.
—Ese hijo de perra me va a volver loco —dijo—. No comprendo cómo pudimos
elegirle para el puesto, ni entiendo porqué lo aceptó.
—Supongo que pareció una buena elección en su momento, Driss, pero no
ganamos nada con lamentarnos ahora. Cuando todo esto pase habrá que buscarle un
digno retiro, pero por el momento no cabe sino aguantar. Por otro lado, las cosas no
van tan mal, amigo. Ojalá la Marina no hubiera hundido ese barco español, pero ten en
cuenta que nuestros marinos actuaron en legítima defensa y eso puede poner a mucha
gente influyente de nuestro lado.
El ministro de exteriores se levantó de su butaca y recogió una carpeta de una de
las estanterías de la biblioteca. La abrió y pasó su contenido, un par de folios
mecanografiados, al primer ministro. Mientras éste los leía, Abdelkader abrió un
pequeño secreter cerrado con llave y sacó una botella de coñac. No solía beber, al fin y
al cabo era creyente, pero su educación francesa había dejado algunas huellas en su
refinado carácter y una copa a tiempo, podía ayudar a un hombre estresado a relajarse.
Mientras se servía, Abdelar terminó de leer y le miró. Aunque intentó evitarlo,
un leve gesto de desaprobación asomó a su cara. El ministro de exteriores sonrió
mientras miraba a contraluz los reflejos del licor.

—Esa cara que pones, mon ami, ¿se debe al coñac o a lo que has leído?
—Vamos, Achmed, no somos niños. Sabes que no bebo, pero no te juzgo por
hacerlo. Hay cosas más importantes.
Dio unos golpecitos en los papeles que aún tenía en las manos.
—¿Lo creerán?
—Es la verdad. Lo que has leído es la trascripción de las comunicaciones de radio
de la patrullera El Karib con el barco español. Creo que está claro que ellos dispararon
primero, ¿no te parece?
El documento era auténtico. Sólo se había retocado un poco el estilo para hacerlo
más legible, pero no se había alterado la secuencia de los hechos. El buque español
184
había abierto fuego en primer lugar. El final del documento tenía un ritmo casi
dramático, con los desesperados llamamientos al alto el fuego del comandante
marroquí que sólo habían recibido el silencio de radio por respuesta. Entre las líneas de
la conversación se habían intercalado anotaciones en cursiva que señalaban los
momentos en que los proyectiles españoles habían caído cada vez más cerca del El
Karib, haciendo por fin blanco en dos ocasiones. Faltaba sólo un detalle, pero si el
primer ministro no preguntaba, Abdelkader no tenía intención de hablar de las ráfagas
de ametralladora que habían herido de muerte al comandante de la Descubierta.
—Mañana este documento será noticia de portada en los principales periódicos
de Francia y Gran Bretaña. Seguramente se publicará también en los Estados Unidos y
en el resto de Europa. Es casi seguro que uno de los periódicos más importantes de
España lo publicará también en primera página. Un amigo está trabajando en eso. La
opinión pública mundial, y también buena parte de los españoles, mirarán la crisis con
otros ojos después de leer esto.
—¿Y respecto a Thoura? —preguntó Driss Abdelar.
—Creo que debemos esperar un par de días más. Si España da muestras de
querer negociar una salida, que lo hará, anunciaremos la retirada de la Gendarmería,
aduciendo el fin de la investigación de campo, y exigiremos que España respete el statu
quo. Será otro punto diplomático a nuestro favor y un problema menos de que
preocuparse.
Abdelar se despidió de su anfitrión después de un rato más de charla. Cuando se
sentó en su coche oficial, el primer ministro estaba mucho más tranquilo. Abdelkader
era realmente capaz de infundirle confianza.

Rabassa, Alicante.

Era casi medianoche. El capitán Inhiesta volvía de una práctica de tiro nocturno
con su equipo del GOE III. Inhiesta estaba nervioso, no por el resultado del ejercicio,
que había sido, como siempre, casi perfecto, sino por la falta de noticias.
El Grupo de Operaciones Especiales Valencia III llevaba acuartelado desde
primera hora de la mañana del día nueve, y, aunque Inhiesta no había participado en
la operación Cantada, en julio de 2002, estaba convencido de que si había que tomar
de nuevo Perejil, su equipo sería seleccionado. Al fin y al cabo sus puntuaciones en las
diferentes especialidades eran sistemáticamente, las mejores del grupo.
Pero tendría que esperar. Esa noche volvería a estudiar la orografía de la isla y
las mejores rutas para moverse por ella. También tendría que encontrar un ratito para
dormir, pensó.

185
ii de septiembre

Océano Atlántico.

No resultó un amanecer particularmente hermoso. La calima de la mañana


apenas dejaba ver otra cosa que un disco de color blanco sucio donde debería
encontrarse un sol radiante. A pesar de todo, Nadia contempló el espectáculo, por falta
de otra cosa que hacer mientras la tripulación de la Canarias I iba siendo transbordada
al barco que los habría de evacuar.
Nadia subió a bordo de la lancha en el último viaje. El teniente Hannach la había
acompañado personalmente, hasta el pantalán abati- ble para embarcaciones situado
al pie de uno de los enormes pilares de la plataforma petrolífera. No hacía falta mucha
imaginación para darse cuenta de que no le apetecía nada dejarla marchar, aunque en
el fondo se sintiera aliviado de que por fin, se fuera la perturbadora periodista. La joven
le había dejado su número de teléfono móvil, el que utilizaba cuando estaba en
Marruecos y él lo había guardado cuidadosamente en su cartera, prometiéndole que la
llamaría en cuanto hubiese concluido su misión. Nadia sabía que lo haría y pensaba
contestar, aunque con intenciones bien diferentes de las que esperaba el pobre
teniente. Si tenía suerte, una entrevista a Hannach una vez fuera del ambiente cerrado
de la plataforma sería muchísimo más fructífera. También pensaba escribir un artículo
realmente bueno sobre la ocupación de la explotación petrolífera. En realidad había
estado a punto de pedir a Hannach que le permitiera quedarse a bordo. Si España
llegaba a intentar recuperar las instalaciones por la fuerza, ella estaría en primera línea
para contar lo que ocurriera. Pero esa idea no le había durado mucho. Adoraba su tra-
bajo, pero amaba a su marido, y también a su hijo, aunque apenas midiese unos
centímetros y sólo le hubiese visto a través de la pantalla en blanco y negro de un
ecógrafo. Si llegara a quedarse, a Alfredo le daría un ataque al corazón. No, no podía
hacerle eso.
Sumida en sus pensamientos, se dio cuenta de repente de que ya estaban
llegando al barco que los llevaría a tierra firme. Era un barco feísimo, pensó. Un barco
de guerra, sin duda, a juzgar por el color gris plomizo del casco, pero con unas extrañas
protuberancias en la parte delantera, a modo de cuernos, que le parecieron grúas.
Se trataba del Sidi Mohamed Ben Abdallah, de ocho mil quinientas toneladas de
desplazamiento, el buque más grande de la Marina Real de Marruecos. Era un navio de
origen norteamericano, un anfibio de tipo LST dado de baja de la US Navy y cedido a
Marruecos. A bordo, hallarían acomodo más que suficiente los cerca de doscientos
trabajadores de la plataforma petrolífera Canarias I, que por el momento se habían
concentrado en la cubierta de popa del barco mirando con no disimulado mal humor,
hacia las instalaciones que habían constituido su hogar durante los últimos dos o tres
meses. Poco a poco, de forma casi imperceptible al principio, el tamaño de la enorme
186
plataforma fue menguando. Pronto dejaron de verla, mientras el buque marroquí
navegaba hacia al norte escoltado por la fragata Mohamed V, gemela de la Hassan II.

Las Palmas de Gran Canaria.

Jesús Valcárcel se despertó pasadas las ocho de la mañana. Sentía la cabeza


pesada por el Tranxilium que le habían recetado en el hospital, al darle el alta la tarde
anterior. Al principio se había negado a tomar tranquilizantes, pero pronto había
comprendido que le resultaría imposible dormir sin ayuda. Su mente se negaba a dejar
de rememorar la explosión y el rápido hundimiento de su barco. Al principio había
pensado que se trataba de un torpedo, pero Marruecos no tenía submarinos, de modo
que tenía que haber sido un misil.
Torpedo o misil, en realidad no importaba una mierda. La Descubierta estaba en
el fondo del Atlántico, partida en dos. Con ella se había perdido la mayor parte de la
dotación, empezando por José Luis Herrero. Valcárcel sintió un nudo en la garganta al
pensarlo. José Luis no sólo había sido su comandante, sino uno de sus mejores amigos,
desde los tiempos de la Escuela Naval de Marín. Los últimos meses, a bordo de la
Descubierta, habían sido estupendos, hasta que aquel hijo de puta les había jodido sin
que nadie tuviera todavía demasiado claro porqué. Y ni siquiera se había podido
organizar un funeral decente. Técnicamente todavía se consideraba "desaparecidos" a
los tripulantes perdidos con el buque y pasarían semanas hasta que se les diera por
muertos, aunque Valcárcel no abrigaba ninguna esperanza respecto a que apareciera
nadie más.
Con las mandíbulas todavía apretadas por la cólera, Valcárcel se duchó y se
afeitó. Luego se preparó el desayuno. A las diez tenía que presentarse en el despacho
del almirante Ojanguren para un segundo informe oral, más detallado que su primera
declaración, efectuada en el hospital. Después tendría que hacer un informe escrito
completo, pero le habían dicho que eso podía esperar un par de días.
Mientras desayunaba, puso la televisión para ver las noticias de la mañana. El
informativo ya había empezado, pero lo que oyó le dejó estupefacto.
El rotativo francés Le Monde había ofrecido a sus lectores la trascripción del
diálogo de radio mantenido tres noches antes entre los patrulleros Descubierta y El
Karib. El telediario reproducía fragmentos del intercambio de mensajes. Valcárcel se
sintió extraño, oyendo, leída por el locutor, la conversación de la que había sido testigo
directo. Pero había una parte que no había oído en el puente de la Descubierta. Era la
parte en la que el comandante marroquí pedía al buque español que detuviera el fuego.

187
Madrid.

El presidente del Gobierno se levantó de la mesa y dejó la servilleta sobre el


mantel. Aunque solía tener buen apetito y la comida había estado realmente buena,
apenas había probado bocado. Igual que el ministro de exteriores, que había comido,
era un decir, con él. Dejaron a sus esposas en el comedor y pidieron que les llevaran el
café al despacho. Lo tomarían junto al teléfono, aunque sabían que la llamada
necesariamente tardaría en llegar.
Tampoco tenían mucho más que hacer en ese momento. Al fin y al cabo era
domingo por la tarde, y los domingos, incluso en mitad de una crisis internacional,
implican cierta ralentización en la mayor parte de las actividades cotidianas.
A seis husos horarios de distancia, el embajador español ante la Casa Blanca
tenía que desayunar con la secretaria de estado de los Estados Unidos. Y era un
desayuno muy importante. A pesar de las históricas relaciones entre los dos países,
Marruecos era siempre una piedra en el zapato, dados los continuos esfuerzos
norteamericanos para mantener la amistad, interesada pero amistad al fin y al cabo,
con cualquier país musulmán que no hubiera declarado públicamente su interés en ver
muertos a cuantos más perros americanos mejor.

Washington D.C.

El embajador español en Washington contempló desde su coche oficial el


espectáculo de las calles de la ciudad engalanada con cientos, quizá miles, de banderas
norteamericanas. Era el aniversario del Día de Infamia y los Estados Unidos de
América se preparaban para conmemorarlo. La secretaria de estado tendría un día
muy ocupado, pero había accedido a desayunar con él en su residencia privada antes
de sumergirse en la vorágine que le esperaba. Indirectamente eso le permitía al em-
bajador hacerse una idea del grado de preocupación que manifestaba la
administración americana al respecto de los sucesos de Perejil y Canarias. Y eso le hizo
sentirse a su vez más preocupado.

La casa era magnífica, y el jardín donde la secretaria de estado recibió al


embajador no lo era menos. El césped era perfecto, y los árboles que salpicaban aquí y
allá el terreno parecían salidos de un cuento. A medio camino entre la casa y la piscina,
sentada junto a una sencilla mesa de teca, la secretaria esperaba al embajador leyendo
el periódico. Se trataba de un encuentro informal, y eso, para los norteamericanos,
significaba ropa cómoda y ambiente distendido. O al menos esa era la impresión que
procuraban dar, por serio que fuese el problema.
Cuando el diplomático español llegó junto a la mesa, su anfitriona se levantó
para estrechar su mano y saludarle efusivamente. Se conocían desde hacía bastante
188
tiempo y se habían reunido en varias ocasiones para tratar temas diversos. Pero, a
pesar de la cordialidad de la alta funcio- nana, durante los últimos años, la sintonía
entre los gobiernos español y norteamericano había sido manifiestamente mejorable, y
aquella mañana las cosas no serían sencillas. El tema que tenían que tratar era extre-
madamente espinoso y ambos lo sabían, pero eso no impidió que los primeros minutos
de la conversación se dedicaran a intercambiar información sobre sus respectivas
familias, incluso algún comentario sobre deportes antes de entrar en materia. El
embajador no sólo hablaba inglés como un nativo, como un nativo de Inglaterra, por
cierto, sino que se había aficionado a las vicisitudes del béisbol y de la NBA, lo cual
facilitaba bastante las cosas en ese peculiar plano de la relación diplomática.
Pero una vez que las trivialidades languidecieron, la secretaria de estado abordó
el problema de forma directa.
—Ha vuelto a empezar, ¿verdad?
—Esta vez es mucho peor, señora secretaria.
La titular americana de exteriores lo sabía perfectamente. Muy poca gente, y eso
incluía a bastantes miembros de los anteriores gobiernos español y marroquí, sabía lo
cerca que habían estado España y Marruecos de llegar a una confrontación abierta el
verano de 2002. En aquella ocasión, el antiguo secretario de estado había aplicado
mucha presión sobre el gobierno de Marruecos para lograr una salida pacífica. Había
descrito las intensas negociaciones telefónicas a ambos lados del estrecho de Gibraltar
como un triunfo de la diplomacia norteamericana, pero también como un ejercicio
diplomático extenuante, y la actual canciller no sentía ningún deseo de repetirlo.
—Esto que he estado leyendo, ¿es verdad? —dijo poniendo la mano sobre el
ejemplar del Washington Post que había quedado abierto sobre la mesa. El periódico
reproducía exactamente, el artículo publicado por Le Monde horas antes en París.
Durante el contencioso de 2002, los medios internacionales habían tardado bastante
tiempo en dar importancia a lo sucedido, sin abandonar en ningún momento cierto
tono sarcástico sobre el conflicto que a todo el mundo menos a los implicados había
parecido banal. Sin embargo, en las presentes circunstancias, la crisis había recibido
una atención mediática de primer orden. El periódico capitalino no había sido una
excepción y dedicaba buena parte de su edición dominical al asunto.
El embajador se tomó su tiempo antes de responder a la pregunta. Hacía cuatro
horas que le habían sacado de la cama para mostrarle el artículo y la trascripción de los
mensajes de radio. Después de leerlo se había pasado casi una hora al teléfono,
hablando con el ministro de exteriores sobre lo que debería responder a la inevitable
pregunta.
—A juzgar por lo que sabemos hasta este momento, la mayor parte de esa
trascripción se corresponde con la realidad. Usted ya conoce las circunstancias en que
el buque de nuestra Armada se enfrentó con el patrullero marroquí. Sin embargo, el
segundo comandante, creo que ustedes le llaman oficial ejecutivo, de la Descubierta
189
niega que los marroquíes pidieran un alto el fuego. De hecho esta mañana se ha
reafirmado en su declaración de que los disparos españoles fueron de aviso, según los
usos navales habituales, y fueron los marroquíes los que respondieron con fuego real,
hiriendo gravemente al comandante del buque. El resto, bueno, es conocido.
—¿Se puede confirmar independientemente la versión del oficial ejecutivo?
—Me temo que no, señora secretaria. El almirante de Canarias respalda esa
versión y tenemos las grabaciones de las comunicaciones del segundo comandante con
el propio almirante, pero es imposible confirmar la versión española más allá de las
declaraciones de los supervivientes. Si a bordo de la Descubierta alguien grabó la
conversación con el marroquí, la grabación se ha perdido para siempre con el barco.
La secretaria de estado chasqueó la lengua. Lo que tenían delante no era un buen
caso para un jurado, pensó, aplicando esa mentalidad legalista tan consustancial a los
Estados Unidos como los perritos calientes y las cheerleaders.
Un jodido asunto.

Madrid.

El presidente del Gobierno acompañó al ministro de exteriores hasta la puerta


principal, donde le esperaba su coche oficial. Eran las siete de la tarde, pero el día
estaba muy lejos de terminar.
El embajador en Washington había llamado a Madrid nada más llegar a la
embajada, en el 2375 de Pennsylvania Avenue, donde disponía de una línea segura.
Tanto el presidente como el ministro, habían escuchado su detallado informe sin
apenas interrumpir. En realidad el embajador apenas había dejado ningún cabo suelto
al transmitir a su Gobierno la que sería la posición oficial, y oficiosa, de los Estados
Unidos de América.
El presidente no pudo evitar gruñir por lo bajo mientras volvía a su despacho
recordando las palabras del embajador: "Los Estados Unidos no pueden adoptar una
posición de público apoyo a la posición española". Intelectualmente lo comprendía,
sobre todo después de varios años de desencuentros que sólo últimamente parecían
estar dando paso a un tímido deshielo, pero emocionalmente era difícil de tragar.
La explicación oficial era la esperable: "Marruecos es un país amigo y un firme
aliado de América". Ya. Y también uno de los pocos países musulmanes que se seguían
manteniendo contra viento y marea a salvo del integrismo, aunque fuese a costa de
perpetuar un régimen político que sólo siendo muy ingenuo o muy voluntarioso se
podía considerar una democracia. Eso sin contar con el pequeño detalle de que el
Reino Alauí había concedido licencias de explotación petrolífera en su vertiente
atlántica a varias empresas de capital norteamericano. Empresas muy poderosas que

190
contribuían religiosamente a las campañas electorales de ambos partidos en los
Estados Unidos.
Pero no todo habían sido malas noticias. Al menos la secretaria de estado había
precisado, extraoficialmente, por supuesto, que América no interferiría con cualquier
decisión que tomase el Gobierno español. También se había ofrecido a mediar ante
Marruecos, y esa era una oferta que no iba a rechazar el presidente del Gobierno. Unos
años antes la mediación americana había sido muy efectiva y el anterior secretario de
estado había ocupado una posición central en la resolución del conflicto.
El presidente, sentado ya en su escritorio, sacó un folio en blanco y un bolígrafo y
empezó a bosquejar una especie de diagrama. Tenía la costumbre, aprendida hacía
muchos años, de enfrentarse a los problemas ayudándose de esos diagramas. Dibujaba
bloques rectangulares, rombos, círculos, y en su interior escribía los componentes del
problema. Luego los relacionaba con flechas entrecruzadas y hacía anotaciones al
margen. Probablemente era una tontería, pensaba, pero le ayudaba a mantenerse
concentrado.
El dibujo mostraba a España y a Marruecos como dos grandes bloques
cuadrados, entre los cuales había tres círculos pequeños. En su interior había escrito
"Plataforma", "Perejil" y "Descubierta", los tres problemas a resolver. Detrás de
España, dos cuadrados pequeños representaban a la Unión Europea y a la OTAN.
Ambas organizaciones habían mostrado un vago apoyo a España, no diferente del
mostrado tres años antes. Sí, respaldaban la postura española, pero nadie mostraba el
menor interés en presionar seriamente a Marruecos para que diera marcha atrás. Y
España no podía presionarles para lograr un mayor compromiso, bajo riesgo de
provocar serias divisiones en ambos organismos. No era muy diferente de lo que le
había ocurrido a Estados Unidos con la OTAN en la última guerra de Irak.
El último rectángulo dibujado por el presidente era el más grande de todos. Lo
colocó en la parte alta de la hoja, entre Marruecos y España. Dentro del rectángulo
escribió con grandes letras, no exentas de cierta irritación: "U.S.A."

Rabat, Marruecos.

—Señor embajador, estoy en condiciones de garantizar a su Gobierno que el


Reino de Marruecos no desea en modo alguno resolver esta crisis por otros medios que
no sean los diplomáticos. La documentación presentada en Washington por nuestro
embajador demuestra, de manera objetiva, que sólo la actitud hostil de España ha
conducido a la situación actual. Y sólo un cambio de actitud de España podrá
reconducir el lamentable cariz que han tomado los acontecimientos.
El embajador norteamericano conocía bien a Achmed Abdelkader. De hecho le
apreciaba personalmente y no se sentía demasiado inclinado a presionarle. Pero las

191
órdenes de la secretaria de estado habían sido tajantes. Los Estados Unidos no
deseaban una guerra entre España y Marruecos. Su misión era transmitir esa idea al
ministro marroquí, pero el veterano diplomático no estaba dispuesto a dar su brazo a
torcer. Marruecos tampoco quería una guerra, pero su Gobierno no estaba dispuesto a
tolerar más humillaciones de España. Era así de simple.
—Escúcheme, Achmed, por favor —dijo el embajador—, tiene que comprender la
situación. Han hundido ustedes un barco de guerra español en aguas internacionales,
han ocupado una plataforma petrolífera española y además han desplegado tropas en
esa... islita del estrecho. Tienen un acuerdo con España sobre esa isla. Si no somos
capaces de buscar una solución, España va a actuar militarmente. Mi país también lo
haría. Y el suyo. No lo pueden dejar así.
—Respecto a la isla de Thoura, han sido los españoles quienes la ocuparon
primero, matando además a unos niños inocentes. La plataforma petrolífera es ilegal
según el derecho marítimo. El barco español disparó primero —Abdelkader iba
señalando dedos de su mano izquierda con el índice derecho, mientras
conscientemente permitía que una expresión de indignación aflorara a su rostro
habitualmente tranquilo — ¿Acaso debe mi país aceptar semejante atropello por parte
de España sólo porque ellos son europeos y nosotros africanos? No, señor embajador.
La paciencia de las naciones, como la de las personas, tiene un límite. Si España desea
negociar, negociaremos honestamente. Pero si pretende imponerse por la fuerza,
descubrirá que este pequeño país africano aún sabe cómo defenderse.

Casablanca, Marruecos.

Alfredo Suárez esperaba la llegada del barco que debía traer a Nadia sentado en
la terraza de un hotel cercano al puerto. La terraza, ubicada en la azotea del hotel, de
ocho pisos de altura ofrecía una vista magnífica sobre el gran puerto comercial de
Casablanca. Al fondo, un grupo de patrulleros pintados de gris, apenas visibles en la
distancia, estaban amarrados en lo que Suárez supuso que sería la dársena militar del
puerto. En ese momento no se veía entrar ni salir barco alguno. De todos modos,
Alfredo no tenía manera de saber cuándo ni en qué barco llegaría Nadia. Intentó
apartar la duda de su mente esforzándose en creer que, cuando Nadia llegara, de algún
modo, él lo sabría.
Junto al médico, sumido en sus propios pensamientos, Carlos Cuenca tomaba su
café con hielo con toda la calma del mundo. La misma calma con la que la noche
anterior, cuando Suárez había terminado de contarle su historia, había sacado de su
cartera un pequeño ordenador portátil, había escrito un informe, mecanografiado a
una velocidad asombrosa, y lo había enviado por Internet. Todo en menos de quince
minutos. El agente del CNI, al que Alfredo ya llamaba para sí "Bond, James Bond",

192
había insistido amable, pero firmemente, en acompañarle en su viaje por carretera
desde Tetuán. Habían salido antes del amanecer para recorrer los cuatrocientos
kilómetros que separan ambas ciudades, turnándose para conducir el coche de
Alfredo.
A pesar de la reticencia inicial de Suárez, el viaje había resultado muy
interesante. Cuenca, quizá en un intento de terminar de ganarse la confianza de
Alfredo, le había explicado de forma clara y amena la situación política actual y
reciente de Marruecos. También le había hablado de los diversos grupos de corte
integrista, algunos más radicales que otros, que operaban en el país, aparentemente
larvados pero siempre dispuestos a aprovechar una debilidad. Bajo ese prisma, Suárez
había comprendido mejor la preocupación de Hammadi y la gravedad de la crisis con
España. Marruecos se jugaba mucho en su pulso con el vecino del norte. No era sólo un
problema de petróleo. Era la propia esencia del régimen alauí lo que estaba enjuego.
Cerca de las seis de la tarde, hora local, con el sol ya a punto de desaparecer bajo
el horizonte del Atlántico, Suárez descubrió una forma oscura contrastando con el
brillo del océano. Se puso de pie y se asomó a la terraza, como si el hecho de acercarse
un par de metros le fuera a permitir ver el barco con más claridad. Apenas se distinguía
nada, pero la sombra a contraluz creció rápidamente, para luego desdoblarse en dos.
Se trataba sin duda de un buque militar de transporte, acompañado por lo que supuso
que sería una fragata. Cuenca le puso la mano en el hombro como un viejo amigo y
apretó ligeramente.
—Van a ser ellos, ya verás —dijo.
A pesar de la ansiedad de Alfredo, decidieron quedarse un rato más en la
terraza. La maniobra de atraque iba a tardar todavía, y no tenía sentido esperar de pie
en el muelle. Entre otras cosas porque no sabían en qué muelle esperar.

A bordo del Sidi Mohamed Ben Abdallah, apoyada en la barandilla del castillo
de proa, Nadia miraba la ciudad de Casablanca iluminada por el sol poniente con una
luz anaranjada que la hacía parecer irreal. Calculó que faltaría aproximadamente una
hora para llegar a tierra. Sería de noche para entonces, pensó con fastidio, agotada por
las doce horas de viaje en aquel barco viejo e incómodo. Y eso que, al menos, le habían
dejado libertad para moverse a su antojo, en atención a su pasaporte marroquí. Los
españoles se habían visto limitados a la cubierta de popa y a una especie de gran nave
situada debajo, sin asientos ni comodidades de ninguna clase. Les había visto por
última vez una hora antes, y parecían estar al borde del amotinamiento.
Nadia, cansada y aburrida, se sentó sobre un gran rollo de cuerda que no parecía
del todo incómodo. Distraída, intentaba buscar en su memoria el nombre que los
marineros daban a las cuerdas, más que nada para ocupar su mente en algo. Sin
motivo aparente, le vino a la cabeza una palabra que nada tenía que ver con cuerdas:
"móvil". ¡Caray! ¿Cómo no lo había pensado antes?
193
Mientras buscaba en su bolso se dio cuenta de que hacía horas que no pensaba
en el teléfono. En la plataforma no había tenido cobertura, por supuesto. Por eso no se
lo habían requisado, pero ¿la tendría tan cerca del puerto de Casablanca? Pulsó el
botón de encendido. "Introduzca su PIN". Pulsó los dígitos de la clave y esperó.
"Buscando redes". Tardó unos segundos pero por fin apareció: "Maroc Telecom". Sí.
Nadia se puso tan nerviosa que el teléfono estuvo a punto de caérsele al suelo. Pulsó la
tecla de marcación rápida para llamar al móvil de Alfredo y esperó.

Washington D.C.

El Presidente de los Estados Unidos y su secretaria de estado, estaban reunidos


en el Despacho Oval. Ambos habían participado esa mañana en los actos
conmemorativos de los atentados contra Nueva York y Washington. El presidente
acababa de llegar de la ciudad de los rascacielos, mientras que la secretaria había
asistido a la ceremonia celebrada en la capital.
El motivo de la reunión no era otro que la crisis hispano-marroquí, un problema
mucho más importante para los intereses norteamericanos de lo que la mayoría de los
estadounidenses suponían.
—¿Habrá guerra? —dijo el Presidente.
—Los chicos del Foggy Bottom están convencidos de que es inevitable —contestó
la secretaria de estado.
El Foggy Bottom era el barrio de Washington donde se ubicaba el Departamento
de Estado. Uno de los barrios históricos más pintorescos de la capital de los Estados
Unidos y el centro neurálgico de la diplomacia norteamericana.
—¿No se puede parar?
—Lo veo difícil. Marruecos no se va a echar atrás. Acabo de hablar con nuestro
embajador allí y el ministro de exteriores ha sido categórico. Por otro lado España ha
sufrido un duro golpe y no veo la forma de que no respondan.
El Presidente no había podido dedicar demasiada atención al problema,
envuelto en su infernal agenda previa a los actos del n-S, pero eso tendría que cambiar.
Durante su breve conversación telefónica dos días antes con el presidente del gobierno
español se había visto obligado a improvisar. Se había mostrado amablemente
preocupado por el problema, pero lo cierto era que se trataba de un problema que no
conocía en profundidad. Estaba seguro que los Estados Unidos tendrían que adoptar
medidas en uno u otro sentido y eso le obligaba a enterarse de todos los aspectos del
conflicto. Dio gracias a Dios por su secretaria de estado. Sin ella estaría perdido en las
docenas de conflictos a lo largo y ancho del planeta donde todo el mundo esperaba
ansiosamente oír la opinión de América, para luego fingir que no querían que los
Estados Unidos se inmiscuyeran.

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—¿Se trata de petróleo? —preguntó—, ¿o es otra vez la isla esa?
—Ambas cosas, señor Presidente. En realidad es un clásico conflicto territorial.
Hace años que Marruecos le busca las vueltas a España. La razón última del problema
son las ciudades de Ceuta y Melilla.
—¿Ceuta y Melilla? ¿Esas dos pequeñas colonias españolas en el estrecho de
Gibraltar?
La secretaria de estado sonrió. Ese era precisamente el problema.
—Esas ciudades no son colonias. Técnicamente se llaman Plazas de Soberanía.
Son parte del Homeland español, que, por esas cosas de la historia de Europa, están
situadas en el norte de África. Por supuesto, Marruecos no acepta eso y pretende
"recuperarlas". Pero eso supondría inevitablemente una guerra, por lo que nuestros
moderados amigos marroquíes se han dedicado desde hace tiempo, a jugar con otros
territorios en disputa, como la isla de Perejil, Parsley, donde organizaron aquella
pequeña función hace unos años.
—De acuerdo, pero, ¿y el petróleo?
—Otra cuestión territorial, aunque en este caso hablamos de fronteras en el
agua. La plataforma que ha ocupado Marruecos está casi a mitad de camino entre las
costas de Canarias y las de Marruecos. Un poco más cerca de Canarias, aunque no
mucho. Marruecos no acepta la jurisdicción española sobre esas aguas. Sólo reconocen
doce millas de aguas jurisdiccionales en torno a las Canarias.
—¿Eso afecta a nuestras empresas petrolíferas?
—Sólo marginalmente. Marruecos ha otorgado licencias a compañías
norteamericanas, pero en zonas algo alejadas del área en litigio. Esa es zona
"francesa".
—Me suena como si Marruecos se hubiese embarcado en una campaña de
conquista territorial. ¿Es así?
—En realidad creemos que no. Al menos el Gobierno marroquí lo niega
rotundamente. Dicen que la plataforma española era ilegal y la situación de la isla de
Parsley es legalmente muy dudosa. De hecho ambos países tenían un acuerdo para no
ocuparla y en esta ocasión no está muy claro quién actuó primero. Todo parece más
bien una situación de acumulación de malentendidos. Mala vecindad, en definitiva.
El Presidente gruñó una maldición. Un asunto bien jodido, pensó.
—Y... ¿a quién apoyamos nosotros? —preguntó con una mueca voluntariamente
cínica.
—Ambos países son amigos y aliados. Señor Presidente, yo tengo muy claro cuál
de los dos es mejor amigo y mejor aliado, a pesar de todo lo que ha pasado entre
nosotros, pero también hay que considerar cuál de los dos es potencialmente más
inestable, así como las consecuencias de esa inestabilidad...
—¿Ya están amenazando con el fantasma del integrismo? — interrumpió el
presidente con fastidio.
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—Puede apostar dinero, señor.
El presidente se levantó de la mesa y miró el reloj. En quince minutos tenía que
recibir al embajador de China. Eso sí era un asunto serio. Y encima en domingo.
—Bueno, amiga mía, necesitamos una línea de actuación clara y la necesitamos
ya. Dentro de unas horas tengo que llamar al presidente del gobierno español. ¿Qué
diablos le digo?
—Creo que la guerra es casi inevitable, señor. España ha dejado claro que no va a
invocar el artículo quinto de la Carta Atlántica. Francia jamás lo aceptaría y los
españoles lo saben. Eso facilita las cosas porque nos va a permitir adoptar un perfil
bajo. Recomiendo que, mientras sea posible, presionemos diplomáticamente para
enfriar las cosas. Si se llega al enfrentamiento directo... bueno, yo creo que debemos
proporcionar a España todo el apoyo en materia de inteligencia que podamos para
abreviar las cosas, pero sin comprometer nuestra posición ante Marruecos. Todo
acabará tarde o temprano y entonces tendremos que trabajar para devolver las cosas a
la normalidad. No queremos tener un nuevo Irán en el sur del estrecho de Gibraltar,
¿verdad?

Casablanca, Marruecos.

Alfredo no lo podía creer. En la pantalla de su móvil, el nombre de Nadia


indicaba el origen de la llamada. Su sorpresa fue tal que dejó sonar el timbre tres veces
mientras miraba embobado el teléfono. Al cuarto tono pareció despertar de golpe.
Pulsó el botón equivocado y tuvo que repetir la sencilla maniobra de descolgar el
teléfono.
—¡Nadia! ¿Dónde estás?
—Estoy en un barco llegando a Casablanca. ¿Y tú?
Alfredo se rió nerviosamente, aún conmocionado.
—En el puerto de Casablanca, cariño. Pero... ¿en qué barco vienes?
Nadia describió rápidamente el buque que Alfredo veía entrar en ese momento
por la bocana del puerto. La silueta del navio era inconfundible.
—Ahora mismo voy para allá. Te quiero.
Suárez colgó y se dirigió a grandes pasos a la salida de la terraza, olvidándose de
su acompañante. Cuenca le interceptó. Había estado pendiente de la breve
conversación, aunque se había mantenido educadamente apartado.
—Espera, hombre. No sabemos dónde va a atracar. Es mejor localizar el sitio
desde aquí y luego ir a tiro fijo. ¿No?
Cuenca tenía razón, por supuesto, de modo que ambos se quedaron apoyados en
la barandilla de la terraza mirando al puerto, donde algunas farolas se habían
iluminado ya. Era casi de noche.

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Después de casi media hora, y una vez que hubieron localizado el amarradero
del Sidi Mohamed Ben Abdallah, Suárez y Cuenca bajaron a la calle. Subieron al coche
y se acercaron todo lo que pudieron a su objetivo, aunque tuvieron que cubrir los
últimos trescientos metros a pie. Un control de la Gendarmería les impidió entrar con
el coche. En realidad Suárez no esperaba que les permitieran llegar hasta el mismo
barco pero, con cierta sorpresa, comprobaron que nadie se lo impedía.
Una vez junto al buque, Alfredo llamó a Nadia por teléfono. Sin embargo no
hubo respuesta. Tendrían que esperar.

Alfredo no era creyente, pero cuando vio a Nadia bajar sana y salva por la escala
del barco, dio gracias a Dios, donde quiera que estuviese. Si había tenido algo que ver
con la vuelta de su mujer, bien merecía un agradecimiento.
La abrazó y la besó sin parar hasta que Nadia se dio cuenta de la presencia de
Carlos Cuenca. El agente les miraba con una sonrisa entre divertida y ¿envidiosa?
—Hola, ¿viene usted con Alfredo? —preguntó la periodista separándose no sin
esfuerzo de su marido e intentando arreglarse simultáneamente el pelo.
—Si, así es, pero no hay prisa. Ustedes a lo suyo.
Nadia y Alfredo se rieron. Era una situación extraña, todos allí parados. No
obstante, consciente de repente de la ominosa presencia del barco de guerra marroquí
a sus espaldas, Alfredo tomó de la mano a su mujer y tiró de ella hacia el coche. Ya
habría tiempo para las explicaciones.

Madrid.

Cerca de medianoche el presidente del gobierno recibió de nuevo en la Moncloa


al ministro de exteriores, que volvía de una entrevista de casi tres horas en el palacio de
Santa Cruz con el embajador de Marruecos. El resto del Gabinete de Crisis se hallaba
reunido desde media hora antes. Para no tener que repetirse, el presidente había
esperado la llegada del titular de asuntos exteriores para explicar el contenido de su
última conversación telefónica con el Presidente de los Estados Unidos. Pero antes
tenían que escuchar al canciller.
—Es imposible —dijo con aspecto cansado—. No hemos avanzado ni un
milímetro. El embajador tiene un guión perfectamente aprendido y de ahí no sale.
—¿Ninguna novedad? —preguntó el presidente del gobierno.
—Nada. Se aferra a su versión de los hechos y culpa a España de todo lo que ha
ocurrido. Dice que su país está dispuesto a discutir los contenciosos ante un tribunal
internacional, pero manteniendo las posiciones actuales. Nada de retirarse de Perejil
ni de la plataforma. De la Descubierta no quieren ni oír hablar.
El ministro de defensa se puso de pie para llenar un vaso de agua.

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—Pero, ¿tienen claro lo que va a pasar si no nos dan algún margen de maniobra?
—preguntó sin poder evitar un tono de incredulidad.
—Sinceramente no lo sé. Por momentos he tenido la impresión de que
realmente creen que vamos a aceptar su versión de los hechos y también la situación. O
al menos no responder. El embajador está enamorado de las transcripciones de radio
filtradas a la prensa. A su juicio demuestran inequívocamente que la Descubierta atacó
deliberadamente a su patrullero que casualmente pasaba por allí. Incluso ha insinuado
que la opinión pública española también se lo cree.
El presidente se dirigió al ministro del interior:
—¿Qué hay de eso, ministro?
—Todavía no tenemos los resultados de la encuesta telefónica, pero las
encuestas electrónicas sacadas de Internet están claras. Los españoles, o al menos los
que navegan por Internet, están abrumadoramente con el Gobierno en esto. Igual que
en el 2002.
—Afortunadamente la oposición tampoco ha puesto pegas. Por lo menos de
momento —añadió la vicepresidenta.
El presidente se levantó de nuevo de su sillón y se asomó a la ventana. Lo único
que vio fue la sala reflejada en los cristales. Una profunda arruga cruzaba su frente.
Cuando habló lo hizo en voz muy baja.
—Lo vamos a tener que hacer, joder. Otra vez lo vamos a tener que hacer.
Cuando el Gabinete de Crisis se dispersó, el presidente se dio cuenta que no les
había contado la conversación con su colega norteamericano. Bueno, pensó, tampoco
habían hablado nada que no supieran ya de sobra.
12 de septiembre

Madrid.

El jefe de estado mayor de la defensa no se sorprendió cuando recibió la orden


del ministro, a la una y diez de la madrugada. Había pensado mucho en la situación y
no veía la forma de que España pusiera freno a la precipitación de acontecimientos.
Tampoco Marruecos parecía capaz de hacerlo.
Todos los análisis de inteligencia que había leído coincidían en dos puntos. El
primero era que, salvo la toma de la plataforma por Marruecos, el resto de los
incidentes habían sido trágicos imprevistos. Por no hablar de terribles errores. El
segundo era que no había forma de corregirlos. Había muerto demasiada gente.
Resultaba curioso, si uno lo miraba desapasionadamente, cómo los acontecimientos
adquirían una dinámica propia extremadamente difícil de romper. Si de verdad iba a
empezar una guerra, no iba a ser la primera que estallaba sin que ninguno de los
contendientes tuviera verdaderos deseos de desencadenarla. Claro que, el JEMAD tuvo
que corregirse, la guerra había empezado ya. Concretamente en la madrugada del día
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nueve, aunque ni siquiera él estaba demasiado dispuesto a aceptar la cruda realidad de
los hechos.
Después de pagar las consecuencias del exceso de cafeína en el pequeño baño
adyacente a su despacho, el JEMAD recorrió el corto trayecto que le separaba de la sala
de reuniones donde los jefes de estado mayor de los tres ejércitos, estaban reunidos
desde media tarde. Iba pensando en la operación que se iba a poner en marcha, que
alguien, excep- cionalmente falto de imaginación, había bautizado como "Papa
Foxtrot", por las iniciales de "Primera Fase". A falta de un nombre mejor, la tontería
había cuajado y ahora era oficial. El único margen para el optimismo que el general se
permitió, fue pensar, sin demasiada convicción,

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que, si Papa Foxtrot resultaba tan bien como había resultado Romeo Sierra, quizá no llegara a ser necesaria la segunda fase, inevitablemente
bautizada "Sierra Foxtrot

Junto a la autopista A-6, también conocida como carretera de La Coruña, en la sede del CNI, Juan Carlos Talavera iniciaba su segunda
madrugada consecutiva de trabajo. Se había escapado a mediodía para comer en su casa, dormir una miserable siesta de dos horas, ducharse y
cambiarse de ropa, pero antes de las siete de la tarde estaba de nuevo al pie del cañón. Eso no era bueno y Talavera lo sabía. La mente cansada no
trabaja bien y todo hacía pensar que la cosa no había hecho más que empezar. Durante la tarde había organizado a su pequeño equipo para hacer
turnos, por lo que Méndez y Aberasturi se habían ido a casa. Ana Casado estaba sentada frente a su mesa, fumando sin parar. Después de una
simbólica resistencia, Talavera se lo había autorizado, siempre que no hubiese nadie más en la oficina. No tenía sentido que estuviese saliendo cada
media hora a fumar al patio.
—Jefe —dijo Casado dándose la vuelta—, ha llegado la declaración del guardia civil herido en Perejil.
Talavera se levantó para leer por encima del hombro de la analista en la pantalla de su ordenador. Cuando terminó, se sentó en la esquina de la
mesa.
—¿Qué opinas?
—Es coherente con las declaraciones de los otros guardias. Y este chaval no puede haber hablado previamente con ellos. Creo que dicen la
verdad. Está claro que alguien les disparó. La teoría del ministro del interior de Marruecos que sostiene que se dispararon entre sí no tiene pies ni
cabeza.
Esa teoría había constituido el último capítulo mediático de la crisis. El ministro del interior marroquí había convocado una rueda de prensa a
última hora de la tarde para dar a conocer las conclusiones preliminares de la investigación sobre el incidente de Perejil. Según él, dos agentes de la
Guardia Civil se habrían desorientado en el crepúsculo iniciando un tiroteo entre ellos. Otros dos guardias, ahora detenidos por la Gendarmería,
habrían desembarcado después, alarmados por los disparos. Al encontrar a sus compañeros gravemente heridos, habrían abierto fuego contra los
excursionistas marroquíes atribuyéndoles la autoría de los hechos. La fiscalía marroquí los había acusado formalmente de homicidio culposo. Se
trataba, según el ministro, de un caso evidente de negligencia criminal por parte de los guardias civiles, que habían disparado primero y preguntado
después. La Gendarmería, había declarado el ministro, iba a permanecer en la isla por tiempo indefinido para asegurarse de que nadie intentaba
ocultar o falsear las pruebas del delito. Había terminando negando enfáticamente las acusaciones españolas sobre la supuesta ocupación ilegal de la
isla por Marruecos, alegando que había sido la Guardia Civil quien había actuado ilegalmente en primer lugar.
El Gobierno español no había replicado todavía oficialmente a las declaraciones del ministro marroquí, pero la Asociación Unificada de
Guardias Civiles se había apresurado a desmentir semejantes acusaciones.
Talavera se levantó de la mesa para volver a la suya, pero se detuvo a mitad de camino.
—Estamos de acuerdo en que alguien les disparó. ¿Pero quién?
—Eso, jefe, no lo vamos a saber mientras los marroquíes sigan en esa isla.

Casablanca, Marruecos.

Carlos Cuenca llamó a la puerta de la habitación de Alfredo y Na- dia. Habían tomado dos habitaciones en el hotel Le Royal Mansour Me-
ridien, situado en la avenida de l'Armeé Royale, cerca del puerto. Era un hotel caro, más de trescientos euros la noche, pero era tarde y ninguno
había tenido ganas de ponerse a buscar otra cosa. De todas formas, cuando en recepción les pidieron una tarjeta de crédito, el agente del CNI había
sacado una Visa Oro, a nombre de su supuesta agencia de viajes, y se la había entregado al conserje.
—Cortesía de "La Casa" —había dicho con un guiño dirigido a Alfredo.
Cuando una hora después Alfredo abrió la puerta, vestido con un albornoz del hotel, tenía el pelo revuelto y cara de malas pulgas. Nadia se
había encerrado en el baño. Cuenca comprendió, demasiado tarde, que les había pillado en muy mal momento. Se ofreció a volver más tarde, pero
Suárez le dijo que entrara. Ya daba igual, y al fin y al cabo no habían ido allí a retozar.
Cuenca había pasado la última media hora en su habitación enviando y recibiendo información cifrada a través de Internet. Eran las doce y
media de la noche, hora de Marruecos.
—Tengo instrucciones de Madrid —dijo todavía cortado—. Es importante.
—Tú dirás.
—El director quiere que vayáis a España cuanto antes, Alfredo. Siempre que no tengáis inconveniente, claro.
—Donde yo quiero ir es a mi casa con mi mujer, Carlos. No se me ha perdido nada en Madrid.
—A ver. Piénsalo, hombre. Para empezar no podéis ir a Ceuta desde aquí. La frontera está cerrada, por si no lo sabes. Para volver a casa tienes
que pasar necesariamente por la Península, y no estoy seguro de que los ferrys del Estrecho estén cruzando con normalidad. Además, ¿No están tus
padres en Madrid?
—Joder, Carlos. ¿Cómo sabes tu eso?
—No te pongas paranoico hombre. Me lo has dicho tú. ¿No te acuerdas? Ayer, en el coche.
—Vale, perdona. Mira, no sé. A ver qué dice Nadia.
En ese momento, la mujer de Alfredo salió del baño. No había otro albornoz, de modo que se había envuelto en una toalla. Lo primero que vio
fue la mirada de Cuenca. No pudo evitar sonreír. Últimamente, salir de la ducha medio desnuda delante de desconocidos se estaba convirtiendo en
una especie de costumbre.
Carlos Cuenca repitió su petición, pero Nadia le interrumpió a la mitad.
—Lo he oído desde el baño —dijo—. No voy a poder ir a ningún sitio, señor Cuenca. Me han quitado el pasaporte en el barco. Al principio pensé
que me iban a detener, pero sólo me han dicho que no puedo salir del país.
—No pueden hacer eso, joder —dijo Alfredo.
Nadia miró a su marido. A veces era tan ingenuo...
—Claro que pueden, cariño. Podemos dar gracias de que no hayan hecho nada más.
Cuenca meneó la cabeza. Todo estaba arreglado.
—Eso no va a ser ningún problema Nadia. Mire, mañana recogeremos pasaportes nuevos para los dos en el consulado. También les darán los
billetes de avión.
—Pero yo soy marroquí...
—Si no me equivoco, hace seis meses que solicitó usted la nacionalidad española... bueno, pues ya se la han concedido. Esta mañana exac-
tamente.
Nadia abrió la boca, pero no dijo nada. Cuenca, sonriendo al ver la cara de la joven, se levantó.
—Ahora me voy a dormir. ¡Ah!, y prometo no volver a molestar hasta las siete o siete y media. Felices sueños.

Rabassa, Alicante.
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El sargento Pazos golpeó tres veces en la puerta con los nudillos, pero no esperó respuesta. Abrió decididamente y encendió la luz.
—¿Da usted su permiso, mi capitán?
Inhiesta se cubrió la cara con las sábanas, irritado por la luz.
—¡Joder, Pazos! ¿Qué hora es, por Dios?
—Las cinco y cuarto mi capitán. Siento despertarle, pero el coronel quiere verle en su despacho.
Inhiesta se despertó de golpe. Saltó de la cama en calzoncillos y buscó su reloj. Si el coronel le hacía llamar a esas horas sólo podía significar
una cosa.
Diez minutos después, convenientemente aseado y vestido, se presentó en el despacho del coronel. La puerta estaba abierta y su superior le
indicó que entrara y se sentara.
—Tenemos órdenes de Madrid, capitán. El Gobierno no cree que los marroquíes vayan a abandonar Perejil, de modo que va a haber que
sacarlos otra vez de allí. Supongo que conoce los detalles de la operación "Cantada".
El capitán los conocía, desde luego, como todos los oficiales del Mando de Operaciones Especiales. Aquello había sido una operación de
manual. Un ejemplo que mostrar a los cadetes sobre cómo había que hacer las cosas.

—Bien, pues esta vez va a ser diferente, Inhiesta —continuó el coronel—, no vaya a ser que ellos también se lo hayan estudiado.
El coronel sacó una carpeta del cajón de su escritorio. Contenía sólo un par de folios impresos que pasó al capitán. Mientras éste los leía, el
coronel encendió un cigarrillo y fumó pensativo. Inhiesta tardó poco más de un minuto en leer los papeles. Se trataba sólo de un bosquejo escrito a
toda prisa por el propio coronel, pero proporcionaba una idea clara del plan a seguir y el capitán estaba listo para llevarlo a cabo con su equipo si
recibía la orden. Sólo tendría que pulir algunos detalles, pero nada que no se pudiese concretar en pocas horas. Y eso era una suerte, porque las
órdenes del Gobierno establecían una "ventana temporal" para la recuperación de Perejil que se abría en bastante menos de veinticuatro horas. Si no
se cancelaba la operación, Inhiesta tendría que tener la isla controlada antes de las cinco horas de la madrugada siguiente.
—Mi coronel —dijo—, si da usted su permiso, me gustaría poner en marcha a mi equipo.

El capitán Inhiesta se reunió con el sargento Pazos en el pasillo. El suboficial le había estado esperando. Probablemente se imaginaba lo que
iba a ocurrir a continuación, porque habló antes de que el capitán le dijera nada.
—¿Despertamos al equipo, mi capitán?
Los equipos operativos de acción directa de los GOE estaban formados normalmente por seis individuos, un capitán o teniente como jefe, un
sargento como segundo jefe, un cabo primero, un cabo y dos soldados. El de Inhiesta y Pazos contaba con la particularidad de que dos de sus
integrantes eran mujeres, una cabo y una soldado. Eso era todavía bastante raro, puesto que, aunque la incorporación de las mujeres a las fuerzas
armadas no era un fenómeno nuevo, aún no era frecuente encontrarlas en las unidades de operaciones especiales. Inhiesta las había acogido en su
equipo con cierta prevención. No era un hombre de prejuicios, pero algunos tópicos seguían fuertemente arraigados en la mentalidad de la mayoría
de los hombres. Sin embargo, la cautela inicial había desaparecido rápidamente: "sus" mujeres no tenían nada que envidiar a cualquiera de los
hombres del GOE III y el equipo funcionaba con ellas como una seda. Ahora, si nadie lo remediaba en las próximas horas, lo podrían demostrar en
una situación real y además muy delicada.
—Vamos a darles media hora más, Pazos. No creo que puedan dormir demasiado en el futuro inmediato. Mientras tanto, léete esto y vamos a
tomar un café.

Mar de Alborán.

El Siroco detuvo sus generadores diesel. A partir de ese momento el motor eléctrico funcionaría únicamente con la energía de las baterías
recién recargadas. Hasta mediados de la Segunda Guerra Mundial, la operación de recarga de las baterías debía llevarse a cabo en superficie, ya que
los motores diesel de los submarinos no podían funcionar en inmersión. Cualquier motor de combustión necesita aire para funcionar, además de
combustible, y el aire no abunda bajo la superficie del océano. La consecuencia obvia era que los submarinos pasaban mucho tiempo en superficie, y
eso les hacía muy vulnerables a los ataques aéreos. Después de pagar un costosísimo tributo en hombres y naves, la Kriegsmarine alemana logró
desarrollar y poner en servicio un sistema que liberaba a los famosos U-Boote de la necesidad de emerger periódicamente a "respirar". Se trataba del
aparato conocido como "schnorkel", o más llanamente "snorkel", que todos los submarinos diesel-eléctricos incorporan desde entonces. El principio
es muy sencillo. Se trata de un tubo que conecta la toma de aire y el escape de gases de los motores diesel con la superficie de modo muy parecido a
los tubos de respiración de los bucea- dores. En la parte superior del ingenio, una válvula impide la entrada de agua en el sistema. De este modo, el
sumergible puede utilizar sus diesel en inmersión para recargar las baterías.
Una vez que el Siroco recogió el snorkel en su receptáculo de la torre, volvió a su profundidad de patrulla envuelto en el silencio de la pro-
pulsión eléctrica.
—Vamos a cota sesenta metros, al dos siete cero. Avante para tres nudos —dijo el comandante, mientras intentaba ahogar un bostezo. En
realidad era aburridísimo, pensó, y a la vez apasionante. El Siroco llevaba menos de veinticuatro horas en el área de patrulla, describiendo patrones
en zig-zag frente al puerto de Alhucemas. Aunque su zona de patrulla asignada era mucho mayor, la antena de radio que había izado junto al snorkel
unas horas antes había captado un mensaje del mando de la flotilla que ordenaba al submarino permanecer frente a la ruta de acceso al puerto
marroquí hasta nueva orden. Al parecer habían recibido un informe reciente de inteligencia según el cual la corbeta Errhamani podía estar a punto
de zarpar. Pues bien, si el buque marroquí se hacía a la mar, Luis Martínez sería el primero en saberlo. Mientras tanto se dedicarían a contar
mercantes y pesqueros.
Rabat, Marruecos.

Acababa de amanecer, pero el ministro de defensa de Marruecos llevaba varias horas levantado. La preparación de su plan le había llevado casi
tres días, uno más de lo que había prometido al primer ministro, pero, dada la complejidad de la tarea, nadie se lo reprochó. Al menos no
abiertamente.
La célula de crisis del Gobierno estaba de nuevo reunida en el despacho del primer ministro. Lo temprano de la hora se había debido a la
insistencia de Munjib. Si el Gobierno autorizaba su plan, quería ponerlo en marcha ese mismo día. Si se reunían más tarde eso no sería posible.
—General Munjib —dijo el jefe del ejecutivo—, cuando quiera puede empezar. Todos deseamos conocer su punto de vista sobre la situación.
No había ironía en sus palabras. Driss Abdelar estaba decidido a mantener a Munjib dentro del equipo de gobierno. No por gusto, desde luego,
sino porque no se podía permitir otra cosa. Y ahora que conocía la tozudez del general, había llegado a la conclusión de que era mejor no enfrentarse
abiertamente a él. No malgastaría sus fuerzas en disputas estériles, sino que aprovecharía los indudables conocimientos del militar y, una vez pasada
la crisis, ya le daría una buena patada en el culo. Abdelar casi sonrió al pensar en ese momento, pero sabía que aún tardaría en llegar.
El general Munjib había llevado unos resúmenes en papel para los miembros del Gobierno, pero los dejó sin repartir sobre la mesa. No quería
que se distrajeran mientras él hablaba. Tampoco llevaba notas para él, ni había preparado diapositivas ni presentaciones informáticas. Ninguna de
las tonterías que se solían hacer y escribir, para presentar agradablemente hechos desagradables. Ni siquiera se puso en pie para hablar. Había
tomado la firme decisión de mantener su temperamento bajo control y pensaba que lo lograría mejor sentado.
—Señores, el Reino de Marruecos no puede ganar una guerra contra España —dijo con voz deliberadamente baja. Luego se calló. Deseaba que
el peso de lo que acababa de decir calase en el ánimo de sus colegas. Sólo así podrían entenderle. Al cabo de unos segundos siguió hablando:
—Pero todo tiene un precio. La victoria en una guerra, también. Si logramos convencer a España de que el precio de su victoria será muy alto,
tal vez, sólo tal vez, se echen atrás. La última vez que hablamos les dije que debíamos aprovechar los aspectos en los que somos más fuertes para
contrarrestar nuestras debilidades. El plan que he preparado contempla la inmediata movilización de una poderosa fuerza mecanizada y su
despliegue en las inmediaciones de las ciudades de Ceuta y Melilla. Será una amenaza directa que España2no podrá ignorar. Eso les dejará claro que,
si nos atacan, deberán combatir también por Ceuta y Melilla. Por otro lado, reforzaremos la isla de Thoura con tropas en número suficiente para
impedir una operación semejante a la del año 2002. No menos de una compañía de infantería equipada con dispositivos de visión nocturna, medios
ligeros antiaéreos y misiles superficie-superficie portátiles. En la costa desplegaremos artillería convencional y antiaérea. Los detalles sobre las
unidades concretas a emplear están en la documentación que les he preparado.
Munjib hizo una nueva pausa para encender un cigarrillo, mientras contemplaba las caras de los demás. El primer ministro había palidecido
un poco. Evidentemente se sentía más cómodo planteando los problemas en términos abstractos que pensando en tropas y en cañones. Quizá no
fuera demasiado tarde para hacerle entrar en razón, pensó el general. Luego continuó.
—Respecto a la plataforma petrolífera, la Marina Real deberá desplegarse para protegerla, o al menos para negar a la Armada española el
completo dominio del mar. Si España envía una fuerza naval a las aguas de Canarias, la Fuerza Aérea Real intentará con todos los medios a su
disposición, atacarla desde el aire.
El ministro de economía tosió, nervioso, antes de hablar: —Munjib, nos está usted hablando de una guerra total. No... eso no estaba
contemplado en el plan original. Quiero decir que se supone que España no nos va a atacar... de ese modo. Lo que le pedimos fue que presentase un
plan para defender la plataforma. Nada más. Lo que usted está planteando es una locura. Además —miró al ministro de exteriores—, ¿no íbamos a
evacuar el islote de Leila para fortalecer nuestra posición negociadora?
Antes de que el canciller pudiera intervenir, el general Munjib continuó.
—Todos ustedes saben que, desde el principio, me he manifestado en contra de provocar a España. No deseo una guerra. Ni total ni parcial.
Pero el Gobierno —miró a su alrededor—, ha tomado una decisión. Y me han pedido que les diga cómo pueden las Fuerzas Armadas respaldar esa
decisión. Pues bien, sólo lo pueden hacer si estamos dispuestos a ir hasta el final. Si no, es mejor que aprovechemos la salida que nos ofrece España.
Abandonemos la isla y la plataforma, pidamos disculpas por las bajas causadas a su Armada y acusemos al comandante de la fragata Hassan II de
actuar negligentemente y por iniciativa propia. Quizá así España se avenga a no responder. Si quieren evacuar el islote, háganlo, pero entonces
tendremos que evacuar también la plataforma, porque el islote no será suficiente. No estaremos mostrando determinación sino debilidad y supongo
que saben cuál es el destino de los débiles.
El ministro de asuntos exteriores estaba sorprendido. Gratamente sorprendido. Munjib por fin se había dejado de mojigaterías y hablaba como
un soldado. Y lo que decía tenía sentido. El plan original de limitar las operaciones a la plataforma petrolífera, ciertamente había fracasado de forma
estrepitosa. La culpa había sido de la fatalidad, pero eso no importaba ahora. Y las declaraciones del Gobierno español no le permitían ser optimista
respecto a una evolución futura de los acontecimientos. La filtración de las transcripciones de radio había caído mayormente en saco roto en lo que
se refería a la opinión pública española, y el resto del mundo no iba a intervenir en ningún sentido. Si España decidía recuperar la isla y la
plataforma, Europa y los Estados Unidos se sentarían a ver el espectáculo por la televisión. Respecto a la Liga Árabe, bueno, no merecía la pena ni
pensar en ella. Marruecos estaba solo, y no iba a salir del embrollo comportándose como un conejo asustado.
Por el contrario, si se mantenían firmes quizá flaquease la determinación de los españoles. La tolerancia de los europeos hacia las bajas propias
era proverbialmente escasa. España no vacilaría a la hora de llevar a cabo operaciones limitadas en tiempo y bajas, pero si se enfrentaban a una
guerra total, ¿aceptarían el desafío? Abdelkader estaba seguro que no.
La voz del primer ministro le sacó de sus meditaciones.
—Una pregunta, general. Suponga que los españoles, a pesar de nuestra exhibición frente a Ceuta y Melilla, se hacen con la isla o la pla-
taforma... ¿Está usted sugiriendo que ataquemos ambas ciudades?
Driss Abdelar estaba muy preocupado. Nada estaba saliendo según lo previsto, y la "conversión" del ministro de defensa le había desconcer-
tado profundamente.
—Señor primer ministro —respondió Munjib—, el plan que estoy proponiendo se basa en la disuasión. Si la disuasión falla, sólo Dios sabe qué
ocurrirá. Esa decisión la tendremos que tomar más adelante.
—De acuerdo general. Tome las medidas oportunas para ponerse en marcha. Yo debo despachar ahora con Su Majestad.

Mar de Alborán.

El patrullero de la clase Serviola, de mil cien toneladas de desplazamiento, P 73 Vigía, llevaba desplegado frente a Perejil desde primeras horas
de la mañana del día nueve. Era el buque de mayor porte destacado en aquellas aguas, sin contar a las corbetas y fragatas atracadas en los puertos de
Melilla y Ceuta. Junto a él se habían ido turnando en la vigilancia varias patrulleras menores de la Armada y de la Guardia Civil.
Al alba, el Vigía había tomado rumbo nordeste para alejarse temporalmente de su zona de operaciones. A las cuatro de la tarde se encontraba
frente a Almería, a unas diez millas de la costa. Tenía dos citas importantes allí, y la primera ya le estaba esperando. Se trataba del patrullero de
altura P 77 Infanta Cristina. La ex corbeta proporcionaría escolta al Vigía durante el resto de Papa Foxtrot.
Todo el planteamiento operativo de la misión estaba resultando bastante diferente del aplicado en 2002 para Romeo Sierra. Frente al vistoso
despliegue naval llevado a cabo entonces, el Estado Mayor de la Defensa había optado por un perfil mucho más discreto, en el que los buques
desplegados a las plazas africanas no se habían hecho a la mar en ningún momento, y ningún barco mayor que un patrullero, había sidovisto en las
proximidades de Perejil. Y lo cierto era que la discreción iba a ser crucial en pocas horas.
A las cuatro y dieciséis minutos, y en estricto silencio de radio, hizo acto de presencia la segunda cita del Vigía. Un helicóptero Cougar de las
FAMET se aproximó por la popa del patrullero para detenerse en vuelo estacionario sobre la cubierta de vuelo del patrullero. La cubierta, diseñada
para operar con un helicóptero ligero o medio, podía soportar en caso de necesidad el apontaje de un Cougar, pero nadie se quería arriesgar a
producir daños en la nave o en el helicóptero, de modo que aprovechando la total calma del mar y la ausencia de viento, el Cougar se limitó a
cernirse sobre el patrullero con sus ruedas a menos de un metro de la cubierta. En pocos segundos, el capitán Inhiesta y su equipo saltaron al buque.
Un suboficial de las FAMET les fue pasando su abundante equipaje. Un minuto después, el helicóptero alzó el morro y se remontó. Describió un
círculo a modo de saludo en torno a la pequeña escuadra, y partió rumbo a costa.

Madrid.

"El Presidente de la República Francesa se ofrece a mediar en la crisis entre España y Marruecos.
Madrid/Rabat, France Press.
El Presidente de la República, en declaraciones concedidas a este diario, ha calificado de muy preocupante el conflicto que mantienen España
y Marruecos desde el día nueve de este mes, a propósito de los en- frentamientos entre las fuerzas armadas de ambos países en la isla Perejil y el
océano Atlántico, y se ha ofrecido públicamente para mediar ante los gobiernos de los dos países que mantienen, según el Jefe del Estado,
fraternales lazos pasados y presentes con Francia. El Presidente, que definió la crisis como estrictamente bilateral, rehusó comentar el apoyo
francés a la declaración de la Unión Europea que reclamaba de Marruecos la retirada de la isla Perejil y la plataforma petrolífera española en aguas
del atlántico. Dicho apoyo ha sido muy criticado en medios políticos magrebíes, hasta el punto de obligar al Gobierno de la República a matizarlo la
tarde de ayer.
Mientras tanto, no parece que un entendimiento entre España y Marruecos esté cercano. Cada gobierno culpa al otro de lo sucedido el pasado
viernes, en una espiral de declaraciones que toman un tono más hostil cada día que pasa. Analistas militares consultados por este diario consideran
probable un desenlace militar de la crisis, a pesar de que los movimientos navales españoles son mucho menos ostentosos que los que llevó a cabo en
julio de 2002, con ocasión de..."
Alfredo Suárez dejó su ejemplar de Le Monde con cierto alivio tras el esfuerzo de leer en su oxidado francés y tomó de la mano a su mujer
cuando notó que el avión iniciaba el descenso hacia el aeropuerto de Barajas. Viajaban en un vuelo de Air3France procedente de París, donde habían
llegado desde Rabat. Se habían visto obligados a dar semejante rodeo ante la imposibilidad de obtener plaza en ninguno de los vuelos directos
Rabat-Madrid. Muchos españoles residentes en Marruecos estaban volviendo a España, la mayoría con por razones perfectamente plausibles como
vacaciones o viajes de negocios, pero sin poder ocultar una sensación de ansiedad ante el futuro inmediato.

Nadia y Alfredo llegaron a la sede del CNI a bordo de un coche de "La Casa", desplazado a Barajas para recibirles. El viaje había sido totalmente
rutinario, a pesar del nerviosismo que ambos habían experimentado al viajar bajo identidades supuestas. Carlos Cuenca les había explicado que, si
bien los nombres que figuraban en los pasaportes eran falsos, los documentos propiamente dichos eran auténticos, expedidos por la embajada
española, por lo que nadie podría decirles nada. Lo que no había evitado que se hubieran sentido extrañamente culpables al pasar por el control de la
Gendarmería Real.
Cuenca se había despedido de ellos en la embajada de España en Rabat. Él no iba a viajar a la Península. Debía volver a Tetuán para seguir con
sus actividades "rutinarias" y además se encargaría de trasladar allí el coche de Alfredo y cuidarlo hasta su regreso a Ceuta. Pero no les iban a dejar
solos. Otro funcionario les había acompañado durante todo el viaje. Alfredo no estaba seguro si su misión había sido escoltarles o vigilarles, pero
tampoco importaba demasiado, en cualquier caso se había alegrado de abandonar Marruecos.Ya en el interior del edificio del CNI, el agente que les
había acompañado les dejó en una confortable sala de espera, despidiéndose sin mucha ceremonia. Aparentemente les iba a tocar esperar de nuevo.
Isla Perejil, Estrecho de Gibraltar.

Allí estaba de nuevo el F-18 español que les visitaba cada mañana y cada tarde desde el día 10. La hora cambiaba, pero el avión no faltaba a su
cita. Dahamani casi sintió ganas de saludar. ¿Sería siempre el mismo piloto? Seguramente no, aunque la maniobra era la misma. El caza entraba
volando bajo no demasiado deprisa desde el nordeste, viraba bruscamente sobre la isla y luego salía por el noroeste, poniendo sumo cuidado en no
sobrevolar el continente. Pasaba una sola vez y luego desaparecía. El sargento pensó que era una maniobra bastante peligrosa por lo predecible. Un
pequeño cañón antiaéreo bien emplazado y... ¡plaf!, al agua. Claro que no quería imaginar lo que le ocurriría un rato después al cañón y a sus
sirvientes.
En fin, se dijo Dahamani mientras bajaba hacia el barranco donde habían instalado el vivac, unas cuantas horas más y a casa. La orden de
prepararse para el relevo se la habían dado por teléfono a primera hora de la tarde. Se suponía que les sustituiría en la isla una unidad militar, y el
sargento de la Gendarmería daba las gracias a Dios por ello. No entendía porqué los españoles estaban tardando tanto en reaccionar, por más que se
alegrase de que así fuera. Sólo esperaba que siguieran pensándoselo un día más. Luego sería problema de las Reales Fuerzas Armadas.
A mitad del barranco, el sargento se fijó en las patrulleras españolas que seguían rondando la isla. Eran las de siempre, pero faltaba la más
grande. Supuso que estaría repostando en Ceuta o en Algeciras. Seguramente su tripulación estaría tan harta de aquello como él mismo. De la
patrullera marroquí que se había presentado veinticuatro horas antes, para ser ahuyentada de inmediato por los barcos españoles, no había rastro.

—Pegaso, Poker cero cuatro trepando para nivel 150, rumbo tres cinco ocho. Pase completado con éxito.
—Recibido Poker cero cuatro, buen trabajo. Sube a nivel 300 para crucero.
—Roger Pegaso, gracias.
El F/A-18 A + del 121 Escuadrón continuó su trepada hasta la altitud de crucero predeterminada para volver a su base en Torrejón. Acababa de
completar una misión de reconocimiento fotográfico a baja cota, una de las misiones más peligrosas para un cazabombardero actual. Y lo había
hecho bien. En el interior del receptáculo de reconocimiento conocido como "pod" Reccelite, las sofisticadas cámaras de altísima resolución habían
fotografiado cada centímetro de la superficie de la isla Perejil, incluyendo a sus ocupantes, los gendarmes marroquíes. Y no era la primera vez que lo
hacía. El jefe de estado mayor del Ejército del Aire quería tener información puntual de cualquier cambio en el despliegue marroquí y el piloto del
F-18 no tenía ninguna duda sobre el porqué de tanto interés.

El Aaiún, Sahara Occidental, ocupado por Marruecos.

Las instalaciones del acuartelamiento del Grupo Blindado Inter- armas número 1, de las Reales Fuerzas Armadas marroquíes, heredadas en
1975 del Ejército español y luego ampliadas, tenían un aspecto externo polvoriento y desaliñado, debido sobre todo al inclemente clima desértico que
tenían que soportar. Aunque su apariencia podía hacer pensar a un observador poco atento que estarían ocupadas por tropas harapientas y poco
preparadas, la realidad era bien diferente. El GBI n° 1 era una de las unidades mejor equipadas y entrenadas del ejército marroquí.
Creados en los años 80 a partir de los Destacamentos de Intervención Rápida, el GBI n° 1 de El Aaiún y su hermano gemelo el GBI n° 2 de
Dakhla, eran unidades de la entidad de una brigada reforzada, formadas por dos escuadrones acorazados y dos de infantería mecanizada, apoyados
por ingenieros, artillería autopropulsada y antiaérea y su propio escalón logístico. En resumen, unidades muy móviles y con gran potencia de fuego.
Su origen y razón de ser era la necesidad del ejército marroquí de contar con unidades especializadas en atajar cualquier penetración del Frente
Polisario en el territorio saharaui que las unidades de infan-tería atrincheradas en los muros defensivos de las áridas tierras de la frontera oriental,
no pudieran contener. Era cierto que hacía años que no se producían tales penetraciones, pero el ejército, a pesar de sus agobios presupuestarios,
mantenía aquellas unidades con un alto nivel de adiestramiento, sólo por si acaso.
Y, como para contradecir a nuestro poco informado observador, los soldados marroquíes del GBI n° i trabajaban a un ritmo y con una
eficiencia que hubiera hecho asentir con aprobación a cualquier sargento del Afrika Korps de Erwin Rommel. En menos de ocho horas desde la
recepción de las órdenes de puesta en marcha, los tanques T-72, unos cuarenta, que formaban el puño acorazado de la unidad y los obuses au-
topropulsados M-109 de 155 milímetros, estaban abastecidos de combustible y munición, y cargados en las góndolas pesadas de transporte,
semejantes a enormes camiones portacoches, que los habrían de transportar al norte. Los vehículos blindados de reconocimiento Panhard AML-90,
los blindados de transporte de tropas VAB, y los numerosos camiones de varios tipos y tamaños, estaban preparados para formar las columnas que,
moviéndose por sus propios medios, acompañarían a los tanques en su largo viaje.
Tras una última llamada telefónica a Rabat, el general de brigada al mando de la unidad salió al patio principal del acuartelamiento vestido con
uniforme de campaña y dio la orden a sus coroneles:
—¡En marcha!
Pocos minutos después, el centinela de guardia en la puerta principal levantó la barrera de control al paso del primer Nissan Patrol de la
Policía Militar, encargado de encabezar el convoy. El centinela tardaría casi dos horas en volver a cerrar la barrera.

Muy por encima del límite exterior de la atmósfera, a cuatrocientos kilómetros de altura sobre la vertical de El Aaiún, girando en una órbita
polar "baja", un satélite norteamericano KH-12 Ikon estaba siendo testigo de la salida del convoy marroquí. Con una masa de diecinueve toneladas,
el satélite de última generación estaba equipado con cámaras digitales capaces de tomar fotografías de una resolución casi increíble. En realidad era
también muy capaz de "ver" de noche o con malas condiciones meteorológicas, pero en ese momento no necesitaba tal capacidad. La atmósfera de la
tarde saharaui era suficientemente clara. Ni siquiera había demasiado polvo en suspensión en el aire, aunque esto último iba a cambiar en cuanto la
gran columna de vehículos militares adquiriese velocidad. Según el satélite filmaba la superficie terrestre, iba enviando los datos a otro ingenio, éste
mucho más lejano de la tierra, a unos treinta y seis mil kilómetros, situado en órbita geoestacionaria. Desde allí, la señal fue amplificada y repetida a
una estación terrestre de seguimiento y comunicaciones. Pocos segundos después, la imagen ya reconstruida digitalmente, apareció en los monitores
de un técnico norteamericano.
Chantilly, Virginia, Estados Unidos de América.

El técnico del NRO, acrónimo de National Reconnaissance Office, observó el convoy en su monitor. Advertido por sus superiores para que
buscara signos de movimientos de tropas españolas o marroquíes, se dio cuenta de inmediato que aquello encajaba dentro de los hallazgos que
debía notificar. Mientras intentaba mejorar la calidad de la imagen en su pantalla, pulsó una tecla de acceso directo en el teclado del ordenador.
Esa tecla le pondría en comunicación con su supervisor, que contestó a la llamada casi de inmediato.
—Dime Norman, ¿tienes algo interesante? 4
—Así es señor —contestó el técnico por su micrófono acoplado a los auriculares —. Pero sería mejor que lo viera usted mismo. ¿Le mando
las imágenes?
—No hace falta, Norm, ya me paso yo por allí. Gracias.
Un minuto después, el supervisor de turno, un veterano de los viejos tiempos de la guerra fría, se inclinó sobre el hombro del técnico y
miró el monitor. Dado que el satélite enviaba nuevas imágenes cada pocos segundos, el efecto era casi de una filmación. Salvo porque los objetos
se movían a saltos, podrían haber estado viendo una película. Y de hecho lo hubieran podido hacer de ser necesario. El satélite podía enviar
vídeo en tiempo real, sólo que en aquel caso no era realmente imprescindible. Después de unos cinco minutos, la imagen del convoy dejó de
verse, sustituida por la de un desierto exactamente igual a cualquier otro desierto.
El supervisor se irguió con un quejido y una protesta contra el maldito lumbago y pidió la grabación completa. El técnico ya la
teníapreparada y con un clic del ratón la transfirió a un CD virgen. Cuando el disco salió de la ranura de la grabadora, le pegó una etiqueta salida
simultáneamente de la impresora y se lo entregó al supervisor.
—Creo que voy a mandar esto a Langley, Norm, buen trabajo.
Langley era la sede de la CIA, núcleo duro de la gran comunidad de inteligencia norteamericana de la que formaba parte la propia NRO. Las
relaciones entre las dos agencias eran necesariamente estrechas, y, aunque ocasionalmente se producían los roces habituales en cualquier buro-
cracia, en general se relacionaban con fluidez.
Quince minutos después, transmitida por correo electrónico seguro, la grabación de las tropas marroquíes formando largas columnas
blindadas hacia el norte se encontraba en el disco duro del ordenador del subdirector de inteligencia de la CIA. Él sabría que hacer con ella. Pasaban
unos minutos del mediodía, hora de la Costa Este.

Mar de Alborán.

Seis husos horarios más al este, pasadas las seis de la tarde, la escuadra formada por los patrulleros Vigía e Infanta Cristina, navegaba a casi
veinte nudos aproada a poniente. Alcanzarían el estrecho de Gibral- tar ya de noche cerrada.
A bordo del Vigía, los miembros del equipo de Inhiesta dormitaban en el sollado de la marinería. No así el capitán, que se encontraba en el
puente de mando con el comandante del patrullero. Hacía pocos minutos habían recibido un mensaje del Centro de Conducción de Operaciones del
Ministerio de Defensa, desde donde se coordinaba todo el operativo: el componente "Alfa" de la misión había alcanzado su posición de espera. Ellos
serían "Bravo". A medianoche recibirían la orden definitiva para activar o cancelar Papa Foxtrot. Cinco horas todavía de espera, pensó Inhiesta con
fastidio. ¿Dónde había leído que la vida del soldado consiste sobre todo en esperar? No lo recordaba, pero era cierto. Muy cierto.
Después de un rato de mirar al mar sin ver otra cosa que agua y algún mercante lejano, el capitán decidió intentar dormir un rato. No le
vendría mal en cualquier caso, y el catre del camarote del capitán de corbeta que mandaba el Vigía no tenía mal aspecto. El comandante de la
Armada había sido muy amable al ofrecérselo y hubiera estado feo rechazarlo, pensó con una sonrisa interior.

Madrid.

Se sentía fresco como una lechuga. O lo más parecido que se podía imaginar, pensó Juan Carlos Talavera. Con grave riesgo para la estabilidad
de su matrimonio, Talavera había decidido quedarse a dormir en "La Casa". El CNI disponía de algunas habitaciones previstas para casos
semejantes, y, cuando por fin hubo terminado su turno a las ocho de la mañana, el analista no se había sentido con fuerzas para coger el coche y
conducir media hora por la atestada carretera de la Coruña, de modo que había llamado a su mujer para luego caer en coma en una de esas
habitaciones. Se había despertado a las cuatro de la tarde, preguntándose cuándo había sido la última vez que había dormido ocho horas seguidas.
Su plan original había sido irse a casa y quedarse allí, con un poco de suerte, hasta la mañana siguiente para intentar sincronizar su horario a un
ritmo diurno, pero antes tenía que pasar por la oficina a ver cómo iban las cosas y, naturalmente, se tuvo que quedar.
A eso de las seis había entrevistado a la periodista Nadia Hachmi y su marido. Menuda historia. Al principio Hachmi no se había mostrado
demasiado inclinada a colaborar. Talavera había tenido que esforzarse en explicar a la periodista que, si, Dios no lo quisiera, se llegaba a un en-
frentamiento armado, el hecho de que España conociera lo mejor posible el dispositivo marroquí a bordo de la Canarias i contribuiría decisiva-
mente a evitar bajas en uno y otro bando. Eso la había convencido y a partir de ese momento, había demostrado una capacidad de observación
sencillamente impresionante. El analista del CNI había comprendido entonces que las reticencias de Nadia no se debían a que estuviera intimidada
por el ambiente un tanto peliculero del interrogatorio, sino a que no deseaba sentirse culpable de la desgracia de los que, dijese lo que dijese su
pasaporte, seguían siendo sus compatriotas. Y la verdad era que no era difícil comprenderla.
La historia de Alfredo Suárez era, a ojos de Talavera, aún más interesante. La pena era que el médico ceutí no hubiera sonsacado más in-
formación al santón de Hammadi. Una hora después de concluir la en-trevista, Talavera seguía dándole vueltas a la manera de aprovechar la
relación de Suárez con Hammadi, pero no terminaba de concretar nada.
Cuando terminaron las entrevistas, Juan Carlos había pedido a un funcionario que acompañara al matrimonio a casa de los padres de Suárez,
no sin antes darles las más efusivas gracias en nombre del Gobierno y hacerles firmar un denso compromiso de confidencialidad. Talavera les había
pedido que se mantuvieran localizables por lo menos durante dos semanas. Sólo por si acaso.

El timbre del teléfono interrumpió al analista mientras escribía el informe de su entrevista. Levantó el auricular sin apartar la vista de la
pantalla del ordenador.
—Talavera, dígame.
—¿Juan Carlos? ¿Cómo que tu estás mi hermano?
A pesar de que hacía varios meses que no hablaba con él, Talavera reconoció de inmediato la voz de su interlocutor. El tono jovial y el cerrado
acento cubano, que cinco años en Madrid apenas habían matizado, identificaban sin duda a Ismael Ferrero. Nacido en Miami de padres cubanos,
Ferrero había trabajado como agente de campo de la CIA en Cuba durante diez años, antes de que tuviese que salir de la isla con el contraespionaje
de Fidel Castro respirándole en el cogote. Desde entonces estaba destinado en Madrid, un lugar decididamente menos hostil para un
cubano—americano, que La Habana. Durante su primer año en la estación de la CIA en Madrid, había conocido a Talavera, que por aquel entonces
actuaba como enlace oficioso entre la CIA y el CNI. Ambos se habían hecho buenos amigos y habían mantenido la amistad, si bien en los últimos
tiempos no habían tenido ocasión de verse muy a menudo.
Después de unos minutos para ponerse al día de sus respectivas vidas, Ferrero entró en materia:
—Óyeme Juan Carlos, ¿tú te puedes pasar dentro de un rato por Serrano? —la embajada norteamericana estaba situada en la calle Serrano de
Madrid—. Al jefe le gustaría verte y enseñarte algo.
—Pues claro, hombre. Ahora son... las siete y media. ¿A las ocho y media?
Talavera sabía que Ismael no le llamaría en medio del jaleo en el que estaba metido si no hubiera una buena razón. Esperaba que al menos
fueran buenas noticias.
—A las ocho y media sharp, mi hermano.

Juan Carlos Talavera se las arregló para ser puntual, a pesar del tráfico infernal de la carretera de la Coruña, la M-30 y la Castellana. Ismael
Ferrero le esperaba en el parking de la embajada. Tras abrazarle afectuosamente, le condujo a la primera planta del edificio, donde tenía su despacho
John H. Jameson, jefe de estación de la CIA en Madrid. Cuando Talavera entró al despacho, el cubano se quedó fuera despidiéndose con un gesto.
—Buenas tardes, señor Talavera. Le agradezco que haya venido tan deprisa —dijo el oficial norteamericano, levantándose de su butaca para
estrecharle la mano—. Ferrero me ha hablado mucho de usted. Le tiene en mucha estima.
Jameson no era exactamente un espía. Su cargo era más diplomático que operativo, como solía ocurrir 5 en la mayor parte de los países aliados
de Washington. Eran sus subordinados los que hacían el trabajo de campo mientras él se dedicaba a coordinar las actividades de la agencia con el
Gobierno español cuando el Gobierno tenía conocimiento de tales actividades. Lo cual, por supuesto, no ocurría siempre.
—Encantado de conocerle, señor Jameson. Entiendo que deseaba usted enseñarme algo importante.
El jefe de estación sacó un sobre de tamaño folio del cajón superior de su escritorio. Sin decir nada lo depositó sobre la mesa para que Tala-
vera lo abriera. Juan Carlos lo hizo. El sobre contenía cinco fotografías de tamaño A-4 muy similares entre sí. Sólo cambiaba el nivel de zoom de las
fotos. Todas ellas mostraban lo que parecía una columna blindada saliendo de un gran acuartelamiento en un terreno árido y polvoriento. Si no se
encontrara metido de lleno en el análisis de la crisis con Marruecos, aquellas fotos hubieran podido corresponder a cincuenta países distintos. O
quizá no tantos, pensó Talavera al percatarse del número de vehículos que se veían. Naturalmente, el analista no dudó ni por un segundo que se
trataba de Marruecos. Tampoco tuvo muchas dudas respecto al significado de las imágenes.
Jameson dejó pasar un par de minutos y luego habló:
—Señor Talavera, un pájaro KH-12 tomó esas fotografías esta tarde sobre El Aaiún, en el Sahara Occidental. El Gobierno de mi país me
hapedido que se las entregue. Naturalmente, usted sabe que el origen de la información debería mantenerse digamos... en el anonimato.
Talavera dio las más efusivas gracias a su anfitrión, que le prometió que el material seguiría llegando regularmente. Luego se disculpó por las
prisas y salió del despacho. Ismael Ferrero le esperaba fuera.
—¿Algo interesante, mi amigo? —dijo con un guiño.
—Joder, compañero, pero que muy interesante.

El Centro de Conducción de Operaciones del Ministerio de Defensa parecía el decorado de una película sobre la Tercera Guerra Mundial. Los
uniformes eran diferentes, pero todo lo demás estaba allí: los monitores con presentaciones tácticas de unidades representadas por símbolos, los
mapas de gran tamaño, los relojes sincronizados con diferentes husos horarios. Y sobre todo la sensación de urgencia que transmitían los atareados
militares y civiles que se afanaban sobre los costosos equipos electrónicos.
En su despacho, adyacente a la sala principal, el JEMAD hablaba por teléfono con el ministro de defensa cuando apareció Juan Carlos Talavera
ante la puerta abierta, acompañado por un teniente que no parecía totalmente seguro de haber hecho bien en permitirle entrar. Talavera esperó
hasta que el jefe de estado mayor le indicó con un gesto que pasara. Ambos se conocían personalmente desde hacía sólo veinticuatro horas. El
director del CNI había presentado a Talavera a la Junta de Jefes de Estado Mayor para que presentara las conclusiones de su análisis la tarde
anterior.
Cuando el JEMAD colgó, Talavera sacó el sobre y lo abrió sin más preámbulos.
—General, discúlpeme por presentarme así, pero acabamos de recibir información importante y creí que usted necesitaba conocerla de
inmediato. El director me pidió que viniera directamente aquí. El mismo está de camino.
Mientras Juan Carlos hablaba, el general miraba las fotos detenidamente. Por fin, silbando por lo bajo de forma admirativa, levantó la cabeza.
—¿Los americanos?
—Bueno, en realidad no sé si puedo comentar la fuente de estas fotos, pero...
—Déjelo, Tarancón, da igual. Está claro que el Vaticano no ha sido.
—Talayera.
-¿Qué?
—Mi nombre, general, es Talayera.
El JEMAD agitó la mano en el aire con un deje de impaciencia.
—Eso, Talayera. Bueno, ¿y usted qué cree que significa esto?
Juan Carlos llevaba haciéndose esa pregunta desde el mismo momento de recibir las fotos. Estaba claro que no eran buenas noticias, pero no
podía precisar cómo de malas eran.
—En el mejor de los casos están desplazando importantes fuerzas blindadas al norte por simple precaución. En el peor, están pensando en
emplearlas contra nosotros en los dos únicos sitios donde pueden hacerlo.
—Ceuta y Melilla, claro.
-Claro.
El general miró la fecha y la hora impresa en una esquina de las fotos, junto a las coordenadas donde habían sido tomadas. Hacía unas cuatro
horas que se habían tomado las fotos, observó impresionado. ¿Cómo coño se las habrían arreglado los americanos para pasárselas tan rápido al CNI?
Sin duda debían haber establecido un protocolo de entrega inmediata. Bueno, pensó el JEMAD, si los yanquis seguían mostrándose tan eficientes y
tan dispuestos a cooperar, su trabajo sería bastante más fácil. Dejando las fotos y sus gafas sobre la mesa, el general se dirigió a Talavera, aunque
más bien parecía pensar en voz alta.
—Desde El Aaiún hasta Ceuta y Melilla hay unos mil quinientos kilómetros, y no precisamente de autopista. Si consideramos que una columna
blindada de entidad de brigada puede hacer una media de unos veinte kilómetros por hora contando paradas técnicas, podemos esperar que lleguen
en unas setenta y dos horas, o algo más. O sea, hacia estas horas del jueves día quince.
—¿No pueden ir más rápido? —preguntó Talavera.
—Pueden, pero no deben. Estamos hablando de un montón de cosas verdes circulando muy apretadas por carreteras no muy buenas. Sufrirían
muchas averías y el riesgo de accidentes no es pequeño. En fin, que incluso si fueran más rápido no pueden estar frente a las plazas en menos de
cuarenta y ocho horas en ningún caso, y eso es lo que cuenta.A efectos de la operación de esta noche no nos afecta. Lo que hay que valorar de
momento son las implicaciones políticas
Estrecho de Gibraltar.

Mientras la Infanta Cristina se mantenía prudentemente alejada de la costa, el patrullero Vigía alcanzó su posición de espera, a unos mil
metros al nordeste de la isla Perejil, minutos antes de la medianoche. El capitán Inhiesta, de nuevo en el puente de mando del patrullero comple-
tamente oscurecido, intentó ver el perfil de su objetivo, pero no lo logró. Desde última hora de la tarde, un frente de nubes bajas había ido cubriendo
la zona. Era un golpe de suerte para el equipo del MOE. Cuanta mayor fuera la oscuridad, mejor para ellos.
—¿Nos verán desde la costa? —preguntó.
El comandante del patrullero se encogió de hombros:
—Si no tienen visores térmicos es muy difícil. No llevamos luces y la noche es todo lo oscura que se puede pedir, aunque nunca se sabe. De
todos modos llevamos dando vueltas por aquí desde el principio. Si nos llegan a ver, no creo que se sorprendan mucho.

Dos millas al oeste del Vigía se encontraba otro patrullero, el P 15 Acevedo, de la clase Barceló, que había llegado a la zona procedente de Rota
a eso de las siete de la tarde. Para un observador externo, el Acevedo llegaba para relevar a otro patrullero de su misma clase, el Laya, que se había
alejado ostensiblemente de la isla con rumbo oeste. Pero el P 15 transportaba algo que no había llevado su gemelo.
El teniente Delgado, del Tercer Estol de la Unidad de Operaciones Especiales de la Infantería de Marina llevaba puesto ya su equipo completo
de buceador de combate, con excepción de las aletas, que llevaba colgadas del cinturón y las gafas de buceo que había sustituido por unas gafas de
visión nocturna. Desde la cubierta de popa del Acevedo podía ver con nitidez la costa de la isla Perejil. Mirando hacia el este distinguió también la
silueta del Vigía. Era casi la hora. Con un gesto automático, sacó de su bolsa impermeable el pequeño pero potente equipo de comunicaciones
tácticas y se ajustó los auriculares y el micrófono.
—Bravo uno, aquí Alfa uno probando radio, ¿me recibes?
—Cuatro sobre cuatro, Alfa uno —contestó Inhiesta desde el otro barco.
—¿Tenemos luz verde?
—Negativo Alfa uno, faltan cinco minutos. Ten paciencia y mantén silencio radio.
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Delgado apagó la radio y resopló. No le hacía ninguna gracia estar a las órdenes de un tío del Ejército de Tierra, sobre todo cuando su equipo
iba a llevar a cabo la parte más crítica de la misión, pensó, pero el fulano era capitán y él teniente y no había más narices que aguantarse. Se dio la
vuelta para controlar a sus hombres. El equipo "Alfa" estaba compuesto por dos cabos, además del teniente. Los tres eran expertos bu- ceadores de
combate, entrenados para acercarse a la costa bajo el agua en absoluto silencio y luego desenvolverse en tierra con igual facilidad. Delgado controló
el equipo de respiración autónoma de uno de los cabos mientras el otro inspeccionaba el suyo. Luego repasaron sus armas, preparadas para ser
utilizadas después de una prolongada inmersión. También hicieron lo propio con sus equipos de visión nocturna y comunicaciones. Cuando todo
estuvo listo, se sentaron en la cubierta del patrullero a esperar.

Madrid.

El Gobierno había tomado la decisión a mediodía. Las declaraciones del primer ministro marroquí en televisión por la mañana, habían
despejado las dudas de los miembros del ejecutivo más reticentes al uso de la fuerza. Marruecos no se iba a retirar. Así de simple. Y, a juzgar por lo
que el JEMAD le había contado al ministro de defensa un par de horas antes, no sólo no se iba a retirar sino que estaba adoptando una actitud cada
vez más agresiva.
A las doce menos cinco de la noche, el presidente del gobierno tomó el teléfono y llamó al ministro de exteriores. No había ninguna novedad de
última hora. No era que la esperasen, pero el ministro había intentado hablar con su homólogo marroquí una vez más, sin ningún éxito. El
presidente colgó y se quedó sentado al escritorio de su despacho mirando al teléfono. A las doce en punto sonó. Era el titular de defensa quien estaba
al otro lado de la línea. Con voz un tanto lúgubre pidió alpresidente autorización para ordenar el inicio de la operación Papa Foxtrot.
El presidente había pensado mucho durante los días previos en el momento que acababa de llegar. Pero dar la orden fue más fácil de lo que
había imaginado. Simplemente no había alternativa. Ninguna.
—Adelante —dijo sin añadir nada más. Luego colgó.
13 de septiembre

Isla Perejil, Estrecho de Gibraltar.

El sargento Dahamani no podía dormir. Miró otra vez su reloj: las diez, las doce para los españoles. Era demasiado temprano para su gusto y
además tenía calor. La capa de nubes bajas que se había ido formando a última hora de la tarde impedía que el calor del día se irradiase al espacio,
formando un efecto invernadero local sumamente desagradable. Con un gruñido salió de su saco de dormir y se levantó, mientras que cuatro
gendarmes dormían como benditos en su precario vivac. Sin nada que hacer en todo el día, habían adoptado horario de granja, levantándose al
amanecer y acostándose nada más hacerse de noche. Sólo estaba despierto Dahamani y el cabo que hacía la primera guardia, allí en lo alto de la roca.
Cuando el sargento encendió su cigarrillo, el cuarto desde que se había "acostado", comprobó que la llama del mechero permanecía inmóvil. Ni
un soplo de brisa. El único sonido que se oía, aparte de la respiración de sus gendarmes, era el suave murmullo del mar, casi totalmente en calma.
Daba hasta miedo tanto silencio, pensó Dahamani mientras buscaba un sitio algo apartado para orinar.

La orden de Madrid llegó al patrullero Vigía a las cero horas cuatro minutos. El comandante de la nave se apresuró a transmitírsela al capitán
Inhiesta, y éste, a su vez, llamó al teniente Delgado a través de su sistema táctico. La suerte, como rezaba el viejo adagio, estaba echada.
—Recibido, Bravo uno, iniciamos inserción.
El teniente Delgado se ajustó las gafas de inmersión y se colocó la boquilla del equipo de oxígeno. Con una señal a sus hombres, se dejó caer al
agua desde la escalerilla colocada en el espejo de popa del Acevedo sin hacer ruido. Los otros dos buceadores le siguieron.Delgado controló la esfera
luminosa de su brújula y su profundí- metro. En cuanto alcanzó los dos metros de profundidad empezó a nadar hacia la costa de la isla Perejil, a unos
setecientos metros de distancia. El teniente no veía absolutamente nada, pero su experiencia le ayudó a no desorientarse. Mirando la brújula y el
reloj a intervalos regulares, iba calculando la distancia recorrida. Cuando estimó que debía estar a mitad de camino, subió lentamente a la superficie
y sacó la cabeza en silencio. No podía utilizar las gafas de visión nocturna, pero ya se distinguía vagamente la mole de la isla, un agujero negro en
mitad del cielo sólo ligeramente más luminoso. Se sumergió de nuevo y siguió nadando. Aunque nadar en mar abierto en mitad de la noche trae a la
cabeza del buceador más experimentado toda clase de imágenes de pesadilla, el mayor peligro en esa fase de la misión era la posibilidad de tropezar
con una roca sumergida. Pero Delgado estaba bastante tranquilo al respecto. Sabía que no había rocas a ras de superficie hasta la misma orilla de la
isla, y el punto elegido para la infiltración era relativamente poco accidentado. Así y todo, cuando calculó que quedaban unos cien metros para llegar,
volvió a salir. El último trecho lo haría prácticamente a ras de la superficie.
El cabo Hammu, de la Gendarmería Real de Marruecos hacía guardia en el punto más elevado de la isla de Leila. Al igual que sus compañeros,
estaba más que harto de la situación y sólo le aliviaba la promesa de que serían relevados al amanecer por la Infantería de Marina. Pero todavía
quedaban... ¿seis horas? Sacó su mechero y lo encendió para mirar el reloj a la luz de la llama. No era una buena idea por dos motivos: uno, porque
como todo el mundo sabe, el tiempo pasa más despacio cuanto más miramos el reloj, y dos, porque la breve exposición de sus ojos, acostumbrados a
la oscuridad, a la brillante llama del encendedor desencadenó el reflejo pupilar, que contrajo sus pupilas para proteger las delicadas células de la
retina. Cuando apagó el mechero, no veía nada. Sólo la imagen de la llama, que se fue desvaneciendo lentamente.

El teniente Delgado presintió la cercanía del fondo bajo él. Aunque no lo veía, de algún modo lo podía sentir. Es curioso cómo se agudizan los
sentidos cuando no podemos usar la vista, pensó. Con cuidado estiró la mano enguantada hacia abajo y efectivamente, tocó el fondo rocoso.
Extremando las precauciones, sacó la cabeza del agua e hizo pie en el fondo. El mar estaba casi completamente en calma, con sólo unas pequeñas
ondulaciones que no merecían el nombre de olas y que apenas hacían ruido al romper en la orilla. Ahora, la isla Perejil ocupaba todo su campo
visual. Se quitó las gafas de inmersión y sacó de su funda impermeable las de visión nocturna. Comprobó que la funda las había protegido
adecuadamente y se las puso. Con un gesto automático, cerró los ojos mientras conectaba el interruptor, asegurándose que estaban graduadas a la
mínima intensidad lumínica. Cuando abrió los ojos, el mundo había cambiado por completo. Ya no era negro, sino verde, y los distintos tonos no
indicaban colores, sino la intensidad relativa de la luz. Girando la cabeza a ambos lados, comprobó que sus hombres habían llegado también a tierra
firme sin novedad. Con un gesto les indicó que se desplegaran y buscaran cobertura para preparar el resto del equipo. Él eligió una gran roca para
acuclillarse junto a ella. Metódicamente revisó su fusil y lo armó. Luego se colocó los auriculares y el micrófono de su radio táctica y habló en voz
baja.
—Aquí Alfa uno, inserción completada sin novedad. ¿Me recibes Bravo uno?
Pasaron unos segundos y no hubo respuesta. Fugazmente, Delgado pensó que la isla, interpuesta entre su equipo y el del capitán Inhiesta,
podía estar interfiriendo las comunicaciones, pero en teoría no debía ser así. Insistió:
—Aquí Alfa uno, ¿me recibes Bravo uno?
—Aquí Bravo uno, te recibo tres sobre cuatro, Alfa. Confirma inserción.
—Confirmada Bravo uno. Procedo a subir. Corto.
—Roger, Alfa uno. Nosotros iniciamos inserción ahora. Suerte.
Delgado buscó el camino más apropiado y con mucho cuidado, inició la ascensión de la escarpada pendiente occidental de la isla Perejil. Los
otros dos infantes de marina le siguieron.

Mientras los buceadores de combate trepaban la ladera occidental de la isla, el capitán Inhiesta bajó por la escala colocada en la banda de
estribor del Vigía hasta el nivel del agua. Uno de sus soldados le agarró por la cintura y le ayudó a acomodarse en la pequeña embarcación neumática
que le esperaba. Había dos de aquellos botes. Inhiesta man-daría uno y el sargento Pazos el otro. Aunque las pequeñas embarcaciones admitían la
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colocación de un motor eléctrico fueraborda, la escasa distancia y la necesidad de discreción aconsejaban recurrir a los remos como fuerza motriz.
Los cabos y soldados se encargarían de ellos. A la orden del capitán, empezaron a remar silenciosamente hacia la isla.
Desde el puesto de vigilancia del centinela, los botes de asalto españoles eran totalmente invisibles. Incluso un soldado profesional bien
entrenado hubiera tenido dificultades para detectarlos, pero el cabo Hammu era un policía y no había recibido entrenamiento específico en la
materia. Con su visión nocturna arruinada por sus frecuentes consultas al reloj y algún cigarrillo ocasional, veía el mar negro como el alquitrán y los
botes neumáticos eran manchas negras sobre más negro. Pero tampoco iba a tener demasiado tiempo para observar el mar. A los seis minutos
exactos de la llegada de los buzos de la infantería de marina a la orilla, una fuerte mano enguantada le tapó la boca mientras lo que sólo podía ser un
cuchillo de grandes dimensiones se apoyaba en su garganta, justo por debajo del ángulo izquierdo de su mandíbula. Quienquiera que le hubiese
agarrado, era evidente que deseaba que se quedase quieto y callado, y Hammu no tenía la menor intención de contradecirle. Pocos segundos después
estaba firmemente maniatado y una ancha cinta adhesiva impedía cualquier posibilidad, en el caso de que estuviese tan loco como para intentarlo,
de gritar. De forma un tanto incongruente, dadas las circunstancias, Hammu se preguntó por el estado en que quedaría su bigote cuando por fin le
quitasen la mordaza.
Una vez neutralizado el centinela, uno de los cabos de la UOE del Tercio de Armada se quedó junto a él para recordarle con su presencia la
inconveniencia de armar jaleo, mientras Delgado y el otro cabo rastreaban rápidamente la parte alta de la isla con sus gafas de visión nocturna, para
cerciorarse de que no había más gente de guardia. Los informes de inteligencia decían que no, y además, si el contingente marroquí constaba sólo de
seis hombres, no era probable que hubiera más de uno en cada turno de guardia. Pero así y todo se aseguraron. Fue fácil y rápido. En un par de
minutos se convencieron de que efectivamente no había nadie más.
—Alfa uno a Bravo uno. Objetivo neutralizado. Mi zona está asegurada. Repito, mi zona está asegurada.
A bordo de su pequeño bote, ya a menos de cien metros de la isla, Inhiesta acusó recibo del mensaje. Inmediatamente llamó al Vigía, aunque a
bordo del patrullero habían recibido también la transmisión de Delgado.
—Bravo uno a Papa tres Víctor.
—Te recibo Bravo uno.
—Alfa ha completado su parte. Nosotros estamos a punto de entrar. Avisen a Ánsar para que entre en diez minutos.
"Ánsar" era un helicóptero SH-60B Seahawk de la Décima Escuadrilla de al Flotilla de Aeronaves de la Armada que en esos momentos
permanecía a la espera sobre la cubierta de vuelo de la fragata Victoria, amarrada al muelle en el puerto de Ceuta. En cuanto recibieron el aviso del
Vigía, el helicóptero, cuya tripulación llevaba una hora sentada en sus puestos, arrancó sus turbinas General Electric que pronto entregaron toda su
potencia al rotor. Un par de minutos después estaba en el aire y giraba sobre sí mismo para poner rumbo a mar abierto. A través de la puerta de su
costado derecho asomaba una ametralladora GAU-16 de siniestro aspecto. Del costado izquierdo colgaban cuatro misiles AGM-114M Hellfire, sólo
por si las cosas llegaban a ponerse realmente feas.

El capitán Inhiesta fue el primero en saltar a tierra. La cabo Ramírez y el soldado que compartía con ellos el bote, le siguieron enseguida. Los
tres se desplegaron en abanico de inmediato, dejando la embarcación varada entre dos rocas. Cien metros al norte, el sargento Pazos y su equipo
hicieron lo mismo. Entre ambos, los gendarmes marroquíes dormían en sus sacos ajenos a lo que ocurría a su alrededor.
Inhiesta miró hacia su izquierda. Recortándose en lo alto del barranco pudo ver la silueta verde fosforescente de un hombre. Era el teniente
Delgado, que le hizo una señal con la mano. Al mismo tiempo escuchó su voz en los auriculares.
—Son tuyos, Bravo. No se han enterado de nada.
Inhiesta no contestó. Delgado podía ser un bocazas, pero había hecho su trabajo con una limpieza total. Ahora le tocaba a él dejar en buen lugar
al Ejército de Tierra, aunque visto lo visto, aquello iba a re-sultar demasiado fácil para ser divertido. Miró su reloj. Faltaban dos minutos para que
entrase el helicóptero. Hora de tomar posiciones.
El sargento Dahamani se despertó otra vez. Menuda mierda, pensó con la mente todavía nublada por el sueño, la última noche allí y no era
capaz de dormir decentemente. Lo cierto era que estaba nervioso. Sin salir del saco miró la esfera fosforescente de su reloj. ¿Cuánto había dormido?
¿Una hora? Seguramente menos. Mientras pensaba si fumarse otro cigarrillo, un sonido se abrió paso hacia su conciencia. Era... sí, era un
helicóptero, y sin duda se acercaba. Repentinamente alerta, casi saltó fuera de su saco de dormir, buscando su arma.

—Aquí Bravo dos. Parece que uno se mueve... ¡Confirmado Bravo uno, se está moviendo!
La voz del sargento Pazos sonó una octava más alta de lo normal en los auriculares de Inhiesta. Efectivamente, uno de los marroquíes se había
levantado y parecía mirar a su alrededor. Más allá, Pazos corría para acortar rápidamente distancias con el marroquí. Llegó enseguida y saltó sobre
él. Parecía un jugador de rugby en pleno placaje. El resto de los miembros del equipo de operaciones especiales le imitaron, saltando cada uno sobre
un marroquí. Fue efectivo, aunque poco elegante en términos militares. En menos de un minuto, y sin usar las armas, los boinas verdes habían
inmovilizado a todos los gendarmes marroquíes. Para cuando el helicóptero apareció haciendo vuelo estacionario sobre lo que había sido el vivac
marroquí, su presencia no era ya necesaria. Cuando Inhiesta se levantó, polvoriento tras su breve lucha cuerpo a cuerpo con un gendarme marroquí
dormido y enfundado en un saco de dormir, miró hacia el barranco para comprobar si Delgado seguía allí. Pero no necesitaba verlo, las carcajadas
que oía en su radio táctica le dijeron que el infante de marina lo había visto todo.

La operación fue un completo éxito. Sólo quedaba evacuar a los gendarmes marroquíes, operación que fue llevada a cabo en dos viajes por el
Seahawk de la Armada, que los transportó al helipuerto de Ceuta, donde quedaron bajo la custodia de la Comandancia General de la ciudad. Los
boinas verdes del MOE viajaron también en dos turnos con los prisioneros y el teniente Delgado y sus buceadores de combate fueron recogidos por
la embarcación semirrígida de dotación en el patrullero Acevedo. A las cuatro de la madrugada del día trece de septiembre, hora peninsular
española, las dos en Marruecos, la isla Perejil estaba de nuevo deshabitada tras haber sido ocupada por los marroquíes durante cuatro días y por los
españoles durante menos de cuatro horas.

Madrid.

Cuando se recibió en el Centro de Conducción de Operaciones del Ministerio de Defensa la transmisión del capitán Inhiesta desde Ceuta dando
por cumplida la misión, el personal del centro prorrumpió en una cerrada ovación. El JEMAD participó en ella, aunque fue el primero en dejar de
aplaudir. Papa Foxtrot había sido un éxito rotundo, que incluso superaba al de Romeo Sierra, allá en 2002. Al fin y al cabo habían logrado el mismo
objetivo utilizando sólo un tercio de soldados y sin el enorme despliegue de apoyo aeronaval llevado a cabo tres años antes. De hecho, las únicas
aeronaves militares en vuelo durante la operación habían sido el helicóptero de la Armada directamente participante en la misión y el veterano
Boeing 707-300 de guerra electrónica del 408 Escuadrón del Ejército del Aire. La misión de este último había sido "oír, ver, y callar", y dar fe de la
absoluta falta de respuesta marroquí a la opé- ración española. Con un poco de suerte, pensó el JEMAD, el gobierno alauí se enteraría de lo ocurrido
por la televisión. No pudo evitar una sonrisa, aunque pronto la borró pensando en lo que podría ocurrir cuando se enteraran.
El jefe de estado mayor se volvió hacia el ministro de defensa, que había permanecido a su lado durante el desarrollo de la operación. Ahora
parecía más relajado, como todo el mundo en aquella sala.
—Señor ministro —dijo—, aún estamos a tiempo de desplegar un contingente defensivo en la isla.
El ministro se encogió de hombros:
—General, ya hemos hablado antes de eso. Sabe que comparto su opinión, pero en este punto estoy en minoría en el Gobierno. El presidente no
quiere poner a Marruecos entre la espada y la pared. No más de lo que ya está. Dejar la isla desguarnecida es un riesgo, es cierto, perotambién es un
mensaje a Rabat. Todavía podemos evitar males mayores. Sólo hace falta que estén dispuestos a ello.
El militar, a pesar de que conocía y apreciaba al ministro, no podía evitar cierta desconfianza ante la clase política en su conjunto. Y no era un
hombre que tuviera pelos en la lengua.
—No pensarán olvidar a los caídos en la Descubierta, ¿verdad? 8
El ministro de defensa miró al JEMAD a los ojos. Aquello iba a ser un problema. El golpe había sido muy duro para las Fuerzas Armadas, y los
militares querían justicia... o tal vez venganza. Y él los comprendía perfectamente.
—Nadie los va a olvidar, general. Tiene mi palabra. Pero tenemos que intentar pisar el freno de algún modo con esta crisis. Tarde o temprano
pasará y Marruecos va a seguir estando ahí al lado. Cuanto menos traumática sea para todos, tanto mejor.
Rabat, Marruecos.

El general Munjib, contra su costumbre, estaba profundamente dormido a las seis de la mañana. Llevaba varios días acostándose tarde y
necesitaba esas dos horas adicionales de sueño para seguir funcionando con normalidad. Desde el día diez tenía su radio-despertador sintonizado
con Radio Exterior de España. Lo que decían en España le interesaba más que las sosas emisiones de las emisoras locales. Para cuando acabó la
sintonía del noticiario ya estaba completamente despierto.
"—Buenos días, son las ocho de la mañana, las siete en Canarias. Según un comunicado hecho público hace pocos minutos por la oficina de
prensa del Ministerio de Defensa, unidades de operaciones especiales del Ejército de Tierra y de la Infantería de Marina han tomado la isla de Perejil
a primeras horas de la madrugada de este martes. La operación, que ha durado menos de treinta minutos, se ha saldado sin bajas españolas ni
marroquíes. Las tropas marroquíes que ocupaban la isla se encuentran bajo la custodia de las Fuerzas Armadas, que gestionan su pronta
repatriación. Se espera que el ministro de defensa comparezca en rueda de prensa a lo largo de la mañana para dar más detalles de la intervención."
Munjib apagó la radio con la boca seca. Alcanzó un arrugado paquete de cigarrillos que había quedado sobre la mesilla de noche y lo aplastó
con furia al comprobar que estaba vacío.
Tras confirmar con una llamada telefónica a su colega de Interior que los gendarmes de guarnición en Thoura no contestaban a las llamadas de
sus superiores, se vistió a toda prisa y se dirigió a su despacho en el ministerio. Llegó en menos de media hora y se puso a trabajar. Tenía un grave
problema entre manos. El relevo de los gendarmes por una compañía reforzada de la Real Infantería de Marina estaba previsto para las nueve de la
mañana, poco más de dos horas después. El plan original contemplaba hacer el relevo a plena luz del día. Munjib quería que los españoles lo vieran.
Eso les hubiera obligado a pensarse dos veces cualquier intento de tomar la isla. Bueno, podía tirar todos sus planes a la papelera, pero aún tenía que
decidir qué hacer con los infantes de marina. Desde luego no los podía hacer desembarcar en la isla sin conocer el despliegue defensivo español.
Estaba furioso ¿Acaso ningún plan iba a funcionar según lo previsto? Claro que no, se dijo. Ningún plan resiste mucho tiempo el contacto con la
realidad.

Punta Leona, Marruecos.

El mayor al mando de la Ia Compañía del 2o Batallón de Desembarco de la Real Infantería de Marina, con base en Alhucemas, se bajó de su
Hummer todo terreno en el punto donde terminaba la pista de tierra que conducía a la pequeña aldea de Tsaura, justo enfrente de la isla de Leyla.
Su cara, generalmente risueña, mostraba un gesto de fastidio. Acababa de recibir órdenes de Rabat que cancelaban el relevo de los gendarmes.
Tendría que haber destacado en la isla una de sus secciones, quedando las otras dos como apoyo en tierra firme. En lugar de eso, tendría que
desplegar la compañía completa por la costa cercana a la isla y esperar nuevas instrucciones. Le irritaba no tener preparada una línea de acción
clara, especialmente porque nadie se había molestado en explicarle el motivo del cambio de planes. Mientras esperaba a sus oficiales para organizar
el despliegue, el mayor escrutó el islote con sus prismáticos. Allí no había nadie.

Madrid.
El ministro de defensa había solicitado a primera hora de la mañana su comparecencia urgente ante la Comisión de Defensa del Congreso de
los Diputados. El motivo era bien conocido por todos, y lo que tenía que decir bien lo podría decir en una rueda de prensa, pero el momento era
delicado, y no quería herir susceptibilidades en la Oposición. Los legítimos representantes de la soberanía popular serían los primeros en escuchar
su informe. Luego habría tiempo para la prensa.
—Señora presidenta, señoras y señores diputados. En la madrugada de hoy, las Fuerzas Armadas españolas han restituido la isla del Perejil a la
legalidad internacional. En abierta violación del acuerdo de veinte de julio de 2002, que establecía la no permanencia de fuerzas militares o
funcionarios gubernamentales de ambos países, el Reino de Marruecos venía manteniendo un contingente armado en la isla desde el día nueve de
este mes. No habiendo atendido nuestros repetidos requerimientos para su retirada inmediata, este Gobierno se ha visto obligado a tomar medidas
conducentes a devolver a la isla del Perejil su "statu quo ante". Me es grato informar a sus señorías de que la operación ha podido ser llevada a cabo
con éxito sin que haya que lamentar bajas entre nuestras tropas ni tampoco entre los militares marroquíes que ocupaban la isla. Permítanme que
exprese por ello mi más calurosa felicitación a nuestras Fuerzas Armadas por su eficacia y profesionalidad. Permítanme informarles también de que,
una vez cumplida su misión, las tropas españolas han abandonado de inmediato la isla de Perejil, dando así cumplimiento al compromiso contraído
por España en el mencionado acuerdo de julio de 2002. El Gobierno desea fervientemente que Marruecos se atenga del mismo modo a lo acordado y
se abstenga de ocupar de nuevo la isla.

Rabat, Marruecos.

Driss Abdelar blasfemó en voz alta. No era costumbre del primer ministro de Marruecos hablar como un camellero, pero no lo pudo evitar. El
resto de los presentes en el despacho actuaron, naturalmente, como si no hubieran oído nada. Reunidos de nuevo frente al televisor, los ministros de
interior, economía, exteriores y defensa seguían atentamente la comparecencia parlamentaria del ministro español.
Cuando la retransmisión concluyó, un pesado silencio cayó sobre los reunidos. Una vez más, los acontecimientos habían desbordado sus
previsiones. El plan de Hassan Munjib no había tenido tiempo material de fructificar y ya había sido puesto en entredicho.
Sólo uno de los presentes aparentaba tranquilidad. Se trataba, cómo no, del ministro de asuntos exteriores.
—Bien, un problema menos del que preocuparnos —dijo Abdelka- der con parsimonia.
El primer ministro le miró como si se hubiera vuelto loco. Aquello no tenía ningún sentido. Pero Achmed Abdelkader no había terminado.
—Nunca fue nuestra intención ocupar Thoura. Ahora las cosas han vuelto al principio allí. Y lo que es más importante, los españoles han dado
una clara muestra de debilidad al dejar la isla desguarnecida. No están dispuestos a jugar duro con nosotros. Esa fue la enseñanza que sacamos el
año 2002, y España se está comportando dentro de nuestras expectativas. Se han vuelto predecibles, lo cual es una muy buena noticia.
Hassan Munjib no estaba del todo seguro de que eso fuera efectivamente así, pero había que reconocer que lo que decía el ministro de
exteriores tenía sentido. Ahora bien, la cuestión de la plataforma seguía sin resolver, y todo parecía indicar que España iba a actuar allí igual que en
el islote. Y pronto. Con un tono ligeramente dubitativo, expresó sus pensamientos en voz alta. Abdelkader parecía haberlo estado esperando.
—El general tiene toda la razón —dijo—. Es más que probable que en los próximos días los españoles intenten tomar la plataforma. Y lo harán,
casi con certeza, con la misma timidez que han exhibido en el estrecho de Gibraltar. No quieren perder su imagen de moderación ante su pueblo y
ante el mundo. Y por eso van a fracasar. El general Munjib, con su brillante plan de acción, nos ha dado la clave para contrarrestar a España. Es una
lástima que no haya llegado a tiempo para evitar la toma de Thoura, pero por otra parte ahora podemos estar más seguros de que triunfaremos, si
Dios quiere.
Driss Abdelar tosió. El discurso de Abdelkader era muy estimulante, pero tenía preocupaciones más inmediatas.

—¿Cuál va a ser nuestra reacción ante lo ocurrido esta mañana?


Abdelkader sonrió ligeramente:

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—Creo que es hora de que Su Majestad se dirija al pueblo. Cádiz.
La patrullera Acevedo se acercó lentamente al muelle de la Estación Naval de Puntales, junto a la fábrica de tabaco y al puente Carranza. El
teniente Delgado contemplaba desde la cubierta a los numerosos pescadores que lanzaban sus cañas desde el gran puente levadizo. Estaba cansado,
y de buena gana pasaría unos días pescando, pero sospechaba que no iba a poder.
El Tercio de Armada seguía acuartelado y no parecía que eso fuera a cambiar en los próximos días. Esperó pacientemente a que la tripulación
de la embarcación completase la maniobra de amarre para saltar al muelle. Allí le esperaba un Hummer del Estol de Mando y Plana Mayor. Junto al
vehículo, estaba nada menos que el teniente coronel al mando de la UOE.
Eso era un recibimiento, sí señor, pensó Delgado, guiñando el ojo a sus hombres. Pero el teniente coronel no sólo había ido a recibirles.
También tenía un nuevo encargo para ellos.

Madrid.

Juan Carlos Talavera llegó con retraso a la sala de vídeo de la sede del CNI. Musitó una disculpa al director y se sentó en la última fila, junto a
Ana Casado.
—¿Ha llegado? —preguntó en voz baja la joven analista.
—Ahora mismo. Luego te cuento.
La pantalla mostraba la emisión de RTM-Maroc, la cadena marroquí de emisión vía satélite. La retransmisión del mensaje de Su Majestad el
Rey de Marruecos y Comendador de los Creyentes, comenzó puntualmente. Cuando terminaron los acordes del himno nacional, la imagen del
monarca llenó la pantalla. Permanecía de pie tras un atril, junto a la bandera roja y verde. El Rey habló en árabe, como estaba previsto, mientras que
unos subtítulos en francés traducían el mensaje para asegurarse de que nadie dejaba de comprender el discurso. Talavera, a pesar de que tenía
nociones bastante aceptables de la lengua de Mahorna, agradeció los subtítulos, dejando de lado los auriculares que emitían una traducción
simultánea al castellano llevada a cabo por un especialista del CNI. El mensaje fue breve, apenas cinco minutos, y plagado de giros barrocos y citas
del Corán. En esencia no decía nada más allá de una exhortación genérica al pueblo marroquí a permanecer al lado de su monarca en los momentos
de dificultad que atravesaban. Pero no era la literalidad de lo dicho lo que interesaba a los hombres y mujeres reunidos en la sede del CNI, sino más
bien el tono general, la expresión y el lenguaje corporal del Rey. Cuando el mensaje terminó, los analistas y funcionarios se miraron entre sí. El gesto
que todos exhibían era el mismo: preocupación.
El programa especial de la televisión marroquí no había terminado. Al finalizar la alocución del Rey, estaba prevista una rueda de prensa del
ministro de asuntos exteriores. Las respuestas concretas a las preguntas que todos se hacían vendrían de los labios de Achmed Abdelka- der, que en
ese momento ocupaba su asiento tras una mesa de conferencias en la sede del Gobierno alauí, a donde se había trasladado la retransmisión desde el
palacio real de Rabat.
El ministro de exteriores marroquí, impecablemente vestido como siempre, mostraba una pétrea expresión en su cara. Evidentemente no' tenía
buenas noticias que contar.
—Señoras y señores —dijo Abdelkader, directamente en francés para alivio de Talavera—, esta noche el Gobierno español ha dado un paso más
en su política de abierta hostilidad contra el Reino de Marruecos. En un nuevo acto de imperialismo colonialista, sus tropas han invadido el suelo de
la Patria. Marruecos ha sido muy paciente, pero es la dignidad de todo un pueblo lo que está enjuego. El Reino de Marruecos desea la paz con España
y con todas las naciones, pero no tolerará más agresiones. Por lo tanto: El Reino de Marruecos exige solemnemente de España la inmediata retirada
de sus tropas de todos los territorios marroquíes ocupados. Mientras esa retirada no se lleve a efecto, el Reino de Marruecos declara nulos de todo
derecho el Tratado de Amistad y Cooperación de 1991 y el Acuerdo sobre la isla de Thoura de 2002. En uso de su derecho a la inviolabilidad de sus
fronteras, el Reino de Marruecos declara el espacio aéreo marroquí y las aguas territoriales y de soberanía, hasta una distancia de doscientas millas
de sus costas, zona de exclusión total para cualquier buque de guerra o aeronave militar española. La violación de dicha zona por las fuerzas armadas
españolas será considerada un acto hostil equivalente a una acción de guerra, y será repelida por las Reales Fuerzas Armadas con el uso de la fuerza
necesaria. El Reino de Marruecos ha solicitado la reunión urgente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para pedir a la comunidad
internacional que condene los repetidos actos hostiles del Gobierno de España hacia el Reino de Marruecos. Mientras tanto, y dada la manifiesta
falta de voluntad negociadora del Gobierno de España, el Reino de Marruecos ha decidido retirar de forma indefinida a su embajador en Madrid, a la
vez que declara que carece de sentido la presencia de un embajador español en Ra- bat.
El ministro recogió sus papeles y comenzó a levantarse.
—Eso es todo, muchas gracias —contestó a la avalancha de preguntas de la prensa acreditada.

—Joder con el mensajito —dijo Ana Casado en voz baja, lo que no evitó que la oyera toda la sala. Los presentes mantenían un silencio se-
pulcral, por lo que Casado bajó la voz más aún:
—¿Qué decía el jilguero?
Talavera casi había olvidado el mensaje que le había retenido en la oficina hasta hacerle llegar tarde a la reunión.
—Que van en serio. Nos confirma el desplazamiento de la brigada del Sahara, pero eso no es todo. Han acuartelado a todo el ejército, y muchas
unidades del norte han empezado a moverse hacia Ceuta y Meli- 11a. Son unidades de infantería de sector, en principio de baja calidad, pero suman
un buen montón de gente. También están empezando a llamar a algunos reservistas, sobre todo de ingenieros y sanidad militar.
Al ver que el director del CNI les miraba, ambos se levantaron y se dirigieron a su encuentro.
—¿Tienes una corbata a mano, Juan Carlos? —preguntó el director.
—No, jefe, ¿por qué?
—Acompáñame al despacho un momento, que yo debo tener una allí. Nos esperan en la Moncloa dentro de media hora.
Casablanca, Marruecos.

Aunque los medios de comunicación, sobre todo los marroquíes, la definirían más tarde como tal, la manifestación formada frente al Consu-
lado Español de Casablanca no fue espontánea. El núcleo que la inició fue un grupo de militantes del partido del ministro de asuntos exteriores,
convenientemente aleccionados a instancias del propio ministro. No había sido concebida como una manifestación violenta, pero la dimensión que
tomó hizo que pronto se escapara de todo control. Porque lo que sí fue espontánea fue la adhesión de cientos de transeúntes al grupi- to inicial que
gritaba frente a la puerta de la legación diplomática. Los gritos pronto dieron paso al lanzamiento de huevos, y cuando se acabaron los huevos,
empezaron a llover piedras.
La algarada terminó con un saldo de una decena de heridos leves, la mayoría manifestantes de las primeras filas lesionados por efecto de las
piedras lanzadas desde lejos por gente con escasa puntería, y uno grave con una fractura abierta de tibia producida al caerse desde la alta reja que
trataba de escalar. La policía se limitó a detener a un individuo que, particularmente exaltado, había improvisado un cóctel Molotov y pretendía
lanzarlo con grave peligro para las primeras filas de la manifestación, y a retirar y conducir al hospital a los heridos. Los daños en el consulado
tampoco fueron demasiado graves, algunas ventanas rotas'y poco más.
En conjunto, un éxito, pensó Achmed Abdelkader mientras veía las imágenes de la manifestación por televisión. Sentía lo de los heridos, pero
aquello había sido involuntario. Lo que quedaba claro era el apoyo popular a la posición del gobierno. Y eso era algo muy importante para él.

Madrid.

La reunión en el palacio de la Moncloa fue larga y tensa. Juan Carlos Talavera fue el primero en intervenir, exponiendo ante el Gabinete de
10 a que esos datos habían dado lugar. El
Crisis reunido en pleno tanto los datos crudos de la situación hasta la fecha como los análisis de inteligencia
director del CNI se limitó a acotar o matizar algunos puntos, pero
en general dejó que el peso de la intervención recayera sobre su subordinado. Cuando Talavera terminó, el Gabinete dedicó casi tres horas a discutir
la situación. El ánimo de la reunión era sombrío. No podía ser de otra manera. Marruecos se estaba movilizando y a todos los efectos prácticos, se
encontraban en una situación de guerra. La intervención del canciller marroquí unas horas antes no había dejado lugar a dudas al respecto. Ahora
sólo había dos caminos: aceptar la pérdida de la plataforma petrolífera, y con ella las aguas de la Zona Económica Exclusiva canaria, o combatir para
recuperarla.
Pero lo peor era que, en realidad, en aquella sala nadie conocía las auténticas intenciones de Rabat. ¿La situación se había deteriorado a partir
de un incidente relativamente menor, o por el contrario todo obedecía a un plan concebido de antemano? ¿Limitaría Marruecos sus exigencias a la
plataforma, o estarían dispuestos a seguir con el resto de sus reivindicaciones históricas?
No había respuestas seguras para aquellas preguntas, nadie las tenía, pero el Gobierno tenía que tomar decisiones ya. Con respuestas o sin
ellas. Y si había alguien en quien la responsabilidad recayera de forma más directa, era, naturalmente, el presidente.
—Sencillamente no nos podemos echar atrás —dijo.
El presidente del gobierno estaba furioso, y no había nada que pudiera hacer para evitarlo. Intelectualmente comprendía que la ira no era la
emoción más adecuada para un momento como ese. Pero también sabía que no podía sentir otra cosa. A nadie le gusta que le pongan entre la espada
y la pared. Y menos que a cualquiera a alguien acostumbrado a elegir cuidadosamente sus opciones entre múltiples posibilidades.
—Nosotros no empezamos esta mierda. Fueron ellos. Si cedemos a un chantaje, vendrá otro, y otro. Y al final nos veremos con el agua al cuello
y con menos respuestas que ahora.
Se dirigió al ministro de exteriores, consciente de que estaba empleando un lenguaje muy poco habitual en él.
—Saca al embajador de Rabat esta misma noche. Vamos a recuperar la plataforma. Y si oponen resistencia... bueno, si hacen eso, van a desear
no haber empezado nunca a tocarnos los cojones.
A partir de ese momento, y a pesar de la avanzada hora de la tarde, las cosas empezaron a tomar ritmo propio. Un ritmo que iba a ser muy
difícil de detener, pasara lo que pasase.
En la calle Vitrubio, la Junta de Jefes de Estado Mayor esperaba reunida la decisión del Gobierno. En cuanto recibieron la llamada del ministro
de defensa activaron la operación "Sierra FoxtrotLa segunda fase sería mucho más compleja que la primera. Y también más peligrosa, pero los
planes estaban ultimados y todo siguió su curso sin demasiada estridencia. Lo que planteaba problemas más inquietantes era la situación de Ceuta y
Melilla. Ambas ciudades llevaban varios días en estado de alerta, con sus guarniciones acuarteladas y preparadas para entrar en acción. Ambas
plazas se habían reforzado con relativa discreción con sendas banderas de la Brigada de la Legión Rey Alfonso XIII, que, procedentes de los Tercios
Don Juan de Austria y Alejandro Farnesio, se habían unido a sus camaradas de los Tercios Duque de Alba, de Ceuta y Gran Capitán, de Melilla.
También se habían desplegado sin muchos aspavientos algunas baterías de los nuevos misiles NASAMS, la versión antiaérea de los magníficos
AIM—120 AMRAAM, y habían llegado varios contenedores con munición de todo tipo. Pero el problema táctico era el mismo que había sido
siempre. Las ciudades de Ceuta y Melilla eran pequeñas y estaban atestadas de civiles y ningún despliegue defensivo podría contar con la
profundidad suficiente como para poder garantizar el éxito contra un ataque decidido.

Mientras los jefes de estado mayor ponían en marcha las medidas militares, en el palacio de Santa Cruz eran los diplomáticos del Ministerio de
Asuntos Exteriores los que aceleraban sus propias gestiones. La hora no dejaba mucho margen de maniobra en Europa, pero en América eran
menos de las dos de la tarde, hora de la costa este, y los embajadores ante los Estados Unidos y ante la ONU recibieron completas instrucciones
sobre los pasos a seguir. Les esperaban dos o tres días frenéticos.

En el coche que lo llevaba de vuelta a la sede del CNI, el director de la agencia miraba distraídamente por la ventanilla. Sin mirar a su su-
bordinado, preguntó:
—¿Cómo se llamaba el médico ese de Ceuta?
—Alfredo Suárez, ¿por qué? —contestó Talavera.
—Me pregunto si podríamos convencerle para que volviera a Te-tuán.

11
14 de septiembre

Océano Atlántico.

El capitán de fragata Fernando Pérez de Castro separó las piernas y se agarró al


respaldo del asiento del timonel para no perder el equilibrio. La Blas de Lezo era un navio
muy estable y marinero, pero las olas de cinco metros que se abalanzaban contra él con
regularidad casi matemática, no podían dejar de notarse. De vez en cuando la fragata hundía
la proa en una ola más grande que las demás, provocando el efecto de un brusco frenazo. En
otros momentos el agua desaparecía bruscamente debajo de la quilla, provocando la caída de
la nave y un vacío en el estómago de sus tripulantes. El efecto global hubiera sido bastante
desagradable para cualquiera, pero Pérez de Castro disfrutaba como un chiquillo en un
parque de atracciones. Era espectacular ver las grandes olas barrer el castillo de proa y sentir
la reacción del buque a la furia de los elementos. Ciertamente navegaba bien, pensó,
acordándose de temporales similares pasados a bordo del patrullero Serviola unos cuantos
años antes, cuando parecía un milagro salir con vida de aquellas montañas líquidas.
Una joven marinera lo sacó de su ensimismamiento cuando le ofreció una taza de café
bien cargado. Olía a gloria, y Pérez de Castro lo agradeció con una sonrisa.
—¿Manda usted algo más, mi comandante? —dijo la joven.
—No, muchas gracias. Te puedes retirar.
El café estaba tan bueno como había anunciado su aroma. El comandante lo saboreó
despacio, volviendo a sumirse inmediatamente en sus pensamientos. Pero esta vez no se
remontó años atrás, sino sólo unas horas. Había recibido la orden definitiva de zarpar a
última hora de la tarde anterior y no había podido dormir demasiado. Poco antes del
amanecer habían largado amarras y se habían dirigido al canal profun-
I do, para salir de la ría ayudados por dos remolcadores. La salida del sol i les había
sorprendido en plena ría, iluminando los mástiles de la Extre- I madura, que navegaba unos
cientos de yardas por delante de su navio. I El mar a aquella hora estaba engañosamente
tranquilo. No obstante él ya sabía entonces que una borrasca les daría el encuentro a primera
hora de ¡ la tarde, cosa que había ocurrido inevitablemente. Pérez de Castro pensó en su
abuelo, pescador en aquella misma ría cincuenta o sesenta años atrás. En aquella época la
predicción del tiempo era más un arte que una ciencia, y para los pescadores de bajura
adquiría el rango de pura adivinación. El vuelo de las gaviotas, el color del cielo de poniente,
el olor del aire, servían para predecir el tiempo que tendrían al día siguiente. Y en ello se
basaban para salir o no a la mar. Algunos no volvían. Afortunadamente ya no era así... casi
nunca. En cualquier caso el comandante no percibía el estado del mar como una amenaza
para su buque. Esta vez no. Esta vez se encontraban en misión de guerra. Si algo impedía a su
buque volver sano y salvo a puerto sería la acción enemiga y no la naturaleza.
Afortunadamente la Blas de Lezo estaba sobradamente equipada para enfrentarse a cualquier
amenaza que los marroquíes pudieran esgrimir contra ella, pero también contaba la suerte, y
eso era algo que ninguna tecnología del siglo XXI había podido todavía controlar.

Quinientos metros por la proa de la Blas de Lezo, a unas treinta millas de la costa
portuguesa, la fragata Extremadura navegaba con rumbo sur liderando la formación. Se
movía bastante más que su compañera en el mar embravecido, pero también capeaba sin
demasiadas dificultades el temporal. Si podían mantener los actuales dieciocho nudos,
saldrían de la borrasca en unas pocas horas y alcanzarían sin dificultad el punto de reunión
con el Grupo de Proyección, frente al cabo San Vicente, al amanecer del día siguiente.
Ambas fragatas aportarían protección antiaérea a la escuadra formada por el
portaaviones Príncipe de Asturias, el buque de apoyo logís- tico Patino y las fragatas Santa
María y Canarias, que a esas horas iniciaban250 las maniobras para zarpar de Rota. Cuando
todos los buques se hubiesen reunido, navegarían con rumbo sudoeste en demanda de las
islas Canarias, hacia la zona donde se había hundido la Descubierta. Muchos oficiales y
marineros a bordo de los buques de la escuadra española, habían conocido personalmente a
sus compañeros perdidos con la antigua corbeta. La mayoría deseaban fervientemente que la
fragata marroquí que la había hundido se encontrara todavía en aquellas aguas.

Lanzarote.

El capitán Lucas plegó el tren de aterrizaje y un segundo más tarde, desconectó la


postcombustión de los motores de su F/A-18A, mientras tiraba suavemente de la palanca de
mando para mantener el régimen de ascenso del aparato. Tras comprobar que no había
alarmas en su tablero de mandos miró a su derecha. Exactamente en el lugar esperado se
encontraba el cazabombardero de su punto, la teniente Bárbara San- doval. Le hizo una seña
con la mano indicando que su posición era correcta y volvió su atención a la radio. Abandonó
la frecuencia de la torre del aeropuerto de Arrecife y cambió a la de Gando.
—Papayo, Halcón dos cuatro, dos aviones con rumbo cero tres cuatro, ángeles diez y
subiendo.
—Halcón dos cuatro, aquí Papayo, buenas tardes. Mantén vector y sube a ángeles
treinta. Clara.
El controlador militar le ordenaba subir a treinta mil pies y mantener el rumbo.
También le informaba que no había ecos sospechosos en la pantalla de su radar. Pero si la
pauta de los últimos días se mantenía, pronto los habría. Los marroquíes habían destacado en
las bases aéreas de Sidi Ifni y El Aaiún un escuadrón de cazas Northrop F-5E Tiger II, y todos
los días hacían salidas sobre la plataforma petrolífera, supuestamente para hacer cumplir la
zona de exclusión aérea decretada por su gobierno en un radio de treinta millas alrededor de
la explotación. Desde el día anterior, la zona de exclusión se había ampliado hasta incluir toda
la franja de océano entre la costa marroquí y las doce millas de aguas jurisdiccionales
canarias. Como respuesta al destacamento marroquí, el 462 Escuadrón del Ejército del Aire
había destacado cuatro cazas F-18 desde Gando a Arrecife, en Lanzarote. En los últimos dos
días, los cazas españoles y marroquíes se habían vigilado mutuamente a una distancia
respetuosa, pero eso iba a cambiar esa misma tarde.
Una vez alcanzada la altitud de crucero, Lucas se dedicó a escrutar el claro cielo de la
tarde. El sol estaba todavía alto pero comenzaba a descender lentamente hacia el oeste, por lo
que pronto quedaría a su espalda proporcionándole una visibilidad inmejorable.
Mentalmente repasó las reglas de enfrentamiento, conocidas por su acrónimo inglés, ROE,
dictadas para la misión: no retirarse, no disparar primero, sacar a los aviones marroquíes de
la zona. Por primera vez desde la declaración de la zona de exclusión aérea, cinco días antes, el
ejército del aire la iba a violar deliberadamente. Las razones para hacerlo eran dos. La primera
y más importante era determinar si los marroquíes habían desplegado medios de defensa
antiaérea a bordo de la plataforma petrolífera capturada. Esa parte de la misión la llevaría a
cabo otro F-18, este de la versión plus perteneciente al 121 Escuadrón y equipado con un "pod"
de reconocimiento táctico Reccelite. El caza, junto con la mitad de su escuadrón, había sido
destacado a Gran Canaria un par de días antes desde su base habitual de Torrejón. Había
despegado desde la base de Gando veinte minutos antes que la formación de Lucas, y les
llevaba unas cinco millas de ventaja, si bien volaba en solitario a baja altura con el fin de eludir
una prematura detección por los radares marroquíes. Cuando alcanzase la plataforma tomaría
altura para hacer sus fotografías y luego daría la vuelta a toda velocidad. Mientras tanto, los
"halcones" del 462 Escuadrón se quedarían para cubrirle las espaldas y llevar a cabo la se-
gunda parte del plan, que no era otra que calibrar la determinación marroquí para defender
su cacareada zona de exclusión aérea y, si era posible, someterlos a la humillación de
obligarles a retirarse de la zona sin combatir.
251
Ambas vertientes de la misión eran peligrosas, pensó Lucas, aunque la peor parte la
llevaría "Poker", el F-18 configurado para reconocimiento, que se podía ver expuesto a fuego
antiaéreo si los marroquíes efectivamente habían desplegado misiles. En ese caso debería
confiar en su velocidad y maniobrabilidad y en la efectividad de sus señuelos y bengalas para
despistar a los misiles.
—Halcón dos cuatro, aquí Papayo, estas entrando en la zona de exclusión. Tengo un
contacto bogey vector cero seis dos. Parecen nuestros vecinos de enfrente. Converge con ellos
e identifícales.
—Roger Papayo, adopto vector cero seis dos.
Los dos cazabombarderos viraron simultáneamente a la derecha encarando
frontalmente los contactos señalados por el controlador, pero no encendieron sus propios
radares. Existía cierta posibilidad de que no hubieran sido detectados todavía por los
marroquíes y Lucas no quería darles facilidades. Por otra parte el uso de misiles de guía radar
estaba descartado por el momento. No iban a disparar contra nadie si nadie les disparaba, y
menos sin una identificación positiva. En cualquier caso en pocos minutos estarían a una
distancia próxima al contacto visual. Entonces encenderían los radares y empezaría el
partido.
Una vez completado el viraje, Lucas giró la cabeza para controlarla posición de su
punto. Allí estaba, por detrás y algo por encima de su posición. En ese momento chasqueó el
receptor de radio y oyó su voz en el circuito de corto alcance:
-¿Ves algo Pato?
El apodo había surgido de forma inevitable en la Academia. Apellidándose Lucas, no
podía esperar que le llamaran de otro modo. Pero en cualquier caso le gustaba. De hecho,
había sido el primer piloto del escuadrón en atreverse a decorar el morro de su avión con una
pegatina del famoso palmípedo de la factoría Warner. La afición de los pilotos a decorar sus
aviones con motivos personales era tan antigua como la propia aviación militar, pero gozaba
de escasa tradición en España. Sólo en los últimos años se empezaban a ver algunas muestras
del llamado "nose art" en el Ejército del Aire, y el 462 Escuadrón era uno de los pioneros.
Lucas no veía nada todavía, pero a juzgar por la última posición señalada por el
controlador tenían que estar a punto de ver a los marroquíes.
—Negativo. Todavía no los veo, pero tienen que estar...
—¡Tally—Ho! —le interrumpió la teniente Sandoval con el grito tradicional de los
pilotos al localizar visualmente un blanco—. Veo dos bandidos, a las doce, bajo.
Efectivamente, allí estaban. Dos minúsculos puntos brillantes iluminados por el sol
poniente volaban con rumbo recíproco hacia el oeste, unos mil pies por debajo de los cazas
españoles. Estaban demasiado lejos para asegurarlo, pero parecían estar descendiendo. En
ese momento, el controlador militar les confirmó el dato:
—Halcón, aquí Papayo. Los contactos están descendiendo. Parece que tienen a Poker.
Recomiendo search.
—Papayo, Halcón dos cuatro. Negativo. Me parece que no nos han visto. Nos abrimos
para ganarles la cola sin usar radar.
—Roger, Halcón.
Concentrándose en la maniobra a realizar, Lucas calculó mentalmente el momento más
apropiado para virar. Estaba claro que los marroquíes no les habían visto. Probablemente
porque los cazas españoles se encontraban directamente "contra el sol". Perfecto, porque eso
les permitiría llevar a cabo una táctica casi centenaria, conocida como "salir del sol", cazando
a sus blancos totalmente desprevenidos.
—Preparada para romper a la izquierda... ¡ahora!
Lucas viró a la izquierda, a la vez que elevaba el morro del F-18 en una abrupta trepada
que le aplastó contra el respaldo del asiento. El objetivo de hacer subir el avión no era otro
que hacerle perder velocidad a fin de reducir el radio de giro del aparato. Cuando notó que la
sustentación empezaba a disminuir, relajó la tracción de la palanca de mando sin dejar de
virar a la izquierda. El avión describió una elegante
252 curva, mientras Lucas veía pasar en el
HUD las marcas de rumbo de su brújula. Cuando el indicador de rumbo marcó 270, rumbo
oeste absoluto, Lucas centró la palanca y esperó que el avión recuperara el vuelo horizontal.
Luego comenzó a picar suavemente hacia los dos aviones marroquíes con los que se había
cruzado en el curso de su maniobra. Ahora estaba en la posición de ventaja por antonomasia
en el combate aéreo: a su cola y más alto. Como pudo comprobar cuando miró a su derecha,
acababa de aparecer Sandoval, que completaba su propia maniobra, algo más abierta que la
de su líder.

El Puerto de Santa María, Cádiz.

Sentado frente a una ventana de la última planta de un edificio de apartamentos situado


en la avenida del Parador, en el barrio de Fuente- bravia, Mohamed El Baroudi enfocó sus
prismáticos sobre la bocana de la dársena de la base naval de Rota. Se trataba de un punto de
observación privilegiado, sólo estorbado por el reflejo del sol poniente, que de todos modos
no le había impedido contemplar el espectáculo ciertamente impresionante de la salida de la
flota española. Primero habían salido un par de patrulleros, seguidos por dos fragatas clase
Santa María y un gran petrolero.
El último en zarpar, auxiliado por tres remolcadores, había sido el portaaviones
Príncipe de Asturias, que ya enfilaba el mar abierto, dejando por su banda de babor la silueta
de la ciudad de Cádiz. Cuando el buque se perdía ya de vista por el oeste, el observador se
estremeció con el estruendo de, los contó cuidadosamente, diez cazabombarderos
Harrier que despegaron de la base para dirigirse también hacia el oeste en busca del
portaaviones. En el interior del puerto, protegido de nuevo por barreras flotantes móviles,
quedaron sólo los remolcadores, una fragata de la clase Alvaro de Bazán, que había llegado el
día anterior y cuatro buques de desembarco.
Cuando la calma volvió a la bahía de Cádiz, El Baroudi comprobó sus notas y buscó su
teléfono móvil. No tuvo que marcar. El teléfono al que tenía que llamar estaba en la memoria
de su aparato. Su interlocutor le contestó al quinto tono, con una voz en francés carente de
acento, desde Rotterdam, en Holanda. Mohamed, que estudiaba medicina en la Universidad
de Cádiz, explicó a su interlocutor con gran lujo de detalles los libros que necesitaba comprar
para las diversas asignaturas del curso que estaba por comenzar: uno de patología médica,
uno de patología quirúrgica y dos de microbiología, así como diez cuadernillos de ejercicios
de bioestadística. Sin embargo no iba a necesitar los cuatro libros de anatomía patológica ni el
de dermatología que tenía del curso anterior. Cuando colgó, el joven marroquí se sentó a ver
la televisión. No pudo evitar reírse al ver, en un especial informativo, una espléndida
filmación de los buques de guerra españoles haciéndose a la mar. ¡Quién necesitaba espías
hoy en día, teniendo periodistas!
Bueno, pensó, al menos había cumplido con su deber. Su país ya no le estaba pagando
la carrera a cambio de nada.

Océano Atlántico.

—Vamos a sacarlos de aquí de una vez, Barbie. ¡Ciérrate sobre el de la derecha!


—Roger, Pato. Se van a mear en los pantalones.
Los pilotos marroquíes no parecían haberse dado cuenta de la aproximación de los F-18
españoles. Probablemente concentrados en el caza que se aproximaba a la plataforma
petrolífera a baja altura, y deslumhrados por el sol poniente, no habían visto maniobrar a
Lucas y San- doval, que ahora se encontraban a sus "seis" y recortando la distancia
rápidamente. Los españoles ni siquiera habían encendido todavía sus radares. Lo harían sólo
en el último momento. Hasta entonces, el en- frentamiento no estaba resultando diferente de
los muchos que se habían producido en las guerras
253
de la primera mitad del siglo XX. E iba a
seguir siendo así, porque uno de los marroquíes, quizá por instinto, miró hacia atrás viendo
de inmediato el caza de Lucas. Su reacción fue inmediata: desentendiéndose de su objetivo
original, el Northrop F-5E Tiger II giró sobre sí mismo en un tonel picado y se lanzó hacia el
mar como un rayo, en un intento de despistar a su perseguidor y ganar velocidad a cambio de
altura. Su compañero, dándose cuenta de inmediato de la situación, efectuó la maniobra
inversa, un tonel volado que le hizo trepar varios cientos de pies en pocos segundos, a costa,
eso sí, de perder gran parte de su velocidad.
La maniobra estuvo a punto de desconcertar a los españoles. Por un segundo, Lucas
dudó si seguir al que había picado o al que trepaba a cada vez menos velocidad. Pero en un
combate aéreo altitud es ventaja, de modo que decidió subir al encuentro del que ascendía.
—Vámonos para arriba, Barbie. ¡Ahora! —gritó.
Lucas activó la postcombustión de su caza, provocando la inyección de combustible en
las toberas, que variaron su perfil para adecuarse al brusco aumento de empuje. El Hornet
salió disparado con un acusado ángulo de trepada en busca del avión marroquí, que ya había
perdido casi todo su poder ascensional en la maniobra. La diferencia en las prestaciones de
ambos reactores se puso rápidamente de manifiesto. Los motores del F-18 eran capaces de
proporcionar al aparato un empuje superior a su propio peso, lo que, al menos en teoría, le
permitía trepar a base de pura "fuerza bruta", sin depender para ello de la sustentación
aerodinámica. Ese no era el caso del Tiger II marroquí. A los pocos segundos de empezar a
trepar se había visto obligado a reducir su ritmo ascensional para no entrar en pérdida. Eso
permitió al capitán Lucas alcanzarle sin dificultad.
Pero el marroquí no era ningún novato. En cuanto se dio cuenta de que había sido
seguido, decidió intentar sorprender al español. Con un brusco tirón de palanca, obligó a su
avión a apuntar de nuevo al cielo, metiéndolo voluntariamente en pérdida cuando la
velocidad aerodinámica del aparato fue incapaz de generar suficiente sustentación bajo las
alas. En ese momento, el caza marroquí empezó a caer como una piedra.
Lucas había pilotado aviones F-5 del Ala 23 de Talavera la Real durante su
entrenamiento en la Escuela de Caza. Sabía perfectamente lo que podían hacer y lo que no, y
enseguida fue consciente de las intenciones del marroquí. Sin embargo su F-18 iba lanzado a
una velocidad muy superior a la de su rival, y no pudo evitar "overchutarse", adelantar a su
objetivo, quedando en posición de desventaja. Con una maldición, inició una maniobra de
yo—yo alto para perder velocidad a la vez que efectuaba medio tonel en giro cerrado a la
izquierda. Luchando para no perder el conocimiento por el efecto de las fuerzas "g" a las que
estaba sometiendo a su máquina y a su propio cuerpo, escrutó frenéticamente el aire en busca
del Tiger marroquí. Aliviado, lo descubrió algunos cientos de pies más abajo, todavía
descendiendo para ganar velocidad.
—Halcón dos cuatro, aquí Papayo. Informa de la situación.
El controlador de la base de Gando se las estaba viendo y deseando para desentrañar
por sí mismo la evolución de los acontecimientos. Los aviones amigos y enemigos se
entremezclaban en maniobras cerradas que dificultaban mucho el seguimiento en la pantalla
del radar, y los pilotos estaban demasiado concentrados para informar continuamente de sus
evoluciones. Alguien tenía que poner calma allí.
—Papayo, aquí Halcón. Tenemos dos bandidos en spread evolucionando para evadir.
Intentamos sacarlos de la zona.
—Halcón dos cuatro, mejor os dais prisa. Poker está a punto de entrar sobre el target.
—Roger, Papayo. Los voy a iluminar.
Lucas activó su radar de búsqueda. Instantáneamente el equipo detectó a los cazas
marroquíes, para fijarse de inmediato en el más cercano.
—Tengo un lock-on en mi bandido, pero no reacciona —dijo mientras seguía el picado
de su rival.
El piloto marroquí oyó el aviso de su alertador radar. Estaba siendo iluminado por el
español. El manual indicaba que había que intentar
254 evadir, pero eso ya lo estaba haciendo y
no parecía dar resultado. Decidió continuar su descenso sin dejar de mirar atrás cada pocos
segundos. Si lograba suficiente velocidad quizá pudiese cambiar las tornas a su favor.
—Pato, ese tío está loco —dijo la teniente Sandoval—, se va a hos- tiar contra el mar
como no recupere rápido.
Lucas ya se había dado cuenta del riesgo. El marroquí seguía picando así, con grave
riesgo para sí mismo, para obligar al F-18 a aflojar la presión si no quería acabar en el agua.
Psicótico, pero con dos cojones, pensó el piloto español, reduciendo otro poco el empuje de
sus motores y aliviando ligeramente el ángulo de picado, lo justo para no perderle de vista.
Mientras tanto, Sandoval mantenía su posición por detrás del líder para cubrirle las
espaldas respecto al otro caza marroquí, que ahora se encontraba casi una milla a su derecha
y volando a ras del agua. Sin duda intentaba dar un rodeo para entrar por sus seis, pero,
mientras no le perdieran de vista, no iba a poder hacerlo fácilmente. Aquello ya duraba
demasiado pero, mientras tanto, Poker, el F-18 del Ala 12, podía continuar sin interferencias
su misión de reconocimiento. Y era de eso, al fin y al cabo, de lo que se trataba.
El piloto marroquí esperó mucho más de lo que aconsejaba el sentido común para salir
de su picado. Pero conocía bien su avión y éste respondió noblemente. Cuando al fin recuperó
el vuelo recto y nivelado, se encontraba a menos de veinte metros de altura sobre las crestas
de las olas. A partir de ese momento inició un viraje recíproco con su compañero a fin de
acercarse a él y permitirle entrar en el juego. Mirando por encima de su hombro, pudo divisar
al F-18 español, que se había quedado algo retrasado respecto a su cola, pero sin perder la
posición de ventaja. El experimentado piloto comprendió que no iba a poderse librar solo del
español. Necesitaba a su punto para eso y así se lo dijo por radio.
Sandoval estaba cada vez más preocupada. Los marroquíes no parecían aceptar la
superioridad de los Hornet sobre sus F-5 y maniobraban para reunirse de nuevo sin hacer
ningún intento por abandonar la zona. No era buena señal, pensó.
—Pato, nos están intentando encerrar. Permiso para romper y pegarme al otro.
—Negativo, Barbie. Sigue junto a mí pero no le pierdas de vista.

—Me voy a romper el cuello, joder. Nos está ganando las seis.
Lucas también era consciente de la situación. Esos tíos eran buenos y les estaban
buscando las cosquillas a base de bien. Tenían que recuperar la iniciativa. Quizá si tratara
de...
—¡Misil a mis seis! —el grito de Sandoval en sus auriculares puso los pelos de punta a
Lucas— ¡Hay un puto Sidewinder entrando a mis seis!
—¡ Rompe a la derecha, ya!
El caza de la teniente Sandoval brincó en el aire bruscamente mientras soltaba una
salva de señuelos infrarrojos para confundir la cabeza buscadora del misil atacante. Lucas
sabía que debía iniciar también maniobras evasivas, pero antes tenía algo que hacer. Intentó
mantenerla voz calmada:
—Papayo, Halcón dos cuatro, los bandidos han abierto fuego. Permiso para responder.
El controlador militar hacía rato que se temía algo así. Lo normal hubiera sido que los
marroquíes hubieran despejado la zona al comprender la inferioridad de sus máquinas, pero
se estaban comportando de forma muy agresiva. Tarde o temprano tenía que pasar.
—Halcón dos cuatro, Papayo. ¿Confirmas que han abierto fuego?
—¡Afirmativo joder!, Barbie está evadiendo un misil IR.
—De acuerdo, Halcón. Armamento libre. ¡Cázalos!
—Roger, Papayo.
Mientras Lucas preparaba el armamento de su caza, dos mil pies más arriba la teniente
Sandoval aflojó la presión sobre su palanca de mando. Su avión volaba en posición invertida
tras completar medio rizo en su maniobra evasiva. Cabeza abajo y colgando de su arnés, la
piloto pudo ver la estela del Sidewinder marroquí que se alejaba, ya inofensivo, tras perseguir
255
infructuosamente una de las bengalas lanzadas como señuelo. Y allí abajo, a su izquierda,
estaba el F-5 que se lo había lanzado. El caza marroquí perseguía ahora a Lucas,
probablemente para aliviar la presión sobre su líder.
—La cagaste, cabrón —dijo Sandoval en voz alta mientras volvía a aplicar plena
potencia a sus motores para recuperar la velocidad perdida en la maniobra evasiva y, con un
brusco golpe de palanca, ejecutaba medio tonel para salir del vuelo invertido.
—Pato, el bandido está ahora a tus seis. Lo tengo en el pipper.
—Pues sácamelo de encima. Ya has oído a Papayo.
—Roger Pato. ¡Guns, guns, guns!
Sandoval tenía al caza marroquí centrado en la mira de su HUD. Con un ligero escalofrío
apretó el gatillo de su palanca de mando, sintiendo, más que oyendo, la vibración del cañón
Vulcan de 20 milímetros, mientras una línea ondulante de proyectiles trazadores salía del
morro de su aparato en busca del blanco. La primera ráfaga, de dos segundos de duración,
quedó corta, pero la teniente corrigió de inmediato la trayectoria. Al fin y al cabo era como
una práctica de tiro, pero más fácil. El blanco era más grande. La segunda ráfaga alcanzó de
lleno al marroquí, destrozando la deriva y los estabilizadores de cola. Sin dejar de disparar,
Sandoval corrigió la trayectoria de las trazadoras elevando ligeramente el morro de su avión.
El ala derecha del Tiger marroquí se desintegró, provocando que el avión entero cayera sin
control hacia el agua. Un segundo después de que el piloto se eyectara de los restos
humeantes de su aparato, éste se estrelló en el mar levantando una gran columna de espuma
blanca.
—¡Splash! —gritó la teniente con la voz quebrada— Joder, ¡ha sido un splash! Y veo un
paracaídas a las dos.
El capitán Lucas, mientras proseguía su viraje ofensivo cerrando distancias con el otro
marroquí, pudo ver por el rabillo del ojo la caída de su perseguidor. Sintió un alivio casi físico
al saberse seguro, pero le duró poco. Ahora tenía que tomar una decisión sobre el otro caza
marroquí. La adrenalina que inundaba su organismo le pedía a gritos que lo derribase, y tenía
autorización del mando para hacerlo. Pero algo impedía que apretase el gatillo para soltar el
Sidewinder que llevaba más de veinte segundos "enganchado" en la tobera de escape de su
rival. Joder, pensó, era casi un asesinato. El desgraciado no iba a tener ninguna oportunidad.
—¡Bájalo, Pato! —le urgió Sandoval por la radio.
La teniente estaba eufórica. Al fin y al cabo acababa de hacer historia. No sólo había
obtenido la primera victoria en combate aéreo de un piloto español en más de medio siglo,
sino que además se la había apuntado una mujer. Una buena lección para muchos gilipollas
machistas, pensó. Y encima el piloto marroquí se iba a salvar. Otro motivo para estar
contenta.
Pero Lucas seguía indeciso. Derribar al bandido no era realmente necesario. Su misión
estaba ya sobradamente cumplida. Poker había completado su pasada de reconocimiento y el
marroquí estaba en fuga.
—Negativo Barbie. No lo voy a bajar. Que vuelva a casa y les cuente a los compañeros
cómo está el patio por aquí.
Con la mano izquierda modificó la posición de la palanca de gases, reduciendo la
velocidad y permitiendo que el F-5 aumentase la distancia. Lucas estaba seguro de que no se
iba a dar la vuelta. Hacerlo hubiera sido un auténtico suicidio.
Minutos después habían perdido el contacto visual, aunque el marroquí seguía en la
pantalla de su radar. Seguía volando hacia la costa africana a su máxima velocidad.

256
El Ferrol, La Coruña.

La fragata Méndez Núñez era la cuarta unidad de la serie F100. A última hora de la
tarde volvía a su base de El Ferrol después de una prolongada estancia en la costa Oeste de los
Estados Unidos realizando pruebas con sus misiles ESSM. En la entrada de la ría, la nueva y
orgu- llosa fragata pasó al lado de un pequeño pesquero de bajura que volvía también a
puerto, haciéndolo saltar en el agua con las ondas de su estela. Cuando el pesquero, tres
cuartos de hora después, atracó en el muelle, uno de sus tripulantes, de nombre Alí Hassan,
sacó su teléfono móvil mientras se despedía de sus compañeros.

Océano Atlántico.

A bordo de la plataforma petrolífera Canarias 1, el teniente Han- nach había sido


testigo de buena parte del espectacular combate aéreo. Sólo la entrada a gran velocidad del
aparato de reconocimiento español le había sacado, con un tremendo sobresalto, de la
contemplación del drama. A gritos, sus hombres le habían pedido permiso para lanzar un
misil antiaéreo, pero no se lo había autorizado. Hannach sabía que el anticuado SAM portátil
de origen soviético no tenía demasiadas posibilidades de alcanzar al F-18. Y además, no era
esa la función que el teniente le había asignado. Los misiles serían útiles si los españoles
intentaban un asalto con helicópteros. Mientras tanto no había razón para darle pistas al
enemigo.
15 de septiembre

Tetuán, Marruecos.

Los primeros elementos del Grupo Blindado Interarmas número i de las Reales Fuerzas
Armadas de Marruecos alcanzaron las afueras de Tetuán pasada la medianoche. Su largo viaje
había durado cincuenta y seis horas, minuto arriba o abajo. No estaba nada mal, pensó el
comandante de la Policía Militar que ocupaba el asiento del acompañante del primer todo
terreno del convoy, pero ahora tocaba reunir toda esa larga serpiente de acero para
desplegarla y reconstituirla como una unidad de combate coherente. Y eso en un terreno
escarpado como aquel iba a ser un auténtico trabajo de negros.
La noche fue muy larga para los cansados soldados marroquíes, ocupados en descargar
los carros de combate, las baterías autopropulsadas y los vehículos antiaéreos Chaparral,
Vulcan y Tungushka, de sus góndolas de transporte, pero antes del amanecer, los
escuadrones acorazados estaban formados y listos para la marcha. Mientras tanto, los
transportes blindados de personal, desplazándose sobre ruedas, habían continuado su camino
hacia sus posiciones asignadas. A bordo de su vehículo de mando, el general de brigada que
comandaba el Grupo fumaba satisfecho un cigarrillo tras otro. Si lograban mantener el ritmo,
la unidad estaría completamente desplegada en un vago semicírculo a pocos kilómetros de la
frontera ceutí para el mediodía.

Océano Atlántico.

El frente frío había quedado atrás bastantes horas antes y el mar había recuperado su
calma, permitiendo por fin descansar decentemente a los marinos que no estaban de guardia.
Cuarenta millas al oeste del cabo San Vicente, la Blas de Lezo y la Extremadura,
se reunieron puntualmente, con las primeras luces del día, con el grueso del Grupo de
Proyección de la Flota para formar un poderoso grupo de batalla.
Desde el puente de mando del portaaviones257
Príncipe de Asturias, el contralmirante
Subiño contempló los buques integrantes de su "Task Forcé" con un orgullo que no pudo
ocultar al resto de los presentes. Por la amura de estribor del portaaviones, a no mucha
distancia, navegaba el AOR Patino, responsable de abastecer de todo tipo de suministros,
empezando por el vital combustible, a toda la escuadra. Más lejos se encontraba la fragata
Santa María, que cubría el flanco oriental de la formación. A babor podía distinguir la silueta
de la Canarias, recortándose contra el sol naciente, mientras por la proa del "Príncipe" se
distanciaba la Extremadura que forzaba sus máquinas para ocupar una posición adelantada
correspondiente a su función asignada de piquete de radar. Entre la Canarias y el
portaeronaves, la nueva fragata Blas de Lezo exhibía su poderío antiaéreo simbolizado por las
cuatro antenas planas del radar SPY-i D, auténticos "ojos" de la flota. Desde la ya lejana época
en que los grandes navios de línea impulsados a vela habían dejado paso a los buques de
hélice, la Armada nunca había desplegado una escuadra tan poderosa en una acción real, y el
contralmirante Subiño no podía dejar de alegrarse de estar presente. En ese momento no
pensaba en las consecuencias que todo aquello podía tener para muchas vidas humanas. Ya
habría tiempo para eso.

Rabat, Marruecos.

El ministro de defensa de Marruecos acabó de escuchar del jefe de estado mayor e


inspector general de la Fuerza Aérea Real, el relato del combate ocurrido sobre la plataforma
petrolífera doce horas antes. A pesar de que el general de las fuerzas aéreas había intentado
endulzar todo lo posible el episodio, era evidente que las cosas no habían ido bien. Por otra
parte tampoco cabía esperar otra cosa, y al menos el piloto del avión derribado, había podido
ser rescatado por una patrullera sin interferencia española. Munjib meneó la cabeza. No era
así como iban a ganar esa guerra. No era así.
Mientras el ministro permanecía ceñudo, sumido en sus reflexiones, el jefe de estado
mayor de las fuerzas aéreas, aliviado por haber terminado con las malas noticias, carraspeó e
hizo un gesto a su colega de la marina.
—Hemos podido establecer que una fuerza de combate considerable de la Armada
española se hizo ayer a la mar con destino desconocido -dijo el almirante Yussufi, jefe de
estado mayor de la Marina Real, arrancando a Munjib de sus pensamientos—, pero creo que
debemos suponer que se dirigen hacia la plataforma petrolífera.
El general Munjib recordó las imágenes en televisión de la flota zarpando de Rota.
Desde luego el esfuerzo de la Inteligencia Naval había sido ímprobo, pensó con sarcasmo.
Aún así se obligó a hablar con calma:
—¿Conocemos la composición del grupo de batalla, almirante?
—Así es, señor ministro —contestó el almirante omitiendo intencionadamente la
graduación militar del ministro—, se trata del portae- ronaves Príncipe de Asturias, dos
fragatas de la clase Santa María y un petrolero. Es posible que se les haya agregado en alta
mar otra fragata de la clase Baleares.
—Parece una escuadra poderosa.
—Sin duda lo es, pero...
El ministro miró al almirante, que se había vuelto hacia el jefe de estado mayor de las
fuerzas aéreas.
—Pero, ¿qué?
—Pero puede ser vulnerable, mi general —dijo el veterano aviador, tomando de nuevo la
palabra—. Esa escuadra no está preparada para hacer frente a un ataque de saturación con
misiles. Y la Fuerza Aérea Real está en condiciones de llevar a cabo tal ataque... si podemos
contar con la autorización del Gobierno, naturalmente.
El jefe de estado mayor había logrado atraer la atención del ministro, pero no su
credulidad:
258
—¿Y las fragatas AEGIS españolas?
—Esa es la clave, señor. Según nuestros informes de inteligencia, ninguna de ellas
acompaña a la flota. España tiene cuatro de esas fragatas en activo y una quinta aún en
construcción. Dos de ellas están en el Pacífico y tardarían demasiado tiempo en volver si las
llamasen, otra está amarrada en Rota y la tercera, la más nueva, zarpó ayer de El Ferrol
acompañando a una Baleares, pero, según informó una fuente de toda fiabilidad, regresó a
puerto horas después. Parece ser que no está completamente operativa y quizá ha tenido
algún fallo. En cualquier caso no se ha vuelto a mover de su amarradero. Sin esos buques, la
flota española puede ser atacada con éxito. Los argentinos lo demostraron hace veinte años
con medios más escasos de los que podemos desplegar nosotros. Incluso los iraquíes pusieron
fuera de combate una fragata norteamericana en 1987. Una fragata muy parecida a las
españolas.
Munjib se frotó los ojos, tomándose su tiempo para contestar. Aparentemente sus jefes
de estado mayor estaban trabajando duro y el planteamiento que le habían hecho se ajustaba
estrictamente al plan que él mismo había presentado al Gobierno. Solo que todo aquello era
una locura. ¿Realmente podrían atacar y vencer a la Armada española? ¿Pero, cuáles serían
las consecuencias de un fracaso? ¿Y, aún más complicado, de un éxito?
—Sigan trabajando en ello, señores. A su debido tiempo hablaremos de autorizaciones
—dijo por fin, encendiendo otro cigarrillo.
Ahora venía lo más complicado. Había dejado a su viejo amigo el general Abdelkrim,
jefe de estado mayor del Ejército, para el final. A diferencia de los titulares de la Marina y la
Fuerza Aérea, "heredados" del gobierno anterior, Abdelkrim era un hombre de Munjib. Y el
ministro confiaba en él como en el antiguo camarada de armas que era. Y eso era una suerte
para ambos, porque la tarea del Ejército era, con diferencia, la más delicada.
—Mi general —dijo Abdelkrim, las unidades seleccionadas para el despliegue sobre
Ceuta y Melilla han alcanzado en hora sus puntos de espera y se encuentran preparadas para
recibir órdenes.
El general Abdelkrim tenía razones para sentirse orgulloso. El despliegue del Grupo
Blindado Interarmas desde El Aaiún, había sido impecable. En los tiempos previstos y sin un
solo contratiempo, habían llegado a las proximidades de Ceuta sellando los accesos a la
ciudad. El caso de Melilla había sido al mismo tiempo más simple y más complejo. La
simplicidad la daba la menor distancia que habían tenido que recorrer las unidades, sacadas
en su mayoría de la frontera con Argelia. La complejidad venía del hecho de que, a diferencia
del GBI, que era un grupo homogéneo habituado a operar como un todo, las unidades
desplegadas frente a Melilla eran más heterogéneas y por tanto de más difícil coordinación. Y
a pesar de todo lo habían hecho bien.
Pero con todo, la preocupación del jefe de estado mayor del Ejército era evidente. Sus
tropas, sobre todo las que cercaban Ceuta, estaban muy expuestas a la acción aérea enemiga.
Si llegaban a romperse las hostilidades a gran escala, sus hombres iban a sufrir un tremendo
castigo llegado del cielo a menos que fueran capaces de ganar rápidamente el interior de las
ciudades ocupadas, donde los españoles no les podrían machacar a placer. Pero se suponía
que ese no era el plan, ¿verdad?

Madrid.

Estaba ocurriendo. El JEMAD no necesitaba ver la agitación que reinaba en el Centro de


Conducción de Operaciones para darse cuenta, pero aquel ambiente le sirvió para apartar los
últimos jirones de la sensación de irrealidad que hasta hacía pocas horas se había apegado a
su mente consciente. De algún modo, y contra toda evidencia, el general había mantenido el
convencimiento de que, al final, todo quedaría en otro roce subsanable de forma diplomática.
Esta vez no iba a ser así. Era una guerra y un bando la iba a ganar y el otro la iba a perder. El
259
trabajo del JEMAD consistía en colocar a España en el lado adecuado de esa ecuación.
En una de las grandes pantallas de plasma que mostraban todo tipo de información,
una gran fotografía de satélite de las afueras de Ceuta, cortesía de anónimos benefactores,
dejaba bien claro hasta qué punto la situación se había ido a la mierda. Varias ventanas
ampliaban detalles de la foto. "Detalles" verdes y con largos cañones de 125 milímetros. La
situación en Melilla no era muy diferente. Y frente a eso, el Ejército de Tierra sólo podía
oponer un puñado de carros M-60 en cada ciudad. A la espera de ser sustituidos a corto plazo
por un número similar de Leo- pard 2 A~4, los M-60 no constituían precisamente el último
grito de la tecnología militar.
Un comandante del Estado Mayor se acercó con una hoja impresa.
—Mi general, acaba de llegar un mensaje de Badajoz. El Regimiento de Infantería
Mecanizada "Castilla n° 16" está preparado para salir.
—Que procedan, comandante, que procedan.
El JEMAD dio la orden con un punto de desgana. Una cosa era mover un regimiento
mecanizado sobre el papel y otra muy distinta hacerlo en la realidad. Los cuarenta y tantos
carros Leopardo y los varios cientos de vehículos blindados de infantería M-113 TOA y VCI
Pizarro, tenían que salir de su base en las afueras de Badajoz y ser transportados por
carretera hasta el puerto de Málaga. Una pesadilla logística. Pero todavía había que
embarcarlos para cruzar el mar de Alborán y llevarlos a Melilla en buques militares y también
civiles, cuyo flete estaba resultando bastante más complicado de lo previsto. En el mejor de
los casos tardarían cinco o seis días en estar desplegados en orden de combate en la ciudad
norteafricana, donde tampoco era que sobrara el espacio físico para acoger tanto acero. Y lo
mismo se podía decir del Regimiento "Córdoba n° 10", de composición muy semejante, y
asignado al refuerzo de Ceuta, que debía embarcar en Algeciras.
Lo cierto era que si Marruecos jugaba de farol, o al menos actuaba con cierta calma, el
despliegue de ambas unidades en las ciudades autónomas sería un factor disuasorio creíble.
Pero como los marroquíes llevaran prisa, no habría forma humana de que los refuerzos
pesados llegaran a tiempo.
Por otro lado, aunque escasas, aún existían esperanzas de que se pudiera llegar a un
acuerdo negociado. Esas esperanzas radicaban en un grupo de hombres y mujeres de varios
países, que terminaban en ese momento una reunión a miles de kilómetros de distancia.

Nueva York, Estados Unidos de América.


Las deliberaciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, reunido en sesión
extraordinaria a petición del Reino de Marruecos, produjeron sólo un tibio comunicado leído
por el presidente de turno del consejo, en el que se instaba a los contendientes a resolver sus
diferencias pacíficamente. No era, en realidad, sorprendente, teniendo en cuenta que varios
países no habían decidido de qué lado decantarse. Los países asiáticos y africanos presentes
en el Consejo tendían, sin demasiada convicción, a ponerse del lado marroquí, mientras los
europeos y americanos se inclinaban hacia España, con la excepción de Francia y los propios
Estados Unidos de América, que se habían debatido entre denodados esfuerzos por nadar y
guardar la ropa. Al final no se había llegado a votar la resolución propuesta por Marruecos,
que, hasta a sus principales valedores, había parecido demasiado radical. El Consejo de
Seguridad había acordado por unanimidad, eso sí, "seguir de cerca la evolución de los
acontecimientos" y reunirse de nuevo en el plazo de una semana. Con un poco de suerte,
pensó cínicamente el embajador norteamericano ante la ONU, mientras recogía sus notas, el
problema ya se habría resuelto solo para entonces.

Mar de Alborán.

Al atardecer de su quinto día de patrulla, 260 el submarino Siroco obtuvo su primer


contacto significativo. El suboficial a cargo de una de las consolas de sonar levantó la voz:
—Mi comandante, tengo varios contactos pasivos con demora uno siete cinco. Suenan
como diesel rápidos.
El capitán de corbeta Luis Martínez cruzó la cámara de mando del submarino para
recorrer la escasa distancia que le separaba de las consolas de sonar. El sargento sonarista,
concentrado en sus equipos, ni siquiera se dio cuenta, por lo que se sobresaltó cuando el
comandante le puso una mano en el hombro.
—¿Qué tienes, Simancas?
—Parecen varios contactos, mi comandante, pero todos tienen la misma demora y son
difíciles de individualizar. Yo apostaría a que es la corbeta y alguna patrullera. Están saliendo
de Alhucemas. Recomiendo caer a estribor para ver si se separan las demoras y las podemos
identificar.
El comandante asintió y dio la orden. Él se quedó junto al sonarista, mirando la pantalla
de presentación visual mientras el sargento escuchaba por sus auriculares y manipulaba los
controles del sonar DSUV-22 para afinar el contacto.
Al cabo de diez minutos, la borrosa línea verde que señalaba el contacto en el monitor se
fue definiendo en tres líneas paralelas cada vez más nítidas.
—Son tres contactos de superficie mi comandante —dijo el sargento— y uno de ellos es
la corbeta, seguro. Ahora está en demora cero nueve cuatro y lleva rumbo cero dos cero. No
emite nada con el sonar activo.
—¿Y los otros?
—Suenan como dos Lazaga... ¿cómo las llaman ellos?
Las patrulleras de clase Lazaga, seis unidades, se habían entregado a la Armada
española a mediados de los años setenta y habían sido dadas de baja a principios de los
noventa, pero los astilleros de La Carraca habían construido también cuatro unidades para la
Marina Real de Marruecos, que seguían en servicio activo.
—Commandant Al Khattabi —dijo el comandante.
—Eso. Bueno, pues son dos. Cuento vueltas de hélice para quince nudos.
Ahora el monitor presentaba tres líneas nítidas y claramente definidas, que se iban
desplazando lentamente de derecha a izquierda. El sargento pulsó un control en su consola
para comparar la firma acústica de los contactos con el banco informático de datos del
submarino. Cada vez que un submarino localizaba e identificaba un contacto, la señal acústica
se almacenaba en un sistema informático que permitía compararla en el futuro con una nueva
señal detectada. Si coincidía, el sistema permitía una identificación muy fiable, que a veces
incluso permitía distinguir un barco concreto de una serie entre sus gemelos, basándose en
que, en realidad, no existen dos motores exactamente iguales. Las diferencias se acentúan con
el ciclo de vida de cada motor, dependiendo de la intensidad de su uso, la calidad del
mantenimiento, y otros mil factores.
Cuando el sistema identificó los contactos, el operador se permitió una sonrisa de
satisfacción. Una vez más había acertado, y en bastante menos tiempo que el ordenador.
El comandante le volvió a palmear la espalda mientras se dirigía a su lugar habitual en
la cámara de mando.
—Buen trabajo, Simancas. Estate pendiente que les vamos a seguir.

Pero era más fácil decirlo que hacerlo. Después de dos horas navegando en inmersión a
quince nudos se hizo evidente que no iban a poder mantener la caza. Ese era el problema de
los submarinos diesel- eléctricos: no podían mantener la velocidad durante mucho tiempo sin
descargar peligrosamente las baterías. Al fin y al cabo estaban diseñados para cazar al acecho,
no para perseguir buques de superficie durante mucho tiempo. Una vez que el comandante
ordenó reducir la velocidad a unos modestos y económicos cuatro nudos, el operador del
sonar sólo pudo atestiguar el progresivo distanciamiento de los contactos, que ahora habían
tomado rumbo nordeste. Antes de perderlos del todo, el submarino subió a profundidad de
261
antena para enviar un informe de contacto. Martínez supuso que enviarían a un Orion del
Ejército del Aire para continuar el seguimiento desde el aire. Mientras tanto, ellos darían
snorkel para recargar las baterías y aumentar algo la velocidad.

Ceuta.

La orden de despliegue había llegado poco después del mediodía. En realidad las
fuerzas españolas en Ceuta estaban preparadas para eso desde hacía varios días, pero aún así,
el comandante general de la plaza había decidido tomarse las cosas con calma. La población
civil ya estaba suficientemente preocupada por la evolución de los acontecimientos como para
sacar los tanques a la calle a toda velocidad, de modo que el despliegue se había efectuado de
forma escalonada a lo largo de la tarde. Y con todo, la noticia había corrido por las calles de
Ceuta como un reguero de pólvora. En una ciudad tan pequeña, era imposible ocultar los
movimientos militares, sobre todo cuando apenas había un habitante que no tuviese un
familiar o un conocido en las Fuerzas Armadas. El efecto psicológico fue grande, porque las
noticias del despliegue terrestre marroquí no habían llegado todavía a los medios de
comunicación. Por primera vez desde el inicio de la crisis, muchos ciudadanos ceutíes se
plantearon pasar unos días en la península, sin contar a los familiares directos de muchos
militares, que ya se habían ido a visitar a sus parientes hacía dos o tres días.
Antes del anochecer, la operación "Candado", como se había denominado al despliegue
defensivo avanzado, estaba completa.
Las tropas de infantería ligera del Grupo de Regulares de Ceuta n° 54, en entidad de
batallón, o Tábor, se habían distribuido por secciones cubriendo la mitad norte de la frontera
de la ciudad con Marruecos. Varios equipos de misiles contracarro TOW, adecuadamente
protegidos por equipos de fuego armados con ametralladoras pesadas y ocultos en posiciones
preparadas previamente, pespunteaban el terreno abrupto y pedregoso, de pocos kilómetros
de profundidad, que separa la frontera en su parte media de las primeras viviendas de la
ciudad. Entre ellos, la infantería cubría los huecos "impermeabilizando" un frente de poco
más de tres kilómetros. En la mitad sur, y siguiendo un patrón semejante, se había desplegado
la IV Bandera Cristo de Lepanto, del Tercio Duque de Alba N° 2 de la Legión, junto a sus
propios lanzamisiles TOW. La V Bandera mecanizada Gonzalo de Córdoba, quedaba en
retaguardia como reserva móvil.
En los extremos norte y sur de la frontera, en la zona de los pasos fronterizos de Benzú y
El Tarajal, donde la ciudad se estira para alcanzar casi la misma frontera, el Regimiento de
Caballería Acorazado Montesa N° 3 había desplegado sus dos escuadrones de carros M-60
A3, trece tanques cada uno, en posiciones defensivas camufladas, cubriendo los principales
accesos por carretera, preparadas por los ingenieros del Regimiento n° 7. Un tercer escuadrón
mecanizado, dotado con vehículos de combate de infantería Pizarro y blindados BMR, se
mantenía en reserva algo a retaguardia, a excepción de una de sus secciones, destacada al ba-
rrio de Benzú.
En los acuartelamientos había quedado, también en reserva, la VII Bandera Valenzuela
del Tercio Don Juan de Austria, recientemente llegada de Almería.
La última unidad en desplegarse fue el Regimiento de Artillería de Campaña n° 30, en
total dieciséis obuses remolcados de 155 milímetros repartidos en dos baterías. Cuando el
coronel al mando recibió la novedad de sus baterías, llamó a la Comandancia General. El
Candado estaba cerrado.

O así parecía sobre el papel, pensó el general Estadella, comandante general de Ceuta,
estudiando de nuevo el despliegue de sus fuerzas en el mapa mural que cubría completamente
una de las paredes de la sala de mando de la Comandancia. Acababa de llegar de una rápida
visita a las posiciones de sus tropas y estaba satisfecho de la rapidez y profesio- nalidad que
habían demostrado. Pero eran demasiado escasas 262 como para proporcionarle una absoluta
seguridad. Claro que la seguridad absoluta no existe, pensó. No en este mundo.
—Lo van a tener difícil como quieran entrar —dijo el coronel Francisco Andrade, jefe de la
Unidad de Inteligencia del Estado Mayor, leyendo los pensamientos del general—. Según las
fotos que han mandado de Madrid, los marroquíes han desplegado el equivalente a una
brigada mecanizada reforzada ahí enfrente. Vale que es una fuerza poderosa, pero no lo
suficiente para echar la puerta abajo.
—Ya lo sé, Paco, ya lo sé. Pero nunca habían hecho algo así. Conozco bastante bien al
general Munjib, ¿sabes? Hizo conmigo un curso de Logística en Zaragoza hace años. No es
ningún psicópata. Ese tío sabe bien lo que se hace y tiene que haber una razón para este
despliegue.
—Sólo es un farol, mi general. Nos presionan para "engrasar" las negociaciones. No digo
que no haya que tomárselo en serio, pero si yo estuviera ahí enfrente y quisiera tomar Ceuta, lo
último que haría es montar ese numerito. Sólo les ha faltado publicarlo en El País.
El general Estadella suspiró. El oficial de inteligencia llevaba razón. Era una verdad
universalmente aceptada que, para tomar un objetivo fuertemente defendido, o lo tomas por
sorpresa o necesitas una fuerza abrumadoramente superior. Y los marroquíes no cumplían
ninguna de ambas premisas.
Pero, a pesar de esas consideraciones, la noche que ya caía sobre Ceuta iba a ser muy
larga para las tropas desplegadas sobre el terreno... y también para su general.
i6 de septiembre

Mar de Alborán.

El Siroco estableció de nuevo contacto sonar con la fuerza de superficie marroquí a las
cuatro de la madrugada, hora española. Por sus propios medios hubiera sido muy difícil para
el submarino localizar a los buques marroquíes, pero un Orion del Ejército del Aire se había
encargado de seguirles a distancia durante buena parte de la tarde y de la noche. El P-3C sólo
se retiró cuando le fue retransmitido el nuevo informe de contacto del submarino. Se
encontraban unas quince millas al norte de las islas Chafarinas.
Había sido un buen ejemplo de coordinación, pensó el comandante Martínez mientras
ordenaba inmersión a ochenta metros tras recibir la última posición actualizada por el Orion
de la escuadra enemiga. Por su parte, el cálculo de demora y distancia de sus operadores de
sonar coincidía casi exactamente con la facilitada por el Cuartel General de la Flota. Bien.
Ahora tocaba deslizarse en silencio de nuevo y esperar. Gracias a las últimas horas
navegando a cota de snorkel, las baterías estaban cargadas casi al cien por cien. Eso le
proporcionaba una respetable autonomía en inmersión profunda a baja velocidad.
Exactamente el medio natural para un submarino como el Siroco.
—¿Qué está haciendo esa gente, Simancas? —preguntó Martínez.
—No lo tengo claro, mi comandante. Cuento vueltas de hélice para unos ocho nudos y la
demora cambia alternativamente a babor y estribor. Parece que hacen zig-zags lentamente.
Como si estuviesen esperando.
Esperando, ¿qué?, pensó el comandante.
Océano Atlántico

El contralmirante Subiño se encontraba en el CIC del Príncipe de Asturias cuando salió


el sol, pero desde el interior del oscuro Centro de Información y Combate del portaaviones, no
notó ninguna diferencia. Se había levantado una hora antes del amanecer, incapaz de
permanecer más tiempo en su cámara.
El grupo de batalla del Príncipe de Asturias navegaba con rumbo sur a cien millas de la
costa marroquí, frente a la ciudad de Safi. La escuadra se encontraba a poco más de ciento
sesenta millas al norte de la plataforma petrolífera Canarias i. Manteniendo la velocidad de
veinte nudos, alcanzarían su objetivo por la tarde, dentro del margen horario previsto.
263
Subiño estudiaba la carta de navegación, inquieto. De haber seguido el plan original, su
Task Forcé debería encontrarse a esas horas al noroeste de Madeira, internándose en el
Atlántico en una derrota mucho más larga aunque también más segura. Pero el despliegue
marroquí en las cercanías de Ceuta y Melilla había obligado a cambiar los planes. El ALFLOT
lo había dejado claro: el tiempo apremiaba, y la plataforma tenía que ser tomada antes de
veinticuatro horas, aunque eso implicase que la mayor parte de la nueva derrota cruzase la
Zona de Exclusión marroquí, y, lo que era peor, colocase a la escuadra dentro del radio de
acción de la Fuerza Aérea Real.
—Romeo Uno Papa, aquí Morsa cero nueve. Tengo un contacto bo- gey con demora cero
nueve ocho, rumbo tres cero cero, velocidad cuatrocientos veinte nudos, altitud veintiocho
mil pies.
El sonido de la radio apartó los pensamientos del contralmirante... sólo parcialmente.
El contacto con aeronaves no identificadas no suponía precisamente buenas noticias. Para
prevenir esa posibilidad, un helicóptero SH-3 AEW Sea King, equipado con un radar
Searchwater para alerta temprana, sobrevolaba la flota, siendo escoltado por un caza-
bombardero Harrier.
—Morsa cero nueve, ¿tienes IFF? —preguntó el oficial de comunicaciones por radio.
—Ahora lo tengo, espera... es un comercial, Romeo.
—Recibido Morsa cero nueve, clasifico como comercial.
En ese momento una tercera voz entró en el circuito de radio. Se trataba de la fragata
Blas de Lezo.
—Romeo Uno Papa, aquí Foxtrot Tres Bravo. Confirmo IFF. Se trata de un avión
comercial. Según el código del transpondedor es un vuelo de Roy al Air Maroc en ruta de
Marrakech a París.
Aunque pareciera que el avión se encontraba demasiado al oeste para esa ruta, en
realidad no era así. En condiciones normales, un vuelo comercial desde Marruecos a Francia
habría sobrevolado la península Ibérica, pero desde hacía un par de días, tras varios
desagradables incidentes, afortunadamente sin consecuencias, entre aviones comerciales y
cazas tanto españoles como marroquíes en misión de defensa aérea, los vuelos entre España y
Marruecos habían sido cancelados. Para los vuelos entre Marruecos y Francia, las compañías
francesas y marroquíes preferían evitar malos entendidos con el Ejército del Aire siguiendo
rutas atlánticas o mediterráneas sobre aguas internacionales. Eran efectos secundarios de una
guerra no declarada, pero sobre cuya realidad nadie abrigaba ya demasiadas dudas.
A pesar de que parecía un vuelo completamente normal, el contralmirante Subiño
ordenó al Harrier que escoltaba al helicóptero AEW, acercarse para una identificación visual.
Pocos minutos después, el piloto informó al buque insignia de la escuadra:
—Romeo Uno Papa, Cobra dos tres. Tally sobre el bogey. Es un 757 con la librea
correcta.
—Recibido Cobra dos tres. Puedes romper el contacto.
—Roger.
El contralmirante se relajó, aunque por poco tiempo. Pensando en la posibilidad de
estarse volviendo paranoico, se preguntó si el piloto del Boeing marroquí sería capaz de
identificar su grupo de batalla desde ocho mil metros de altitud.
Es un hecho cierto que hasta los paranoicos, a veces, tienen enemigos. El comandante
Mohamed, piloto de la aeronave marroquí no había reparado en las estelas de los buques que
sobrevolaba hasta que oyó, sobresaltado, el estridente zumbido de la alarma de colisión de su
avión. Mirando frenéticamente al exterior, pronto descubrió la inesperada presencia de un
caza embarcado español. El interceptor se acercó al avión de pasajeros, volando en formación
con él durante unos segundos, y luego se alejó. El piloto del Harrier, antes de picar hacia el
mar, saludó al avión marroquí con un gesto de la mano, más socarrón que amistoso. La
respuesta del comandante Mohamed fue extender 264 el dedo medio de la mano derecha. No
supo si el español lo había visto o no, pero no le importaba. El piloto marroquí se había
licenciado de la Fuerza Aérea Real algunos años atrás con el grado de comandante, y no había
perdido nada de su espíritu de piloto de combate.
Una vez repuesto del susto, Mohamed se preguntó de dónde había salido ese avión. El
Harrier no era un aparato de gran autonomía y, a menos que estuviera recibiendo
reaprovisionamiento en vuelo, tenía que haber despegado de un portaaviones. ¡Claro!, pensó
el piloto, ¡las estelas! Agachándose, saco de debajo de su asiento los gemelos de gran potencia
que utilizaba para comprobar referencias visuales y enfocó la superficie del mar. Allí estaban.
Seis estelas de espuma tras sus barcos correspondientes. Uno de ellos era, no había duda
posible, un portaaviones.
Tras un momento de reflexión, manipuló los controles de la radio hasta sintonizar la
frecuencia del Centro de Operaciones de Combate de Salé. Se la sabía de memoria.

Madrid.

El Consejo de Ministros tenía un solo punto en el orden del día para su reunión del
viernes, pero aún así iba a ser una reunión larga. Además de los miembros del Gobierno, se
encontraban presentes el jefe de estado mayor de la defensa y el director general del CNI,
acompañado de nuevo por Juan Carlos Talavera.
La crisis en curso tenía múltiples aspectos aún no cerrados y en el análisis de los
mismos, se iba a consumir gran parte de la mañana. Sólo al final entrarían en los aspectos
puramente militares del problema.
El ministro de asuntos exteriores había abierto la reunión con una buena noticia: los
trabajadores civiles de la plataforma petrolífera iban a ser por fin liberados por Marruecos, en
gran parte debido a las gestiones del Gobierno británico, que había intervenido al conocer que
una docena de operarios eran súbditos de Su Graciosa Majestad. Todos ellos saldrían en vuelo
regular con destino a Roma en veinticuatro, o a lo sumo cuarenta y ocho horas. Desde la
capital de Italia cada uno volvería a su país de origen.
El problema de los supervivientes del hundimiento de la Descubierta era bastante más
complicado. Oficialmente no eran prisioneros. Permanecían ingresados en un hospital militar
marroquí por "prescripción facultativa". Nadie sabía cuándo iban a recibir el "alta", pero el
funcionario francés que actuaba como mediador en las muy discretas conversaciones que
tenían lugar en París había dejado caer a los negociadores del Ministerio de Asuntos
Exteriores que la liberación por parte de España de los gendarmes capturados en Perejil
podría contribuir positivamente a una pronta "curación" de los náufragos. El tema seguía en
discusión, pero en las presentes circunstancias no parecía probable que se pudiera llegar a un
acuerdo antes de que la tensión militar experimentase algún alivio.
Tras estos preliminares, el presidente del gobierno pidió al director del CNI una puesta
al día sobre la situación política en Marruecos. El director, tras una vaga introducción, pasó el
testigo, o quizá la patata caliente, a su subordinado.
Talavera, tras ordenar sus papeles y beber agua para aclararse la garganta, se dirigió al
Gobierno.
—Señor presidente, señoras y señores, el escenario político marroquí no se está
moviendo apenas nada desde el comienzo de la crisis. Los principales partidos políticos, más
allá de vagas declaraciones de apoyo a la corona, mantienen un perfil muy bajo. Por supuesto
no esperábamos debates abiertos sobre la situación, pero ni siquiera se están produciendo
declaraciones "off the record" de los líderes significativos. Nada de nada. Mi impresión
personal es que no sienten ninguna prisa por asomar la cabeza. El actual gobierno está
formado por burócratas pertenecientes a partidos pequeños y no es demasiado popular entre
los grandes. La paradoja es que si están donde están, es en parte por la incapacidad de
socialistas y nacionalistas para ponerse de acuerdo y alcanzar algún consenso, que rompa el
empate técnico que mantienen hace años. No265 hace falta decir que la corona está más que
interesada en que se mantenga la situación, pero en el momento actual estoy seguro de que el
Rey agradecería algo más de apoyo de los representantes electos del pueblo.
En cualquier caso parece evidente que el Gobierno marroquí está solo en esto y no
sabemos, hasta qué punto el Rey aporta su apoyo activo o se limita a observar los
acontecimientos. Mi impresión personal es que se mantiene en segundo plano de forma
deliberada, pero apoya incondi- cionalmente a su Gobierno, porque en Marruecos no pasa
casi nada sin que el Rey lo apruebe explícitamente.
Aprovechando una nueva pausa de Talavera para beber, el presidente del gobierno hizo
la pregunta que todos tenían en la cabeza.
—¿Qué sabemos de los integristas?
Talavera no pudo evitar suspirar. Sabía que le preguntarían, claro, pero eso no facilitaba
las cosas.
—Respecto a los integristas, como todos ustedes saben, es preciso distinguir entre tres
grandes corrientes, bastante diferentes entre sí. En primer lugar están los moderados. Su
partido, plenamente legal, tiene una importante representación parlamentaria, pero practica
una suerte de "autocontención" que les lleva a no presentar candidaturas en todas las
circunscripciones. Literalmente no quieren ganar, probablemente porque no consideran a la
sociedad marroquí madura para un gobierno islámico. Temen que, de ganar, podrían ser
ilegalizados como pasó hace años en Argelia. Y aún así, los moderados no concitan todas las
simpatías integristas. En un limbo al margen de la ley, técnicamente ilegal pero no
perseguido, se encuentra un amplio movimiento islamista, más social y religioso que político,
mucho más popular entre los marroquíes que los moderados. Suponen una especie de
"conciencia del Islam", pero no tienen ambiciones políticas. No dentro del sistema, al menos.
Respecto a estas dos grandes corrientes, nuestras fuentes de información son, en el mejor de
los casos, poco concretas. Lo que hemos podido averiguar es que, en general, y a pesar del
poco aprecio que sienten por la corona, apoyan al Gobierno en las presentes circunstancias,
principalmente porque nosotros —Talavera hizo una mueca—, les resultamos todavía menos
simpáticos que su Gobierno. Pero los integristas que de verdad nos preocupan son los
genuinos radicales. Son pocos, pero violentos y fanáticos, y se agrupan en dos o tres grupos
ilegales que probablemente mantienen fluidas relaciones con Al-Qaeda. Uno de ellos,
conocido como el "Grupo Combatiente Marroquí", no tengo aquí ahora el nombre árabe,
participó activamente en el 11 M. Creemos que es el más activo y "prestigioso". Respecto a su
posición ante la crisis, sólo podemos especular. Una fuente indirecta, pero bastante fiable,
nos ha transmitido la idea de que se están frotando las manos ante la posibilidad de una
guerra abierta. Especialmente ante una posible derrota marroquí que les allanaría el camino
para un asalto al poder. Ya se pueden ustedes imaginar que, de ser cierto, eso nos puede
complicar bastante la vida.
—Claro —interrumpió el presidente—. Si perdemos es malo, pero si ganamos...
—Si ganamos, a la larga, puede ser peor. Exactamente señor presidente. En cualquier
caso nuestra información es muy limitada a este respecto. Sólo puedo añadir que trabajamos
intensamente sobre el problema.
El ministro de defensa carraspeó.
—¿Tienen a alguien sobre el terreno?
Talavera no contestó. Se limitó a mirar a su director. No era conveniente hablar
demasiado sobre operaciones en marcha. Ni siquiera en aquella sala, y el ministro de defensa
debería saberlo mejor que nadie. De hecho, enseguida se dio cuenta de que había hecho una
pregunta poco conveniente y se apresuró a retirarla con una disculpa. De todos modos no
importaba. El silencio de Talavera había sido suficientemente elocuente.

266
Tetuán, Marruecos.

Alfredo Suárez volvió a blasfemar mentalmente. ¿Cómo coño se habría dejado enredar
para volver a aquella ciudad? La respuesta no era complicada: Talavera, el cabrón aquel del
CNI con cara de despistado le había retorcido el escroto hasta hacerle hablar en un tono dos
octavas más alto del suyo habitual. Metafóricamente, por supuesto.
La presión había sido educada pero inexorable, hasta hacerle acceder con un suspiro de
resignación. Lo que le hizo finalmente aceptar había sido la garantía de que viajaría bajo un
pasaporte norteamericano expedido por la embajada yanqui y recogido allí por él mismo, de
mano de un cubano que le había asegurado que Talavera era un gran tipo. Bueno, al menos no
acabaría sus días en una cárcel marroquí acusado de espionaje. O eso esperaba.

r
—Venga, sal ya —un codazo de Carlos Cuenca sacó al médico de su mundo interior
para devolverle al calor de la mañana africana. Con un suspiro salió del coche y caminó por
la polvorienta callejuela en dirección a la casa de Mohamed Hammadi, con una desgana
que traducía su estado de ánimo. No veía la utilidad a aquella maniobra. No veía utilidad,
pero sí riesgo. Mucho riesgo.
La puerta estaba entreabierta, pero naturalmente, no entró. Llamó al timbre y esperó
educadamente, aunque en su fuero interno deseaba entrar o salir corriendo. Todo menos
quedarse allí como un pasmarote, a la vista de cualquiera que pasara.
—iDoctor Suárez!—esta vez fue el propio Hammadi quien le abrió la puerta—. Pase,
por favor, pase.
Alfredo Suárez inclinó la cabeza en un silencioso saludo al marroquí. Luego inspiró
profundamente y entró.

Sidi Slimane, Marruecos.

Hacía muchísimo calor en los áridos terrenos de la base aérea de Sidi Slimane. El sol
de media mañana parecía querer fundir el asfalto de las pistas, arrancándole
reverberaciones y creando falsos charcos en su superficie. Nada invitaba a salir de los
barracones donde los pilotos del escuadrón Atlas dormitaban o jugaban a las damas tras
una mañana de continuas alertas y cancelaciones. Sus aviones, mientras tanto, perma-
necían en los refugios acorazados de la base con los depósitos de combustible llenos y las
armas colgadas de sus pilones bajo el fuselaje.
Abdelkrim Zayid, teniente coronel de la Fuerza Aérea Real, dejó el periódico sobre la
mesa y volvió a sacar la calculadora de un bolsillo de su mono de vuelo. Desde el briefing
celebrado a primera hora de la mañana, cuando apenas había amanecido, había repetido
los cálculos de combustible cada media hora, cada vez más preocupado al estimar el
desplazamiento hacia el sur de su objetivo. Estaba tan concentrado que dejó caer la
calculadora al suelo, sobresaltado por el estridente sonido del teléfono. Con un gruñido
levantó el auricular, poniéndose instintivamente en posición de firmes al reconocer la voz
al otro lado de la línea telefónica.
Un minuto después, con una tensa sonrisa en los labios, más indicativa de ansiedad
que de alegría, se volvió a sus hombres y dijo lacónicamente:
—Señores, ha llegado la hora de entrar en combate. Dentro de unas horas, si Dios
267
quiere, volveremos a casa con la victoria.
—\Insh Allah, Dios lo quiera! —repitieron los pilotos, sintiendo sin duda el peso de su
responsabilidad sobre los hombros. Luego, uno por uno, salieron al calor de las pistas y
montaron por parejas en varios jeeps abiertos que les condujeron a los refugios donde
esperaban sus aviones.
Zayid fue el primero en llegar a su aparato. Disfrutando del relativo frescor de la
sombra proporcionada por el refugio de hormigón, el teniente coronel rodeó con impaciencia
el estilizado avión de combate, un Mirage F-i EH 200, de silueta vagamente parecida a la de
una cigüeña, ansioso por encaramarse a la carlinga.
Pero cada una de las comprobaciones que hacía era vital para el éxito de su misión, y se
obligó a seguir los puntos de la lista que un suboficial mecánico iba leyendo en voz alta y
marcando en una tablilla. Lo último que comprobó era también lo más importante: el bruñido
misil que colgaba del vientre de su pájaro. El Exocet de fabricación francesa era, o al menos
así lo creía Zayid, uno de los secretos mejor guardados de la Fuerza Aérea Real, ya que,
supuestamente, sus aviones no estaban preparados para lanzarlo. Pero eso había cambiado a
finales de 2002, después de la humillación de Leyla, aunque la modificación necesaria en la
electrónica de los Mirage había resultado tan endiabladamente cara que sólo había sido
posible completarla en seis unidades, las mismas que en ese momento arrancaban una tras
otra sus reactores Atar.
Galvanizado por el estruendo del despertar de las máquinas, Zayid completó su
inspección y dio el visto bueno a su mecánico, que se cuadró y saludó antes de ayudar al
teniente coronel a subir al avión. Pocos minutos después, el Mirage alcanzó la cabecera de la
pista, seguido por las otras cinco máquinas de su escuadrilla, y, tras recibir la autorización de
la torre, se elevó en el aire cálido de la mañana.
Rabat, Marruecos.

El general Munjib recibió la noticia del despegue de la fuerza de ataque de manos de su


secretario, mecanografiada en un formulario de mensaje. El ministro pensó distraídamente,
mientras desdoblaba el papel, que tendrían que pensar en informatizar esa sección... si
después de aquello quedaba alguna sección que informatizar. Con un gruñido, que su
asistente interpretó como una orden para salir zumbando, y un movimiento de cabeza, apartó
el inoportuno pensamiento de su cansada mente. Munjib sabía que el estrés provocaba en
mucha gente algo parecido a la euforia, pero a él siempre le tornaba el ánimo sombrío. No era
exactamente pesimismo, sino algo parecido a un fatalismo que, paradójicamente, no le
inmovilizaba.
Por lo demás, cualquiera que fuera su estado de ánimo, la suerte estaba echada y no era
momento de reflexionar sobre ello. Por el contrario, había llegado la hora de poner toda la
carne en el asador. Si acertaba o se equivocaba... no tardaría demasiado en averiguarlo.
Mientras encendía un cigarrillo con la colilla del anterior (y tal vez debería pensar
también en dejar de fumar), levantó el auricular del teléfono y pulsó uno de los botones de
marcación directa señalado con una etiqueta. Al otro extremo de la línea, el almirante Yussufi
recibió sus órdenes con una sonrisa. A diferencia del ministro, el ánimo del almirante no era
para nada sombrío.

Arrecife, Lanzarote.

Antonio Lucas salió corriendo de la sala de guardia habilitada en uno de los hangares del
aeropuerto civil de Arrecife hacia el punto de aparcamiento de su F-18. No sonaba ninguna
sirena, pero eso no hacía que la orden de "scramble" fuera menos perentoria. Pocos metros
por delante de él, corría Bárbara, "Barbie", Sandoval, hacia su máquina, decorada con una
bandera marroquí justo bajo el borde de la carlinga. Aquello no era reglamentario, claro, pero
nadie había protestado. Lucas no pudo evitar 268admirar el cuerpo atlético de la teniente, tan
distinto sin embargo al de la muñeca que le prestaba su apodo, con un punto de deseo
mezclado con remordimiento. Cuarenta y ocho horas antes, tras aterrizar y ser recibidos como
héroes por el personal de tierra tras su victoria, habían cenado juntos en el restaurante del
aeropuerto y luego habían alquilado una habitación en un hotel cercano. Lucas sabía que,
aunque viviera cien años, no volvería a echar otro polvo como aquel. Entre otras cosas porque
Sandoval estaba casada, y... bueno, aquello no estaba bien.
Una cosa buena que tiene tener dos turboventiladores de doble flujo General Electric
F404 de 7-258 kilos de empuje unitario a plena postcombustión debajo del culo, es que no te
quedan demasiadas posibilidades de pensar en nada que no sea cómo dominar toda esa
potencia y convertirla en una carrera de despegue decente. De ese modo, el capitán Lucas
olvidó, al menos de momento, sus problemas con las mujeres para concentrarse en algo que,
sin la menor duda requería de toda su capacidad mental con más urgencia.
—Torre, Halcón dos cuatro, dos aviones pidiendo permiso para despegar en scramble.
—Halcón dos cuatro, Torre. Autorizados. Tenéis libre tráfico en todos los vectores.
Tened cuidado y... ¡buena caza, joder!
La voz del controlador tenía un punto de emoción reprimida, como si le diera vergüenza
pronunciar las palabras tantas veces oídas en películas bélicas. Nadie se había acostumbrado
todavía al hecho cierto de que estaban en guerra. Parecía algo lejano. Y sin embargo, Lucas lo
había vivido en primera persona hacía poco tiempo, era muy real.
Inmediatamente después de plegar el tren de aterrizaje, mientras trepaba hacia el cielo
azul, el capitán Lucas se despidió de la torre y cambió la frecuencia de radio a la del control de
Gran Canaria.
—Papayo, Halcón dos cuatro. Necesito un vector.
—Buenos días Halcón dos cuatro, aquí Papayo. Te tengo en el radar. Recomiendo vector
cero ocho tres. Tenemos bandidos acercándose a baja altura con destino estimado en Gando.
Cuento ocho bandidos, probablemente F-5. Ya tenemos una patrulla de interdicción en
camino, pero quiero que controles el flanco norte por si cambian de rumbo en el último
momento.
—Roger Papayo. Virando para vector cero ocho tres, ángeles treinta.
Lucas viró y elevó el morro de su aparato para ganar altitud mientras se relajaba
ligeramente. Su misión era sólo controlar el flanco. Serían sus compañeros de escuadrón, que
habían despegado de Gando, los encargados de interceptar esta vez a los bandidos
marroquíes. Seguramente lo estarían deseando.

Océano Atlántico.

La fragata marroquí Hassan II cortaba las olas a su máxima velocidad sostenible


siguiendo la estela de su gemela Mohamed V. Ambos buques llevaban varios días patrullando
el Atlántico, entre Madeira y Canarias, pero ahora que la flota española había sido localizada,
navegaban a su encuentro con una decisión que, en vista del desequilibrio de fuerzas, parecía
poco menos que suicida. Ambos buques, construidos en Francia, desplazaban algo menos de
tres mil toneladas, y si bien eran los navios más poderosos del África Occidental, resultaban
francamente insuficientes para enfrentarse a la séptima potencia naval del mundo. Pero esa
situación se había dado muchas veces en la historia naval. Y no con poca frecuencia, el valor,
la inteligencia y la determinación del contendiente inferior había sido capaz de sobreponerse a
la prepotencia del teórico superior. Y además hacía falta suerte, pensó el comandante de
la Hassan II mientras consultaba la carta con el ceño fruncido.
A la velocidad actual, y si la posición estimada del enemigo era correcta, el helicóptero
Panther de la Mohamed V, que actuaba en ese momento como piquete radar veinte millas al
sureste de la agrupación naval marroquí, debería informar del contacto con la flota española
en menos de media hora. Luego se dejaría caer como una piedra bajo el horizonte radar y
269
volvería a su buque madre mientras el otro helicóptero, el de su buque, tomaba el relevo para
aparecer en las pantallas de radar españolas cincuenta millas más al norte. Eso daría que
pensar a esos soberbios, vaya que sí.

Mar de Alborán.

—Mi comandante, le llaman del sonar. ¡Mi comandante! Luis Martínez, comandante del
submarino Siroco, se despertó con dificultad, mezclando por un momento sueño y realidad
hasta orientarse por completo. Había dormido poco y mal los últimos tres días y había
decidido echarse una siesta después de un temprano almuerzo en vista de que las cosas
parecían tranquilas. Cuando miró el reloj descubrió con fastidio que apenas había dormido
media hora. El hecho de que su sueño hubiese sido tan profundo hablaba claramente de la
intensidad de su cansancio. Con un gruñido se estiró y abandonó su microscópica cámara
para dirigirse a la cámara de control sin molestarse siquiera en ponerse los zapatos. A poco
que su segundo pudiera manejar la situación estaba decidido a volver al catre a toda
velocidad.
—¿Qué pasa Simancas? ¿Novedades?
—Sí, mi comandante. Los contactos han aumentado la velocidad y caen al sur. Deben
haberse hartado de dar vueltas sin ton ni son.
—¿Vuelven a puerto?
—Es imposible saberlo. Ahora mismo están aproados a Chafarinas. Supongo que
virarán tarde o temprano para no acercarse demasiado a las islas.
El comandante miró la carta. Su posición actual le colocaba a igual distancia de las islas
Chafarinas y de los buques marroquíes, quedando al oeste de ambos. Si el comandante
marroquí decidía rodear las islas por poniente le iban a pasar prácticamente por encima. Si
viraban a levante, por el contrario, se alejarían del submarino y el riesgo de perderles sería
grande.
—¡Avante para diez nudos!, rumbo al cero nueve cero. Vamos a cota periscópica —dijo
Martínez en voz alta. Mientras el submarino aumentaba su velocidad y la proa se inclinaba
suavemente hacia arriba, el segundo comandante enarcó las cejas, animando a su superior a
explicarse. Sabía que a Martínez le gustaba explicar sus decisiones y a él le gustaba oírlas.
—Vamos a acercarnos un poco. Si vienen hacia nosotros no cambiará nada, pero si
viran a babor tendremos bastante distancia adelantada. En cualquier caso estoy muy
mosqueado con estos tíos. No entiendo qué hacen aquí, y no me gusta lo que no entiendo.
—¿No estarán pensando en desembarcar? —dijo el segundo.
—Lo dudo. Al fin y al cabo sólo llevan unas pocas zodiacs entre la corbeta y los
patrulleros y en Chafarinas hay por lo menos una sección reforzada de Regulares. No tendrían
ni para empezar... —se detuvo bruscamente— A menos que...
Isla de Isabel II, Archipiélago de las Chafarinas.

El sargento primero Enrique Pérez terminó su café y dejó la taza en el fregadero. Había
comido un bocadillo y una coca—cola de pie en la cocina de la cantina y se disponía a hacer
otra ronda para controlar las posiciones defensivas de sus Regulares. Cuando salió fue por un
momento consciente del ruido constante de los generadores que abastecían de electricidad a
la guarnición y luego lo olvidó de nuevo. Era como el ruido del tráfico en una ciudad: con el
tiempo te acostumbras.
Tras un corto paseo, Pérez llegó al punto más alto de la isla, conocido como "La
Conquista", donde se alzaba el faro, al lado del cual se apostaba el equipo TOW adscrito
temporalmente al pelotón de armas de su sección. Desde allí tenía una vista privilegiada de
todo el perímetro de la isla. Y aunque el misil TOW era un arma antitanque, y no era muy
probable que aparecieran tanques por allí, Pérez sabía que resultaría igualmente letal, o más,
si se usaba contra cualquier embarcación menor 270que una fragata. Junto al lanzador TOW, y
aportado también por la sección de armas de la compañía para reforzar su sección, se
encontraba un lanzador Mistral, misil antiaéreo ligero de guía infrarroja.

Océano Atlántico.

—Romeo Uno Papa, aquí Morsa uno uno, tengo bogeys con demora uno siete ocho.
Cuento cuatro... no, cuento seis contactos en aproximación por el sur, a cuatro cero millas. No
tengo una lectura de altitud, pero estimo menos de tres cero cero pies. Vuelan bajo, Romeo.
—Morsa Uno Uno, aquí Romeo Uno Papa. Te copio seis bogeys con demora uno siete
ocho, cuatro cero millas, tres cero cero pies. Recibido.
El oficial de comunicaciones del portaaviones Príncipe de Asturias, de pie detrás de la
consola de radio, alcanzó el teléfono interior y llamó al puente para avisar al comandante.
Mientras tanto, el oficial táctico se afanaba junto al resto de la guardia del CIC en comprobar
la posición de los contactos en la carta y en determinar las acciones a tomar.
Por encima de ellos, a tres mil metros de altitud, el helicóptero AEW Sea King, gemelo
del que esa misma mañana había detectado un inocente avión marroquí de pasajeros, se
esforzaba por afianzar el nuevo contacto. A bordo, el brigada Pertejo se dejaba los ojos en la
pantalla del radar. Los bogeys volaban bajo y su señal se confundía a ratos con el "clutter"
marino, el abigarrado conjunto de ecos radar devueltos por las olas. A pesar de que el
procesador del radar eliminaba mucho de ese ruido, todavía dejaba trabajo suficiente para los
operadores humanos. Más que suficiente.
—iSon ocho, joder! —dijo Pertejo tras un rato de apoyar un dedo innecesariamente
sobre la pantalla. Sin pensar mucho en ello, cogió un clínex de una caja situada a su lado y
limpió la pantalla plana. Los contactos estaban ahí, mucho más claros ahora y ninguno
respondía a las señales del IFF.
El brigada, buscando instintivamente al Harrier de escolta a través de la pequeña
ventanilla ubicada a su izquierda, llamó de nuevo al portaaviones:
—Romeo Uno Papa, aquí Morsa uno uno. Corrijo número de contactos. Son ocho.
Repito son ocho. Los clasifico como hostiles. Actualizo demora a uno siete siete. Distancia tres
cinco millas, altitud dos cero cero pies.
—Roger, Morsa uno uno, recibido alto y claro. Manténgase alerta.

La orden de zafarrancho de combate dada a bordo del Príncipe de Asturias, y un


minuto después en el resto de los buques del grupo de batalla, produjo un efecto galvanizante
en las tripulaciones. En pocos minutos cada miembro de cada tripulación, ya ocupaba un
lugar determinado de antemano. Las compuertas estancas quedaron cerradas y el armamento
listo para ser utilizado, mientras en los puentes los comandantes escrutaban el horizonte con
sus binoculares, ataviados con capuchas y guantes ignífugos y cascos de kevlar. Todos los
equipos estaban a punto, salvo algún pequeño fallo que los técnicos se afanaban para corregir.
Pero en ningún navio la actividad era tan frenética como sobre la cubierta de vuelo del
portaaviones, donde la tripulación, vestida con chalecos de diferentes colores relacionados
con la tarea de cada uno, ponía a punto los cazabombarderos AV-8B Harrier Plus. En menos
de tres minutos desde el inicio del zafarrancho, el primer cazabombardero estaba colocado
sobre la marca de los trescientos pies, listo para despegar en cuanto el portaaviones terminase
de aproarse al viento.
Cuando el navio estabilizó su rumbo, apenas un minuto después, el director de vuelo,
tras una última mirada al primario de vuelo, saludó al piloto y tocó la pista con la mano. Era la
señal tradicional de autorización para el despegue y el piloto levantó el pulgar para indicar su
asentimiento. Luego empujó a fondo la palanca de gases y esperó un instante hasta sentir que
el avión, retenido por sus poderosos frenos, intentaba encabritarse. En ese momento soltó los
frenos y sintió cómo su cuerpo se aplastaba contra271 el asiento por la salvaje aceleración de su
máquina. Los cien metros de pista que le separaban del aire, o del mar, volaron bajo el tren de
aterrizaje. Pero eso no era nada comparado con el último tramo de la cubierta, inclinada hacia
arriba en un ángulo de doce grados, que impulsó las más de diez toneladas del aparato y su
carga, con un salto vertiginoso semejante a los saltos de esquí. No en vano los ingleses, in-
ventores de tal ingenio, lo habían denominado "Ski jump".
Apenas el AV-8 se hubo afianzado en el aire, con la ayuda silenciosa del aliento
contenido del director de vuelo, un segundo cazabombardero inició la secuencia de despegue.
Tres minutos después, seis Harrier formaban sobre el portaaviones y tomaban rumbo sur
para hacer frente a la amenaza, mientras el solitario escolta del helicóptero Sea King volvía al
Príncipe de Asturias para repostar. Los otros tres cazas seguían en el hangar sometidos a los
frenéticos cuidados de los mecánicos de la novena escuadrilla, decididos a ponerlos a punto en
un tiempo récord.

Gran Canaria.

En la sala de control del Grupo de Mando y Control de Canarias, varios suboficiales y


oficiales del Ejército del Aire se afanaban ante las pantallas de radar llenas de datos
suministrados por el gran radar de alerta aérea del EVA n° 21, del Pico de las Nieves. Estaban
trabajando con datos "crudos", reduciendo el procesamiento informático del sistema al
mínimo para evitar sorpresas. Ese procedimiento tenía la ventaja de que era improbable que
aviones potencialmente hostiles, burlaran a los ordenadores simulando ser inocentes aparatos
comerciales, pero, en contrapartida, la carga de trabajo para los controladores se
multiplicaba, al tener que discriminar todas las señales, incluyendo los ecos falsos,
atribuibles, por ejemplo a bandadas de pájaros o a simples "ruidos" electrónicos. En una de
las pantallas, sin embargo, sólo se veían las trazas ya identificadas y clasificadas como hostiles
del paquete de aviones marroquíes que se acercaban a la isla de Gran Canaria. Eran ocho pe-
queños iconos de color rojo con forma de "V" invertida. Un pequeño trazo bajo cada icono,
mostraba gráficamente rumbo y velocidad de los "bandidos". Si seguían así, en pocos minutos
estarían al alcance de los misiles Sparrow de los F-18 que habían salido a su encuentro y
cuyos iconos azules acababan de aparecer en la pantalla táctica.
—No tiene sentido —pensó en voz alta el suboficial que permanecía sentado frente a la
consola apuntando periódicamente los cambios en la posición de los contactos.
Un comandante del Ejército del Aire se inclinó sobre su hombro.
—¿Qué no tiene sentido, sargento?
—El perfil de vuelo de estos, mi comandante. ¿Están tontos, o qué? Si siguen así nos los
vamos a comer con patatas, y una cosa es que sean moros, y otra que sean gilipollas... con
perdón.
El comandante se rascó la barbilla, pensativo. El sargento tenía razón, claro. Aquello no
era un perfil de ataque muy lógico, volando alto a la vista de todo el que quisiera ver. A menos
que fuera una finta, que tampoco sería tan raro.
No había pasado un minuto cuando los pilotos marroquíes decidieron dar la razón a los
controladores. En una maniobra perfectamente sincronizada, viraron noventa grados a la
izquierda, adoptando rumbo sur para volar de forma paralela a la costa canaria, cuidando de
mantenerse fuera del espacio aéreo español, por más que, a aquellas alturas, eso hubiera
perdido gran parte de su significado. En cualquier caso los interceptores españoles, siguiendo
instrucciones de "Papayo", viraron a su vez para mantenerse entre los aparatos marroquíes y
la costa.
Océano Atlántico.

Una vez lanzados los Harrier, el portaaviones Príncipe de Asturias viró de nuevo para
recuperar el rumbo original. A bordo, el contralmirante Subiño hablaba por radio con el
capitán de fragata Pérez de Castro, comandante272 de la Blas de Lezo, que actuaba como
comandante de guerra antiaérea del grupo de combate del Príncipe. A partir de ese momento,
la fragata de Pérez de Castro, por ser la unidad más moderna y mejor dotada de la agrupación
para enfrentarse a la amenaza aérea, coordinaría a todos los buques en la defensa frente a los
aviones que se aproximaban desde el sur.
—¿Cómo lo ves, Fernando? —dijo el contralmirante.
—Por el momento no es nada que no podamos manejar, almirante. Los Harrier de la
novena no deberían tener ningún problema para espantarnos a esos. Recomiendo mantener
rumbo y velocidad, pero si los "bandidos" mantienen su propio rumbo deberíamos encender
los equipos. Es casi seguro que saben que estamos aquí, de todos modos.
—Tienes razón. Lo que me pregunto es cómo demonios nos habrán localizado. ¿Sería el
comercial que detectamos por la mañana?
—Bien pudiera ser, almirante. O un pesquero... o pura chiripa. Vaya usted a saber.
En ese momento ambos interrumpieron la conversación. El líder de la escuadrilla de
cazabombarderos españoles acababa de entrar en el circuito de radio.

—Foxtrot Tres Bravo, habla Cobra dos cinco. Tengo tracking sobre los bandidos.
Permiso para iluminarlos.
—Autorizado para iluminarlos, Cobra. Proceda.
Los seis AV-8B Plus, desplegados en una formación escalonada por parejas,
manipularon los mandos de sus radares para ponerlos en modo de control de fuego y fijarlos
en sus blancos respectivos. Las coordenadas de los aviones marroquíes pasaron a través de
complejos cableados a los misiles que colgaban amenazadores de las alas de las aeronaves y se
almacenaron en los cerebros electrónicos de las armas. En milésimas de segundo, los haces de
radar que partían de los morros de los cazas españoles rebotaron en sus blancos, asignándoles
un ominoso destino.
—Foxtrot Tres Bravo, Cobra dos cinco —la voz del líder de la escuadrilla de cazas sonó
algo más tensa ahora—. Tenemos a los bandidos en "Lock-on". El IFF sigue negativo y
mantienen el rumbo. Solicito permiso para abrir fuego.
El capitán de fragata Pérez de Castro no vaciló. Sus reglas de en- frentamiento estaban
claras y había discutido ese supuesto con el contralmirante Subiño. Hizo un gesto al operador
de radio.
—Cobra dos cinco, aquí Foxtrot Tres Bravo. Armamento libre. Repito. Armamento
libre.
—Roger, Foxtrot, recibido. ¡Fox Uno, Fox Uno, Fox Uno!
Una línea de humo blanco partió de debajo de cada uno de los cazas españoles. Un
segundo después, dos de ellos dispararon un segundo misil AIM-120 AMRAAM. Cada uno de
los aviones agresores tenía asignada un arma y si la empresa Hughes, fabricante del ingenio,
no exageraba, sus posibilidades de escapar iban a ser mínimas.

Mientras los Harrier disparaban sus misiles AMRAAM contra los aviones enemigos, el
brigada Pertejo, a bordo del helicóptero AEW, no despegaba la vista del monitor de su radar.
Llevaba mucho rato así y un dolor leve pero insistente en la parte posterior de su cuello, le
recordaba la tensión a la que estaba sometido. Se acababa de frotar los ojos, de modo que al
principio pensó que la duplicación de las imágenes se debía a su gesto, pero rápidamente se
dio cuenta de que no. De cada punto que indicaba la presencia de un avión marroquí acababa
de desprenderse otro punto más pequeño. Casi gritó:
—¡Foxtrot Tres Bravo, aquí Morsa uno uno, los bandidos están lanzando! ¡Repito,
Foxtrot, los bandidos están lanzando!
A bordo de la Blas de Lezo, Pérez de Castro casi saltó en su asiento. Sin embargo respiró
hondo y se obligó a hablar con un tono de voz normal.
—Encender todo. Modo manual.
A la orden de su comandante los técnicos de radar del CIC de la fragata pulsaron los botones
273
correspondientes en sus consolas y, como por arte de magia, los grandes monitores planos se
iluminaron con la presentación táctica generada por el sistema AEGIS. Bastantes metros
sobre sus cabezas, sobre las facetas de la amazacotada superestructura de la fragata, cada uno
de los cuatro paneles planos del radar SPY-i D comenzó a emitir un millón de vatios de
energía electromagnética capaz de detectar casi cualquier cosa que entrara dentro de su
alcance.

Cincuenta millas al nordeste de la escuadra española, Abdelkrim Zayid, teniente coronel


de la Fuerza Aérea Real, dio un leve respingo cuando la luz roja del receptor de alerta radar
destacó en el cuadro de mandos de su Mirage F-i. La intensidad del zumbido que
acompañaba a la luz le indicó que probablemente se encontraba por debajo del umbral de
detección del radar hostil. No obstante, y para mayor seguridad, empujó la palanca de mando
de su avión para descender otros doscientos pies. En ese momento, el zumbido de alerta de
colisión con el suelo sustituyó al alertador radar, que se apagó casi simultáneamente. Zayid,
sin poder evitar tragar saliva por la tensión, desconectó el molesto pitido. Bajo la panza de su
Mirage, sólo veinte metros lo separaban de la cresta de las olas.
El veterano piloto recordó haber leído que, durante la guerra de las Malvinas, los pilotos
argentinos tenían problemas con los rociones de agua de mar sobre el parabrisas, tan bajo
volaban para evadir los radares británicos. Gracias a Dios, bendito fuera Su santo nombre, las
condiciones meteorológicas que el destino le había deparado a Zayid eran mucho mejores que
las que habían tenido que afrontar los bravos pilotos australes.

Isla de Isabel II, Archipiélago de las Chafarinas.

Más que oírlo, lo sintió llegar. Un estremecimiento en el aire caliente y, enseguida, la


explosión. No le pareció una explosión grande, pero sin duda había sido cercana. Muy
cercana.
Enrique Pérez se levantó despacio del suelo pedregoso. No sentía dolor alguno, pero
notaba una sensación de humedad en la mejilla. Se limpió con la mano y comprobó que se
trataba de sangre. Buscó la herida con sus dedos, pero no encontró ninguna. Pronto se dio
cuenta de que la sangre salía de su oído. Afortunadamente no parecía que fuera una
hemorragia muy intensa y la relativa tranquilidad que ese descubrimiento le procuró, le
permitió empezar a interesarse, aún aturdido, por su entorno.
En ese momento cayó la segunda granada de 76 milímetros, y la tercera, y la cuarta. En
pocos segundos, "La Conquista" desapareció bajo una nube de polvo y humo que hubiera
ocultado la luz del sol a los ojos del sargento Pérez, si éste se hubiese encontrado en
condiciones de mirar al cielo. Lo único que pudo hacer, sin embargo, fue sujetarse el casco con
las manos mientras se pegaba al suelo durante los tres minutos largos que duró el cañoneo.
Cuando por fin cesó y el suave viento de poniente arrastró la nube hacia el este, el sargento
buscó frenéticamente a sus hombres. Pero no encontró a nadie. Sólo la carcasa retorcida de un
misil TOW, que ya no sería lanzado, daba fe de que allí se había encontrado una posición
defensiva del regimiento de infantería ligera Regulares de Melilla n° 52.
Pérez salió corriendo pendiente abajo. Ni siquiera se molestó en encorvarse, mientras
una sola idea ocupaba su mente: la radio.

Océano Atlántico.

A bordo de la Fragata Blas de Lezo, el capitán de fragata Pérez de Castro estudiaba la


gran pantalla táctica que representaba a la escuadra de cuya defensa antiaérea era
responsable. Los escoltas formaban un vago círculo irregular en tomo al portaaviones
Príncipe de Asturias, buque insignia de la agrupación,
274 y al buque de aprovisionamiento
Patino. Ambos navegaban con rumbo sur en una derrota paralela a la costa marroquí. Cinco
millas al sur se encontraba la fragata Extremadura, cumpliendo la función de piquete radar.
Ella era la nave más cercana al ataque marroquí, y la que, por tanto, corría más peligro en
aquel preciso momento.
También por delante de la agrupación, milla y media al sudeste y al sudoeste
respectivamente, la fragata Canarias formaba con su gemela la Santa María la segunda línea
defensiva. Por fin, la Blas de Lezo, una milla a popa del portaaviones, protegía con su
presencia cercana lo que los americanos llamaban los "HVA", o "high valué assets", en
definitiva los buques más grandes y a la vez más indefensos.
Frente a los ojos del comandante, casi en el margen inferior de la pantalla, los iconos
azules que representaban a los misiles AMRAAM lanzados por los Harrier del Príncipe
acortaban con rapidez e inexorablemente, las distancias con los pequeños triángulos rojos
correspondientes a los aviones marroquíes. Éstos habían dado la vuelta hacia el sur
inmediatamente después de lanzar su propio armamento. Pero... ¿qué armamento? Todos los
informes de inteligencia que Pérez de Castro conocía afirmaban que Marruecos no disponía
de misiles antibuque lanzables desde aeronaves. Sin embargo no podía permitirse el lujo de
creer esos informes. No en esas circunstancias.
En ese momento, los iconos azules de los misiles españoles se hicieron indistinguibles
de los rojos, y enseguida ambos empezaron a desaparecer por parejas.

—¡Splash! Aquí Cobra dos cinco. Tengo un splash... no, corrijo, tengo tres splash.
—Te copio Cobra dos cinco, aquí Foxtrot tres Bravo. Pero yo cuento cinco blancos
batidos. Repito: cuento cinco blancos batidos.
—Roger Foxtrot, hemos bajado cinco bandidos. Los otros tres han evadido y caen al sur
muy rápido. No los vamos a poder alcanzar.
—¡Olvida los bandidos Cobra dos cinco! Tenemos misiles entrando al uno ocho cero.
Búscalos y destrúyelos.
El piloto de Harrier no había olvidado el aviso de disparo hostil dado por el helicóptero
AEW, pero su alertador de amenazas había permanecido apagado. Desde luego no se trataba
de misiles aire-aire. Bien, si eran misiles antibuque descenderían al nivel del mar para luego
estabilizarse a muy baja altitud. Allí tendría que buscarlos. Con una señal a su punto, hizo
picar su caza en un pronunciado ángulo de descenso mientras escudriñaba el horizonte
meridional, sin ver otra cosa que el reflejo del sol en las olas.

El helicóptero Sea King AEW, adelantado ahora bastantes millas al grupo de batalla
español, buscaba también frenéticamente los misiles enemigos con su radar Searchwater
protegido por un domo hinchable. Cuanto antes los detectara, más tiempo tendrían para
abatirlos. Pero, para mayor sufrimiento del cuello del brigada Pertejo, los misiles no
aparecían.
—Ya deberían estar dentro de nuestro alcance, joder —dijo Pertejo al piloto con un
gruñido que era una mezcla de dolor físico y frustración—. Lo único que nos podrían lanzar
son Exocet y los chismes esos tienen una RCS del carajo.
El piloto del helicóptero, un teniente de navio, apreciaba y respetaba a su radarista.
Sabía que era el mejor de la escuadrilla y si decía que tenían que estar dentro del alcance del
radar, era que tenían que estar. En cualquier caso no podían seguir alejándose del Príncipe de
Asturias: en menos de cinco minutos alcanzarían el punto "bingo fuel" y tendrían que
regresar al portaaviones.
—Voy a dar la vuelta, Pertejo. Tú sigue vigilando esa pantalla.

Mar de Alborán.

—¡Estabilizado cota periscópica! —dijo el275


marinero que se sentaba ante los controles de
los planos de inmersión. Habían subido un poquito demasiado deprisa para su gusto, y eso
siempre entrañaba el riesgo de que parte del casco del submarino pudiera llegar a asomar
sobre la superficie... en el peor momento posible para ser indiscretos.
—Bien hecho, chaval.
Luis Martínez accionó la palanca que hacía subir el periscopio. La maniobra de llevar el
submarino a cota periscópica había durado algo más de cinco minutos. Afortunadamente no
estaban a demasiada profundidad cuando el operador de sonar avisó que oía disparos.

Isla de Isabel II, Archipiélago de las Chafarinas.

Aquello era una pesadilla. Enrique Pérez no había podido entrar en la vieja edificación
que albergaba el puesto de mando de la guarnición. Antes de llegar, el cañoneo que había
machacado a sus hombres en la loma se había desplazado al centro de la isla y acababa de
hundir el techo del cuarto de la radio. Cubiertos de polvo, un cabo y un soldado salieron
tambaleándose de las ruinas, aparentemente ilesos.
—Álvarez, ¿has dado aviso?
—No, mi sargento, el generador se ha caído al principio del bombardeo y cuando hemos
podido arrancar el auxiliar, han empezado a zumbarnos a nosotros. Hemos salido de milagro.
El cabo temblaba visiblemente, aún bajo el efecto del shock.
—¿Y el teniente?
—Está muerto, mi sargento. Una viga...
Una nueva granada les obligó a hacer cuerpo a tierra. Un minuto después corrían hacia
el sur de la isla, hasta un promontorio cerca del embarcadero, en donde se encontraba
atrincherado el grueso del destacamento.

Mar de Alborán.

—¡Arriba periscopio! —Luis Martínez siguió con su cuerpo el ascenso del instrumento
sin despegar los ojos de la óptica. Mientras describía un rápido giro de trescientos sesenta
grados, un suboficial mantenía en la mano un cronómetro e iba cantando los segundos de
exposición, al mismo tiempo que un vídeo grababa todo lo que el comandante veía
directamente. Cuando el suboficial anunció el séptimo segundo sobre la superficie, Martínez
hizo bajar el periscopio con un golpe seco. En un "pinchazo" tan rápido era muy improbable
que les detectaran, o al menos eso esperaban todos.
El video, pasado a velocidad lenta, permitió a toda la tripulación de la cámara de mando
ver lo que ya había visto el comandante. La corbeta marroquí Lieutenant Colonel Errhamani,
navegaba a poca velocidad con rumbo oeste absoluto, guiando en línea de fila a las dos
patrulleras más pequeñas de la clase Commandant Al Khattabi. Los tres buques disparaban a
intervalos regulares con sus piezas del 76 contra la isla de Isabel II.
—Quiero soluciones de tiro para los tres blancos.
—Están listas, mi comandante. Permiso para asignar los objetivos.
—Autorizado. Inundar tubos dos, tres y cuatro —dijo el comandante sin quitar la vista
de la pantalla del sonar, donde se veían claramente los trazos de los tres barcos marroquíes.
—íBlancos asignados! íTubos inundados!
Luis Martínez vaciló un segundo. El comandante del submarino no era ningún
psicópata asesino, y pasar de una situación de paz a otra de guerra, no era cosa que se pudiera
hacer sin un estremecimiento de la conciencia. Pero aquellos barcos, por más que estuvieran
llenos de gente no muy diferente de él mismo y sus hombres, estaban disparando contra
territorio español, y muy probablemente contra soldados españoles. Sus reglas de
enfrentamiento no dejaban lugar a dudas y su sentido del deber se impuso sobre su escrúpulo
moral. 276
—Abrir compuertas exteriores. ¡Lanzar dos, tres y cuatro!
Las cargas de aire comprimido hicieron vibrar por un segundo al submarino, al
expulsar los torpedos de sus tubos. Las armas, tras agotar la inercia del lanzamiento,
comenzaron a desplazarse propulsadas por sus motores eléctricos. Detrás de cada torpedo, un
largo hilo se iba desenrollando para mantener la conexión con el submarino. Hasta que los
hilos se rompieran o fueran cortados, la tripulación del sumergible podría controlarlos a
distancia.
—¿Han detectado los lanzamientos?
Simancas, el sonarista, negó con la cabeza mientras escuchaba atentamente sus
auriculares y escrutaba la pantalla.
—Si los han oído no lo demuestran, mi comandante. La cuenta de vueltas de las hélices
no ha cambiado y tampoco la demora. Siguen igual.
—¿Qué tal son los sonaristas marroquíes?
—Pues personalmente no lo sé, pero Juanito Bermúdez, que estuvo muchos años
destinado en el Narval y ha estado muchas veces de maniobras con ellos, contaba que muy
buenos no eran.
Simancas, que ante todo era un tipo sensato, tras un silencio, añadió:
—Mejor no fiarse, de todos modos.

Océano Atlántico.

—¡Tally—Ho, Pato! ¡Alas doce, un poco altos!


¡Qué vista tenía, la cabrona!, pensó Lucas con una sonrisa bajo la máscara de oxígeno.
Efectivamente, un poco por encima de su nivel se veían tres puntitos que sólo podían ser los
bandidos que la Armada había perdido cien millas al norte. Según Papayo, los marinos habían
bajado cinco Mirage marroquíes pero otros tres se les habían escapado después de soltar sus
misiles. Afortunadamente Lucas y Sandoval estaban en la posición perfecta para arreglar
aquello.
—Deben andar muy flojos de fuel, Barbie. Les calculo cuatrocientos nudos escasos.
Nos vamos a acercar por detrás con mucho cariño.
Lucas tiró la palanca del "throttle" hasta alcanzar máxima potencia militar. El
anemómetro pronto rozó la marca de los seiscientos nudos. Para aumentarla un poco más y
romper la barrera del sonido tendría que conectar la postcombustión, pero eso le secaría los
depósitos, y tampoco era realmente necesario. Muy poco tiempo después, los aviones
marroquíes serían claramente visibles.
Y esta vez habría estrellas verdes sobre fondo rojo para los dos.

Isla de Isabel II, Archipiélago de las Chafarinas.

De modo que era aquello. Enrique Pérez enfocó sus prismáticos hacia el horizonte del
sur, siguiendo la indicación de un soldado. Contó cuatro manchas negras que fueron
creciendo rápidamente. Dos de ellas, más pequeñas, se separaron del grupo y se
desplegaron a derecha e izquierda. Estaba tan absorto en la contemplación de lo que pronto
quedó claro que eran helicópteros, que tardó un segundo en reaccionar al grito de un cabo:
—ICuerpo a tierra! ¡Artillería!
De nuevo comenzaba la pesadilla. Ni Pérez ni ninguno de sus, hombres se habían
encontrado antes bajo el fuego enemigo, y se trataba, evidentemente, de algo a lo que no se
iban a acostumbrar en cinco minutos. Pero el teniente estaba muerto, Y Enrique Pérez,
sargento primero del Ejército de Tierra, estaba ahora al mando.
—Tomás —gritó en un intervalo de silencio entre dos granadas—, quiero que lleves a tu
pelotón a "La Conquista". Allí no queda nadie, y277
si esos cabrones aterrizan no quiero que nos
cojan a todos juntos.
El sargento Agustín Tomás salió corriendo, parcialmente agachado, seguido a
intervalos regulares por sus fusileros. Acababan de irse cuando el bombardeo se
interrumpió bruscamente.
Mar de Alborán.

—Acaban de oírnos, mi comandante. La corbeta acaba de aumentar las revoluciones.


No detecto nada en las patrulleras... ¡Si! También aumentan revoluciones.
—¿Tiempo para el impacto?
—Veinte segundos mi comandante. Los torpedos siguen en pasivo. Recomiendo pasar a
activo y cortar los cables.
—Procedan.
Los torpedos, a la orden del submarino, comenzaron a emitir señales de sonar para
localizar por sus propios medios los blancos que la computadora de tiro les había asignado
previamente. Acto seguido se cortaron los cables que les unían al sumergible. A partir de ese
momento, sólo se detendrían al alcanzar su objetivo o al agotar la carga de sus baterías.
—Tiempo para el impacto diez segundos.
—¡Arriba periscopio!
Técnicamente no era necesario, desde luego, pero Luis Martínez no pudo contener la
compulsión de observar con sus propios ojos el resultado del ataque.
—Cinco segundos.
Martínez enfocó la óptica del periscopio en la corbeta Errhamani. Magnificado por el
zoom óptico del periscopio, el navio parecía encontrarse al alcance de la mano. El telémetro
señalaba cuatro mil yardas.
—¡Impacto!
La voz de Simancas llegó algo después de que el comandante del Siroco fuese testigo de
los efectos de la explosión de la cabeza de guerra del torpedo F. 17 Mod. 2, bajo la quilla de la
corbeta marroquí. Los doscientos cincuenta kilos de explosivo HBX3 partieron en dos la nave,
sacándola literalmente fuera del agua en su parte media mientras la proa y la popa se hundían
bruscamente. Un segundo después, ya oculta por un enorme hongo de humo pardo, la
corbeta, herida de muerte, cayó por su peso levantando una gran columna de espuma.
Un instante después el segundo torpedo encontró su blanco. La patrullera
Commandant Boutouba, mucho más pequeña que la corbeta, simplemente voló por los aires
al estallar el arma.
—¡Impacto!
La segunda patrullera, de nombre Commandant Azouggarh viró bruscamente a babor
para evitar la colisión con los restos de su compañera de clase, y eso la salvó, pues la enorme
conmoción producida en el agua por la explosión de los dos primeros torpedos creó el efecto
de una pantalla acústica que confundió a la cabeza buscadora del tercero, haciéndole perder
su objetivo. El torpedo activó entonces su rutina de búsqueda, iniciando un amplio círculo que
lo condujo a aguas someras. Unos minutos después quedaría varado, sin explotar, en una
pequeña cala pedregosa de la isla.

En la cámara de control del Siroco no hubo gritos de alegría. La enormidad de lo que


acababa de ocurrir pesaba en el ánimo de todos. Pero el shock duró poco. La voz de Simancas
provocó algo parecido a una descarga eléctrica en los presentes.
—¡Hay un torpedo en el agua! ¡Joder, nos han largado un torpedo!
—¿No es el tercero nuestro? —preguntó el segundo comandante.
—Negativo. Es un mark 32. Tiene que ser de ellos mi comandante.
—¡Avante toda! ¡Toda la caña a babor, para caer al tres cinco cero! ¡Vamos a cota
cincuenta!
El comandante Martínez daba las órdenes de forma refleja, como había ensayado
muchas veces en los ejercicios. Eso le permitía 278
mantener una aparente calma que estaba muy
lejos de sentir.
Todos en la cámara de mando del submarino se agarraron al sentir el tirón de la
aceleración. La tensión era enorme, sobre todo porque nadie allí tenía ninguna indicación
directa de lo que pasaba fuera. Nadie salvo Simancas, que permanecía absorto en sus
monitores y sus auriculares. De repente levantó un brazo y se giró en su silla sin apartar, sin
embargo, la vista del monitor. Parecía un estudiante llamando la atención del profesor.
—¡Mi comandante! ¡Anule esas órdenes!
Un suboficial no le da órdenes a un capitán de corbeta. Y precisamente por eso Martínez
le hizo caso sin rechistar. Por eso y porque confiaba ciegamente en el talento de Simancas.
—¡Timón a la vía! ¡Recto y nivelado! ¡Avante poca!... ¿Qué pasa Simancas?
—La demora del torpedo, mi comandante. Cambia rápidamente hacia babor y se aleja
sin zigzaguear. No está emitiendo nada.
—De modo que no nos tiene.
—Negativo. Parece como si no se hubiese llegado a armar.
—Quizá lo lanzaron sin darle una solución de tiro decente - intervino el segundo
comandante—, igual incluso se disparó accidentalmente con el impacto de nuestro torpedo.
El ambiente se relajó una vez más, pero aún había un buque marroquí allá arriba.
—Arriba periscopio.

Océano Atlántico.

Pérez de Castro seguía la evolución de la situación sobre la pantalla del CIC de la Blas
de Lezo. El último informe del helicóptero había dado al traste con la claridad del
planteamiento táctico. No había misiles. Ni el helicóptero AEW, ni la fragata Extremadura, ni
los propios sistemas de la Blas de Lezo detectaban nada procedente del sur. Sólo los
Harrier propios que se habían desplegado para buscar visualmente los elusivos misiles
aparecían en la pantalla, pero ellos tampoco veían nada. Tanto mejor, pensó el comandante de
guerra antiaérea. Pero sin saber bien por qué, seguía inquieto.
—Acabamos de recibir un mensaje de Canarias, del Ejército del Aire, mi comandante
—interrumpió el oficial de comunicaciones—. Parece que una pareja de F-18 de Gando ha
interceptado tres F-5 marroquíes que volaban con rumbo sur en la derrota calculada para los
bandidos que se nos han escapado. Dicen que han derribado a los tres.
—¿Cómo que F-5? Los que nos han atacado no podían ser F-5. Esos no pueden llevar
misiles antibuque. Sólo bombas tontas y el perfil del ataque no parecía nada normal para una
misión de bombardeo. Y además... ¿qué coño han lanzado? ¿Depósitos auxiliares?
El oficial de comunicaciones se encogió de hombros. El mensaje decía lo que decía. Y no
había más.

—Preparados para iluminar... ¡Ahora!


A la orden del teniente coronel Abdelkrim Zayid, los seis Mirage F- 1 EH 200
encendieron sus radares de búsqueda. Acababan de ascender a trescientos pies de altura, unos
cien metros, y las alarmas visuales y auditivas de sus alertadores de radar se habían vuelto
repentinamente locas. Cuando Zayid estudió la pantalla de su radar comprendió por qué.
Veinticinco millas al sudoeste de su posición se veían con claridad varios contactos de
superficie. Allí estaba la escuadra española, exactamente donde esperaba encontrarla.
— Líder a escuadrón: Seleccionen los blancos más grandes y disparen. \Allah Akbarl
—lAllahAkbar, Dios es grande! —contestaron uno tras otro los seis pilotos del paquete
de ataque marroquí mientras lanzaban sus Exocet. El grito de guerra tradicional de los
guerreros musulmanes de todos los tiempos sonó apropiado en los orgullosos oídos de Zayid
en esa ocasión histórica.

A bordo de la Blas de Lezo, un fuerte pitido


279 hizo converger todas las miradas sobre la
gran pantalla táctica. A unas veinticinco millas al nordeste de la fragata, como surgidas de la
nada, las emisiones de media docena de radares habían hecho saltar las alarmas del sistema
de guerra electrónica Aldebarán, que inmediatamente los clasificó como equipos de origen
francés, concretamente Thomson CSF Cyrano IV. Y eso significaba, sin sombra de duda,
cazabombarderos Mirage.
Pocos segundos después, el radar SPY-i D del navio español mostró doce trazas en la
pantalla táctica. Seis de ellas se dirigían hacia el nordeste a gran velocidad, alejándose de la
escuadra. Las otras seis, más pequeñas, se aproximaban inexorablemente.
—Esta vez tienen que ser ellos —exclamó el comandante de la fragata—. No sé cómo se
las han arreglado para instalarlos, ni cuándo, pero nos están tirando misiles los muy cabrones.
Pérez de Castro, que era uno de los muchos españoles que habían vuelto a fumar en los
últimos días, encendió el decimoquinto cigarrillo del día. El humo, venenoso y maloliente
como era, logró sin embargo relajarle un poco. Y eso era buena cosa, porque las miradas de
todos los oficiales presentes en el CIC estaban fijas en él.
—Muy bien señoras y señores, si algo sabemos hacer bien en este barco, es justamente
derribar misiles antibuque. ¡Manos a la obra!

El sistema de combate AEGIS, de origen norteamericano, había nacido en los años


ochenta para contrarrestar la creciente amenaza que suponían los bombarderos soviéticos
Backfire armados con misiles antibuque de largo alcance para los grupos de batalla de
portaaviones americanos. El sistema se diseñó para operar de forma totalmente automática,
asumiendo que los operadores humanos no serían capaces de actuar con rapidez suficiente en
el fragor de un ataque masivo. Y funcionaba muy bien.
Menos de un segundo después de que los operadores teclearan las órdenes oportunas
en sus consolas, el sistema había asignado a cada blanco entrante un misil SM2 MR y el radar
SPY-i, sin dejar de explorar el espacio aéreo, había entrado en modo de seguimiento de las
trazas clasificadas como hostiles. Los aviones atacantes, a pesar de estar ya huyendo,
recibieron también la asignación de otros tantos misiles antiaéreos. Un par de segundos más
tarde, las compuertas de doce de los cuarenta y ocho pozos del sistema de lanzamiento vertical
de misiles Mk. 41 se abrieron en un movimiento brusco. Mientras tanto, un estridente timbre
avisaba del inminente lanzamiento, que llegó con un fragor creciente mientras los doce
misiles salían en rápida sucesión del lanzador, ocultando por completo la fragata en una
gigantesca nube de humo par- duzco, que pronto fue arrastrada por el viento.
Los misiles ganaron rápidamente altura en una trayectoria vertical, para luego girar
casi en ángulo recto hacia el nordeste mientras descendían de nuevo en busca de sus blancos.

—Es acojonante —dijo el brigada Pertejo sin apartar la vista de su pantalla de radar.
Encontrándose todavía bastante al sur de la Blas de Lezo, el Sea King no había detectado de
inmediato el ataque marroquí. Sólo cuando, a petición del radarista, el piloto hubo ascendido
varios miles de pies pudieron tener un cuadro claro de la situación, aunque a costa de
consumir un combustible que ya empezaba a escasear peligrosamente.
Por ello, a bordo del portaaviones Príncipe de Asturias, un segundo helicóptero AEW
estaba ya preparado para despegar inmediatamente antes de que ellos apontaran, a fin de
mantener una cobertura permanente sobre la escuadra. Pero Pertejo era ya consciente de que,
en buena medida, la patrulla AEW había fracasado en su misión de detección precoz. El
amago de ataque por el sur había atraído su atención y, si bien habían dirigido con éxito a los
Harrier contra los intrusos, lo cierto era que esa había sido, con toda probabilidad, la
intención del enemigo que, mientras tanto, se había colado subrepticiamente por el norte.
Ahora, sin más cazas que oponer a los atacantes, la defensa de la escuadra estaba totalmente
en manos de la fragata AEGIS.

—Cinco segundos para la intercepción. Cuatro... tres... dos... uno... ¡Batido!, ¡batido!,
¡fallo!, ¡batido!, ¡batido!... —un suboficial iba cantando
280 los impactos de los misiles Standard—
¡ Joder, falló el último!
Las miradas de todos los presentes en el CIC estaban fijas en la pantalla. Ver los iconos
de colores les proporcionaba un cierto distan- ciamiento frente a la cruda realidad: esos
iconos llevaban cada uno ciento sesenta y cinco kilos de alto explosivo y se dirigían hacia ellos.
Pero por el momento sólo parecía un videojuego en el que, aparentemente, iban ganando.
Sólo quedaban dos trazas de color rojo en la pantalla, a menos de ocho millas por la banda de
babor de la Blas de Lezo y cada uno de ellos acababa de recibir la asignación de dos misiles
ESSM por parte del sistema de combate AEGIS.
En el lanzador vertical se abrieron otras dos portezuelas, pero sólo se lanzó un misil.
Antes de que el segundo saliera de su pozo, uno de los Exocet marroquíes fue víctima de las
contramedidas electrónicas españolas que en ese momento saturaban una burbuja de espacio
electromagnético de varias decenas de millas en torno al grupo de batalla. EJ misil antibuque
perdió su guía y se precipitó inofensivamente al mar cinco millas antes de su objetivo.
—Tenemos un "soft kill" —dijo el suboficial sin poder reprimir una tensa sonrisa—, pero
todavía queda un vampiro en el aire. El ESSM lo va a interceptar en cinco, cuatro, tres, dos,
uno... ¡Batido, el hijo de puta!
El suboficial levantó un puño en el aire, pero luego lo bajó y miró al comandante con una
mueca de culpabilidad.
—Con perdón de mi comandante —dijo en voz baja.
Pérez de Castro sonrió y palmeó la espalda del radarista con afecto y alivio.
—No hay de qué don Ignacio —contestó—. No hay de qué.
Isla de Isabel II, Archipiélago de las Chafarinas.

El sargento Tomás y su pelotón llegaron al punto más alto de la pequeña isla justo a
tiempo para ser testigos de la destrucción de la corbeta y la patrullera marroquíes.
Contemplaron boquiabiertos las explosiones sin comprender de dónde había llegado aquella
inesperada ayuda. Pero no tuvieron mucho tiempo para recrearse en la desaparición de los
que, hasta pocos minutos antes, se habían esforzado por matarlos a todos. Desde el oeste,
donde el sol iniciaba su camino hacia el horizonte, surgió el estrépito de un rotor y un instante
después, el tableteo sincopado de una ametralladora.
Tomás identificó inmediatamente la inconfundible silueta de un helicóptero Huey que
completaba una pasada sobre ellos mientras esquirlas de roca y metralla saltaban a su
alrededor. Afortunadamente nadie resultó herido, pero cuando el helicóptero volviese, eso no
iba a durar. El sargento ordenó a su pelotón que se desplegase entre los pedrus- cos, aunque la
protección que ofrecían era muy exigua.
Pero el Huey no dio la vuelta, sino que se alejó hacia la cercana isla Congreso, sobre la
cual permaneció orbitando a una distancia de seguridad en formación con dos helicópteros de
transporte Puma.
Al sur, un segundo Huey se alejaba hacia el continente dejando un rastro de humo
negro tras ser alcanzado por el furioso fuego de ametralladora con que le había recibido el
pelotón de Enrique Pérez.
La fuerza helitransportada marroquí, compuesta ahora por dos helicópteros SA330C
Puma y un Augusta Bell AB205A, parecía estar considerando sus opciones. Para el
comandante de la operación, pensó Tomás, tenía que ser evidente que el ataque había
resultado un fiasco. La destrucción de los buques marroquíes había dejado a la fuerza de
asalto sin apoyo de fuego en un momento crítico. Y no habían sido capaces de aprovechar el
efecto sorpresa. Ahora se iban a ver en un dilema: cargar contra una oposición prevenida y
decidida o volverse por donde habían venido.
—Tomás, aquí Pérez. Dime qué ves, cambio.
—Están sobre el Congreso, mi primero. Dan vueltas como sin decidirse.
—Vale. Mira, quiero que te quedes ahí. Mete a parte de tu gente en el faro y despliega al
resto. Yo voy a desplegarme en arco desde aquí hasta los almacenes para ir avanzando hacia el
281
helipuerto. Si vienen les vamos a dar con todo. Lo que espero es que, quien sea que haya
hundido a esos barcos, se acuerde de nosotros y nos mande refuerzos. Cambio.
—Recibido mi primero.
—Suerte Agustín.
Un par de minutos después, Agustín Tomás, pudo comprobar con un escalofrío que los
marroquíes habían optado por atacar: tras un corto vuelo por encima del estrecho brazo de
agua que separa las islas de Isabel II y del Congreso, los dos helicópteros Puma se habían
dejado caer como piedras en un espeluznante aterrizaje de combate sobre la explanada
circular de hormigón del helipuerto, perdiéndose de vista tras los barracones que cortaba su
línea de visión.
Más al sur, sin embargo, Enrique Pérez pudo contemplar sin trabas el aterrizaje. De
cada uno de los helicópteros saltó una veintena de paracaidistas marroquíes que corrieron
para cubrirse del fuego de los Regulares. Afortunadamente para ellos, los soldados españoles
estaban todavía demasiado lejos para ser capaces de oponerles un fuego preciso. Así y todo,
cuatro soldados marroquíes cayeron heridos y fueron rápidamente subidos de nuevo a los
helicópteros, que despegaron de inmediato con sus fuselajes acribillados por el fuego de
armas ligeras pero sin daños de consideración.

Océano Atlántico.

Cuarenta millas al nordeste del grupo de batalla español, el teniente coronel Zayid
empezaba a relajarse por fin. Nada más lanzar el Exocet su radar se había vuelto loco por las
contramedidas electrónicas españolas. Y enseguida el alertador le había informado que estaba
siendo iluminado por un radar SPY-i en modo control de fuego. Zayid y su escuadrón se
habían dejado caer bruscamente hasta el nivel del mar y habían dado la vuelta sobre su estela
poniendo rumbo a tierra con los postquemadores encendidos. Pocos segundos después se
habían sabido enganchados por misiles SM-2. Los pilotos marroquíes habían vivido unos
minutos estremecedores preguntándose si serían capaces de escapar. Al final la suerte había
estado de su parte y los misiles antiaéreos habían agotado su combustible sin llegar a
impactar, pero el margen había sido estrecho. Muy estrecho.
Zayid, ya más tranquilo, reflexionó sobre el ataque mientras veía ensancharse en el
horizonte la línea de la costa marroquí. Sus informes de inteligencia decían que no había
ninguna fragata AEGIS en la escuadra española. Pero evidentemente, se habían equivocado.
Eso reducía drásticamente sus posibilidades de éxito. Y lo que era peor, imposibilitaba el
previsto vuelo de reconocimiento para evaluar el ataque. Se preguntó qué iba a informar a sus
superiores. Especulaciones y nada más. Eso era todo lo que iba a ser capaz de aportar.

Pero, aunque el teniente coronel Zayid no lo sabía, el ataque marroquí no había


terminado todavía. Al sudoeste del grupo de batalla español, el helicóptero Panther de la
fragata Mohamed V acababa de detectar a la fragata Extremadura. Aunque el contacto
llegaba con algo de retraso, el operador de radar del helicóptero marcó la posición y el piloto
descendió de nuevo por debajo del horizonte radar mientras transmitía su informe a la fragata
marroquí.
Increíblemente el helicóptero no fue detectado por el antiguo pero aún eficaz radar de
la Extremadura.
Sin embargo, la fragata española si detectó otro Panther, procedente de la Hassan II,
que apareció pocos minutos después al nordeste de su posición. El contacto duró poco y no se
pudo recuperar una vez perdido, por lo que se cursaron órdenes al Sea King AEW que
acababa de despegar del Príncipe de Asturias para que investigara el contacto escoltado por
uno de los Harrier que habían quedado en reserva. Pero eso iba a llevar unos minutos. Unos
minutos vitales. 282
—¡Coordenadas cargadas en el sistema, señor!
El comandante de la Hassan II elevó una silenciosa plegaria y se volvió a su segundo.
—Ordene a la Mohamed V que haga fuego. Luego dispararemos nosotros —dijo
lacónicamente.
A través de los ventanales del puente, el comandante contempló la rechoncha silueta
gris de la Mohamed V. Pronto quedó envuelta en el acre humo de los dos misiles MM38
Exocet que lanzó simultáneamente.
Enseguida, un tercer misil, lanzado por la Hassan II siguió la estela de los dos primeros.
Nada más disparar, ambas fragatas se separaron adoptando rumbos opuestos a fin de
poner la máxima distancia entre ellas, en un intento de maximizar las posibilidades de que al
menos una sobreviviera al encuentro con la escuadra española.
Mientras tanto los misiles antibuque, lanzados desde el límite de su alcance útil,
recorrieron las primeras veinte millas de su ruta guiados de forma pasiva por su sistema
inercial. Eso les permitió pasar desapercibidos durante bastante tiempo. Cuando fueron
detectados por el radar SPS-52B de la Extremadura, se encontraban a diez millas de su
objetivo, unos dieciocho mil metros, y faltaban apenas sesenta segundos para el impacto.

Isla de Isabel II, Archipiélago de las Chafarinas.

La situación acababa de entrar en una fase de bloqueo casi total. Los paracaidistas
marroquíes nada más saltar de sus helicópteros habían ganado los edificios cercanos a la pista
de hormigón buscando la seguridad de los mismos. Los regulares del sargento Pérez habían
hecho otro tanto y se habían ocultado en los almacenes de la isla, mientras el pelotón de
Agustín Tomás permanecía en el faro y sus alrededores. Los regulares disponían de radios de
corto alcance pero no podían contactar con su base de Melilla. En una situación de práctica
igualdad numérica, marroquíes y españoles valoraban sus posibilidades de prevalecer en lo
que sólo podía evolucionar hacia una encarnizada lucha casa por casa y habitación por
habitación. No era una perspectiva atractiva para nadie y ambos bandos se limitaron a enviar
vacilantes patrullas de un par de hombres para reconocer el terreno.
Inevitablemente las patrullas se habían encontrado con sus oponentes y habían
retrocedido prudentemente tras intercambiar disparos poco precisos desde quicios de puertas
y ventanas rotas a culatazos.
Mar de Alborán.

El Siroco se mantenía estable a cota periscópica, "pinchando" periódicamente la


superficie para controlar las evoluciones de la cañonera marroquí superviviente al desastre. El
buque había dejado de ser una amenaza, no sólo por el hecho de carecer de armamento
antisubmarino digno de tal nombre, sino porque su única actividad desde el ataque español
había consistido en recoger náufragos de los barcos hundidos. Pocos náufragos, como pudo
constatar el capitán de corbeta Luis Martínez con una desagradable punzada de
remordimiento. ¿Cuánta gente acababa de matar? No tenía modo de saberlo, pero en
cualquier caso era terrible.
—¡Paco! —dijo dirigiéndose a su segundo—, toma el mando un momento.
Con el rostro demudado y un andar que intentó mantener firme, Martínez se dirigió a
su cámara luchando por no vomitar. Allí se tomó una coca—cola que consiguió asentar su
estómago. Pocos minutos después estaba de nuevo en la cámara de mando, justo a tiempo
para leer un mensaje de Cartagena. Se trataba de la respuesta al informe remitido por el
Siroco previamente, y era escueto: el buque marroquí superviviente debía ser ahuyentado de
las cercanías de la isla... o hundido.
—Vamos a largarle un torpedo con la cabeza de guerra desarmada. Quiero que le toque
a poca velocidad, lo justo para que se enteren y283
si no se quitan de en medio, los mandamos al
fondo. ¡Inundar tubos uno y cinco!
—Tubos inundados.
—Abrir compuertas exteriores. ¡Largar el uno!
Esta vez Martínez mantuvo el periscopio arriba durante todo el recorrido del torpedo.
Cada pocos segundos miraba a Simancas, que permanecía atento a sus auriculares.
—¡Impacto! —dijo el sonarista cuando escuchó el fuerte "clang" que anunciaba el
impacto del torpedo contra su blanco. Como estaba previsto, el arma no estalló, pero surtió un
efecto inmediato. En pocos segundos la patrullera marroquí aceleró hasta levantar su proa
sobre las aguas calmadas del atardecer y tomó rumbo norte a su máxima velocidad. Su
comandante sabía que no podía luchar contra un submarino y tomó la única decisión posible.
Huyó.
Isla de Isabel II, Archipiélago de las Chafarinas.

—¡Granada! —gritó el sargento Pérez mientras lanzaba el explosivo a través de una


ventana. En la última media hora habían ido avanzando de habitación en habitación por las
viejas casas que formaban el centro edificado de la isla. La mayoría estaban deshabitadas, o se
utilizaban como almacenes, pero ahora cada puerta era una trampa mortal en potencia.
Incomunicado con el mando, Pérez había tomado la decisión de avanzar lentamente al
encuentro con los marroquíes. No tenía sentido permitirles ocupar la isla sin luchar. Era
mucho mejor mantenerles ocupados e incapaces de organizarse... o eso esperaba.
—Peñas, entra ahora. Kaddouri, tú le cubres. ¡Andando!
El binomio de regulares entró en la habitación todavía saturada por el humo de la
granada. No había nadie allí, como en las cinco últimas estancias "conquistadas". A ese paso
se les iban a terminar las granadas muy pronto.
Mientras tanto, el pelotón de Agustín Tomás, había abandonado el faro y había bajado
hasta los depósitos de agua. Desde allí tendrían que cruzar una franja de terreno despejado
para alcanzar la capilla y converger con Pérez sobre el helipuerto y sus edificios adyacentes.
Allí tenía que estar el grueso del contingente marroquí.
—¡Ahora!, ¡ahora!, ¡ahora!
Al grito de Tomás, dos de sus regulares saltaron y cruzaron corriendo en zig-zag hacia la
capilla. Cuando estaban a mitad de la distancia, un reguero de trazadoras surgió de una
ventana en uno de los edificios a su izquierda. Falló por poco y los soldados lograron alcanzar
el muro norte de la pequeña iglesia.
—¡Mehmet, machaca esa ventana!
El soldado beréber apuntó su ametralladora MG—42 contra la ventana de donde habían
salido los disparos y la hizo desaparecer en una nube de polvo levantado por los proyectiles de
calibre 7.62 que impactaron en sus alrededores. Nadie se iba a asomar a esa ventana en un
buen rato.
—Cuevas, Pachi, venga, ¡cagando leches!
Un minuto después, todo el pelotón, excepto Mehmet y el propio Tomás habían
cruzado. Ellos lo harían sin cobertura. —¡Ahora!

Océano Atlántico.

—Mi comandante, tengo tres contactos radar con demora dos ocho cinco. Vienen muy
bajos y... ¡joder mi comandante, van a ser vampiros!
En el CIC de la Extremadura la temperatura pareció bajar varios grados. El curso de los
acontecimientos había sacado a la veterana fragata del centro de la acción justo cuando
habían creído ser el objetivo de un ataque masivo con misiles. Aquello había sido sólo una
finta mientras el auténtico ataque llegaba por la retaguardia para darse de bruces con el poder
antiaéreo de su joven compañera de escuadrilla. Pero ahora...
—¿Está seguro, mi sargento? 284
—Son vampiros mi comandante. Seguro.
El comandante Aparicio no dudó. Tampoco tenía tiempo para hacerlo. Disponía de
cuarenta segundos, quizá cincuenta. Ni uno más.
—Oficial de armas: ¡Armamento libre! Guerra electrónica. ¡ECM activas!
Alargando la mano, agarró el micrófono:
—Puente, ¡toda la caña a babor para caer al cero nueve cero, avante
toda!
Luego giró un dial para hablar a toda la dotación:
—Habla el comandante. ¡Impacto inminente de misil en treinta segundos! Condición de
estanqueidad "zebra".
Afortunadamente no habían levantado aún el zafarrancho de combate y todo el mundo estaba
en sus puestos de combate. Eso les iba a dar unos segundos adicionales para reaccionar. Y por
Dios que los iban a necesitar. A pesar de las sucesivas modernizaciones que la
Extremadura había recibido a lo largo de su vida operativa, seguía siendo un buque de más
de treinta años de edad y sus prestaciones estaban años luz por detrás de las de la Blas de
Lezo. Pocos minutos antes, la fragata clase F 100 se había enfrentado a un ataque con seis
misiles antibuque y había destruido todos ellos de forma insultantemente sencilla. Ahora
ellos se enfrentaban a un ataque de "solo" tres misiles, pero sus posibilidades de éxito eran
mucho menores.
Aunque sabía la respuesta de antemano, Aparicio buscó en la pantalla táctica la
posición de la Blas de Lezo. Efectivamente, no había posibilidad alguna de recibir ayuda por
su parte, más allá de los esfuerzos electrónicos que ya estaba haciendo. Bien, todo el mundo
sabía que actuar como piquete radar es uno de los trabajos más peligrosos que puede hacer
un buque en tiempo de guerra. Y a ellos les pagaban para eso, ¿verdad?
—¡Impacto de misil en veinte segundos! —el oficial táctico había asumido la función de
anunciar los tiempos por megafonía.
En ese momento, una campana anunció el lanzamiento de un misil Standard SM-i, que
partió raudo al encuentro de los Exocet marroquíes.
Los operadores del control de armas y de las consolas de designación y lanzamiento
habían hecho un trabajo excelente, lanzando en poco más de diez segundos desde el aviso.
Desgraciadamente la Extremadura sólo podía guiar los misiles de uno en uno y había tres
vampiros en el aire.
—iVampiro batido! —gritó el operador de radar, a la vez que un segundo SM-i salía de
su lanzador Mk. 22, a popa de la fragata.
—¡Impacto inminente de misil en quince segundos!
—Intercepción en cuatro, tres, dos, uno...
En la pantalla del radar, la traza del Standard sobrepasó las de los misiles marroquíes.
Por alguna razón, la espoleta de proximidad del misil antiaéreo no había funcionado. El
operador de radar cantó el fallo con voz quebrada, mientras el TAO, con los nudillos blancos,
se llevaba el micrófono a la boca:
—¡Impacto de misil en diez segundos! ¡Agarrarse, agarrarse, agarrarse!
Todo el mundo en el CIC se agarró a las barras repartidas estratégicamente. Los
operadores de las consolas se ajustaron los cinturones de seguridad. Varios se santiguaron
rápidamente.
Los Exocet se encontraban ahora a unos tres mil metros de su objetivo, con sus radares
bloqueados sobre el eco de la Extremadura a pesar de todos los intentos de los equipos de
guerra electrónica de la fragata para romper el bloqueo. En ese momento, los lanzadores de
chaff FMC SRBOC Mk 36 crearon una gran burbuja de tiras de aluminio que flotaron en el
aire por la popa del buque, intentando crear un falso blanco para los misiles. Durante un par
de segundos, uno de los Exocet dudó, en la medida en que puede dudar un cerebro
electrónico y se desvió ligeramente hacia la izquierda, pero la brisa del sur dispersó la nube de
chaff demasiado rápido y el misil marroquí volvió285 a aferrarse al mayor blanco que había
dentro de su alcance, que no era otro que la Extremadura.
Entonces abrió fuego el montaje Meroka de la banda de estribor de la fragata, rociando
el espacio con proyectiles de veinte milímetros a razón de veinticuatro disparos por segundo.
El sistema Meroka era uno de los sistemas de armas más controvertidos en servicio en la
Armada. Para los más cínicos no tenía otra utilidad que servir de ancla auxiliar en caso de
necesidad.
Y sin embargo funcionó bien. La cuarta salva de doce proyectiles pulverizó uno de los
Exocet, cuyos fragmentos se precipitaron al mar, pero aún quedaba uno.
—ilmpacto en cinco segundos! ¡Agarrarse, agarrarse, agarrarse!
No quedaba sino rezar... y eso no funcionó. El último de los misiles marroquíes hizo
blanco en la superestructura popel de la Extremadura, justo debajo del montaje de misiles
Mk.22, a lo largo del eje mayor del buque. Atravesó varios mamparos y luego estalló bajo la
torreta del radar iluminador, algo a popa de los lanzadores de misiles Harpoon.

La explosión fue devastadora. Gran parte de la cubierta de misiles de popa se levantó


como la tapa de una lata de sardinas, y la superestructura que acogía el radar iluminador y los
misiles Harpoon saltó por los aires a más de cincuenta metros de altura, dejando un enorme
boquete cuyos bordes dentados, aún al rojo vivo, enmarcaban el origen de una gran columna
de humo negro y aceitoso. La mortandad en los compartimentos afectados por el impacto fue
terrible, pero habrían de pasar muchas horas hasta que pudiese ser adecuadamente evaluada.
En el CIC la oscuridad era total. El capitán de fragata Aparicio, conmocionado por la
onda de choque transmitida como por una caja de resonancia a través de cuadernas y
mamparos, tardó algunos segundos en comprender que seguía sujeto a su butaca por el
cinturón de seguridad. El haz de un potente foco de emergencia que recorría erráticamente las
paredes, le devolvió a la realidad, y la brusca comprensión de lo sucedido le puso
inmediatamente en marcha. Estaba bien físicamente, o al menos no creía tener nada roto, de
modo que era hora de ponerse a trabajar.
A la luz de la vacilante linterna, vio moverse al oficial táctico y se acercó a él:
—Andrés, ¿estás bien?
—Creo que si, mi comandante —se frotó la coronilla— ¿Y usted?
—Yo bien. Mira, localízame al contramaestre y que ponga en marcha el trozo de control
de averías si no lo ha hecho ya. Quiero un informe de daños cagando leches. Y saca a esta
gente. Yo estaré en el puente — miró a su alrededor las pantallas apagadas del CIC—. Aquí no
hay nada que hacer de momento.
Más a popa, el contramaestre Riera ya había organizado el trozo de control de averías,
sin hacer caso de la enorme brecha que tenía sobre una ceja y que continuamente le anegaba
el ojo izquierdo de sangre. Un marinero había salido corriendo en busca del ATS, pero aún no
había vuelto. Y, eso Riera lo tenía clarísimo, no podía permitirse el lujo de esperarlo. Delante
de él, cuatro marineros ataviados con trajes ignífugos cargaban con una gruesa manguera. El
calor era sofocante, y la razón estaba en el mamparo que tenían delante. Despedía un calor
abrasador. En la oscuridad, Riera creyó apreciar cómo el metal adquiría algo parecido a una
luminosidad anaranjada.
—¡Se está poniendo al rojo, joder! ¡Venga, chavales, darle caña!
Giró con decisión la llave de apertura del circuito contra incendios... y no pasó nada.
—¡No tiene presión, me cago en sus muertos! ¡Salir de ahí ahora mismo!
Riera no tuvo que esperar mucho. Los marineros corrieron hacia proa y él les siguió.
Cuando atravesó la siguiente compuerta estanca no pudo evitar volverse mientras la cerraba.
Casi no pudo creer lo que vio: el mamparo se derritió literalmente ante sus ojos y una lengua
de fuego avanzó hacia él. En el último segundo pudo cerrar la compuerta ayudado por la
corriente de aire que el incendio succionaba, voraz, en su necesidad de oxígeno.

286
Isla de Isabel II, Archipiélago de las Chafarinas.

—Va a ser que no, mi sargento.


El soldado se dejó caer contra la pared apoyándose en su fusil de asalto. La sangre
manaba abundantemente de una herida en su muslo. Afortunadamente parecía una herida
superficial, pero no se podía decir lo mismo de las que habían acabado con la vida de dos de
sus compañeros.
Enrique Pérez le dio una suave palmada en el casco. El soldado tenía razón. Los
marroquíes estaban bien atrincherados. Iban a necesitar artillería para sacarlos de allí. Y ellos
seguían solos.

Océano Atlántico.

La Extremadura flotaba muerta en el agua ante los ojos del contralmirante Subiño. La
columna de humo que surgía de las entrañas de la fragata había perdido algo de intensidad,
pero conservaba su aspecto ominoso. Sin duda el buque estaba perdido, aunque Aparicio, su
comandante, le había dicho que, con un poco de suerte, no se iría a pique. Eso tenía una
importancia más simbólica que real. Con más de treinta años sobre sus cuadernas, la
Extremadura jamás sería reparada, pero al menos el enemigo no podría adjudicarse otro
hundimiento. Tampoco era lo mismo presentar al gobierno una fragata averiada que una
hundida.
Lo que no tenía remedio era la pérdida de vidas. Al menos veinte suboficiales y
marineros habían muerto. Varias decenas más estaban heridos, y había muchos
desaparecidos entre aquellos cuyos puestos de combate se encontraban en las zonas afectadas
directamente por el impacto. No era probable que hubieran sobrevivido a aquel infierno.
Subiño sintió crecer un nudo en su garganta, pero no se permitió ceder a la emoción. La
hora del llanto no había llegado todavía. No antes de la de la venganza.

El Sea King despachado para investigar el fugaz contacto de la Extremadura con el


helicóptero marroquí había detectado pronto a la fragata Hassan II. El contacto lo había
confirmado visualmente con una pasada a baja altura el Harrier de escolta. El caza, por si
quedase alguna duda, había sido recibido con abundante, aunque poco preciso, fuego
antiaéreo por el cañón de tres pulgadas de la fragata marroquí. Furioso por las noticias que
acababa de recibir, el piloto español había ametrallado el puente de la fragata con su propio
cañón, pero iba a hacer falta algo más contundente para acabar con ella.

Algo como los misiles Penguin que colgaban del costado de babor de los tres
helicópteros SH-60 B Seahawk que habían despegado de las tres fragatas que permanecían
operativas en la escuadra española en cuanto se tuvo confirmación del contacto.
No hizo falta mucho tiempo para que los Seahawk alcanzaran su distancia de
lanzamiento. Escoltados por una pareja de Harrier que habían vuelto a despegar del Príncipe
de Asturias una vez repostados, se desplegaron con un intervalo de una milla entre ellos. De
ese modo los misiles alcanzarían su objetivo desde vectores diferentes, dificultando cualquier
posible defensa. Pero no había defensa posible para la Hassan II. La fragata marroquí era, a
pesar de su designación oficial, un buque de patrulla marítima no preparado para hacer frente
a un ataque con misiles.
Los tres Penguin españoles alcanzaron su objetivo casi en el mismo instante y su efecto
combinado fue demoledor. Lo que había sido el buque marroquí 287 más moderno y orgulloso,
era ahora una ruina humeante, hundiéndose lentamente de popa en el océano.

Cincuenta millas al sudoeste, la fragata Mohamed V empezó a recibir señales de las


radiobalizas de los balsas salvavidas de su gemela moribunda. Su comandante, informado por
un suboficial, elevó una silenciosa plegaria a Dios, mientras recordaba con disgusto sus
estrictas órdenes de no acudir en ayuda de sus camaradas. Aquello era terrible, pero también
necesario. Su única opción de supervivencia estribaba en poner toda el agua posible entre su
buque y los españoles. Y debían vivir para poder combatir otro día, si esa era la voluntad de
Dios.

288
Mar de Alborán.
—¡Gracias a Dios! —dijo el comandante Martínez doblando el formulario de mensaje y
guardándoselo en el bolsillo de la camisa— Ya viene la caballería.
Con una sonrisa en los labios ordenó bajar la antena con la que había estado enviando
mensajes en demanda de ayuda para los regulares de Chafarinas. Su misión, al menos por el
momento, estaba sobradamente cumplida. Era hora de buscar aguas más profundas.
—Avante para diez nudos. Caemos al tres cinco cinco, cota cincuenta.

Trescientos pies por encima de la superficie del mar tres helicópteros CH-47 Chinook
del BHELTRA V se aproximaban a las islas Chafarinas escoltados por dos helicópteros de
ataque B0-105. Más arriba, una pareja de cazabombarderos EF-2000 proporcionaban escolta
antiaérea. Dentro de la enorme panza de los Chinook, más de un centenar de fusileros de la
Brigada Paracaidista, se preparaban para acudir en ayuda de Pérez y sus hombres. Océano
Atlántico,

La fragata Blas de Lezo aumentó progresivamente su velocidad aproándose de nuevo al


sur para cerrar la formación con el Príncipe de Asturias y el Patino. El capitán de fragata
Pérez de Castro, antes de volver al puente, miró por última vez el penoso aspecto de la
Extremadura y saludó con el brazo a su amigo Juan Jesús Aparicio, que le respondió desde el
puente de la fragata averiada con una triste sonrisa y un gesto que venía a significar "¡a por
ellos!". Luego le hizo el saludo militar y volvió a sumergirse en las entrañas de su navio.
Aparicio llevaba cuatro horas luchando junto a su tripulación para mantener a flote su barco,
y por fin parecía que lo iban a lograr. El humo negro que había salido del boquete causado por
el misil era ahora vapor blanco y lo peor del incendio había sido sofocado, a costa eso sí, de
provocar una sensible escora en la fragata por las muchas toneladas de agua empleadas en la
lucha contra el fuego. Junto a la Extremadura se encontraba la fragata Santa María, que
abandonaría la escuadra para darle escolta mientras llegaban los remolcadores que deberían
llevarla de vuelta a El Ferrol.
No cabía duda, pensó Pérez de Castro tras evaluar los resultados de la batalla aeronaval
que acababa de librarse, la primera desde la guerra de las Malvinas, que toda una categoría de
buques de guerra acababa de quedar definitivamente obsoleta.

289
17 de septiembre

Tetuán, Marruecos.

Con un sordo clic, la fecha del reloj de pulsera de Alfredo Suárez saltó
automáticamente al llegar la media noche. En el televisor de la habitación del hotel ya
no se podían ver cadenas españolas de televisión, ni siquiera TVE internacional, pero
la CNN y la Fox se estaban ocupando de la crisis con bastante amplitud. No había
confirmación de las partes, pero aparentemente esa misma tarde, se había
desarrollado una importante batalla naval en aguas del Atlántico cercanas a Canarias.

Las cadenas norteamericanas no hablaban ya de crisis sino abiertamente de


guerra y el presidente de los Estados Unidos había ordenado al portaaviones George
Washington dirigirse a la zona. Según un portavoz del Pentágono, su misión sería
proteger el tráfico marítimo norteamericano y neutral en el área. La secretaria de
estado había hecho una breve declaración haciendo constar la "grave preocupación" de
la administración americana por el desarrollo de los acontecimientos.

—¿Se sabe algo? —le preguntó a Carlos Cuenca, que miraba absorto la pantalla
de su ordenador portátil. Al principio habían pensado en tomar dos habitaciones para
evitar malos entendidos, pero después el oficial del CNI había decidido que los malos
entendidos podían constituir una tapadera inmejorable.

—Nada —respondió— ¿Por qué no intentas dormir? Hammadi podría llamar en


cualquier momento y me gustaría que estuvieras lo más descansado posible.

El marroquí había aceptado hablar con Cuenca esa mañana, pero había dejado
claro que, en adelante, sólo hablaría con Suárez. El médico había intentado eludir esa
responsabilidad, pero Hammadi había sido inflexible en eso y no le había quedado otro
remedio que aceptar su condición de intermediario en lo que no iba a ser una tarea
nada fácil. Como para irse a dormir.

—Lo que no entiendo es cómo demonios puede ayudarnos el pobre viejo éste
—dijo Alfredo mientras masticaba unas almendras que había encontrado en el minibar.

—Para empezar no es tan viejo. Debe tener cincuenta y pocos años. Y puede
proporcionarnos muchísima información sobre los movimientos integristas en
Marruecos.

—Ya, pero... ¿por qué tendría que hacerlo? No creo que esté interesado en
colaborar por dinero y, aparte de que me esté agradecido porque hace años operé a su
hijo, no creo que le caigamos especialmente bien.

—Pásame una almendra, anda. Mira, tú mismo nos contaste que Hammadi está
quemado. Es islamista, sí, pero no es un terrorista, ni un asesino. En realidad es un
hombre de honor y por ahí es por donde hay que entrarle. No le caemos bien, cierto.
Pero el régimen de Rabat le cae peor todavía, aunque lo vea como un mal menor para
320
su país. Y lo que está pasando puede influir enormemente en Rabat, para bien o para
mal. Además también te contó que le preocupa sobremanera lo que puedan hacer los
integristas si Marruecos pierde la guerra. Eso es, precisamente, lo que más nos
interesa.

Alfredo Suárez se levantó de la cama donde había estado tumbado y se desperezó.


Todo aquello estaba muy bien, pero no le aclaraba el punto central.

—¿Y cómo podemos nosotros aprovechar el conocimiento sobre lo que hacen los
integristas?

—Eso es cosa de Madrid, camarada.

—Ya, y si me lo contaras, luego tendrías que matarme, ¿no?

Carlos Cuenca sonrió sin dejar de mirar la pantalla de su portátil.

—Exacto.

Madrid.

En el Centro de Conducción de Operaciones del Ministerio de Defensa, habían


tenido un día muy largo. Y la noche que ya había comenzado prometía ser más larga
aún. El ambiente era opresivo, especialmente después de que, a primera hora de la
tarde, se obviara definitivamente, por obsoleta, la prohibición de fumar. Los pocos no
fumadores que se habían atrevido a protestar habían sido enviados con muy poca
gentileza a freír espárragos... en el mejor de los casos. Al final se habían visto obligados
a rumiar su desagrado en silencio a la espera de tiempos mejores.

Pocos minutos después de la medianoche, el AJEMA entró en la sala adyacente a


la sala principal de operaciones donde la Junta de Jefes de Estado Mayor permanecía
reunida de forma casi permanente.

—Parece que la van a poder mantener a flote —dijo con visible alivio.

La suerte de la Extremadura le había mantenido en vilo toda la tarde. No quería


perder otro barco bajo su mando.

—¿Bajas? —preguntó el jefe de estado mayor de la defensa.

—Muchas, me temo. Ya han contabilizado veintiocho muertos y treinta y tantos


heridos. Y hay varios compartimentos inaccesibles. Es tremendo.

Los hombres reunidos en torno a la mesa apretaron las mandíbulas. Todos eran
conscientes de que la ira no era buena consejera para los más altos responsables de las
fuerzas armadas de un país en guerra, pero seguían siendo seres humanos, y la
adrenalina circulaba por sus cuerpos como por el de cualquier otro.

El primero en hablar fue el JEMA, el jefe de estado mayor del Ejército del Aire.
Era un hombre tranquilo y regordete que raramente levantaba la voz.
321

—¿Alguien me puede decir a qué estamos esperando para barrer del mapa a esos
cabrones?
—Joder, Paco —respondió el jefe de estado mayor de la Defensa-, no tienes una
postura muy constructiva que digamos.

El general del aire Francisco Luque Cadaqués miró al JEMAD con una sonrisa
helada que no contenía ni una pizca de alegría.

—Es que hoy tengo el ánimo más bien destructivo, mi general. Y también tengo
en Morón, y en Gando, y en Los Llanos un montón de aviones de combate con la
barriga cargada de bombas y mucha mala leche acumulada.

El JEMAD suspiró. Su propio ánimo no difería mucho del de Luque, pero el


presidente del Gobierno mantenía las cosas todo lo firmemente sujetas que podía y
aún no había tomado una decisión. Las órdenes seguían siendo recuperar la
plataforma petrolífera por los medios que fuera necesario, pero mantenerse a la
defensiva en todo lo demás. Y eso a pesar de que esa actitud estaba costando vidas.

—¿Qué se sabe de Chafarinas?

—La situación está controlada —respondió el jefe de estado mayor del Ejército—.
Los supervivientes de la sección de regulares que llevaron el peso de la defensa ya han
sido evacuados. Han combatido muy bien, a pesar de las bajas. Cuando llegaron los
paracaidistas, tenían al enemigo inmovilizado en una zona muy pequeña. Ahora hay
una compañía completa de la BRIPAC en las islas. No tengo ni idea de porqué se les
ocurrió a los marroquíes atacarlas, pero desde luego que no van a tener cojones de
volver después de la paliza que se han llevado.

El JEME encendió otro cigarrillo. Efectivamente, los marroquíes se habían


llevado una tremenda paliza en Chafarinas, en primer lugar por las numerosas bajas
que habían sufrido y por la pérdida de dos de sus escasos buques de guerra, pero sobre
todo porque no habían logrado su objetivo. Y sin embargo, aquello no podía ser sino
un movimiento de distracción.

—Lo que a mí me preocupa de verdad —añadió—, son Ceuta y Me-

lilla.

El JEMAD asintió mientras volvía a coger distraídamente el sobre que contenía


las últimas fotografías de satélite suministradas al CNI por un discreto benefactor que
desde luego no era Andorra. Correspondían, a última hora de la tarde y mostraban el
agreste terreno que rodea las ciudades españolas en el norte de África. En las
ampliaciones, perfectamente visibles incluso sin la ayuda de los pequeños círculos y
cuadrados blancos que los enmarcaban, destacaban los carros de combate y piezas de
artillería autopropulsada marroquí que rodeaban ominosamente los límites de ambas
ciudades.

En ese momento apareció por la puerta un teniente de navio cuyo cansancio no


podía ocultar su casi jovial excitación. Cuadrándose reglamentariamente, anunció a la
JUJEM que las operaciones para recuperar la plataforma petrolífera Canarias i
322
estaban a punto de empezar.
Rabat, Marruecos.

El silencio en el despacho de Driss Abdelar era absoluto. Tan profundo que era
posible distinguir el lejano sonido de las palabras del interlocutor del general Munjib
al otro lado de la línea telefónica. El ambiente, desde luego, resultaba acorde con la
crispación del gesto del ministro de Defensa. Lo que Munjib estaba escuchando no
podían ser, en modo alguno, buenas noticias.

Con un movimiento deliberadamente lento, colgó el auricular sin despedirse.


Luego encendió un cigarrillo. El muy cabrón tenía cierto talento dramático, pensó el
primer ministro conteniendo el impulso de ordenarle que hablara de una vez. En
cualquier caso no tuvo que esperar mucho más.

—Señores, la flota enemiga ha sido detectada por un avión de reconocimiento a


menos de diez millas de la plataforma petrolífera.

—¿Está usted seguro Munjib? —interrumpió el ministro de asuntos exteriores


con un tono sarcástico que ocultaba un nerviosismo muy poco habitual en el viejo
diplomático— Las Reales Fuerzas Aéreas no parecen demasiado fiables últimamente.

Munjib fulminó a su compañero de gabinete con la mirada, pero habló con un


tono de voz neutro, casi casual.

—Se trataba de un avión Hércules de guerra electrónica. Como sin duda sabe el
señor ministro —era el turno de Munjib para el sarcasmo-. Se trata de un tipo de
aparato que detecta las características específicas de cada tipo de radar para
identificarlo. Lo que el Hércules detectó era sin ningún lugar a dudas un buque de
guerra español, concretamente una fragata de tipo AEGIS. Un instante después de
enviar su informe, recibió el impacto de un misil antiaéreo y cayó al mar. ¿Le parece al
señor ministro suficiente seguridad?

Achmed Abdelkader se levantó de su sillón con el rostro encendido

—¡No le tolero ese tono de voz, Munjib! Es usted un maldito incompetente con
aires de superioridad. Eso es lo que es. Si supiera hacer su trabajo no estaríamos
metidos en esta situación.

El general no se alteró. Por el contrario, se sentó en su lugar y mantuvo el tono


de voz bajo, obligando a sus interlocutores a esforzarse por oírle.

—Desde el principio les advertí que estábamos cometiendo un error. Ustedes


infravaloraron la determinación de los españoles, y yo no tuve el valor suficiente
para negarme a colaborar. Ahora voy a serles muy franco: si no logramos una
salida negociada antes de veinticuatro horas es muy probable que nos veamos
envueltos en una guerra total. Una guerra que no podemos ganar.

—Espere, Munjib, no vaya tan rápido —interrumpió el ministro de


economía—. ¿Qué pasa con las fuerzas que usted desplazó a Ceuta y Me- lilla?
323

—Están en posición. ¿Y?


—¡Reconquistemos las ciudades!

—Usted se ha vuelto loco —bufó Munjib despectivamente.

El ministro de economía, normalmente un hombre bastante callado en las


reuniones del gabinete, se levantó con un extraño brillo en los ojos. Efectivamente,
no parecía del todo en sus cabales.

—No me he vuelto loco. Piénselo, hombre, usted mismo nos dio la clave hace
unos días. Se trata del precio. A España le está saliendo muy barata esta guerra.
Sólo han perdido un par de barcos, que ni siquiera eran los más modernos de su
flota, y quizá doscientos hombres. Algunos periódicos españoles ya se preguntan si
esa plataforma petrolífera merece la pena. Difícilmente soportarán más bolsas de
plástico.

En cambio nuestro pueblo es fuerte. Puede soportar una guerra si . ésta le va a


proporcionar una gloria que anhela... y, desde luego, petróleo.

Munjib ni siquiera contestó. Se limitó a levantarse y abandonar la sala.


Contra lo que esperaba, el primer ministro no le llamó al orden. Tanto mejor,
pensó, aunque eso, como mucho, le iba a permitir ganar algo de tiempo antes de
recibir la orden fatídica. Pero ¿cuánto tiempo?

Mientras abandonaba la sede de la presidencia del Gobierno, sorprendido al


comprobar que ya era noche cerrada, el general se maldijo una vez más entre
dientes. Jamás debió aconsejar al gabinete adoptar una actitud de fuerza ante el
desafío español. Había sido una jugada demasiado arriesgada que, para su
escarnio, siempre había creído tener controlada. ¡Imbécil de él! Cuando sueltas a
los perros contra un intruso, los perros actúan según su instinto. Y puede que te
hagan caso, o puede que no. Cualquier campesino analfabeto sabe eso.

Pero el ministro de defensa era ante todo un hombre práctico, y prefería mirar
hacia el futuro que hacia el pasado. Sólo que el futuro no se presentaba nada
prometedor.

Océano Atlántico.

El teniente Hannach volvió a leer sus órdenes con un gesto amargo. Las había
recibido en modo texto por vía satélite en su ordenador portátil táctico.

Se trataba del último juguete tecnológico comprado a los americanos por la Real
Infantería de Marina. El joven oficial no estaba muy seguro de su utilidad en combate,
pero no cabía duda de que el cabrón que prácticamente le estaba ordenando suicidarse
no se había visto obligado a decírselo de palabra, como un hombre.

Cerrando de golpe la tapa del ordenador, Hannach se puso en pie y llamó a su


sargento primero. Era hora de prepararse, pero antes él si iba a hablar cara a cara con
sus hombres.
324
Madrid.

—Adelante, procedan —dijo el ministro de defensa, contestando a la llamada


protocolaria del JEMAD, que, tras colgar el teléfono, pasó a la sala principal del Centro
de Control de Operaciones del Ministerio de Defensa para transmitir la orden
personalmente a los jefes y oficiales de estado mayor que allí esperaban.

La operación Sierra Foxtrot entraba en su fase final. Hasta ese momento, todos
los movimientos de las Fuerzas Armadas estaban planificados. Lo que nadie sabía era
que iba a pasar después.

Océano Atlántico.

El portaaviones Príncipe de Asturias viró en la oscuridad para enfrentar su proa


al suave viento de levante. A babor, la fragata Blas de Le- zo viró con él mientras el
Patiño y la Canarias, mantenían su posición a estribor del buque insignia. Toda la
formación navegaba con las luces apagadas, como una escuadra fantasmal. Incluso los
dos aviones Harrier que estaban a punto de despegar lo harían en la más absoluta
oscuridad. Sus pilotos, sin embargo, serían capaces de ver gracias a sus equipos de
visión nocturna. Se encontraban a menos de diez millas de la plataforma petrolífera en
disputa, por lo que el vuelo duraría muy pocos minutos, incluso a moderada velocidad.
Una vez que los cazas hubieron despejado la pista, tres helicópteros SH-3D Sea King
de la Quinta Escuadrilla despegaron a su vez y pusieron rumbo a la plataforma,
volando pocos metros por encima de las olas y adoptando una formación en V. Tras
describir una amplia circunferencia por detrás del portaaviones, los Harrier se
estabilizaron unos doscientos pies por encima y detrás de los helicópteros. Ambos
cazas llevaban, aparte de sus misiles Sidewinder para autodefensa, dos pods LAU 68
para cohetes ZUÑI no guiados. Suficiente potencia de fuego para convencer a los
marroquíes de que asomarse a las ventanas podía ser perjudicial para la salud,
pensaban sus pilotos mientras la negra superficie del océano se deslizaba bajo las pan-
zas de sus aparatos.

Los pilotos españoles no eran los únicos que disponían aquella noche de gafas de
visión nocturna. Encaramado en el punto más alto de la torre de perforación de la
plataforma Canarias 1, un cabo marroquí luchaba contra el vértigo mientras escrutaba
el horizonte a través de su propio aparato de intensificación de la luz nocturna. La
calidad de la imagen distaba mucho de ser óptima, pero a pesar de todo no podía dejar
de ver los cinco aparatos que se aproximaban por el noroeste. Con un escalofrío, soltó
su mano derecha de la barandilla de seguridad para alcanzar su "walky-talky", colgado
del cinturón.

—Azulay a Control, tenemos cinco aeronaves acercándose a las

diez.

—Te recibo Azulay. ¿Confirmas cinco aeronaves?

—Confirmado Control. Pido permiso para bajar.


325

En la sala de control de la plataforma petrolífera el sargento Mo- hamed Hadu


miró al teniente Hannach, que negó con la cabeza.
—Negativo, cabo. Le necesitamos ahí arriba.

—A sus órdenes sargento —respondió el cabo con la boca seca, cortando la


comunicación. Tendría que seguir allí, maldita fuera su suerte.

Hannach, por su parte, se acercó al micrófono del sistema de me- gafonía de la


plataforma.

—Soldados, el enemigo se acerca. Todos hemos jurado defender al Rey y a la


Patria. Que Dios permita que alcancemos la victoria. ¡Allah Akbarl

—Morsa uno cuatro a formación. Objetivo identificado. Preparados para iniciar


maniobra. Confirmad.

—Morsa cero seis, Roger.

—Morsa cero siete, Roger.

Dos de los helicópteros Sea King continuaron su rumbo mientras el tercero se


acercaba más al agua quedándose ligeramente retrasado y parcialmente oculto por los
dos primeros. Más arriba, los Harrier aumentaron su velocidad, dejando atrás a los
helicópteros para dar una primera pasada de reconocimiento sobre la plataforma. Eso
alertaría, naturalmente, a los marroquíes pero nadie a esas alturas pensaba que iban a
ser capaces de sorprender desprevenidos a los ocupantes de la plataforma. Los
informes de inteligencia de que disponían daban por cierta la posesión por el enemigo
de equipos de visión nocturna y por muy probable la de misiles antiaéreos portátiles,
sin contar con que la propia plataforma disponía de un equipo de radar bastante
decente destinado normalmente a alertar a posibles buques o aeronaves despistados,
pero que bien podía ser empleado para detectar intrusos hostiles.

—Cobra cero siete entrando sobre el objetivo... ahora.

El rugido del cazabombardero español que sobrevoló a gran velocidad la


plataforma erizó los cabellos de la mayoría de los infantes de marina marroquíes que
ocupaban sus puestos de combate en el exterior de la plataforma. Casi todos se
agacharon instintivamente cuando el ruido alcanzó su cénit. Sólo uno de ellos se
mantuvo impertérrito, concentrado en el sensor infrarrojo de su lanzamisiles portátil
SA-7 Grail, que escrutaba la oscuridad buscando el calor que emanaba de las cuatro
toberas del Harrier. Cuando el aparato pasó de largo, la cabeza buscadora del misil
detectó los gases calientes de escape y emitió un zumbido electrónico informando al
operador del arma de que el blanco había sido "adquirido". Cinco segundos después el
pitido cambió de tono, momento en que el soldado marroquí apretó el gatillo. El caza
había sido "enganchado" y el misil salió en su busca acelerando bruscamente a una
velocidad de Mach 1.7, casi el doble que la que llevaba el Harrier.

—(Misil a tus seis, cero siete! ¡Rompe, rompe, rompe!

El teniente de navio Domínguez Grassa, piloto del segundo Harrier vio


claramente el lanzamiento del misil antiaéreo.326El destello del cohete acelerador,
combinado con sus gafas intensificadoras, le permitió distinguir con toda nitidez la
figura del operador del arma, de pie sobre una larga y estrecha galería exterior que
bordeaba el nivel superior de la zona habitable de la plataforma, el equivalente a la
azotea plana de un gran edificio de oficinas.

Mientras Cobra cero siete iniciaba una vertiginosa serie de bruscas maniobras
evasivas y lanzaba un rosario de bengalas destinadas a confundir a la cabeza buscadora
del misil, su punto no perdió el tiempo. Con un movimiento del pulgar derecho accionó
la palanca de selección de armamento para elegir los cohetes ZUÑI de cinco pulgadas.
Un segundo después, cuando la distancia de lanzamiento se encontraba ya peligro-
samente cerca del mínimo de seguridad, apretó el gatillo y lanzó dos salvas de tres
cohetes cada una. Luego, sin esperar a ver el resultado de su disparo, tiró de la palanca
de mando y metió gas a fondo mientras lanzaba su propia serie de señuelos infrarrojos.

Hassan el Yazghi contempló extasiado la trayectoria espiral del misil que acababa
de lanzar. Parecía cosa de magia verlo perseguir el resplandor de los escapes del caza
enemigo que se alejaba maniobrando violentamente y soltando pequeñas bengalas que
no parecían desorientar al misil de su objetivo. Sonrió y se dio la vuelta para pedir a su
asistente una recarga para su lanzador. Entonces todo estalló a su alrededor, sin que
Hassan llegara nunca a saber qué lo había matado. Con él murió su asistente y
desapareció el cincuenta por ciento de la defensa antiaérea de la plataforma Canarias
1.

Pero el SA-7 Grail que había lanzado no tenía modo de saber que el tubo del que
había salido y la mano que lo había disparado no existían ya. Y aunque lo hubiera
sabido, probablemente no le habría importado. La única razón de su existencia era
cazar aviones, y su limitado cerebro electrónico estaba dedicado a ello por completo,
analizando los brillantes, calientes y atractivos señuelos infrarrojos y desechándolos
uno por uno para volver a centrarse en el chorro de gases de escape del Harrier, menos
llamativo, pero más coincidente con el patrón que su programación le obligaba a
buscar. Y no era fácil. El caza español maniobraba bruscamente obligando al misil a
malgastar su escaso combustible en seguir la trayectoria de su blanco. Pero su
velocidad era mucho mayor y la distancia entre ambos disminuía de forma sostenida.
Era una carrera entre resistencia y velocidad y aunque el tiempo corría en contra del
misil de fabricación rusa, la fortuna se decantó a su favor. Justo en el momento en que
el motor cohete agotó el último gramo de combustible, el misil impactó en el fuselaje
del avión español activando la espoleta, haciendo explotar la cabeza de guerra y
arrancando de cuajo la cola de la aeronave en mitad de un viraje a la derecha.

La estabilidad aerodinámica del AV-8B Night Attack se convirtió


instantáneamente en cosa del pasado. Carente de estabilizadores horizontales y
verticales, y con la parte trasera del fuselaje convertida en una terrible herida abierta,
el Harrier entró en una barrena plana imposible de recuperar. A menos de trescientos
pies de altitud sobre el océano, el piloto no tuvo ninguna oportunidad de eyectarse.
Ante los ojos empañados por la furia y la impotencia de su punto, piloto y aeronave se
estrellaron contra el agua a más de doscientos nudos de velocidad. Pocos minutos
después, no quedaría nada sobre la superficie del agua que diera testimonio de la
tragedia. Un helicóptero AB-212 en misión SAR se dirigía ya hacia el lugar de la
colisión, indicado con precisión por Cobra uno uno, pero todos sabían muy bien que
las posibilidades de encontrar con vida al piloto perdido eran prácticamente nulas.
327
—Cobra uno uno virando para una segunda pasada sobre el objetivo — dijo el
piloto del segundo Harrier con la voz distorsionada por la ira.
El controlador a bordo del Príncipe de Asturias intentó disuadirle:

—Negativo Cobra uno uno. Hay dos Plus en más cinco para darte el relevo. Cae al
dos siete cero para iniciar circuito de apontaje.

El teniente de navio Domínguez Grassa no se molestó en contestar. Se limitó a


comprobar de nuevo la palanca selectora de armamento y mantuvo el rumbo norte que
le llevaría de nuevo sobre la vertical de la plataforma en pocos segundos.

El teniente Hannach estaba furioso. No había podido ver nada de lo ocurrido,


pero acababa de enterarse de que habían derribado un avión español, al precio de
perder uno de sus preciosos lanzamisiles.

—¡A los helicópteros, joder!, dije que había que disparar a los helicópteros. Un
caza no puede conquistar una mierda, pero un helicóptero sí. ¿Qué daños tenemos?

El sargento tenía la cara tiznada por el humo del incendio que acababa de
presenciar.

—Hay un pequeño incendio en el nivel superior, y muchas ventanas rotas, pero


no parece nada demasiado grave. Tenemos dos muertos y un herido. Lo han bajado a
la enfermería. El médico dice que vivirá.

Hannach apretó las mandíbulas. Tres bajas. Eso le dejaba con veinticinco
hombres, incluyéndose él mismo, para defender la plataforma contra toda la jodida
Armada Española. Maravilloso.

—Quiero que todos se alejen de las ventanas. Distribúyanse en los principales


pasillos de acceso. Equipos de dos hombres. El Grail que nos queda que cubra la
plataforma del helipuerto. ¡Muévanse!

Pero el portador del único SA-7 superviviente no iba a recibir sus órdenes. Estaba
muy concentrado intentando definir el contacto que la cabeza buscadora de su misil
establecía y perdía intermitentemente en los últimos dos minutos con lo que sólo podía
ser una aeronave española. El soldado marroquí no podía ver al Harrier que se
aproximaba, pero sabía que estaba allí. Tenía que estar allí. De pronto, el sonido
intermitente se estabilizó. El blanco había sido adquirido. Ahora sólo había que
esperar unos segundos y...

—¡Jódete hijo de puta! —gritó Domínguez cuando el lanzador y su operador


desaparecieron en medio de la serie de explosiones de los cohetes que acababa de
lanzarle. Con un furioso golpe de palanca viró hacia la izquierda para esquivar las
esquirlas de la explosión y sólo se relajó cuando comprobó que ninguna estela brillante
le seguía. Un minuto después conectó la radio y con voz forzadamente tranquila pidió
permiso para iniciar la aproximación al portaaviones.

Rabat, Marruecos.

328
—Almirante, compréndalo, esta situación no puede continuar de ninguna de las
maneras.
El almirante Selim Yussufi, inspector general y jefe de estado mayor de la Marina
Real de Marruecos, sintió la tensión acumularse en la parte baja de su espalda. El
ministro de asuntos exteriores le había llamado urgentemente en plena madrugada,
requiriendo su presencia en su domicilio particular. Eso era completamente irregular,
pero nadie le decía que no a Achmed Abdelkader.

La sorpresa había sido mayor cuando, bebiendo té a la mesa del ministro, había
visto a Driss Abdelar y al ministro de economía. ¿Por qué no le habían convocado al
despacho de Abdelar? ¿Por qué no estaba allí el general Munjib?

—Tiene usted razón, señor ministro. De hecho, tengo entendido que el ministro
de defensa...

Abdelkader le interrumpió:

—El ministro de defensa es precisamente el problema, almirante. Ese hombre


parece haber perdido el control de sus nervios y no es capaz de proponer ningún curso
de acción aceptable. Desgraciadamente, la crítica situación que vive nuestra patria no
nos permite cesar al ministro de defensa en este momento. Sin duda tal acción sería
interpretada por el enemigo como un signo de debilidad y el pueblo empezaría a
pensar que las cosas no van bien.

—Pero entonces, no comprendo qué...

—Le ruego me perdone si le interrumpo de nuevo, almirante. Se pregunta usted


qué puede hacer. Pues bien. Usted puede resolver este embrollo, almirante Yussufi.
Sólo usted. No en vano la Armada Real se está distinguiendo por sus hechos de armas
de modo brillante, allí donde las fuerzas aéreas cosechan fracaso tras fracaso y el
ejército de tierra vacila carente de moral y determinación. Cuando la guerra termine el
general Munjib será destituido y —Abdelkader hizo una pausa de efecto—,
necesitaremos un nuevo ministro de defensa. Alguien como usted.

Yussufi sintió la tensión crecer hasta un punto insoportable. Tanto jabón no


podía ir acompañado de nada bueno, y el rictus del primer ministro, callado en un
segundo plano, no contribuyó a tranquilizarle un ápice.

—Le escucho señor ministro.

—Almirante, en este momento fuerzas españolas están atacando la plataforma


petrolífera Canarias. Sus infantes de marina luchan con valor, pero no es probable que
sean capaces de resistir indefinidamente por sí solos.

—¡Aguantarán si reciben apoyo aéreo!

—No lo creo, almirante. Es triste, pero la Fuerza Aérea Real no está en


condiciones de hacer nada en ese escenario. Sus pérdidas son ya cuantiosas, y sus
resultados, nulos —la cara del ministro de exteriores, consumado actor, era la viva
imagen de la desolación—. Pero hay algo que usted puede hacer por sus hombres.
329

El almirante adoptó inconscientemente posición de firmes. Si había algo que él


pudiera hacer, lo haría.
—Si no me equivoco —continuó Abdelkader—, en el sector de Yebel Musa se
encuentra desplegada desde hace algunos días una unidad de la Infantería de Marina.
¿No es así?

—Así es, señor ministro. Se trata de una compañía reforzada del segundo
batallón de desembarco. Su misión original iba a ser actuar como guarnición de la Isla
de Leila. Una vez que los españoles tomaron la isla para abandonarla acto seguido, se
decidió dejar esas fuerzas en el continente para contribuir al cerco de Ceuta.

—Y usted tiene plena autoridad sobre ellos, ¿verdad?

—Orgánicamente es así, señor, pero...

Esta vez fue Driss Abdelar quien, incapaz de permanecer más tiempo callado,
interrumpió a Yussufí. El primer ministro se puso en pie para hablar.

—Almirante, el gobierno de Su Majestad desea que ordene a esas tropas iniciar el


asalto sobre la ciudad ocupada de Ceuta antes del amanecer.

Océano Atlántico.

El teniente Delgado sintió la presión del agua sobre su traje de ne- opreno al
soltarse de la gruesa maroma que había utilizado para descolgarse del helicóptero
según la técnica conocida como "fast rope". Como siempre que entraba en el agua de
noche, sobre todo cuando lo hacía en mar abierto, tuvo que esforzarse por expulsar de
su mente la imagen de un gran tiburón blanco que, en sus pesadillas, nadaba
husmeando el agua bajo él. Su método era simple pero eficaz: consistía en recordar
conscientemente un hecho evidente, el depredador más peligroso de esas aguas... era
él.

Unos segundos después alcanzaron el agua los cabos Sansegundo y Gómez. Los
tres serían esta vez el equipo "Delta". Tras reunirse y señalar su disposición con una
señal de la mano, Delgado se ajustó el regulador de su equipo autónomo y se sumergió
en el negro océano alejándose del estruendo de los helicópteros que ya ganaban altura.
Aunque no tenía modo de estar completamente seguro, el teniente delgado confiaba en
que las sucesivas pasadas de los Harrier de la Novena escuadrilla hubieran creado
suficiente confusión en la plataforma como para que su inserción en el agua pasara
inadvertida.

Y de hecho, así había sido. La plataforma petrolífera se encontraba en llamas en


dos de sus costados y los defensores marroquíes se encontraban más ocupados
luchando contra el fuego que vigilando a los españoles. Aunque los incendios eran más
aparatosos que graves, el calor y el humo generado por los mismos había sido
suficiente como para el cabo Azulay decidiera desobedecer sus órdenes y abandonar su
privilegiada atalaya que amenazaba por momentos con convertirse en parrilla.

Pasaron casi quince minutos antes de que el teniente Hannach fuera capaz de
retomar el control de la situación, pero para entonces ya había un helicóptero español
cerniéndose sobre la pista de aterrizaje mientras 330
otro barría las pasarelas exteriores y
las ventanas con abundante fuego de cobertura de su ametralladora pesada. Sólo un
infante de marina marroquí osó asomarse a través de una escotilla para disparar
contra el Sea King que en ese momento se posaba sobre la plataforma, pero los
fogonazos de su fusil atrajeron de inmediato la atención del ametrallador español. Un
momento después, el soldado marroquí era llevado a la enfermería sangrando
abundantemente por una ingle. A juzgar por el volumen de sangre que iba dejando
atrás por los pasillos no parecía probable que llegara con vida a su destino.

En menos de veinte segundos, un equipo de operaciones especiales de la


Infantería de Marina, el equipo "Alfa", había saltado del helicóptero. Sus ocho
miembros corrieron hacia la escotilla estanca que daba acceso a la superestructura de
la plataforma y se desplegaron a ambos lados de la misma, pegándose a la pared
metálica para quedar fuera de los ángulos accesibles desde las ventanas. El helicóptero
ganó altura de inmediato y se colocó de costado para ofrecer a su ametrallador, sujeto
por un arnés a la portezuela lateral del aparato, un buen campo de tiro. El segundo Sea
King se preparó mientras tanto para tomar en la plataforma en cuanto el equipo "Alfa"
la declarase segura. El tercer helicóptero, cargado también con un equipo de la UOE,
orbitaba a distancia de seguridad en espera de ser requerido.

A una señal del capitán Abelló, jefe del equipo "Alfa", uno de los infantes colocó
una pequeña carga de explosivo plástico sobre la cerradura de la escotilla y se apartó
para hacerla detonar. La escotilla de acero no resistió la explosión y se desplomó hacia
dentro. Como la coreografía mil veces ensayada que en realidad era toda la maniobra,
un sargento y un cabo arrojaron al unísono sendas granadas al interior del vano
todavía humeante, retrocediendo enseguida un paso para protegerse de los efectos de
la explosión, que se produjo de inmediato. En cuanto se disipó el humo, el sargento se
ajustó las gafas de visión nocturna y entró en el pasillo acribillado de metralla. No
esperaba encontrar ningún cadáver, pero de hecho había dos. Los infantes de marina
marroquíes se habían convertido en guiñapos irreconocibles, pero el sargento no se
compadeció de ellos. No había tiempo para eso, al menos de momento.

—¡Están dentro, mi teniente!

El soldado alauí tenía dieciocho años y el miedo que asomaba en sus ojos no
contribuía a hacerle parecer mayor, a pesar del uniforme, el casco y el fusil. La granada
española había caído a sus pies y sólo el instinto le había hecho darle una fuerte patada
que la había hecho retroceder unos metros por donde había llegado. Fue también el
instinto el que le había impulsado a correr con toda su alma hasta alcanzar la esquina,
mientras dos de sus compañeros, mucho más experimentados, se habían quedado
quietos durante tres segundos. Demasiado tiempo.

—Cálmese Mohamed y dígame qué ha pasado —dijo el teniente Hannach


intentando mantener su propia calma. Sentía que todo se derrumbaba a su alrededor y
no podía hacer nada por controlar la situación.

El teniente Delgado asomó la cabeza apenas unos centímetros sobre la superficie


del agua. Con un gesto lento y deliberado, se levantó las gafas de buceo y las sustituyó
por sus gafas de visión nocturna. El mundo adquirió de inmediato la consabida
tonalidad verdosa, y la oscuridad dio paso a una extraña forma de claridad. A menos
de veinte metros de su posición se alzaba uno de los soportes de la plataforma, que,
desde su perspectiva en escorzo, asemejaba el tronco de un árbol monstruoso en un
bosque de pesadilla. Junto a Delgado asomaron casi331 simultáneamente sus hombres y,

como él, se colocaron sus gafas de visión nocturna. No necesitaron hablar. Los tres se
separaron ligeramente y empezaron a nadar en silencio hacia su objetivo, que
alcanzaron en pocos segundos. Rodearon lentamente el soporte cilindrico, de varios
metros de diámetro hasta encontrar una escala metálica soldada a la lisa superficie de
acero. Dedicaron un minuto más a quitarse las aletas y a comprobar sus armas y, con el
cabo Sansegundo en punta, Delgado en medio y Gómez cerrando la marcha,
comenzaron a subir por la precaria escala.

Delgado se sentía ahora más vulnerable que cuando buceaba en completa


oscuridad en aguas abiertas, y de hecho su posición era decididamente expuesta. Por
fortuna los planos de la plataforma indicaban que, a unos diez metros de altura, una
escotilla permitía acceder al interior del soporte. El resto del ascenso podrían hacerlo
por una escalera más segura.

—Mi teniente, la escotilla está aquí.

—¿Abierta?

—Afirmativo. Los muy capullos se han dejado la puerta abierta.

El teniente agarró a su subordinado del tobillo para llamar su atención.

—Ten cuidado Juanillo, no la vayamos a joder. Ya sabes lo que hay que hacer.

El cabo Sansegundo no lo había olvidado. Cuando el enemigo daba demasiadas


facilidades había que desconfiar. Con mucho cuidado observó todo el contorno de la
puerta en busca de hilos, cables o cualquier otro signo de posibles trampas. Al final
descendió varios peldaños por la escala antes de empujar la escotilla, que se abrió sin
resistencia... y sin trampas. Tampoco había nadie en el rellano de la escalera.

—Despejado, mi teniente.

—Vale cabo. Vamos adentro.

Antes de entrar, y en previsión de que la cobertura de su radio táctica no fuera


buena en el interior del cilindro de acero, Delgado tomó la radio:

—Delta Uno a todas las unidades: inserción completada con éxito. Accedemos al
objetivo según las órdenes. Corto.

Tetuán, Marruecos.

Alfredo Suárez acababa de dormirse cuando sonó su teléfono móvil pero,


acostumbrado a que le despertaran en plena noche cuando estaba de guardia, se
espabiló de inmediato. En la cama de al lado, Carlos Cuenca roncaba profundamente y
no dio signos de escuchar el teléfono.

-Diga.

—Soy Hammadi. ¿Puede usted venir a verme ahora, doctor? Me doy cuenta de
que la hora es inconveniente, pero se trata de algo importante.
332

—No hay problema señor Hammadi. En treinta minutos estaré allí.


—Le espero doctor, muchas gracias.

Suárez cortó la comunicación y comprobó la batería de su teléfono móvil. Se


levantó y agitó el hombro de Carlos Cuenca. El oficial del CNI masculló algo sobre el
colegio, le llamó mamá y se dio la vuelta en la cama. Hasta dormido era peculiar el tío,
pensó Suárez con una sonrisa. Volvió a moverle y encendió la televisión, subiendo el
volumen todo lo que lo tardío de la hora hacía aconsejable. Luego se encerró en el baño
bostezando.

Menos de media hora después, Alfredo se encontraba frente a la puerta del


domicilio de Mohamed Hammadi. Antes de que tuviera tiempo de llamar, la puerta se
abrió silenciosamente. Evidentemente el marroquí había estado esperándole.

—Buenas noches, doctor, bienvenido a mi casa —dijo Hammadi colocándose la


mano sobre el pecho e inclinando levemente la cabeza.

Suárez imitó el gesto, no muy seguro de que ese fuera el protocolo correcto de
saludo, y aceptó la invitación a entrar. Como en otras ocasiones, Hammadi le condujo
a su oscuro pero acogedor despacho, pero esta vez no había té ni café esperándoles.

—Doctor Suárez, usted sabe que no son muchos los amigos que me quedan en los
círculos del poder. Pero los que me han sido fieles todo este tiempo lo son en grado
sumo. Esta noche, hace menos de una hora, he sabido algo que me ha producido un
gran desasosiego.

—Le escucho, señor Hammadi.

Mohamed Hammadi se removió, evidentemente incómodo, en su asiento.


Aquello no le estaba resultando nada fácil.

—Desde el principio esta guerra ha sido una locura. Una cadena de errores e
incompetencias que nadie ha sabido anticipar ni, sobre todo, enmendar. El gobierno
de mi país ha ido bandeando la situación intentando ponerle coto pero sin saber
realmente cómo. Sin embargo eso ha cambiado esta misma noche. Naturalmente no
voy a revelarle cómo lo he sabido, pero puedo decirle sin lugar a dudas que una facción
del gobierno, eso si mayoritaria, ha decidido llevar la lucha hasta sus últimas con-
secuencias a espaldas de algunos miembros del propio gobierno y del propio rey.

—¿Se refiere a una guerra total?

-Sí.

—Pero Marruecos no puede ganar una guerra así.

Hammadi miró a su interlocutor con una pena infinita en sus cansados ojos.
Tardó en responder, mientras parecía sumido en sus propios pensamientos.

—Nadie puede ganar una guerra así.


333

Alfredo se dio cuenta de que el marroquí no podía evitar su tendencia a


deslizarse al terreno de la filosofía y, aunque no era un espía, la tarea que le habían
encomendado no se diferenciaba tanto de su trabajo habitual con los pacientes.
Cuando veía a un enfermo en la consulta, su trabajo consistía en extraer información
objetiva y eminentemente práctica de la historia, llena de subjetividad, que le contaba
el paciente.

—¿Por qué querrían seguir adelante con la guerra?

—El primer ministro sabe que si negocia en desventaja perderá el poder. Sólo
podrá conservar su puesto si logra obligar a España a negociar alguna cesión
significativa. Ha invertido mucho capital político en esto y ha perdido el control. Ahora
sólo huye hacia adelante.

—Señor Hammadi —preguntó Suárez—, ¿y los integristas?

—Me consta que se están preparando para el asalto al poder. No le puedo dar
detalles concretos porque los ignoro, pero créame si le digo

que harán todo lo posible para alimentar el fuego del conflicto. Odian a Occidente,
pero desean la derrota de Marruecos para ver su camino allanado. Es muy probable
que estén preparando atentados en España para culpar al gobierno marroquí y
exacerbar la cólera de los españoles.

—¿Qué cree que debería hacer España?

Por primera vez a lo largo de la entrevista, Mohamed Hammadi sonrió. Era


una sonrisa muy triste.

—Doctor Suárez, ni siquiera sé muy bien por qué le estoy contando todo esto.
Supongo que es porque sé que es usted un hombre bueno y sensato. Si Dios ha hecho
que nuestros caminos se crucen, quizá sea con un propósito. Pero mi escasa
sabiduría no llega tan lejos.

Alfredo reflexionó brevemente antes de volver a preguntar.

—¿Ve usted alguna salida?

—Sólo sé que hay que parar la guerra antes de que se convierta en una matanza
que siembre el odio para siempre entre nuestros pueblos. Sólo eso.

—¿Hay alguien en el gobierno marroquí con quien España se pueda poner en


contacto?

—No lo sé, doctor Suárez, realmente no lo sé. Quizá el ministro de defensa, que
es un hombre sensato y un soldado honorable... o incluso el mismo Rey.

En ese momento sonó, en algún lugar de la casa, un teléfono.. Hammadi se


levantó.

334
—Sé que sabrá usted perdonar mi descortesía, doctor, pero ahora debe irse.
Actúe con prudencia y haga buen uso de lo que sabe. Tal vez nos veamos cuando
todo esto haya pasado, si Dios quiere.
Océano Atlántico.

La situación se había estabilizado temporalmente. El grueso de los defensores


marroquíes se había atrincherado en la zona de oficinas adyacentes a la sala de
control de la plataforma. Estaban rodeados, pero el único acceso practicable al área
era un largo pasillo de casi diez metros. El cadáver de un infante de marina español
en medio del mismo atestiguaba el enorme peligro que entrañaba avanzar por ese
pasillo habiendo fuerzas hostiles al otro extremo. Los marroquíes que no habían
podido

agruparse con su teniente, media docena, habían quedado aislados solos o en parejas y
estaban siendo cazados uno por uno por el equipo "Char- lie" de la UOE. Los equipos
"Alfa" y "Bravo" se mantenían al acecho al principio del pasillo de acceso, impotentes
para recuperar siquiera el cadáver de su compañero.

—¡Contéstame hijo de puta! —dijo el teniente Hannach dirigiéndose inútilmente


al micrófono de la radio. Pero la estática fue la única respuesta que recibió. La misma
que recibía una y otra vez en la última hora. Los españoles debían estar utilizando
equipos de interferencia electrónica realmente potentes. Sobre la mesa yacía,
igualmente inútil, su ordenador portátil. Sabiéndose solo por unos minutos, Hannach
se permitió golpearlo con el puño mientras soltaba un gemido ahogado de impotencia.
En un minuto tendría que salir del despacho y tomar una decisión trascendente:
rendirse a los españoles o tomar un fusil y luchar hasta la muerte vendiendo cara la
posición que le habían ordenado defender. La lógica y el sentido común le dictaban lo
primero, pero su acendrado sentido del honor no iba a permitirle sucumbir al
realismo... y a la cobardía. Hannach se secó una gota de sudor, ¿o era una lágrima?, del
rostro, se estiró las mangas de la guerrera y se tomó su fusil Steyr- Aug de la esquina
junto a la puerta. Luego salió a la sala principal donde aguardaban sus hombres.

El teniente Delgado consultó el plano del nivel más bajo de la plataforma en su


PDA táctica. Esos chismes, increíblemente prácticos, habían dado el salto de la vida
civil a la militar con muy pocas modificaciones: una funda impermeable y acolchada,
una carcasa más robusta y una batería de larga duración. Ahora, Delgado llevaba una
colección de planos y datos técnicos, que hubieran necesitado una furgoneta de haber
estado impresos en papel, en el espacio que ocupaba un paquete de cigarrillos. El
teniente acababa de hablar con el comandante Martínez- Schwartz, jefe de la fuerza de
asalto, que le había explicado la situación. La cosa estaba complicada, sin duda, pero
Delgado tenía una idea, y había recibido luz verde para ponerla en práctica.

Yebel Musa, Marruecos.

Eran casi las tres de la mañana en Marruecos, cerca de las cinco al otro lado de la
frontera que, más que verse, se intuía a los pies del monte Yebel Musa. Más allá, las
luces de Ceuta destacaban la silueta de la ciudad contra el negro mar. Faltaban todavía
más de dos horas para la salida del sol, pero el mayor Abdalah, al mando de la Ia
Compañía del 2o Batallón de Desembarco de la Real Infantería de Marina tenía muy
poco tiempo para completar la tarea encomendada. Había recibido sus órdenes por
radio hacía una hora, de boca del mismísimo almirante Yussufi. Algo irregular, sin
duda, pero un mayor de la Real Infantería de Marina335 no cuestiona las órdenes del
almirante jefe de estado mayor de la Marina Real. No al menos, si le tiene algún
aprecio a su carrera militar.
Su compañía se encontraba desplegada en las abruptas pendientes pedregosas
del monte Yebel Musa, conocido por los ceutíes como "la muerta" por su perfil de
mujer yacente. Era un terreno endiablado de puro agreste, con una única pista
accesible, con mucha dificultad incluso para los vehículos todo terreno.

—Capitán —dijo a su segundo apoyando un mapa sobre el capó de su Hummer e


iluminándolo con una linterna de campaña—, quiero que adelante sus secciones de
fusileros en escalón. La primera sección, en el ala izquierda, tiene una hora para cubrir
dos kilómetros. Quiero que se muevan despacio y sin llamar la atención. No se
acerquen demasiado a la carretera de la costa. Allí hay un escuadrón acorazado del
Grupo Blindado de El Aaiún. La tercera sección, a la derecha, avanzará sólo un
kilómetro. No sólo tendrán que cuidarse de los españoles sino de no meterse en el
terreno de nuestros vecinos de la derecha, una compañía de infantería mecanizada.
Esos camelleros podrían tomarles por españoles y disparar. En el centro quiero a la
segunda sección, en reserva, pero lista para apoyar a uno u otro lado según haga falta.

—¿Y la sección de armas?

El mayor marcó con su lápiz una curva de nivel en el mapa y luego señaló con la
mano hacia el este.

—Aquí, a unos cien metros de donde estamos, hay una especie de plataforma
bastante llana en la ladera con un excelente campo de tiro sobre la ciudad. Vamos a
colocar los morteros a la derecha y los misiles antitanque a la izquierda, lo más
dispersos que se pueda. Los antiaéreos

portátiles se quedan con nosotros aquí mismo. Los morteros abrirán el fuego
exactamente a las cuatro cero cero, si Dios quiere. —Si Dios quiere, mayor.

Tetuán, Marruecos.

La carretera estaba prácticamente vacía a esas horas de la madrugada. No


viajaban en el coche de Alfredo, que seguía guardado en el garaje de Carlos Cuenca,
sino en el del oficial del CNI. Habían salido del hotel sin hacer el equipaje y sin dejar
formalmente la habitación. El portero nocturno apenas les había dedicado una mirada
despectiva y había vuelto a leer trabajosamente su gastado ejemplar del Corán. Antes
de salir, no obstante, Cuenca había enviado un correo electrónico seguro con la
indicación "URGENTE" en el título del mismo.

Si los agentes de guardia en la sede del Centro Nacional de Inteligencia hacían


bien su trabajo, ya debían haber sonado todas las alarmas en la carretera de La
Coruña. Por su parte, Carlos y Alfredo no iban a obtener respuesta alguna hasta su
llegada a Rabat tres horas más tarde. Si el efecto del correo había sido el previsible,
alguien estaría esperándoles en su destino. Si no... sólo cabría improvisar.

Océano Atlántico.

El teniente Delgado se aferró al perfil metálico del conducto principal del aire
336
acondicionado. Sus hombres y él llevaban más de una hora metidos en el estrecho
túnel de sección cuadrada. Los tramos verticales habían sido los más complicados,
sobre todo porque no llevaban equipo específico para escalada y se habían visto
obligados a trepar apoyando la espalda contra una pared y empujándose con manos y
pies en la pared opuesta. Ahora, en el último tramo horizontal que quedaba para
alcanzar el área administrativa donde se habían atrincherado los marroquíes, Delgado
se sentía como el monstruo de "Alien" reptando por los conductos de la nave
Nostromo. El teniente no tenía ácido corrosivo ni cabeza telescópica, pero no por ello
era menos peligroso. Esta vez, Ripley, pensó con una mueca sardónica cargada de
adrenalina, la has cagado.

Pero aún faltaba la parte más difícil. Arrastrándose milímetro a milímetro para no
hacer ruido, Delgado alcanzó una rejilla de ventilación. Si su plano no mentía, esa
rejilla en concreto tenía que abrirse a la oficina más grande, una gran estancia de casi
sesenta metros cuadrados donde debía encontrarse la mayoría de los infantes
marroquíes. Y así era.

Cuando el teniente Delgado alcanzó la rejilla pudo verlos sentados en las sillas o
en el suelo. Conteniendo la respiración, se desplazó ligeramente para abarcar con su
vista toda la estancia. Aparentemente sólo uno de los marroquíes se mantenía alerta,
pero apuntaba su fusil a través del vano de la puerta de acceso, que Delgado supuso
daría al mortal pasillo de acceso. ¿Qué héroe de la antigüedad había defendido un
puente, sólo contra todo un ejército? Tendría que consultarlo cuando volviera a San
Fernando, pero antes tenía cosas más urgentes que hacer. Contó diez infantes
marroquíes en aquella sala.

Quizá hubiera algunos más en los despachos adyacentes que se encontraban en la


pared opuesta a la que él se encontraba, pero no tenía modo de estar seguro. Los
conductos de aire acondicionado que llegaban a los despachos eran demasiado
estrechos para pasar, de modo que se enfrentaría a eso a su debido tiempo.

Ajeno a los movimientos de Delgado, el teniente Hannach se encontraba


precisamente en uno de los despachos pequeños que el español no podía ver. Sus
problemas eran de una índole diferente a los de su enemigo. Estaba atrapado.
Irreversiblemente atrapado. Y a todos los efectos, la batalla estaba perdida. En la
última hora su determinación de combatir hasta el final se había debilitado. Y no
precisamente por miedo personal, sino más bien por una creciente sensación de
inutilidad. ¿Debían sacrificarse sus hombres para nada? ¿Tenía algún sentido todo
aquello? Pensó en rezar, pero no fue capaz de encontrar en su interior algo coherente
que decir. Entonces escuchó el ruido. Era un ruido metálico no muy fuerte y no supo
identificar su fuente, pero sin duda venía de la oficina principal.

Delgado respiró hondo. Durante un segundo un pánico helado había atenazado


su garganta. Había golpeado la rejilla de ventilación después de retirar el seguro de
una granada de mano. Si la rejilla hubiera resistido el puñetazo... no quería pensarlo, y
de todos modos era improbable. Esas rejillas normalmente eran bastante endebles.

Con un impulso de la muñeca, lanzó la granada al centro de la oficina y luego


reptó hacia atrás un par de metros, hasta que sus pies toparon con los brazos del cabo
Sansegundo. Esperaba que el mamparo de acero y el conducto de aire fueran
suficientes para detener todos los fragmentos de la granada que iba a estallar en dos
segundos. Se tapó los oídos con las manos y abrió la boca.
337

Muchos murieron de inmediato, alcanzados por la explosión antes de tener


tiempo de protegerse. Los cuatro soldados que sobrevivieron recibieron heridas
suficientemente graves para incapacitarlos.
Cuando Hannach logró ver algo a través del humo, comprendió de inmediato
que estaba solo. Levantó su fusil y giró la cabeza recorriendo la estancia sin ver
enemigo alguno. Sólo escuchó gritos en español procedentes del pasillo. Luego pasos.
En veinte segundos estarían allí, y él no tendría otra opción que rendirse, o... En ese
momento notó un brillo rojo y, bajando la cabeza, vio un nítido punto escarlata
brillante en su pecho. Un láser. Pensando frenéticamente, miró hacia la parte alta de la
pared y vio el hueco que había cubierto una rejilla de aire acondicionado.

En la negrura del interior, destacaba un punto rojo, gemelo del que iluminaba su
pecho. Entonces lo decidió: con un gesto deliberadamente lento, alzó el fusil, apuntó y
disparó al hueco del aire acondicionado. Inexplicablemente el cañón se alzó en el
último momento y la bala impactó en el techo, a más de un metro de su objetivo.
Hannach se extrañó mucho. Nunca había fallado un disparo así. Bueno, pensó, todo
era cuestión de volver a apuntar. Sólo un poco más bajo. Aunque, ¿no era un poco raro
que el fusil pesara tanto? Un rato antes lo había levantado sin dificultad. Un poco
inquieto, miró al punto rojo de su pecho. No quería que el enemigo tuviera demasiado
tiempo para apuntarle. Tal vez fuera buena idea arrodillarse, se dijo mientras tocaba
con su dedo el orificio negro que había sustituido al punto rojo de su pecho. Muy
curioso... era un orificio redondo y pequeño y de su interior salía un hilillo de humo. Si,
realmente era muy curioso.

Madrid.

El teléfono sonó cinco veces antes de que Juan Carlos Talavera fuera capaz de
reunir lucidez suficiente para contestar. Tras encender la luz descubrió, no sin cierto
desconcierto, que estaba de nuevo durmiendo en el cuarto de guardia de La Casa. El
reloj le informó, despiadado, de que había dormido menos de tres horas.

—Talavera —dijo ahogando a duras penas un bostezo.

—Juan Carlos, soy Ana. Lávate la cara y vente cagando leches para la oficina.

—Oye, Ana... —intentó protestar Talavera. Apreciaba personal y


profesionalmente a su subordinada y no era un formalista fanático, pero las formas de
Casado iban de mal en peor. De todos modos daba igual, la joven analista había
colgado ya el teléfono.

—Lee esto jefe —dijo Ana Casado cuando Talavera entró en la oficina frotándose
la cara, alcanzándole el documento remitido desde Tetuán por Carlos Cuenca —. Es
dinamita.

Talavera se sentó en su silla, gratamente sorprendido al encontrar un café


caliente junto al teclado del ordenador. Ana sería lo que fuera, pero era una tía
detallista, pensó mientras leía a toda velocidad el documento impreso. Efectivamente
era material de primera. Por un lado proporcionaba confirmación independiente a la
afirmación de "Jilguero" de que el gobierno marroquí estaba dividido. Y señalaba
también al ministro de defensa como el punto débil del ejecutivo. Por otro lado, el lado
malo, profetizaba graves problemas para España. Claro que si uno va a tener
problemas es mejor saberlo cuanto antes. 338

—Opiniones.
—Creo que es fiable, jefe. Cuenca le da una fiabilidad máxima, y yo me fío de
Carlos.

—Ya. Yo también. Me refiero a que opines sobre el contenido. ¿Puede ser algún
tipo de maniobra?

Ana Casado resopló. Lo que su superior le pedía eran palabras mayores.

—Joder, Juan Carlos, es que lo que dice ese documento es una trampa lógica de
la leche.

—Expláyate, anda —la animó Talavera con una sonrisa. Cuando Casado
empezaba así, solía ser muy interesante oírla.

—A ver: Marruecos nos va a atacar con todo. Ya lo están haciendo en el mar, pero
el contenido de este mensaje sólo puede significar Ceuta y Melilla. No esperan ganar,
sino sólo desgastarnos el tiempo suficiente para obligarnos a negociar. En realidad no
pretendían llegar tan lejos, pero eso es lo que hay. Sin embargo, los integristas
marroquíes, que desean la derrota de su gobierno en función de sus propios intereses,
nos intentarán atacar de modo no convencional para cabrearnos en serio y
"ayudarnos" a ganar. Hasta ahí nada raro. Todo es coherente con nuestros análisis
previos. Retorcido de cojones, pero coherente.

—¿Y la trampa?

—Bueno, dado que Marruecos sabe que tememos un vuelco inte- grista en Rabat
casi más que a la derrota, podrían haber orquestado esta filtración para meternos el
miedo en el cuerpo. Nadie se ha olvidado del n-M. El mensaje podría ser algo así como:
"si queréis evitar problemas gordos de verdad, mejor os sentáis a negociar, ya".

Talavera sorbió su café. Naturalmente lo que decía Ana tenía todo el sentido del
mundo. Era lo malo de intentar leer la mente de un enemigo: con frecuencia te
conducía a actuar de forma contraria a lo que tú pensabas que él pensaba que tú ibas a
pensar. Lo cual te llevaba, una vez desarrollado un plan de acción a pronunciar la
célebre frase de las viejas películas de guerra: "¡No!, eso es lo que esperan que
hagamos". En las películas solía funcionar. Solía.

—¿Crees que Hammadi podría estar actuando en connivencia con el gobierno de


Marruecos?

—No lo creo jefe. Hammadi es un idealista, independiente y por lo tanto,


incómodo para todo el mundo. Le quedan pocos amigos y no es un sujeto fácil de
manipular. Si nos está dando esta información gratis, y él sabe muy bien que nos la
está dando, es porque cree sinceramente que es lo mejor para todos.

—¿Y si por un casual, alguno de sus escasos amigos le ha engañado


conscientemente?

339
—Ese es exactamente el peligro. Pero me temo que no hay manera de saberlo a
estas alturas.
—Bien —dijo Juan Carlos Talavera dejando su taza de café sobre la mesa y
levantándose—, nos pagan para que nos mojemos y eso vamos a hacer. Que vengan
Aberasturi y Méndez. Tenemos que digerir esto y presentar un análisis decente en el
despacho del director a primera hora.

Ceuta.

Al principio pensó que era un relámpago. Al fin y al cabo es lo que cualquiera


piensa cuando ve de reojo un resplandor brusco e impreciso, pero el ruido que lo siguió
pocos segundos después no se parecía en nada a un trueno. Ese "idump!" sordo sólo
podía corresponder a un disparo de mortero y el teniente Javier Fajardo, lo identificó
de inmediato con un escalofrío. ¡Cojonudo!, pensó con un punto de ironía histérica,
dos noches durmiendo dentro del carro y cuando el moro decide atacar, me tiene que
pillar meando.

El siguiente sonido, un aullido de intensidad creciente, sorprendió a Fajardo


trepando por el costado de su carro de combate M-60 A3 con los pantalones mojados y
el miedo en las tripas. La explosión de la granada coincidió con el seco golpe metálico
de la escotilla de la torre del tanque al cerrarse. Cayó a unos treinta metros de su
posición, y la vibración del suelo fue seguida por el sonido de una breve lluvia de tierra
y fragmentos sobre las superficies horizontales del carro.

—¡Arrancad el motor! —gritó Fajardo mientras se sentaba en §u posición de jefe


de carro, dentro de la torreta y a la derecha del cañón y comenzaba a manipular
frenéticamente los controles del periscopio de observación. Una vez activado el
sistema, conmutó el interruptor para activar el modo de visión nocturna e hizo girar el
periscopio para observar las laderas marroquíes más allá de la frontera. Sin dejar de
mirar al exterior, localizó a tientas el micrófono de la radio táctica para llamar a los
otros tres carros de la sección que mandaba, destacada en vanguardia de su escuadrón
en la barriada de Benzú, casi en la misma frontera con Marruecos. Desplegados entre
las casas se encontraban también los vehículos de combate de infantería Pizarro de
una sección mecanizada destacada en apoyo de los carros del teniente Fajardo.

Detenido en la cuneta derecha de la carretera de Benzú, sobre un repecho a


menos de un kilómetro de la frontera, un tanque marroquí T- 72 descansaba como una
bestia prehistórica dormida. Pero aunque la máquina permanecía inactiva, su
tripulación se encontraba muy alerta. Al igual que al teniente Fajardo, el disparo de
mortero había sorprendido al sargento Mahmoud, jefe de carro del T-72, en el exterior.
Igual que el español, Mahmoud había corrido hacia su tanque antes de saber qué es-
taba pasando realmente. Y al igual que él, su reacción había sido activar los equipos de
visión nocturna y escrutar las posiciones enemigas al otro lado de la frontera. Ambos
jefes de carro, aunque ignoraban todo el uno sobre el otro, tenían muchas cosas en
común. Los dos eran profesionales curtidos y dedicados, dirigían máquinas no tan
diferentes entre sí... y ambos ignoraban por completo lo que estaba pasando a su
alrededor.

El sargento Mahmoud estaba tenso y muy cansado. El solo hecho de ocupar sus
posiciones en el sector de Beliunech, sobre la carretera de Benzú, había constituido
una prueba para su habilidad y sus nervios. En 340
aquella zona del litoral marroquí no
existía ninguna carretera realmente buena por lo que para llegar allí habían tenido que
conducir sus carros durante toda una noche por una estrecha pista asfaltada entre
riscos y barrancos, rodeando por el este el monte Yebel Musa. Se suponía que eso
podría sorprender a los españoles, pero el sargento tenía dudas al respecto. No es fácil
esconder veintiún tanques al borde de una carretera, por mala que sea.

Después de un rato de observar el terreno más allá de la frontera de Benzú,


Mahmoud llegó a la conclusión de que las granadas de mortero caían todas del lado
español de la frontera. Y eso era extraño porque su escuadrón no había recibido
ninguna orden de ataque. Más raro todavía era el hecho de que todos los disparos,
parecían tener su origen en un punto concreto de la ladera del monte que tenía a sus
espaldas, algo a su derecha. El resto de las posiciones marroquíes permanecía en
silencio. Estaba pensando en pedir explicaciones a su teniente cuando creyó advertir
un movimiento en unos arbustos distantes. Sin embargo una gran roca cercana
limitaba su campo de visión impidiéndole identificar lo que estaba viendo. Por el
micrófono de comunicación interior dio una orden a su conductor, sentado allá abajo,
en la parte delantera del casco del tanque.

—Identificado blanco, carro, a las once; parece un Tango siete dos —dijo el
teniente Fajardo por el circuito del escuadrón—. Se desplaza a poca velocidad a uno
tres cero cero metros. Cargando proyectil AP.

—¡Que nadie abra fuego! —ordenó el capitán Arconada, jefe del escuadrón, desde
su carro de mando apostado sobre la misma carretera de Benzú, a la altura de Punta
Bermeja, varios kilómetros a retaguardia de la sección del teniente Fajardo.
Esperamos órdenes del mando, o sea que todos tranquilos. Confirmen.

Todos los jefes de carro del escuadrón confirmaron la recepción de las órdenes,
pero la tensión era evidente en sus voces. El bombardeo marroquí duraba ya varios
minutos, y aunque parecía poco denso y menos efectivo, el hecho incontrovertible era
que el ejército marroquí estaba bombardeando territorio nacional español. No era
como para estar demasiado tranquilos.

Al otro lado de la frontera, el sargento Mahmoud había colocado por fin su carro
en una posición más favorable para la observación. Ahora podía ver que lo que había
tomado por un arbusto no era tal. Se trataba de un tanque español camuflado con
ramaje sobre su casco y torreta y semioculto tras una tapia que debía de haber
pertenecido en algún momento a un pequeño huerto en la parte posterior de una vieja
casa semi- derruída al borde de la carretera. Su equipo de visión infrarroja permitía
ahora distinguir con claridad el calor del motor diesel en la parte trasera. En ese
momento una granada procedente del misterioso mortero fantasma cayó a pocos
metros del carro español, envolviéndole en una nube de polvo.

Eso le ha caído cerca, pensó Mahmoud. Naturalmente no había ninguna


posibilidad de que la pequeña granada de mortero atravesara el acero del blindaje de
un M-60, aunque su tripulación se habría llevado un buen susto. El sargento
Mahmoud incluso sintió simpatía por aquellos a los que, a pesar de todo, no acababa
de ver como enemigos. Pero la simpatía duró poco. Justo lo que tardó en darse cuenta
de que su propio carro estaba demasiado expuesto y de que el español podía estar
haciendo sus propias observaciones. Enfocó la mira al máximo aumento sobre la
torreta del M-60 justo a tiempo de comprobar cómo giraba el cañón de 105 milímetros
hasta apuntarle directamente... a él. 341

Con un gesto automático pulsó el botón que activaba el telémetro láser. Éste
envió la información pertinente al ordenador de tiro, que co- rrigió levemente el alza
del cañón de ánima lisa de 125 milímetros y quedó en espera de la orden de disparo.
Mahmoud se dispuso a esperar, pero advirtió un destello procedente de la torreta del
carro español. ¿Un láser? No iba a esperar a comprobarlo. Disparó.

—¡CLANNNNG! —el proyectil procedente del tanque marroquí alcanzó la torreta


del M-60 del teniente Fajardo con un ángulo excesivamente abierto para penetrar la
coraza. El dardo subcalibrado de tungsteno del proyectil, abrió un surco en el acero del
lateral derecho de la torreta y luego rebotó hacia fuera cayendo inofensivamente en el
suelo cien metros más lejos. Pero la vibración en el interior del carro fue brutal.

Javier Fajardo se limpió la sangre que caía de su ceja derecha, rota. El teniente
había estado mirando con la cara pegada al visor infrarrojo cuando observó un destello
procedente del tanque marroquí. Si el moro tomaba distancias, él también, había
pensado mientras accionaba su propio telémetro. Luego, el tremendo golpe le había
hecho pensar por un momento que todo había acabado.

—¿Todos bien? —preguntó en cuanto se hubo asegurado que seguían con vida.
Los tripulantes del carro, aturdidos pero enteros respondieron uno por uno.

—¡Artillero, Sabotl —el teniente se acomodó de nuevo en su asiento— Ahora nos


toca a nosotros.

—Ya está cargado mi teniente. Listo para abrir fuego.

Fajardo centró la retícula de su mira de visión nocturna en la base de la torre del


carro marroquí, justo debajo del enorme cañón principal, volvió a tomar una medida
de distancia con el telémetro láser y disparó.

—¡Batido! —gritó el teniente al comprobar el impacto perfecto del dardo de


tungsteno en la base de la torreta. A pesar de carecer de carga explosiva, la enorme
energía cinética del proyectil lo había impulsado a través de la gruesa coraza de acero
del tanque enemigo, penetrando en el interior del habitáculo convertido en miles de
fragmentos incandescentes que habían incendiado de inmediato el vehículo
provocando la explosión secundaria de su propia munición. El sargento Mahmoud y su
tripulación ni siquiera tuvieron tiempo de elevar una última plegaria antes de morir.

Un instante después la radio crepitó. Era el capitán Arconada.

—¡Fajardo! ¿Qué coño está pasando?

—Estamos bajo fuego enemigo mi capitán. Un Tango siete dos nos ha disparado.
Hemos recibido un impacto, pero no ha perforado el blindaje. Hemos respondido al
fuego.

—Y lo han batido, ya lo he oído, pero ¿seguro que ellos dispararon primero? Mira
que nos jugamos mucho.

—Afirmativo mi capitán. Estoy seguro.


342
El capitán Arconada cambió a la frecuencia de la Comandancia General para dar
la novedad y recabar órdenes. Un par de minutos después volvió a la frecuencia del
escuadrón.

—Escuadrón, ya es oficial. A partir de ahora ejecutaremos operaciones de


combate sin restricciones. Afinad la puntería, rentabilizad la munición... y vamos a
correr a gorrazos a esos hijos de puta hasta Rabat. Escuadrón, ¡Viva España!

Casi ahogado por el espesor de acero de las corazas de los carros, un grito
unánime se oyó a pesar de todo en la zona ocupada por el primer escuadrón del
Regimiento de Caballería Acorazado Montesa N° 3:

—¡Viva!

En el lado marroquí de la frontera, la explosión del tanque del sargento


Mahmoud provocó en el resto del escuadrón acorazado alauí una reacción inmediata.
Los poderosos motores diesel rugieron, los larguísimos cañones giraron, y, en
definitiva, los veinte carros que hasta mQ- mentos antes parecían dormir, cobraron
vida moviéndose como la manada de depredadores que extrañamente asemejaban.

Al principio, el desconcierto y la falta de órdenes coherentes afectaron al


escuadrón. Los artilleros se limitaron a buscar objetivos sin coordinación, los tanques
posicionados más en vanguardia hicieron fuego sin otro resultado que algunas rocas
destruidas, y un segundo T-72 voló por los aires al recibir de forma casi simultánea el
impacto de dos proyectiles de 105 milímetros procedentes de dos carros españoles
distintos.

Pero pronto el entrenamiento se impuso y las tripulaciones comenzaron a


trabajar en equipo, dirigidas por su comandante. Después de tender una barrera de
granadas fumígenas a través de la carretera para dificultar el trabajo a los artilleros
enemigos, los marroquíes adoptaron una formación en escalón a la derecha por
secciones de cinco carros e iniciaron la maniobra que los escuadrones de caballería
mejor dominan desde hace tres mil años: avanzaron.

Mientras tanto, a la luz mortecina del amanecer, unas gruesas gotas de lluvia,
pesadas como lágrimas, comenzaron a mojar por igual a ambos ejércitos enemigos.

Madrid.

Juan Carlos Talavera supo que Hammadi no había mentido, mientras aún se
encontraba a bordo del coche del CNI que le llevaba, junto al director, al palacio de la
Moncloa. La llamada telefónica de Ana Casado le había imbuido una sensación de
ominosa urgencia que el cielo plomizo, que cubría Madrid con las primeras luces del
amanecer, no hacía sino volver más pesada en su ánimo.

Lo que encontró en la sede de la presidencia del gobierno no fue otra cosa que un
reflejo del color de las nubes en las caras de todos los que se cruzaban con él en su
camino, pero fue el rostro del presidente del gobierno, demacrado y ojeroso, el que con
más crudeza reflejaba la preocupación, y aún 343 la desesperación, de quien se sabe
inmerso en una pesadilla de la que no puede despertar.
—Buenos días señores —dijo el presidente sin levantarse de su asiento—.
Entiendo que tienen información de inteligencia de gran importancia.

—De hecho acabamos de confirmar su fiabilidad, señor presidente —dijo el


director del CNI, olvidando devolver el saludo. Aparentemente nadie se dio cuenta de
la falta de cortesía. No estaba el ambiente para sutilezas protocolarias.

—Les escucho.

Juan Carlos Talavera sacó una copia del mensaje original enviado esa misma
madrugada por Carlos Cuenca y se la entregó al presidente del gobierno. Éste ojeó el
documento, pero enseguida miró a Talavera. Era evidente que prefería una explicación
de palabra.

—Señor presidente, una fuente marroquí que consideramos de toda fiabilidad


nos ha hecho llegar una información extremadamente importante. Hace referencia a
una grave disensión en el seno del gobierno marroquí y puede tener implicaciones muy
serias para la resolución de la crisis.

El presidente del gobierno agitó la cabeza con aire cansado. No estaba del mejor
humor del mundo y eso le generaba impaciencia.

—No se enrolle, Talavera. Vamos al grano, hombre.

—Perdón, señor presidente, lo siento. Si me permite resumiré lo que sabemos.

—Hágalo.

—El primer ministro marroquí, con buena parte del gobierno tras él, ha perdido
la confianza en el ministro de defensa. El general Munjib ha sido muy crítico con toda
la gestión de esta crisis por parte de Driss Abdelar y parece que está obstaculizando los
movimientos militares. Lo que dice nuestra fuente es que, ya que no lo pueden cesar en
este momento, estarían, si me permite la expresión, "by—paseándolo", dando órdenes
de forma directa a los distintos jefes de estado mayor de los ejércitos.

—¿Eso es malo para nosotros?

—Seguramente sí. Munjib no es ningún insensato. Seguramente se ha dado


cuenta de que no nos vamos a echar atrás y habrá defendido una salida negociada.
Sabemos que el ministro controla firmemente el ejército de tierra marroquí, pero la
marina y las fuerzas aéreas son otra historia. Sus jefes de estado mayor son más leales
a Achmed Abdelkader, ministro de exteriores, que a Munjib, y no son precisamente
lumbreras del pensamiento militar.

—¿Y qué pasa con el Rey?

—Según nuestra fuente, el Rey habría apoyado la ocupación de la plataforma


petrolífera, pero el gobierno, o más exactamente parte del gobierno, le está
344
manteniendo bastante a oscuras de lo que ocurre ahora. Nosotros tampoco creemos
que la Corona alauí esté detrás de esta última escalada del conflicto.
El presidente del gobierno mantuvo el semblante serio, pero, teniendo en cuenta
que era la primera vez desde el inicio de la crisis que tenían información fiable de lo
que estaba pasando al otro lado del Estrecho, un chispa de interés se había encendido
en sus ojos cansados.

—¿Tenemos alguna manera de confirmar todo esto?

—Si me permite señor presidente, habría un modo indirecto de hacerlo. Yo no


conozco los detalles del ataque marroquí sobre Ceuta, pero apostaría que no se ha
tratado de un ataque masivo y coordinado, sino más bien de acciones puntuales de
unidades pequeñas. Eso apoyaría muy significativamente nuestra teoría.

El ministro de defensa, que acababa de entrar en el despacho a espaldas de


Talavera intervino de inmediato:

—No sé cómo sabe usted eso, pero parece que ha sido exactamente así. Las
noticias son todavía confusas, pero vengo de la calle Vitrubio y allí todo el mundo está
extrañado porque creen que el ataque está siendo, como dicen allí, "poco decidido". En
Melilla también hay intercambio de disparos a través de la frontera, pero no una
invasión en toda regla.

El presidente del gobierno, sin poder evitar cierta expresión de sorpresa, se


dirigió al analista del CNI.

—¿Tiene alguna recomendación que hacer, señor Talavera?

—Si, señor presidente. Creo que debemos intentar ponernos en contacto con el
ministro de defensa marroquí, y aún con el propio Rey si es posible. Si hay una brecha
en el gobierno, debemos aprovecharla.

Talavera se detuvo y, después de mirar al director del CNI, se volvió al presidente


del gobierno.

—Pero, señor presidente, hay algo más.

Ceuta.

—Blanco, carro, a la una, distancia cinco cero cero metros. Sabot.

—¡Cargado y listo!

-¡Fuego! Y... ¡Batido!

La excitación en la voz del teniente Fajardo le estaba provocando una ronquera a


la que no era ajeno el humo del propelente de los proyectiles que el sistema de
ventilación del carro no era capaz de eliminar del todo. Fajardo ya había destruido tres
carros T-72, y otros dos tanques marroquíes habían caído bajo el fuego de otros tantos
M-60 de su sección. No era un mal resultado a esas alturas del partido, pero el
345
enemigo seguía avanzando, y sus carros también tenían cañones. Para dar testimonio
de ello, un Pizarro ardía furiosamente en la intersección de dos calles. Un poco más
allá, un Nissan Patrol de la Guardia Civil, que había aparecido en mitad de la batalla
con sus luces azules incongruentemente encendidas, se encontraba aplastado como un
juguete roto contra la pared de una casa. Una ráfaga de la ametralladora pesada de un
tanque marroquí lo había detenido en seco en mitad de la calle destrozando su motor y
matando a la pareja de guardias en el acto. Luego uno de los M- 6o de la sección de
Fajardo había retrocedido a toda velocidad por la calle para cambiar de posición de
fuego y había aplastado al todo terreno blanco y verde contra la pared. La tripulación
del carro ni siquiera se había dado cuenta.

El resto de los Pizarro de la sección mecanizada se habían retirado hacía un rato


en dirección a Ceuta, cargando en sus compartimentos atestados de fusileros a los
pocos habitantes de Benzú que no habían huido con los primeros disparos de mortero.
Los M-60, por su parte, se retiraban ahora uno por uno, de forma escalonada y sin
dejar de disparar a cada ocasión. Estaban frenando el avance marroquí, pero la supe-
rioridad numérica del enemigo era demasiada y la munición empezaba a escasear.

—Blanco, carro, a las doce, distancia seis cinco cero metros. Sabot.

—Negativo, mi teniente. No queda ningún Sabot.

Fajardo blasfemó entre dientes limpiándose una mezcla de sudor y sangre


coagulada de la frente. Habían logrado cinco impactos con los proyectiles
subcalibrados, pero sólo tres habían logrado perforar los blindajes de los T-72. El resto
de los disparos, demasiados, habían fallado su blanco.

—Carga un HEAT, venga, cagando leches.

—Cargado y listo, mi teniente.

—¡Fuego!... ¡Bat... Joder!

El proyectil de alto explosivo con carga modelada había alcanzado efectivamente


su blanco, un T-72 con antenas más largas de lo habitual que lo identificaba como un
carro de mando, pero el blindaje reactivo que cubría el tanque había rechazado el
proyectil con una explosión hacia fuera que inicialmente había confundido a Fajardo.

El teniente comprendió que su tiempo se agotaba. Con una nueva blasfemia


ordenó al conductor que diera marcha atrás para retroceder por la calle principal del
barrio de Benzú. Entre su carro y los marroquíes no quedaba nadie más.

Fnidek, Marruecos.

—En el nombre de Dios, el Misericordioso, ¿me puede alguien explicar que está
pasando?

—El comandante Mohamed, del primer escuadrón acorazado, informa que ha


sido atacado por tanques españoles. Pide artillería para apoyar su contraataque, mi
general.

346
El general Kaddouri, comandante del GBI n° i, había establecido el puesto de
mando del Grupo en la ciudad de Fnidek, conocida como Castillejos en los tiempos del
protectorado español, a siete kilómetros del paso fronterizo del Tarajal.
Kaddouri acababa de llegar en helicóptero a su puesto de mando. La tarde
anterior había viajado a Rabat para despachar con el general Abdelkrim, inspector
general y jefe de estado mayor de las Fuerzas Armadas Reales y con el general Munjib.

Como el propio Abdelkrim, Kaddouri era un hombre de Munjib, y parecía claro


que el ministro estaba intentando aglutinar en torno a si mismo a gente leal a su
persona. Si algo había dejado claro Hassan Munjib en la reunión con sus generales, era
que no quería una guerra total con España, por más que razones tácticas y políticas le
hubieran obligado a sostener otra postura ante sus compañeros de gabinete. Y eso
hacía más extrañas las noticias que le esperaban en Fnidek.

—¿Está seguro de eso, coronel? —Kaddouri no salía de su asombro. Sabía que la


situación era muy tensa, pero no se le ocurría ninguna razón lógica para que los
españoles les atacaran.

—El comandante Mohamed informa de la pérdida de cinco carros de su


escuadrón, averiados gravemente o destruidos por completo. Afirma que ellos han
destruido dos tanques españoles y que el enemigo se retira en orden y combatiendo.
Parece ser que el escuadrón de Mohamed está ya en territorio español pero el avance
es lento y peligroso. Por eso pide artillería.

Antes de que el general contestara, un capitán de estado mayor entró sin pedir
permiso. Respiraba agitadamente y era obvio que había llegado corriendo.

—Mi general, el segundo de infantería mecanizada informa que está recibiendo


fuego artillero español. No hay parte de bajas de momento, pero solicitan fuego de
contrabatería.

El general Kaddouri abrió la boca para contestar, pero el timbre de su teléfono


móvil le interrumpió. Era el general Abdelkrim y parecía al borde de una crisis
nerviosa. Le contó atropelladamente que había informes de combates en la frontera de
Melilla, pero cuando Kaddouri le transmitió sus propias novedades su estado de
ánimo pasó del nerviosismo a la histeria. Al final, el general de brigada le tuvo que
recordar que, aunque segura, la línea por la que hablaban no dejaba de ser una
conexión de telefonía móvil.

Con el ceño fruncido, y el semblante sombrío, el general salió al exterior. Tal vez
la fría lluvia pudiera aclarar algo sus ideas.

Fort George G. Meade, Maryland, Estados Unidos de América.

La sede de la NSA, un amplio complejo gubernamental dominado por dos


grandes paralelepípedos de cristal negro y rodeado por un par- king gigantesco, no
dormía nunca. En la trama de los servicios de inteligencia norteamericanos, la
National Security Agency ocupaba un lugar central. Así como la NRO se ocupaba de la
obtención de inteligencia procedente de satélites y la CIA trabajaba
fundamentalmente con "humint", o inteligencia de campo, la NSA se dedicaba a
escudriñar pacientemente internet, así como cualquier comunicación accesible a sus
casi ubicuos, puntos de escucha. Naturalmente algunas
347 comunicaciones eran más in-
teresantes que otras para el "Gran Hermano" que todo lo ve y todo lo escucha, y, en las
circunstancias actuales, una conversación cifrada entre dos generales marroquíes
despertó la avidez de la NSA de inmediato.
A pesar de lo intempestivo de la hora, eran las dos de la madrugada en la Costa
Este americana, el operador que había detectado la conversación no dudó en despertar
al oficial de guardia. El hecho de que ambos generales marroquíes hubiesen hablado
en francés facilitó mucho las cosas al oficial norteamericano, que conocía lo suficiente
de esa lengua como para adelantar una traducción preliminar.

—Esto es muy interesante, Chuck —dijo, ahogando un bostezo, el oficial de


guardia.

—Me alegro de no haberle despertado para nada, señor. ¿Lo vamos a mandar al
"Foggy Bottom"?

—Será mejor que si. Mira, mándaselo tal cual, sin traducir, con una acotación de
prioridad "FLASH". Y manda copia también a los muchachos de la CIA.

Madrid.

A las ocho de la mañana, hora peninsular española, Abdeselam Hammadi se


apeó de su taxi después de pagar al conductor. Cerró la puerta y saltó a la acera bajo
una fina llovizna. Tras él quedó, aparentemente olvidada en el asiento trasero del
vehículo, una cinta de vídeo. Mientras caminaba por la acera del paseo de la Castellana,
Abdeselam, hijo de Mohamed y hermano mayor del difunto Chaid Hammadi, con-
templó la fea mole del Ministerio de Defensa. Sin prisa, arrebujado en una informe
gabardina, se dirigió a la entrada principal mientras apretaba en su mano un objeto
semejante a un encendedor. Hammadi estaba relajado, por fin había llegado el
momento. El día anterior sí había estado nervioso, al cruzar la frontera por La
Junquera con el maletero del coche ocupado por algo más que maletas, pero nadie le
había detenido. El resto del viaje había sido un mero trámite. Un viaje largo que le
había proporcionado mucho tiempo para meditar. Hammadi vivía desde hacía algo
más de dos años en Marsella. La identificación de su hermano menor como uno de los
autores del atentado de Casablanca le había colocado en una posición muy complicada
en Marruecos, por lo que había decidido desaparecer temporalmente. Desde entonces
había vivido pensando en el momento de volver para asestar el golpe definitivo al
corrupto e impío régimen del que de forma blasfema se hacía llamar "Comendador de
los Creyentes". Sin embargo, los designios de Dios son inescrutables, y escrito estaba
que no habría de volver a su patria. La serviría mejor desde otro lugar.

Cuando llegó a la veija que daba acceso al patio anterior del ministerio, cerrada y
flanqueada por una garita de seguridad, Abdeselam se detuvo y miró fijamente a la
cámara de vigilancia con una sonrisa en los labios. A su lado pasaba gente apresurada,
protegiéndose de la lluvia con paraguas. Pero él no se movió.

Dentro del edificio, en la oficina de seguridad, el encargado del control de los


monitores de vigilancia ya había notado algo extraño. Levantó el teléfono para avisar a
seguridad exterior, pero no llegó a marcar.

En la calle, Abdeselam Hammadi, con una última plegaria silenciosa y sin dejar
de sonreír, apretó el botón.
348
Lanzar ote.

—O sea que, a partir de ahora, van a ser los Harrier de la Armada los que se van a
encargar de las CAP sobre la plataforma —dijo el capitán Lucas sirviéndose otra taza
de café de la cafetera subida por el servicio de habitaciones. Le acababan de llamar del
aeropuerto. Antes de una hora la teniente Sandoval y él tenían que volar de regreso a
Gando, junto con la otra pareja de F-18, para reunirse con el resto del escuadrón.

—Voy a echar de menos esta habitación, dijo Bárbara Sandoval estirándose bajo
las sábanas con expresión juguetona.

Antonio Lucas, ya duchado y vestido, sintió de nuevo la lucha interior entre sus
convicciones, un tanto anticuadas, y los sentimientos que le inspiraba la teniente, que
ya no cabía etiquetar de simple deseo. A pesar de todo se sentía obligado a hablar de
ello.

—Bárbara, sé que no es el momento más adecuado, pero creo... pienso que tengo
que decirte que no creo... que esto esté bien... no sé si me explico.

Sandoval se rió entre dientes mientras sujetaba en la boca una goma para hacerse
una cola de caballo.

—Eres más antiguo que la máquina de coser de mi abuela —dijo cuando por fin se
colocó la goma en el pelo—. ¿Lo dices porque estoy casada?

—Pues claro, mujer. Estar contigo, volar contigo... todo, es genial. Pero-

Bárbara se puso de rodillas sobre la cama y atrajo hacia sí a su capitán tirando de


su mono de vuelo.

—Pero nada. Me casé hace tres años y viví con el que todavía es mi marido menos
de año y medio. Estoy legalmente separada y en trámites de divorcio...

—Pero nunca me lo contaste... —dijo Lucas.

—Ni tú me lo preguntaste, mi capitán —cortó ella—. Oye... ¿Tú crees que si


llegamos diez minutos tarde nos formarán un consejo de guerra?

Ceuta.

A medida que pasaban los minutos y la luz gris del nuevo día se iba abriendo
paso sobre la frontera de Ceuta, nuevas unidades militares de ambos ejércitos
enemigos se iban incorporando al intercambio de disparos. El humo de los cañones y el
polvo de las explosiones pronto formaron una densa calima que ni la brisa de poniente
ni la intensa lluvia alcanzaban a disipar del todo. Por encima, a menos de ochocientos
metros de altura, un sólido techo de nubes aceradas que impedía ver el doble pico del
Yebel Musa, auguraba un día anticipadamente otoñal.

349
Desde la cima del monte Hacho, el general Estadella contemplaba la línea
fronteriza, ahora "el frente", con unos potentes binoculares de campaña. Se había
desplazado allí para formarse una idea más clara de la intensidad de los combates... o
quizá para convencerse de que no eran producto de una pesadilla.

Pero eran muy reales. Allí, a lo lejos, a su derecha, a la altura de Punta Bermeja,
podía distinguir las posiciones del primer escuadrón del Regimiento de Caballería
Acorazado Montesa N° 3. Estaban preparados para contener el ataque de los blindados
marroquíes que habían irrumpido a través de la frontera de Benzú, aunque su impulso
había decaído y habían ralentizado su avance. Probablemente se habían detenido
gracias a la sección del teniente Fajardo, que les había plantado cara, a pesar de que,
superada en número en una proporción de cinco a uno, se había visto obligada a
retirarse. Los cuatro M-60 de Fajardo, sin embargo, se las habían arreglado para
sobrevivir al combate y se encontraban ahora municionando a retaguardia de su
escuadrón.

En el centro, el terreno agreste, salpicado de monte bajo, estaba pespunteado por


las posiciones de infantería de la Legión y los Regulares. Estos últimos, a la derecha,
habían informado de un intento de penetración de infantería marroquí. Infantería de
marina, a juzgar por los uniformes. Los habían rechazado sin demasiada dificultad,
pero se encontraban desde entonces bajo un continuo fuego de mortero. El propio
general Estadella había visto caer varias granadas en las cercanías de la vieja
fortificación conocida como Torre de Aranguren. Ni siquiera varias andanadas de 155
milímetros del Regimiento de Artillería de Campaña n° 30, desplegado a pocos cientos
de metros de la posición del general, habían sido capaces de hacer callar a aquellos
morteros.

Extrañamente, la mitad sur de la frontera aparecía relativamente tranquila ante


los ojos del comandante general de Ceuta. Sólo una fina columna de humo negro que
moría en las nubes bajas, junto a la carretera de Tánger, indicaba el lugar en que un
vehículo marroquí, probablemente un VAB o un M—113, había sido batido por un misil
TOW de la Legión.

Mientras el general se preguntaba porqué los marroquíes no habían


desencadenado un ataque decidido y concertado, el operador de radio que le
acompañaba le pasó el auricular del radioteléfono. Era el coronel Andrade.

—Mi general, creo que debería volver de inmediato a la Comandancia.

—¿Qué pasa Paco?

—Noticias de Madrid, mi general. Malas noticias.

Madrid.

El camión municipal de recogida de basuras presentaba su costado derecho,


completamente ennegrecido, además de acribillado por múltiples fragmentos de
metralla. La cámara de televisión abrió progresivamente el plano hasta que se vio,
detenido al lado izquierdo del camión, el microbús de la guardería infantil Chavalín.
Había sido, sin duda, algo muy parecido a un milagro que el camión de la basura se
hubiese interpuesto en el último segundo en la trayectoria
350 de la metralla. Los peque-
ños viajeros del microbús habían salido indemnes de la explosión, pero aún había que
lamentar cinco muertos y una docena de heridos de diversa consideración entre los
transeúntes, aunque las cifras eran todavía provisionales y no había confirmación
oficial.

Juan Carlos Talavera bajó el volumen del pequeño televisor y se volvió a su


equipo, reunido con él en la oficina.

—¿Qué explosivos utilizó ese hijo de puta para formar semejante desastre?
—preguntó.

—Hace un rato he hablado con Manolo Sánchez, el de antiterrorismo —contestó


Aberasturi—. Todavía no lo saben, pero apuestan por C4 o algún otro plástico de origen
militar. Y tornillería en cantidades industriales. No ha sido un aficionado, eso seguro.

—¿Podrían ser marroquíes otra vez?

La ominosa sombra del 11-M se cernía sobre todos desde las primeras noticias de
la explosión. Afortunadamente no se había registrado ningún otro incidente. A pesar
de todo, las redes del Metro de Madrid y Cercanías de RENFE habían sido evacuadas y
cerradas hasta nueva orden.

—Con eso habrá que contar, jefe.

En condiciones normales un atentado terrorista no sería asunto de Talavera y su


equipo, y de hecho no estaban directamente implicados en la investigación, pero
teniendo en cuenta la información que le había transmitido al presidente del gobierno
hacía menos de hora y media, era de vital importancia que se mantuvieran totalmente
al corriente.

Y a la vez tenían que buscar un modo de establecer un nexo de comunicación con


el ministro de defensa de Marruecos al margen del resto de su gobierno. Como había
dicho castizamente Ana Casado, "casi ná".

Estrecho de Gibraltar.

—Pegaso, Dardo cuatro tres. Cuatro aviones pasando waypoint Echo Golf.
Virando a nuevo rumbo uno siete nueve para final al target.

Los cuatro Mirage F-iM del 142 Escuadrón del Ejército del Aire habían
despegado de la base aérea de Los Llanos tras una hora de vacilaciones por parte del
Estado Mayor del Aire. Nada más conocerse el ataque marroquí a Ceuta, también
habían salido varios EF-2000 Tifón de Morón armados con bombas guiadas GBU. Sin
embargo, todas las misiones se habían cancelado ante la imposibilidad de obtener
buenas designaciones por culpa de las pésimas condiciones meteorológicas. Por fin,
ante las repetidas peticiones de apoyo aéreo de la Comandancia General de Ceuta, se
había autorizado la primera de una serie de misiones CAS a baja altura por parte del
Ala 14 de Los Llanos. Los Mirage del 142 escuadrón iban a entrar a muy baja cota a lo
largo del lado marroquí de la frontera, en dirección norte-sur, atacando con bombas
Mk. 20 Rocke- ye y fuego de cañón a cualquier blanco que encontraran en su ruta. Y se
351
iban a jugar la vida en ello.
—Dardo cuatro tres, aquí Pegaso. Actualizo meteo. Tendréis techo de nubes a
dos mil cuatrocientos pies. Lluvia ligera y viento flojo del oeste—noroeste.

—Roger Pegaso. Entrando en la capa de nubes ahora. Dos millas para el target.

—A por ellos, Dardo. Cuidaos y buena caza.

Fnidek, Marruecos.

—¡Alerta de ataque aéreo!

El general Kaddouri, lejos de ponerse a cubierto al escuchar la alarma, subió a la


azotea del cuartel de la Gendarmería donde había establecido su puesto de mando.
Cuando llegó arriba, jadeante por el esfuerzo, miró instintivamente al norte secándose
la lluvia de los ojos, y allí estaban. Acercándose a una velocidad vertiginosa, las siluetas
de dos aviones de combate crecieron mientras se dirigían directamente a su posición.
Sólo escuchó el rugido de los reactores unos segundos antes de que sobrevolaran la
azotea de la gendarmería a muy pocos cientos de metros de altura, trepando, eso sí, en
un pronunciado ángulo. Detrás de ellos, sobre la explanada de una pequeña meseta
que había estado ocupado por algunos vehículos de transporte, se desató el infierno
con la explosión de las submuniciones liberadas por las bombas españolas. Los
vehículos, y la propia explanada, desaparecieron en una nube de polvo y humo.

Pero aún no había terminado todo. Unos segundos después, y en un ángulo algo
diferente, entraron otros dos aviones españoles, rociando las posiciones marroquíes
con fuego de sus cañones de treinta milímetros. Aunque los cazabombarderos
españoles, pintados de color gris claro, eran difíciles de ver contra el fondo igualmente
gris de las nubes, el general Kaddouri vio caer las bombas. Eran ocho en total y se
desprendieron de los cazabombarderos, cuando éstos sobrevolaban una sección de
artillería autopropulsada, que se encontraba desplegada sobre la carretera de Tánger.

Pero esta vez no les iba a resultar tan fácil escapar. Un vehículo de artillería
antiaérea autopropulsada Chaparral había logrado enganchar a los aviones españoles
y disparó dos misiles Sidewinder contra ellos. Las bombas harían blanco, pero al
menos los españoles lo iban a pagar.

Los pilotos de la segunda pareja de Mirage españoles eran conscientes desde el


principio de que les había tocado en suerte la parte más peligrosa de la misión. La
primera pareja podía contar aún con cierto grado de sorpresa, pero ellos no. Por eso
empezaron a soltar chaff y señuelos infrarrojos casi desde el mismo momento de
lanzar las bombas. Eso, y que el sistema Chaparral no era precisamente el último grito
en tecnología antiaérea, les salvó. Ambos misiles de guía infrarroja perdieron su
blocaje en pos de las apetitosas bengalas y cayeron a tierra sin causar daño, pero era
evidente que cualquier ataque futuro a baja cota iba a enfrentarse a enormes riesgos.
Claro que ¿no había sido así desde los albores de la aviación?

Ceuta.

352
El teniente Fajardo había sido testigo del bombardeo español desde la escotilla
de su carro. Acababa de completar el municionamiento y de rellenar el depósito de
combustible y volvía por la carretera de Benzú hacia las posiciones del escuadrón
cuando oyó, más que vio, a los caza- bombarderos. También oyó a los Regulares de
Ceuta vitoreando a los aviones desde sus posiciones en los márgenes de la carretera,
aunque ni ellos ni él tenían idea sobre los resultados de la incursión. Lo que sí sabía
Fajardo, era que los marroquíes tiraban con munición de verdad, como el profundo
surco que marcaba el lateral izquierdo de su torreta podía atestiguar. Eso, y que los
pilotos de esos Mirage se estaban jugando la vida de modo muy literal. El teniente les
deseó suerte, pero no cabía duda de que él tenía también sus propias preocupaciones.

Madrid.

Juan Carlos Talavera colgó el teléfono. Hacía un rato había tenido una idea y la
cita que había concertado para una hora más tarde le permitiría profundizar en ella. Si
las demás partes implicadas se mostraban receptivas, el plan podía funcionar. El
problema era, y eso no era en modo alguno sorprendente, el tiempo. Según avanzaba la
mañana, la sensación de que el tiempo se estaba acabando era cada vez más intensa en
alguna parte profunda de su mente. Cuando pensaba fríamente en ello, la sensación
cobraba visos de certeza y la llamada del director urgiéndole a acudir a su despacho, no
hizo sino agudizarla.

—Siéntate, Juan Carlos —dijo el director sin ninguna ceremonia—. ¿Sabes lo que
es "Tizona"?

—¿La espada del Cid Campeador?

—Déjate de coñas, hombre, que hablo en serio —se impacientó el director.

—Vale. No, ni idea.

—Antes de nada, déjame que te cuente: el tío que se voló esta mañana en la
Castellana llegó allí en taxi. Al apearse dejó una cinta de vídeo que el taxista hizo llegar
enseguida a la policía. Bien, la cinta contiene la habitual palabrería integrista, el
ejemplar del Corán y el Kalashnikov de rigor...

-¿Pero...?

—Pero detrás del hijo de puta del Kalashnikov hay una bandera marroquí y el tío
exige que detengamos la "agresión" contra Marruecos antes de veinticuatro horas "o
correrán ríos de sangre" y tal y tal.

—Joder. ¿Quién sabe esto?

—Casi nadie. Tú, yo, el taxista, la policía, el gobierno... y la oposición.

Talavera silbó entre dientes. Menuda bomba, pensó, aunque estuviera fea la
metáfora.

El director asintió quedamente y dijo:

—Y ahí entra "Tizona".


353

—Supongo que es un plan, o una operación militar, ¿no?


—En 1975, durante la Marcha Verde marroquí sobre el Sahara, la posibilidad de
que Hassan II intentara apoderarse de Ceuta y Melilla parecía muy real. Los planes de
contingencia que se manejaban hasta la fecha contemplaban principalmente
operaciones locales, y, claro, a la JUJEM le pareció poco aquello teniendo en cuenta lo
agresivos que se habían vuelto nuestros vecinos del sur. Entonces diseñaron el plan
Tizona, pensando, sí, en la espada del Cid.

El director sacó una carpeta de cartulina con el rótulo "secreto" y se la pasó a


Talavera.

—"Tizona" contemplaba tres fases —continuó—. La primera contemplaba la


destrucción de la fuerza aérea marroquí en sus bases. La segunda implicaba la
destrucción sistemática desde el aire de la mayoría de las infraestructuras e industrias
de importancia estratégica. La tercera implicaba pasar al contraataque en las plazas
norteafricanas para aumentar en varios kilómetros el perímetro controlado hasta
establecer fronteras más seguras, además de un importante desembarco en Alhucemas
para establecer la cabeza de playa de lo que acabaría por convertirse en una franja de
costa de varios kilómetros de profundidad que uniría Ceuta y Melilla por tierra.

Juan Carlos Talavera enarcó una ceja mientras abría, sin leerlo, el legajo de
papeles que le había pasado el director.

—¿Y a quién se le ha ido la pinza para desempolvar esta barbaridad después de


más de treinta años?

—A todos. Se les ha ido la pinza, como tú dices, a todos. El primero en sacar el


muerto del armario fue el jefe de la oposición. El presidente del gobierno no quería ni
oír hablar del tema, pero quien tú ya te imaginarás le convenció de que no hacer caso a
la oposición en esto, podría volverse contra ellos a muy corto plazo. Ellos tampoco se
olvidan del 11 y del 14-M.

—¿Y cuándo se les ha ocurrido esto?

—No hace ni una hora. Te llamé nada más volver de la Moncloa. No te avisamos a
ti porque te necesito trabajando aquí, pero creo que es justo que sepas lo que hay.

—¿Podemos hacer algo para pararlo?

—Bueno, yo intenté poner algo de calma, pero con el atentado de esta mañana
están todos de los nervios. Es comprensible, claro, pero la cosa está muy fea. El
gobierno teme que la oposición filtre el video a la opinión pública si no se muestran
firmes en esto, y no creo que se conformen con cualquier cosa. De todos modos, si tu
plan de negociar por separado con Munjib funciona y Marruecos se retira antes de que
las cosas pasen a mayores, tal vez les convenzamos.

Juan Carlos se levantó para irse, pero antes de salir, se volvió hacia el director.

—Sé que no hace falta preguntarlo, pero mis planes incluyen la participación de,
354
bueno, de ciertos amigos que pertenecen a otras agencias que no son la nuestra...

El director sonrió cínicamente.


—Efectivamente Juan Carlos. No hace falta que lo preguntes.

Washington D.C.

La secretaria de estado de los Estados Unidos de América era una mujer


madrugadora. Pero esa mañana había empezado su jornada laboral más temprano aún
de lo habitual. Mientras bebía los primeros tragos de un café negro y amargo volvió a
maldecir, por enésima vez en su vida política, las seis horas de retraso del horario
americano respecto al europeo. Casi todas las cosas interesantes que ocurrían en
Europa tenían lugar mientras los americanos dormían. Cuando las cosas eran
realmente interesantes, muchos americanos tenían simplemente que renunciar a
dormir. De hecho, mientras ella dormía cuatro miserables horas, la situación en el
Estrecho de Gibraltar se había ido definitivamente al infierno. Tanto era así que su
asistente personal se había visto obligado a despertarla.

Un nuevo trago al café y, poniéndose las gafas, empezó a leer rápidamente los
documentos que le habían preparado en las últimas horas. Al otro lado del despacho,
con el volumen al mínimo, un televisor sintonizaba la CNN, que mostraba imágenes
del atentado de Madrid, y otro la Fox News, que en ese momento conectaba con su
enviado especial en Ceuta. El reportero, en la azotea de un hotel, enviaba su crónica
mientras, al fondo, columnas de humo negro y rastros de trazadoras dejaban claro que
aquello era una guerra de verdad.

El primero de los papeles preparados por los insomnes funcionarios del


Departamento de Estado, destacaba las últimas noticias sobre la recuperación por
parte de España de la plataforma petrolífera, el atentado integrista en Madrid y el
ataque marroquí a Ceuta y Melilla. El go- bienio español había hecho público hacía dos
horas, el cierre temporal del Estrecho de Gibraltar a la navegación comercial, alegando
la imposibilidad de garantizar su seguridad. No estaba exenta de lógica esa medida,
pensó la secretaria, pero en pocas horas más las empresas navieras de medio mundo
iban a ponerse a gritar y a patalear en el suelo exigiendo a los Estados Unidos una
solución inmediata. Era la parte divertida de ser la única potencia global. Nadie quería
que los Estados Unidos de América metieran las narices en sus asuntos... hasta que
alguien más lo hacía. Entonces se volvían a América y la acusaban de pasividad.

Las hojas siguientes eran más específicas y se referían sobre todo a cuestiones de
inteligencia de diversa procedencia. Tres folios en concreto llamaron su atención sobre
el resto. Uno se ocupaba de una interceptación de comunicaciones entre dos generales
marroquíes. De ella se desprendía claramente que el ataque a Ceuta y Melilla no había
sido consultado, ni siquiera anunciado a la cúpula del Ejército marroquí. El mismo
ministro de defensa parecía estar al margen de la cuestión. El segundo papel contenía
un análisis de inteligencia sobre las actividades de grupos integristas y yihadistas en el
interior de Marruecos. El análisis predecía un asalto al poder por parte de los mismos
en caso de que una victoria española en la guerra causara una crisis en la monarquía
alauí. El tercer folio, procedente de la estación de la CIA en Madrid, relataba una peti-
ción de colaboración de la agencia norteamericana con el CNI español. El oficial
residente de la agencia de inteligencia recomendaba acceder a la petición, exponiendo
unos motivos más que razonables.
355
La secretaria de estado, contemplando pensativa la taza de café vacía, levantó el
teléfono y marcó un número. Era muy cierto que iba siendo hora de tomar cartas en el
asunto, y eso iba a requerir despertar también al jefe.
Madrid.

Ismael Ferrero entró en la oficina donde trabajaba Talavera con su desenfado


habitual. Saludó uno por uno a todos los miembros del equipo y se detuvo unos
segundos al dar la mano a Ana Casado. Luego le dijo algo al oído que provocó una
carcajada y un puñetazo amistoso de la joven y guapa analista.

—No tienes remedio, Ismael —dijo Juan Carlos estrechando la mano del
cubano—. No se qué las das.

—Calor latino mi brother. Sólo eso —contestó Ferrero guiñando un

ojo.

Talavera abrió un cajón y sacó dos habanos de respetables dimensiones. Le pasó


uno al oficial de la CIA y se sentó.

—Ahora nos dejan fumar aquí —explicó—. Bien, al grano.

—Te escucho, compañero.

—Verás: Ayer obtuvimos inteligencia de campo de una fuente nueva y muy


creíble en Marruecos. Se trata de un antiguo líder integrista moderado que está ahora
fuera de la circulación. Tenía dos hijos, el menor de los cuales se suicidó en Casablanca
hace unos años. Nuestro hombre nos advirtió del ataque contra Ceuta y Melilla y
también del atentado terrorista. Se da la circunstancia de que el cabrón que se voló
esta mañana en la Castellana es ni más ni menos que su hijo mayor. Pues bien. Nuestra
fuente nos ha informado de una fisura muy seria en el gobierno marroquí.
Resumiendo: aparentemente el primer ministro y el ministro de exteriores están
haciéndole la cama al general Munjib, y ocultándole información al Rey. También nos
ha avisado de que hay elementos integristas preparados para hacerse con el poder en
Marruecos a la primera oportunidad. Y esa oportunidad podríamos estar dándosela
nosotros sin pretenderlo.

—Me decías que es una fuente muy fiable, ¿verdad?

—Sin duda se ha cumplido todo lo que nos anunció, con lo que su nivel de
fiabilidad...

—Espera un poco, Juan Carlos. ¿Puede ser una intoxicación?

—¿Te refieres a darnos información veraz, cuando es tarde para hacer nada, con
el objetivo de ganar credibilidad?

—¿Recuerdas el caso de "Garbo"?. A ver si nos van a joder igual.

La historia de Juan Pujol García, alias "Garbo" era paradigmática de hasta qué
punto la verdad puede esconder una intoxicación mortal. Garbo, a la sazón un espía
356
español al servicio de los aliados en la Segunda Guerra Mundial, había actuado como
un falso agente doble, informando al Abwehr alemán del desembarco de Normandía la
noche del 6 de junio de 1944, apenas unas horas antes del inicio de la operación
Overlord. Naturalmente era muy tarde para que Rommel pudiera hacer nada al
respecto, pero concedió al espía una credibilidad que llevó luego a los servicios
secretos alemanes a confiar en sus informaciones falsas en momentos posteriores de
las operaciones.

—Por supuesto que lo hemos tenido en cuenta, hombre. Con estas cosas nunca
podemos tener la certeza total, desde luego, pero hemos estudiado al personaje y el
modo en que hicimos contacto es tan poco convencional que parece casi imposible que
sea planeado. Además hay algunas confirmaciones cruzadas. No gran cosa, por
desgracia, pero nada que sea abiertamente contrapuesto.

Ismael Ferrero dio una profunda calada a su habano.

—Nosotros también tenemos fuentes allí, como te puedes imaginar...

—Seguro que mejores que las nuestras —dijo Talavera con una sonrisa irónica.

—Tal vez. Bien, la cuestión es que estoy autorizado a confirmarte todo lo que me
estás contando. Te hablo de confirmación independiente y "hard".

Talavera respiró hondo. Eso era muy, muy importante, porque elevaba sus
creencias al grado de certezas, y con las certezas era más fácil trabajar. Dejó su habano
en el cenicero y removió el café que les acababa de traer Aberasturi.

—Pues ahora viene la petición, amigo —dijo Juan Carlos tras beber un sorbo de
café.

—Dispara.

Tetuán, Marruecos.

Aunque sus ocupantes se referían a ella como "la mezquita", la desvencijada


construcción no era otra cosa que una nave industrial, ubicada en un polígono de las
afueras de Tetuán, no muy diferente de otras muchas naves semejantes repartidas por
las ciudades de todo el Reino de Marruecos. Pero la actividad que en ella se
desarrollaba no tenía nada que ver con la fabricación, la construcción o la creación.
Más bien se trataba de todo lo contrario, como podría atestiguar cualquiera que tuviese
la oportunidad de contemplar las estanterías ocupadas por fusiles de asalto, los
cajones de granadas y las cajas de explosivos de diversos tipos y procedencias que se
apilaban en el zulo excavado en el suelo de la nave y cuidadosamente oculto a miradas
indiscretas.

En aquella mañana de septiembre, la nave estaba más concurrida que de


costumbre. Más de un centenar de hombres jóvenes escuchaban en respetuoso silencio
el relato que les hacía otro hombre, no mucho mayor que ellos, del martirio de
Abdeselam Hammadi y de cómo ese martirio acabaría por entregar a los guerreros de
Dios el poder en su patria.

357
Pero debían purificarse y rezar porque, antes de recibir el poder, tendrían que
pasar por la prueba final. Tendrían que pasar por la Yihad.
Rabat, Marruecos.

Alfredo Suárez y Carlos Cuenca estaban tomando el tercer café de la mañana,


cuando sonó el teléfono móvil del oficial del CNI. El número que figuraba en la
pantalla era el de la agencia de viajes donde trabajaba. Por lo visto un cliente quería
presentar una reclamación personal, por lo que la secretaria de la agencia le dio a
Carlos el número de teléfono móvil del cliente. Era el número correspondiente a una
tarjeta prepago que no había sido utilizada nunca, a pesar de haber sido comprada va-
rios meses antes en una gasolinera de Tánger. Después de pagar la cuenta, los dos
españoles salieron del café para dar un pequeño paseo por la calle. Nada más salir,
Cuenca sacó un teléfono móvil viejo y barato. En su interior había una tarjeta nueva,
también de prepago y nunca utilizada. La había comprado esa madrugada en una
gasolinera donde habían parado para repostar.

—¿Es el Hotel Mercure Sherezade? —preguntó en inglés—. Soy el señor Smith.


John Smith.

A su lado, Alfredo Suárez tuvo que morderse la lengua para no estallar en una
carcajada. Se quedó mirando a Carlos Cuenca con el rostro enrojecido y lágrimas en los
ojos mientras el agente del CNI mantenía el semblante impertérrito procurando
parecer extremadamente inglés.

Al otro lado de la línea no se debieron sorprender, porque se limitaron a dar unas


breves instrucciones y colgar.

—¿Qué te han dicho? —preguntó Alfredo luchando todavía para contenerse.

—Nada. Que me he equivocado de número... lo cual significa que tenemos que ir


a cierta dirección que corresponde a un piso franco de "La Casa", aquí en Rabat.

—Joder, tío. Esto es de coña. Es que no me lo puedo creer. Siempre pensé que los
espías erais más serios.

—Pues a ver si te aclaras, porque la primera vez que nos vimos me dijiste que te
había parecido demasiado eficaz para ser del CNI. Ahora piénsalo un momento: si tú
fueras un funcionario de contraespionaje y escucharas la conversación que acabas de
oír... ¿pensarías que soy un espía? ¿A que no? Pues eso.

Alfredo se quedó pensativo. Razón no le faltaba a su acompañante, pero...

—Venga, doctor, que se nos hace tarde —zanjó Cuenca tirándole del codo para
cruzar la calle en busca de su coche.

Fnidek, Marruecos.

Habían pasado casi seis horas desde que se habían intercambiado los primeros
disparos y el general Kaddouri todavía no tenía claro quién había disparado primero.
La primera unidad marroquí en entrar en combate, que él supiera, había sido la I a
358
Compañía del 2o Batallón de Desembarco de la Real Infantería de Marina. Su
comandante, un mayor, había informado vagamente que habían abierto fuego en
respuesta a un ataque de artillería enemigo. A Kaddouri le hubiese gustado apretarle
un poco las tuercas a ese mayor para ver hasta dónde podía sonsacarle, pero la
Infantería de Marina tenía su propia cadena de mando y el mayor no estaba nada
dispuesto a cooperar. Cuando le habían requerido para que se personase en el puesto
de mando, se había limitado a decir que su unidad estaba bajo fuego enemigo y que no
podía abandonar a sus hombres en ese momento.

El resto del frente presentaba, a ojos del general Kaddouri, un lamentable


desbarajuste. El GBI n°i era una unidad muy compenetrada y disciplinada, pero la
falta de órdenes concretas estaba haciendo seria mella en la moral del Grupo. Cada
compañía o cada sección estaba actuando a criterio de sus mandos de unidad, por lo
que algunas respondían al fuego español mientras que otras no lo hacían. Varias
secciones de infantería habían adelantado sus posiciones y algunas habían llegado a
trabarse en combate cercano con el enemigo. El íer Escuadrón de Caballería
Acorazada, del comandante Mohamed, había entrado en Benzú rompiendo el frente
español para luego detenerse unos kilómetros más adelante por falta de apoyo artillero
y órdenes. El 2o Escuadrón, sin embargo, permanecía en sus posiciones, cerca de la
frontera de El Tarajal. Todavía no habían sufrido ningún ataque aéreo, pero eso podía
cambiar en cualquier momento.

Su artillería autopropulsada, ante la indisimulada amargura del coronel que la


mandaba, había sufrido, por el contrario, lo peor de los ataques aéreos españoles. A
pesar de cambiar constantemente de posición, ya habían perdido no menos de siete
piezas M-109 de 155 milímetros a manos de los Mirage enemigos que entraban
rugiendo a baja altura con desprecio de su propia seguridad. Los restos calcinados de
un ca- zabombardero español que aún humeaban sobre la ladera del Yebel Musa daban
fe del único resultado positivo obtenido hasta el momento por los antiaéreos del
coronel Mimun.

Un suboficial de comunicaciones de la plana mayor del Grupo se cuadró delante


de Kaddouri para dar la novedad.

—Mi general, seguimos sin conseguir comunicación con el Inspector General.

Las comunicaciones, por si todo lo anterior no fuera bastante grave, estaban


poniéndose imposibles. Los circuitos de radio tácticos, a pesar de las interferencias
españolas, funcionaban aceptablemente. Sin embargo en la burocrática Rabat reinaba
el caos administrativo y obtener comunicación con el general Abdelkrim y, por
supuesto, con el ministro Munjib se había vuelto misión imposible. Ni siquiera el
teléfono móvil seguro que habían utilizado hacía unas horas daba señal de llamada. El
inspector general debía haberlo apagado tras darse cuenta de su indiscreción en la
última conversación con Kaddouri.

Pero las cosas no podían seguir así. La inacción estaba matando a sus hombres y
destruyendo sus máquinas. Y sólo las severas condiciones meteorológicas estaban
impidiendo a la aviación española causar una verdadera masacre entre sus filas. Los
pronósticos indicaban que cabía esperar que el frente frío se mantuviera veinticuatro
horas más, tal vez treinta y seis, pero luego el tiempo mejoraría y entonces...

El general Kaddouri tomó una decisión. No359 le gustaba hacerlo sin la luz verde de
sus superiores, pero la batalla ya estaba en marcha y ahora cada minuto contaba. La
única posibilidad de lograr cierta cobertura frente a los ataques aéreos era meter a sus
tropas en la ciudad. Iba a ser una carnicería, pero al menos no los cazarían como
conejos en campo abierto cuando amainase el temporal.

—Señores —se dirigió a su estado mayor—, vamos a avanzar. En treinta minutos


a partir de ahora comenzará la preparación artillera. En una hora asaltaremos Ceuta.
Si es la voluntad de Dios, venceremos.

Gando, Gran Canaria.

Cuando el capitán Lucas y la teniente Sandoval entraron en la sala de briefing


del 462 Escuadrón, sus compañeros les recibieron con un caluroso, y tal vez un poco
envidioso, aplauso. La mayoría se habían dejado caer por el hangar donde sus aviones
estaban siendo revisados tras el vuelo "ferry" desde Lanzarote, para admirar las
marcas de victoria pintadas bajo sus carlingas por los orgullosos armeros del
escuadrón.

El comandante Serrano, jefe del escuadrón, impuso silencio con un gesto,


aunque sin ocultar una sonrisa. Aquello era bueno para la moral y en los próximos días
lo iban a necesitar. Junto a él se encontraba el comandante Martínez Amadeo, jefe del
121 Escuadrón, destacado en Gando con la mitad de su unidad desde los primeros
momentos de la crisis. La otra mitad del escuadrón había permanecido inicialmente en
To- rrejón para desplegarse luego a Morón.

—Muy bien, damas y caballeros, os he reunido aquí junto con nuestros invitados
del 121 para poneros al corriente de la situación. Como sin duda sabréis, esta mañana
se ha producido un atentado terrorista frente al Ministerio de Defensa en Madrid.
Todo indica que el terrorista, un suicida, era marroquí. El atentado se ha producido de
forma simultánea a un ataque contra las ciudades de Ceuta y Melilla. Los últimos in-
formes de inteligencia disponibles indican que ambas ciudades resisten bien el ataque.
Desgraciadamente la meteo es pésima y nuestros compañeros de Los Llanos y Morón
se ven obligados a hacer CAS a baja cota. No hace falta que os diga los riesgos que ello
implica. Hace unas horas hemos recibido órdenes del Estado Mayor del Aire. Hasta
ahora nos habíamos limitado a efectuar misiones puramente defensivas, pero eso va a
cambiar. A partir de este momento pasamos al ataque, y nuestros primeros objetivos
van a ser las bases aéreas de El Aaiún y Sidi Ifni.

Con un gesto, indicó a un suboficial que apagara la luz y conectara un proyector,


a su vez conectado a un ordenador portátil. En la gran pantalla apareció un mapa de la
fachada atlántica de Marruecos con los aeródromos de Sidi Ifni y El Aaiún señalados
con círculos blancos. El comandante Serrano tomó un puntero láser y empezó a indicar
distancias, waypoints, puntos de reunión y zonas de riesgo de baterías antiaéreas. Más
adelante, dijo, los distintos paquetes de ataque y escolta de ambos escuadrones se
reunirían en grupos más pequeños para concretar los detalles. Con un poco de suerte,
antes del final de esa tarde, ambas bases aéreas quedarían impracticables durante días
o semanas. Entonces, libres de interferencias por parte de las Fuerzas Aéreas Reales,
sería tiempo de batir otros objetivos.

Algeciras.
360

La actividad en los muelles del puerto de Algeciras era frenética. A pesar de


algunas reticencias sindicales iniciales, los trabajadores del puerto habían
comprendido pronto que la situación era realmente grave. Las filas de carros de
combate, vehículos de transporte de infantería y camiones aparcados en la gran
explanada central del puerto, y sobre todo las columnas de soldados equipados y
armados, habían contribuido a generar ese convencimiento. Pero las noticias de Ceuta
y el atentado de Madrid habían terminado de imprimir un sentido de la urgencia que
había agilizado notablemente los trabajos. A mediodía, el buque de asalto anfibio
Galicia, el transporte Martín Posadillo y dos buques civiles de carga rodada tipo
Ro-Ro, estaban cargados con una parte significativa del Regimiento de Infantería
Mecanizada Córdoba n° 10.

Se había dado prioridad al transporte de personal y a los elementos acorazados y


mecanizados de combate. Parte del tren logístico del regimiento esperaba todavía ser
embarcado, pero, probablemente, el convoy que se estaba organizando para cruzar el
estrecho zarparía sin ellos. Fondeadas en la bahía de Algeciras, las fragatas Alvaro de
Bazán,

Méndez Núñez y Victoria esperaban para dar escolta a los transportes en su corta
travesía.

Rabat, Marruecos.

Alfredo Suárez y Carlos Cuenca habían pasado menos de diez minutos en el piso
franco del CNI. Allí les esperaba otro oficial de inteligencia que les había llevado en su
coche a un lujoso chalet de uno de los mejores barrios de Rabat. Se trataba también de
una casa segura, en este caso perteneciente a la CIA norteamericana. No tuvieron que
llamar a la puerta, ya que, evidentemente, les estaban esperando.

—¿Cómo andas de inglés? —preguntó Carlos Cuenca.

—Me defiendo. ¿Por?

—Porque casi todo lo que hablemos va a ser en inglés. Después de todo lo que te
hemos hecho pasar, sería una pena que te perdieras esto.

—Muy considerado, sí señor.

En teoría Cuenca tendría que haber dejado al médico en el piso franco, pero
Alfredo, sin ser profesional, se había arriesgado mucho y el oficial del CNI pensaba que
lo justo era que siguiera hasta el final. Al fin y al cabo no había peligro físico, o no más
del que ya habían corrido, y de todos modos ya estaba bajo la aplicación de la Ley de
Secretos Oficiales.

—Acompáñenme, por favor.

El hombre que les recibió no podía parecer más norteamericano: un metro


noventa, pelo rubio cortado a cepillo y hombros de "quarter- back". Sin añadir nada
más, les condujo al salón principal de la casa, amueblado con vulgaridad típicamente
burocrática. Allí había dos americanos más y dos individuos de origen
inconfundiblemente magrebí. Los cuatro se levantaron educadamente al entrar Suárez
y Cuenca. Aún no se habían sentado cuando entró361otra persona en la habitación. Carlos
Cuenca reconoció inmediatamente al jefe del CNI en Rabat, que se encargó de hacer
las presentaciones, omitiendo a Alfredo con toda naturalidad. Cuando todos
estuvieron sentados, el mayor de los norteamericanos inició la exposición.

—General Munjib, general Abdelkrim. Permítanme que les de la bienvenida a


esta casa en nombre del Presidente de los Estados Unidos de América. Es gracias a sus
auspicios que tiene lugar esta reunión. Ello les dará una idea de cuán importante es
para mi país que las conversaciones que vamos a mantener lleguen a buen puerto.

Ceuta.

El general Estadella estaba de nuevo en su puesto de mando, situado en la sede


de al Comandancia General de Ceuta. El viaje de vuelta desde el monte Hacho,
atravesando la ciudad, le había dejado impresionado. Al subir no le había parecido
extraño ver las calles desiertas. Al fin y al cabo era casi de noche todavía, pero cuando
bajó era ya pleno día y las calles seguían extrañamente vacías. Desde luego no había
nada de sobrenatural en eso, cuando desde las seis de la madrugada la radio y la
televisión local repetían a la ciudadanía la conveniencia de permanecer en casa, pero
igualmente sobrecogía. Afortunadamente el pánico no había hecho acto de presencia y
Estadella rezaba por que las cosas siguieran así. Al fin y al cabo, el pueblo de Ceuta
desde siempre había tenido conciencia de su peculiaridad... y de sus riesgos.

—Mi general —el coronel Andrade acababa de colgar el teléfono—, era el


delegado del Gobierno. Quiere evacuar los barrios del Príncipe y Jadú.

Estadella miró el mapa de forma refleja. Era lógico, desde luego. Aparte de
Benzú, que había sido evacuado a primera hora de la mañana en mitad de la batalla,
los barrios del Príncipe Alfonso y Jadú eran los más cercanos a la frontera. Si bien
algunos de sus habitantes ya habían salido de sus casas de forma voluntaria, la
mayoría de los ciudadanos intentaban seguir con sus vidas. Pero eso no iba a ser
posible, al menos por un tiempo.

—Me parece bien, pero asegúrate de que los sacan ordenadamente sin formar
atascos en las calles. Necesitamos rutas despejadas. ¿Adonde los van a llevar?

—De momento les están preparando alojamientos provisionales. En colegios y


eso. El Gobierno Autónomo ha pedido a Madrid un barco para evacuar a la península a
los que lo deseen.

—Y la gente, ¿qué dice?

Francisco Andrade tenía amigos en todas partes y una de sus funciones era
"tomar el pulso" a la ciudad en los aspectos que pudieran tener interés para el
comandante general. Decididamente Ceuta, como Melilla, era un destino peculiar para
un militar.

—Bueno, hasta esta mañana la sensación general era, como dicen los periodistas,
de "tensa calma". Había preocupación pero la gente seguía con sus asuntos sin mostrar
demasiada ansiedad. Muchas familias de militares han vuelto a la península, pero sólo
las de aquellos que no tienen mucho arraigo362aquí todavía. Hoy la gente está
francamente asustada, y con razón, claro. Salvo los servicios civiles esenciales, la
mayor parte de los ciudadanos están en sus casas, viendo la tele y rezando, supongo.
—¿Y los musulmanes? —el general Estadella no pudo evitar un pequeño deje de
inquietud en su pregunta. Sabía que era un prejuicio contra el que debía luchar
activamente, pero así y todo, afloraba de vez en cuando. Como comandante general
tenía bajo sus órdenes a un número muy significativo de soldados de origen étnico
magrebí y religión musulmana y no tenía la más mínima duda de que cumplirían con
su deber como el primero. Pero la población civil musulmana, heterogénea y en
muchos casos irregular desde el punto de vista legal, era harina de otro costal para su
mentalidad militar.

—Francamente, mi general, no creo que haya ningún motivo para preocuparse,


aparte de por su seguridad, por supuesto. Los pocos elementos pro-marroquíes que
hay, y son cuatro gatos, están más que controlados por la policía. Si hacen ruido se les
invita a pasar unos días a cuenta de los Presupuestos Generales y listo. El resto de la
gente sabe distinguir muy bien ambos lados de la frontera. Están tan asustados como
el que más, pero lo raro sería que no lo estuvieran.

El general Estadella asintió en silencio. Confiaba profundamente en Paco


Andrade, y era bueno no tener que preocuparse de elementos hostiles entre la
población civil. Bastantes preocupaciones tenía ya sin eso.

Como para confirmar sus pensamientos, el ruido de pasos apresurados en el


pasillo anunció la llegada de un capitán de estado mayor. El capitán irrumpió en el
despacho del general Estadella, pidiendo apenas permiso para entrar. Su cara no
auguraba nada bueno, y sus noticias, de hecho, no lo eran. El segundo escuadrón del
Regimiento de Caballería

Acorazado Montesa N° 3, desplegado en la frontera del Tarajal, informaba que estaban


bajo intenso fuego de artillería marroquí desde hacía apenas cinco minutos.
Solicitaban urgentemente fuego de contrabatería.

El general Estadella miró a su coronel, y Andrade le devolvió la mirada con


impotencia. Para aquello no tenía palabras tranquilizadoras.

Rabat, Marruecos.

El general Hassan Munjib apenas podía creer lo que estaba oyendo. Y eso a
pesar, o precisamente porque, se correspondía de forma exacta con sus peores
temores. Había pasado la mayor parte de la mañana tratando infructuosamente de
ponerse en contacto con el general Kaddouri y el general Mohamed, comandante este
último de las fuerzas desplegadas en torno a Melilla. Las noticias que había ido
recibiendo de forma indirecta, referían combates inconexos en ambas fronteras. Por
fin, el general Abdelkrim le había transmitido sus sospechas de que, tanto en Ceuta
como en Melilla, habían sido unidades de la Infantería de Marina las primeras
implicadas en combates con los españoles. Los comandantes de ambas unidades
habían informado que habían abierto fuego en respuesta a ataques españoles. Ataques
que nadie más había reportado. Tanta coincidencia, y que Hassan Munjib no creía
demasiado en ellas, le habían decidido a aceptar la invitación de los americanos.

—¿Me están ustedes diciendo, que el almirante


363 Yussufi ordenó directamente a
esos comandantes de la Infantería de Marina que atacaran deliberadamente las
ciudades? —preguntó en un tono que quería parecer incrédulo sin lograrlo del todo.
El jefe de estación de la CIA en Rabat asintió.

—Le estamos diciendo exactamente eso, general Munjib. Y también le estamos


diciendo que lo hizo siguiendo órdenes expresas del primer ministro. Comprendemos
que tenga sus reticencias a la hora de creernos. Por eso nos hemos permitido traer
unas grabaciones que tal vez sean de su interés.

A un gesto de su jefe, el "quarterback" pulsó un botón en un mando a distancia.


Pasó un segundo y luego se escuchó una conversación en árabe. Alfredo Suárez no
entendió ni una palabra, pero el rostro de Carlos Cuenca y el del general Munjib
mostraban bien a las claras que aque- lia conversación debía ser dinamita pura. Sin
embargo el general Abdel- krim y el jefe del CNI en Rabat, como los americanos,
permanecieron impertérritos. Cuenca se inclinó hacia Alfredo y en voz baja, dijo en
español:

—Es el almirante Yussufi ordenando a un oficial de la Infantería de Marina que


ataque Ceuta. El oficial parece confundido, pero acata la orden.

—Joder. ¿Y ahora?

—Ahora nos toca a nosotros. Calla.

El jefe del CNI se levantó antes de que terminara la grabación y se sirvió un vaso
de agua de una jarra que había sobre la mesa. Luego sirvió un segundo vaso y se lo
acercó al general Munjib.

—General, seguramente se está usted preguntando cómo diablos han conseguido


nuestros comunes amigos americanos esas grabaciones —el oficial del CNI, sin duda
intentando ganar cierta empatia por parte del ministro marroquí, sonrió—. Si le sirve
de consuelo, nosotros tampoco tenemos la menor idea y en Madrid se están tirando de
los pelos con este asunto. Si les pueden escuchar a ustedes... Pero vamos a lo impor-
tante, señor ministro. Es evidente que las cosas se nos están yendo de las manos. A
todos. Y es evidente también, que alguien tiene que hacer algo para que no perdamos
definitivamente el control. En estos momentos se combate en Ceuta y Melilla, pero
estoy seguro de que no tiene usted ninguna duda de cuál va a ser el resultado final de
ese combate. Si lo podemos detener ahora, quizá exista la posibilidad de minimizar los
daños para su país. Si no, ya nadie podrá hacer nada.

—Es usted muy arrogante, joven. Y su discurso suena muy bien, pero, si algo he
aprendido en mi corta carrera política, es que nadie da nada gratis. No me creo que su
gobierno tenga tan buen... talante, como para desear tan fervientemente la paz cuando
tiene ¿cómo dicen ustedes?, "la sartén por el mango". Dígame, ¿qué es lo que le
preocupa en realidad?

El jefe de la misión española miró a su homólogo norteamericano. Ninguno de


los dos tenía catalogado a Munjib como un imbécil, y sabían que haría esa pregunta.

Respondiendo a un gesto de su jefe, Carlos Cuenca tomó la palabra.


364

—Nos preocupan los integristas, general. ¿Qué si no?


—Ya. Los integristas.

—Mire, esta mañana se ha producido un terrible atentado en Madrid. Supongo


que está al corriente de eso. Lo que usted no sabe, porque aún no es público, es que el
suicida ha reivindicado la autoría del atentado en el nombre de Marruecos.

El general Munjib hizo el gesto de levantar las manos, aunque no llegó a hacerlo
del todo.

—Pero eso no...

—Lo sabemos, general —cortó Cuenca—. Sabemos que no tienen ustedes nada
que ver. Pero eso no era lo que el autor quería que creyéramos. Su intención evidente
era..., es, excitar la ira de los españoles para que, no sólo les derrotemos, sino que
machaquemos su ejército y hagamos tambalear su gobierno y su régimen. ¿Se imagina
para qué?

—No tienen pruebas de eso. No pueden tenerlas —dijo el ministro marroquí,


sabiendo que probablemente sí las tenían.

El jefe de estación de la CIA intervino en este punto.

—General, en este momento, la... delegación española no puede, o sería mejor


decir no debe, aportar esas pruebas. Tendrá usted que aceptar mi palabra, que es como
decir la palabra de los Estados Unidos de América, de que esas pruebas existen.
Permítame añadir, para que comprenda nuestro interés en este aspecto, que la mera
posibilidad de que la situación interna de Marruecos evolucione... umm...
negativamente, resulta extremadamente preocupante en Washington.

Munjib pareció hundirse unos centímetros en su sillón. Su posición era


endiabladamente complicada. Por un lado comprendía perfectamente las
preocupaciones de sus interlocutores. De hecho las compartía. Munjib sabía que los
movimientos integristas ganaban adeptos cada día que pasaba. Ello era en parte
consecuencia de la pobreza y la desesperación, pero también de la percepción por
parte del pueblo llano de la corrupción del poder. Frente a eso, el mensaje
aparentemente puro de los imanes integristas tenía un atractivo indudable. En las
mismas Fuerzas Armadas cada vez eran más los adeptos a interpretaciones extremas
del Islam, y no parecía posible invertir esa tendencia sin cambios drásticos en la propia
sociedad marroquí.

Por otro lado, sin embargo, el alma de soldado y de patriota del general Munjib,
gruñía de rabia por estar allí sentado hablando, conspirando, con los que eran
objetivamente sus enemigos.

Apartando deliberadamente la vista de los españoles presentes, Munjib se dirigió


a los americanos, por más que supiera que su neutralidad tenía más de aparente que de
real.

365
—¿Me quieren hacer alguna sugerencia, caballeros?
El mayor de los norteamericanos asintió lentamente. Hace falta conocer bien el
alma humana para ser un buen espía, y el oficial de la CIA no era ningún novato.

—General. Sé muy bien que su situación es delicada. Creo que serviría bien a su
país, si me permite el atrevimiento de aconsejarle, compartiendo sus inquietudes con
quien está en mejor posición para tomar las decisiones apropiadas.

—¿Se refiere...?

—Hable con Su Majestad, general Munjib. Estoy seguro que él sabrá apreciar su
sinceridad y su patriotismo.

Y recibirá, además, una llamada muy oportuna de alguien muy importante,


pensó, sin decirlo en voz alta el veterano oficial de inteligencia.

Algeciras.

A pesar de la lluvia y el tiempo desapacible, en el puerto se había reunido una


gran multitud. Aunque no había anuncio oficial al respecto, la noticia de que el convoy
que zarpaba en ese momento se dirigía a Ceuta había corrido como la pólvora por la
ciudad. Además, hasta el puerto habían llegado muchos amigos y familiares de los
soldados del Regimiento de Infantería Mecanizada Córdoba n° 10. Inevitablemente las
madres y novias se abrazaban llorando mientras padres, hermanos y novios miraban al
mar con gesto adusto intentando contener la emoción.

De repente, la grave sirena de un remolcador pareció rasgar el silencio con un


profundo lamento. Poco a poco se le fueron uniendo las sirenas de todos los buques
que se encontraban en el puerto de Algeciras. Cuando callaron, el convoy había
desaparecido en la niebla que cubría el Estrecho.

El Aaiún, Sahara Occidental, ocupado por Marruecos.

Hasta el último camión cisterna había sido destruido en el raid que en ese
momento terminaba sobre la base aérea marroquí de El Aaiún. Mientras los aviones
del 121 Escuadrón habían recibido la orden de atacar el aeródromo de Sidi Ifni para
luego repostar sobre el atlántico y recuperarse en Morón, dieciocho cazabombarderos
F/A-18 A del 462 Escuadrón del Ejército del Aire, en tres oleadas sucesivas de seis
aviones, habían dejado caer sus bombas sobre los objetivos asignados en El Aaiún. Las
defensas antiaéreas, escasas y bastante anticuadas, junto a los ocho cazas F-5 que
permanecían operativos, habían caído en la primera oleada. Ninguno de los aviones
marroquíes había tenido siquiera la posibilidad de despegar. En las dos oleadas
siguientes habían caído los depósitos de armas y combustible, así como la torre de
control de la base y los edificios destinados a mando y control, y, por último aunque no
menos importante, la pista. Algunos aviones de la tercera oleada, cuando hubieron
agotado sus bombas, todavía se permitieron sobrevolar el campo de aviación a baja
cota para destruir con sus cañones los pocos vehículos de servicio aparentemente
intactos.

366
—¿Hacemos una pasada, Pato?
—Negativo Barbie. No está en el plan y me parece que a Nico y a Chispas les van
a meter un paquete por andar jugando a eso.

—No creo, ha sido una misión perfecta. Ya lo verás en el debrie-

fing.

El capitán Lucas no contestó. Sandoval y él se habían quedado algo rezagados


para cubrir la trepada a nivel de crucero de sus compañeros, que ya habían tomado
rumbo oeste para volver a Gando. Ahora, una inesperada traza en el radar había
atraído su atención.

—Papayo, Halcón dos cuatro. Tengo un blip en vector tres cinco cinco, no muy
definido, en una cota bastante baja. ¿Me lo puedes confirmar?

—Halcón dos cuatro, aquí Papayo, lo acabamos de ver nosotros también. No


debería haber tráficos en ese vector. ¿Tienes lectura IFF?

—Negativo, Papayo. Sólo un blip que debe volar muy bajo, porque aparece y
desaparece.

—Roger Halcón dos cuatro. Vamos a trabajar en ello. De momento os volvéis a


casa. Mantén rumbo y nivel.

Ceuta.

—¡Cuerpo a tierra! —gritó otra vez un aterrorizado capitán de artillería, con su


uniforme cubierto de polvo y sangre.

Un instante después, el infierno se desató de nuevo sobre el monte Hacho. Era


sólo la cuarta andanada marroquí y ya había acabado con la tercera parte de las piezas
del Regimiento de Artillería de Campaña n° 30. Estaban demasiado expuestos. Por
supuesto tanto el general Estade- 11a como el coronel Briones, jefe del regimiento, lo
sabían desde el principio, pero habían contado con el Ejército del Aire para silenciar a
la artillería enemiga. Con lo que no habían contado era con las inusuales condiciones
meteorológicas que estaban convirtiendo el trabajo de los pilotos de Mirage en una
variedad a medio plazo del suicidio.

Por su parte, los obuses autopropulsados marroquíes cambiaban de


emplazamiento cada andanada, dificultado enormemente el fuego de contrabatería
por parte del RACA n° 30, que se veía obligado a mantener inmóviles sus piezas
remolcadas.

Ahogando una blasfemia, el coronel Briones ordenó la retirada. Tenía que sacar
de allí esos cañones para desplazarlos a una posición de tiro alternativa o los iba a
perder a todos.

Las tropas marroquíes tardaron algún tiempo en darse cuenta de que la artillería
367
española había callado. Eso les iba a facilitar bastante las cosas, pero más importante
aún era el hecho de que, liberada de la necesidad de hacer fuego de contrabatería, la
artillería marroquí se podía concentrar de nuevo en ablandar las defensas españolas.
Unos minutos después, las granadas de 155 milímetros de la artillería autopropulsada
del GBI n°i caían con mortífera precisión sobre las posiciones identificadas de la
infantería española. Especialmente allí donde los lanzamientos de misiles TOW habían
delatado a los equipos anticarro de legionarios y regulares, obligándoles a replegarse a
posiciones más seguras y cercanas a la ciudad. Y eso eran muy buenas noticias, porque
los misiles filoguiados lanzados por la infantería española habían provocado un
auténtico desastre entre las unidades mecanizadas marroquíes, que habían perdido
una docena de vehículos VAB y no menos de diez M-113 por culpa de los TOW
españoles.

—Blanco carro, Tango siete dos, distancia uno cinco cero cero metros, carga un
sa... ¡Atrás, atrás, venga, joder, atrás!

El conductor del carro del teniente Fajardo no sabía el motivo por el que su jefe le
ordenaba dar marcha atrás, pero la urgencia de la orden le hizo saltar, con el miedo
apretándole el escroto como un puño de hielo. Embragó la marcha atrás y dio todo el
gas para ocultarse tras el terraplén que acababan de dejar a su izquierda.

Justo a tiempo para evitar el impacto del proyectil marroquí que hizo volar parte
de ese mismo terraplén un segundo después.

—Nos estaba esperando el hijo de puta —dijo Fajardo por radio al capitán
Arconada. Su voz, aún ronca por el estrés y los vapores de cordita, había adquirido una
suerte de mecanicidad en su tono. Con cinco carros marroquíes destruidos ostentaba el
récord del escuadrón, pero había recibido a su vez dos impactos, ninguno de los cuales
había perforado el blindaje, y algún profundo mecanismo alojado en su inconsciente le
había proporcionado un alejamiento afectivo que le permitía seguir adelante con
aquella carnicería como si se tratase de un ejercicio más.

La sección de Fajardo avanzaba en vanguardia del escuadrón para intentar


recuperar el terreno perdido horas antes, pero era evidente que aquella cerrada curva a
la altura de El Jaral iba a suponer un obstáculo muy serio. No había manera de ganar
una buena posición de tiro sin exponerse a su vez a ser blanco de los grandes cañones
de los tanques marroquíes, y aquello les dejaba de nuevo en tablas. Por el momento.

Rabat, Marruecos.

Eran las tres de la tarde en la capital alauí, y el frente atlántico que ocultaba el sol
en toda la mitad sur de la Península Ibérica y el norte de Marruecos había alcanzado
finalmente Rabat, aunque limitada allí a una nubosidad dispersa con muy esporádicos
chaparrones.

Llovía débilmente cuando Driss Abdelar dio por iniciada la reunión


extraordinaria del Consejo de Ministros, convocada a instancias, o para ser más
precisos, exigida, por el todavía ministro de defensa, general Hassan Munjib. Se
trataba de una reunión del Gobierno en pleno, no sólo de los ministros del gabinete
reducido que en realidad controlaba el poder. Abdelar se había preparado a conciencia
para soportar el chaparrón que sin duda iba a competir en condiciones de ventaja con
el que caía en el exterior, y decidió tomar la palabra
368 en un intento de desactivar
parcialmente la más que previsible cólera del general. Ya le llegaría su momento, pensó
mientras hablaba.
—General Munjib, antes de que inicie su intervención, permítame que, en el
nombre del Gobierno y en el mío propio, le felicite por el valeroso comportamiento de
nuestras Fuerzas Armadas en defensa de la Patria.

Hassan Munjib sintió la ira acumularse en algún lugar de su pecho. Por un


momento casi le faltó el aire en su esfuerzo por evitar saltar sobre aquel grandísimo
hijo de perra y estrangularle allí mismo.

Pero no iba a darle semejante satisfacción. En lugar de agredir al primer


ministro, el general Munjib comenzó a hablar pausadamente, con un volumen de voz
tan bajo que varios de los ministros, se inclinaron inconscientemente hacia delante,
para oírle mejor. No dejaba de ser una forma de poder y Hassan Munjib había
aprendido pronto a dejar para los cuarteles el vozarrón que casaba mejor con su
aspecto marcial.

—Señores ministros, esta guerra debe terminar. Debe terminar hoy mismo. De
hecho, la decisión de terminar la guerra debe salir de esta reunión. Y cuanto antes
terminemos, menos vidas se perderán para nada.

El ministro de asuntos exteriores carraspeó audiblemente. No pidió la palabra


sino que directamente se puso en pie y empezó a hablar.

—Creo que el ministro de defensa se confunde si piensa que puede venir a esta
sala a decir lo que debe o lo que no debe decidir el Gobierno. Nadie objetará que el
general defienda sus opiniones, pero la decisión será, como no puede ser de otro modo,
colegiada. En lo que a mi humilde persona respecta —añadió Abdelkader con evidente
sorna—, debo decir que discrepo de la apreciación del general.

Un murmullo de asentimiento rodeó la mesa mientras Achmed Abdelkader se


sentaba con una sonrisa de suficiencia mirando al primer ministro, que parecía
visiblemente aliviado por la intervención de su fiel ministro de exteriores.

Driss Abdelar, antes de que el ministro de defensa pudiera tomar de nuevo la


palabra, volvió a intervenir:

—Muchas gracias por su precisión, señor Abdelkader. Me inclino, por cierto, a


mostrarme de acuerdo con usted. ¿Cuál es la situación en este momento? —preguntó
retóricamente— Muy sencillo: estamos ganando la guerra. España ha cometido un
tremendo error al atacarnos en las ciudades ocupadas de Ceuta y Melilla. Para
empezar porque nuestras tropas han repelido eficazmente esos ataques y se
encuentran ya en pleno contraataque. Si la situación meteorológica nos es favorable
durante cuarenta y ocho horas más, y todo parece indicar que así será, venceremos.
Pero hay otro factor tan importante o más. Hemos sido objeto de una agresión
exterior, y eso, hoy día, equivale a obtener automáticamente la simpatía del mundo
entero. España se va a quedar sola, mucho más sola de lo que ya está y en pocos días su
opinión pública pedirá la cabeza del presidente del gobierno en una bandeja. Y no sería
la primera vez que eso ocurre en España.

Hassan Munjib meneó la cabeza al ver369los asentimientos y escuchar los


murmullos de aprobación de muchos de los ministros que allí se encontraban.
Resultaba patético que la élite del país respondiera como un rebaño de dóciles ovejas
ante semejante sarta de estupideces. Bueno, pensó, eso iba a cambiar, e iba a cambiar
muy rápidamente.

El Aaiún, Sahara Occidental, ocupado por Marruecos.

Pocas millas al norte de El Aaiún, Abdelkrim Zayid, teniente coronel de la Fuerza


Aérea Real marroquí, tiró de la palanca de mando de su Mirage F-i EH 200 haciendo
que su morro se elevase hacia el cielo. Tras él, otros cinco estilizados cazas imitaron su
maniobra.

Habían salido del aeródromo de Sidi Ifni algo más de una hora antes. En su plan
de vuelo original se detallaba un rutinario vuelo "ferry" desde Sidi Ifni, donde habían
tenido que aterrizar la tarde antes al fallar su cita con el cisterna que debía haberles
reaprovisionado en vuelo, y su base principal de Sidi Slimane, donde les esperaban los
seis últimos Exocet en inventario en la Fuerza Aérea Real. Pero algo había salido mal.
Nada más despegar de Sidi Ifni habían recibido la orden de cambiar el rumbo y
dirigirse a El Aaiún porque Sidi Slimane estaba bajo ataque aéreo y se encontraba
cerrado. Media hora después, les habían informado que también Sidi Ifni estaba
siendo atacado y poco después, el COC de

Salé dejó de emitir. Abandonado a su suerte por el control de tierra, el teniente coronel
Zayid había decidido mantener el rumbo y dirigirse a El Aaiún mientras intentaba
desesperadamente obtener contacto de radio con la torre de control de la base
saharaui. Aprovechando que llevaban combustible de sobra para el largo vuelo hasta
Sidi Slimane, Zayid había decidido volar bajo para mantener la discreción radar todo el
tiempo posible.

Ahora su alertador radar le decía que había sido detectado por el radar de un
F-18 español y no tenía sentido mantener el suyo apagado. Mientras trepaba al
encuentro del enemigo, encendió el radar.

—Papayo, Halcón dos cuatro. Tengo indicación de radares hostiles en el


alertador. Son varios pero la lectura radar no es muy buena. Mi rumbo actual es tres
cinco cero.

—Halcón dos cuatro, Papayo. Te confirmo seis trazas en cero uno ocho, clasifico
como hostiles. Son bandidos, Halcón dos cuatro. ¿Me copias?

—Roger Papayo, te copio seis bandidos en vector cero uno ocho.

—Te recomiendo vector dos siete cero y postcombustión, Halcón.

La teniente Sandoval irrumpió en el circuito de radio con su ímpetu habitual.

—Negativo, Pato. No nos da tiempo.

—Tienes razón Barbie. Están muy cerca, joder.

370
El capitán Lucas cambió de frecuencia para hablar de nuevo con Papayo.
—Papayo, Halcón dos cuatro. Los bandidos están trepando hacia nosotros muy
rápido. Vamos a maniobrar para combate. Solicito apoyo urgente.

—Va a ser difícil dos cuatro, pero haremos lo que podamos.

—Roger Papayo, gracias.

En Gando, el controlador rompió sin querer el lápiz que tenía entre los dedos. No
se había dado cuenta de que tenía la mano agarrotada por la tensión. Porque lo cierto
era que no iba a poder ayudar a Halcón dos cuatro. No lo bastante rápido. Abajo, en las
pistas de la base, los dos cazas que habían quedado de alerta durante el ataque a El
Aaiún ya habían recibido la orden de despegar, pero tenían por delante un vuelo de
más de doscientos kilómetros y no había forma de que llegaran antes de veinte o
treinta minutos sin consumir todo su combustible en el intento. Y los otros cuatro F-18
del paquete de ataque del capitán Antonio Lucas, acababan de declarar "bingo fuel" y
estaban a mitad de camino sobre el Atlántico. No podían volver en ningún caso.

El controlador aéreo blasfemó para sí, recordando las muchas conversaciones de


sobremesa con su cuñado, el inveterado pacifista. A pesar de que le había explicado
que España era el país de la Unión Europea que menos dinero gastaba en armamento
en relación con su PIB, su cuñado insistía en que todo era demasiado. Al fin y al cabo,
decía siempre, la fuerza aérea española era muchísimo más potente que la marroquí.
¿O no?. Y claro, el controlador se veía obligado a reconocer que sí, que el Ejército del
Aire era mucho más potente que la Fuerza Aérea Real de Marruecos. Pero no tanto
como para que no pudiera ocurrir justamente lo que estaba a punto de pasar ante sus
narices.

Suspirando por un cigarrillo, el controlador se ajustó los cascos y se dispuso a


contemplar, impotente, el enfrentamiento.

Ceuta.

El capitán Arconada había abierto la escotilla superior de su carro con la


intención de respirar algo de aire puro. Lo que llegó a sus pulmones, sin embargo, fue
una mezcla de vapor de agua y humo de combustible, junto con goma quemada, que
hizo parecer la atmósfera opresiva por el olor a miedo y a cordita del interior del carro
como casi apetecible. Pese a todo permaneció un rato asomado, dejando que la lluvia le
mojara e intentando pensar qué hacer a continuación. Seguían atascados en la
carretera de Benzú, entre Playa Benítez y Punta Bermeja, con el camino bloqueado por
lo que quedaba de un escuadrón marroquí de caballería que, si bien había perdido el
ímpetu del ataque, no se había resignado a retirarse y se había atrincherado en una
posición casi inexpugnable.

Arconada calculó que si un escuadrón de caballería marroquí contaba con unos


veinte carros, al menos diez debían seguir en servicio. Su propio escuadrón había
perdido "solo" tres carros, de modo que también disponía de diez en orden de batalla.
No eran suficientes para sacar de allí a los marroquíes. Por muchos cojones que le
echaran, pensó secándose la cara, diez carros no eran suficientes.
371

Aún tenía los ojos tapados con las manos, en un intento de relajar un poco la
vista, cuando un calor insoportable abrasó su oreja izquierda. Instintivamente se volvió
para mirar al origen del calor, sólo para ser cegado por el brillo de una explosión de un
blanco imposible. El carro que se encontraba inmediatamente a su izquierda, a unos
veinte metros de distancia, acababa de volar por los aires, alcanzado en su débil coraza
posterior por un impacto directo.

El capitán se dejó caer al interior de la torreta de su tanque, cerrando a tientas la


escotilla, todavía incapaz de ver nada y con un terrible dolor en el lado izquierdo de la
cabeza. Pero aún era capaz de pensar y ni por un momento dudó de que el proyectil que
había destruido el carro del sargento López Aguirre había llegado desde atrás. Pero...
¿Quién le había disparado?

Fnidek, Marruecos.

El general Kaddouri gruñó con cierta satisfacción por primera vez en todo el día.
Una vez que había renunciado a consultar con el general Munjib, concentrarse en su
trabajo había ejercido un efecto benéfico sobre sus nervios. Al fin y al cabo era un
soldado, no un político, y ahora estaba haciendo lo que sabía hacer. Y sabía hacerlo
bien.

El GBI n°i empezaba, por fin, a funcionar como la máquina bien engrasada que
era. Los oficiales al mando de sus unidades habían recobrado el control de la situación
y su confianza, y la cadena de mando parecía de nuevo bastante organizada.

Y sin embargo, paradójicamente, la primera unidad que había logrado un avance


significativo, no pertenecía a su querido GBI. Se trataba de una compañía acorazada
procedente de un regimiento de infantería mecanizada dependiente del Comando
Norte y asignada como refuerzo por el Estado Mayor. La compañía, dotada con carros
M-48 A5, anticuados pero aún eficaces, había seguido la misma ruta que el escuadrón
de caballería acorazado del comandante Mohamed a primera hora de la mañana,
irrumpiendo en territorio español a través de la frontera de Benzú. Teóricamente su
misión iba a ser simplemente reforzar la menguada unidad del comandante Mohamed,
pero éste había ideado un plan mucho mejor sobre la marcha. Aprovechando el
repliegue de los equipos anticarro españoles, logrado gracias a la superioridad artillera
marroquí, Mohamed envió los veinte M-48 recién llegados, por la estrecha y tortuosa
pista que unía las antiguas torres de vigilancia del perímetro de Ceuta. La compañía
acorazada alcanzó la torre de Aranguren sin ser molestada y luego dobló hacia el este
camino de la torre del Renegado. A partir de ese punto, iniciaron la bajada hacia el
embalse del mismo nombre a la máxima velocidad que lo precario del camino permitía.
Increíblemente no fueron descubiertos hasta salir de nuevo a la carretera de Benzú a la
altura de Playa Benítez, pero para entonces la sorpresa táctica lograda por los
marroquíes ya era completa. La compañía se dividió en ese punto en dos grupos de dos
secciones, a cinco carros por sección. Diez tanques giraron al norte, para atacar a los
carros españoles por la retaguardia, y diez giraron al sur, hacia la ciudad. Tras ellos,
una compañía de infantería mecanizada, procedente del mismo regimiento, montada
sobre transportes blindados M—113, tomó también rumbo sur.

El Aaiún, Sahara Occidental, ocupado por Marruecos.

—¡Tally-Ho, Barbie! —dijo el capitán Lucas —. Ahora ni se te ocurra despegarte


de mi culo. 372

—Roger, Pato. Ya sabes que adoro tu culo.


El capitán Lucas hizo caso omiso de la broma mientras pensaba frenéticamente
en cómo enfrentarse a lo que se le venía encima. Resumiéndolo en pocas palabras, y
omitiendo el lenguaje técnico, estaban de mierda hasta el cuello. Tenían delante de sí,
en rumbo recíproco y devorando la escasa distancia que les separaba, nada menos que
seis cazas Mirage F-i. Nada de anticuados F-5. Al principio Lucas había tratado de
maniobrar aprovechando su mayor altitud para ganar la cola de los marroquíes, pero
estos debían tener una perfecta definición radar contra el cielo de los aviones
españoles y no habían tragado el anzuelo. Y para terminar de fastidiarla, sus F-18 no
llevaban misiles Sparrow que marcaran la diferencia en combate distante. Después de
soltar sus bombas sobre la base del El Aaiún, Barbie y él conservaban sólo un par de
Side- winder cada uno en las puntas de los planos. Afortunadamente no habían hecho
ninguna pasada a baja altura por lo que sus cargadores de munición para el Vulcan de
veinte milímetros estaban completos y conservaban una aceptable reserva de
combustible. Algo bueno tenía que tener ser disciplinado.

En ese momento, un fuerte zumbido en sus auriculares le arrancó de sus


pensamientos. Gracias a Dios los Sidewinder que portaban eran de la versión AIM-9 L,
lo que significaba que en la mayor parte de las situaciones tácticas eran capaces de
obtener blocajes sobre blancos que se aproximaban. Las versiones más antiguas del
misil, así como los Magic de origen francés que usaban los marroquíes, necesitaban
fijarse en los calientes gases de escape del objetivo para engancharse en él, por lo que
sólo podían ser lanzados con esperanzas de éxito desde detrás del blanco.

—Tengo un Lock—On sobre el bandido que está más a la izquierda, Barbie. Voy a
disparar. Intenta tú enganchar alguno de la derecha antes del cruce. ¿Me copias?

—Alto y claro mi capitán. Vamos a por ellos.

—¡Fox dos! —dijo Lucas mientras un misil de guía infrarroja se desprendía del
extremo del ala izquierda de su caza. Un segundo después la teniente Sandoval lanzó su
propio misil contra otro de los cazas marroquíes ya claramente visibles a simple vista a
pesar de su camuflaje color arena, semejante al desierto que sobrevolaban.

Los marroquíes no podían dejar de ver el lanzamiento, y enseguida abrieron su


apretada formación para iniciar maniobras evasivas. Pocos segundos después, el misil
lanzado por Bárbara Sandoval entró por una de las tomas de aire de la turbina de su
objetivo, explotando contra los álabes de la misma y provocando la virtual
desintegración del caza marroquí. El Sidewinder de Lucas, sin embargo, perdió en el
último momento su blocaje y continuó volando en línea recta hacia el horizonte.

Pero no había tiempo para alegrarse del impacto ni preocuparse por el fallo. Los
aviones marroquíes se encontraban ahora a menos de mil metros de distancia y la
velocidad combinada de ambos rivales les iba a llevar a cruzarse a casi dos mil
kilómetros por hora de velocidad relativa en muy pocos segundos.

Como Antonio Lucas sospechaba, los Mirage no habían podido blocar sus
misiles Magic sobre los cazas españoles. Pero aún tenían cañones. Concretamente dos
cañones DEFA de 30 milímetros y cuatro de los cazas marroquíes empezaron a
disparar antes de cruzarse con los F- 18. Sólo la suerte
373 impidió que les alcanzaran. En
realidad fue una suerte el hecho mismo de que ninguno de los cazas colisionase con
otro cualquiera, tan espeluznante fue el cruce.
Mientras se alejaban del enemigo a gran velocidad, Lucas, aún tembloroso,
mantenía su cerebro en frenético funcionamiento. Dado que la velocidad máxima de
los Mirage era significativamente mayor que la de los F-18, no cabía pensar en
escapar. Por lo tanto había que volverse y combatir. Con un progresivo tirón de la
palanca de mando colocó su aparato en vuelo vertical mientras aumentaba la potencia
del motor hasta completar medio loop y quedando en vuelo invertido. En cuanto sintió
que el avión estaba perfectamente invertido, describió medio tonel quedando de nuevo
en vuelo recto y nivelado tras un giro de ciento ochenta grados. Acababa de practicar
un giro Immelmann, así llamado en honor del piloto alemán de la Primera Guerra
Mundial, as de la aviación de combate y supuesto creador de la maniobra, aunque
probablemente nunca la practicara en vuelo real. Como siempre, su fiel punto imitó la
maniobra a la perfección, con el retraso justo para quedar en la misma posición
original respecto al líder de la formación.

Buscando frenéticamente al enemigo tras la maniobra, el capitán Lucas


comprobó con alivio que los marroquíes, a pesar de contar con aviones casi tan ágiles
como los Hornet españoles, no habían sido tan rápidos. Habían optado por una
maniobra de Yo-yo alto para su propio giro defensivo y no la habían completado
todavía. Se encontraban a unos tres mil metros al sur, con demora uno siete cinco.
Inmediatamente la cabeza buscadora de su Sidewinder restante empezó a zumbar en
su auricular para informarle de que acababa de adquirir un blanco. No había tiempo
que perder:

—¡Fox dos! —casi gritó en la radio.

—¡Fox dos! —respondió la teniente Sandoval como un eco, lanzando su segundo,


y último, misil.

Rabat, Marruecos.

En cuanto se hizo el silencio en la sala del Consejo de Ministros, el general


Munjib tomó de nuevo la palabra. Le resultó difícil, pero así y todo logró mantener el
tono quedo de su voz.

—Señor Abdelar, es usted un imbécil —un murmullo de protesta se alzó de


inmediato entre los presentes, a lo que Munjib respondió elevando progresivamente el
volumen de su voz—, pero eso no es lo más grave.

—General, usted no puede...

—Desde luego que puedo, maldita sea. Lo más grave —Hassan Munjib ya
gritaba—, es que es usted un traidor.

Driss Abdelar permaneció de pie, con la boca abierta, congelada en una


silenciosa protesta. El resto de los presentes calló también. No era, desde luego,
frecuente que un ministro del Gobierno insultase de forma tan gruesa al primer
ministro de la nación.

374
Recuperando con cierta dificultad el tono calmado de su voz, el general Munjib
comenzó a relatar a los presentes la maniobra del primer ministro para encender la
mecha de una guerra abierta por Ceuta y Melilla, con la complicidad del almirante
Yussufi. Y todo ello, para llevar a cabo una estúpida huida hacia delante que les iba a
conducir a todos al abismo. Miopía, estupidez y traición, fueron las tres palabras con
las que Munjib resumió la actitud del jefe del ejecutivo. Después, emocional- mente
agotado, se sentó.

—Es absolutamente deplorable —intervino Achmed Abdelkader, ministro de


asuntos exteriores, con su voz tranquila y elegante—, Creo hablar en nombre de todo el
Gobierno si expreso la más firme de mis repulsas ante la incalificable conducta de
aquel en quien depositamos nuestra confianza como primer ministro.

—iMaldito hijo de perra! —gritó Driss Abdelar en cuanto consiguió reponerse de


la sorpresa, mientras las lágrimas, más de ira que de pena, afloraban incontenibles a
sus ojos—. ¿Cómo puedes hablar así?

Hassan Munjib tuvo que desviar la vista. Casi sintió lástima por aquel pobre
diablo. Traicionado y dejado caer a los pies de los caballos por su más cercano amigo,
tan responsable como él mismo del desastre. Era nauseabundo, pero no le había
quedado más remedio que aceptarlo tras la larga entrevista que había mantenido horas
antes con Su Majestad. Abdelkader era intocable y lo más que Munjib había logrado
era un compromiso real de que, a su debido tiempo, el ministro de exteriores pasaría a
un bien ganado retiro en algún lugar lujoso, pero alejado de Marruecos.

Abdelar, mientras tanto, se había vuelto a sentar, pálido y sudoroso, sin poder
dar crédito a lo que estaba ocurriendo. Pero aún faltaba el último acto. El que pondría
oficialmente fin al Gobierno Abdelar. Munjib miró su reloj. En diez, quizás veinte
segundos, iba a sonar el teléfono.

Ceuta.

Nadie sabía todavía en Ceuta el contenido de la reunión que acababa de


celebrarse en Rabat y habrían de pasar varias horas, hasta que lo supieran. Mientras
tanto, en su puesto de mando de la Comandancia General, el general Estadella
intentaba hacerse un cuadro claro de la situación.

Los combates duraban ya casi doce horas y la situación era bastante diferente en
los extremos norte y sur de la frontera. Al sur, las unidades mecanizadas marroquíes
no habían logrado forzar la línea del frente. Los carros del segundo escuadrón del
Regimiento de Caballería Acorazado Montesa N° 3, atrincherados en el sector de El
Tarajal, habían resistido sin bajas varios asaltos blindados marroquíes. Los cascos
ennegrecidos de una docena de tanques T-72 daban buena prueba del fracaso
marroquí en esa zona. Sólo algunas pequeñas unidades de infantería se habían logrado
infiltrar entre las primeras viviendas del barrio del Príncipe, pero habían sido
contenidas, y luego rechazadas, por la infantería española. Al norte, sin embargo, los
marroquíes habían logrado una profunda penetración en el territorio ceutí. Cuando el
ataque parecía haber perdido su impulso inicial, la audaz maniobra de una compañía
acorazada enemiga había logrado tomar la retaguardia del escuadrón del capitán
Arconada, encerrándolo entre dos fuegos. Según los últimos informes recibidos, el
capitán había muerto y sólo una sección, mandada por el teniente Fajardo, continuaba
la lucha, rodeada y con las municiones casi agotadas. Mientras tanto, infantería y
carros alauitas habían alcanzado ya por el norte el375límite del casco urbano de Ceuta y

combatían casa por casa con los regulares del Grupo n° 54 y los restos del escuadrón de
infantería mecanizada del Montesa. El centro de la línea del frente, batido sin piedad
por la artillería marroquí, era ahora una tierra de nadie, negada a los asaltantes por los
equipos TOW y ametralladoras pesadas replegados a terrazas y azoteas.

La situación, en conjunto, parecía evolucionar en la última hora hacia algo


parecido a un estancamiento. Un estancamiento, eso sí, muy sangriento, pues las bajas
se contaban ya por centenares y tanto el Escalón Médico Avanzado, como el propio
Hospital Militar de Ceuta, empezaban a saturarse con los numerosos heridos. Pronto
habría que empezar a derivar heridos al Hospital Civil.

—Están locos por meterse entre las casas —diagnosticó el coronel Andrade.

—Es lógico, Paco. Saben perfectamente que en cuanto escampe un poco, el


Ejército del Aire les va a hacer papilla. Su única esperanza está en ocultarse en zonas
que saben que no vamos a bombardear... Y nuestro objetivo es que no lo consigan.

Pero cada vez resultaba más complicado. A medida que los marroquíes lograban
entrar más, era más difícil combatirles. Por si no hubiera suficientes problemas, los
vehículos utilizados por el enemigo eran prácticamente los mismos que los propios.
Distinguir un M-48 marroquí de un M-60 español en una calle envuelta en la niebla, el
humo y la lluvia, por no hablar de los disparos, era prácticamente imposible. Incluso
los uniformes de los soldados parecían iguales una vez que estaban suficientemente
cubiertos de polvo y mugre. Además de que el enemigo, conocedor de la importancia
de entrar a cualquier precio, avanzaba con perfecto desprecio de su propia seguridad.
Un pelotón de regulares había observado estupefacto unos minutos antes cómo dos
carros marroquíes, detenidos en esquinas opuestas de una misma calle, se disparaban
mutuamente varias veces hasta que uno de ellos voló por los aires. Pero seguían
avanzando.

—Vamos a retirar una sección de carros de El Tarajal y desplegarla aquí, en este


cruce —dijo el general Estadella. Eso les frenará un rato. Mientras tanto los ingenieros
tendrán que ir poniendo cargas en los puentes del foso, y...

—Con el permiso de vuecencia, mi general —interrumpió, nervioso, un sargento


de comunicaciones—, llaman del puerto, que en media hora van a entrar varios barcos
con los refuerzos del Regimiento de Infantería Mecanizada Córdoba.

El general respiró profundamente. Eso sí eran buenas noticias, pero había un


problema. Un problema muy serio.

—En cuanto el enemigo descubra los barcos, esas baterías autopropulsadas se


van a dedicar a practicar el tiro al pato con ellos. Hay que callarlas como sea antes de
que lleguen. ¿Ideas?

El Aaiún, Sahara Occidental, ocupado por Marruecos.

—¡Tienes un bandido a tus seis, Barbie! ¡Rompe a la derecha!... ¡Rompe!

La teniente Sandoval hizo girar su avión en un medio tonel picado, en una


maniobra de casi menos cuatro "g", colocándose 376
al borde de la pérdida de conciencia
por "red out". Era arriesgado, pero el Mirage enemigo no la pudo seguir. En esas
distancias cortas era donde la ma- niobrabilidad del F-18 cobraba todo su sentido y
acababa de salvar la vida de la teniente.

Con el ángulo de tiro ya despejado, el capitán Lucas aceleró para acercarse al


marroquí que acababa de "overchutarse" sobre Barbie e iniciaba un giro ofensivo en
yo—yo alto. Con un último giro de alerones, logró colocar el avión marroquí en el
"pipper" y disparó una ráfaga con fuerte ángulo de deflexión. Era un tiro muy difícil,
pero alcanzó al Mira- ge justo detrás de la carlinga. Un par de segundos después, la
cúpula de cristal saltó y el asiento eyectable se disparó alejando al piloto alauí de su
máquina moribunda. Otra victoria en combate aéreo, pensó Lucas, la cuarta desde el
principio de la guerra.

-¡Pato!

La teniente Sandoval no tuvo tiempo de decir nada más. Acababa de recuperarse


de su maniobra evasiva y buscaba a su líder para formar de nuevo con él cuando lo vio.
El Mirage disparó su último misil Matra Magic prácticamente a la mínima distancia
de seguridad. Tan cerca que Antonio Lucas no tuvo tiempo material de hacer nada al
respecto.

La explosión ocurrió dentro del motor izquierdo del F-18 del capitán, y
prácticamente desintegró la aeronave. Sólo el morro y la carlinga sobrevivieron al
impacto, cayendo a plomo sin ninguna superficie de sustentación aerodinámica que lo
impidiera.

—¡Hijo de puta!, ¡cómete esto! —chilló Barbie luchando por impedir que las
lágrimas que afloraban a sus ojos nublasen su visión del HUD. Con furia irracional
apretó el gatillo y no lo supo soltar hasta que los cargadores de munición de veinte
milímetros estuvieron vacíos.

El teniente coronel Abdelkrim Zayid nunca supo qué lo había matado. Tampoco
llegaría nunca a saber porqué.

Durante la última media hora su mente se había dedicado casi en exclusiva a


dirigir a su escuadrilla contra los cazas españoles. Pero había fracasado. Cuatro de sus
seis aviones habían sido derribados por los malditos F-18 y un quinto se había visto
obligado a abandonar el combate perdiendo combustible, en busca de algún
aeródromo secundario donde aterrizar, pues era evidente ya que todas las bases
principales de la Fuerza Aérea Real habían sido atacadas y cerradas en las últimas
horas.

De una relación inicial de seis contra dos, se veía reducido ahora a luchar en
solitario con aquellos dos demonios de color gris.

Pero al menos uno de ellos le iba a escoltar camino del infierno. Sus dos últimos
sentimientos conscientes fueron la euforia por el derribo del F-18 enemigo, y enseguida
un vacío interior provocado por la brusca certeza de la inutilidad de todo lo que estaba
pasando. Después su cerebro se vaporizó al recibir el impacto directo de un proyectil de
veinte milímetros algo por encima de su oreja 377 izquierda. Fue uno de los primeros
proyectiles del gran número que alcanzaron su aparato, haciéndolo estallar en el aire.
Antonio Lucas había perdido brevísimamente, el conocimiento. Cuando lo
recuperó, estaba aplastado contra un lateral de la cabina de su avión que caía girando
sin control. Lucas, aún aturdido, comprendió que sólo tenía unos segundos para
reaccionar. Con un esfuerzo supremo accionó la palanca de su asiento eyectable y se
preparó para ingresar en el exclusivo club Martin Baker, de supervivientes a una
eyección en vuelo. No dejaba de ser una especie de privilegio, pensó un instante antes
de sentir cómo una muía loca coceaba sus posaderas. En realidad se trataba,
naturalmente, del cohete eyector de su asiento Martin Baker, que le lanzó hacia el cielo
con una aceleración instantánea superior a once "g". Si eso no le mataba, pensó
mientras perdía de nuevo la conciencia, nada lo haría.

Ceuta.

La entrada en el puerto de Ceuta del convoy de refuerzo fue recibida por los
marroquíes, como no podía ser de otra manera, con salvas de artillería. Y no eran
salvas de saludo. A la tercera ronda, el Martín Posa- dillo había sido ahorquillado por
los proyectiles de 155 milímetros. Luego, para alivio de los marinos, militares y civiles,
que tripulaban el convoy, la artillería calló.

El mérito correspondía a las piezas supervivientes del Regimiento de Artillería


de Campaña n° 30, que había entrado de nuevo en batería en los terrenos de las
piscinas del Parque Marítimo del Mediterráneo. Con sus disparos sobre el
emplazamiento artillero marroquí, obligaron al enemigo a desplazarse y luego
atrajeron el fuego sobre si mismos, permitiendo a los buques de carga atracar sin ser
molestados. A costa, eso sí, de un incremento notable en las bajas propias, ya
francamente alarmantes.

Afortunadamente, el RACA n° 30 no tendría que llevar solo el peso del apoyo


artillero español por más tiempo. Una vez completado el crucero de escolta a través del
Estrecho de las fragatas Alvaro de Bazán y Victoria, ambas unidades orientaron sus
cañones contra las posiciones enemigas. El cañón de tres pulgadas de la Victoria y los
de cinco de la Alvaro de Bazán y la Méndez Núñez, no eran exactamente piezas de
grueso calibre, pero lo compensaban con su gran precisión y cadencia de fuego. Desde
el momento en que entraron en acción, las baterías autopropulsadas marroquíes se
vieron obligadas a cambiar de emplazamiento tras cada disparo y eso arruinó el
devastador efecto que su fuego había tenido en horas más tempranas. A partir de
entonces, la infantería española podía moverse con mayor libertad y los buques de
carga atracaron sin novedad en los muelles del puerto de Ceuta, desplegando sus
rampas para que los carros Leopardo y los vehículos de combate de infantería Pizarro
desembarcaran ya municionados y listos para la batalla, prescindiendo en un primer
momento de un escalón logístico que sería imprescindible en poco tiempo. Sin
embargo habrían de pasar varias horas hasta que se pudiera completar el improvisado
despliegue y el RIMZ Córdoba n° 10 entrase efectivamente en combate.

Madrid.

Las cosas empezaban a tener mejor color. O, menos malo siquiera. No era un
gran consuelo, pero era mejor que nada.
378

El JEMAD apuró su café y volvió a la sala principal del Centro de Conducción de


Operaciones del Ministerio de Defensa. Acababa de hablar con el director del Instituto
Nacional de Meteorología, viejo amigo suyo. Se esperaba que la situación de
inestabilidad se mantuviera durante doce a veinticuatro horas más. Luego, un frente
cálido garantizaría tiempo seco y despejado durante una semana como mínimo. El jefe
de estado mayor de la defensa ya sabía eso, por supuesto, pero había sido agradable
oírlo de labios de su buen amigo de la infancia.

Ahora sólo quedaba intentar estabilizar la situación y esperar a que los cielos
despejados permitieran al Ejército del Aire dejar caer todo su poder sobre las tropas
enemigas que rodeaban Ceuta y Melilla. Por otro lado, eso ya estaba ocurriendo a lo
largo y ancho de Marruecos. En aplicación de la primera fase de la operación Tizona, la
Fuerza Aérea Real alauita había pasado virtualmente a la historia. Los ataques sobre
Sidi- Slimane, Meknes, Salé, Kenitra, Sidi Ifni y El Aaiún habían dejado a Marruecos
sin bases y sin centros de coordinación. Las pérdidas en aviones y pilotos habían sido
terribles para el enemigo, al precio de sólo dos F-18 derribados. Uno de los pilotos
había muerto, pero el otro había podido saltar.

En las próximas horas estaba previsto iniciar una sistemática campaña de


destrucción de centros neurálgicos de comunicaciones, así como núcleos industriales
estratégicos. La Armada había recibido la orden de atacar sin restricciones cualquier
navio de guerra marroquí e interceptar cualquier buque civil que se internara en aguas
españolas.

La situación en Melilla era extraña. El ataque marroquí había sido


excepcionalmente desganado y catorce horas después del inicio de los combates, éstos
se habían detenido prácticamente por sí solos. Las unidades enemigas se limitaban a
hacer algunos tímidos disparos esporádicos, pero no parecían en absoluto decididas a
conquistar la ciudad.

Todo lo contrario que en Ceuta, donde el frente español había sido roto en varios
puntos, cuatro cazas Mirage F-i y un helicóptero SH-60 de la Armada habían sido
derribados y se combatía fieramente casa por casa. La pesadilla de la guerra había
hecho caer su manto sobre la ciudad, y los informes de la Comandancia General, si bien
siempre animosos, había hecho temer lo peor al JEMAD algunas horas antes. Ya no.
Ahora sólo era cuestión de tiempo... y de sangre, añadió para sí con un
estremecimiento.

Gando, Gran Canaria.

Bárbara Sandoval casi saltó de la carlinga de su F-18 al hormigón de la


plataforma de aparcamiento de la base aérea de Gando. Quitándose el casco y los
guantes de vuelo mientras corría, se dirigió al edificio donde se encontraban las
dependencias del Grupo de Alerta y Control, y entró en la sala principal, donde se
encontraba el controlador cuyo indicativo de radio, independientemente de la persona
que se sentara ante la consola, era "Papayo".

—¿Se sabe algo? —preguntó con la voz agitada por la angustia y la carrera.

El comandante Serrano, jefe del escuadrón, llevaba una hora en la sala siguiendo
con el alma en vilo las vicisitudes del desigual combate que se había librado sobre El
Aaiún. Mirando a los ojos a la teniente Sandoval, 379le dio una cariñosa palmada en el

hombro.

—Tranquila, Barbie, que ya casi le tienen.


La radiobaliza de emergencia del capitán Lucas se había activado
automáticamente al tocar tierra después de su eyección. Afortunadamente había caído
en tierra y no sobre el mar, aunque las malas noticias eran que había caído sobre
territorio marroquí. Casi desde el principio, no obstante, los dos cazas F-18 que habían
despegado en scramble para ayudar, habían localizado el punto de aterrizaje de
Antonio Lucas y orbi- taban sobre su posición para asegurarse de que nadie llegaba
hasta él antes que el helicóptero Superpuma CSAR del 802 Escuadrón. Otros dos F-18,
ya repostados y municionados después de participar en la primera oleada de
bombardeo, escoltaban al helicóptero. Era una precaución innecesaria. Gracias a
Bárbara Sandoval y el propio Antonio Lucas, no había un solo avión de combate
marroquí operativo en varios cientos de kilómetros a la redonda.

—Papayo, Coto cero dos. Estamos entrando en punto Lima Zulú Alfa.
Identificación positiva del objetivo.

—Roger Coto, aquí Papayo. Te confirmo ausencia de tráfico hostil en la zona.


Puedes proceder a la extracción.

En la sala de control el silencio era sepulcral. Casi se podía oír la respiración de


los presentes. Cuando el equipo CSAR informó que estaban en tierra y se acercaban al
objetivo, ni siquiera eso se oyó. Todo el mundo contenía la respiración.

—Papayo, Coto cero dos. Hemos recogido al capitán Lucas e iniciamos


MEDEVAC. El médico dice que está consciente y que las constantes vitales son
estables.

La tensión acumulada estalló en gritos de júbilo y abrazos. Poco después, el


comandante Serrano, al percatarse de que el llanto de San- doval era quizá un poco
excesivo para tratarse solamente de la alegría por la buena suerte de un compañero y
un amigo, la sacó discretamente de la sala tomándola por el brazo. Mientras la teniente
se tranquilizaba, su jefe la acompañó hasta su avión. Una vez allí, señaló las tres
estrellas verdes que adornaban el borde de su carlinga.

—Habrá que pintar otras tres, ¿no te parece?

Bárbara asintió en silencio con media sonrisa. Su mente estaba todavía lejos de
allí, volando sobre el Atlántico en pos del Superpuma que traía de vuelta a casa a
Antonio, pero aún así se dio cuenta de algo en lo que no había pensado todavía. Al
pasar de las cinco victorias en combate aéreo se había convertido automáticamente,
según la tradición que se remontaba a la Primera Guerra Mundial, en un As. La
primera mujer en alcanzar tal condición desde la Segunda Guerra Mundial, y uno de
los pocos pilotos vivos en todo el mundo que podían ostentarla.

—Muy bien, señorita "As" —dijo el comandante Serrano con un retintín guasón
en el que no estaba del todo ausente un puntito de envidia—, vamos a tener que
organizar un fiestón que te cagas.

Ceuta.
380

Los carros Leopardo marcaron la diferencia. Completamente municionados y


con sus tripulaciones frescas y muy motivadas, dos de las tres compañías de carros del
batallón acorazado del regimiento, avanzaron por la carretera de Benzú sembrando la
destrucción entre los blindados marroquíes que osaron oponérseles. Detrás de los
carros, los vehículos Pizarro se encargaban de cubrir el avance de la infantería de re-
fresco. Los regulares, con la moral renovada por el impulso de los refuerzos,
completaban la limpieza de las calles tomadas horas antes por las tropas marroquíes.
En apenas una hora las tropas españolas pasaron de una defensa tenaz a una ágil
contraofensiva, mientras, sin apenas apoyo artillero y con sus blindados totalmente
desbordados por el empuje de los Leopardo, la infantería marroquí se veía abocada a la
retirada o a la rendición. Antes del anochecer, los invasores habían sido completa-
mente desalojados del casco urbano y los carros del RIMZ n° 10, habían establecido
contacto con los tres últimos M-60 supervivientes del escuadrón ahora mandado por el
teniente Fajardo. Por orden de la Comandancia General, los carros de Fajardo habían
enarbolado gallardetes con la bandera española para evitar ser confundidos por los
Leopardo con M-48 marroquíes como los que acababan de masacrar, tomados por la
retaguardia, en una ironía del destino, en la misma carretera por la que ellos habían
atacado al escuadrón del difunto capitán Arconada. Después de enviar a retaguardia,
por segunda vez en ese día, a la sección, ahora menguado escuadrón, del teniente
Fajardo, una de las compañías de "Leos" había establecido un punto de bloqueo en la
misma curva que habían defendido durante todo el día los M-60 A3 del Montesa.
Mientras tanto, la otra, seguida por una compañía mecanizada sobre Pizarro, había
tomado la carretera del Renegado, en una imitación de la maniobra marroquí original.
Media hora después, con la noche ya cayendo sobre Ceuta, llegaron a Benzú tomando
por sorpresa a los T-72 marroquíes que defendían la posición. No duraron mucho.

Madrid.

Juan Carlos Talavera estaba agotado. Y no era porque llevara levantado desde las
cinco de la mañana. Ni porque llevara ocho días durmiendo poco y mal y
alimentándose de Fortuna y Coca-cola. La razón verdadera era que sentía sobre sus
hombros el peso de la responsabilidad. Y no era un peso pequeño, pensó mientras
cogía el teléfono antes de que acabara el primer timbrazo.

—Talavera.

—¡Funcionó, mi hermano, lo lograste!

Juan Carlos se sintió instantáneamente alerta cuando la adrenalina inundó su


torrente circulatorio.

—¡Ismael! Joder, tío, ¿en serio?

—Puedes apostar tu alma, negro. Tenía que funcionar y funcionó.

El oficial de la CIA resumió a su colega español los términos del acuerdo logrado
esa tarde en Rabat. En pocas palabras, Marruecos ofrecía un armisticio inmediato
asumiendo la responsabilidad del conflicto en la persona del primer ministro, cuya
cabeza colocarían en una picota suficientemente visible como para contentar a la
opinión pública española. Con el jefe de gabinete caerían algunos altos mandos
militares, aunque el organigrama de las fuerzas armadas permanecería básicamente
inalterado. El Rey nombraría primer ministro al381general Munjib, permaneciendo el
resto del ejecutivo igual.
Todas las tropas marroquíes se retirarían a una distancia mínima de diez
kilómetros de las fronteras de Ceuta y Melilla y se reconocería la mediana reclamada
por España en aguas de Canarias. Un protocolo adicional secreto establecía que, si
bien no habría renuncia formal de soberanía, la Corona se comprometía bajo garantía
norteamericana a no hacer declaraciones reivindicativas ni, por supuesto, acciones
militares de ningún tipo, sobre las plazas españolas en África por tiempo indefinido.

España, por su parte, ordenaría el alto el fuego a sus fuerzas de tierra, mar y aire
a partir de las cero horas GMT de esa misma noche y se mantendría totalmente al
margen de las inminentes operaciones militares marroquíes, contra los elementos
sediciosos integristas que fueran identificados.

Todos los prisioneros serían intercambiados de inmediato y Marruecos retiraría


los cargos contra los guardias civiles acusados de homicidio en la isla Perejil y contra el
ingeniero jefe de la plataforma Cana- rías.

Los Estados Unidos de América actuarían como garantes del acuerdo,


incluyendo, en el caso de que llegara a ser necesario, el despliegue de tropas de
interposición en las zonas neutrales de las fronteras de Ceuta y Melilla. En este punto,
Ferrero creía que no era probable que se diera el caso, pero que su mera mención
indicaba claramente el compromiso de su Gobierno con la solución del conflicto.

Juan Carlos Talavera estaba entusiasmado.

—Es cojonudo, macho, simplemente cojonudo.

—Lo sé, my bro. Ahora lo tienes que vender en la Moncloa.

Talavera inspiró hondo. Sin duda alguna lo aceptarían. Tal vez costase algo más
convencer al jefe de la oposición de que no divulgase el contenido del vídeo de
reivindicación, pero al final seguro que iba a cooperar.

—Eso está hecho chaval. Ni lo dudes.

Al otro lado de la línea, Ferrero carraspeó.

—Sólo falta una cosita, amigo —dijo con una risita.

—Y tú me la vas a decir. ¿A que sí?

—Verás. En Washington siguen molestos por aquel pequeño asun- tillo de Irak.
Alguna clase de pequeño, ah... acercamiento, sería muy bien recibido. No
inmediatamente, claro. Tal vez digamos en unos... ¿tres meses?

Juan Carlos no pudo evitar sonreír tristemente. ¡Políticos! Eran expertos en


complicarle la vida a la gente.

382
18 de septiembre

Ceuta.

La orden de alto el fuego se emitió simultáneamente por los Estados Mayores de


ambos contendientes exactamente a las 00:00 horas GMT, correspondientes a las
23:00 para los marroquíes y a la 01:00 para el horario peninsular español. Pero aún
pasaron algunas horas hasta que las armas callaron definitivamente.

En el frente ceutí, donde más encarnizados habían sido los combates, el último
disparo sonó cuando eran casi las cinco de la madrugada. Primero con cautela y luego
con progresivo alivio, ambos ejércitos se fueron distanciando sin dejar de apuntarse.
De acuerdo con los términos del armisticio, las tropas españolas retrocedieron hasta la
antigua zona neutral de la frontera de Ceuta, mientras los marroquíes se replegaban
hasta un arco imaginario situado a diez kilómetros de la frontera. Un satélite y varios
aviones no tripulados UAV Predator norteamericanos verificaban la maniobra en su
papel de árbitros. En el estrecho de Gi- braltar, la presencia del portaaviones George
Washington y su grupo de batalla respaldaba la autoridad de ese arbitraje.

Madrid.

Con el corazón todavía acelerado por la ansiedad, Nadia colgó el teléfono.


Alfredo, su Alfredo, estaba bien. Le había dicho que todo se iba a arreglar muy pronto y
que volverían enseguida a casa. A Ceuta, pensó Nadia sin poder apartar de su mente las
imágenes de televisión que mostraban los edificios acribillados a balazos y las
columnas de humo de los incendios. Sintió pena por su ciudad y alegría por la
anticipación de volver a ese punto medio, casi equidistante entre sus dos patrias, la de
su nacimiento y la del futuro que empezaba a bullir en su vientre. Su casa.

Rabat, Marruecos.

El primer ministro de Marruecos, Driss Abdelar, se levantó pesadamente de su


sillón. En el antedespacho, el impaciente ruido de botas militares le anunció lo que, por
otra parte, ya sabía desde hacía... ¿cuánto? ¿Doce horas? Todo había terminado. Un
segundo más y la puerta se abriría.

Se preguntó si le dispararían directamente o le obligarían a pasar por la farsa de


un juicio cuyo guión estaba ya escrito. Casi deseaba que ocurriera lo primero, pero
seguramente no sería así.

En cierto modo era irónico. Sería su último servicio a la patria, y sin embargo el
más importante. El Rey necesitaba una cabeza de turco. Alguien prescindible, pero al
mismo tiempo de suficiente posición para que los españoles vieran satisfecha su sed de
venganza. Él.

Y con los españoles satisfechos, el monarca podría dirigir sus fuerzas militares
contra los que siempre habían sido sus auténticos enemigos: los integristas. La ocasión
era ideal: acusados de haber instigado la guerra para hacerse con el poder, los
383
integristas habían recibido un duro golpe propagandístico. Si el Rey sabía jugar sus
cartas, pasarían muchos años hasta que pudieran recuperarse. El precio, sin embargo,
sería alto. Nada menos que una más que probable guerra civil.
—Señor primer ministro —el coronel de la Gendarmería, al menos, supo guardar
las formas—, por orden de Su Majestad el Rey queda usted detenido. Madrid.

El presidente del gobierno se sentó en un banco del jardín del palacio de la


Moncloa. La sombra de los árboles le protegía del sol, ya fuerte a pesar de la temprana
hora de la mañana.

Tenía motivos para estar contento. Pocos minutos antes el gobierno en pleno le
había felicitado efusivamente, y sin embargo no podía evitar sentirse confuso. Los
cientos de muertos causados en el conflicto que acababa de declarar cerrado acudían a
sus pensamientos. ¿Podía haberse evitado? Estaba seguro de que esa pregunta sería
tema de debate para .comentaristas, historiadores y simples opinadores durante
mucho tiempo, pero él conocía la respuesta. Sí.

La fatalidad y la mala suerte habían jugado un papel muy importante en el


desencadenamiento del desastre, sí, pero el gobierno marroquí había interpretado muy
mal las señales que recibía del lado norte del Estrecho, y su propio Gobierno... No, se
corrigió, no era sólo problema del Gobierno, sino de la sociedad en su conjunto. En su
ansia de paz, la sociedad española llevaba décadas emitiendo señales equívocas.
Señales que habían sido entendidas como de debilidad, no sólo por Marruecos sino
también por otros enemigos, mucho más cercanos si cabía.

Pero, ¿cómo evitarlo? La gente, la buena gente, no gustaba de resolver sus


problemas por medio de la violencia. Para eso se habían dotado de todo un conjunto de
leyes, códigos y reglamentos que regulaban la vida cotidiana y evitaban la mayor parte
de los conflictos. ¿Por qué no podían hacer lo mismo de forma efectiva las naciones?

El presidente del gobierno se levantó. Con gesto pausado sacó del bolsillo de su
chaqueta un folio de papel cuidadosamente doblado. Lo había escrito la noche que
había ordenado el inicio de las operaciones militares contra Marruecos y contenía la
confesión de su fracaso y su dimisión irrevocable.

Dudó un segundo más, pero ya había tomado su decisión. Rompió el papel y lo


volvió a guardar.

¡Quedaba tanto por hacer!

384
Fronteras de Agua
Luis Crespo Martínez
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transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, óptico, in-
formático, reprográfico, de grabación o de fotocopia, o cualquier medio por aparecer,
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Impreso en España. Printed in Spain Título original: Fronteras de Agua

Copyright 2005 De Librum Tremens Editores, www.delibrumtremens.com Calle


Nardo 53, Soto de la Moraleja, Alcobendas. Madrid 28109

Primera edición Octubre 2005

Segunda Edición, mejorada y revisada: Septiembre 2007

Tercera edición: Jimio 2010


ISBN: 978-84-15074-01-4

Depósito legal: M. 28.676-2010

Impresión: FER Fotocomposición, S. A.

Imagen de portada: cortesía de Txema Prada

Fronteras de Agua

Luis Crespo Martínez

Delibrum tremens
Este libro está dedicado en primer lugar a Mayte, mi mujer, y a Teresa, Natalia y Luis
Alvaro, mis hijos. Ellos son el centro de mi vida, y todo lo demás, cerca o lejos, órbita a
su alrededor.

También a mis padres y mis hermanos. Pueden estar lejos


físicamente, pero nunca les olvido.

Y, desde luego, también a los miembros de nuestras Fuerzas Armadas, protagonistas


de esta novela y personas normales con una misión muy especial y muy poco
reconocida. Cuidaos mucho ahí fuera.
PRÓLOGO

Amable lector: ésta es una obra de ficción.


Es ficción pero tiene una particularidad:
La primera parte, que retrata la crisis hispano-marroquí de julio de 2002 por el
control de la isla del Perejil, constituye una novelación de hechos reales. Debo decir
desde este momento que no se trata, en modo alguno, de un ensayo histórico ni de un
artículo periodístico. La realidad sirve únicamente de inspiración e hilo de guía al
autor que inventa los hechos concretos basándose en los relatos, muy poco detallados,
por cierto, que la prensa del momento hizo de ellos. Respecto a los personajes, los hay
de dos clases: unos existen y otros no. Para evitar malos entendidos, desde el principio
decidí no poner nombre (ni real ni inventado) a los personajes reales. Así que todos los
nombres propios que hay corresponden a personas que no existen más que en la mente
del autor. Si algún nombre coincide con el de una persona real es pura coincidencia y
nada más que eso. Respecto a los personajes innominados, evidentemente existen.
Siempre hay un presidente del gobierno o un ministro de, ¡ay!, hacienda. Pues bien.
Todo lo que el autor pone en sus bocas o en sus cabezas es totalmente inventado. Y si
resulta que el presidente del gobierno, el día tal del mes cual dijo o pensó lo mismo que
pone en la novela, pues también es una coincidencia (o percepción extrasensorial, pero
eso es otra historia). Lo mismo vale para comandantes de naves o pilotos de aeronaves,
generales, almirantes...
Todos los acontecimientos correspondientes a esos días de julio de 2002 que
aparecen en esta novela fueron publicados en su día en la prensa... o me los he
inventado. En ningún momento he recurrido de forma abierta o subrepticia a ninguna
fuente confidencial ni clasificada. En primer lugar porque no conozco ninguna, y en
segundo porque acabar en la cárcel por espionaje debe de ser una experiencia
sumamente inquietante.
Respecto a la segunda parte de la novela hay muchos menos problemas. Es total
y absolutamente ficticia (y ojalá lo siga siendo siempre).

Antes de empieces con la lectura de la novela, amable lector, me gustaría


terminar haciendo dos consideraciones de orden "estilístico"
En primer lugar, si eres militar o tienes un profundo conocimiento de la milicia,
seguro que encontrarás muchos pasajes donde "mis" militares hacen o dicen cosas que
no harían o dirían en la realidad. Te ruego que seas caritativo conmigo. Te comprendo
muy bien porque a mí me pasa igual cada vez que leo una novela o veo una película "de
médicos". Pero, a veces, las cosas no demasiado realistas simplemente "suenan mejor",
y esta novela está escrita para todo tipo de lectores, no sólo para técnicos en la materia.
En cualquier caso te pido perdón por adelantado.
En segundo lugar, algunos amigos que han leído parte del manuscrito me han
comentado que les choca el hecho de que los musulmanes aquí retratados hablen de
"Dios" y no de "Alá". Bueno, pues la razón es simple: "Alá" o su grafía equivalente en
árabe, no significa otra cosa que "Dios". Lo he consultado con algunos amigos
musulmanes españoles y están de acuerdo, de modo que así se queda. Sólo en un par
de ocasiones he utilizado deliberadamente la expresión "Allah el Akbar", que viene a
significar "Dios es Grande". Sé que no es muy coherente, pero lo he hecho porque en
ese contexto me sonaba bien.

Sin más, aquí tienes Fronteras de Agua. Espero que lo disfrutes.


Jerez de la Frontera, octubre de 2005.

MAPAS
6 de junio de 2002

Rabat, Marruecos.

El alto funcionario del Gobierno marroquí miraba fijamente a Achmed


Abdelkader. El veterano diplomático, consejero real y próspero empresario, había
acudido con prontitud a su llamada en calidad de experto en relaciones internacionales.
Se esperaba de él un consejo, y un consejo iba a ofrecer. Era muy consciente de que su
idea iba a suscitar asombro y desconfianza, pero también lo era de que, probablemente,
acabarían por hacerle caso. Solía ocurrir.

Con calma, casi con desgana, como si estuviese haciendo un comentario banal
sobre el tiempo, preguntó:

— ¿Ha oído usted hablar de la isla de Leyla, mi buen amigo?

11 de julio de 2002

Isla Perejil, Estrecho de Gibraltar.

En la costa africana del Estrecho de Gibraltar, a los pies del monte Yebel Musa,
junto al cabo conocido como Punta Leona, se forma una bahía en cuyo centro se
encuentra un pequeño islote, de unos seiscientos metros de longitud y setenta metros
de elevación sobre el nivel del mar en su punto más alto. Apenas doscientos metros de
agua, limpia y profunda, lo separan de la costa de Marruecos.

El peñasco, rocoso, inhóspito, y casi siempre deshabitado, tiene una larga y


compleja historia, derivada de su valor estratégico pasado, como punto privilegiado de
control del tráfico marítimo por el estrecho.

Al igual que la mayoría de los islotes y peñones situados frente a lo que fue el
Protectorado Español de Marruecos, durante la primera mitad del siglo XX fue más o
menos permanentemente ocupado por un pequeño destacamento de soldados
españoles, pero, en los primeros años de la década de 1960, la isla fue definitivamente
abandonada, probablemente porque su valor estratégico había ido diluyéndose poco a
poco hasta desaparecer.

Desde entonces, tanto Marruecos como España han considerado el islote de su


soberanía respectiva, aunque sin demostrar ningún interés en hacerla efectiva, hasta el
punto de que casi nadie en ninguno de ambos reinos conociera siquiera la existencia
del peñasco llamado isla Perejil, Thoura o Leyla.

O así fue hasta el once de julio del año 2002. Aquella mañana de verano, ocho
miembros de la Gendarmería Real de Marruecos desembarcaron en la isla de Leña,
transportados por una patera.

Los gendarmes instalaron una tienda de campaña y plantaron un par de


banderas marroquíes. Luego se dedicaron a dormir la siesta o bañarse en las profundas
aguas azules que rodean la roca.
Pocas horas después fueron descubiertos por una patrullera de la Guardia civil
del Mar, procedente de la Unidad Marítima de la Guardia Civil de Ceuta que se había
acercado a la isla Perejil en respuesta al aviso de unos pescadores.

Los guardias civiles, sorprendidos por la presencia de los marroquíes en la roca,


arriaron una embarcación semirrígida y se acercaron para tomar fotografías del
campamento hasta que, descubiertos a su vez por las tropas marroquíes, fueron
interceptados por la patera tripulada por cuatro de los gendarmes.

Tras una breve conversación entre los patrones de ambas embarcaciones, la


patrullera de la Guardia Civil se retiró para informar de que los marroquíes estaban allí
para quedarse.

Aunque la opinión pública española no tuvo demasiadas noticias de lo ocurrido


hasta el día siguiente, en cuanto el patrón de la patrullera dio la novedad a su
comandante en Ceuta, empezaron a pasar cosas.

Madrid.

El incidente se notificó en primer lugar a la Jefatura del Servicio Marítimo de la


Guardia Civil, en Madrid. Desde allí se transmitió la noticia al Ministerio de Interior, al
de Defensa, al de Asuntos Exteriores y a la Presidencia del Gobierno.

Alrededor de las siete de la tarde el ministro de defensa se reunía con la Junta de


Jefes de Estado Mayor, de acrónimo JUJEM, integrada por el jefe de estado mayor de
la defensa, o JEMAD, y los jefes de estado mayor de los tres ejércitos, así como con el
secretario general de política de defensa, el secretario de estado de defensa y con el
director del Centro Nacional de Inteligencia, heredero del difunto CESID.

Tras una breve exposición inicial de los hechos conocidos, el ministro de defensa
se preparó para entrar en materia. Tenía que hacer algunas preguntas clave a los
hombres reunidos en la sede de la calle Vitrubio.

Miró al director del CNI:


—¿Por qué piensas que lo han hecho? ¿Sabemos algo al respecto?
El director carraspeó.

—Ministro, desgraciadamente no puedo darle una respuesta sencilla para eso.


Para empezar tengo que decir que no ha habido movimientos sospechosos previos, y
nuestras fuentes en Rabat no han informado de nada significativo en las últimas
semanas. Ahora estamos intentando contactar con una fuente de gran fiabilidad, al
efecto de averiguar algo sobre posibles movimientos futuros. En todo caso la
planificación se ha tenido que hacer con mucha discreción y seguramente con
participación de un grupo de personas relativamente reducido porque de otro modo
algo habríamos captado.

Miró a su alrededor y bebió un poco de agua. Los presentes esperaban algo más
de él.

—De todas formas algo podemos deducir: la misma circunstancia de que hayan
ocupado un islote deshabitado, pequeño y sin valor estratégico da mucho que pensar.
No creo que se trate del inicio de un ataque a gran escala contra Ceuta o Melilla porque
sería estúpido alertarnos de esta manera. Hay muchas probabilidades de que se trate
de un sondeo para ver nuestra reacción pero es sólo una hipótesis.

El ministro asintió pensativo. La segunda pregunta era todavía más difícil.


— ¿Puede ser una provocación?

—Si se refiere a un intento de provocar una reacción militar desproporcionada


por nuestra parte que les sirva de excusa ante la opinión pública internacional para
contraatacar y, ahora sí, hacerse con Ceuta y Melilla... —el director respiró hondo—, lo
siento, pero no estoy en condiciones de responder a esa pregunta. En todo caso,
aunque muy improbable, es una posibilidad a considerar a la hora de planificar una
respuesta del tipo que sea.

—Gracias, director.

El ministro ordenó sus notas, no por que fueran muchas ni muy complejas, sino
para darse un segundo de reflexión. Miró alrededor de la mesa y por fin miró al jefe de
estado mayor de la defensa.

—Almirante, si este es el primer paso de un ataque contra Ceuta y Melilla,


aunque el director del CNI no lo crea probable, ¿Estamos en condiciones de defender
de forma efectiva las Plazas?

—Sí, señor ministro. Nuestros informes indican que el orden de batalla del
ejército marroquí no se ha modificado sensiblemente de forma reciente. Eso significa
que no tienen demasiadas fuerzas en las proximidades de las ciudades, con lo que
nuestras tropas desplegadas en Ceuta y Melilla deberían ser suficientes para manejar
cualquier escenario previsible a corto plazo —el jefe de estado mayor del Ejército
asintió en este punto—. De todas formas recomiendo poner en estado de alerta a las
tropas en ambas ciudades y reforzar las guarniciones de los peñones e islas cercanos
como signo visible de compromiso. Tampoco estaría mal mandar un par de fragatas a
mostrar el pabellón y comenzar a planificar una respuesta militar, sea ofensiva o
defensiva.
El ministro de defensa asintió con aprobación.

—Gracias almirante. Tiene mi autorización para poner en práctica sus


sugerencias, pero eviten cualquier acto que pueda parecer una provocación. Sólo
maniobras defensivas por el momento.

El ministro iba a levantarse para dar por concluida la reunión, pero pareció
pensarlo mejor.

—Una última pregunta, señores: Si finalmente nos viéramos obligados a


recuperar la isla militarmente, ¿podría hacerse de forma, digamos "proporcionada", o
incluso incruenta?

El jefe de estado mayor miró al ministro a los ojos.


—Se podría intentar, siempre y cuando Marruecos no desplegara fuerzas de más
entidad en la isla. Pero si el Gobierno toma esa decisión, por favor tengan en cuenta
que restringir a las tropas el uso de las armas incrementaría enormemente el riesgo
para nuestros soldados.

—Lo tendremos en cuenta, almirante. Muchas gracias a todos.

Poco después el ministro de defensa se reunía en el palacio de la Moncloa con el


presidente del gobierno, para informarle de lo tratado en la reunión. Junto al
presidente le esperaba la ministra de asuntos exteriores, que se había incorporado al
cargo el día anterior, como resultado de una profunda remodelación del gobierno.

El ministro entró en materia, explicando las medidas adoptadas como resultado


de su reciente reunión, pero había un punto no relacionado directamente con
cuestiones militares que le tenía inquieto:

—¿Es nuestro de verdad ese peñasco? —preguntó.

La ministra de exteriores habló con toda franqueza:

—Antes de salir para aquí me he vuelto loca buscando la isla en los mapas que
tengo en casa. Nada. Al final la he encontrado en un mapa de carreteras, sin ninguna
acotación sobre su soberanía... Tengo a mi gente del ministerio haciendo una
investigación documental exhaustiva, pero en el mejor de los casos puedo decir que la
cosa está poco clara. Lo que he averiguado hasta ahora es que hasta los sesenta
teníamos gente allí. Quiero decir militares, que se fueron en esa época.

Alguien del ministerio me ha dicho que desde siempre la isla ha sido española,
pero que los marroquíes la consideran suya porque al abandonar nosotros el
protectorado, pasó a su soberanía directa. Lo que hay es un acuerdo tácito, que no creo
que esté escrito en ningún sitio, con Rabat para no ocupar la isla de forma permanente
ni ellos ni nosotros, para evitar líos.

El presidente, callado hasta ese momento, tomó la palabra:

—Mirad, tal como yo lo veo, no es demasiado importante si la isla tiene una


situación legal clara o no. Eso puede discutirse hasta el aburrimiento, y nunca
llegaríamos a una solución sencilla. Lo que no es de recibo es que se la queden por las
buenas. Creo que Marruecos está probándonos. Si ahora nos achicamos me temo que
las cosas se pueden complicar mucho en el futuro. Además puede que, a la larga, esta
situación nos permita sentar un precedente claro y termine por beneficiarnos. Hay que
agotar los canales diplomáticos, pero teniendo siempre abierta la opción militar..., con
la máxima discreción, por supuesto. Otra cosa: desde el Gobierno tiene que quedar
claro un apoyo sin fisuras a Ceuta y Melilla. Ya he llamado a sus presidentes para
transmitírselo, pero también tiene que ser así de cara a los medios. El vicepresidente
primero está ahora hablando con la oposición. Si lo veis bien, sugiero empezar esta
misma tarde con una nota verbal a la embajada que sea clara, pero que no entre en la
cuestión de la soberanía. Se trata de volver al statu quo anterior. Esa es la postura
oficial del Gobierno.

A última hora de la tarde, el Ministerio de Asuntos Exteriores presentaba en la


embajada de Marruecos en Madrid una "nota verbal". En ella se expresaba, en el
rimbombante lenguaje diplomático, el frontal rechazo del gobierno español al
movimiento marroquí. No se hablaba de invasión, ya que la situación legal del islote era
bastante confusa, pero desde luego no era aceptable que Marruecos aclarase la cuestión
por la vía de los hechos consumados.

Se decía también que la actuación marroquí no era compatible con el tratado de


amistad, buena vecindad y cooperación de 1991 y se invitaba a Rabat a retirar sus
tropas con la mayor brevedad.

Nadie esperaba una respuesta inmediata de Marruecos, sobre todo por los
festejos con motivo de la boda del monarca, que tenían medio paralizado al país. Sin
embargo, ésta fue casi inmediata. Un comunicado de prensa del gobierno alauita
informaba de la ocupación de la isla de Leila por la Gendarmería Real, para establecer
un puesto de vigilancia contra el narcotráfico y el terrorismo internacional, así como
contra las redes de inmigración ilegal.

Se puntualizaba que la isla estaba, y siempre había estado, bajo soberanía


marroquí y por lo tanto sus fuerzas sólo se retirarían cuando así lo estimase
conveniente el Gobierno de Su Majestad.

12 de julio de 2002 Ceuta.


—Dame un Crawford grande —dijo Alfredo Suárez, urólogo del Hospital Civil de
Ceuta, a la instrumentista situada a su derecha. Tenía el riñón derecho de su paciente
sujeto en la palma de la mano izquierda, con los dedos índice y medio a ambos lados
del pedículo vascular. Notaba palpitar la arteria renal entre ellos y, con cada latido, un
poco más de sangre se derramaba por la herida de arma blanca que desgarraba com-
pletamente la cara posterior del órgano, formando un charco de color rojo oscuro en el
fondo del campo quirúrgico. Apretó los dedos para reducir la pérdida de sangre
mientras pasaba la pinza abierta a ambos lados de los vasos. Cuando notó en sus dedos
el contacto de la pinza de acero, retiró lentamente la mano a la vez que avanzaba la
pinza. Cuando estuvo seguro de la colocación, cerró la pinza y retiró la mano. El san-
grado cesó por completo.

—Dame otro igual, por favor.


Repitió la maniobra dejando colocada una segunda pinza de Crawford. Luego
cortó con una tijera la arteria y la vena, por encima de ambas pinzas y extrajo
cuidadosamente la pieza quirúrgica. Había tratado de reparar los daños del riñón, pero
el destrozo era demasiado extenso para conservar el órgano.

Aspiró la sangre del fondo del campo y comprobó que permanecía seco.

Miró a su izquierda, por encima de la tela verde que separaba la zona operatoria
de los dominios de la anestesista, junto a la cabeza del paciente.
—Esto ya está, Susana, ¿cómo vas por ahí arriba?

—Ya se ha estabilizado, por fin, pero se ha chupado toda la sangre del banco.
Estaba pensando en empezar a pasarle tinto de verano.

Suárez se rió, mucho más relajado ahora, después de la angustia que había
pasado desde el comienzo de la intervención.

—Venga, cerramos y a casita, que ya es hora.

De hecho, eran las seis de la mañana y Suárez llevaba en el hospital desde las
cuatro. Se había levantado, sobresaltado, al oír el móvil sobre su mesilla de noche. El
culpable yacía en ese momento sobre la mesa quirúrgica, abierto en canal y vivo de
milagro. Le habían apuñalado en una reyerta en un local de mala reputación y la hoja
de la navaja había desgarrado el riñón.

El cirujano terminó de colocar las grapas que cerraban la piel y miró el tubo de
drenaje. Estaba seco. Se quitó los guantes y salió del quirófano con su ayudante.

— ¡Vaya nochecita, tío!

—Ya te digo. ¿Un café?

Suárez meneó la cabeza.

—Si me tomo otro café no voy a dormir en una semana. Me voy a casa a echarme
un par de horas y luego vuelvo a ver a éste.

Por cierto, hoy le toca la consulta a Paco Reyes, de modo que si quieres, vete tú
también a casa cuando cambies la guardia.

En la Plaza de África, no lejos del Hospital Civil, se encuentra la Comandancia


General de Ceuta. A primera hora de la mañana se ordenó la situación de alerta
general.

Aunque en ejercicios previamente llevados a cabo tanto en Ceuta como en


Melilla se había logrado poner en situación de combate a las tropas en poco más de
cuatro horas, a pesar de hacerse sin previo aviso y por la tarde, cuando la mayoría de
los efectivos están fuera de los cuarteles, se decidió, por consideraciones políticas,
desarrollar el proceso de una forma mucho más discreta. Se trataba de evitar alarmar
excesivamente a la población, ya bastante preocupada por las primeras noticias de la
invasión, difundidas la noche anterior.
Coincidiendo con la hora normal de incorporación a los destinos, se informó a
los soldados y oficiales de la situación de alerta, se cancelaron los permisos y se
intensificaron los programas de mantenimiento de equipo y material. Los efectivos
que, por una razón u otra, no tenían que acudir a los cuarteles fueron discretamente
avisados. El Tercio Duque de Alba de la Legión, el Regimiento n° 54 de Regulares y el
Regimiento de Caballería Acorazada Montesa n° 3 así como el resto de unidades auxi-
liares fueron puestos a punto a lo largo de la mañana. Las unidades de artillería de
campaña y antiaérea quedaron igualmente listas para un rápido despliegue si llegaba a
ser necesario. En la ciudad de Melilla se procedió de forma similar, reforzando además
las guarniciones establecidas en las islas Chafarinas y los peñones cercanos.

Isla Perejil, Estrecho de Gibraltar.

Al amanecer, frente a Punta Leona, el patrullero P 12 Laya navegaba


lentamente, describiendo un patrón errático que recordaba vagamente a un ocho. El
cabo de guardia en el puente miró hacia el oeste donde, siguiendo una pauta de
navegación parecida a la suya propia, una patrullera marroquí vigilaba las aguas de
Perejil. Miró de nuevo el reloj sujeto al mamparo. Estaba harto ya de aquello, ¡y sólo
llevaban doce horas en su posición! Cuando se alistó en la armada lo hizo pensando en
ver mundo, y estaba bastante decepcionado. El suyo era un trabajo duro, aburrido,
incomprendido y encima, mal pagado. Dijo un taco entre dientes. El final de la
guardia de madrugada siempre le ponía de mala leche. En fin, pensó para consolarse,
peor se estaba en el paro.

Unos minutos después entró el comandante en el puente.

— ¿Alguna novedad? —preguntó.

—Ninguna, mi comandante. Esos siguen dando vueltas, igual que nosotros, y en


la isla no se ve a nadie. Supongo que deben estar durmiendo.

Efectivamente, estaban durmiendo. Naturalmente, había un gendarme de


guardia, pero en la última hora se mantenía despierto sólo a duras penas.

El día anterior no habían hecho gran cosa, salvo plantar la tienda de campaña y
ordenar un poco los escasos pertrechos que habían llevado consigo a la isla, pero la
primera parte de la noche no habían parado, recogiendo y acarreando las provisiones
que les hacían llegar desde tierra firme en una lancha neumática. Ninguno de ellos,
quizá ni siquiera el jefe, sabía cuánto tiempo iban a pasar en la isla. Tampoco sabían
muy bien qué demonios hacían allí.

Estaban allí porque así se lo habían ordenado, desde luego, pero el motivo
concreto... bueno, eso sólo Dios lo sabía.

Uno de ellos, nacido en Tánger, hablaba bastante buen español. Les había ido
contando a los demás lo que oía en su transistor de las emisoras españolas que se
habían ido haciendo eco de lo sucedido de forma progresiva según avanzaba la noche.

Las emisoras de Marruecos no hablaban de otra cosa que no fuera la boda del
Rey. Resultaba raro oír que, para las emisoras de radio españolas, se habían convertido
en la noticia del día mientras para las de su país no pasaba nada.
Algunos habían preguntado al comandante si los españoles iban a atacarles, pero
éste les había tranquilizado. Aquella isla era marroquí dijeran lo que dijeran en España
y de todas formas nadie iba a ser tan tonto como para luchar por esa roca vacía. Por fin,
muy tarde, y muy incómodos, se habían ido durmiendo.
Al amanecer estaban molidos. No es que fueran gente excesivamente delicada,
pero no era fácil encontrar un espacio de suelo totalmente liso para dormir en aquella
piedra del demonio.

El gendarme de guardia abrió los ojos algo sobresaltado, buscó con la vista al
comandante, pero no le vio. Afortunadamente. Se levantó, se desperezó y miró al mar.
El sol naciente levantaba reflejos dorados en las pequeñas olas. Y al fondo, a una milla
de distancia, y con dos millas entre sí, estaban las patrulleras, una marroquí y otra
española, que se vigilaban mutuamente. Se dio la vuelta frente a una gran roca y orinó.
Encendió un cigarrillo y pensó en el largo día que tenían por delante.

A los pocos minutos llegó su relevo, por fin, y tras un par de comentarios
sarcásticos sobre la nochecita que había pasado, comenzó el descenso de la ladera
pedregosa hacia la tienda de campaña, pensando en su saco de dormir como si fuera la
cama de un hotel de cinco estrellas. Dio tres o cuatro pasos y se detuvo de nuevo,
mirando al norte, donde, a baja altura, acababa de aparecer un punto negro que crecía
lentamente. Segundos después oyó el ruido característico de un avión turbohélice. No
lo identificó pero parecía bastante grande y antiguo. Se dirigía directamente hacia
ellos. Instintivamente, se agachó.

El piloto del Lockheed P-3B Orion del Grupo 22 del Ejército del Aire inició un
cerrado viraje a la derecha, calculado para sobrevolar la vertical de Perejil. La
maniobra, realizada a baja velocidad, habría puesto los pelos de punta al pasaje de un
avión comercial pero su tripulación estaba habituada a volar a baja altura y con
maniobras cerradas en condiciones meteorológicas mucho peores que las que
disfrutaban esa mañana. El fotógrafo puso manos a la obra. Apenas dispondría de unos
pocos segundos para hacer su trabajo, y no perdió el tiempo.

Una vez completado el viraje, el piloto dio toda la potencia a los cuatro motores
Allison T55, para salir de allí cuanto antes. No esperaban actividad antiaérea, pero la
salida del área del blanco era el momento de mayor vulnerabilidad a un ataque con
misiles como el SA-7 Strella, manejables por un sólo hombre y utilizados ampliamente
por las fuerzas armadas de Marruecos.

Cuando el aparato alcanzó cierta distancia del islote, habló por el


intercomunicador del avión:

—Estamos fuera.

Nadie en la tripulación suspiró audiblemente, pero sin duda se sintieron mejor.

A gran altura, apenas visibles desde tierra, dos C-15 A, denominación española
del F/A-18A Homet, del Grupo 11, basados en Morón de la Frontera como su protegido
el Orion, viraron también hacia el norte sobre la vertical de Tarifa.

Siguiendo a su líder como "punto", o segundo, el teniente Lucas sintió una


extraña mezcla de alivio y frustración. Pilotar un reactor de combate era su sueño desde
que, todavía niño, había visto media docena de veces seguidas "Top Gun”. No podía
recordar haber deseado nada con tanta fuerza en toda su vida, y, aunque había sido
duro, lo había conseguido.
Aunque relativamente inexperto todavía, era un buen piloto. Y adoraba volar.
Pero era un piloto de combate y en su interior ansiaba combatir. Si una pareja de
Mirage F-1 marroquíes hubieran intentado interceptar al Orion...
Pero ningún caza marroquí había despegado para impedir el vuelo del P-3B, de
modo que su misión de escolta había sido rutinaria como un ejercicio cualquiera. Quizá
más adelante tendría su oportunidad, pensó, mientras picaba suavemente hacia su
base.

Ceuta.

Alfredo Suárez llegó a su casa, en el paseo de la Marina Española, pasadas ya las


ocho de la mañana. Sentía esa extraña mezcla de cansancio y excitación, propia de una
noche en vela sometido a un estrés considerable. Como no se sentía muy capaz de
dormir todavía, decidió desayunar algo. Mientras se hacía el café encendió su
ordenador y abrió la página web de El Mundo para leer los titulares, como solía hacer
casi todas las mañanas.

Marruecos invade la isla española del Perejil con una decena de militares.
Madrid "rechaza" la ocupación y "reclama el restablecimiento de la situación anterior".
Rabat alega que "ha instalado un puesto de vigilancia para luchar contra el terrorismo
y la inmigración clandestina".

Nunca había oído hablar de ninguna isla del Perejil. Leyó el resto de la noticia y
el editorial del periódico, y luego navegó por las páginas del resto de los periódicos
nacionales. Todos confirmaban la noticia en parecidos términos, y los editoriales
coincidían en señalar que se trataba de un paso más en el camino de distanciamiento
con España que Marruecos parecía empeñado en seguir desde hacía casi un año.

Las relaciones hispano-marroquíes pasaban por el peor momento desde la


"Marcha Verde" que había culminado con la anexión del Sahara Occidental por parte
de Marruecos en 1975, ante la impotencia del ejército español, paralizado por la
vorágine política que había supuesto en España la muerte del general Franco y la difícil
transición de la dictadura a la democracia.

La tensión entre ambos países, que venía creciendo desde la ruptura del acuerdo
pesquero entre Marruecos y la Unión Europea en noviembre de 1999, se había hecho
evidente cuando, el 27 de octubre de 2001, Rabat retiró, "llamó a consultas" en
lenguaje diplomático, a su Embajador en España, por razones nunca suficientemente
aclaradas.

Desde ese día, el tono de las declaraciones del gobierno marroquí en lo que se
refería a España había tomado matices agrios en muchos casos, para ser francamente
agresivo en otros. El posible hallazgo de petróleo en los fondos marinos que separan
Fuerteventura de África había sido una estupenda ocasión para calificar las
prospecciones españolas de "hostiles e inadmisibles" a principios de 2002.
Prácticamente de lo único que el gobierno marroquí no consideraba culpable a España
era el asesinato de Kennedy.
Para algunos analistas españoles, la causa original de lo que parecía una
estrategia deliberada para aumentar progresivamente la tensión era la posición
española respecto al Sahara Occidental, históricamente favorable a la
autodeterminación de los saharauis, en directa oposición a la voluntad de anexión de
Marruecos.

Para otros, el gobierno marroquí estaría jugando la carta del "enemigo exterior"
para distraer a los marroquíes de las dificultades internas del régimen.

Para Suárez, la cosa no tenía lógica ninguna.

Conocía Marruecos muy poco, más bien casi nada, pero no entendía qué interés
podía tener un país con graves problemas sociales y económicos, que sólo
recientemente parecían estar mejorando ligeramente, en buscarle las vueltas a sus
vecinos, sobre todo si los vecinos eran miembros de la Unión Europea y de la OTAN.

Meneó la cabeza y apagó el ordenador. El café ya estaba listo, pero se lo pensó


mejor. Desenchufó la cafetera y se fue a la cama, con la intención de dormir al menos
un par de horas antes de volver al hospital. Un compañero se encargaba ese día de la
consulta, pero quería ver a varios pacientes, especialmente al chaval que había operado
de madrugada.

Madrid.

Tradicionalmente el viernes es el día de reunión ordinaria del Consejo de


Ministros. Ese viernes en concreto se produciría la primera reunión de los ministros
del nuevo Gobierno, cuyos miembros habían jurado sus cargos dos días antes.

La reunión hubiera despertado la atención de los medios en cualquier caso, pero


habiendo conocido la ocupación de Perejil sólo unas horas antes, los fotógrafos se
concentraron especialmente en la expresión de seriedad de las caras del ministro de
defensa y el presidente del gobierno durante la breve charla en voz baja que ambos
mantuvieron antes de entrar en la sala del Consejo de Ministros.

En el interior de la sala la reunión transcurrió como era de esperar. Los puntos


del orden del día inicialmente previstos se trataron, pero el plato fuerte era (y la cosa
vista desde el punto de vista gastronómico no dejaba de tener su gracia), el Perejil. Los
ministros de defensa y exteriores informaron a sus colegas de la situación. Tras
explicar las medidas adoptadas hasta el momento, se debatió sobre las actitudes a
seguir en días sucesivos. Hubo consenso en las medidas a tomar:

En primer lugar se trabajaría intensamente desde el punto de vista diplomático,


tanto con Marruecos como con los socios de la Unión y los aliados de la OTAN. Se
decidió pedir apoyo político de ambos organismos pero no invocar el famoso artículo
quinto de la alianza atlántica. Al fin y al cabo se trataba de un puñado de soldados
marroquíes, no del desembarco de Normandía.

Con la aprobación del Consejo, la ministra de exteriores detalló las acciones a


tomar y explicó las instrucciones que se darían a los embajadores y miembros del
cuerpo diplomático acreditados ante las instancias directa o indirectamente
relacionadas con el caso.
En segundo lugar, si las medidas políticas y diplomáticas no eran efectivas, no
habría otro remedio que recurrir a la fuerza. En este punto las caras de los presentes se
volvieron al ministro de defensa. Éste se encogió de hombros.

—Se puede hacer —dijo—. Sólo espero que no sea necesario.

Durante la rueda de prensa habitual al finalizar las reuniones del Consejo de


Ministros, el vicepresidente del gobierno condenó duramente la acción marroquí.
Aunque no hizo referencia a posibles medidas de fuerza, instó reiteradamente a
Marruecos a reconsiderar su acción.

Horas más tarde el ministro de defensa se reunía de nuevo con la JUJEM. El jefe
de estado mayor, conocido en la jerga militar como JEMAD, ya tenía el borrador de un
plan de operaciones para su consideración. Definir ese plan hasta sus mínimos detalles
para convertirlo en una operación practicable llevaría todavía varios días.

Bruselas.

Si en España casi nadie sabía dónde estaba la isla de la discordia, la ignorancia al


respecto no era menor en Europa. Algunos portavoces de diversas comisiones y grupos
de trabajo del Parlamento Europeo y de la Comisión Europea se enteraron del
incidente por los propios periodistas que les pedían una opinión. Las respuestas de los
portavoces de la Unión Europea a las preguntas de los periodistas españoles
acreditados en Bruselas fueron, como era de esperar, improvisadas y evasivas.

Si bien el portavoz de relaciones exteriores de la UE habló de "preocupación"


europea, e incluso amenazó a Marruecos con un deterioro en las relaciones mutuas,
matizó claramente que la solución tendría que ser bilateral, en un intento casi patético
de nadar y guardar la ropa. Lo cierto era que el Comisario de relaciones Exteriores
estaba de vacaciones y su jefe de gabinete no tenía instrucciones al respecto.

El representante de la OTAN ante los medios de comunicación fue, por su parte,


mucho menos diplomático, afirmando que la Alianza no tenía nada que ver con
aquello. Aplicando estrictamente la letra del tratado de adhesión de España a la OTAN,
el portavoz podía tener razón, aunque naturalmente la cosa era discutible y sería
discutida. En días posteriores, ante la justificada indignación de España, la OTAN
cambiaría de actitud formal para apoyar la posición española, eso sí, dejando claro que
España no había solicitado la intervención aliada en ningún momento.

Madrid.

Una vez terminada la reunión del Consejo de Ministros, la ministra de exteriores


vio en su despacho del palacio de Santa Cruz la grabación de las declaraciones de los
portavoces de Bruselas. No solía decir tacos, aunque la ocasión lo mereciera
sobradamente. Si España quería mantener los aspectos diplomáticos del problema
controlados, iba a tener que trabajarse muy a fondo a sus aliados, antes de pensar
siquiera en posibles enemigos.

Y encima, siendo nueva en el cargo, apenas empezaba a aclararse con sus propios
subordinados inmediatos.

Tras jugar un rato con el directorio de teléfonos decidió empezar con un viejo
conocido.
—Ponme con el presidente de la Comisión Europea —le dijo a su secretario.

Ceuta.

Cuando Suárez se despertó, cerca de la una de la tarde, estaba completamente


desorientado. La aguja roja del despertador marcaba, optimista, las diez de la mañana,
pero debía de haberlo apagado en sueños porque las agujas negras decían otra cosa.

—Bueno, pues tampoco es para tanto —dijo en voz alta y bostezando, aunque no
había nadie para escucharle. Vivía solo, y si volvía a casa más tarde... pues muy bien.

Se duchó y se vistió, decidiendo dejar el afeitado para mejor ocasión. El café, frío,
le terminó de despertar.

Hacía otro día espléndido y el corto paseo hasta el hospital, a aquella hora poco
habitual para él, le resultó más agradable que de costumbre.

Cuando subió a la UCI a ver a su paciente se encontró una aglomeración de gente


en el pasillo. Se abrió paso entre ellos, dándose cuenta de que muchos eran periodistas,
no familiares de ningún paciente ingresado.

Ya dentro de la UCI se dirigió al cubículo donde el joven permanecía intubado y


monitorizado, ajeno a la maquinaria médica que le rodeaba.

Moliner, el intensivista de turno, se acercó por detrás de Suárez.

—Se ha librado por los pelos el tío este —le dijo.

— ¡Hombre, Moliner! Estando tú aquí ya estoy tranquilo.

Ambos se rieron. Eran buenos amigos, y solían bromear cuando se veían en el


trabajo. Luego Suárez se puso más serio.

—Oye, ¿cómo lo ves, saldrá adelante el chaval?

—Yo creo que sí. Está estable y no creo que sangre más. Además ha empezado a
orinar, y la creatinina es casi normal. Lo que me preocupa es el mogollón que se ha
organizado ahí fuera. ¿No lo has visto?

Suárez asintió:

—Sí, pero no sabía que fuera por él.

—Bueno, pues al parecer el chico es marroquí, hijo de un político de Tetuán, y se


vino aquí... bueno, ya sabes, de marcha. El caso es que se metió en una reyerta en un
local poco recomendable, y dicen que el que le pinchó es un legionario.

—Pues vaya marrón, y más con el lío ese de Perejil. Que por cierto, no sabía yo ni
que existía la isla esa.
Moliner se sirvió un café y encendió un cigarrillo en la salita de estar de la UCI,
después de cerrar la puerta.

—Si hombre, si está aquí al lado, lo que pasa es que no se ve porque la tapa Punta
Leona, pero yo voy bastante a bucear por allí... bueno, iba —dijo levantando el pitillo
con gesto falsamente compungido.

En ese momento sonó el teléfono de la sala de estar. Moliner contestó y


enseguida entregó el auricular a su colega:

—Para ti.

Suárez se puso. Era la secretaria de dirección.

—Doctor Suárez, ¿puede bajar un momento al despacho de Don José Luis?


—Claro Maruja, ahora voy.

Cuando Suárez llegó al despacho del director del hospital, éste le estaba
esperando en la puerta. Le hizo pasar.

— ¿Cómo está el paciente?—preguntó.

—Estable, José Luis, yo creo que sale de esta. Con un riñón nada más, claro.

—Bueno, eso es lo de menos —el director parecía aliviado—. Mira, te he llamado


porque se ha armado bastante alboroto con esto y hay varios periodistas dando la lata.
Te lo digo porque la versión nuestra es que no sabemos nada de nada y ya está.

Suárez se rió.

—Por mí genial, y además es que es verdad. Ni siquiera he visto a nadie de la


familia del chico. ¡Coño, si hasta ahora mismo no he sabido ni cómo se llamaba!

—Vale, pues lo dicho. Oye, ¿tú qué haces aquí, no te habías ido a la cama?

—Sí jefe, pero la abnegación y el amor al prójimo pudo más y me he vuelto a


pasar la planta.

El director miró al cielo.

—Mucho cachondeo tenéis conmigo en este hospital.

Rota, Cádiz.

El almirante de la flota, conocido como ALFLOT en la jerga militar, colgó el


teléfono e inmediatamente lo volvió a levantar para convocar a su estado mayor. Las
instrucciones recibidas de Madrid requerían el despliegue de un dispositivo naval en el
Estrecho de Gibraltar. Debía de tratarse de un movimiento moderado pero inequívoco.
Un mensaje a Rabat en definitiva.
En menos de media hora los oficiales del Estado Mayor de la Flota que no
estaban de vacaciones se reunieron en el Cuartel General con su almirante.

Éste les informó de las órdenes recibidas del JEMAD. Luego preguntó:

— ¿Qué tenemos disponible en este momento?

Los allí presentes llevaban más de doce horas preparando la respuesta a esa
pregunta... y buscando formas de que la respuesta sonara menos exigua.

—Podemos hacer zarpar la Navarra en unas... doce horas almirante.

En Cartagena pueden alistarse en ese tiempo la Cazadora y la Infanta Elena.

— ¿Submarinos?—preguntó el almirante.

—El Tramontana está completando el aprovisionamiento para salir de


maniobras. Estará disponible en unas seis horas, quizá ocho.

—Perfecto señores —dijo el almirante con todo el aplomo del mundo, aunque
estaba más preocupado de lo que quería aparentar—, es más que suficiente por el
momento. El plan es el siguiente: La Navarra va a Ceuta y las corbetas a Melilla. Su
función será de momento puramente diplomática. Se trata de mostrar el pabellón y dar
tranquilidad a la población de Ceuta y Melilla. Si Marruecos hace algún movimiento
adicional actuaremos en consecuencia, pero no esperamos nada por el momento.
Respecto al submarino, su misión será controlar a la "Errhamani".

La corbeta Lieutenant Colonel Errhamani, construida en España y gemela de las


clase Descubierta, era el principal buque de guerra de Marruecos, y la única amenaza
significativa para las fuerzas españolas desde el mar. Según los últimos informes de
inteligencia permanecía amarrada al muelle, en su base de Al-Hoceima, o Alhucemas
en castellano. La misión del submarino Tramontana sería dirigirse allí y montar guar-
dia. Si la corbeta se hiciese a la mar, lo haría acompañada.

El ALFLOT consultó sus notas. Le preocupaba la escasez de fragatas clase Santa


María si las cosas llegaban a calentarse de verdad. La Santa María y la Victoria
estaban en el océano índico participando en "Libertad Duradera" y la Canarias
formando parte de una flotilla de la OTAN en el atlántico. Eso le dejaba justo con la
mitad de la 41a Escuadrilla de Escoltas disponible, pero la Reina Sofía estaba sometida
a mantenimiento y no estaría operativa en varias semanas. La Numancia quizá pudiese
hacerse a la mar en tres o cuatro días, pero su dotación estaba muy baqueteada por un
largo periplo por el índico del que habían llegado pocas semanas antes.

Se dirigió de nuevo a la sala:

— ¿Cómo está la 31a Escuadrilla?

—Acabo de hablar con El Ferrol —contestó un oficial—. Tienen preparada a la


Baleares para zarpar cuando sea necesario. El resto... bueno, están en ello.

El almirante asintió. Ciertamente las fragatas clase Baleares necesitaban


urgentemente un relevo. Deseó que las "F 100" estuvieran ya operativas, pero faltaban
todavía varios meses para que IZAR, la antigua Empresa Nacional Bazán, entregara la
primera de ellas, de nombre precisamente Álvaro de Bazán. Las otras se incorporarían
a razón de una al año, en el mejor de los casos.

—Bien —dijo—, la Baleares debe estar disponible para zarpar hacia aquí en
cualquier momento. Pongan las cosas en marcha.

Miró a su Estado Mayor y, tras una pausa, añadió:

—Señores, vamos a tener que trabajar duro en los próximos días. Sé que cuento
con ustedes. Ahora quisiera reunirme con los comandantes de la Navarra y la
Numancia. Localícenmelos y me los mandan para aquí.

Uno de los oficiales más jóvenes no pudo resistir la tentación de preguntar:

—Perdone la pregunta, almirante, pero, ¿y el Príncipe de Asturias?

El ALFLOT sonrió.

—El "Príncipe" se queda dónde está, al menos de momento. Tampoco queremos


parecer asustados, ¿no?

Morón, Sevilla.

A primera hora de la tarde, en el laboratorio fotográfico de la base de Morón, un


suboficial especialista terminó de revelar y clasificar el material fotográfico recogido al
amanecer por el Orion del Grupo 22 que se encontraba en la plataforma de
aparcamiento no lejos de allí. Las fotos eran de gran calidad y mostraban el despliegue
marroquí en la isla de Perejil. El suboficial contempló divertido la cara de susto de uno
de los gendarmes, agachado entre las piedras, que miraba directamente a la cámara.

Una vez clasificadas, llevó las fotos al despacho de su comandante, el jefe del
Grupo 22, que las estudió detenidamente. Aparentemente no había cambiado nada en
la isla desde la tarde anterior, a juzgar por los informes de la Guardia Civil.

Las fotografías serían enviadas a Madrid, pero probablemente serían


insuficientes para planificar una eventual intervención militar en el islote.

Para eso haría falta un levantamiento cartográfico en toda regla, lo que


requeriría la participación de los aviones de reconocimiento fotográfico Cessna C-550
Citation V, que, con la designación militar española TR-20, formaban parte del 403
Escuadrón.

El comandante lamentó que se hubieran dado de baja los RF-4C Phantom,


también conocidos como CR-12, del 123 Escuadrón, con base en Torrejón, que
hubieran sido perfectos para la misión. Claro que los años pasan para todos, también
para las máquinas, por impresionantes que puedan parecer.
Madrid.

La ministra de asuntos exteriores miró, otra vez, el reloj. Eran más de las siete de
la tarde y estaba hecha polvo. A pesar de que las jornadas de catorce horas de trabajo
no tenían nada de especial para ella, la noche anterior casi no había dormido, salvo un
par de horas amenizadas por constantes pesadillas.

Hacía hora y media había logrado, por fin, conseguir que le pasaran con su
homólogo marroquí. Quizá para compensar, éste la había tenido más de una hora al
teléfono. Había que reconocer que el ministro era un tío simpático. Hablaba un español
bastante correcto y había renunciado alegremente a hacer uso de un intérprete.
Durante toda la conversación se había comportado como si no pasara nada, o en todo
caso como si el asunto Perejil no tuviera la menor importancia. Un vecino que ha
aparcado ocupando parcialmente tu plaza del parking por descuido, eso era lo que
parecía. Solo que el vecino no tenía ninguna intención de cambiar su coche de sitio.

Tras una hora de darle vueltas al asunto decidieron volver a hablar en los
próximos días. Todos los intentos de transmitir a aquel hombre encantador la seriedad
con que se estaba tomando el gobierno español la crisis fueron aparentemente inútiles.

El único consuelo de la ministra era que sabía perfectamente que el ministro de


exteriores del Reino de Marruecos no era ningún idiota, por más que se quisiera hacer
el tonto. Seguro que había captado el mensaje... o eso esperaba.

13 de julio de 2002 Rota,

Cádiz.
El teniente de navío José Luis Herrero se terminó su café, horrible como
siempre, sentado a la mesa de la cámara de oficiales de la fragata F 85 Navarra,
atracada en el muelle 2 de la base naval de Rota. Todavía no eran las cinco de la
mañana, pero el día prometía ser largo e interesante. El comandante había convocado
un "briefing" a última hora de la tarde anterior para explicar a la oficialidad las
órdenes recibidas de ALFLOT, el almirante de la flota.

A las 07 00, la fragata debería zarpar con rumbo al puerto de Ceuta para
"mostrar el pabellón". No era probable que se declarasen hostilidades abiertas, pero si
llegaba a calentarse la cosa de verdad, su misión básica sería proporcionar cobertura
antiaérea a la ciudad de Ceuta, y "adquirir el dominio del espacio marítimo
circundante".
En la zona se encontraban ya dos patrulleras de la armada, la P 114 y la P 12
Laya, que habían zarpado la tarde anterior de Ceuta y Cádiz respectivamente.

A la Navarra se uniría su gemela la Numancia, recién llegada del océano índico,


donde había participado en la operación "Libertad Duradera" contra Afganistán en
compañía de la Santa María y el buque de aprovisionamiento Patino. A la Numancia
no se la esperaba hasta un par de días después, pues tenía que completar su
alistamiento después de un crucero de tres meses de duración.

Desde Cartagena estaba prevista en pocas horas la salida de dos corbetas para
cubrir Melilla y un submarino en misión de inteligencia.
Después de la reunión, y por orden del comandante, Herrero se había dedicado a
localizar a los oficiales que estaban fuera, de permiso, para hacerles volver a toda prisa.
Lo había dejado alrededor de la una de la madrugada, con lo que apenas tenía cuatro
horas de sueño en el cuerpo. Bostezó. Encendió un cigarrillo y aspiró profundamente.

—El último —le dijo a la taza de café vacía.

Cuando lo apagó se dirigió al CIC, el Centro de Información y Combate. El CIC


era el cerebro de la fragata, el lugar donde se recibía la información procedente de los
distintos sensores, como el radar, el sonar, y las comunicaciones. Allí se procesaba y se
distribuía a los diferentes servicios del navío y, por supuesto, al comandante.

La función de Herrero en el CIC era conocida como TAO, oficial táctico,


encargado de supervisar a los especialistas que se sentaban ante las distintas consolas,
lo que implicaba que era responsable ante el comandante de todo lo que allí ocurriera.

A esa hora la sala estaba todavía vacía, y los distintos monitores apagados. Se
sentó en su silla y alcanzó la carpeta que contenía los procedimientos operativos
estándar a seguir en cada situación. Se sabía de memoria buena parte de ellos, pero
nunca estaba de más un repaso previo... y esta vez no salían para un ejercicio
cualquiera.

Estrecho de Gibraltar.

A las once de la mañana la fragata Navarra entró en el estrecho de Gibraltar.


Desde ese momento el buque entró en situación de zafarrancho de combate, con la
tripulación en sus puestos asignados y todos los sensores en funcionamiento.

En el CIC, Herrero se paseaba entre las consolas de los operadores de sistemas,


que miraban atentamente a sus pantallas, marcando algunas trazas en las mismas con
lápices de cera.

El altavoz cobró vida con un sonido ligeramente metálico.

—Puente a CIC, informe.

Herrero tomó el micrófono y contestó:

—CIC a Puente, los radares aéreo y de superficie muestran sólo el tráfico


comercial habitual.

En efecto, las pantallas correspondientes a los radares AN/APS-49 y AN/SPS-55,


mostraban numerosos ecos, pero parecían corresponder a aviones comerciales y
buques mercantes. Teóricamente sería posible para un avión de ataque, volar
siguiendo un perfil semejante al de un avión de línea, a fin de confundir a los
operadores del radar, pero eso no era probable en la situación táctica actual. Además
tarde o temprano, debería cambiar ese perfil para iniciar la aproximación, y entonces
sería detectado. O eso esperaba Herrero.
Junto al puente de mando, el comandante de la fragata se apoyó en la barandilla
de acero del puente abierto de estribor. La mañana soleada y luminosa permitía ver
con claridad la costa de Marruecos a simple vista, aunque aún no se divisaba la isla
Perejil por confundirse su silueta con la mole rocosa del monte Yebel Musa, que se
recortaba en el horizonte. El comandante no pensaba que hubiera peligro inminente,
aparte del derivado del intenso tráfico marítimo de la zona. De momento su misión era
principalmente de relaciones públicas. En un par de horas atracarían en el puerto de
Ceuta, y tendría que reunirse con el presidente de la Ciudad Autónoma y con el
delegado del gobierno. Luego habría una rueda de prensa. Meneó la cabeza con cierto
disgusto ante la perspectiva. Sin duda se sentía más cómodo en el mar.

Ceuta.

Era sábado, por lo que Alfredo Suárez llegó al hospital bastante más tarde de lo
habitual. Sólo tenía que pasar a ver a sus pacientes ingresados y no esperaba encontrar
demasiados cambios en su evolución. Además se había acostado tardísimo, después de
pasar varias horas delante del ordenador, navegando en Internet y recopilando
información sobre la crisis cuyo epicentro se encontraba a pocos kilómetros de su casa.
Había terminado por preocuparse seriamente, preguntándose qué diablos hacía en
Ceuta un madrileño como él. Encima, su padre le había llamado por teléfono
exigiéndole que tomase el primer barco para la Península. Tras media hora de
conversación le había conseguido infundir un poco de tranquilidad aunque su padre, a
petición de su madre, le había exigido que llamase dos veces al día.

En la calle no se veían signos evidentes de tensión. Salvo por el casi constante


ruido de los rotores de los helicópteros que sobrevolaban la ciudad, era un sábado
normal. Alfredo decidió acercarse más tarde al puerto a ver si en aquella zona se veía
algo más.

En el hospital le esperaban buenas noticias. El muchacho que había operado dos


noches antes estaba mucho mejor. Ya había pasado a planta y el postoperatorio era
totalmente normal. Claro que era un chico joven y sano, y eso siempre ayudaba. El
resto de sus pacientes también estaban razonablemente bien, por lo que la visita
transcurrió sin sobresaltos.

Cuando terminó de escribir las hojas de evolución se quitó la bata blanca y se


dirigió al ascensor. Mientras esperaba que se abriera la puerta una joven se acercó y se
dirigió a él:

—Perdone, ¿es usted el doctor Suárez?

Él se dio la vuelta. Pensó automáticamente que sería pariente de uno de sus


pacientes, aunque no la reconoció. La chica era muy atractiva. De las que no se olvidan
fácilmente.

—Sí, soy Suárez. Usted es... —dejó la frase en el aire.

—Quería preguntarle por Chaid Hammadi. ¿Cómo está?


—Está muy bien, pero... perdone, señorita. ¿Es usted familiar del paciente?

La joven no parecía muy dispuesta a dar explicaciones, por lo que Suárez


comprendió que algo raro pasaba.

—Mire, si no es usted familiar del chico no le puedo contar nada sobre él. Lo
comprende ¿verdad?

—Me llamo Nadia Hachmi y soy periodista, doctor Suárez.

Hablaba español con un acento más francés que árabe. Y sonaba bien. En ese
momento llegó el ascensor. Suárez murmuró una disculpa y entró, tocando el botón de
la planta baja. La periodista se metió en el ascensor detrás de él.

—Verá, trabajo para el diario Quotidienne de Tetuán y necesito información


sobre el muchacho herido, para un artículo.

—Ya... verá: lo cierto es que no le puedo decir absolutamente nada. Es una


cuestión de secreto profesional. Seguro que lo comprende.

La chica hizo un gesto de contrariedad. Luego sonrió:

—Al menos permítame invitarle a un café para agradecerle su amabilidad,


doctor. Además, llevo esperándole aquí desde las ocho de la mañana y no he podido
desayunar.

Desde luego era guapísima, pensó Suárez. El médico no pudo evitar ponerse un
poco colorado. No era particularmente tímido, pero la muchacha estaba utilizando
todas sus armas de mujer. No tanto con lo que decía como con la entonación de la voz y
la expresión de su cara.

—De acuerdo —dijo con un tono de exasperación que no se correspondía para


nada a su estado de ánimo—, pero prométame que no me va a preguntar por mis
pacientes.

Nadia sonrió con coquetería.

—Lo prometo.

Se sentaron en una terraza cercana al hospital. Ella pidió café y él una Coca-Cola.

Estuvieron allí más de una hora durante la cual prácticamente sólo habló la
periodista, sin llegar a entrar en el tema del chico herido, pero obviamente buscando el
punto flaco de Suárez. Sin duda tenía una habilidad natural para eso.

Al cabo de un rato la periodista volvió al ataque frontal.

—Doctor Suárez, ¿operó usted en la madrugada del viernes a un joven herido de


arma blanca?

Alfredo no pudo evitar reírse.


— ¿Tú no te rindes nunca chiquilla? Mira, sí, operé a un paciente el viernes de
madrugada, pero no te voy a decir su nombre, ni el diagnóstico. Y tutéame, anda, que
estamos en la calle, y no hace falta tanto "doctor por aquí, doctor por allá".

La joven sonrió, triunfante, pero no se detuvo.

— ¿El chico fue apuñalado por la espalda?

Alfredo Suárez resopló, más divertido que ofendido.

—Verás, el paciente que yo operé, que puede ser, o no, el paciente por el que tú
preguntas, tenía una herida punzante en la fosa renal derecha. No sé cómo ni quién se
la hizo. Ni me interesa, la verdad. Lo importante es que está con vida, que no es poco.

Hizo una pausa para beber y continuó.

—Además, resumiendo lo que me has contado, si de verdad habláramos del hijo


de un político islamista marroquí que estaba en un local de alterne bebiendo, y vete tú
a saber qué más, que supuestamente ha sido atacado por la espalda por un legionario
español tan borracho o más que él... bueno tenemos un escándalo por partida doble, en
Tetuán y aquí... en el peor momento posible para todos. Comprende que no me
apetezca mucho echar más leña al fuego. Ya hará la policía lo que tenga que hacer.

Nadia asintió lentamente y dijo:

—Seguro que tienes razón, pero comprende que es mi trabajo y yo tengo que
informarme bien antes de escribir. De todas formas ya tengo todo el material que
necesitaba, y tranquilo que tú no vas a salir en el artículo. Bueno, si es que me dejan
publicarlo, claro.

Suárez había oído bastantes cosas acerca del estado de la libertad de prensa en el
país vecino, pero tuvo la delicadeza de no decir nada. Sin embargo se animó a
preguntar otra cosa:

—Oye, Nadia, ¿tú vienes mucho por Ceuta?

Ella sonrió.

—Continuamente. ¿Me das tu teléfono y algún día te llamo y tomamos algo?

Ahora sí que se puso colorado.

Cuando Suárez dejó la cafetería se dirigió al puerto. En ese momento entraba por
la bocana una fragata española. Aunque no era un experto, se dio cuenta que era un
barco grande y moderno. No alcanzaba a ver el nombre, pero daba igual. Sin duda el
Gobierno se estaba tomando en serio el asunto del Perejil.

Desde el puente de la Navarra, su comandante dirigía la maniobra de amarre.


Apartando por un momento la vista del muelle, miró su reloj. A esas horas estarían
llegando a Melilla las corbetas.
Ahora que las piezas estaban colocadas sobre el tablero, la partida podía
comenzar, pensó el comandante.

15 de julio de 2002

Washington D.C., Estados Unidos de América.

El embajador de España en los Estados Unidos entró en el despacho del máximo


responsable del Departamento de Estado, denominación norteamericana para el
Ministerio de Asuntos Exteriores.

El secretario de estado le recibió cordialmente, disculpándose por no haberle


podido ver antes por culpa de su apretada agenda.

El embajador, tras las cortesías diplomáticas habituales, entró en materia algo


envarado por lo complejo de la situación.

—Señor secretario, en la tarde del día 11, hace cuatro días, un pequeño grupo de
soldados marroquíes ocupó, como sin duda sabe, la isla del Perejil. El Gobierno de
España ha exigido formalmente a Marruecos la retirada de esas tropas a fin de
devolver a la isla su "status quo" previo. Como ayer declaró el presidente de turno de la
Unión Europea, el Gobierno de España cuenta con el pleno apoyo diplomático de la
Unión. El motivo de solicitar esta audiencia, señor secretario, es el deseo del Gobierno
de España de informar al Gobierno de los Estados Unidos, como nación amiga y
aliada, del desarrollo de esta crisis.

El secretario de estado escuchó pacientemente las minuciosas explicaciones del


embajador sobre las medidas diplomáticas y militares adoptadas por España para
gestionar la situación, mientras se preguntaba, no por primera vez, cómo podía
alguien pretender que un solo hombre, él, tuviese controlados, en nombre del
Presidente de los Estados Unidos, todos y cada uno de los conflictos del planeta.
Palestinos e israelíes, hindúes y pakistaníes, chinos y taiwaneses, rusos y chechenios...
y eso sin contar con sus propios problemas con Irak, Afganistán y los malditos
fanáticos de Al-Qaeda. Lo único que le faltaba era una guerra en el jodido estrecho de
Gibraltar.

Haciendo honor a la fama de los norteamericanos de no andarse por las ramas, el


secretario preguntó:

— ¿Tiene España la intención de recuperar militarmente la isla?

—El Gobierno desea agotar las vías diplomáticas habituales, señor secretario,
pero si estas no fructifican en un plazo... razonable... España no aceptará hechos
consumados.

El turno de ser directo había llegado para el embajador:

—Si esa situación se llega a producir, ¿puede España contar con el apoyo
diplomático de los Estados Unidos?
El alto funcionario norteamericano dejó pasar unos segundos antes de
responder.

—Señor embajador, cuenta usted con mi plena simpatía. Sin embargo debe
comprender que la situación de América en este conflicto es extremadamente delicada.
En la actual guerra contra el terrorismo en la que nos vemos envueltos... —en este
punto su voz tomó una inflexión casi imperceptible de triste ironía—, el Reino de
Marruecos es, por su posición en el mundo árabe, un aliado excepcionalmente valioso
para los Estados Unidos.

Según interpretó el embajador, esa ironía traslucía el creciente escepticismo del


secretario de estado hacia la política de su presidente, ampliamente comentado por los
medios de comunicación internacionales.

El secretario continuó:

—El Gobierno de los Estados Unidos desea fervientemente, que se alcance una
solución diplomática para esta crisis y ofrece sus buenos oficios como mediador entre
las partes.

Quedaba claro entonces, pensó el embajador. En realidad era lógico. En plena


campaña de preparación de la opinión pública mundial para un próximo ataque contra
Saddam Hussein, los Estados Unidos no podían permitirse el lujo de perder un aliado
como Marruecos por una isla no mayor que el solar que habían dejado las Torres
Gemelas al caer. Al fin y al cabo, España no iba a unirse al Pacto de Varsovia, ¿verdad?

Bueno, al menos la OTAN había cambiado su postura inicial tras la reunión de su


colega el embajador ante la Alianza con el secretario general de la misma, emitiendo un
comunicado oficial en el que se exigía a Marruecos la vuelta a la situación anterior. Y a
fin de cuentas Estados Unidos era también miembro de la OTAN.

Se dirigió a su interlocutor, que le miraba compungido, para dar por terminada la


reunión:

—Señor Secretario, el Gobierno de España le agradece su atención y su paciencia.


Inmediatamente transmitiré su oferta de mediación a Madrid. Buenos días.

—Buenos días, amigo mío, y... suerte.

Ceuta.

Suárez estaba de nuevo sentado frente a su ordenador, enfrascado en el


seguimiento de la crisis a través de los medios de comunicación digitales.

Esa mañana había comenzado el Debate sobre el Estado de la Nación, y el


presidente del Gobierno había leído una nota muy dura respecto al conflicto. La
oposición había apoyado, en general, la actuación del Gobierno, sin que eso impidiera
que luego se hubiesen dado los machetazos habituales en el resto de los temas de
política nacional.

Cuando terminó de leer los artículos más interesantes de la prensa, comenzó con
las opiniones de los internautas.

Leyó, sorprendido y un poco asqueado, los comentarios dejados en un foro de


debate creado para la ocasión por uno de los periódicos de tirada nacional. Había
algunas opiniones sensatas y meditadas, pero la mayoría de lo que leía era pura
basura.

"Haber si el ejército saca de la isla a todos los moros cabrones hijoputas que solo
bienen a kitarnos el trabajo a los pobres españoles" decía uno de los más inspirados.

La verdad era que Marruecos había conseguido sacar a flote lo peor de mucha
gente. Se planteó escribir su propia opinión en el foro, pero decidió no hacerlo. En
realidad no tenía una opinión suficientemente formada todavía.

En ese momento sonó el teléfono. Era del hospital.

—Mira, yo no estoy hoy de guardia. Creo que está-

La enfermera del turno de tarde le interrumpió:

—No, Alfredo, verás... se trata de Chaid, el chico de la nefrectomía.

— ¿Pasa algo con él? Esta mañana estaba fenomenal.

—No, hombre, no. Déjame terminar. No es eso. Es que ha venido su padre y se lo


quiere llevar. Gómez ya ha hablado con él, pero el padre insiste en hablar contigo. Está
muy pesadito con eso, y como tú vives aquí aliado...

—Nada mujer, ya voy. Total, no estaba haciendo nada útil. Dile que en media
hora estoy allí. Ahora te veo.

—Pues gracias y hasta ahora.

Suárez se dio una ducha rápida y se vistió. Le parecía demasiado pronto para
trasladar al paciente, pero sospechaba que el follón de Perejil tenía algo que ver con
eso. Seguramente la familia no se quería arriesgar a que acabaran cerrando la
frontera... o algo peor.

Lo que le parecía raro era que el padre hubiese tardado tanto en venir. Desde el
principio, el chaval había estado acompañado por su hermano mayor, que no se había
movido de su lado, pero no había venido nadie más a verle. Bueno, salvo los
periodistas, claro, pero esos no habían podido entrar a la habitación.

Cuando Suárez entró en la habitación del hospital, su paciente estaba dormido.


Junto a él se encontraba un hombre de unos cuarenta y tantos años, vestido con un
traje pulcro pero pasado de moda. Lucía una barba cerrada de color negro profundo,
cuidadosamente recortada.

Se levantó enseguida y se acercó al cirujano. Le puso ambas manos en los


hombros y le miró a los ojos.

—Doctor, usted ha hecho algo más que salvar la vida de mi hijo.

Suárez intentó protestar, murmurando que sólo había hecho su trabajo, pero el
marroquí le interrumpió.

—Cuando nació mi hijo Chaid, me colmó de felicidad. Verle jugar con su


hermano era para mí como estar en el Paraíso. Cuando tuvo edad para escucharme, le
sentaba en mis rodillas y le leía el Corán. Le hablaba de Dios Misericordioso y soñaba
con verle crecer y convertirse en un hombre justo y piadoso.

Pero algo ocurrió. Cuando fue a la escuela comenzó a frecuentar malas


compañías. A pesar de mis advertencias su camino se desvió cada vez más de la
Verdad... Y ahora esto.

Según hablaba, los ojos del padre del chico se fueron llenando de lágrimas, pero
no soltaba los hombros de Alfredo.

—Si Chaid hubiera muerto, habría perdido su alma. Sin embargo usted evitó eso.
Ahora podrá volver a Dios, bendito sea su Nombre, y recuperar la virtud. Mi gratitud y
la de mi familia serán eternas, doctor. Jamás olvidaré lo que ha hecho.

Suárez se sentía cada vez más incómodo. Lo que decía aquel hombre podía ser
conmovedor, pero él no era creyente y se hubiera conformado con un simple "gracias".

Intentó llevar la conversación al tema, mucho más manejable para él, de los
preparativos para el traslado, pero descubrió que ya estaba todo organizado. En el
aparcamiento del hospital estaba preparada una UVI móvil privada y los requisitos
administrativos estaban resueltos.

Sólo necesitaba un informe médico para el alta, de manera que salió de la


habitación y se sentó frente al ordenador del control de enfermería para redactarlo. La
enfermera que le había llamado se acercó con una taza de café.

— ¿Cómo te ha ido?

—Bien, bien. Ese hombre ha sido muy amable. Lo que pasa es que me ha soltado
un rollo que no veas.

— ¿No habías oído hablar de él? Es un líder integrista de lo más radical. Siempre
está soltando discursos sobre que los españoles somos unos infieles y cosas por el
estilo. Claro que tampoco se queda corto hablando del Rey de Marruecos y de su
gobierno. Ha estado en la cárcel un par de veces y todo.

—Y tú, ¿cómo sabes tanto?


—Pues porque mi marido es policía, y cada vez que se arrima a la frontera lo
tienen que seguir. En parte para que no le pase nada, no vaya a ser que luego nos echen
la culpa a nosotros, y en parte para controlar con quién se reúne aquí y eso.

—Oye Isabel, eso... ¿no es ilegal?—dijo Suárez levantando una ceja con cara de
guasa.

La enfermera se encogió de hombros:

—Ni idea, hijo, el caso es que lo hacen.

Rabassa, Alicante.

Cuando el último de los elementos "hostiles" quedó firmemente maniatado e


inmovilizado en el suelo, el brigada al mando del equipo "alfa" habló brevemente por la
radio que llevaba en su equipo de combate:

—Bravo uno, aquí Alfa uno. Posición asegurada.

El comandante de la unidad respondió inmediatamente:

—Muy bien, Alfa uno. Han sido 45 minutos y... 22 segundos.

Había satisfacción en su voz. El equipo "alfa", y también el "bravo", se habían


formado con una selección de los mejores soldados del Grupo de Operaciones
Especiales, o GOE, "Valencia III” encuadrado en el Mando de Operaciones Especiales
también conocido como MOE, del Ejército de Tierra. Su base se encontraba en
Rabassa, en la provincia de Alicante. Se trataba de la elite dentro de la elite. Una
unidad equiparable a sus "primos" de los Delta Forcé norteamericanos o los SAS
británicos. Estaba entrenada, como ellos, para llevar a cabo misiones de gran dificultad
y alto riesgo, de día o de noche y en cualquier condición meteorológica.

Acababan de "reconquistar", no por primera vez desde el día 11, en que habían
sido acuartelados, un islote deshabitado y alejado de zonas pobladas en algún lugar de
la costa mediterránea.

La roca en cuestión se había seleccionado tras el estudio detenido de las


fotografías obtenidas por los aviones de reconocimiento del Ejército del Aire. Era
sorprendentemente parecida a Perejil, quizás algo más pequeña, pero perfectamente
útil para el entrenamiento.

El GOE “Valencia III” había sido seleccionado por el JEMAD para preparar una
posible intervención en la isla del Perejil por varias razones. En primer lugar era
probablemente la unidad más capacitada para hacerlo, pero además había una razón
política: el peso de la respuesta militar española a la invasión marroquí estaba
recayendo hasta el momento sobre la Armada y, en menor medida, el Ejército del Aire.
Ambas tendrían también papeles destacados si llegaba a ser necesaria una in-
tervención directa. El jefe de estado mayor deseaba que también el Ejército de Tierra
participara. Eso complicaría la logística y la preparación de las operaciones, pero
mandaría un mensaje a quien lo quisiera escuchar: las Fuerzas Armadas españolas, a
pesar de sus muchas carencias, habían alcanzado un grado de preparación y
coordinación interarmas homologable al de los mejores ejércitos del mundo. Y eso era
algo que el JEMAD quería que quedase perfectamente claro.

Rota, Cádiz.

El almirante de la flota y el jefe de estado mayor de la armada, también conocido


como AJEMA, se "reunieron" por videoconferencia segura como venían haciendo una
o dos veces al día, desde el comienzo de la crisis.

El AJEMA empezó, como siempre, resumiendo los movimientos diplomáticos de


la jornada, que parecían confirmar la impresión de ambos de que Marruecos no iba a
retirarse.

—A estas alturas, ya es casi seguro que vamos a tener que intervenir —dijo.

— ¿Ya tiene nombre la operación? —preguntó el ALFLOT.

—"Romeo Sierra". Si no hay avances diplomáticos claros, en veinticuatro horas


iniciaremos las operaciones.

"Romeo Sierra", correspondía en el alfabeto fonético internacional a las siglas R.


S., iniciales de "Recuperar Soberanía", o "Recuperar Status", como se diría más tarde
de forma más políticamente correcta.

El jefe de estado mayor preguntó por la situación de alistamiento de los efectivos


navales asignados a la operación, que sería coordinada por el contralmirante jefe del
Grupo de Proyección de la Flota.

—Todo está preparado. Esta noche llegará de El Ferrol la Baleares y mañana


zarpará dando escolta al Castilla para situarse en posición de espera. El resto de los
buques implicados se encuentran en sus posiciones sin novedad, y los Harrier de la 9a
Escuadrilla están preparados para iniciar las operaciones. Sólo esperamos la orden de
proceder — contestó el ALFLOT.

16 de julio de 2002

Isla Perejil, Estrecho de Gibraltar.

Las primeras horas de la madrugada del día 16 trajeron el deseado relevo a los
gendarmes que ocupaban la isla de Leyla. Amparada en la oscuridad, una embarcación
semirrígida tipo zodiac fue botada desde el patrullero de altura marroquí Rais
Bargach. Una escuadra de la Real Infantería de Marina subió a bordo para
desembarcar poco después en el islote, donde tomaron posiciones. Los gendarmes
embarcaron en la misma zodiac, que los llevó a tierra firme.

Horas después llegaron desde la costa los elementos necesarios para sustituir la
tienda de campaña de los gendarmes por una especie de cobertizo prefabricado que los
infantes de marina montaron rápidamente.
Esa misma noche, en el monte Yebel Musa, una compañía de infantería de las
Fuerzas Armadas Reales, equipada con armas ligeras, se desplegó tomando posiciones
de observación en la ladera.

El Rais Bargach permaneció en posición a escasa distancia de la isla del Perejil,


suministrando provisiones y pertrechos a las tropas marroquíes, en una operación que
duró hasta bien entrado el nuevo día.

A bordo del buque marroquí, el primer oficial se encontraba al mando en el


puente. El comandante se había retirado a su camarote después de permanecer toda la
noche dirigiendo las operaciones.

El suboficial a cargo del radar le llamó sin despegar la cabeza del cono de goma
que impedía el reflejo de la luz diurna en la pantalla.

—Señor, tengo un contacto nuevo en el radar. Viene del este a gran velocidad.

El primer oficial se acercó al monitor y tocó el hombro del suboficial.

—Déjeme ver — dijo.

Se inclinó sobre la pantalla, pero realmente no era necesario. En el mismo


momento en que vio el punto brillante indicado por su subordinado, oyó el ruido
inconfundible del rotor de un helicóptero. Salió al puente descubierto y miró hacia el
sureste. El helicóptero gris era, lo reconoció a simple vista, un AB-212 de la Armada
Española. El aparato dio una vuelta completa a baja altura alrededor de la isla de Leyla
y luego, con toda tranquilidad, se mantuvo en estacionario sobre una de las banderas
marroquíes que ondeaban sobre el islote.

El primer oficial mandó llamar al comandante sin apartar la vista del helicóptero
español, inmóvil a dos o tres metros de altura sobré la isla. El piloto tenía que ser un
completo inconsciente para hacer eso. Una orden suya y lo podrían hacer papilla con
las ametralladoras dobles tipo 58, de 14.5 milímetros. Pero sus instrucciones eran
claras: nada de abrir fuego salvo en estricta defensa propia.

Maldijo mentalmente al piloto español. ¿Realmente era necesario provocar de


esa manera?

Cuando el comandante entró en el puente, con los ojos enrojecidos y cara de mal
humor, el helicóptero ya había desaparecido.

El piloto del helicóptero no era ningún inconsciente. Sabía perfectamente que su


misión era arriesgada, pero también era imprescindible. El relevo de la guarnición de
la isla llegaba en el peor momento posible y había que determinar con exactitud
cuántos efectivos se habían desplegado y qué armamento llevaban. Y había que
saberlo ya.

Madrid.

El ministro de defensa estaba cansado. Llevaba cinco días durmiendo poco y


mal, y eso es algo capaz de acabar con cualquiera.
Lo peor era que sabía que la cosa no había hecho más que empezar. Si no ocurría
un milagro, España se iba a ver envuelta en menos de veinticuatro horas en una
guerra. Los análisis de inteligencia de que disponía, predecían que se trataría de un
enfrentamiento breve y limitado, pero él sabía muy bien que las predicciones no son
infalibles.

Frente a él tenía un estudio de los conocidos por los anglosajones como "best
case/worst case", es decir un análisis optimista/pesimista de la situación. El "mejor
caso", considerado como el más probable, indicaba que la toma de Perejil por las
fuerzas especiales se produciría sin resistencia significativa y con escasas bajas. El
"peor caso" contemplaba una decidida resistencia de las tropas marroquíes, que
obligaría a su neutralización con fuego de apoyo aeronaval y una respuesta de las fuer-
zas aéreas de Marruecos que implicaría una batalla por el dominio del espacio aéreo.
Aunque no se dudaba de la capacidad del Ejército del Aire para prevalecer, el propio
informe reconocía la imposibilidad de predecir el alcance posterior de las hostilidades.

Lo que no se contemplaba en ninguna parte era la posibilidad de fracasar en la


misión.

Mientras el ministro leía de nuevo el informe, sonó el teléfono. Aunque esperaba


la llamada, el timbre le sobresaltó. Se trataba del jefe de estado mayor de la defensa,
que esperaba en el antedespacho. Su secretario le hizo pasar.

El JEMAD interrogó con la mirada a su ministro. La respuesta fue una lenta


negación con la cabeza. Ninguna novedad desde el punto de vista diplomático.

El ministro habló primero.

— ¿Está todo preparado almirante?

—Absolutamente, señor ministro. A estas horas los efectivos del MOE estarán
embarcando en los helicópteros. Se concentrarán con la fuerza de apoyo en El Copero.
Si no hay contraorden, despegarán hacia el objetivo a las cuatro de la madrugada. A eso
de las cinco despegarán cuatro F-18 de Torrejón y dos Mirage F-1 de Albacete. Los
Harrier de la armada despegarán a las cinco cuarenta y cinco de Rota, y Morón entrará
en alerta máxima a partir de las seis. Allí habrá ocho F-18 armados y listos para
despegar en quince minutos. Además, una parte importante de los escuadrones de F-18
de Torrejón y Zaragoza han sido desplegados a Morón, por si fueran necesarios.

— ¿Cuál es la hora límite para la cancelación de la misión?

—Las cinco treinta, señor ministro pero... yo no lo dejaría para tan

tarde.

El ministro se frotó los ojos en un gesto de cansancio.

—Vamos a hacer lo siguiente: dentro de un rato me voy para Moncloa. Estaré allí
reunido con el presidente toda la tarde... y parte de la noche, supongo. También estará
la ministra de exteriores. Acabo de hablar con ella y estaba a punto de llamar al
embajador en Rabat para llamarlo a consultas. Estoy casi seguro de que Marruecos no
se va a retirar. Si el presidente da... cuando el presidente dé la orden definitiva, le
llamaré para poner las cosas en marcha. Luego nos reuniremos en el Centro de
Conducción de Operaciones.

Vaciló un segundo antes de seguir. No pretendía parecer pomposo, pero había


cosas que no debían quedar sin decir.

—Almirante, diga a su gente que el Gobierno y el Pueblo de España confían en


ellos.

—Muchas gracias, señor ministro, así lo haré.

El Copero, Sevilla.

Una vez recibida la orden del JEMAD, los ocho helicópteros Eurocopter Cougar
del BHELMA II desplazados a Rabassa, despegaron cargados con dos equipos
completos de soldados del MOE, con rumbo a la base sevillana de El Copero. Volaban
tratando de evitar poblaciones o carreteras importantes, en un intento de pasar lo más
desapercibidos posible.

Cuando llegaron a su destino ya era completamente de noche. Los pilotos y el


medio centenar de "boinas verdes" bajaron de los helicópteros y se dirigieron a las
instalaciones de la base para cenar algo, antes del último "briefing" previo a la partida.

Cuando terminaron de cenar se reunieron en el salón de actos de la base.

De las dos unidades de acción desplazadas a El Copero, sólo una despegaría para
el asalto inicial, embarcada en cuatro de los ocho helicópteros de transporte. La otra
quedaría en reserva, lista para partir en cuestión de minutos si llegaba a ser necesario.

El teniente coronel al mando de la operación expuso todos los procedimientos a


seguir por ambas unidades, insistiendo especialmente en las ROE, las reglas de
enfrentamiento, que definían en qué situaciones concretas, y en cuáles no, podían
hacer uso de sus armas de fuego.

Cuando terminó, las tropas del MOE se reunieron de nuevo en un hangar para
comprobar, una vez más, el estado de sus armas y equipos de combate.

Las tripulaciones de los helicópteros se quedaron en el salón de actos para


repasar los datos técnicos de navegación y los horarios.

Sólo quedaba esperar la hora de partida.

Ceuta.

Alfredo Suárez estaba viendo la televisión. El informativo de las nueve de la


noche analizaba, como todos los días, la crisis hispano-marroquí. La Presidencia de la
Unión Europea había exigido a Marruecos la retirada de la isla, anunciando gestiones
diplomáticas en Rabat para lograr una solución negociada. Se informaba también de
contactos bilaterales entre los ministros de asuntos exteriores de España y Marruecos.
Ambos habían mantenido, según el informativo, una conversación "franca" para
resolver el contencioso. Y mientras tanto, la presencia militar española en la zona
seguía aumentando.

Antes de que terminara el telediario sonó el teléfono. Alfredo lo cogió pensando


que sería su padre.

—Buenas noches, doctor Suárez, soy Nadia Hachmi. ¿Me recuerda?

Suárez se atragantó con la Coca-Cola.

—Claro que me acuerdo, Nadia. ¿Qué tal estás?

Se sentía idiota, con treinta y tantos años y nervioso como un adolescente.

La periodista, sin embargo, parecía muy tranquila.

—Muy bien Alfredo. Mira, estoy en Ceuta y me preguntaba si querrías cenar


conmigo... si no tienes otros planes, claro.

—No, no, en absoluto. En realidad pensaba pedir una pizza, pero claro que me
apetece cenar contigo. ¿A qué hora te viene bien?

Nadia no tenía problemas con el horario, de modo que quedaron a las diez en un
conocido restaurante, especializado en cocina magrebí, sugerido por la joven que, al
parecer, conocía los restaurantes de la ciudad mucho mejor que Alfredo.

El médico se las arregló para llegar a la cita con casi cinco minutos de adelanto,
después de ducharse y arreglarse, afeitado incluido, en un tiempo récord.

Nadia llegó poco después. Habló en árabe con el maître, que evidentemente la
conocía, y éste les acompañó a una mesa en un rincón tranquilo del restaurante.

—Bueno —dijo Alfredo—, sí que has vuelto pronto.

—Me han mandado para escribir un artículo sobre la movilización del Ejército
español en Ceuta. Siempre que pasa algo aquí me mandan a mí. Como hablo español...

—Sí que lo hablas bien. ¿Dónde aprendiste?

La periodista le contó que era hija de padre marroquí y madre francesa. Su padre
hablaba también español y había querido que lo aprendiera por lo que la había
mandado a un colegio español. La carrera de periodismo la había estudiado entre
España y Francia, con una beca de la Unión Europea.

—O sea que hablas... ¿tres idiomas?

—Cinco: además de español y francés hablo inglés, árabe y tama- zight


—contestó Nadia sin siquiera un poquito de falsa modestia.

La cena fue excelente, a pesar de que los platos fuertemente especiados no eran
los preferidos de Suárez. Lo cierto es que estaba más pendiente de Nadia que de lo que
comía. Mientras esperaban el postre sonó el móvil de la periodista, que se disculpó con
una mueca y contestó. La conversación fue rápida e incomprensible para Alfredo que
no entendía una palabra de árabe.

Nadia colgó.

—Mi jefe —explicó—. Nunca cuenta con las dos horas de diferencia entre
Marruecos y España. Allí son todavía las nueve de la noche y están cerrando la edición
de mañana. Me ha dicho que España ha retirado a su embajador en Rabat y que reúna
información... ¡como si pudiera entrevistar yo a alguien a las once de la noche!

— ¿Y qué vas a hacer?—preguntó Suárez.

—Pues irme a la frontera y esperar a ver si aparece el embajador, porque a estas


horas no hay vuelos, o sea que tiene que haber salido de Rabat en coche.

— ¿Te vas a pasar toda la noche allí?

—Sólo hasta que llegue... calculo que entre las dos y las cuatro de la mañana.

Era evidente que la perspectiva no la hacía nada feliz de manera que Alfredo se
ofreció enseguida a acompañarla. La frontera no era un sitio particularmente
agradable, al menos de madrugada.

La joven aceptó encantada.

Madrid.

Hacia las doce de la noche, las luces del despacho del presidente del gobierno, en
el palacio de la Moncloa, seguían encendidas. Además del presidente, se encontraban
allí los ministros de interior, defensa y exteriores. También estaban los vicepresidentes
y varios miembros del personal de Presidencia.

La reunión había empezado a las diez de la noche. La primera intervención había


sido de la ministra de exteriores. Había explicado el resultado, ninguno, de sus últimos
contactos con su homólogo marroquí. Aparentemente Marruecos no tenía la más
mínima intención de reconsiderar su ocupación del islote. Por si fuera poco, a primeras
horas del día siguiente estaba programada una excursión a la isla, patrocinada por el
Gobierno alauita, para la prensa internacional acreditada en Rabat.

Su última conversación antes de abandonar el palacio de Santa Cruz había sido


con el embajador de España en Marruecos. El embajador, según había decidido el
Gobierno esa mañana, había sido "llamado a consultas" y se esperaba que llegara a
Ceuta en las próximas horas.

El Gabinete de Crisis volvió a debatir las alternativas para la solución de la crisis.


Estaba claro que la vía diplomática estaba agotada.

La actitud más bien tibia de Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos parecía
haber dado esperanzas a Marruecos, a pesar de las declaraciones de la UE y la OTAN.
Al fin y al cabo, todo el mundo sabía quién mandaba en esas organizaciones.
La estrategia marroquí estaba ahora muy clara para el gobierno de España:
mantener una mínima, nada amenazadora, presencia en la isla, aguantar todo el
tiempo posible allí, y convencer al mundo de que la isla siempre había sido suya.

Si no se lograba una solución rápida, el problema se enquistaría eternamente.

Y eso era, precisamente, lo que había que evitar, enviando, de paso, un mensaje
inequívoco a cualquiera que tuviera ganas de jugar con la integridad territorial de
España. Naturalmente muchos, entre los potenciales destinatarios del mensaje, no
habían nacido en el extranjero.

Después de una última conversación telefónica con el Palacio de la Zarzuela, el


presidente había permanecido bastante callado durante toda la reunión. La decisión
última la tendría que tomar él, y se le veía preocupado.

Cuando la conversación languideció por falta de nada nuevo que añadir, se


levantó de su butaca y salió al jardín. Nadie le siguió.

Un par de minutos después, el presidente del Gobierno volvió a entrar en la sala.


Miró a los presentes y se dirigió al ministro de defensa.

—Ya es ineludible, que tengan mucha suerte, que Dios nos ayude y que vuelvan
con el triunfo.

El ministro asintió en silencio y descolgó el teléfono.

17 de julio de 2002

Golfo de Cádiz.

La orden definitiva para la activación de Romeo Sierra llegó al buque de asalto


anfibio L 52 Castilla, que actuaría como centro de mando avanzado, apenas pasada la
medianoche. El gran navío, uno de los más modernos en servicio en la Armada
Española, navegaba escoltado por la fragata Baleares en aguas del Golfo de Cádiz.

En el Centro de Mando del buque, el contralmirante al mando de la operación


recibió el mensaje descodificado por los especialistas de la sala de radio. Se dirigió a sus
oficiales de Estado Mayor:

—Nos ponemos en marcha —dijo—. Cursen órdenes a la Numancia y la Navarra


para que tomen posiciones frente al objetivo. Las tropas del MOE despegarán de El
Copero a las cuatro cero cero. Para entonces deberemos estar en nuestra posición de
espera. La Unidad Aérea Embarcada estará preparada para iniciar operaciones de vuelo
en ese momento.

El jefe de la UNAEMB, el componente aéreo a bordo del buque, asintió y salió de


la sala con destino a la zona del barco asignada a sus pilotos y tripulaciones. Su primera
misión sería trasladar a tierra firme, concretamente a la sierra del Retín, en Cádiz, a un
equipo de control aéreo avanzado, también llamado FAC por sus siglas en inglés, de la
Unidad de Operaciones Especiales de la Infantería de Marina. Los infantes de marina
se reunirían con sus colegas del Ejército de Tierra en un punto de aterrizaje avanzado.
El trabajo no lo haría uno de los grandes helicópteros SH-3 D Sea King de la 5a
escuadrilla de la Armada, que en ese momento reposaban en el hangar situado a proa
de la cubierta de vuelo, sino un AB-212 de la 3a escuadrilla. Si todo salía bien, esa sería
la única misión importante de los helicópteros de la Armada en la operación. Si por
cualquier circunstancia adversa las primeras unidades de asalto del MOE no
conseguían el control de la isla, un equipo completo de operaciones especiales de la
Infantería de Marina esperaban en sus sollados a bordo del Castilla. Entonces sus Sea
King tendrían que trasladarlos a la isla Perejil.

El jefe de la UNAEMB sabía que hombres y helicópteros estaban perfectamente


preparados para llevar a cabo su misión, pero esperaba, por el bien de todos, que su
intervención no fuera necesaria.

En el puente de mando del Castilla, su comandante recibió la orden del


contralmirante de proceder a su posición asignada para la operación.

—Caiga a rumbo cero nueve cero —ordenó al timonel.

—Al cero nueve cero, comprendido.

La proa del buque de asalto giró para apuntar directamente al este, en demanda
del Estrecho de Gibraltar.

Ceuta.

Alfredo y Nadia estaban sentados en el coche de la periodista, a pocos metros del


puesto de control de la Guardia Civil en la Frontera de El Tarajal. No tenían ninguna
esperanza de que el coche del embajador se fuera a detener para una entrevista, pero
al menos Nadia podría confirmarle a su jefe que, efectivamente, el diplomático
español había llegado a Ceuta. Al día siguiente intentaría hablar con él, antes de que
saliera para Madrid, aunque tampoco eso resultaría fácil.

Según pensaba Nadia, las cosas se estaban moviendo demasiado deprisa para
poder hacer un seguimiento periodístico serio. Le habían encargado cubrir el punto de
vista español sobre la crisis hacía menos de dos días. Apenas había tenido tiempo de
documentarse y eso no le gustaba.

Alfredo le preguntó por la opinión de los marroquíes sobre el problema.

—Pues en general la gente está bastante... extrañada de que los españoles os


toméis todo esto tan en serio, pero supongo que habrá opiniones para todos los gustos.
Yo creo que casi nadie había oído hablar de la isla hasta ahora, pero como está tan
cerca de la costa, pues todos asumen que debe ser marroquí.

—Lo que yo no entiendo —dijo Suárez—, es porqué el gobierno marroquí está


siempre buscando problemas con España. ¿No sería más productivo llevarnos bien?

Nadia miró a su acompañante con sorna.

— ¡Cómo si el Gobierno de Su Majestad tuviera que darle explicaciones a nadie


sobre los motivos por los que actúa!
Luego se puso un poco más seria y siguió hablando.

—De todos modos, piensa que las cosas no son tan simples. En realidad España
no siempre ha actuado con total lealtad hacia Marruecos. Los españoles sois tan...
bueno, tú no, pero muchos lo son... soberbios. Reconoce que nos miráis por encima del
hombro y os sentís superiores. Al fin y al cabo, sólo somos moros.

—Bueno, bueno, Nadia. No te calientes que no todo el mundo es así. Además no


es esa la cuestión. Si no estaba claro de quién era la isla, pues se deja como está y a otra
cosa. ¿O me vas a contar que te crees el rollo de que es para vigilar terroristas?

—Claro que no me lo creo. Ojalá mi país tuviera dinero para vigilar a los
narcotraficantes y a los traficantes de emigrantes. A mí me parece que lo que quiere el
gobierno es distraer a la gente de lo mal que van las reformas democráticas. Pero la
respuesta española es exageradísima.

Alfredo no tenía ganas de discutir, desde luego no en su primera cita. Y, además,


algo de razón tenía Nadia, pensó, recordando los foros de Internet que había leído. Se
preguntó porqué es tan fácil entenderse entre las personas y tan difícil entre los grupos
humanos, sean naciones, religiones o cualquier otro colectivo. Decidió cambiar de
tema.

A eso de las dos y media, mientras se contaban anécdotas de la universidad,


Nadia observó movimiento en la frontera. Se bajó del coche y corrió hacia la garita de
control. Un Peugeot 607 de color oscuro cruzó la zona iluminada y se detuvo unos
instantes, mientras el conductor mostraba los pasaportes a la Guardia Civil. La
periodista se inclinó sobre la ventanilla trasera pero un agente le pidió que se retirara.
El vehículo arrancó hacia el centro de la ciudad.

Cuando Nadia volvió a su coche, el médico preguntó:

— ¿Y ahora?

—Ahora le vamos a seguir a ver dónde se aloja. Luego... ya veremos.

A pocos kilómetros de allí, en el puerto de Ceuta, la fragata Navarra iniciaba las


maniobras necesarias para zarpar. La Numancia estaba ya en alta mar.

El teniente de navío Herrero se encontraba en su puesto en el CIC. Todos los


radares se encontraban en "stand-by", conectados pero sin emitir señales. El
comandante había ordenado condición EMCON, de modo que el buque no emitía
fuentes electrónicas, aunque sus receptores de alerta trabajaban a pleno rendimiento.
Eso dificultaba la navegación, por supuesto, pero era necesario para pasar todo lo
inadvertidos que fuera posible. La fragata siguió a un remolcador hasta sobrepasar la
bocana del puerto. Luego, el barco auxiliar se apartó a un lado y la Navarra ganó mar
abierto, virando a babor con ayuda del viento de levante. Navegarían visualmente,
siguiendo las luces de la costa, y con apoyo del GPS de a bordo hasta su zona de
patrulla, pocas millas al nordeste de la isla de Perejil. Al noroeste, se situaría su gemela
la Numancia. Ambas fragatas se situarían entre la isla y cualquier buque marroquí que
intentara acercarse, bloqueando toda posibilidad de refuerzo por vía marítima.
Herrero repasó la tabla de horarios para la operación. A las cinco treinta, las
cinco y media de la madrugada, los radares de exploración entrarían en actividad. La
Navarra y la Numancia actuarían como plataformas de defensa antiaérea para
cobertura local. La cobertura lejana sería responsabilidad del Ejército del Aire.

El Copero, Sevilla.

A las tres y media de la madrugada se dio la orden de embarcar. Los veinticinco


miembros del primer equipo del Mando de Operaciones Especiales, se dirigieron a los
ocho helicópteros Cougar que se encontraban alineados en la plataforma de
aparcamiento de la base, distribuyéndose entre los tres primeros.

El cuarto actuaría como puesto de mando, llevando a bordo al teniente coronel al


cargo de la fuerza de asalto, junto a los oficiales de su plana mayor y un especialista en
comunicaciones. Las tripulaciones de los aparatos estaban ya junto a sus máquinas,
repasando las listas de comprobación. Los mecánicos revisaban los últimos detalles
técnicos.

Mientras los boinas verdes iban ocupando sus sitios, a un centenar de metros,
empezaban a despegar los helicópteros armados de apoyo. Tres UH-1H del BHELMA
III, armados con ametralladoras pesadas Browning M-2 y "pods" de cohetes no
guiados, estabilizaron su altura e iniciaron un giro en formación para esperar a las
máquinas de asalto.

Cuando el último de los soldados en embarcar en cada helicóptero indicó al


piloto que la puerta estaba cerrada y asegurada, los Cougar levantaron uno tras otro el
vuelo, adoptando una formación escalonada hacia la derecha.

Pocos segundos después, los UH-1H formaron a la izquierda y un poco por detrás
del Líder de los Cougar. Toda la formación adoptó velocidad de crucero y, a baja
altitud, se dirigió al sur. Volaban en estricto silencio de radio. Los pilotos utilizaban
gafas de visión nocturna que les permitían volar con seguridad a pesar de la falta de
luz.

Torrejón de Ardoz, Madrid.

En las instalaciones de la base aérea de Torrejón se encuentra ubicado el Grupo


Central de Mando y Control, conocido por sus siglas como GRUCEMAC, dependiente
del Mando Aéreo de Combate del Ejército del Aire. Su función es el control militar del
espacio aéreo español.

A las cuatro de la madrugada del día 17 de julio, el GRUCEMAC decretó una zona
de exclusión aérea en un radio de varios cientos de kilómetros en torno a la isla de
Perejil. Una pareja de cazas Mirage F-1M del Ala 14 con base en Los Llanos, Albacete,
despegaron en misión CAP para vigilar el cumplimiento de la zona de exclusión
conocida como NFZ, acrónimo inglés de "no fly zone".

También se declararon cerrados al tráfico civil los aeropuertos de Jerez de la


Frontera, Málaga y Melilla. La medida pasó casi completamente desapercibida ya que
no estaban previstos vuelos civiles en esos aeropuertos hasta las siete de la mañana.
A escasa distancia de las dependencias del GRUCEMAC, sobre la plataforma de
aparcamiento de la base de Torrejón, cuatro cazabombarderos F/A-18A+ Hornet del
121 Escuadrón del Ala 12, se encontraban en la fase final de su alistamiento.

Los mecánicos y armeros comprobaban los últimos detalles a la espera de que


llegasen los pilotos. Dos de los aviones volarían en configuración aire-aire, armados
con misiles AIM-7P Sparrow y AIM-9L Si-dewinder, para establecer una CAP o
Patrulla Aérea de Combate sobre el área del objetivo, a fin de interceptar cualquier
aeronave hostil en la zona. Los otros dos llevaban colgadas de las alas, además de los
habituales misiles Sidewinder para autodefensa, dos misiles antirradar
AGM-88 Harm, diseñados para dirigirse hacia los radares de las defensas antiaéreas.
Si los interceptores marroquíes intentaban impedir la operación, su misión sería
destruir los radares de alerta y control enemigos para impedir la coordinación de sus
operaciones.

A las cuatro y media, los pilotos salieron de la sala donde habían estado reunidos
preparando todos los parámetros técnicos de la misión. Se colocaron los arneses de
sujeción y los zahones inflables "anti-g" y caminaron hacia sus aviones.

Una vez hechas las comprobaciones de rigor y arrancados los motores, los cuatro
aviones carretearon hasta la cabecera de la pista formados en parejas.

A las cinco en punto de la madrugada el líder de la primera pareja habló por


radio en la frecuencia de torre.

—Torre, Poker cero nueve. Cuatro aviones listos para entrar en pista y despegar.

—Poker cero nueve, autorizados. Ángeles 25, vector uno ocho cero.

La torre indicaba a la formación el rumbo a tomar, sur absoluto, y la altitud


asignada para la primera parte de la misión, 25.000 pies.

El piloto del primer F-18 aceleró al máximo los motores General Electric,
conectando la postcombustión. En pocos segundos el caza estaba en el aire.

Los otros tres aviones despegaron en rápida sucesión. Una vez en vuelo, los
aviones formaron de nuevo dos parejas mientras ascendían a la altitud indicada por la
torre.

El líder cambió la frecuencia de radio para comunicar con "Pegaso", el indicativo


de radio del GRUCEMAC, que controlaría su vuelo hacia el objetivo.

—Pegaso, Poker cero nueve. Ángeles 10 y en ascenso.

—Tengo contacto radar contigo Poker cero nueve. Tu ruta está despejada.

Los cuatro cazabombarderos alcanzaron pronto su altitud de crucero. El líder se


relajó, pero sólo un poco. Nadie podía saber lo que les traería el amanecer.
El Retín, Cádiz.

Aproximadamente al mismo tiempo que los F-18 despegaban de Torrejón, los


helicópteros Cougar procedentes de El Copero y sus escoltas tomaban tierra en la base
avanzada dispuesta para ellos en el campo de maniobras de la sierra del Retín, un
lugar apartado y discreto donde ya se encontraba el AB-212 procedente del buque de
mando Castilla.

Los miembros de la UOE del Tercio de Armada embarcaron en el tercero de los


Cougar, compartiendo los bancos de plástico con sus compañeros del MOE. Se
saludaron lacónicamente. Nadie estaba de humor para muchas bromas. Llevaban todo
el día dando saltos de una base a otra en sus helicópteros. Y ahora tocaba, de nuevo,
esperar.

Golfo de Cádiz.

El Castilla se encontraba en su zona de espera prevista. El Centro de Mando era


un hervidero de actividad. A partir de ese momento coordinarían la operación de
asalto a la isla del Perejil.

El contralmirante al mando de la operación, estudiaba atentamente la pantalla


táctica, que mostraba un gran mapa digital del estrecho de Gibraltar. Las fuerzas
españolas desplegadas se representaban con pequeños iconos de color azul. No había
iconos de color rojo por el momento. Eso eran las buenas noticias.

Las malas se las transmitió, una vez más, el oficial encargado del seguimiento
meteorológico.

—El viento alcanza ya los treinta nudos, almirante, y las previsiones indican que
arreciará al menos hasta los treinta y cinco o cuarenta en las próximas horas.

Eso correspondía a una fuerza ocho en la escala de Beaufort, y significaba que los
helicópteros, no podrían aterrizar en la pedregosa superficie de la isla. Incluso
tendrían serias dificultades para mantenerse estáticos mientras los soldados saltaban
o se descolgaban de ellos. Si el viento arreciaba más aún las consecuencias serían
nefastas. Afortunadamente no habrían de esperar mucho más.

El Centro de Mando del Castilla tenía una conexión segura permanente vía
satélite con el Centro de Conducción de Operaciones del Ministerio de Defensa, donde
el JEMAD y el propio ministro, seguían los acontecimientos.

El jefe de estado mayor de la defensa tras una última consulta con el ministro, se
dirigió al contralmirante.

—Tienes autorización del Estado Mayor y del Gobierno para iniciar las
operaciones. Las reglas de enfrentamiento no han cambiado. El uso de fuerza letal se
reservará, exclusivamente, para supuestos de autodefensa.

—Comprendido, almirante. Iniciamos las operaciones.

—Mucha suerte, Jesús.


Rota, Cádiz.

En la cabecera de la pista de la base de Rota, dos cazabombarderos de aterrizaje


vertical Harrier AV8-B+ estaban preparados para despegar inmediatamente después
de recibir la orden del contralmirante. Iban armados con bombas "inteligentes",
guiadas por láser GBU-24 Paveway. Su misión era el apoyo cercano a las tropas de
infantería, conocido en la jerga militar como CAS. Si todo salía bien, no tendrían que
actuar, pero de todos modos despegarían minutos antes del asalto, para encontrarse
cerca de la zona de operaciones si llegaban a ser necesarios. Los Harrier armados para
ataque a tierra serían escoltados por otros dos, armados con 4 misiles aire-aire
Sidewinder AIM-9 L.

El líder del paquete recibió la comunicación de la torre con un par de minutos de


retraso sobre lo previsto:

—Cobra uno seis, autorizado para entrar en pista. Canal 18 para Pegaso,
alternativo 20. ¡Buena caza!

—Torre, Cobra uno seis. Procediendo a pista para despegue. Muchas gracias.

Los cuatro cazas despegaron uno tras otro, formando luego por parejas en el aire,
con los aviones de ataque por delante y por debajo de sus escoltas. Sobrevolaron el
Puerto de Santa María a la altitud habitual, para salir al mar entre San Fernando y
Cádiz. Una vez alcanzado mar abierto picaron hacia el agua, para estabilizarse a pocos
metros por encima de las olas. Tomaron rumbo sureste, hacia el estrecho de Gibraltar.

Cuatro Harrier más esperaban en la base, armados y listos para despegar en


menos de cinco minutos.

El Retín, Cádiz.

Los pilotos de los helicópteros no descendieron de sus máquinas durante la


escala en la base avanzada. Permanecían atentos a la radio, a la espera de la orden de
partir.

A las seis menos cuarto de la mañana se recibió la llamada del buque de mando
Castilla:

—Turia cero uno, aquí Lima Dos Charlie. Tiene autorización para iniciar fase
final de Romeo Sierra. Repito, tiene autorización para fase final de Romeo Sierra.
Acuse recibo.

El piloto del helicóptero líder rompió brevemente el silencio de radio para


confirmar que las órdenes se habían recibido.

— Lima Dos Charlie, Turia cero uno. Confirmo recepción del mensaje. Iniciamos
fase final.

—Mucha suerte, Turia cero uno. Cuídense.


Todos los pilotos habían escuchado la orden en sus auriculares. Uno tras otro
arrancaron los motores y aplicaron potencia.

A bordo del Cougar habilitado como puesto de mando, un técnico de los boinas
verdes, a una señal de su comandante, activó el sistema de comunicaciones personales.
Todos los soldados iban equipados con auriculares y micrófonos conectados para
formar una red de radio digital segura de corto alcance, que permitía mantener el
contacto de los miembros de la unidad en todo momento. Uno tras otro se fueron
numerando para comprobar el buen funcionamiento del sistema. Cuando terminaron,
los helicópteros ya volaban a muy baja altura sobre las aguas oscuras del Estrecho de
Gibraltar.

Los pilotos, a través de sus gafas de visión nocturna, podían ver el relieve en color
verde fosforescente de la costa de África.

Estrecho de Gibraltar.

Los radares de exploración aérea de la fragata Navarra llevaban quince minutos


de plena actividad cuando detectaron el eco de la formación de helicópteros de asalto
cuando ésta dejó la seguridad de la tierra firme para internarse en el estrecho.

Herrero informó inmediatamente al puente del contacto, y un momento después


el comandante de la fragata se encontraba en el CIC.

—Empieza la fiesta, señores —dijo.

Se dirigió a la consola del operador del radar de superficie y se inclinó sobre su


hombro.

— ¿Tenemos al Rais Bargach en pantalla?

— Si, mi comandante —contestó el especialista señalando una traza en la


pantalla.

El comandante se acercó a la carta extendida sobre la mesa para comprobar la


posición del patrullero marroquí. En realidad estaba más cerca de la Numancia, de
modo que en principio sería de ellos la responsabilidad de controlarlo, pero no quería
dejar cabos sueltos.

Se dirigió al TAO.

—Herrero, ¿qué opinas?

—Demasiado cerca para un Harpoon, mi comandante. Pero lo tenemos a tiro del


76.

Se refería a que la distancia era demasiado corta para utilizar un misil antibuque
como el RGM-84 Harpoon, capaz de alcanzar objetivos situados a 120 millas del navío
lanzador. Sin embargo el cañón OTO Melara de 76 milímetros era ideal para
neutralizar un blanco cercano y poco protegido como el patrullero marroquí.
—De acuerdo —asintió el comandante—, no lo pierdan de vista.

A bordo del Rais Bargach, fondeado cerca de la isla, el oficial de guardia en el


puente de mando estaba muy preocupado. Su radar había detectado hacía bastante
tiempo el despliegue naval español. Aunque en los últimos días las fragatas "enemigas"
habían navegado con frecuencia en las cercanías del islote, nunca habían adoptado ese
patrón particular, que parecía destinado a bloquear los accesos a Leila. Su barco,
claramente incapaz de enfrentarse a dos modernas fragatas lanzamisiles, se en-
contraba entre la espada y la pared, literalmente hablando.

Pensó en despertar al comandante, pero teniendo en cuenta la hora, las cuatro


de la madrugada, hora de Marruecos, decidió esperar acontecimientos.

No tuvo que esperar mucho. Apenas unos minutos después, el marinero


encargado del radar dio la voz de alarma.

—Tengo varios contactos débiles con marcación tres cinco ocho. Por la velocidad
parecen aviones o helicópteros. Distancia estimada en cinco millas y acercándose
rápidamente.

El oficial sintió contraerse el estómago por la tensión. De modo que allí estaban.

— ¡Zafarrancho de combate! Avante toda máquina, rumbo dos ocho cinco.

El timonel empujó los controles de las potentes máquinas diesel del patrullero y
giró la rueda para tomar el rumbo indicado mientras que un suboficial pulsaba el
conmutador de alarma. La megafonía del buque emitió un desagradable sonido
intermitente que despertó de inmediato a toda la tripulación.

El comandante entró en el puente en pijama, con el pelo revuelto y barba


incipiente.

—¡ informe! —le dijo al oficial de guardia.

—Múltiples contactos aéreos al norte, señor, probablemente helicópteros.

El comandante intentó pensar con claridad.

— Déme el rumbo de esos helicópteros —dijo.

—Puedo contar siete contactos con marcación cero ocho siete y rumbo estimado
uno siete cinco.

El comandante se rascó el mentón, áspero por la barba y miró la pantalla del


radar. No parecía un ataque directo a su nave, por lo que ordenó reducir la velocidad e
invertir el rumbo para acercarse de nuevo a la isla.

Tenía que ser un asalto aerotransportado. Y no había nada que él pudiera hacer
para impedirlo. Sus órdenes eran observar e informar y eso es lo que haría. Sin contar
con el hecho de que ahí fuera estaba la mitad de la Armada Española apuntando a su
barco. La vida era injusta.
Isla Perejil, Estrecho de Gibraltar.

El cabo de la Infantería de Marina marroquí de guardia en el punto más alto de


la isla, oyó la bocina de alarma del Rais Bargach a pesar del fuerte viento de levante.
Se puso en pie y miró hacia la oscuridad. Algo estaba pasando pero no había forma de
saber lo que era. Descolgó su radio portátil del cinturón y llamó a su teniente para
informar. La respuesta fue sencilla: mantenerse alerta e informar de cualquier
novedad. Naturalmente.

Al norte de la isla, a poco más de dos millas, el líder de la formación de


helicópteros Cougar vio nítidamente el perfil del objetivo. Era el momento de romper
el silencio de radio. Eran las seis horas y quince minutos.

—Turia uno uno, objetivo a la vista, a las doce. Distancia estimada dos millas.
Camello cero uno, dispersión.

El líder de los UH-1H, Camello cero uno, recibió la orden e inició la maniobra
ordenada, virando a la izquierda acompañado por el segundo helicóptero. El tercero
viró a la derecha, para rodear la isla. Su helicóptero, además de las armas de apoyo,
iba equipado con un potente equipo de megafonía. Su misión era conminar a las
tropas marroquíes a rendirse con un mensaje grabado en español, francés y árabe. Su
copiloto había sugerido añadir una grabación de La Cabalgata de las Valkirias, de
Wagner. Igualito que en Apocalipsis Now, había dicho con toda su guasa andaluza.
Por supuesto no lo habían hecho.

El centinela marroquí no vio los helicópteros, pero no podía dejar de oír los
rotores. Quitó el seguro de su AK-47 tras comprobar que el cargador estaba bien
colocado. Luego volvió a llamar al teniente. Al abrigo del barranco donde estaba
instalado el cobertizo donde descansaba, el teniente no había oído los helicópteros.
Despertó al resto de los soldados, pero decidió no moverse de su posición. Esperarían
acontecimientos. Pulsó el botón transmisor de la radio y dio instrucciones al cabo y a
los otros dos centinelas:

—Manteneos en posición e informadme de lo que veáis. Y dejad puesto el seguro


de las armas. No quiero errores con eso. ¿Está claro?

Mientras los helicópteros de apoyo se abrían para rodear el islote, los Cougar
entraron en rumbo directo. El fuerte viento, de casi cuarenta nudos de velocidad, unos
setenta y cinco kilómetros por hora, zarandeaba los helicópteros con fuerza. El
helicóptero de mando se mantuvo en vuelo estacionario a unos doscientos metros al
norte de la isla. Los otros tres aparatos se distribuyeron sobre la superficie de la isla
para descargar a sus efectivos en los puntos preestablecidos. Cuando los alcanzaron,
los pilotos lucharon con las palancas de mando para mantener los helicópteros
inmóviles a menos de un metro sobre la superficie rocosa, Uno tras otro los soldados de
operaciones especiales saltaron a tierra, desplegándose inmediatamente para formar
un perímetro de algunos metros en torno a cada punto de inserción. Fueron indicando
por radie su llegada a tierra.

—¡Alfa cuatro seguro!

—¡Alfa tres seguro!


Los líderes de los equipos de acción fueron los últimos en saltar a tierra.

—¡Equipo Bravo desplegado y en marcha!

—¡Alfa desplegado y en marcha!

El tercer equipo, conocido como Charlie, estaba formado por los comandos de
Infantería de Marina encargados del control de fuego avanzado. Cuando se disponían a
saltar, una fuerte ráfaga de viento, di más de cincuenta nudos, golpeó el costado de su
helicóptero. El piloto cogido por sorpresa intentó compensar el fuerte bandazo, pero no
pude evitar que una de las palas del rotor rozase el suelo. El aparato estuvo a punto de
precipitarse de costado a tierra. Sólo la suerte y la habilidad del piloto impidieron una
catástrofe. Consiguió remontar el vuelo y girar en redondo para volver al punto inicial.
Esta vez los infantes de marina saltaron sin novedad.

— ¡Equipo Charlie en posición! —dijo el capitán que mandaba el comando, sin


que apenas se notara el temblor de su voz. Inmediatamente se desplegaron y
empezaron a montar sus equipos de designación por láser, buscando puntos con
buena línea visual hacia la costa. Si las tropas marroquíes desplegadas en las laderas
de Yebel Musa abrían fuego en apoyo de sus compatriotas en la isla, los infantes del
TEAR señalarían los blancos para los Harrier de la Armada.

Con todos los boinas verdes en tierra y sin otra novedad que alguna contusión,
los helicópteros se retiraron una milla hacia el norte, para esperar orbitando en una
zona relativamente segura.

Cuando los helicópteros de transporte desaparecieron, los soldados del equipo


Bravo, equipados con gafas de visión nocturna Enosa GVN-401, empezaron a buscar
centinelas marroquíes en las cotas más altas del islote. Los identificaron rápidamente.
Había tres. El comandante ordenó a sus efectivos formar por parejas y envolver a los
centinelas lo antes posible.

—Bravo cuatro y cinco, al norte. Seis y siete al sur. Ocho y nueve al oeste.
¡Moverse!

Mientras tanto, el equipo Alfa se dirigió, dividido en dos escuadras, al barranco


que dividía la isla en dos mitades. Al fondo estaba montada la garita marroquí.

Descendieron con sumo cuidado las laderas. Las piedras sueltas hacían muy
peligrosa la bajada de casi treinta metros. Afortunadamente los equipos de visión
nocturna, aunque incómodos, facilitaban mucho la tarea.

Al llegar a una distancia prudencial de la construcción de chapa metálica, el


brigada al mando del equipo habló por el circuito de radio:

—Alfa en posición.

Los soldados del equipo Bravo, emboscados cerca de los centinelas en las alturas
del islote, informaron uno tras otro que estaban preparados.

El comandante, Bravo uno, se dirigió al líder de los helicópteros de apoyo:


—Camello cero uno, Bravo uno. Todos los efectivos en posición. Puedes empezar
a cantar.

—Roger, Bravo uno. Pongo la música. Tened cuidado.

El equipo de megafonía del UH-1H comenzó a atronar el aire con una grabación
que conminaba a los soldados marroquíes a rendirse. Se repitió en francés y árabe, y
volvió a empezar en español.

Mientras tanto, el artillero del helicóptero, sujeto a su asiento por un arnés de


seguridad, se asomaba por la puerta lateral izquierda, agarrado a su ametralladora
pesada Browning M-2. Escudriñaba la isla con sus gafas de visión nocturna. Tenía
localizado al menos un centinela marroquí, pero veía también a los soldados
españoles, y a esa distancia no era fácil distinguir unos de otros. Esperaba no tener que
disparar.

Los centinelas, ya alertados por el ruido de los helicópteros y las instrucciones de


su jefe, oyeron la llamada a la rendición por los altavoces. El cabo que había alertado
por primera vez al teniente, se encontraba ahora agachado contra una roca. Aquello
era una locura. Oía los rotores de los helicópteros, y por supuesto la megafonía, pero
sin un equipo de visión nocturna era imposible ver nada. Miró al este, donde el cielo
empezaba a tomar un tono gris que presagiaba el amanecer, pero faltaba al menos
media hora para tener luz suficiente para ver algo. Era un profesional, y había
participado un par de veces en maniobras con sus colegas españoles. Suponía que los
asaltantes serían infantes del TEAR, y eso significaba que, seguramente, habría por lo
menos dos fusileros cerca, muy cerca, de su posición. Estaba furioso, pero no con los
españoles, que al fin y al cabo eran profesionales como él y sólo hacían su trabajo.
Estaba furioso con sus mandos, que lo habían abandonada en aquella isla maldita sin
más equipo que un AK-47 y unas raciones de campaña. ¿De verdad pretendían que
defendieran Leyla con eso?

En ese momento vio algo a su izquierda, con el rabillo del ojo. Giró la cabeza
rápidamente y tensó los músculos del brazo para levantar el fusil, pero era tarde. Un
fantasma verde y gris se había materializado a menos de dos metros de él. Le apuntaba
a la cara con un fusil de asalto.

— ¡Tira el arma! ¡Ahora! —gritó el español.

El cabo no entendió las palabras, pero el sentido estaba claro. Levantó la mano
izquierda y con la derecha, despacio, dejó el fusil en el suelo. En ese momento, por
detrás, otro comando español le agarró los brazos y se los puso a la espalda. No opuso
resistencia, a pesar de que sentía la sangre hervir de ira y de vergüenza. El español le
pasó cinta adhesiva en torno a las muñecas y le quitó la radio del cinturón. Luego le
empujó el hombro, sin demasiada violencia pero indicándole claramente que se
tumbara en el suelo. Lo hizo.

El primero de los soldados españoles habló por radio:

—Bravo cuatro, objetivo neutralizado. No hay bajas.

El resto de los equipos enviados a cercar a los centinelas fueron radiando el éxito
de su misión.
Era el turno del equipo Alfa para completar la operación. Separados en dos
escuadras de seis hombres, habían rodeado por completo la garita de aluminio donde
se encontraban el resto de los infantes de marina marroquíes. Un helicóptero UH-1H
se mantenía estacionario, a pesar del fuerte viento, delante de la puerta, a unos veinte
metros de distancia y ocho de altura.

Dentro de la tienda, los soldados miraron a su teniente. Llevaba quince minutos


intentando enlazar por radio con el patrullero Rais Bargach, que actuaba como
repetidor de comunicaciones, pero no había respuesta. No podían esperar ayuda
exterior y el estruendo de los helicópteros y los megáfonos, apenas les permitían
hablar entre ellos. Los centinelas tampoco contestaban, por lo que tenían que asumir
que estaban muertos o habían sido capturados.

El oficial movió la cabeza negativamente y salió el primero, con su subfusil H&K


MPS cargado y montado. En el exterior, ya visibles con las primeras luces del alba, le
esperaban una docena de soldados españoles, apuntándole con sus fusiles.

El jefe del equipo Alfa, un brigada con muchos años de servicio a sus espaldas,
miró a los ojos al teniente marroquí. Luego bajó su arma, que quedó apuntando al
suelo. El teniente comprendió el gesto e hizo lo mismo. No tenía ningún sentido morir
allí, sin ninguna posibilidad de defender su posición. Luego se dio la vuelta y habló a
sus hombres. Los dos infantes de marina marroquíes que quedaban en la tienda
salieron con los brazos en alto.

Enseguida fueron maniatados como lo habían sido los centinelas y reunidos


frente a la tienda.

El brigada habló por su radio.

—Bravo uno, aquí Alfa uno. Posición asegurada.

Estaba saliendo el sol.

Sidi Slimane, Marruecos.

A unos doscientos kilómetros al sur de la isla del Perejil se encuentra la base


aérea de Sidi Slimane, conocida también como 5a BAFRA, la más importante de
Marruecos. Allí estaban desplegados los Mirage F-1 de las versiones CH, de caza, y EH
de ataque al suelo.

El coronel al mando de la base tomó un sorbo de su té, ya frío. Llevaba una hora
en la sala de operaciones de la base intentando formarse un cuadro claro de la
situación.

La primera alarma se había recibido del Centro de Operaciones de Combate,


COC, de Salé, cerca de Rabat, a las tres y media de la madrugada, las cinco y media en
España. Al parecer los radares de alerta, habían detectado una inusual actividad aérea
en el sur de la península, pero los contactos, hechos al límite del alcance de los radares,
eran poco firmes e imposibles de clasificar. Era preocupante, pero no se podía consi-
derar una agresión. El COC había recomendado aumentar el nivel de alerta de la 5 a
BAFRA, y así se había hecho, colocando en cabecera de pista dos Mirage F-1 CH del
escuadrón Assad armados en configuración aire-aire con dos misiles Magic y un
R-530 cada uno. Pero no se les dio la orden de despegar a la espera de definir mejor el
grado de amenaza, si lo había.

A eso de las cuatro y diez de la madrugada llegaron, casi al mismo tiempo, dos
mensajes a Sidi Slimane. El primero era del COC, informando de varios contactos
radar a gran altura sobre la orilla norte del estrecho de Gibraltar. Por el perfil de vuelo
tenía que tratarse de cazas españoles que orbitaban describiendo amplios círculos
siempre sobre territorio peninsular. Menos de un minuto después se recibió una
llamada urgente del Cuartel General de la Marina Real, transmitiendo el informe del
patrullero Rais Bargach, que alertaba de la llegada de varios helicópteros en perfil de
asalto.

Los Mirage desplegados en cabecera de pista recibieron la orden de despegar


para investigar los contactos.

El coronel no había recibido más órdenes por el momento, pero en vista del cariz
que parecían tomar los acontecimientos decidió prepararse para lo peor. Si el
Gobierno le ordenaba atacar a los buques españoles o defender la isla de Leila, estaría
preparado.

—Queda declarada la alerta general. Los escuadrones Assad y Atlas deben


prepararse de inmediato para iniciar operaciones de combate. Quiero la mitad de los
EH armados con bombas frenadas y la otra mitad con bombas lisas para uso
anti-buque. Los CH con carga completa de cañón y misiles. ¡Ahora!

Las sirenas de la base comenzaron a sonar, despertando a todo el que no lo


estaba ya, por el estruendo de los cazas que acababan de despegar.

Los mecánicos y pilotos no sabían con certeza lo que ocurría, pero se pusieron en
marcha de inmediato.

Alcalá de los Gazules, Cádiz.

En la sierra de Cádiz, dentro del parque nacional de los Alcornocales, tiene su


base el Escuadrón de Vigilancia Aérea, EVA, N° 11. El radar tridimensional Lanza, uno
de los más modernos de España, que dominaba la estructura del edificio principal,
detectó a los dos cazas marroquíes a los pocos minutos de su despegue de Sidi
Slimane. La información se transmitió digitalmente de forma casi instantánea a
Torrejón de Ardoz, para uso del GRUCEMAC.

Estrecho de Gibraltar.

El controlador se puso en contacto, inmediatamente, con la Patrulla Aérea de


Combate de F-18, que orbitaba sobre Tarifa en espera de acontecimientos.

—Poker cero nueve, Pegaso. Tengo dos bogeys en vector uno nueve cero, ángeles
veinte, a unas ochenta millas de vosotros.

—Roger, Pegaso. Nos mantenemos en posición.


El controlador indicaba al líder de la formación que habían detectado dos
contactos no clasificados, a unos veinte mil pies de altitud y a ochenta millas al sur,
demasiado lejos todavía para ser una amenaza.

El piloto líder de la formación hizo girar suavemente su F-18 hacia la izquierda.


Después de repostar en vuelo sin novedad, llevaba un buen rato describiendo circuitos
semejantes a una pista de atletismo, en un perfil de vuelo diseñado para ahorrar
combustible y mantenerse en espera sobre una posición. Sus ojos seguían un recorrido
casi automático por los diferentes indicadores de la cabina del avión: nivel de
combustible, velocidad aerodinámica, altitud, indicador de amenazas... cada cinco o
seis segundos miraba al exterior. A la altitud a la que volaban hacía rato que podían
ver el sol naciente, aunque en la tierra directamente bajo ellos sólo empezaba a
desvanecerse la oscuridad. Pocos minutos antes de recibir la alerta de Pegaso, les
habían informado del éxito de la misión de los boinas verdes. Ahora faltaba saber cuál
sería la reacción marroquí. Sospechaba que no estarían muy contentos.

Cuando completaba el circuito, adoptando de nuevo rumbo sur, recibió una


nueva llamada de Pegaso.

—Poker cero nueve, Pegaso. Dos bogeys a unas cuarenta millas, vector uno ocho
cero. Recomiendo Search.

—Pegaso, Poker cero nueve. Search, recibido.

Los cazabombarderos españoles encendieron sus radares, que hasta ese


momento habían permanecido apagados para intentar no delatar su posición.
Inmediatamente detectaron en sus pantallas a los aviones marroquíes. Volaban casi a
su misma altura y en un rumbo prácticamente recíproco, lo que hacía disminuir la
distancia a gran velocidad. Se trataba de un perfil de vuelo hostil y, aunque se
encontraban todavía sobre espacio aéreo marroquí, la cosa iba a cambiar en muy
pocos minutos.

—Pegaso, Poker cero nueve. Tengo dos blips a las doce, mismo nivel. Declare.

El piloto pedía a su controlador que clasificase a los blancos como hostiles, lo


cual le permitiría iniciar maniobras ofensivas a su vez.

—Poker cero nueve, Pegaso. Clasifico trazas como bandidos. Puedes iluminar
pero no disparar, repito, puedes iluminar pero no disparar.

La orden era clara, autorizaba a los F-18 a colocarse en posición de combate y a


"apuntar" a los aviones adversarios con sus misiles. Los marroquíes oirían el pitido de
su alertador de amenazas y sabrían que estaban siendo seguidos.

El líder se dirigió por radio a su formación.

—Líder Poker. Tres y Cuatro, picad a ángeles cinco y esperad. Dos, conmigo.
Ilumina al bandido de la izquierda.

—Roger.
El F-18 es un caza que aplica el concepto HOTAS, que viene a significar que el
piloto puede accionar todos los mandos importantes del avión sin mover las manos de
la palanca de control y la de gases.

El líder tiró de la palanca de selección de modo del radar con el pulgar derecho,
colocándola en posición aire-aire. Luego, con el mismo dedo, empujó hacia delante el
conmutador que seleccionaba un misil Sparrow.

En ese momento, el radar AN/APG-65 del avión se concentró en el Mirage


derecho de la formación de dos, proporcionando información a la cabeza buscadora
del misil. Un par de segundos después, un pitido informó al piloto que el misil estaba
blocado sobre su blanco y un explícito mensaje "SHOOT" en el HUD, le informó que
podía disparar en cualquier momento.

Los pilotos marroquíes no podían ignorar la amenaza que se cernía sobre ellos.
Una luz roja intermitente en el tablero de mandos y un desagradable zumbido en sus
auriculares indicaban que el alertador radar había detectado las señales de los cazas
españoles. Ambos Mirage encendieron simultáneamente sus radares, detectando de
inmediato a sus adversarios.

La situación era extremadamente tensa. Ambos bandos se apuntaban


mutuamente con sus misiles, pero tenían órdenes explícitas de no ser los primeros en
disparar. Y la distancia era cada vez menor. Cuando los Mirage marroquíes
alcanzaron la línea de costa, un nuevo zumbido de alarma sobresaltó a sus pilotos. Se
trataba de los radares de las fragatas españolas, que habían comenzado el seguimiento
de sus aeronaves. Segundos después los radares de los Harrier AV-8B+ se sumaron al
concierto de alarmas en las cabinas de los cazas marroquíes. El líder de la patrulla
comprendió que su situación era insostenible. Hizo una señal con la mano a su punto,
que volaba en formación cerrada a su derecha, viró en redondo y picó para buscar la
seguridad de la accidentada orografía del norte de Marruecos.

Los aviones españoles no les siguieron.

Sidi Slimane, Marruecos.

El coronel estaba furioso. Desde la sala de mando de la base seguía las


comunicaciones radiales entre el COC y su patrulla de combate. Sus cazas habían sido
recibidos por una fuerza abrumadoramente superior. La maniobra evasiva de los
Mirage F-1 era justificada, pero su orgullo profesional había sufrido un duro golpe. El
coronel había volado y combatido sobre el Sahara, contra el Frente Polisario, cuando
había que perseguir sobre las dunas a los vehículos cuatro por cuatro de los
guerrilleros. En una ocasión había llevado su F-5 de vuelta a la base de El Aaiún con la
cola prácticamente destrozada por un misil SA-7. Ni siquiera entonces le había gustado
huir.

Un suboficial se acercó con un teléfono inalámbrico. Por fin habían podido


establecer comunicación con el jefe de estado mayor de la Fuerza Real Aérea.

El coronel expuso a su superior la situación táctica actualizada y pidió


instrucciones. La respuesta fue otra pregunta.
—Si lanzamos ahora mismo un ataque en fuerza, ¿podemos evitar la conquista de
la isla? j

—Señor, mis escuadrones están abastecidos y armados. Puedo lanzar un ataque


masivo en un plazo de quince minutos. Desgraciadamente las fuerzas españolas se
encuentran en un elevado grado de alerta. Hace unos minutos una patrulla de combate
del escuadrón Assad ha sido obligada a romper el contacto por no menos de ocho
aviones de combate españoles. Los buques españoles surtos en el estrecho de Gibraltar
tienen además, una respetable capacidad antiaérea.

—Coronel, ¿me está diciendo que no puede hacerlo?

—Mi general, puedo hacerlo. Pero estimo unas bajas probables de no menos del
sesenta por ciento de mis aviones... y sin garantías de éxito. Si al menos hubiéramos
desplegado baterías antiaéreas en la costa...

El jefe de estado mayor cortó a su subordinado.

—Debo consultar con el Alto Comité de Defensa. Mantenga sus fuerzas en alerta.

Isla Perejil, Estrecho de Gibraltar.

Ya era completamente de día. En cuanto los comandos del MOE se aseguraron de


que no quedaba ningún elemento hostil escondido en la isla, procedieron a izar la
bandera española en el lugar donde había ondeado la alauita hasta hacía menos de
una hora.

Poco después, un helicóptero Super Puma del BHELMA IV aterrizó en la isla.


Transportaba un contingente de legionarios del Tercio "Duque de Alba" de Ceuta, que
inmediatamente comenzaron a atrincherarse en el peñasco. A bordo del helicóptero
subieron los prisioneros marroquíes, acompañados por un primer grupo de cansados
pero orgullosos boinas verdes. En sucesivos vuelos de dos Super Puma y un
Chinook, se trasladaron a la isla del Perejil cerca de ochenta legionarios, siendo
evacuados el resto de los comandos a Ceuta. A las nueve de la mañana, hora española,
se consideraba concluida la operación Romeo Sierra.

Ceuta.

Alfredo Suárez se despertó con la luz de la mañana. Eso le desorientó un poco


provocándole la sensación de que era más tarde de lo habitual. Solía dormir con la
persiana cerrada. El sonido de la televisión en la sala le resultó también extraño. No
había dormido mucho y sus neuronas se resistían a funcionar, aunque se espabiló de
golpe cuando vio a Nadia en la puerta del dormitorio.

—Vas a llegar tarde al trabajo, dormilón.

Miró el reloj. Las ocho y cuarto. No era tan tarde. Se levantó sintiéndose algo
cortado. Nadia le sonrió.

— ¿Has desayunado algo? —preguntó Alfredo.


—He preparado café. Ven a ver las noticias, a ver si dicen algo del embajador.

La periodista estaba de nuevo preparada para trabajar. Se había duchado y


vestido y parecía fresca y despejada, a pesar de que no había dormido más que un par
de horas.

Se sentaron frente al televisor y se sirvieron café. El locutor hablaba sobre el


hallazgo en Francia de un arsenal de ETA. Cuando terminó, hizo una pausa. Acababan
de recibir en la redacción un "flash" de alcance: Según un comunicado del Ministerio
de Defensa, las Fuerzas Armadas españolas acababan de desalojar del islote Perejil a la
guarnición marroquí en una operación incruenta. El presentador del telediario
prometió ampliar la noticia a lo largo del informativo según se conocieran nuevos
datos.

Nadia se levantó del sofá y fue a buscar su teléfono móvil. Antes de que pudiera
marcar, sonó.

Suárez bajó el volumen del televisor pero la periodista, mientras tapaba el


micrófono con la mano, le pidió que lo subiera de nuevo. Luego empezó a hablar en
árabe. Alfredo supuso, con razón, que sería su jefe. Cuando colgó, Nadia terminó su
café y recogió su bolso.

—Me voy al Parador, a ver si puedo hablar con el embajador.

Alfredo tenía que irse al trabajo, por supuesto, y más valía que se diese prisa
porque tenía quirófano y no quería llegar tarde. Nadia le besó y se fue hacia la puerta.

— ¿Me llamas luego? —preguntó Suárez.

—Voy a estar un poco liada hoy, me parece, pero esta noche te llamo.

El médico se quedó mirando la puerta cerrada.

—Y ahora, ¿qué? —dijo en voz alta.

20 de julio de 2002

Isla Perejil, Estrecho de Gibraltar.

Después de custodiar el islote de Perejil durante casi cuatro días, el destacamento


de legionarios procedente de Ceuta recogió rápidamente su impedimenta para iniciar
el desalojo de su posición.

La voluntaria retirada respondía al cumplimiento de los términos del acuerdo


alcanzado ese mismo día entre los gobiernos de España y Marruecos, con la mediación
de los Estados Unidos.

En virtud de dicho acuerdo, llegaba a su fin un camino de progresivo


enfrentamiento entre ambos países que había culminado en una guerra incruenta por
el control de una roca deshabitada. Todo el asunto hubiera movido fácilmente a la risa
si no fuera porque, en realidad, ninguna de las cuestiones que separaban a España y
Marruecos había quedado resuelta. En un contexto de profunda desavenencia mutua, y
muchas veces franca hostilidad, la soberanía sobre aquella pequeña roca era, quizá, el
menor de los problemas.

Pero habrían de pasar años hasta que, de nuevo, resurgieran con mayor
virulencia.

Segunda parte

Mañana

5 de septiembre

Océano Atlántico.

Enrique Márquez, ingeniero jefe de la plataforma de prospección petrolífera


Cañarías 1, levantó la tapa protectora de plástico transparente que cubría el mando de
activación de la barrena. Tras mirar a su alrededor con una sonrisa, apretó el botón. En
ese momento el enorme taladro mecánico, sumergido a más de cuatrocientos metros
de profundidad, comenzó a morder la roca viva, perforándola a un ritmo no demasiado
rápido pero igualmente inexorable.

El equipo de técnicos, ingenieros y geólogos que abarrotaban la sala de control


de la plataforma petrolífera aplaudió brevemente mientras el ingeniero jefe simulaba
una reverencia de agradecimiento.

La pequeña ceremonia estaba justificada. Después de años de investigaciones y


prospecciones infructuosas, por fin parecía existir una razonable probabilidad de
encontrar petróleo en aguas de Canarias. La empresa adjudicataria necesitaba un éxito
sonado, después de demasiado tiempo de pérdidas provocadas por inversiones de
escaso éxito.

Márquez, que no era necesario en la sala de control, dejó a sus técnicos a cargo
de los sofisticados equipos y salió al exterior. El día parecía lleno de buenos augurios.
Lucía el sol y la temperatura era agradable, apenas refrescada por una suave brisa del
oeste. El mar estaba como un plato. Márquez levantó la vista y admiró la torre, de más
de sesenta metros de altura. En su interior giraba el eje del taladro. Según este fuera
profundizando en el subsuelo, se irían añadiendo secciones, llamadas sartas de
perforación, para alargarlo todo lo necesario.

El ingeniero se apoyó en la barandilla, que daba directamente al mar, y miró


hacia abajo.

Cualquiera hubiera visto sólo agua, pero el "veía" el fondo, casi completamente
liso. Era de roca, sólo cubierto por una capa de fango de poco más de medio metro de
espesor. Quería perforar esa roca para alcanzar un estrato más profundo. La broca de
aleación de acero endurecido recubierta de diamante que giraba al final del eje estaba
diseñada exactamente para eso.

Rabat, Marruecos.

El primer ministro de Marruecos, Driss Abdelar, terminó de leer el informe


preparado por el Ministerio de Asuntos Exteriores sobre las prospecciones petrolíferas
españolas en el Atlántico. No habían hecho ningún caso de las repetidas advertencias
de Rabat. Típico de los españoles, pensó. Pues bien, esta vez tendrían que hacer caso.

Llamó a su secretario y le dio instrucciones sobre la reunión que tendría que


convocar.

Abdelar era jefe del Gobierno de Su Majestad desde hacía pocos meses. Su
carrera política había discurrido en la oscuridad de un pequeño partido política de los
conocidos como "administrativos", reunidos en la "Agrupación Nacional de los
Independientes", una amalgama que representaba más a determinados grupos de
poder en el interior del régimen, que a una opción política concreta. Su utilidad en el
parlamento estribaba en constituir una "bisagra" que permitiera funcionar a una
cámara caracterizada por el virtual empate de todas las fuerzas políticas importantes
que la componían.

Así, tras la dimisión del último primer ministro, acosado por su incapacidad para
resolver los múltiples problemas a que se había visto enfrentado, no había sido posible
encontrar un candidato de consenso entre los partidos mayoritarios. La candidatura
de Abdelar, sugerida por el nuevo ministro de asuntos exteriores, había sido aceptada
como un mal menor por socialistas y nacionalistas, siendo nombrado para el cargo por
el Rey a pesar de las protestas de los islamistas.

Ahora se enfrentaba a su primera crisis internacional. Esperaba fervientemente


salir de ella airoso y fortalecido en su posición.

Ceuta.

—Nadia, no vamos a llegar —dijo Alfredo Suárez, entrando en el cuarto de baño.

Su mujer se estaba terminando de duchar. Apenas se le empezaba a notar un


poquito el embarazo, pero eso no le quitaba atractivo. En absoluto.

Llevaban casi tres años casados y Alfredo seguía enamorado como un


adolescente. Se rió para sí al pensarlo. Quién lo iba a decir.

Nadia se quitó el gorro de baño y se sacudió el pelo.

—Tranquilo que tenemos tiempo de sobra. Anda, pásame la toalla.

Iban al cine, a ver la última superproducción de Hollywood, una película de


guerra con fuerte mensaje pacifista, en línea con la corriente social que ganaba adeptos
cada día en los Estados Unidos en los últimos años.
La película cumplía sobradamente sus objetivos. Hacia el final, Suárez se
descubrió apoyando la mano en el vientre ligeramente abultado de su mujer,
deseando, con un nudo en la garganta, que su hijo no tuviera que vivir nunca los
horrores de la guerra.

6 de septiembre

Las Palmas de Gran Canaria.

El capitán de corbeta José Luis Herrero subió a bordo del patrullero de altura
P 75 Descubierta. Había recibido el mando del buque tres meses antes y todavía lo
miraba como si fuera su hijo primogénito. La Descubierta, a la cual Herrero
atribuía siempre condición femenina, había sido entregada a la Armada en 1978.
Originalmente se trataba de una corbeta, primera de la serie "F 30", que había sido
transformada en patrullero de altura en el año 2000. La transformación había
supuesto una drástica mutilación del armamento y la electrónica de la nave, que
sólo había conservado su cañón principal OTO-Melara de 76 milímetros y un par de
cañones secundarios de 20 milímetros, así como radares de navegación de tipo
comercial. La tripulación se había reducido casi a la mitad. Y sin embargo Herrero
estaba orgulloso de ella.

La antigua corbeta había pasado la primera parte de su vida como patrullero


de altura basada en el arsenal de Las Palmas para luego volver por un tiempo a la
península, donde había sido dada de baja meses atrás. El retraso en la entrega del
Meteoro, primer ejemplar de la serie de patrulleros de altura conocida como BAM,
había obligado a reactivar temporalmente la vieja Descubierta y desde entonces,
coincidiendo con la toma de posesión de su nuevo comandante, se encontraba de
nuevo en las Canarias encuadrada en la Fuerza de Acción Marítima.

Al pisar la cubierta, Herrero se detuvo un instante para saludar a la bandera y


devolver el saludo del marinero de guardia. Luego se dirigió hacia su cámara.

Después de cambiarse de ropa, bajó a la sala de máquinas. Era hora de


empezar los preparativos para zarpar. La nave había sufrido un pequeño ajuste en
sus máquinas y quería probar el estado de los cuatro motores diesel.

Una hora después, a eso de las nueve de la mañana, la Descubierta enfiló la


bocana del puerto de Las Palmas de Gran Canaria. Una vez en mar abierto, y tras una
última comprobación de los motores, comenzaron las pruebas. A pesar de los años de
la nave, Herrero comprobó con satisfacción que todavía era capaz de alcanzar
holgadamente los veinticuatro nudos de velocidad máxima.

Completadas las pruebas de motores, Herrero ordenó poner rumbo oeste a


velocidad de crucero. El plan de navegación incluía una visita al puerto de Santa Cruz
de Tenerife. Allí pasarían la noche para luego arrumbar a Lanzarote, haciendo noche
en Arrecife. Por fin, rodearían la isla para volver a su base en la tarde del tercer día. El
comandante del Patrullero salió al puente descubierto y respiró el aire puro. Como
siempre que salía a la mar, pensaba disfrutar cada minuto de navegación como si
tuviera un billete de primera clase en el Queen Elizabeth.
Rabat, Marruecos.

A pesar de que la reunión se celebraba en su despacho, el primer ministro de


Marruecos fue el último en llegar. Venía de informar al Rey de la decisión que había
tomado, y que ahora iba a explicar a sus ministros. Sabía que no todos se mostrarían
entusiasmados. De hecho el propio monarca le había expresado claramente sus
reticencias. Afortunadamente para sus planes, Abdelar era un hombre convincente y
había logrado el beneplácito real.

Cuando entró en su despacho, encontró allí a los ministros de asuntos exteriores,


interior, economía e industria y defensa. El resto del Gobierno no tendría voz ni voto
en la decisión. Se limitarían a aceptarla como siempre hacían.

Cuando el camarero terminó de servir el té y se retiró, Abdelar tomó la palabra:

—Señores, el día de ayer, a las nueve de la mañana, inició las labores de


prospección la plataforma petrolífera española Canarias 1. La plataforma está situada
sesenta millas al nordeste de la isla de Lanzarote y a una distancia algo mayor de
nuestras costas.

Las miradas de los presentes se dirigieron inmediatamente al gran mapa de


Marruecos que presidía el despacho del primer ministro. Las islas Canarias lucían el
mismo color que el territorio marroquí, en un ejercicio de "pensamiento desiderativo"
que duraba ya varias décadas. Driss Abdelar, tras hacer una pausa para mirar él
mismo el mapa, continuó su exposición:

—Cuando España inició los estudios para la búsqueda de crudo en esas aguas, el
Gobierno de Su Majestad presentó una dura protesta ante las autoridades españolas.
España afirma que las Islas Canarias son parte de su territorio metropolitano y, por lo
tanto, tienen derecho a disfrutar no sólo de las habituales doce millas de aguas
territoriales sino de doscientas millas más de lo que se conoce como ZEE, o Zona
Económica Exclusiva, donde una nación puede ejercer derechos de explotación pes-
quera o geológica. Es costumbre internacional que, cuando las respectivas ZEE de dos
estados se solapan, se determine una línea media conocida como "mediana"
equidistante de ambas costas. De ese modo, la ZEE de cada nación se extendería desde
el límite de las doce millas hasta la mediana.

El ministro de asuntos exteriores, respondiendo a una mirada del jefe del


gabinete, tomó la palabra en este punto:

—Pero es en aplicación del Derecho Internacional, que el Gobierno de Su


Majestad no reconoce tal derecho a las Islas Canarias. Esas islas no son sino un
archipiélago de estado, una colonia de España en territorio africano y, por tanto, no
tienen derecho a aguas interiores ni a las doscientas millas, como bien lo especifica la
Convención de Montego Bay.

Driss Abdelar asintió con la cabeza. Siempre se podía confiar en Achmed


Abdelkader.
—Exactamente —prosiguió—. Y ese ha sido siempre el sentido de nuestras
protestas a Madrid. Desgraciadamente, y aunque en los últimos años se llegó a
convocar una mesa para la delimitación definitiva de estas aguas, los españoles han
hecho siempre caso omiso de nuestras alegaciones. Siguiendo en la línea habitual de
España ante nuestras justas reivindicaciones, desde luego.

Es muy cierto que esa plataforma se encuentra en el lado "español" de la


mediana, pero Marruecos no acepta, ni aceptará nunca, tal decisión unilateral de
España.

El ministro de defensa se removió en su sillón. Hasta el mismo comienzo de la


reunión no había conocido el orden del día de la misma, y empezaba a tener la
impresión de que lo que fuera que quería proponer el primer ministro, que no le
resultaba precisamente simpático, estaba decidido de antemano. Hassan Munjib era
militar de carrera. Sus éxitos en la lucha contra el Frente Polisario le habían permitido
ascender rápidamente en el escalafón, hasta convertirse en uno de los generales más
jóvenes de la historia de las Fuerzas Armadas Marroquíes. Tras el colapso del anterior
gobierno, le habían ofrecido el renacido Ministerio de Defensa a pesar de su falta de
experiencia política previa. O precisamente por esa carencia, según empezaba a
sospechar. El primer ministro quería un ejército dócil para facilitar la gobernabilidad
del país y un héroe de guerra parecía la mejor elección para mantener tranquilos a los
hombres de verde. Munjib había aceptado el cargo por sentido del deber, pero desde su
misma toma de posesión se había sentido manipulado de forma más o menos evidente.

Decidió intervenir con un tanteo previo poco comprometido:

—Señor presidente, ¿existe realmente petróleo en ese lugar?

La respuesta se la dio el ministro de economía e industria. El ministro,


evidentemente, había hecho sus deberes.

—Tenemos poderosas razones para creer que nuestra plataforma continental


atlántica es rica en crudo. Tal vez, Dios lo quiera, estemos hablando de unos
yacimientos realmente importantes. Además, y concretamente en el área donde se
encuentra la plataforma de prospección española, gran parte de ese crudo sería de
calidad superior a los treinta grados API.

Los ojos del ministro de economía e industria brillaron y no pudo evitar una
sonrisa, a pesar del tono formal de su intervención. Los grados API servían para
clasificar la densidad, y por lo tanto la calidad, del petróleo. A más grados API, menos
densidad y más calidad.

Munjib presionó un poco más.

—Pero, si no estoy mal informado, llevamos casi cincuenta años buscando


petróleo sin éxito, igual que los españoles.

—Es una cuestión tecnológica, amigo mío —respondió el ministro de industria—.


Hasta hace un par de años no existían sistemas de prospección fiables que no
incluyeran la perforación de pozos de prueba. Incluso hoy día no se puede tener
absoluta certeza —reconoció—, pero los datos que tenemos son extremadamente
fiables. Naturalmente España tiene esos mismos datos y eso explica su actitud
desafiante.

Driss Abdelar volvió a tomar la palabra.

—En definitiva, señores, el objeto de esta reunión es tomar una grave decisión.
España ha demostrado en repetidas ocasiones que no está dispuesta a acceder a
nuestras justas reivindicaciones. Creo, y Su Majestad comparte mi punto de vista, que
es hora de demostrar determinación a la hora de defender nuestros derechos.

Esa plataforma petrolífera española se encuentra en aguas de nuestra Zona


Económica Exclusiva y por lo tanto sus operaciones son ilegales de acuerdo al Derecho
Internacional. Debemos, por lo tanto, impedir que se cometa un delito procediendo de
inmediato al apresamiento de la plataforma para poner a disposición de la Justicia a
sus responsables.

El ministro de defensa comprendió. De modo que se trataba de eso. Esperaba


que el primer ministro supiera en dónde se estaba metiendo.

Ceuta.

Nadia Hachmi estaba haciendo el equipaje. Sólo una bolsa pequeña para pasar
tres o cuatro días fuera de casa. Tendría que madrugar al día siguiente para tomar el
vuelo Ceuta-Málaga de las siete y media de la mañana.

Su superior, el redactor jefe del Quotidienne, la había llamado para hacerle el


encargo una hora antes.

Alfredo siguió intentando convencerla de que no fuera, aunque sabía muy bien
que no tendría ningún éxito.

—No me puedo creer que no tengan a nadie más que a ti para hacer ese reportaje.

—Pues resulta que no. Además, para eso soy la corresponsal para asuntos de
España. Es mi trabajo y me gusta. Y yo no te pongo pegas a ti cuando te tienes que ir al
hospital a las tres de la mañana, o cuando te vas a un congreso a Copenhague.

—Pero estás embarazada —protestó Alfredo.

Nadia puso cara de aburrimiento, aunque terminó sonriendo.

—Mira cariño, estoy llevando un embarazo fantástico. Diez semanas y casi ni he


vomitado. Y la ginecóloga me ha dicho que puedo viajar. Lo dijo delante de ti.

Suárez sabía que la batalla estaba perdida, aunque no pudo evitar rezongar un
rato más.
Su mujer tendría que hacer el vuelo en helicóptero a Málaga. Luego volar a
Madrid y de allí a Lanzarote, donde pasaría la noche, para coger otro helicóptero por la
mañana que la llevaría a la plataforma petrolífera Canarias 1.

Y todo para entrevistar al jefe de la plataforma, que la despacharía en media hora


con un montón de tópicos sobre lo ecológicas que son las plataformas petrolíferas
modernas.

—Pero prométeme que vas a descansar todo lo posible y que me vas a llamar por
lo menos dos veces al día —dijo, sólo parcialmente en broma.

Gran Canaria.

El capitán Antonio Lucas se dirigió al controlador de vuelo del Grupo de Mando


y Control de Canarias informando de su rumbo y altitud.

—Papayo, Halcón dos cuatro. Iniciando aproximación a Gando. Rumbo dos siete
cero, ángeles dieciocho.

—Halcón dos cuatro, te confirmo vector. Senda despejada. Cambia ahora a


frecuencia de torre para final.

—Gracias Papayo. Corto.

El vuelo había sido tranquilo. Había salido una hora antes con la misión de volar,
siguiendo unos patrones definidos, para servir de objetivo de prácticas a los radares
del EVA n° 21, en el Pico de las Nieves. Pura rutina, pero le permitiría añadir una hora
de vuelo a su libreta.

Lucas cambió la frecuencia de radio para comunicar con la torre de control de la base
aérea de Gando e inició los procedimientos para llevar a tierra su F-18. Aunque el
horizonte hacia el oeste tenía un intenso color rojo anaranjado, debajo de su aparato la
oscuridad era total. Además había un techo de nubes a mil pies de altitud por lo que la
pista de aterrizaje no sería visible hasta el último momento. Aunque eso no suponía
ningún problema para su avión, le daba rabia no poder disfrutar de la vista de la isla de
Gran Canaria iluminada.

Siguiendo en todo momento las instrucciones de la torre de control y ayudado


por el ILS, el sistema instrumental para el aterrizaje, Lucas llevó el cazabombardero a
través de la capa de nubes con toda seguridad. Cuando salió al aire claro, pudo ver la
iluminación de la pista justo delante del morro de su avión. Comprobó por última vez
que el tren de aterrizaje estaba bajado y trabado, ajustó la posición de los flaps y redujo
ligeramente la potencia del motor para dejar caer suavemente el avión sobre la pista.

El aterrizaje fue, una vez más, perfecto. Lucas sonrió bajo la máscara de oxígeno
de su equipo de vuelo. Ningún piloto de combate del mundo peca de modestia y
Antonio Lucas no era una excepción.
7 de septiembre

Rabat. Marruecos.

El general Munjib despidió al almirante Selim Yussufi, jefe de estado mayor de la


Marina Real. La reunión había sido breve porque el almirante tenía toda la
documentación necesaria desde la noche anterior, de modo que no habían perdido
demasiado tiempo con los detalles. La operación no sería complicada. A la mañana
siguiente, ocho de septiembre, un helicóptero Aérospatiale SA-330 F Puma despegaría
de Casablanca con un pelotón de doce infantes de marina a bordo. Haría una escala en
Sidi-Ifni para repostar y luego se adentraría en el Atlántico hacia la plataforma
petrolífera. El Puma se posaría en el helipuerto de la plataforma hacia las cinco de la
tarde, hora local, y los soldados se harían con el control de las instalaciones.

La operación recibiría el apoyo de la fragata Hassan II, que había recibido


órdenes de zarpar de Casablanca de forma inmediata. El patrullero de altura El Karib
ya se dirigía a la zona, aunque con órdenes de mantenerse fuera del alcance visual de la
plataforma.

El almirante tenía plena confianza en el éxito de la maniobra. Al fin y al cabo no


cabía esperar resistencia alguna por parte de los empleados de la plataforma.
Posiblemente habría algunos vigilantes de seguridad privada, pero seguramente no
estarían armados y serían fácilmente controlables. De hecho se trataba de una misión
más policial que militar, y así sería considerada desde el punto de vista diplomático.

Cuando el ministro de defensa se quedó solo en su despacho, se dirigió a la


ventana. Miraba a la calle, pero sus pensamientos estaban en otra parte. Él tampoco
estaba demasiado preocupado con los aspectos técnicos de la operación. Sin embargo
le inquietaban profundamente las posibles consecuencias de la misma.

El primer ministro le había intentado tranquilizar. Naturalmente que España


pondría el grito en el cielo. Eso estaba previsto. Pero no podrían pasar mucho más allá
de las palabras de indignación. Incluso tenían una orden judicial en toda regla. La
situación sería equivalente al apresamiento de un barco pesquero por faenar
ilegalmente.

Pero Munjib no estaba tan seguro. Ni mucho menos.

Ceuta.

Nadia subió al helicóptero que la llevaría a Málaga. Desde la terminal del


helipuerto, Alfredo contempló el despegue del aparato con ansiedad. No le gustaba
volar, pero menos aún le gustaba ver despegar una aeronave con un ser querido
dentro. No podía evitar imaginarse el helicóptero perdiendo de repente el control y
precipitándose a tierra con una explosión. Se obligó a apartar el pensamiento y volvió
al aparcamiento. Iba a llegar al trabajo antes de lo habitual, de modo que procuraría
ponerse al día con los informes atrasados, que solían ser bastantes.
Cuando el helicóptero Bell-412 de Helisureste estabilizó su vuelo, Nadia sacó de
su portafolios el dossier que había reunido sobre plataformas petrolíferas en general y
la que iba a visitar en particular. Toda la información estaba sacada de Internet,
deprisa y corriendo, la noche anterior. Como apenas sabía nada del negocio de la
extracción del petróleo en alta mar, tendría que leer todos los documentos con mucha
atención si no quería hacer el ridículo en la entrevista que le habían concertado para la
mañana siguiente con el ingeniero jefe de la plataforma.

Decidió empezar con su biografía: Enrique Márquez Vega, cuarenta y ocho años.
Nacido en Gijón. Seguía una lista bastante impresionante de títulos académicos y
puestos de trabajo de responsabilidad, pero pocos datos interesantes a los que pudiera
sacar partido en la entrevista. En general parecía un tipo bastante serio, claro que todo
el mundo lo parece en un curriculum.

Siguió con un largo documento de divulgación sobre las explotaciones


petrolíferas oceánicas. A la tercera página, arrullada por el ruido del rotor del
helicóptero, estaba profundamente dormida.

Arrecife, Lanzarote.

La Descubierta arribó al puerto de Arrecife a media tarde. La singladura había


sido monótona pero agradable. Mar en calma y una brisa suave que invitaba a disfrutar
del sol.

Mientras el comandante Herrero dirigía la maniobra de atraque, contempló a los


curiosos que seguían las evoluciones del patrullero desde el muelle. No conocía
Arrecife, pero Valcárcel, su segundo, le había prometido llevarle a cenar al mejor
restaurante de la ciudad. Una estupenda forma de terminar un buen día.

A las siete de la tarde, hora canaria, el vuelo de Iberia procedente de Madrid


aterrizó en el aeropuerto de Lanzarote. A bordo, Nadia Hachmi recogió los folios que
había leído durante la mayor parte del viaje y miró por la ventanilla hacia la terminal.
Esperaba que no tardaran mucho en aparcar el avión y dejarla bajar porque necesitaba
ir al baño urgentemente. Cosas del embarazo, pensó con resignación. Era el cuarto
aeropuerto que pisaba en doce horas y estaba harta. Afortunadamente no tenía que
esperar el equipaje. Llevaba con ella todo lo que necesitaba.

Una vez resuelto su pequeño problema, salió a la calle y buscó un taxi para ir al
hotel. Por lo menos podría descansar unas cuantas horas. El helicóptero que la llevaría
a la plataforma petrolífera saldría a las ocho de la mañana siguiente, y no tenía nada
que hacer hasta entonces.

Rabat, Marruecos.

El horario marroquí, en verano, lleva dos horas de retraso respecto al peninsular


español y una respecto al canario. A las seis de la tarde, hora de Rabat, el ministro de
defensa se reunió con su colega de exteriores en casa de este último.
Achmed Abdelkader era uno de los hombres más poderosos del reino alauí. A su
condición de ministro de asuntos exteriores unía una respetable fortuna familiar y una
influencia en Palacio que se remontaba a las relaciones de su padre con el rey
Mohamed V.

También era un hombre hospitalario y de modales corteses. Recibió al general


Munjib con un abrazo.

—Hassan, amigo mío. Bienvenido a mi casa.

Abdelkader acompañó al general hasta su estudio, una habitación relativamente


pequeña pero ricamente amueblada. Le señaló un magnífico sillón de cuero.

—Tome asiento, por favor, y póngase cómodo. ¿Quiere tomar algo? ¿Té? ¿Café?

—No, muchas gracias. Sólo quiero hablar.

El ministro de exteriores se sirvió café de la cafetera de plata que había sobre la


mesa. Observó la cara de preocupación del general. Era un libro abierto. Aquel
hombre no servía para diplomático, por muy bueno que fuese como soldado. Dejó que
fuera él quien hablara primero.

—Estoy muy preocupado por las posibles consecuencias de la operación de


mañana. Francamente creo que se trata de un error.

Abdelkader se tomó unos segundos para pensar. Que Munjib no tenía clara la
idoneidad de la operación planteada estaba claro desde el día anterior. Se le había
visto sumamente incómodo en la reunión del Gobierno, y ahora parecía sentado sobre
un hormiguero. El ministro de exteriores sabía que la gran popularidad del general
entre sus tropas se debía a que, a diferencia de muchos otros altos mandos, él siempre
se había preocupado más por sus soldados que por su carrera. Lo cual había
beneficiado enormemente la misma, pensó, no sin un punto de cinismo.

Decidió atacar directamente al punto débil de su colega. Con Munjib las sutilezas
no eran de mucha utilidad.

— ¿Tal vez no confía en la eficacia de sus tropas, general?

La inmediata respuesta de Munjib casi hizo reír a Abdelkader. Afortunadamente


su preparación diplomática le permitía controlar emociones mucho más fuertes que
esa.

— ¡Por supuesto que no se trata de eso! La Real Infantería de Marina es


perfectamente capaz de cumplir con su misión. Si se le proporcionan los medios
apropiados, no hay ninguna razón para pensar que no serán capaces de tomar la
plataforma. El problema es lo que haremos después. No tengo ninguna duda de que
España responderá con firmeza. Y, sinceramente, aborrecería que se repitiera una
situación como la de la isla de Thoura. Si el Gobierno español decide responder con la
fuerza...
El ministro de asuntos exteriores intentó borrar de su voz cualquier rastro de
condescendencia:

—Los españoles no lo harán, mi querido amigo, están obsesionados con el


respeto a la "legalidad", y nuestra operación está cuidadosamente planificada teniendo
ese factor en cuenta.

—En el 2002 tampoco parecía que fueran a actuar. Y lo hicieron. Si nos vemos
abocados a un nuevo... pulso con España, considero mi deber recordarle que las
Fuerzas Armadas Reales, por desgracia y a pesar de su valor y preparación, no se
encuentran en disposición de sostener un conflicto prolongado. No con un enemigo
tecnológicamente mejor equipado y con recursos económicos mucho mayores que los
nuestros. Eso nos deja con sólo dos opciones: combatir con honor pero sin
posibilidades de vencer, o... rendirnos de nuevo.

Abdelkader soltó una carcajada jovial, interrumpiendo al ministro de defensa.

—Perdóneme, general. No me malinterprete. No es mi intención reírme de sus


legítimas inquietudes, pero déjeme decirle que está usted dramatizando la situación.
La operación que el Gobierno de Su Majestad ha decidido es delicada, sí, pero dista
mucho de ser tan peligrosa como usted teme. Déjeme a mí tratar con los españoles.
Nadie quiere una guerra. Ni ellos ni nosotros. Piense que la operación, aunque llevada
a cabo por sus infantes de marina, es una actuación puramente policial. Si España no
comparte nuestro punto de vista siempre puede interponer un recurso ante el tribunal
competente, incluso demandarnos ante el Tribunal de la Haya.

Respecto al incidente de Thoura... ni usted ni yo estábamos entonces en el


Gobierno, pero créame si le digo que entre las apariencias y la realidad suele mediar un
abismo. Y lo cierto es que nuestros antecesores en el Gobierno tuvieron la situación
controlada en todo momento.

—Desde luego no fue esa mi impresión —dijo Munjib.

—Si lo mira desde una perspectiva militar, así podría parecer. Pero aquella no fue una
jugada militar, sino política. No se trataba de librar una guerra, sino de calibrar la
respuesta española de forma... empírica. España ha cambiado mucho en los últimos
treinta años. Cuando Su Majestad el Rey Hassan, promovió la "Marcha Verde", en el
año 75, sabía perfectamente que los españoles no podrían reaccionar y los aconteci-
mientos le dieron la razón. Pero los cambios sociales han convertido a España en un
país poco predecible, cuya política puede cambiar en función de una multitud de
factores sociopolíticos que son también difíciles de predecir. Me consta que en algún
momento del año 2002 se llegó a barajar la posibilidad de recuperar las ciudades
ocupadas de Ceuta y Mejilla, pero no había forma de saber cómo reaccionaría España.
Por eso se eligió Thoura. Y el "experimento" fue un éxito porque permitió evitar lo que
hubiera sido un grave error estratégico. Y ahora podemos aplicar las lecciones
aprendidas entonces.

El ministro de defensa intentó reprimir, sin lograrlo del todo, una expresión de
fastidio.

—No quiero tener muchos éxitos de esa clase —dijo.


Abdelkader, bajo su máscara de imperturbabilidad, empezaba a impacientarse.
Tal vez no hubiera sido tan buena idea elegir a Munjib para su cargo. En cualquier
caso ahora tendrían que aguantarle una buena temporada. Decidió emplear un último
recurso para convencerle. Esperaba que funcionara.

—General —dijo—, ¿qué quiere usted para sus Fuerzas Armadas?

Como hubiera dicho un español, el Ministro de defensa "entró al trapo".

—Quiero unas fuerzas armadas modernas, bien entrenadas y bien equipadas, que
puedan cumplir dignamente con su obligación para con el pueblo y con el Rey.

El Ministro de Exteriores hubiera sonreído, pero no lo hizo.

—Esas Fuerzas Armadas que usted quiere, y nuestra Patria necesita, están a
medio camino entre nuestras costas y las de las Canarias, bajo el lecho del océano.
Durante décadas, España explotó impunemente las riquezas naturales de nuestro
país. Si los españoles se apropian también de nuestro petróleo, ¿qué nos queda a
nosotros?

8 de septiembre

Océano Atlántico.

Enrique Márquez saltó de la cama al primer timbrazo del despertador. No solía


tener dificultades para levantarse, y menos si estaba inquieto por algo. Y estaba
inquieto, aunque sabía que era pronto. La plataforma llevaba sólo tres días de
operaciones de perforación. No habían encontrado nada significativo todavía, y eso no
era sorprendente, pero la paciencia no era una de las virtudes del ingeniero. Se puso un
chándal y se dirigió hacia la sala de control. Luego volvería para ducharse y vestirse
más adecuadamente, pero quería saber qué había pasado durante la noche.

Cuando entró en la sala, el operario del turno de noche le miró y negó con la
cabeza. Márquez se encogió de hombros con cara de resignación y se paseó
controlando los distintos monitores. Nada de nada. Al menos no había habido
complicaciones con el avance de la barrena, y por el momento no se había roto nada,
pensó.

A medio camino entre la plataforma Canarias 2 y la isla de Lanzarote, el


helicóptero de enlace volaba a más de doscientos kilómetros por hora en dirección a la
plataforma. Trasportaba correo y algunos repuestos de escaso peso para los equipos
informáticos. También llevaba una pasajera, Nadia Hachmi.

La periodista ya tenía preparado el guión para la entrevista con el ingeniero jefe,


de modo que pasaba el rato charlando con el copiloto del helicóptero. El copiloto,
flirteando descaradamente con ella, le contaba anécdotas sobre su experiencia en
plataformas petrolíferas, bastante adornadas con invenciones de su cosecha, mientras
miraba de reojo la cara de guasa del piloto de la aeronave.
Nadia escuchaba con atención las batallitas del copiloto. Hacía mucho tiempo
que había descubierto la utilidad de su atractivo femenino para sonsacar a los
hombres información útil. Pensó divertida en la cara que pondría Alfredo si la viera.

El helicóptero de la compañía petrolífera aterrizó en la pista de la plataforma


Canarias 1 pasadas las nueve y media de la mañana. Cuando Nadia saltó del aparato a
la pista de rejilla metálica sintió un momentáneo vértigo al ver el mar bajo sus pies a
través de los huecos de la rejilla. Miró al frente para evitarlo y reconoció la cara de
Enrique Márquez, al que conocía sólo por la foto de su curriculum, que salía a su
encuentro desde la estructura de la plataforma.

—Bienvenida a bordo, señora Hachmi —gritó sobre el estruendo del motor del
helicóptero. Acompáñeme dentro, por favor.

Márquez guió a la periodista hasta la cafetería de la plataforma, ofreciéndole allí


un desayuno. No es que tuviera demasiadas ganas de dedicarle el día a una periodista,
pero las relaciones públicas eran cada día más importantes para una compañía
petrolífera. Además se trataba de una periodista marroquí, y, dada la polémica creada
en torno a su plataforma cuando meses antes del inicio de las perforaciones Marruecos
había presentado una airada protesta ante el Gobierno español, deseaba causarle una
buena impresión.

Cuando terminaron de desayunar, Márquez acompañó a Nadia en una visita a las


zonas más significativas de la instalación petrolífera. Ella escuchó pacientemente las
explicaciones del ingeniero. Desde luego ese hombre tenía talento para traducir a un
lenguaje cotidiano las complejidades técnicas, pensó Nadia. Y no era tan serio como
parecía en su dossier.

Sidi-Ifni, Marruecos.

Los comandos de la Real Infantería de Marina de Marruecos seleccionados para


capturar la plataforma Canarias 1 estiraban las piernas sobre el hormigón de la
plataforma de aparcamiento del aeródromo de Sidi-Ifni mientras su helicóptero
repostaba combustible de un camión cisterna a cierta distancia. Eran diez soldados
escogidos, mandados por un teniente y un sargento. El suboficial aprovechó la
obligada pausa para repasar una vez más el plan de acción, estudiado la tarde anterior
sobre planos detallados de una plataforma petrolífera casi idéntica a la que sería su
objetivo.

Insistió de forma especial en la necesidad de comportarse cortésmente, en la


medida de lo posible, con los trabajadores de la plataforma. Les recordó que debían
mantener puesto en todo momento, el seguro de sus fusiles Steyr-Aug. Si el personal
de seguridad utilizaba armas de fuego, algo enormemente improbable, estarían en
libertad de neutralizarlos, pero incluso en ese caso debían intentar evitar a toda costa
efectos letales.

Los comandos escucharon las palabras del sargento en silencio. Tres de ellos
tenían experiencia en la captura de pesqueros ilegales y sabían que los civiles no suelen
oponer resistencia a soldados armados. La operación sería sencilla.
Minutos después, el piloto del helicóptero Puma les hizo una seña. La operación
de relleno había terminado. Los soldados apagaron sus cigarrillos y volvieron a paso
ligero a su transporte.

Océano Atlántico.

El patrullero Descubierta viró a babor para rodear por el norte la isla Alegranza,
la más septentrional del archipiélago canario. Una vez que la dejara por su aleta de
babor, viraría de nuevo al sur para dirigirse a su base. Llegarían a Las Palmas ya
entrada la noche. La tripulación estaba ansiosa por volver a casa, naturalmente, pero el
comandante Herrero no sentía ninguna prisa. Quizá ya fuera mayorcito para
romanticismos, pero donde él se sentía realmente a gusto era en la mar.

Nadia Hachmi pidió un café solo. La comida de la cafetería de la plataforma


había sido sorprendentemente buena.

— ¿Siempre comen así de bien aquí o sólo cuando vienen periodistas marroquíes
embarazadas? —preguntó.

Márquez se rió con ganas.

—Tenemos un buen chef, eso hay que admitirlo —dijo.

Nadia había pasado una mañana muy entretenida. Las explicaciones de


Márquez sobre el funcionamiento de la plataforma habían sido amenas y conocer
de primera mano los entresijos de las instalaciones había sido fascinante, incluso
para una persona no conocedora de la materia.

La entrevista con el ingeniero jefe, que había grabado para luego transcribirla,
había sido, sin embargo, bastante anodina. Márquez había perdido casi toda su
espontaneidad al saberse grabado, y le había largado un montón de tópicos
insulsos.

Sólo se había animado un poco al preguntarle sobre el problema diplomático


que las prospecciones españolas habían desatado. En los últimos meses la acritud
marroquí había alcanzado magnitudes desconocidas desde el conflicto por la isla
Perejil.

—Mire usted —le había contestado—, si nuestras estimaciones son correctas, y


deseo con toda mi alma que lo sean, bajo nuestros pies hay un montón de petróleo.
Pero no sólo está aquí. Calculamos que más cerca de las costas de Marruecos y del
Sahara Occidental hay aún más. En realidad, si trazamos una línea a mitad de
camino entre Canarias y la costa de África, aproximadamente el setenta por ciento
de las reservas petrolíferas estimadas caen del lado marroquí. Dicho de otra
manera: hay petróleo para nosotros y también para ustedes. Mi opinión personal es
que lo más productivo sería colaborar en lugar de enfrentarnos, pero supongo que
toca a los gobiernos decidir eso.
Mientras Nadia recordaba la entrevista, Enrique Márquez la miraba con
expresión divertida. Movió una mano frente a la cara de la periodista.

— ¡Hola! ¿Hay alguien ahí? —dijo.

Nadia se rió, pidiendo disculpas.

—A veces se me va... ¿cómo dicen ustedes?... el santo al cielo.

En ese momento llamaron a Márquez por megafonía, pidiéndole que llamara


al centro de Control. El ingeniero dejó la servilleta sobre la mesa y se levantó.

—Discúlpeme, ahora mismo vuelvo.

Isla Perejil, Estrecho de Gibraltar.

Tenía que ser Perejil. Incluso sus protagonistas hubieran reconocido, de haber
tenido la oportunidad, que la idea había sido una chiquillada idiota. Pero, por
desgracia, no iban a tener esa oportunidad.

Achmed, el mayor, tenía dieciséis años, y los otros dos, primos suyos, doce y
quince. Era la última semana de vacaciones antes de volver a Rabat y a la monotonía
de las clases, y los tres estaban decididos a correr la última aventura del verano más
divertido que podían recordar.

Habían pasado el mes de agosto en casa del padre de Achmed, un funcionario de


cierto nivel en el escalafón del Ministerio de Asuntos Exteriores. La finca estaba en la
costa, a menos de diez kilómetros al oeste de la isla Leila, una distancia estupenda
para una expedición en bicicleta. No tardaron demasiado en llegar a la playa que se
extiende frente al peñón. Dejaron allí las bicis y se prepararon para hacer historia.

Cuando a primera hora de la tarde cruzaron el angosto paso de agua que separa
el peñasco de tierra firme, lucía el sol y el viento estaba en calma. Tardaron apenas
diez minutos, amontonados en un pequeño bote hinchable verde, remando con las
manos y una pala corta de plástico. Subir al punto más alto de la roca y plantar la
bandera roja con el pentáculo verde del Reino de Marruecos les costó quince minutos
más.

—Declaramos el islote de Leila bajo la soberanía de Su Majestad el Rey —dijo


solemnemente Hassan, el mediano de los tres, e inspirador de la conquista.

Se sentaron en el suelo y disfrutaron de los cigarrillos que les ofreció el mayor,


riéndose de las toses y las náuseas del pequeñajo, que intentaba aguantar el tipo como
un hombre, con escaso éxito.

Pronto se aburrieron de la compañía de las gaviotas y decidieron bajar de nuevo


al bote para buscar la entrada de la famosa cueva de la isla. Fue sencillo. En cuanto la
vieron, se dirigieron hacia ella, convertidos instantáneamente en piratas en busca del
tesoro escondido. Y lo encontraron.
Todos aquellos fardos meticulosamente impermeabilizados y amontonados en
el interior de la cueva tenían que valer una fortuna.

Achmed se dio cuenta enseguida de lo que había allí. Silbó por lo bajo, y no lo
dudó ni un segundo.

—Nos vamos de aquí. Ahora mismo.

Dieron la vuelta al bote y enfilaron la salida, pero la cosa no iba a ser nada fácil.
La marea subía, y, con el atardecer, la brisa de poniente que se había levantado hacía
poco menos de media hora se había convertido en un viento respetable que
encrespaba ligeramente la superficie del mar. Lo suficiente para impedir casi por
completo el avance de la precaria embarcación. Al cabo de lo que les pareció una
eternidad alcanzaron la boca de la cueva, para descubrir que no estaban solos. A pocos
metros de la entrada había una vieja patera tripulada por dos tipos que, decidi-
damente, no estaban allí pescando.

La cara de sorpresa que pusieron al ver a los chavales fue casi cómica, pero la que
inmediatamente le siguió, una vez sopesadas las implicaciones del problema, no lo era
tanto. Acercaron la patera al bote de goma, y mientras uno gobernaba el fueraborda, el
otro agarró por el pescuezo, uno tras otro, a los tres muchachos. Los arrastró al
interior de la barca, sin que estos, blancos como el papel, ofrecieran resistencia.
Achmed, además, recibió dos bofetadas a título preventivo.

— ¿Y ahora qué hacemos con estos cretinos? —dijo el piloto en un español con
fuerte acento magrebí.

— ¡Y yo qué coño sé, me cago en tó!

El segundo individuo se dirigió a los chicos, sentados en el fondo sucio y mojado


de la patera.

—A ver, Mojamé, ¿tú, qué cojones haces aquí?

—Yo no habla español, yo maroc, fransé —dijo Achmed, tragando saliva.

El más alto de los ocupantes de la patera y aparente capitán de la embarcación,


puso los ojos en blanco.

—Con tu puta madre voy yo a hablar fransé. A ver Youssuf, quillo, pregúntales tú,
que todo te lo tengo que explicar.

El marroquí interrogó a sus compatriotas en árabe, obteniendo un resumen de


las actividades de la mañana que no incluía el detalle de los fardos encontrados en la
caverna, ni tampoco, y eso iba a ser más importante, la simbólica toma de posesión del
peñón y la colocación de la bandera.

—Claro, y yo me creo que los niñatos estos no han visto la farlopa. ¡La madre que
los parió! Y todavía faltan —miró su reloj—, más de seis horas para que lleguen los
llanitos con la planeadora. ¡Joder!.
Hizo el gesto característico de amagar una bofetada de revés.

—A estos cabrones les daba yo matarile y me quedaba tan tranquilo.

Youssuf intentó tranquilizar a su compañero, aunque él mismo no parecía muy


tranquilo.

—Tú no mosquees, amigo. Los dejamos un rato atados en la isla y a la noche los
soltamos en la playa. Ya no hay peligro entonces.

El español no dijo nada. Señaló la costa rocosa de Perejil con un gesto y el


marroquí gobernó la patera hacia ella, acercándose con precaución.

Océano Atlántico.

El ingeniero jefe llegó en un par de minutos a la sala de control. Los técnicos de


turno se habían levantado de sus sillas y se inclinaban ante los ventanales. Fuera se
oía el estruendo de las aspas de un helicóptero. Se dirigió al supervisor:

— ¿Qué pasa, Fernando?

—Jefe, un helicóptero marroquí acaba de tomar en la plataforma. No han


pedido permiso. Sólo se han puesto en contacto por radio para exigir pista libre y se
han posado por las buenas.

Márquez tuvo que abrirse paso entre sus técnicos para mirar por la ventana que
daba a la pista para helicópteros. Efectivamente un gran helicóptero militar pintado
de verde oliva se encontraba posado en la plataforma sin detener su rotor. Un grupo
de soldados armados con fusiles saltaron del aparato y se dirigieron a la escotilla que
daba acceso al interior de las instalaciones. Dos soldados se quedaron montando
guardia en la pista de aterrizaje.

— ¡Llama a Madrid ahora mismo! —dijo el ingeniero jefe al supervisor.

Tras un segundo de perplejidad, el técnico levantó el teléfono vía satélite y


marcó la tecla que le pondría en contacto con la central de la compañía en Madrid.
Nervioso, tamborileó con los dedos sobre mesa mientras se establecía la
comunicación. Cuando contestaron en Madrid, había pasado más de un minuto.

Demasiado tiempo. Todavía no había empezado a explicar lo que estaba


sucediendo cuando entraron en la sala dos soldados armados. |

Llevaban los fusiles bajos pero su expresión no era tranquilizadora. Detrás de los
soldados entró su teniente. Sin alzar la voz se dirigió al supervisor en buen español:

—Cuelgue ese teléfono, por favor.

El técnico miró a su jefe, dudando, pero pronto obedeció.


—Muchas gracias por su colaboración, señor —dijo el militar en el mismo tono
tranquilo de voz. Luego recorrió la estancia con la mirada y siguió:

—Soy el teniente Hannach, de la Real Infantería de Marina de Marruecos. ¿Me


podrían indicar, por favor, dónde puedo encontrar al señor Enrique Márquez?

El ingeniero jefe dio un paso adelante. El estupor inicial estaba dando paso a un
enfado cada vez mayor.

—Yo soy Márquez, y tal vez usted pueda explicarme con qué derecho entra en mi
plataforma dando órdenes a todo el mundo.

El teniente Hannach sacó con cuidado un sobre del bolsillo interior de su


guerrera. Se lo entregó a Márquez.

—Señor Márquez, por orden del Tribunal competente, queda usted detenido
acusado de explotación ilegal de los recursos marinos. Esta plataforma deberá cesar
inmediatamente sus actividades de prospección o extracción de petróleo hasta que el
Tribunal dicte sentencia firme.

Márquez leyó la orden judicial. Estaba redactada en francés, idioma que hablaba
casi tan bien como el inglés. Desde luego aquello parecía muy irregular, pero por el
momento no tendría más remedio que contemporizar. Mientras pensaba a toda
velocidad cómo salir del atolladero decidió intentar ganar algo de tiempo
confundiendo al militar, aunque sin demasiadas esperanzas de sacar nada en claro. No
necesitó fingir indignación en su voz. La indignación era muy real.

—Teniente, este documento está en francés. Exijo que se me entregue una copia
traducida al español. También exijo que se me permita hablar con mi abogado.

—Señor Márquez, tan pronto comparezca usted ante el juez se le proporcionará


traducción de esta orden y también podrá pedir un intérprete si lo desea. Por supuesto
que podrá nombrar un abogado o se le asignará uno de oficio. Pero, por favor, coopere
conmigo ahora. Será más fácil para todos. La mirada del teniente marroquí no dejó
lugar a dudas sobre este último punto.

El ingeniero jefe comprendió que no había nada que pudiera hacer para evitar su
detención. Si al menos hubiera podido comunicarse con Madrid... Esperaba que al
menos el telefonista de la central se hubiera dado cuenta de que pasaba algo raro y
diera parte a sus superiores.

El teniente Hannach dio una orden en árabe a uno de sus hombres, que se
cuadró y se colocó al lado de Márquez. Hannach se dirigió de nuevo al ingeniero:

—Señor, ahora uno de mis hombres le acompañará a su alojamiento para que


recoja los objetos personales que necesite, pero quiero pedirle un último favor: le
ruego que hable al personal de la plataforma y les pida que colaboren con nosotros. No
pesan cargos sobre ningún empleado más, por lo que no se deben considerar
detenidos. No obstante, hasta que se pueda organizar un transporte seguro a tierra
firme, sería deseable que permanecieran en sus alojamientos o en las zonas comunes
de las instalaciones para evitar malos entendidos.
Naturalmente, apenas oculta entre tanta cortesía, le estaba dando una orden
directa. Sus ojos tampoco dejaban lugar a dudas al respecto. Luego habló al
supervisor, que seguía congelado junto al teléfono. Con la misma cortesía le pidió que
detuviera, en las mejores condiciones de seguridad, la maquinaria de la plataforma.
También se trataba de una orden. Ambos obedecieron.

Cuando Márquez habló por el sistema de megafonía, repitiendo con ira apenas
contenida las instrucciones del teniente, Nadia ya se estaba empezando a preguntar
dónde diablos se habría metido el ingeniero. Escuchó sus palabras con el mismo gesto
estupefacto del resto de los presentes en la cafetería.

Tan concentrada estaba que casi no se dio cuenta de la entrada de dos infantes
de marina armados con fusiles de asalto. Cuando entraron, algunos de los técnicos se
pusieron en pie de forma refleja. Los soldados no dijeron nada ni apuntaron con sus
armas a nadie. Sólo se quedaron de pie, uno junto a cada puerta.

Media hora después el helicóptero Puma de las Reales Fuerzas Aéreas de


Marruecos despegó de la plataforma llevando a bordo, en calidad de detenido, a
Enrique Márquez.

Nadia lo vio subir a la aeronave, sin esposas pero con la cabeza gacha y el gesto
descompuesto. No tenía nada claro lo que estaba pasando, pero lo iba a averiguar. En
cuanto el helicóptero desapareció en el horizonte respiró hondo y se dirigió a uno de
los soldados. Hablando en árabe, le preguntó por su superior.

Isla Perejil, Estrecho de Gibraltar.

La patrullera de la Guardia Civil del Mar M 03, con un patrón y cuatro guardias a
bordo, navegaba a un par de millas de la isla, marcando apenas ocho nudos en la
corredera. El turno de patrulla de aquella tarde estaba resultando particularmente
aburrido, con escaso tráfico comercial en el estrecho y ni un solo eco sospechoso en el
radar. El guardia Fernando Cañas miraba periódicamente a través de sus binoculares
hacia las playas y acantilados de la costa marroquí, buscando señales que pudieran
delatar los preparativos de una expedición de inmigrantes ilegales, o
narcotraficantes... o ambos a la vez, como era cada vez más frecuente en los últimos
años. Con el sol a punto de ponerse, las sombras se alargaban y formaban mil
imágenes caprichosas, dificultando la observación. Ya lo iba a dejar cuando vio un
reflejo rojo en el punto más alto de la isla Perejil.

Al principio lo tomó por una bolsa de plástico arrastrada por el viento, pero
pronto se dio cuenta de que no, que aquello era una bandera, y de Marruecos para más
señas. Durante un minuto pensó en dejarlo estar. ¡Qué coño! Que la encontraran al día
siguiente Pepe García y su gente, que siempre estaban hablando de política. A él
aquello le importaba un huevo, y no tenía ganas de hartarse de dar explicaciones en la
comandancia...

— ¡Patrón! —dijo, aguantando un suspiro—, mire a estribor, a las dos, sobre


Perejil.
Desde el "Acuerdo Powell", de julio de 2002, una de las misiones de las
patrulleras de la Guardia Civil era el control del cumplimiento de los términos del
mismo, que incluían la no ostentación de símbolos de soberanía sobre el islote.

El sargento Carlos Martínez, patrón de la embarcación, tomó los prismáticos y


los orientó al sudeste, enfocando con cuidado.

— ¡Joder! No me lo puedo creer. ¿Pero es que esta gente no aprende? Siguió


mirando unos segundos y se dirigió al piloto: —Paco, cae a estribor, vamos a
acercarnos a ver si hay alguien, no vaya a ser una chiquillada.

Los potentes motores de la lancha aumentaron sus revoluciones y la proa se


levantó sobre el agua, virando a estribor para dirigirse a la roca.

Martínez tuvo que agarrarse para no caer con los movimientos de la patrullera
en la mar ligeramente picada. A menos de quinientos metros del islote, el piloto redujo
la potencia hasta detener la embarcación, que quedó al pairo, paralela a la costa del
peñón.

De nuevo, el patrón enfocó los binoculares barriendo la accidentada superficie


de la isla. Ahora no había duda de que se trataba de una bandera marroquí, de tela
roja, con una estrella verde de cinco puntas. Era una tela delgada, casi transparente a
la luz del ocaso. Desde luego no parecía una bandera del ejército, pero era una bandera
al fin y al cabo.

Volvió al interior de la cabina y cogió el micrófono del equipo de radio. La


patrullera de casco rígido no podía acercarse demasiado a las afiladas rocas de la costa
de Perejil y habían desembarcado la zodiac en Algeciras un par de días antes para
reparar un desgarrón, por lo que se puso en contacto con la Unidad Marítima de
Ceuta, para solicitar la colaboración de una lancha semirrígida que pudiese
inspeccionar la situación más de cerca. Mientras tanto, encendió un cigarrillo y se
dispuso a esperar.

Youssuf miró inquieto a su compañero, por enésima vez en las dos últimas
horas. La verdad era que a pesar del cigarrillo "reforzado" con hachís, que se acababa
de fumar, estaba muerto de miedo. No era un tipo violento, ni siquiera se dedicaba
habitualmente al tráfico, pero para un pobre pescador de la zona, la posibilidad de
ganar en una noche más de lo que podía ganar en tres meses de duro trabajo en la
patera era demasiado tentadora.

Pero es que aquella tarde las cosas no iban nada bien. Para empezar no había
trabajado nunca antes con el español conocido como Buzón, pero su fama le precedía.
El tipo vivía en Tetuán desde hacía varios años, tras haber escapado por los pelos de
un enfrentamiento a tiros con la guardia civil, al otro lado del estrecho, en el que un
hermano y su padre habían resultado muertos, no sin antes llevarse por delante un par
de guardias.

Buzón, entusiasta aficionado a meterse en el cuerpo cualquier sustancia química,


con la notoria excepción del agua, que evitaba por dentro y por fuera, solía contar a
cualquiera que le quisiera escuchar que a aquellos guardias los había reventado él
personalmente. Y aunque nadie sabía si aquello era verdad, lo cierto es que parecía
muy capaz de haberlo hecho.
Luego estaba lo de los chicos del bote de goma. Parecían buenos chavales, pero se
habían metido en un lío de mil demonios, y se temía que no iba a ser fácil convencer a
Buzón de que los dejara irse por las buenas. De momento allí estaban, en el fondo de
un agujero, atados con cuerdas de esparto y pálidos como cadáveres. Y el español
blasfemando como un animal y amenazándolos con un viejo AK-47, oxidado pero sin
duda funcional, comprado a un soldado borracho que lo había traído del Sahara como
souvenir del Frente Polisario.

Una verdadera mierda.

Océano Atlántico.

El mensaje llegó a la Descubierta a las seis de la tarde, hora canaria. En ese


momento navegaba con rumbo sur a unas veinte millas al oeste de la punta
Pechiguera, en el extremo sudoeste de la isla de Lanzarote.

El oficial de comunicaciones llamó al puente para informar de su contenido al


comandante:

—Mi comandante, mensaje del Centro de Operaciones Navales de Zona.

—Adelante, léamelo —contestó Herrero.

El mensaje era breve. Ordenaba a la Descubierta invertir el rumbo y dirigirse


hacia la plataforma petrolífera Canarias 1 para investigar un aviso de la compañía. Al
parecer la plataforma no respondía a las llamadas por teléfono vía satélite ni tampoco
por radio. Esto último había sido confirmado por el propio Centro de Operaciones
desde sus instalaciones en Gran Canaria.

Hacia la zona se enviaría también un Fokker 27 del 802 Escuadrón del Ejército
del Aire, un viejo bimotor especializado en misiones SAR.

Herrero consultó la carta e hizo un rápido cálculo mental. El tiempo hasta el


área de la plataforma sería de unas seis horas a veinte nudos. Esperaba que no
estuviera pasando nada grave en la Canarias 1 porque seis horas era mucho tiempo.
Sería de noche cuando llegaran. Por suerte el Fokker de las fuerzas aéreas llegaría
mucho antes y podría inspeccionar visualmente la plataforma, pero, ¿no habría sido
mejor mandar un helicóptero?

Se volvió al timonel.

—Caiga a estribor para nuevo rumbo cero dos cinco. Y espero que no tuviera
planes para esta noche, cabo.

— Al cero dos cinco, mi comandante —dijo el cabo. La respuesta a la segunda


parte de la frase decidió guardarla para sí.
El teniente Hannach recibió a Nadia en el despacho del ingeniero jefe de la
plataforma. Cuando el sargento marroquí que la acompañaba abrió la puerta, el
teniente apartó los planos que estaba estudiando y se levantó.

—Adelante, señorita...

—Hachmi. Me llamo Nadia Hachmi y soy periodista del Quotidienne de Tetuán.

Ambos se sentaron. Nadia había estado en ese mismo despacho unas horas
antes. Claro que su interlocutor era otro ahora.

— ¿Puede decirme qué está pasando, teniente?

—Señorita Hachmi, créame que lo siento, pero no estoy autorizado a comentar la


situación con la prensa. En realidad... —Hannach sonrió—, no esperaba en absoluto
encontrar a la prensa aquí. ¿Puede usted decirme qué está haciendo en esta
plataforma?

—Vine a entrevistar al ingeniero jefe. Por cierto, he visto que se lo llevaban en el


helicóptero. ¿Está detenido?

—Como ya le he dicho, no puedo discutir con usted la situación. Lo siento.

Nadia se removió en el asiento. Aquello no estaba sirviendo de nada.

—Mire, esta noche tenía que volver a casa. Espero que eso no haya cambiado.

Hannach tosió, incómodo.

—Me temo que no será posible. Estamos organizando el transporte de los


empleados a tierra firme. Usted irá con ellos, pero no creo que pueda hacerse hasta
mañana, como muy pronto. Bien... si no hay nada más que pueda hacer por usted...

Nadia le interrumpió:

—Sí puede, teniente. Tenía que haber llamado a mi casa hace horas, pero no me
ha sido posible. Si usted fuera tan amable...

El teniente negó con la cabeza, con cara compungida. Tampoco eso iba a ser
posible.

—Nuestras comunicaciones han sido severamente restringidas. Tenga paciencia


señorita Hachmi. Mañana podrá usted hablar con su familia. Ahora discúlpeme, por
favor.

Se levantó y la acompañó a la puerta. Fuera esperaba el sargento.

—Sargento, asegúrese de que le proporcionan a la señorita Hachmi un


alojamiento confortable.
El teniente Hannach volvió al interior del despacho. Mientras rodeaba la mesa
para sentarse sonó su transmisor de radio. Lo cogió y pulsó el botón de transmitir:

—Aquí Hannach.

—Señor, se acerca un avión por el sur. A baja altura.

Era uno de los soldados que habían quedado custodiando la pista de aterrizaje.

— ¿Qué clase de avión, soldado?

—Parece un avión de hélice, un bimotor. Vuela bastante despacio. Señor, nos


hemos metido en el interior para que no nos vean.

—Bien hecho. Manténgase ahí hasta que desaparezca. Y estén tranquilos. No hay
ningún problema.

—Recibido Señor. Corto y fuera.

Hannach se acercó a la ventana, pero daba al este, por lo que no vio nada. Bien,
era lo lógico. Al no recibir respuesta de la plataforma, los españoles habían mandado
un avión a controlarla. Lo mejor era no hacer nada de especial. Tarde o temprano
mandarían un barco o un helicóptero, pero suponía que para entonces el Gobierno
habría informado ya a los españoles de la captura de la plataforma.

El Fokker 27 se aproximó a la plataforma a unos cien metros de altitud y dio una


vuelta a escasa velocidad a su alrededor mientras el copiloto la examinaba
detenidamente con unos potentes binoculares. Todo parecía normal. El operador de
radio intentó inútilmente contactar por la frecuencia de emergencia internacional.
Luego llamó al controlador militar que esperaba noticias en Gando.

—Papayo, Coto uno dos sobre la vertical de la plataforma.

—Te recibo alto y claro, Coto uno dos. ¿Qué me puedes informar?

—Todo parece normal, Papayo, no hay signos de incendio ni fugas de petróleo, ni


nada por el estilo. Es bastante raro. Tampoco nos hace señales nadie.

— ¿Algún contacto de radio?

—Negativo, Papayo. No hay tráfico de radio. Tiene que ser alguna clase de avería
en las comunicaciones.

El avión dio un par de vueltas más sin detectar nada anormal. Luego se alejó por
donde había venido. El sol iniciaba su descenso hacia el horizonte occidental.

A partir de ese momento, la plataforma ya era problema de la Armada.


Isla Perejil, Estrecho de Gibraltar.

Para cuando llegó la zodiac de Ceuta apenas quedaba luz, pero los guardias
podían aún ver la silueta recortada de la bandera contra el cielo anaranjado de
poniente. Se abarloaron a la patrullera y saludaron al patrón.

—A sus órdenes mi sargento.

Martínez se inclinó sobre la borda de la patrullera.

—Miren, llevamos casi una hora controlando la piedra esa y no se ve a nadie. Me


da a mí que la bandera la debe haber plantado algún crío, pero me quedo más
tranquilo si le echamos un vistazo rápido y la quitamos. Y aquí paz y después gloria.

El guardia de la semirrígida asintió.

—Eso está hecho, mi sargento —se dio la vuelta hacia el piloto—. Venga Julián
vámonos antes de que oscurezca del todo.

Un par de minutos después dos guardias saltaban a un saliente de roca


relativamente seguro para el desembarco. El piloto alejó la zodiac un par de metros y
puso el motor al ralentí en espera de su regreso.

Los dos guardias civiles treparon con cuidado por las rocas cada vez más
oscuras.

—Me está empezando a parecer que esto no es muy buena idea, chaval —dijo
Ramón Serrano, el que iba en cabeza, algo mayor en edad y perímetro abdominal.

—Anda ya tío, no me seas mariquita, si todavía se ve bien.

El primero soltó un taco al torcerse un tobillo con una piedra suelta.

—No, si todavía nos vamos a matar aquí —dijo.

Tras diez minutos de resoplidos del primero y risas quedas del más joven,
llegaron a la "cumbre" del islote.

—Ahí tienes la jodida banderita... anda, quítala y vamos antes de que cierre la
noche y nos rompamos la crisma bajando la cuestecita de los cojones.

Comenzaron a bajar, uno con extrema prudencia y el otro a saltitos rápidos, lo


que hizo que rápidamente se destacara una veintena de metros.

El más rezagado encendió su linterna y empezó a alumbrar el suelo para evitar


las piedras sueltas. Llevaba la mirada fija en el suelo cuando oyó gritar a su
compañero.

— ¡Guardia Civil!, ¿Quién va?


Levantó la vista y enfocó a su alrededor con la linterna, sin ver nada llamativo.
En ese momento sintió un fuerte golpe en la frente. Un segundo después estalló el
chasquido de un disparo, pero no lo oyó.

El grito del guardia más joven sorprendió totalmente a los narcotraficantes. No


habían visto la patrullera ni tampoco la zodiac, y tampoco la habían oído, o al menos
no habían prestado atención. La reacción de ambos fue distinta. Muy distinta.
Youssuf se dejó caer tras una piedra, buscando confundirse con el entorno, pero
Buzón enloqueció. Si hubiera vivido para reflexionar sobre aquello, se hubiera dicho
a sí mismo que estaba muy tenso. Llevaba una eternidad en aquella piedra,
esperando, con el inútil de Youssuf y aquellos moritos de mierda por toda compañ-
ía... bueno y también estaba la cocaína. La nieve que había esnifado debía estar poco
o nada cortada, porque llevaba un buen rato oyendo voces y ruidos raros, tenía el
corazón a mil por hora y un calor de mil demonios, y ... Eso, o algo parecido, se
habría dicho, pero no iba a tener la oportunidad. Ni él, ni nadie en aquella roca.

En lugar de reflexionar, Buzón simplemente levantó el AK-47, vio una luz


vacilante, y disparó una vez. El retroceso del arma, que efectivamente funcionaba, le
devolvió por un instante la lucidez. No vio si había hecho blanco, pero sí vio cómo la
luz se quedaba bruscamente quieta.

— ¡Lo he matao! —chilló—¡He matao al picoleto joputa!

A partir de ese momento la confusión fue total. Buzón empezó a disparar a ciegas
hacia la zona donde había oído la voz, riéndose como un completo lunático. En pocos
segundos se oyó un furioso tableteo de respuesta y las balas empezaron a silbar en
ambos sentidos.

Youssuf, una vez superada la parálisis inicial, empezó a pensar deprisa. Tenía
que salir de allí pitando, pero no podía dejar a los chicos. Por un lado estaría mal, pero
es que además, si les ayudaba ahora y luego les cogían a todos, eso seguramente
pesaría en la declaración de los chavales, y no estaba el panorama para hacerse más
enemigos. Cortó las cuerdas y les dijo:

— ¡Corred!

Y corrieron, pero en la dirección equivocada. Corrieron colina arriba, y fueron


cayendo uno tras otro. No tuvieron ninguna oportunidad. Youssuf aguantó algo más,
pero una bala rebotada le seccionó la carótida izquierda. Se quedó sentado, mirándose
la mano empapada en sangre, que parecía negra en la oscuridad, sin comprender.

El joven guardia civil disparaba metódicamente, como en una práctica de tiro. Se


veía muy poco, pero el movimiento destaca mucho al ojo humano, incluso en la
semioscuridad. Y lo que veía eran cuerpos que corrían hacia él, mientras algo más
atrás estallaban los fogonazos del AK, que aparentemente hacía fuego de cobertura.
Semioculto tras un peñasco, fue batiendo uno tras otro a todos los "atacantes". Cuando
no vio más movimiento cambió ligeramente de posición para apuntar a la
ametralladora. Para ello tuvo que exponer el hombro derecho y parte de la cabeza.

No tuvo tiempo de volver a disparar. Un proyectil de 7,62 milímetros impactó


contra su clavícula, reduciéndola a astillas y saliendo luego desviado hacia arriba. Uno
de los afilados fragmentos de hueso le rasgó limpiamente la vena subclavia. El guardia
se dio cuenta de la gravedad de la herida y se refugió tras la peña. Con dificultad,
alcanzó su radio con la mano izquierda y la conectó. Empezaba a sentirse mareado
aunque, extrañamente, no sentía ningún dolor. Cuando se acercó la radio a la boca
apenas podía hablar:

—Bajo fuego... herido...mandad ayuda... por... favor.

Perdió el conocimiento.

Buzón se dio cuenta, a pesar de su alterado estado de percepción, de que los


disparos de los guardias civiles habían cesado. Los escasos restos de su instinto le
indicaron que era hora de abrirse de allí. Ya no pensaba en Youssuf ni en los "moritos
de mierda", que por otra parte estaban muertos, sino, en la medida en que podía
pensar, que no era mucha, en salvar el pellejo. Reculó agachado hacia el lugar donde
pensaba que debía haber quedado la patera, y se tambaleó por el borde del barranco. A
los pocos pasos ocurrió lo que tenía que ocurrir. Tropezó, se balanceó intentando
recuperar el equilibrio, soltando el AK-47, y cayó a plomo cerca de treinta metros. Su
cráneo se rompió como un melón contra las rocas batidas por las olas. En unas horas
la marea habría arrastrado y hecho desaparecer su cuerpo. El viejo fusil de asalto yacía
a diez metros de profundidad bajo el agua, bajo un saliente rocoso.

Cuando Julián González, el piloto de la zodiac, oyó los disparos, metió gas al fuera
borda y se dirigió a tierra. Al mismo tiempo crepitó la radio. Era el patrón de la
patrullera que esperaba a unos cuatrocientos metros de su posición:

— ¿Qué coño pasa González?, ¿Son tiros?... ¿quién pide ayuda por radio?

—No veo nada, pero se ha liado una buena, mi sargento. Me estoy acercando.

Su voz rozaba la histeria.

Martínez volvió a hablar, con más urgencia que antes:

— ¡No jodas hombre! Ven para acá que no puedes ir tú sólo.

En ese momento la patrullera arrancó con un estallido de espuma a su popa y se


dirigió a tierra. González dio la vuelta en redondo y redujo rápidamente la distancia
con la lancha que se acercaba desde el norte.

Un guardia y el patrón, que cargaba con unas gafas de visión nocturna, saltaron
a la semirrígida en cuanto esta, sin llegar a detenerse del todo, tocó el costado blanco
y verde de la patrullera.

— ¡Cagando leches, venga! —gritó el patrón cuando la zodiac viraba de nuevo


rumbo al peñasco.

No tardaron ni un minuto, con el motor a toda potencia. De hecho, la lancha


neumática golpeó violentamente contra las piedras al llegar a tierra.
Afortunadamente no se rajó, aunque sus tripulantes cayeron de rodillas con la
intensidad del golpe.
Julián González se levantó con los otros y se dirigió a la proa para saltar a tierra
con ellos. Martínez le detuvo con un gesto.

—Tú te quedas, amigo. Lo siento. Controla la radio y deja el motor en marcha.

El sargento y el guardia treparon las rocas de la orilla y se detuvieron en una


pequeña explanada pedregosa, para que el suboficial se colocase las incómodas gafas
de visión nocturna y ambos comprobasen el estado de sus subfusiles H&K.

— ¡Venga, con cuidadín, y el seguro puesto!

El mundo verde presentado por las gafas intensificadoras de luminosidad


estaba totalmente en calma. Sólo las ramas de los arbustos, agitadas por el viento, se
movían ligeramente. Siguieron el mismo camino utilizado menos de una hora antes
por sus colegas, hasta que, en pocos minutos, encontraron un cuerpo tendido en el
suelo en posición fetal. Se acercaron y Martínez intentó tomar el pulso del cuello del
guardia herido, pero no hizo falta porque este gimió y se intentó volver. Su palidez era
visible incluso en la oscuridad. Se incorporó un poco y tosió.

El sargento se dirigió a su acompañante:

— Quédate con él y llama al barco, que pidan ayuda urgente. Mejor un


helicóptero. Ahora vuelvo.

—Tenga cuidado jefe.

—Ya, ya.

Martínez siguió el sendero cuesta arriba, ahora agachado para reducir su silueta
visible. No tuvo que caminar mucho. Serrano estaba allí mismo, a menos de treinta
metros de su compañero.

— ¡Hostia Puta! —dijo. Luego vomitó entre las piedras.

A bordo de la patrullera M 03 Fernando Cañas se había hecho cargo de la radio.


En cuanto recibió la llamada de su compañero en tierra llamó a su vez a su base en
Algeciras.

—Mike cero tres a UAM Algeciras, tenemos una emergencia.

-UAM Algeciras, le recibo Mike cero tres.

Cañas agarró el micro con las dos manos, intentando controlar el temblor.
Tenía la boca seca.

—No sé bien lo que pasa, Algeciras, pero tenemos un guardia herido de bala en
la isla Perejil, y puede que sean dos. Necesitamos ayuda urgente para evacuar.
Cambio.

—Te copio un guardia herido en la isla Perejil, quizá dos. Confirma Mike cero
tres.
—Afirmativo, Algeciras... espera... me dicen que el otro está muerto... joder.

—Tranquilo, cero tres. Estamos contactando con Jerez a ver si tienen el


helicóptero preparado...Mira, me piden que te pregunte qué pasa... que cómo está la
situación.

—Pues parece que han sido los marroquíes, pero en realidad no sabemos... Me
dice el patrón que está la cosa tranquila ahora...oye, el guardia está mal. Necesita un
médico, ya. Cambio.

—Mira, cero tres, que dicen de Helimer que en una hora pueden tener un
equipo allí... ¿aguantáis?

—Coño Algeciras, ¡qué remedio!... venga, corto ahora, pero estáte pendiente.

—Recibido, Mike cero tres. Suerte.

La tragedia que se acababa de desarrollar en la isla Perejil había tenido otros


testigos.

Frente al islote, en la costa marroquí, se alza el monte conocido como Yebel


Musa, una cota de ochocientos metros que domina la bahía en cuyo centro se
encuentra el peñón. En su ladera se encontraba una precaria garita de vigilancia de la
Gendarmería Real de Marruecos, con un retén de dos gendarmes. Su misión teórica
era controlar los movimientos de posibles traficantes de drogas o emigrantes ilegales
destinados a España, aunque la mayor parte del tiempo la pasaban "mirando para otro
lado" en agradecimiento a las generosas propinas que recibían de Buzón y gente como
él.

Pero el intercambio de fuego con armas automáticas no estaba incluido en el


catálogo de actividades que "no necesitaban ver", de modo que llamaron a su base para
informar del tiroteo. Después de llamar se sentaron a la puerta de la garita a decidir
qué iban a contarle al sargento cuando llegara.

Ceuta.

Alfredo Suárez se levantó de nuevo del sofá. Llévaba intranquilo toda la tarde
pero ya empezaba a estar francamente preocupado. Nadia había prometido llamarle
cuando llegara a la plataforma aquella mañana, y no lo había hecho. Al principio se
consoló pensando que se le habría olvidado. Cuando Nadia trabajaba tendía a
olvidarse del resto del mundo, y eso le incluía a él. Pero se suponía que ya tenía que
estar de vuelta en el hotel de Lanzarote, y no estaba. El recepcionista del hotel le había
asegurado, después de la tercera llamada, que daría recado a su mujer en cuanto
llegara.

También intentó llamar a la compañía propietaria de la plataforma, pero eran


casi las once de la noche, y sólo le respondió un contestador.
Isla Perejil, Estrecho de Gibraltar.

Cuando el helicóptero Helimer Andalucía aterrizó sobre Perejil, el guardia civil


herido estaba en una situación crítica. El equipo SAR lo trasladó a la aeronave para
iniciar las maniobras de soporte vital básico.

— ¿Adónde vamos? —dijo el piloto.

El sanitario que se había hecho cargo del herido en el interior del helicóptero
tuvo que gritar para hacerse oír sobre el ruido del rotor:

—A Algeciras, comandante, y pitando que no sé si llegará.

Una vez asegurada la camilla y cerradas las puertas, el helicóptero despegó y,


tras girar sobre sí mismo a baja altura, aceleró dirigiéndose hacia el norte.

Los guardias civiles que quedaron en tierra se miraron en la oscuridad.

—Y ahora, ¿qué hacemos mi sargento?

Martínez escupió en el suelo, tratando de quitarse el gusto amargo de la boca.

—No tengo ni puta idea —dijo—. Supongo que quedarnos a cuidar del cadáver
mientras llegan los refuerzos.

Océano Atlántico.

—Mi comandante, tenemos contacto radar con la plataforma Canarias 1.


Demora cero tres dos, distancia veinte millas.

Herrero miró la carta desplegada en la mesa de navegación. Habían tardado


menos de lo previsto gracias a las corrientes favorables. Luego se dirigió al operador
del radar de superficie de la Descubierta:

— ¿Hay otros contactos?

—Negativo, mi comandante. Sólo la plataforma.

—Muy bien, nos vamos a acercar. Nuevo rumbo al cero tres dos. Mantenga
avante toda.

Cinco minutos después llegó un mensaje del Centro de Operaciones Navales. Al


parecer, el helicóptero de servicio de la plataforma había intentado aterrizar en el
helipuerto de la Canarias por orden de la compañía propietaria de la explotación, pero
se había encontrado el sitio ocupado por un helicóptero que no había sabido
identificar. Además, desde la plataforma les habían ordenado dar la vuelta y regresar a
tierra.

— ¿Cuándo ha ocurrido eso? —preguntó Herrero.


El oficial de comunicaciones transmitió la pregunta a Gran Canaria.

—El helicóptero salió cuando el Fokker del Ejército del Aire informó de que no
había averías evidentes. Parece que en la compañía están al borde de un ataque de
nervios y a nadie se le ha ocurrido informarnos hasta hace unos minutos de la historia.

Herrero se quedó pensativo. Toda aquello era bastante extraño. Para empezar
tenía muy poco sentido que una plataforma petrolífera se quedara de repente
incomunicada, sin sufrir ninguna avería evidente. Pero la última información era
sencillamente surrealista. La única explicación que se le ocurría era escalofriante.
¿Podría tratarse de un secuestro?

Las implicaciones de tal posibilidad eran tremendas. Desde luego, prefería estar
equivocado al respecto.

Quince millas al noroeste de la Descubierta, un helicóptero Panther de la Marina


Real de Marruecos despegó de la plataforma petrolífera de vuelta a la fragata Hassan
II que esperaba diez millas más al norte. Dejó a bordo de la plataforma a un equipo de
apoyo de infantes de marina. Llevaban con ellos algunos misiles tierra-aire portátiles
SA-7 Strela pedidos por el teniente Hannach después de la visita del Fokker español.

—Simple precaución —había dicho.

Pocos minutos después de detectar la plataforma petrolífera, el operador del


radar de la Descubierta anunció un nuevo contacto.

—Contacto de superficie. Designo como Bravo. Demora cero cuatro cinco.


Distancia estimada diez millas.

Eso estaba al sur de la plataforma, y algo más cerca.

Según se afirmaba el contacto el operador pudo dar más detalles.

—Contacto Bravo. Rumbo estimado dos dos cinco. Velocidad unos veinte nudos.

Herrero volvió a consultar la carta. El contacto se dirigía directamente hacia


ellos, en un rumbo que cortaría el suyo unas millas más adelante. Las características de
la señal indicaban que no era un barco muy grande. Tenía que tratarse de un yate o
quizás una patrullera.

En todo caso lo iba a saber pronto. La velocidad de aproximación, suma de las de


ambos barcos, era de casi cuarenta nudos, por lo que la distancia entre ellos decreció
rápidamente.

Herrero salió al puente descubierto y cogió unos grandes binoculares. La noche


anterior el equipo FLIR de visión infrarroja había empezado a fallar y una hora antes
había dejado de funcionar del todo. La ley de Murphy en acción, pensó el comandante
Herrero. Con un gesto de fastidio, metió la cabeza en el puente y pidió la demora del
contacto.

—Cero cero nueve, mi comandante. Está a algo más de una milla.


Enfocó en esa dirección y vio las luces de posición. No lo veía suficientemente
bien para identificarlo todavía, pero ya estaba claro que se iban a encontrar con él en
una situación de "vuelta encontrada". De acuerdo con las normas internacionales
ambos barcos deberían caer a estribor, para dejar al otro por babor. Se dirigió al
timonel a través de la escotilla del puente:

—Estribor, quince grados. Avante media.

—Quince estribor —dijo el timonel girando la rueda.

El comandante volvió a enfocar los prismáticos. El barco estaba ahora a unas mil
yardas de distancia. A la luz de la luna lo identificó como un patrullero marroquí del
tipo Osprey. Hizo memoria para recordar el nombre que le daban en Marruecos...
clase El Láhiq.

Mientras la Descubierta viraba a estribor, al tiempo que reducía la velocidad,


Herrero siguió con los prismáticos al patrullero marroquí. No parecía cambiar de
rumbo. De repente se dio cuenta de que sí estaba virando, pero hacia babor, lo que le
llevaba de nuevo a rumbo de colisión con su barco.

— ¡Qué cabrón!

Entró en el puente. Si continuaba su giro hacia la derecha terminaría


colisionando con el patrullero marroquí.

— ¡Avante poca!, ¡Toda la caña a babor!

El timonel obedeció inmediatamente, cambiando el sentido del giro del timón.

La Descubierta intentó comunicar por radio con el buque marroquí, pero no


hubo respuesta, ni siquiera en la frecuencia internacional de emergencia.

El comandante llamó al señalero. Le ordenó que hiciera señales luminosas al otro


barco, que en ese momento completaba un giro de trescientos sesenta grados,
quedando más o menos en su posición inicial. La Descubierta navegaba ahora con
rumbo oeste, alejándose de la plataforma y de la patrullera marroquí.

El señalero gritó desde el exterior:

—Está contestando, mi Comandante.

Herrero volvió a salir. A simple vista pudo ver los destellos del foco de señales del
Osprey, pero no era capaz de seguir el rápido parpadeo.

Esperó a que el cabo terminara de escribir en un bloc la traducción del código


Morse.

—Nos da una frecuencia de radio, mi comandante.

Herrero ordenó comunicar con el patrullero marroquí. Luego indicó al timonel


que volviese a su rumbo previo, de nuevo al nordeste.
El oficial de comunicaciones avisó por el intercomunicador.

—Lo tengo, mi comandante.

—Páselo al puente, por favor.

Herrero tomó el micrófono y habló en inglés:

—Aquí el buque Descubierta, de la Armada Española, ¿me recibe?

Después de un breve chasquido de estática llegó la respuesta, también en inglés


con fuerte acento árabe:

—Descubierta, le habla el patrullero El Karib, de la Marina Real de Marruecos.


Se encuentra usted en aguas marroquíes. Debe volver a aguas españolas de inmediato.

El capitán de corbeta Herrero se quedó desconcertado por un segundo. ¿Pero


qué leches estaba diciendo el marroquí?, pensó. Pulsó de nuevo el interruptor para
hablar:

—El Karib, estas son aguas internacionales. No puede impedir mi navegación.


Por favor, maniobre para franquear el paso.

—Negativo, Descubierta, se ha establecido una zona de exclusión. Debe retirarse.

Herrero se dirigió a su segundo:

— ¿Sabemos algo de Gran Canaria?

—Acaban de mandar un mensaje, mi comandante. No tienen nada nuevo. Las


órdenes siguen siendo acercarse a la plataforma y comprobar que todo está en orden.

Herrero reflexionó un momento. Si un patrullero marroquí estaba custodiando


la plataforma e impidiendo, el paso hacia ella, sólo podía significar que Marruecos
había tomado o estaba a punto de tomar las instalaciones. Una situación que resultaba
bastante peor que su anterior hipótesis del secuestro.

Se dirigió al timonel:

—Nuevo rumbo cero dos cero. Avante para veinticuatro nudos. Vamos a intentar
rodear un poco por el norte.

Levantó de nuevo el micrófono:

—El Karib, aquí Descubierta. Mis órdenes son acercarme a la plataforma


petrolífera Canarias 1. No puede, repito, no puede impedir la libre navegación por
estas aguas. Por favor, no interfiera mi maniobra.

Mientras el buque español maniobraba al nordeste ganando velocidad, el


patrullero marroquí aceleró de nuevo, virando para cortar su rumbo. Su velocidad
máxima era bastante menor que la de la antigua corbeta española, pero era más
maniobrable, lo que le daba ventaja a corta distancia.

Durante más de media hora ambos patrulleros se enzarzaron en una extraña


danza de virajes cerrados y maniobras de engaño. Un juego muy peligroso en
cualquier caso, y más en plena noche. Un efecto secundario de tales maniobras fue
tensar y cansar a ambas tripulaciones y sus comandantes no fueron una excepción.

—Tenemos un nuevo contacto de superficie, designo como Charlie. Demora


tres cinco uno. Distancia estimada dieciocho millas —dijo el operador de radar de la
Descubierta.

— ¿Qué rumbo lleva? —preguntó el segundo.

—Aún no lo puedo determinar, pero no parece que haya cambios en la demora.

En ese momento un violento bandazo del buque marroquí lo llevo de nuevo a


cruzar la derrota del patrullero español. Herrero ordenó virar a la banda opuesta,
intentando cruzar por la popa de su rival. El moro tiene cojones, pensó, y se está
saliendo con la suya. Pero él tenía órdenes que cumplir.

—Esto se tiene que acabar —dijo a su segundo—. La próxima vez que vire para
cruzar nuestra derrota haremos un disparo de advertencia cien metros por su proa
y mantendremos el rumbo. Captará el mensaje.

El comandante llamó al oficial de comunicaciones y le ordenó que estableciera


un enlace satélite directo con el Centro de Operaciones Navales de Zona.

—Y pásemelo aquí —ordenó.

Un par de minutos después el oficial de comunicaciones llamó al puente para


informar que el enlace estaba activo.

Herrero tomó el micrófono.

—Operaciones, aquí Papa Uno Delta. Habla el capitán de corbeta Herrero.

—Papa Uno Delta, aquí Operaciones. El almirante Ojanguren se encuentra aquí.

José Luis Herrero sintió cierto alivio al saber que habían llamado al almirante.
Al menos podría consultar sobre su decisión.

—Herrero, aquí Ojanguren. ¿Me puede decir qué demonios está pasando?

—Almirante, me encuentro a unas quince millas al sudoeste de la plataforma


Canarias 1. Una patrullera marroquí clase El Lahiq ha cortado varias veces mi derrota
impidiendo que me acerque a la plataforma. Se comporta de una forma muy agresiva.
Se trata de la El Karib, con numeral tres uno siete.

— ¿Se ha puesto en contacto con usted?


—Hemos podido establecer contacto por un canal VHF. Dicen que se ha
declarado una Zona de Exclusión y que no se puede pasar. ¿Tenemos confirmación
diplomática, almirante?

—Negativo Herrero. Nadie nos ha llamado de Madrid, desde luego. Ahora


llamaremos nosotros por si acaso.

—Almirante, creo que Marruecos puede haber tomado la plataforma. El


comportamiento de ese patrullero no tiene otra explicación. Si mis órdenes no han
cambiado, solicito permiso para abrir fuego de advertencia sobre el El Karib. De otro
modo no me va a dejar pasar.

Las comunicaciones vía satélite siempre experimentan una demora, conocida


como "lag", debida al tiempo que toma la señal en recorrer el largo camino de ida y
vuelta hasta el satélite. Pero el almirante tardó más que eso en contestar. Abrir fuego
sobre un barco de guerra de otro país en aguas internacionales, aunque sólo fuera
como aviso, suponía un problema de enormes implicaciones diplomáticas. Por otro
lado, el comportamiento del patrullero marroquí era totalmente ilegal, y casi tan pe-
ligroso como usar las armas.

—Herrero, sus órdenes siguen siendo las mismas. Debe acercarse a la


plataforma y averiguar qué ocurre allí. Tiene autorización para hacer fuego de
advertencia, pero mantenga este canal abierto y tenga mucho cuidado.

El segundo de a bordo miró a su comandante con preocupación. No necesitaba


decir nada. Herrero tampoco habló. Sólo asintió con la cabeza.

La situación estaba bloqueada. Si el marroquí no claudicaba tendrían que


replantearse todo el problema, pero no podían retirarse ahora sin más.

Unos minutos después la Descubierta navegaba de nuevo con rumbo nordeste a


más de veinte nudos, una vez completado el enésimo giro de trescientos sesenta
grados. Por su proa el El Karib viró para interceptarla. Se encontraba a unas mil
quinientas yardas de distancia.

El cañón OTO-Melara del buque español giró en su afuste apuntando unos cien
metros por la proa del patrullero marroquí.

— ¡Fuego!

Un único proyectil de tres pulgadas cayó en el punto deseado, levantando un


pique de espuma fosforescente.

Herrero tomó el micrófono y habló en la frecuencia del marroquí:

—El Karib, apártese de mi derrota.

El marroquí no respondió al mensaje ni cambió de rumbo. Ahora ambos


patrulleros se encontraban a mil yardas, unos novecientos metros, y en rumbo de
colisión.
Herrero ordenó hacer un segundo disparo, apuntando esta vez a cincuenta
metros por la proa del El Karib.

—¡ Fuego!

El proyectil cayó algo desviado a la izquierda, a unos cuarenta metros de la proa


del patrullero, rociando el puente con la espuma de su pique.

Isla Perejil, Estrecho de Gibraltar.

Era casi medianoche cuando los dos Nissan Patrol de la Gendarmería Real de
Marruecos llegaron a la garita de vigilancia donde esperaban los dos centinelas que
habían dado el aviso. Habían tardado más de una hora en llegar desde su
acuartelamiento, pero, teniendo en cuenta que casi todo el viaje se había desarrollado
sobre pistas que apenas merecían el nombre de carreteras, no había estado del todo
mal. El sargento

Dahamani, que ocupaba el asiento del acompañante del primer Patrol, se bajó
para interrogar a los centinelas.

— ¿Qué ha pasado ahí abajo? —preguntó impaciente.

El gendarme contó la historia que había acordado con su compañero. No era la


verdad, por supuesto, pero Dahamani no veía con buenos ojos los sobresueldos de sus
subordinados y lo primero era salvar el culo.

—Mi sargento, ha sido muy raro. A primera hora de la tarde han cruzado unos
chiquillos con un pescador de una aldea cercana. No hemos avisado ni hecho nada
porque estaba claro que iban de excursión. Se han quedado unas horas, merendando,
me imagino. Al anochecer ha llegado una patrullera de la Guardia Civil y han
desembarcado en la isla. Luego se han oído tiros, pero no hemos visto nada. También
llegó un helicóptero, pero se ha ido enseguida.

— ¿Y la patrullera?

El gendarme señaló una luz que se movía en el mar, a poca distancia de la isla.

—Siguen allí, pero no sé si todavía están en tierra los guardias o sí han vuelto a la
lancha.

El sargento ordenó a los centinelas que subieran a los coches, apretándose con
sus compañeros en los asientos traseros. Luego continuaron por el camino hacia la
playa. Cuando llegaron abajo, el sargento ordenó detener los vehículos y dirigió a sus
hombres hacia el pequeño embarcadero de piedra. Eran once gendarmes en total,
contando a los dos centinelas que habían recogido.

Amarrada al embarcadero se encontraba una zodiac de la Gendarmería. Estaba


allí desde el verano de 2002 precisamente para poder acceder al peñón rápidamente
en caso de necesidad, pero su mantenimiento era tan deficiente que resultó difícil
arrancar el motor, que mostraba signos de corrosión más que mediana.

Mientras la zodiac cruzaba el brazo de agua que separaba la isla de la costa, el


sargento pensaba en lo que se encontrarían en la rocosa Leila. Aunque se esforzaba por
parecer tranquilo de cara a sus hombres, no lo estaba. Era una temeridad desembarcar
de noche en una isla potencialmente hostil sin más armas que unos pocos subfusiles y
algunas pistolas. Pero el protocolo de actuación estaba claro. Desde la crisis de julio de
2002 se había decidido que, si se detectaba un desembarco español en la isla de Leila,
había que proceder recíprocamente para evitar el hecho consumado. Se daba por
supuesto que no habría violencia, teniendo en cuenta el cuidado que ambos países
habían puesto años antes para evitar daños personales. Claro que eso, en opinión de
Dahamani, podía cambiar sin previo aviso.

En cuanto alcanzaron el islote, el sargento ordenó a sus hombres desembarcar y


desplegarse por las rocas. Dejó a uno de los gendarmes en la zodiac, encargado de
recogerlos si había problemas y saltó a tierra el último.

—Tahaghit, tú primero. Sube con cuidado y márcanos el camino. Tras veinte


minutos de cauteloso ascenso alcanzaron la parte alta de la isla, relativamente llana.
Allí encontraron el primer cadáver.

Océano Atlántico.

El comandante del patrullero marroquí comprendió que esta vez el español iba
en serio y no se iba a apartar. Si llegaban a colisionar el buque español haría pedazos el
suyo, entre otras cosas porque triplicaba su desplazamiento. Las poco más de mil
quinientas toneladas contra quinientas, era demasiada diferencia para aceptar el
riesgo de un abordaje. Así las cosas, dio la orden de virar a babor para apartarse sin
perder la posición de ventaja respecto a la plataforma. Pero la maniobra no llegó a
tiempo de evitar el tercer disparo de advertencia. A menos de cuatrocientos metros de
distancia, apenas pasó un instante entre el fogonazo del cañón español y el aullido de
la granada en su caída. El proyectil cayó al agua a treinta metros del costado del El
Karib, bañando su superestructura en espuma.

Quizá no hubiera ocurrido nada si el artillero que servía la pieza Tipo 58 de 14,5
milímetros instalada en la banda de estribor del patrullero marroquí no hubiera
perdido los nervios, pero los perdió. Empapado en agua salada por los piques de los
proyectiles españoles y aturdido por el ruido y los continuos bandazos, abrió fuego sin
esperar orden alguna del puente. La ametralladora pesada barrió el costado y la
superestructura de la Descubierta. A la escasa distancia que separaba ambos barcos
hubiera sido imposible fallar, a pesar de la oscuridad. Los proyectiles antiaéreos
destrozaron la lancha RHIB de la amura de babor del patrullero español, perforando
luego sus peculiares chimeneas anguladas. Algunos proyectiles alcanzaron la base del
mástil y el puente de mando antes de que un aterrado contramaestre marroquí
consiguiera arrancar al joven artillero de su pieza.

Herrero tardó demasiado en reaccionar. Acababa de ordenar el alto el fuego al


percatarse del cambio de rumbo del El Karib y se había asomado al alerón de babor
para observar mejor a su rival, cuando vio con incredulidad los destellos de la pieza
marroquí y las trazadoras que dibujaban nítidas líneas rojas uniendo ambos buques.
Vio cómo se desintegraba la lancha neumática unos metros hacia popa y cómo los im-
pactos avanzaban hacia él. Sólo en el último segundo se dejó caer en el suelo del puente
descubierto, lo que no evitó que fuera alcanzado por una esquirla incandescente de
uno de los últimos proyectiles marroquíes. El trozo de metralla le atravesó el tórax,
destrozando a su paso el delicado tejido del pulmón derecho. Sin embargo no perdió el
conocimiento. Incluso pudo levantarse sin ayuda y volver al interior del puente.

— ¡Toda la caña... a estribor! —ordenó, en un intento de alejar su buque del


peligro. Intentó dar otra orden, pero fue imposible. Le cortó un acceso brutal de tos.
Cuando apartó la mano de la boca la tenía cubierta de sangre. Miró a su segundo,
negando con la cabeza. No podía seguir.

Mientras dos marineros agarraban a Herrero y lo arrastraban hacia la


enfermería, el segundo comandante tomó el mando del buque. Su primera decisión fue
abrir fuego de nuevo sobre el El Karib, pero esta vez no sería una advertencia.

— ¡Timón a la vía! Blanco con demora al cero cuatro cinco, distancia ochocientas
yardas.

El cañón de 76 milímetros volvió a girar sobre su afuste, apuntando al patrullero


marroquí que ahora se alejaba a toda máquina hacia el nordeste.

— ¡Fuego!

La granada cayó ligeramente corta, levantando un nuevo pique de espuma que


ocultó los destellos del foco de señales del marroquí que parpadeaba
desesperadamente. La antena de VHF, destrozada por los disparos, tampoco captó las
llamadas en la frecuencia por la que antes se habían comunicado.

El segundo disparo, corregida la distancia con ayuda del radar, logró un impacto
directo en la toldilla de popa, hiriendo a varios marineros pero sin causar graves daños
en la estructura del barco marroquí. El tercero destruyó el montaje proel de cuarenta
milímetros.

Ambos buques se habían separado algo más de mil quinientos metros en el curso
del intercambio artillero, encontrándose ya fuera del mutuo alcance visual, por lo que
el segundo comandante de la Descubierta decidió interrumpir el fuego sin abandonar
la persecución.

— ¡Comunicaciones!, necesito enlace con el almirante. ¡Ahora!

El equipo de enlace satélite no había sufrido desperfectos, por lo que fue posible
restablecer la comunicación con el Centro de Operaciones casi de inmediato.

—Operaciones, Papa Uno Delta. Aquí el capitán de corbeta Valcárcel, segundo


comandante. ¿Me recibe?

—Alto y claro, Papa Uno Delta. Le paso con el almirante Ojanguren.

—Adelante.
—Valcárcel, aquí Ojanguren. ¿Dónde está Herrero?

—El comandante Herrero está herido, almirante. El patrullero marroquí abrió


fuego sobre nosotros. Ahora intenta huir. Hemos respondido al fuego y hemos logrado
al menos un impacto directo, quizá dos.

— ¿De qué coño me está hablando, Valcárcel? ¡Explíquese!

—Almirante, el patrullero El Karib respondió a nuestros disparos de advertencia


con fuego de ametralladora pesada. El comandante Herrero ha sufrido heridas graves.
Yo he asumido el mando y estamos en persecución del buque enemigo.
Afortunadamente no tenemos daños graves en el buque.

El silencio al otro lado del enlace fue de nuevo más largo que el "lag" habitual.

—Negativo, Valcárcel. No tiene autorización para perseguir a ese patrullero. ¿Hay


más heridos?

—No, sólo el comandante.

—De acuerdo. Vamos a mandar un helicóptero para evacuar a Herrero. Quiero


que siga acercándose a la plataforma, pero, si encuentra oposición, evítela. No quiero
que empiece una guerra por su cuenta, joder. Una vez evacuado el comandante
decidiremos qué hacer.

9 de septiembre

Isla Perejil, Estrecho de Gibraltar.

El sargento Martínez descubrió a los gendarmes marroquíes cerca de la una de la


madrugada. Aunque se encontraban en el otro extremo del islote, sus gafas de visión
nocturna le permitían verlos con bastante claridad. Agarró por el hombro a su
subordinado y le ordenó que se cubriera. Había por lo menos diez marroquíes
avanzando cautelosamente entre las rocas. Encendió la radio y llamó a la patrullera
para informar intentando hablar en voz baja. Un rato antes Fernando Cañas le había
llamado para informarle que iba a zarpar de Ceuta una patrullera de la Armada con un
pelotón de Regulares, pero no esperaban que pudieran estar desplegados antes de las
cuatro o las cinco de la madrugada. Demasiado tiempo.

Quinientos metros al sur, Dahamani y sus hombres acababan de encontrar el


cadáver de Achmed. Ya iban tres: un adulto y dos adolescentes acribillados a balazos.
El sargento marroquí estaba horrorizado. No sabía todavía qué había pasado en esa
isla maldita, pero con seguridad se iba a liar una buena. Sus gendarmes avanzaban
lentamente hacia el norte, desplegados para cubrir todo el terreno posible. Dahamani
se quedó junto al cadáver mientras sacaba el teléfono móvil y marcaba el número de la
Comandancia Regional de la Gendarmería para informar a su superior. Desde allí
informarían al Wali o Gobernador de Tetuán, supuso el sargento. Mientras hablaba,
observó a la tenue luz de la luna cómo avanzaban sus hombres. Un instante después
uno de ellos gritó.
— ¡Hay otro!

Dahamani corrió cincuenta metros y se encontró con el cuarto cadáver. Aquel


chico no tendría ni catorce años. A pesar de ser un musulmán piadoso, el sargento
blasfemó entre dientes. Aquello había sido una masacre. Y alguien tendría que pagar.

Martínez siguió las evoluciones de los gendarmes sin quitarse sus gafas de visión
nocturna. Estaban a menos de doscientos metros examinando algo que habían
encontrado en el suelo, pero una roca le impedía determinar qué era. Lo que estaba
claro era que en cinco minutos tendría a los marroquíes encima. No sabía qué hacer.
No tenían dónde esconderse, ni posibilidad de volver a la patrullera sin ser vistos y el
cadáver del guardia civil que se enfriaba unos metros más atrás les recordaba el
peligro en que se encontraban. Por fin decidió tomar la iniciativa. Esperó a tener a los
gendarmes a unos cincuenta metros y gritó:

—iAlto! ¡Guardia Civil!

Se incorporó a medias encañonando al gendarme más cercano. Su compañero le


imitó, aunque, sin gafas de visión nocturna, apenas veía las siluetas de los marroquíes,
que, sorprendidos, se tiraron al suelo buscando la protección de las rocas.

Dahamani se repuso inmediatamente del susto. En realidad esperaba aquello, de


modo que no perdió la calma. Sin levantarse del suelo y con el fusil apuntado a la
oscuridad delante de él, gritó en español:

— ¡Alto a la Gendarmería Real! ¡Salgan con las manos en alto y no habrá heridos!

Su afición a ver películas policíacas en español le proporcionaba un vocabulario


un tanto especial pero desde luego muy comprensible.

Pasaron un par de minutos que a Martínez le parecieron horas. La situación era


insostenible dada la proporción numérica. Con cuidado se quitó las gafas
intensificadoras de luz y se las pasó a su subordinado.

—Cúbreme —dijo en voz baja. Luego alzó el tono de voz:

—Voy a salir, pero no tengo por qué tirar el arma. No disparen y no


dispararemos.

Muy lentamente se levantó y dio unos pasos cuesta abajo. Enseguida pudo ver
cómo un gendarme se levantaba delante de él.

—No voy a disparar —dijo el marroquí. Luego habló en árabe a sus compañeros y
comenzó a caminar hacia el español con mucha cautela. A cinco metros de distancia,
ayudados por la incipiente luz de la luna, se veían bastante bien. Tanto que Martínez
reconoció la cara del sargento marroquí.

— ¿Daha... mani?

—Sí sargento Martínez, soy Dahamani. ¿Cómo está?


Aquello era el colmo, pensó el español. Conocía a Dahamani desde hacía unos
meses. Habían coincidido en un curso de lucha antidroga organizado en Marbella por
el Ministerio del Interior. Luego se habían visto en una operación conjunta contra el
narcotráfico. Lo último que hubiera esperado era encontrarse con un conocido en
aquella piedra.

—Dahamani, aquí ha pasado algo horrible. Espero que no tenga usted nada que
ver.

—Lo mismo digo, sargento, lo mismo digo.

Durante unos segundos ninguno de los presentes supo qué hacer. Ambos
sargentos se miraban con cara entre preocupada e indecisa. De repente el
incongruente timbre de un teléfono móvil rompió el tenso ambiente. Dahamani sacó
un viejo Motorola del bolsillo de la guerrera y contestó en árabe. La conversación fue
corta, especialmente por parte del sargento marroquí, que parecía limitarse a
escuchar, añadiendo poco más que monosílabos. Cuando colgó miró fijamente al
sargento español. Inspiró profundamente.

—Martínez, lo siento pero tengo orden de detenerles. Por favor entrégame el


arma.

— ¡No me toques los cojones, hombre! —explotó Martínez—. No puedes hacer


eso. Y tú lo sabes.

—Las órdenes vienen de muy arriba, amigo. No puedo hacer otra cosa. No me lo
pongas más difícil.

Los gendarmes marroquíes, que habían formado una especie de semicírculo


alrededor de los dos guardias civiles notaron el tono tenso de la conversación. Uno tras
otro alzaron sus fusiles, apuntando de nuevo a los españoles. Cuando Dahamani se dio
cuenta les ordenó secamente que volvieran a bajar las armas. Luego miró de nuevo a
Martínez.

—Por favor, entrégame el arma. Si no lo haces, me veré obligado a... quitártela. Y


no quiero hacerlo.

El sargento español consideró las opciones. Enseguida se dio cuenta de que no


tenía ninguna. Y ya había muerto demasiada gente esa noche. Miró a su compañero.

—Vamos Andrés, dale el fusil a esta gente.

Luego miró a Dahamani y, muy lentamente y sin soltar el fusil, descolgó su radio
del cinturón. El marroquí hizo un gesto negativo, pero Martínez no le hizo caso.

—Esto no me lo puedes impedir compañero —dijo.

Llamó a la patrullera.

—Cañas, la Gendarmería marroquí ha tomado la isla. Nos han detenido a


Andrés y a mí. Llama a Algeciras y a Ceuta. Luego llama a Julián González y le
ordenas que vuelva a Ceuta con la Zodiac. No puedo hablar más. Haz lo que te he
dicho. Corto y cierro.

Luego entregó la radio, la pistola y el fusil a Dahamani y volvió a escupir en el


suelo.

Océano Atlántico.

Cuando el capitán de corbeta Valcárcel cortó la comunicación con el Centro


de Operaciones, pasaban unos minutos de la medianoche, hora canaria. Mantuvo
el rumbo de la Descubierta estable, en demanda de la plataforma petrolífera
mientras pensaba en lo que acababa de ocurrir. Una llamada de la enfermería le
sacó de su ensimismamiento. Herrero estaba mal. Había vuelto a perder el
conocimiento y su tensión arterial bajaba a pesar de los sueros. Necesitaba un
cirujano urgentemente, pero el helicóptero todavía iba a tardar.

Pensó en poner rumbo sur, pero la ventaja que lograrían sería marginal, y sus
órdenes seguían siendo investigar la plataforma. Maldijo en voz baja al patrullero
marroquí, deseando haber acabado con él.

— ¡Radar! ¿Dónde están esos hijos de puta?

—El contacto Bravo está a unas tres millas, con demora cero cero seis,
alejándose a unos quince nudos. Por cierto, mi segundo, el contacto Charlie se
encuentra a unas diez millas ahora, en demora tres cinco cero. Viene directamente
hacia nosotros.

Valcárcel se había olvidado del otro contacto.

— ¿Y ese, quién coño es?

—No lo sé, pero es grande y rápido. Un mercante quizás.

Lo que faltaba, pensó el segundo comandante, un mercante despistado en


mitad del lío que se había organizado.

—Contacten con él y que caiga al oeste, que no está el horno para bollos.

Diez millas al norte de la Descubierta, y como vértice septentrional de un


triángulo equilátero formado con el patrullero español y la plataforma petrolífera, la
fragata marroquí Hassan II había seguido atentamente el duelo artillero entre la
Descubierta y el El Karib, recibiendo por radio las angustiosas llamadas de auxilio de
sus compatriotas. Su comandante se había puesto en contacto con el Estado Mayor de
la Marina y había recibido órdenes claras: tenía que defender con todos los medios a su
alcance al patrullero averiado. Y lo iba a hacer.

La fragata Hassan II, segunda unidad de la clase Floreal adquirida a Francia, era
uno de los buques más modernos de la Marina Real Marroquí. Diseñada como una
"fragata de vigilancia" para uso colonial, desplazaba casi tres mil toneladas y estaba
bastante bien armada, al menos para los criterios marroquíes, con un cañón de tres
pulgadas y dos lanzadores de misiles MM38 Exocet.

Obtenida la luz verde de Rabat, el comandante de la fragata ordenó virar a


estribor para enfrentar su amura de babor al sur. En cuanto el buque estabilizó el
rumbo, un fogonazo anunció el lanzamiento de un misil Exocet. El misil buscó
rápidamente su altitud de crucero, dos metros por encima de las crestas de las olas, y
aceleró a 0.93 Mach, más de mil kilómetros por hora. El Exocet inició su vuelo en
busca de las coordenadas grabadas en el sistema inercial por los armeros antes del
disparo, pero pronto encendió su radar de búsqueda. Exactamente en el lugar
esperado, el cerebro del arma encontró un blanco que atrajo su atención. Apenas tuvo
que modificar su rumbo para dirigirse al gran "blip" electrónico que ocupaba sus
circuitos. El vuelo duró algo más de un minuto.

A bordo de la Descubierta pocos tripulantes vieron el resplandor lejano del


motor cohete. Ninguno de ellos identificó correctamente el origen del mismo.
Tampoco el radar de navegación detectó nada. Sólo una joven marinera informó del
lanzamiento de una bengala al norte del patrullero español. Cuando el aviso llegó al
puente faltaban pocos segundos para el impacto. Pero la información hubiera sido
igualmente irrelevante de haber llegado antes. La antigua corbeta no disponía de
ningún sistema de armas capaz de enfrentarse a la amenaza de un misil antibuque. No
tuvo ninguna oportunidad.

El misil MM38 Exocet impactó contra la amura de babor de la Descubierta, a


escasa distancia de la cubierta principal. El proyectil, por efecto de su enorme energía
cinética, abrió un boquete en el casco, desviándose hace abajo y penetrando
profundamente en las entrañas del buque. A su paso incendió todos los materiales
inflamables con el chorro de ignición de su motor cohete, y el combustible remanente
del misil, muy abundante por haber hecho blanco a menos de la mitad de su alcance
máximo, contribuyó a alimentar los incendios. Pero eso no iba a tener demasiada
importancia pocos segundos después. El Exocet había ganado una fama contradictoria
en la Guerra de las Malvinas, donde hundió o averió gravemente varios buques
británicos a pesar de que las cabezas de guerra de los misiles argentinos se negaron
reiteradamente a explotar. Sin embargo el problema con las espoletas había sido
resuelto muchos años atrás y el misil marroquí funcionó correctamente.

La explosión de ciento sesenta y cinco kilos de hexolite en el interior de la nave


produjo la fractura total de su quilla. La Descubierta se partió en dos, embarcando una
enorme cantidad de agua. A los pocos segundos de la explosión, el patrullero español
comenzó a hundirse.

En el puente de mando la deflagración produjo una tremenda conmoción. La


onda de choque hizo estallar los cristales y lesionó los tímpanos de varios tripulantes.
Todos cayeron al suelo. El primero en levantarse fue el segundo comandante.
Ensordecido por la explosión, pidió a gritos un informe de daños, aunque pronto
comprendió que ni lo iba a recibir, ni era necesario. La inclinación de la cubierta del
puente sólo podía significar una cosa. Se estaban yendo a pique. Se arrastró hacia el
intercomunicador sin saber que había dejado de funcionar.

— ¡Atención a todos los servicios!, habla el segundo comandante. ¡Abandonen el


buque!
La inclinación de la cubierta aumentaba por momentos. Valcárcel consiguió
asomarse al alerón de estribor, agarrándose al marco de la escotilla. Apenas pudo
creer lo que vio. La mitad de popa del patrullero, casi invisible en la oscuridad, se
separaba de la proa flotando vertical en el agua. La mitad delantera se hundía
rápidamente. Más asombrado que asustado, vio desaparecer las chimeneas bajo el
agua, que subía hacia el puente entre chorros de espuma. En el último momento saltó
al mar. A pesar de que no había terminado el verano, el agua le pareció fría. Muy fría.

A las dos de la madrugada, hora canaria, un helicóptero AS-332 Superpuma del


802 Escuadrón del Ejército del Aire se aproximó a la última posición conocida de la
Descubierta. Tanto el Centro de Operaciones Navales de la Zona de Canarias como el
Grupo de Mando y Control de Canarias del Ejército del Aire llevaban más de media
hora intentando sin éxito establecer comunicación con el patrullero por lo que el
helicóptero debería encontrarlo por sus propios medios.

No fue difícil. El radar de exploración detectó un contacto de superficie en la


posición esperada, por lo que el Superpuma disminuyó su altitud para aproximarse a
lo que pensaba que era el patrullero español, mientras el equipo de rescate se
preparaba para bajar la camilla en la que deberían recoger al comandante herido.

El piloto del helicóptero pudo ver por fin el buque a través de sus gafas de visión
nocturna, pero comprobó con sorpresa que no se trataba de la familiar silueta de la
Descubierta. Era un barco más grande, pero no lo supo identificar.

— ¿Quién es ese? —le preguntó a su copiloto.

—No tengo ni idea. Parece francés por el aspecto... ¡Espera!, tiene que ser una
fragata marroquí.

Según se acercaban podían ver más detalles del barco.

—Sí, eso debe ser. Oye, ¿qué están haciendo?

El buque no se movía, y habían arriado varias lanchas neumáticas. Varios focos


exploraban el agua en torno a la fragata. El piloto del helicóptero tuvo un
presentimiento. Sintió erizársele los pelos de la nuca. En ese momento escucharon una
llamada por el canal 16 de radio.

—Helicóptero español, aquí buque de la Marina Real de Marruecos. Se


encuentra usted en zona restringida. Ponga rumbo sur de inmediato y aléjese.

El piloto contestó con la boca seca:

—Buque marroquí, nos encontramos en misión SAR. El helicóptero está


desarmado. ¿Qué ha ocurrido?

—Helicóptero español, retírese inmediatamente o abriremos fuego. Es el último


aviso.
Ya no era un presentimiento. La cosa era real. El helicóptero giró ciento ochenta
grados y puso rumbo sur a la máxima velocidad mientras informaba al Grupo de
Mando y Control.

Madrid.

Las primeras noticias de lo ocurrido en Canarias llegaron al Cuartel General de la


Armada, en la calle Montalbán, a eso de las dos de la madrugada, hora peninsular.
Cuando se conoció la desaparición de la Descubierta, hacia las tres y media, el AJEMA
ya se encontraba en su despacho. El almirante Antonio Álvarez Casillas, jefe de estado
mayor de la Armada, con una sensación de irrealidad que le costó apartar de su mente,
llamó al jefe de estado mayor de la defensa. Le encontró despierto.

—Mi General, tenemos un grave problema en Canarias.

El JEMAD llevaba despierto más de una hora. Le había sacado de la cama una
llamada de la directora general de la Guardia Civil, que le había informado de los
sucesos ocurridos en la isla Perejil. Habló en un tono más bajo del habitual en él:

—Antonio, por favor, dime que el problema no es con Marruecos.

—Ojalá no lo fuera mi general.

Durante las siguientes dos horas, los escasos noctámbulos que quedaban en las
calles casi desiertas de la madrugada madrileña, pudieron asistir a las idas y venidas de
diversos coches oficiales que aprovechaban el escaso tráfico para saltarse semáforos y
hacer maniobras poco ortodoxas.

Antes de las cinco de la mañana, el Centro de Conducción de Operaciones del


Ministerio de Defensa se encontraba en plena actividad. Allí se encontraban, ojerosos y
sin afeitar, los jefes de estado mayor de los tres ejércitos con sus respectivos estados
mayores, así como el ministro de defensa y un puñado de secretarios generales y
subsecretarios.

El ministro de defensa, después de escuchar los informes de los militares


presentes, se encerró en su despacho y descolgó el teléfono.

Al otro extremo de la línea, en el palacio de la Moncloa, el presidente del


gobierno, recién sacado de la cama por su secretario personal, se terminó el café y
levantó el auricular.

— ¿Qué novedades hay? —preguntó.

—Presidente, es pronto para tener una visión completa del cuadro, pero hay
problemas gordos. De eso no hay duda. Ayer por la tarde se perdió el contacto con la
plataforma petrolífera Canarias 1. Se despachó un avión de reconocimiento desde
Gando, que no detectó nada anormal, por lo que se ordenó al patrullero de altura
Descubierta acercarse para investigar. Cuando llegó a la zona se encontró con una
patrullera marroquí que le impidió acercarse, y parece que hubo un intercambio de
disparos. Luego el almirante de la Zona de Canarias ordenó romper el contacto y la
patrullera marroquí también se alejó. Unos minutos después se perdió toda
comunicación con la Descubierta. El helicóptero que se envió no la pudo detectar, pero
sí vio una fragata marroquí que parecía llevar a cabo labores de rescate y que le obligó
a alejarse bajo amenaza de abrir fuego. Aunque no lo hemos podido confirmar, me
temo que la Descubierta puede haber sido hundida por la fragata marroquí, y la plata-
forma petrolífera sigue sin contestar a las llamadas, de manera que...

— ¿Y en Perejil? —interrumpió el presidente.

—Según informa la Guardia Civil, a última hora de la tarde de ayer una patrullera
se acercó a la isla porque sus tripulantes habían visto una bandera marroquí.
Desembarcaron y la quitaron, sin ver a nadie, pero mientras bajaban hacia la
patrullera fueron atacados. Uno murió y el otro está gravemente herido. A estas horas
le están operando en Algeciras pero su estado es crítico. Los guardias que
desembarcaron para ayudarles no vieron tampoco a nadie pero horas después fueron
sorprendidos y detenidos por una patrulla de la Gendarmería marroquí. No sabemos si
los marroquíes siguen en la isla o la han abandonado.

— ¿Qué estamos haciendo nosotros?

— ¿Ahora? bueno, de momento estamos intentando recopilar y confirmar las


informaciones que tenemos. De momento vamos a aumentar el nivel de alerta del
Ejército del Aire y de la Flota. El AJEMA quiere enviar a Canarias el Grupo de
Proyección en pleno, pero, no sé, creo que es prematuro. También he ordenado
acuartelar al Tercio de Armada y al MOE. Tengo línea abierta con los comandantes
generales de Ceuta y Melilla. Hemos decidido declarar allí la alerta general. De todos
modos, no nos consta que haya movimientos de tropas marroquíes en las proximi-
dades, de manera que consideramos que no hay riesgo de un ataque inminente.

El presidente del gobierno permaneció un momento en silencio. Luego confirmó


las órdenes del ministro de defensa y se despidió. Eran las cinco y media de la mañana.
Decidió ducharse y afeitarse antes de nada. El día sería muy largo. Antes de entrar en
el baño pidió a su secretario que llamara al ministro de exteriores para hablar con él en
quince minutos.

El agua caliente relajó algo la tensión que el presidente sentía en los hombros y el
cuello. Había hablado en alguna ocasión con su predecesor de los días de julio del
2002. Siempre había pensado que aquello podía haberse evitado, pero en cualquier
caso recordaba haber deseado no tener que pasar por una experiencia parecida. Bien,
pues había llegado, y antes de lo que hubiera imaginado. Despejó de su mente el
problema de Perejil para concentrarse en Canarias. Siempre había temido que los
estudios en busca de petróleo iniciados durante el gobierno anterior iban a traer
problemas con Marruecos, pero aún se negaba a aceptar que pudiera llegar a
desencadenarse una guerra. Se preguntó cuántos tripulantes llevaría el patrullero
desaparecido. ¿Cincuenta? ¿Cien? Tenía que enterarse de eso.

Después de diez minutos de ducha se dio cuenta de que su mente empezaba a


divagar en círculos poco productivos. Cerró el grifo y salió.
Océano Atlántico.

A las cinco de la madrugada, hora canaria, la fragata Hassan II dio por


finalizadas las operaciones de salvamento. Había recogido con vida nueve marinos
españoles, ocho hombres y una mujer. Sufrían diversas heridas leves y diferentes
grados de hipotermia, pero en conjunto estaban bien. El resto de la tripulación del
patrullero español fue dada, en lo que a la Hassan II concernía, por desaparecida. El
buque aceleró poco a poco hasta alcanzar su velocidad de crucero y puso proa al este
para dirigirse al puerto de Sidi-Ifni, en demanda del cual navegaba también la averiada
El Kerib.

Un par de millas al oeste de la fragata marroquí flotaba una balsa de color


amarillo brillante, alejándose empujada por el viento de levante. A bordo había cinco
españoles más, incluido el capitán de corbeta Valcárcel, segundo comandante de la
Descubierta. La radio de la balsa emitía de forma automática una señal de localización.

Antes de una hora serían encontrados y rescatados por el helicóptero


Superpuma del 802 Escuadrón del Ejército del Aire, que había recibido la orden de
regresar a la zona después de repostar en Lanzarote.

Madrid.

El embajador del Reino de Marruecos en España se dio la vuelta en la cama. Se


había acostado tarde y su mente se resistía a despertarse. Su mujer se despertó
primero y lo zarandeó suavemente. Cuando por fin abrió los ojos, se sentó en la cama
desorientado. Un empleado de la embajada llamaba insistentemente a la puerta. Se
alcanzó su batín y se dirigió a la puerta mirando el reloj.

—Señor, tiene una llamada urgente del Ministerio de Exteriores español. Les dije
que usted llamaría pero insistieron en esperar.

— ¿En el despacho? —preguntó el embajador.

—Sí, señor.

Mientras bajaba las escaleras, el alto funcionario marroquí intentó adivinar el


motivo de la llamada. Desde luego no podía ser nada bueno, y pensó de inmediato en la
nota diplomática para informar de la captura de la plataforma petrolífera que había
redactado la noche anterior y que esperaba guardada en su cartera. Tenía planeado
entregarla en el palacio de Santa Cruz a primera hora de la mañana. Había sido idea
suya, aunque bien acogida por su ministro, demorar la entrega de la nota hasta la
mañana del viernes para no dar tiempo al Gobierno español de incluirla en el orden del
día del Consejo de Ministros que se celebraría un poco más tarde. Había sido un
riesgo, desde luego, pero un riesgo calculado. Con un poco de suerte ganarían el fin de
semana para consolidar el "fait accompli". Se dio cuenta de que algo tenía que haber
salido mal. La llamada no tenía otra explicación.
Con estas ideas en la cabeza, luchando aún contra el sueño, llegó a su despacho y
levantó el auricular del teléfono. El telefonista le informó que tenía en línea al ministro
de asuntos exteriores de España.

¿El ministro le llamaba en persona a las seis de la mañana? ¡Dios


Misericordioso! La cosa tenía que ser realmente seria, pensó.

Cuando oyó un leve chasquido en la línea telefónica, habló:

—Señor ministro, ¿en qué puedo ayudarle?

La voz que le contestó era dura, con un tono de enojo apenas contenido.

—Señor embajador: esta madrugada se han producido graves incidentes


armados entre fuerzas marroquíes y españolas. Tememos que se hayan producido
numerosas bajas. Tal vez pueda usted informarme del punto de vista de su Gobierno
sobre los gravísimos hechos ocurridos.

El embajador de Marruecos se sentó, asaltado por un ligero mareo. Aquello no


podía estar ocurriendo. No a él.

—Señor ministro, le hablo con la mayor sinceridad cuando le digo que no


conozco los terribles acontecimientos de los que me habla. Le ruego que me permita
consultar con mi Gobierno para poder informarle a la mayor brevedad.

Al otro lado de la línea, el ministro español suspiró.

—Se lo agradecería mucho, señor embajador, se lo agradecería muchísimo.

Rabat.

El ministro de defensa de Marruecos se despertó casi al mismo tiempo que el


embajador. Pero el general Munjib lo hizo al escuchar el despertador. A pesar de que
eran las cuatro de la madrugada en Marruecos, Munjib saltó de la cama
completamente alerta. Era una vieja costumbre de soldado levantarse antes del
amanecer. Ese día tenía además buenas razones para ello. En España eran ya las seis,
y en pocas horas comenzaría a funcionar la maquinaria diplomática. Quería estar bien
despierto para entonces. Por esa razón se había retirado temprano la tarde anterior.
Una vez recibido el informe que describía el éxito de la toma de la plataforma, se había
ido a casa con un listado actualizado de las unidades de las fuerzas armadas
marroquíes y españolas y su estado de alistamiento. Dio la orden de que no se le
molestase.

A pesar de su rango ministerial, el general insistía en conducir su propio coche. A


las cinco de la mañana aparcó en su plaza reservada en el aparcamiento del Ministerio
y subió las escaleras hasta la primera planta, donde se encontraba su despacho. Su
secretario le interceptó en el rellano de la escalera.

— ¡Mi general! ¡Gracias a Dios!


— ¿Qué pasa, Mohamed? El secretario era un
manojo de nervios.

— Mi general, yo quería llamarle, pero dio usted la orden de no molestarle, y el


almirante Yussufi...

Munjib tomó a su secretario del brazo y lo condujo al despacho, sintiendo un


vacío en la boca del estómago.

—Cálmese, Mohamed. Cálmese y cuénteme que pasa.

Ya dentro del despacho el secretario contó a su Ministro los acontecimientos de


la noche con voz atropellada. El rostro del general se endureció hasta parecer una
máscara de piedra. Cuando el atribulado secretario terminó su relato, el ministro
permaneció unos segundos en silencio. Por fin, habló:

—Ponme inmediatamente con el almirante Yussufi y con el ministro de asuntos


exteriores. Si alguno está durmiendo, le despiertas. Otra cosa: dentro de una hora
como máximo quiero que estén aquí los jefes de estado mayor. ¡Muévete!

Cuando Mohamed salió del despacho, Munjib apoyó la cabeza en sus manos
abiertas. Sólo se permitió un segundo de desahogo. Luego empezó a considerar
febrilmente sus opciones.

El primero en contestar a su llamada fue el almirante Yussufi, jefe de estado


mayor de la Marina Real. Estaba eufórico.

—General, la Marina Real ha conseguido una gran victoria esta noche.

Decididamente el tipo era un completo imbécil, pensó Munjib. Un hijo de perra


estirado que se creía la reencarnación de Chester W. Nimitz. Munjib habló con una
estudiada lentitud:

—Almirante, no estoy seguro de que sea usted consciente de las implicaciones


que esa "gran victoria" va a traer consigo.

—General...

—Déjelo, Yussufi, mejor déjelo. Quiero que se presente aquí inmediatamente.


Necesito tener a mano un resumen de todos los planes de contingencia de la Marina
Real para el caso de un conflicto con España.

Antes de las seis de la mañana, hora de Rabat, los jefes de estado mayor de los
tres ejércitos estaban reunidos en el Ministerio de Defensa. El ministro les ordenó que
coordinaran sus respectivos planes defensivos para lo que se temía que sería una
contundente respuesta española a los acontecimientos de la noche. Luego, sin
despedirse, abandonó la sala de reuniones y se dirigió a su coche seguido por su
secretario, que trotaba tras él con cara de funeral. Una vez dentro del vehículo intentó
de nuevo disculparse, pero el general Munjib le hizo callar con un gesto. Necesitaba
pensar.
Ceuta.

A las ocho de la mañana Alfredo Suárez apagó el despertador sin darle tiempo a
sonar. Apenas había pegado ojo en toda la noche. Lo primero que hizo fue llamar al
móvil de Nadia.

—"El teléfono al que ha llamado está apagado o fuera de cobertura, gra..."

El mensaje grabado no le sorprendió, pero sí aumentó su ansiedad, que ya rayaba


en la histeria. Volvió a llamar a las oficinas de la compañía petrolífera propietaria de la
plataforma, pero tampoco hubo respuesta.

Se hizo un café más cargado de lo habitual y encendió la televisión. El


informativo de la mañana no dijo nada sobre la plataforma ni sobre ningún helicóptero
perdido en el mar, lo que sólo le tranquilizó en parte. Aquello tenía que tener una
explicación más sencilla, pensó. Seguramente Nadia, enfrascada en su trabajo se había
olvidado de él. Pero no se lo creyó. Una nueva llamada al hotel de Lanzarote le
confirmó que no había llegado a su habitación.

Se duchó y se vistió para ir al trabajo, pero antes volvió a sentarse ante el


televisor. Las palabras "flash de alcance" pronunciadas por el presentador le atrajeron
como un imán.

—"... según informaciones no confirmadas, desde primeras horas de la


madrugada de hoy se habría perdido el contacto con una patrullera de la Armada que
investigaba un fallo en las comunicaciones de la plataforma petrolífera Canarias 1 a
unas sesenta millas de las costas del archipiélago. Dicha patrullera podría haberse
visto implicada en un incidente con un buque marroquí de similares características. A
estas horas no es posible establecer si existe alguna relación con los..."

El presentador se ajustó el auricular momentáneamente distraído por algo que le


estaban diciendo desde el control.

—"Si..., en este momento me comunican que, según una nota informativa


emitida por el Ministerio de la Presidencia, la vicepresidenta del gobierno
comparecerá para una rueda de prensa a las nueve de la mañana en el palacio de la
Moncloa. No se ha informado del contenido de dicha rueda de prensa, pero es
probable que esté relacionada con los incidentes que acabamos de mencionar. Les
tendremos informados de cualquier novedad".

La musiquilla del Telediario cerró el bloque informativo.

Suárez se quedó mirando la pantalla sin ver los anuncios publicitarios. ¿Fallo de
comunicaciones? ¿Qué tenía que ver la Armada con aquello?

Después de pensar durante unos minutos, se decidió. Llamó al móvil de Paco


Reyes, su compañero de trabajo, y le dijo que no iba a ir esa mañana. Afortunadamente
no era un día demasiado complicado y no le echarían demasiado de menos. Lo cierto
era que no se sentía con ánimos de trabajar. Y tenía que seguir llamando por teléfono.
Rabat.

Driss Abdelar se levantó de su sillón para recibir al general Munjib. En su


despacho se encontraba ya el ministro de asuntos exteriores, que saludó a su colega
con un gesto estudiadamente tranquilo. Los tres se sentaron frente al televisor que
alguien había colocado en medio del despacho. Eran las siete de la mañana, las nueve
en España. El ministro de defensa empezó a hablar, pero Abdelar le interrumpió:

—Un momento, Hassan, por favor. Nuestra amiga la vicepresidenta del gobierno
de España va a celebrar una rueda de prensa. Y convendrá conmigo en que nos
interesa lo que pueda decir.

Munjib se mordió la lengua. El paso de las horas no hacía sino acentuar su


enfado y su preocupación, y le sacaba de sus casillas ver a Abdelar y a Abdelkader
comportarse como si fueran a ver un partido de fútbol. En todo caso tendría que
serenarse si quería hacer valer sus puntos de vista, de modo de intentó relajarse y se
fijó en el televisor.

Los tres marroquíes conocían sobradamente el español, por lo que no haría falta
intérprete. Naturalmente la rueda de prensa sería grabada y traducida para consultas
posteriores, pero los tres querían verla en directo. La pantalla, con el sonido reducido
al mínimo, mostraba una sala de conferencias anodina como tantas otras. La mesa
estaba vacía pero los asientos para la prensa estaban todos ocupados. Algunos
periodistas, de pie, ocupaban el espacio libre al fondo de la sala.

Cuando la vicepresidenta del gobierno de España entró en la sala y tomó asiento,


Achmed Abdelkader subió el volumen del televisor con el mando a distancia.

Munjib reparó en las ojeras de la política, apenas disimuladas por el maquillaje.


Se fijó en la expresión de su rostro y no le gustó.

En el televisor, la vicepresidenta española ordenó sus notas, carraspeó y tomó la


palabra.

—Señoras, señores, buenos días. Esta noche se han producido acontecimientos


de extraordinaria gravedad. Ante todo debo advertirles que, si bien los datos que voy a
ofrecerles son incuestionables, muchos extremos están aún por confirmar dado que los
hechos han tenido lugar hace muy pocas horas. Por ello me veré obligada a reservar
algunos detalles hasta que puedan ser investigados en profundidad.

La vicepresidenta hizo una pausa para quitarse las gafas y limpiarlas, aunque en
realidad era un truco para darse unos segundos de reflexión. Llevaba su declaración
escrita, por supuesto, pero le gustaba hablar para las cámaras haciendo ver que
improvisaba.

—A última hora de la tarde de ayer —continuó—, una patrullera de la Guardia


Civil del Mar desembarcó en la Isla del Perejil para retirar una bandera marroquí
colocada en el punto más alto de la isla. Los agentes de la Benemérita fueron recibidos
con fuego de armas automáticas.
Uno de los guardias falleció en el acto. El otro, herido de consideración, se
debate en estos momentos entre la vida y la muerte. Los agentes que desembarcaron
en ayuda de sus compañeros han sido hechos prisioneros por la Gendarmería
marroquí. A estas horas, el Gobierno no ha sido informado de su paradero.

Los fotógrafos dispararon una auténtica andanada de flashes mientras los


reporteros tomaban notas a toda velocidad entre murmullos y preguntas. La
vicepresidenta aprovechó para hacer una nueva pausa para dar tiempo a asimilar la
magnitud de lo que estaba contando y se preparó para la segunda parte, aún más
estremecedora.

—Por favor, señores, permítanme continuar. Durante la tarde de ayer, el


almirante jefe de la Zona Marítima de Canarias, recibió el aviso de que se habían
cortado las comunicaciones con la plataforma petrolífera Canarias 1, ubicada en aguas
españolas al nordeste de Lanzarote. El almirante ordenó a la patrullera de la Armada
Descubierta acercarse a la plataforma para cerciorarse de que no se había producido
un accidente. Pues bien, a primera hora de la madrugada la Descubierta fue intercep-
tada y hundida por un buque de guerra marroquí. No podemos todavía establecer una
cifra de víctimas, pero es probable que haya varias decenas de marineros
desaparecidos.

La sala, tras un segundo de perplejidad, se convirtió en un caos. Los periodistas


empezaron a hacer preguntas a gritos, compitiendo por preguntar más alto y más
deprisa. La barahúnda era tremenda.

La vicepresidenta mantuvo la mirada fija en las cámaras, sabiendo que su foto


sería portada en varios periódicos al día siguiente. Al cabo de unos segundos levantó
las manos y pidió silencio.

—Señoras y señores, quiero acentuar que el Gobierno de España considera los


acontecimientos de esta madrugada en la isla del Perejil y en aguas de Canarias como
hechos de la máxima gravedad, totalmente incompatibles con las normales relaciones
de buena vecindad entre los pueblos.

El Gobierno exige del Reino de Marruecos una inmediata explicación de los


acontecimientos. Es sobradamente conocido el deseo de este Gobierno de mantener
relaciones pacíficas con todas las Naciones, pero mientras no recibamos una
explicación satisfactoria, España se verá obligada a tomar todas las medidas defensivas
necesarias para garantizar su seguridad.

La vicepresidenta abrió un turno de preguntas, pero los aturdidos periodistas


apenas fueron capaces de formular algunas cuestiones genéricas. La vicepresidenta
contestó a todas, pero básicamente se limitó a repetir lo que ya había dicho. Pronto se
levantó y el realizador devolvió la conexión a los estudios de televisión. Cuando la
presentadora del informativo comenzó a comentar las declaraciones de la
vicepresidenta del gobierno español, el ministro de asuntos exteriores marroquí apagó
el televisor y miró a su jefe de gobierno.

—Parece que se nos ha adelantado, dijo el primer ministro.

Abdelkader asintió. Antes de una hora celebraría su propia rueda de prensa,


convocada la tarde anterior con la excusa de una nueva propuesta de ampliación del
acuerdo pesquero con la Unión Europea, pero planeada para anunciar la toma de la
plataforma. Ahora tendría que cambiar la declaración que tenía previamente
preparada para salir al paso de las declaraciones de la española.

El general Munjib se puso de pie. No miraba a sus interlocutores cuando habló.

— ¿Alguien puede explicarme qué ha ocurrido en esa isla?

Se sentía absolutamente fuera de lugar, comprendiendo que, a pesar de su cargo


ministerial, no tenía idea del cuadro general de lo que estaba ocurriendo.

El ministro de exteriores volvió a utilizar su tono de paciente profesor:

—General, lo ocurrido en la isla Thoura no tiene ninguna relación con la


plataforma petrolífera. El ministro del interior está ocupándose de ese problema. He
hablado con él hace un rato, y la situación está bajo control. Ahora viene para acá para
informarnos más extensamente.

— ¿Bajo control? ¿La situación está bajo control? —Munjib estalló en una
carcajada sarcástica. Aquello era surrealista. Dándose la vuelta, se dirigió al primer
ministro acercándose mucho más de lo necesario para hablar.

—Señor, si usted espera de mí que desempeñe mi misión con alguna esperanza de


éxito, necesito conocer absolutamente todos los detalles de este lío. El Reino se
enfrenta a una situación extremadamente grave y ustedes se comportan como si no
pasara nada. ¿Qué me están ocultando?

El primer ministro aguantó el chaparrón sin decir nada. Siguió en silencio hasta
que notó la incomodidad de Munjib. Le miró fijamente y habló en voz baja:

—Munjib, siéntese. Nadie le oculta nada. Simplemente los acontecimientos se


han precipitado más de lo deseable. Ayer unos muchachos acamparon en la isla
Thoura. Seguramente jugando, colocaron una bandera y la Guardia Civil española
interpretó mal las cosas. Desembarcaron en la isla y dispararon contra los chicos. Era
de noche y seguramente no sabían contra quién disparaban. El caso es que los
mataron. Una patrulla de la Gendarmería Real fue testigo de los acontecimientos y
detuvo a los españoles. Es una tragedia, naturalmente, pero es una tragedia que va a
poner en una situación muy apurada a España. Respecto al hundimiento del barco
español... bueno, ellos dispararon primero. Y tenemos grabaciones que lo prueban. En
resumidas cuentas, amigo mío, se preocupa usted en exceso. Nadie quería que
ocurriera esto, pero ha ocurrido. Y el resultado nos beneficia claramente a nosotros.
Esa es la verdad. Toda la verdad.

Madrid.

Juan Carlos Talavera era el analista jefe encargado de asuntos marroquíes del
Centro Nacional de Inteligencia. A diferencia de muchos de sus compañeros, no
procedía de las fuerzas armadas. Ni siquiera había hecho el servicio militar, exento
por "excedente de cupo", en aquellos tiempos en los que las fuerzas armadas tenían
más reclutas de los que necesitaban.

Cuando cerró la ventana de la pantalla de su ordenador en la que había estado


siguiendo la rueda de prensa de la vicepresidenta, el documento que estaba
redactando ocupó toda la superficie del monitor. Eran cuatro folios y medio de un
análisis de urgencia encargado por teléfono a las cinco de la mañana por el director.
Lo leyó otra vez y se levantó de la silla resoplando. Cuando uno lee algo muchas veces
seguidas acaba por parecer una tontería sin sentido, pero Talavera se temía que, ese
caso particular, había escrito tonterías sin importar cuántas veces lo leyera.
Necesitaba un cigarrillo.

— ¿Alguien se viene a la cafetería?

Los otros tres miembros de su pequeño equipo personal levantaron la vista de


sus propios ordenadores y se pusieron en pie al mismo tiempo.

—A eso le llamo yo amor al trabajo —dijo Talavera con una risita.

Unos minutos después estaban sentados en torno a una mesa situada en una
esquina de la cafetería. Todos fumaban, de modo que pronto se formó una pequeña
nube de contaminación atmosférica a su alrededor.

—Deberían dejar fumar en la oficina, jefe —dijo Ana Casado, la más joven de sus
analistas—. Se piensa mejor con los ojos llenos de humo.

Talavera miró a su alrededor. No había demasiada gente en la cafetería y,


aunque en teoría no debían hablar del trabajo allí, la verdad era que no había ningún
riesgo en comentar la situación.

—Bueno, ¿cómo lo veis?

Casado echó el humo lentamente, viéndolo subir, y dijo:

—No le veo sentido a lo que ha pasado a menos que se trate de dos episodios
aislados. Lo de la plataforma es, hasta cierto punto, lógico. Llevan años protestando
por ese tema. Es posible que hayan querido dar un golpe de efecto capturándola. Pero
lo de Perejil no tiene ninguna lógica. Es una violación directa y muy peligrosa del
acuerdo de 2002. No lo entiendo.

Otro de los analistas, Jesús Méndez, negó con la cabeza.

—Me parece que a estas horas no podemos hacer nada más que especular, jefe.
Ni siquiera hay confirmación oficial marroquí de nada. ¿Estamos seguros de que han
ocupado la plataforma? ¿Estamos seguros de que han ocupado Perejil? ¿De verdad
han hundido ellos ese patrullero?

Mientras hablaba iba marcando con los dedos sus preguntas. Era el "escéptico"
del grupo y su misión tácita en el equipo era buscar puntos flacos a todo.
Juan Carlos Talavera se vio obligado a darle la razón. Era cierto que apenas
sabían nada de lo ocurrido. De hecho no le había gustado nada la comparecencia de la
vicepresidenta, por considerarla precipitada y especulativa. Claro que nadie le había
pedido su opinión.

—Dentro de media hora —dijo mirando su reloj—, el ministro de exteriores de


Marruecos tiene previsto celebrar una rueda de prensa para explicar esa nueva oferta
de acuerdo pesquero que se han sacado de la manga hace un par de días. Supongo que
dará su versión de lo que ha pasado. Y mientras... bueno, pues nos toca esperar.

Unos minutos después, mientras pagaban los cafés, el "busca" de Talavera sonó
estrepitosamente. El analista tenía la costumbre de llevarlo al máximo volumen, a
pesar de los sustos que se llevaba. Miró la pantalla digital.

—El Gran Jefe en persona —dijo, mientras se dirigía al teléfono instalado en la


pared.

Cuando colgó, se dirigió a su equipo, que le miraba a una respetuosa distancia.

—Quiere reunirse con nosotros en la sala de vídeo para ver juntos la rueda de
prensa. Supongo que querrá que le digamos algo, pero por el momento vamos a
mantener la postura de que hay que esperar y ver. ¿Todos de acuerdo?

Todos asintieron.

La sala de vídeo era en realidad, un pequeño anfiteatro equipado con los últimos
avances multimedia con capacidad para unas veinte personas. Cuando llegaron, el
director del CNI se encontraba ya allí, acompañado de varios altos funcionarios de "La
Casa". El técnico de vídeo terminó de ajustar su equipo y pulsó un botón del mando a
distancia. La gran pantalla de plasma cobró vida mostrando la señal de la televisión
marroquí. Una pequeña ventana en una esquina de la pantalla mostraba las imágenes
emitidas por Televisión Española y otra las de la CNN. No era probable que la cadena
norteamericana transmitiera la rueda de prensa, pero no estaba de más ver si decían
algo. En cualquier caso todo se grabaría, por supuesto.

Cuando vieron la figura del ministro de exteriores de Marruecos aparecer en


pantalla, todos se sentaron y el técnico activó el sonido.

Rabat.

Achmed Abdelkader ocupó su asiento tras la mesa de la sala de prensa. A su


espalda, un gran mapa de Marruecos ocupaba la pared, flanqueado por un retrato del
Rey y una bandera marroquí.

Esperó a que se hiciera el silencio entre los periodistas, mucho más numerosos
de lo habitual gracias al revuelo formado por las declaraciones de la vicepresidenta
española. Cuando por fin se callaron, ordenó sus papeles y comenzó, hablando en su
cuidado francés, idioma en el que se sentía mucho más cómodo que en árabe:
—Buenos días, señoras y señores. Sin duda todos conocen el motivo original de
esta rueda de prensa, que no era otro que el anuncio de una nueva y mejor oferta de
Marruecos a la Unión Europea para lograr una mejora sustancial en el acuerdo
pesquero. Por desgracia, los tristes acontecimientos de la pasada madrugada,
revelados por la señora vicepresidenta del Gobierno español, nos obligan a cambiar
nuestros planes. Debo decirles que, si bien es cierto que tales hechos han tenido lugar,
la forma en la que han ocurrido es bien diferente de lo que el Gobierno español ha
relatado. Como todos ustedes saben, a pesar de las reiteradas protestas del Reino de
Marruecos, a pesar de nuestros reiterados llamamientos a una franca negociación, el
gobierno español ha venido concediendo licencias de explotación petrolífera a
empresas españolas en aguas de la Zona Económica Exclusiva marroquí. Tales
licencias son ilegales, por vulnerar claramente el derecho internacional y, más concre-
tamente, los acuerdos de la Conferencia sobre el Mar de Montego Bay, de 1982. A las
cinco de la tarde del día de ayer, en cumplimiento de una orden judicial, un
destacamento de la Real Infantería de Marina del Reino de Marruecos procedió a
tomar el control de la plataforma petrolífera Canarias 1. Su responsable, el ingeniero
jefe Enrique Márquez, fue detenido y puesto a disposición judicial. Una vez paralizada
la maquinaria de la plataforma se comenzó a preparar la evacuación del personal civil
que se encuentra en la misma. Dicha evacuación estaba prevista para primera hora de
esta mañana. Por desgracia, también esos planes han sido trastocados. A medianoche,
una fragata española se aproximó a la plataforma, siendo interceptada por la
patrullera de la Marina Real El Karib, que informó a su comandante de la situación,
pidiéndole que abandonara la zona. La respuesta de la fragata española fue abrir fuego
sobre nuestra patrullera, alcanzándola y causando cuatro víctimas mortales y tres
heridos graves. En uso de la legítima defensa, la fragata Hassan II, que se encontraba
en la zona, acudió en ayuda de la patrullera, haciendo fuego a su vez sobre la fragata
española y causando su hundimiento. Inmediatamente se procedió a montar un
operativo de rescate de los náufragos, consiguiendo rescatar a un total de nueve
supervivientes españoles que recibieron inmediata atención médica. Los supervi-
vientes se encuentran ya en tierra, encontrándose ingresados en un centro sanitario
para su completa recuperación. Para garantizar la seguridad de las instalaciones de la
plataforma y del personal civil que en ella se encuentra, el Gobierno ha decretado una
zona de exclusión aérea y naval de treinta millas náuticas en torno a la explotación.
Ningún buque ni aeronave podrá entrar en ella sin una autorización expresa.

Abdelkader hizo una pausa para beber agua, mientras estudiaba las reacciones
de los periodistas presentes. A diferencia de lo ocurrido en la rueda de prensa
celebrada poco antes en Madrid, no había demasiado revuelo entre los profesionales.
Ya no les cogía por sorpresa y su actitud era de silenciosa expectación. Tras secarse la
boca con un pañuelo inmaculado, prosiguió.

—Seguramente están ustedes enterados de que en la tarde de ayer se produjo


otro trágico acontecimiento, esta vez en el islote de Thoura. A primera hora de la
madrugada de hoy, en respuesta a un aviso recibido, una unidad de la Gendarmería
Real desembarcó en el islote. Allí encontró los cadáveres de tres menores de edad,
muertos por disparos de armas automáticas. También se halló el cadáver de un
pescador de la zona, que aparentemente había conducido a los jóvenes hasta el islote.
En la isla se encontraban dos agentes de la Guardia Civil española, que fueron
inmediatamente detenidos. Posteriormente se encontró el cadáver de un tercer
guardia civil español, junto a su arma y abundantes casquillos de bala. En estos
momentos un equipo forense de la Gendarmería Real estudia la escena del crimen en
busca de pistas que puedan esclarecer los hechos, pero dado que las heridas que
presentan los niños parecen haber sido causadas por proyectiles del mismo tipo y
calibre que los empleados por las armas reglamentarias de la Guardia Civil, los agentes
detenidos han sido formalmente acusados de homicidio. Es pronto para determinar si
los hechos que les he relatado tienen o no, relación directa entre sí, pero en todo caso
son acontecimientos de la máxima gravedad, por lo que el gobierno de Su Majestad ha
decidido tomar todas las medidas necesarias para garantizar la defensa de la Patria.
Esperamos y deseamos que el gobierno español explique a la mayor brevedad lo
sucedido, a fin de que la presente crisis pueda ser resuelta de forma rápida y
satisfactoria para ambas partes. Muchas gracias por su atención, y buenos días.

El ministro de exteriores se levantó de la mesa sin responder a las preguntas que,


ahora sí, le hacían los periodistas. Rápidamente desapareció por la puerta situada a la
izquierda de la tarima.

Madrid.

Los funcionarios reunidos en la sala de vídeo del CNI se quedaron mirando la


pantalla, de nuevo enmudecida por el técnico a una señal del director, que se puso de
pie y miró a sus analistas.

— ¿Qué me puedes decir de la situación, Talavera?

El encargado de asuntos marroquíes hizo un esfuerzo para no encogerse de


hombros al hablar.

—Bueno, creo que básicamente pueden definirse tres posibilidades. La primera


sería...

—Vamos, Talavera, por favor. No te estoy pidiendo una tesis doctoral. Quiero que
me digas lo que está pasando.

El director general era un hombre de talante reposado, pero esa mañana la


tensión que sentía se dejaba translucir de forma evidente.

A Juan Carlos Talavera no le gustaba presionar a sus subordinados. Tampoco le


gustaba que le presionasen. Pero comprendió que no estaba el horno para bollos.

—Tenemos un problema de... narices. Lo que ha dicho el ministro marroquí,


excepto en algunos puntos, coincide en los hechos desnudos con lo que sabemos. Su
versión es opuesta en cuanto a quién hizo qué primero, pero resulta tan creíble para un
observador imparcial como la nuestra. Sin saber exactamente lo que pasó, es imposible
hacer una interpretación coherente. Siento no poder ser más explícito.

— ¿Hay relación entre lo que ha pasado en Perejil y lo de Canarias?

Talavera no lo sabía, desde luego, pero le pagaban para que analizara y previera
acontecimientos, y no le quedó más remedio que sacar la bola de cristal. Su jefe no le
iba a permitir divagar más.
—No creo que exista relación. Creo que la ocupación de la plataforma es
deliberada, por supuesto, pero lo de Perejil y el enfrentamiento naval pueden haber
sido... "accidentes" —dijo marcando unas comillas imaginarias con los dedos sobre la
última palabra. Después de una pausa, siguió.

—Mi recomendación es que intentemos mantener las cosas todo lo frías que se
pueda hasta tener más datos fiables. Si asumimos que los marroquíes han hundido de
forma deliberada un buque de la Armada y han invadido de nuevo Perejil... bueno, eso
significaría una guerra. Y no creo que estén tan locos.

— ¿Tenemos inteligencia de campo?

—Llevo dos horas intentando mover las cosas en Rabat, pero allí es todavía muy
temprano. Espero tener algo hacia mediodía.

El director general asintió en silencio. No tenía sentido apretar más, y Talavera


sabía hacer su trabajo. Se dirigió hacia la salida, pero se dio la vuelta tras un par de
pasos.

—Buen trabajo, Juan Carlos, mantenme informado, ¿de acuerdo?

—Por supuesto, señor director —dijo el analista.

Ceuta.

Alfredo Suárez siguió la rueda de prensa del ministro Abdelkader con el corazón
encogido y el estómago revuelto. Cuando terminó, fue a la cocina a buscar un antiácido
y otro café. Después de hablar con su compañero del hospital había bajado al bar de la
esquina y había comprado, por primera vez después de varios años, un paquete de
tabaco. El primer cigarrillo le había mareado hasta obligarle a sentarse, pero recibió el
casi olvidado efecto sedante de la nicotina con gratitud. Ya lo volvería a dejar en cuanto
localizase a Nadia, se justificó sin convicción.

Dejó el café sobre la mesa y volvió a marcar el teléfono del Ministerio de Asuntos
Exteriores. Lo tenía apuntado en un bloc, rodeado por una trama creciente de formas
geométricas dibujadas nerviosamente mientras esperaba que le pasaran con uno u
otro departamento. Después de cuatro llamadas se había ido abriendo paso a través de
varias telefonistas y secretarias encantadoras pero poco proclives a molestar a sus
superiores.

Su paciencia se vio recompensada una hora después, cuando su oreja izquierda


ardía de tanto sujetar el receptor. Consiguió hablar con alguien de cierta autoridad en
la Oficina de Información Diplomática. Se trataba, a juzgar por la voz, de una mujer de
mediana edad que parecía sinceramente interesada y preocupada por su problema.
Tras pedir a Suárez los datos que había dado ya media docena de veces, le aseguró que
se ocuparía personalmente del problema y que le llamaría en cuanto hubiese la
mínima novedad. No, no le podía decir cómo estaba Nadia. No, tampoco sabía cuándo
iba a saber algo. Pero intentó tranquilizarle con unos cuantos tópicos del tipo "ya verá
usted cómo no va a pasar nada", y "la situación está bajo control". Alfredo le agradeció
sinceramente el intento y, después de asegurarse de que por ese camino no llegaría
más lejos, empezó a pensar cómo resolver las cosas por su cuenta.

El Ferrol, La Coruña.

En el Arsenal de El Ferrol, histórica base de la Armada Española, la mañana


había comenzado de forma bastante frenética, entre reuniones de mandos, llamadas
telefónicas y videoconferencias con el ministerio de defensa y con el mando de la flota
en Rota.

Amarrada a uno de los muelles, se encontraba una de las fragatas más modernas
de la Armada Española, la F103 Blas de Lezo, de la clase Álvaro de Bazán. Su
comandante, el capitán de fragata Fernando Pérez de Castro, se había recluido en su
cámara nada más volver a bordo, media hora antes, tras la urgente reunión convocada
por el comandante de la 31a Escuadrilla de escoltas. El capitán de navío al mando de la
escuadrilla le había ordenado llevar su buque a la máxima DISOP, disponibilidad
operativa, a fin de estar en condiciones de zarpar con la mayor brevedad.

Pérez de Castro, sentado frente a la pantalla de su ordenador, controlaba los


múltiples detalles necesarios para poner en orden de combate un buque tan
sofisticado. Sin embargo no iba a ser una tarea tan difícil, dado que, desde que había
tomado el mando del navío, su comandante había trabajado literalmente como un
burro para poner todo a punto. Y lo había hecho con gusto, pues mandar aquella
magnífica fragata era algo que sólo se había atrevido a imaginar en sus fantasías más
optimistas.

El buque, que desplazaba casi seis mil toneladas a plena carga, era en todo menos
en su clasificación oficial, un destructor de última generación. Su sistema de combate
AEGIS y su radar SPY-1 D, que controlaban una panoplia de armamento sencillamente
impresionante, le proporcionaban unas capacidades muy superiores a las de la mayor
parte de las fragatas en servicio en el mundo.

Curiosamente, pensó Pérez de Castro, el último buque de la Armada en llevar el


nombre Blas de Lezo, había sido precisamente un destructor, el D 65, de origen
norteamericano, que había sido dado de baja en 1991. El antiguo Blas de Lezo
desplazaba tres mil quinientas toneladas y medía treinta metros menos de eslora que
su fragata, para no hablar de la abismal diferencia en su armamento.

Pérez de Castro, en la soledad de su camarote, miró a su alrededor con orgullo.


Excepto por algunos detalles sin importancia, como enseguida comunicaría al
comandante de la escuadrilla, su navío podría hacerse a la mar en condiciones de
combatir casi de inmediato. Sin embargo, esperaba que la orden de hacerlo no llegara.

Cuando terminó, salió de su cámara y subió al puente. Una vez allí llamó al
segundo comandante y le transmitió las órdenes oportunas para el alistamiento del
buque. Luego salió al aire libre y contempló los buques amarrados en los muelles. Allí
se encontraban la F 101 Alvaro de Bazán y la F 75 Extremadura, una veterana fragata
de la clase Baleares. Sus comandantes estarían también poniendo a punto sus buques.
No envidió a su amigo Juan Jesús Aparicio, comandante de la Extremadura. Si bien se
trataba de un navío bello y poderoso, la F 75 se encontraba al final de su vida operativa.
Dada de alta en la Armada en 1976, la fragata de cuatro mil toneladas había navegado
ya muchas millas. Casi demasiadas.

A bordo de la Extremadura, el capitán de fragata Aparicio esperaba a su oficial


de máquinas fumando en cubierta. Miraba hacia el amarradero de la Blas de Lezo con
admiración y envidia. Esperaba que fuera envidia sana, aunque tenía sus dudas. Se
consoló pensado que, treinta y tantos años antes, el comandante de algún anticuado
destructor habría mirado su vieja fragata, entonces el último grito de la tecnología
naval en España, con sentimientos parecidos. Ciertamente existía un paralelismo entre
las Baleares y las Álvaro de Bazán, dado que ambas habían supuesto para la Armada
Española un salto cualitativo fundamental con una generación de diferencia. Al fin y al
cabo, pensó, los primeros buques españoles equipados con misiles habían sido,
precisamente, las fragatas de la clase Baleares.

Aparicio, abstraído en sus pensamientos, se sobresaltó cuando su oficial de


máquinas carraspeó quedamente a su lado.

— ¿Cómo están esas calderas? —preguntó el comandante.

—No están mal, mi comandante, para tener más de treinta años. Hay que hacer
un par de ajustes menores, pero estaremos listos en tres o cuatro horas a más tardar.

La anticuada planta de propulsión de las Baleares se había convertido con el


tiempo en el principal punto débil de esos buques. Se trataba de turbinas de vapor
Westinghouse capaces de generar treinta y cinco mil caballos. Eran máquinas
potentes, pero delicadas, que además consumían cantidades ingentes de combustible.
Los problemas cada vez más frecuentes que les aquejaban habían condicionado la
retirada progresiva de las fragatas de su clase, sustituidos por las nuevas F100. Pero
aún quedaban dos, la Asturias y la propia Extremadura. Y el comandante Aparicio
estaba más que dispuesto, a sacar de su navío todo lo que éste pudiera dar de sí.

Tirando la colilla por la borda, se despidió de su oficial de máquinas con una


palmada en el hombro:

—Muchas gracias, Luis, buen trabajo. Si me necesitas estaré en el CIC o en el


puente.

Rabat, Marruecos.

A última hora de la mañana, el gabinete de crisis del gobierno marroquí se volvió


a reunir en el despacho del primer ministro. El sol de justicia que castigaba las calles
de Rabat, caldeaba el cargado ambiente de la sala llena de humo, que el aire
acondicionado no era capaz de enfriar lo suficiente.

Hassan Munjib encendió el vigésimo cigarrillo del día y arrugó el paquete vacío
mientras el ministro del interior colgaba el teléfono.

—Acaban de identificar los cadáveres —dijo—. Se trata del hijo y dos sobrinos de
Achmed Hussein, un funcionario de exteriores. Estaban de vacaciones en su casa de la
costa, cerca de Thoura. Salieron de excursión en bicicleta por la mañana sin decir a
dónde iban. Lo que es seguro es que no tienen nada que ver con ninguna mafia de
narcotráfico o de emigración ilegal. Son... perdón, eran, tres chicos normales de buena
familia.

El ministro de asuntos exteriores abrió las manos.

—Pero eso no tiene ningún sentido. ¿Por qué habría de dispararles la Guardia
Civil?

—Era casi de noche. Quizá no les identificaron bien. Pero hay algo más: cerca del
cadáver del pescador que les llevó a la isla había varios casquillos de bala. Seguramente
de un fusil de asalto, aunque todavía los están analizando. En todo caso no se ha
encontrado ningún arma.

El primer ministro se puso de pie. Pensaba mejor mientras paseaba.

—Si se hace público lo de los casquillos, España alegará que sus guardias
dispararon en defensa propia. Y en estos momentos... —se interrumpió brevemente,
midiendo sus palabras—, eso puede ser extremadamente inconveniente. El caso está
bajo secreto sumarial, supongo.

—Efectivamente, así es.

—Pues manténgalo así todo el tiempo posible.

El ministro del interior asintió sin hablar. Ya había dado esa orden por su
cuenta. No convenía en absoluto que los españoles intentaran darle la vuelta a una
situación que, sin ser buscada, permitiría desviar la atención de lo ocurrido en aguas
del Atlántico.

Una vez tranquilo al respecto, el primer ministro se dirigió al ministro de


exteriores, pidiendo su opinión sobre la primera reacción española.

—La reacción española ha sido más o menos la esperable. En estos momentos


están todavía desorientados, y probablemente, furiosos. La jugada de nuestro
embajador en Madrid de demorar la nota sobre la captura de la plataforma ha
resultado una pésima idea. Si la hubiera entregado anoche se hubiera evitado el
incidente naval, lo que sin duda habría facilitado mucho las cosas. Pero reflexionarán,
y cuando se den cuenta de que no van a poder justificar sus actos, intentarán negociar
una salida airosa.

— ¿Qué pasos sugiere a partir de ahora? —preguntó el jefe del gobierno.

—Creo que debemos esperar a que España tome la iniciativa diplomática.


Dejaremos claro que la situación de la plataforma está sometida a un proceso judicial,
y que no puede ser entregada contra el dictamen del tribunal. Pero podemos ofrecer la
retirada de la Gendarmería del islote para devolverle ese "statu quo" que tanto
aprecian nuestros vecinos. Una vez que nosotros hagamos una concesión, ellos se
verán obligados a corresponder de modo simétrico. Por supuesto esgrimirán el
hundimiento de su fragata como un acto hostil, pero podemos responder a eso con
facilidad filtrando las grabaciones de las comunicaciones de radio de nuestro
patrullero a la prensa. Tendrán que crear una comisión de investigación y eso les
llevará semanas o meses.

— ¿Qué me dice de los aspectos militares, general Munjib?

El ministro de defensa aplastó el cigarrillo en el cenicero, en un intento por


descargar en él su mal humor para hablar con ecuanimidad. No sabía si sería capaz.

—Señores, creo sinceramente que infravaloran el riesgo de la situación. O yo no


conozco a los españoles, o no van a aceptar la muerte de decenas de marineros y la
pérdida de uno de sus navíos de guerra, que por cierto es un patrullero de altura y no
una fragata, con semejante deportividad. A juzgar por su actuación en la crisis del
año 2002, dentro de una semana o menos, la plataforma petrolífera va a estar
rodeada por la mitad de la flota española, si no se traen a la Armada al completo. Eso
es lo que va a pasar. Y más vale que retiremos pronto a los gendarmes de esa maldita
isla si no queremos que nos los saquen de allí a patadas. Ahora bien, yo le pregunto a
usted, señor primer ministro: cuando eso suceda, ¿qué deben hacer las Reales
Fuerzas Armadas?

El primer ministro fulminó a Munjib con la mirada. No había imaginado que el


general fuese tan terco. Tardó una eternidad en contestar a su pregunta, mientras
intentaba encontrar las palabras adecuadas.

—General, todos los presentes hemos comprendido claramente que no se siente


usted cómodo con la situación actual. Cuando se planteó por primera vez la captura
de la plataforma tuvo usted ocasión de expresar sus reticencias. Entonces hubiera
sido el momento adecuado para hacerlo. Quizá debió presentar su dimisión. Pero
optó por callar. Ahora debe hacer frente a sus responsabilidades como miembro del
gobierno.

Munjib miró al ministro de exteriores, pero éste apartó la mirada. El mensaje


era claro: las charlas en privado no cuentan. Estaba solo, y el primer ministro, en el
fondo, tenía razón: no podía esconderse. Mientras hablaba, sintió por primera vez
frío en aquella habitación.

—Señores, España va a presionar militarmente. No tengan ninguna duda de eso.


Como seguramente saben su superioridad aeronaval es manifiesta y hay muy poca cosa
que nosotros podamos hacer al respecto. Pero nuestras fuerzas de tierra superan
ampliamente en número a las españolas. Si la situación se deteriora en el mar sólo la
podemos contrarrestar creando una amenaza mayor allí donde son más débiles. Si
insisten ustedes en llevar adelante esta locura, en cuarenta y ocho horas puedo
presentar un plan de acción completo para su consideración.

Y que Dios sea misericordioso con nosotros, añadió para sus adentros.
10 de septiembre

Madrid.

Eran más de las tres de la madrugada. El presidente del gobierno salió por fin de
su despacho y subió hacia el dormitorio con la sensación de llevar un siglo despierto.
Recordó con nostalgia sus tiempos de estudiante, cuando podía pasar la noche entera
estudiando, hacer un examen por la mañana y otro por la tarde y luego irse de juerga
hasta las tantas con sus amigos. Pero eso había sido en una vida anterior, o así le
parecía.

Cuando se acostó, tratando infructuosamente de no despertar a su mujer, tardó


muy poco en comprender que le iba a costar trabajo dormirse, a pesar de todo el
cansancio. El día completo se rebobinó en su mente y comenzó de nuevo a proyectarse
como una película a cámara rápida. Desde que le habían despertado a las cinco de la
mañana, la jornada había transcurrido lenta y vertiginosamente al mismo tiempo,
como esas pesadillas en las que quieres correr y una fuerza extraña te lo impide.
Aunque nadie se había atrevido a expresarlo con esas palabras, España estaba a todos
los efectos en guerra con Marruecos. Y ni siquiera podía decir con seguridad cómo ni
porqué había empezado.

La reunión del Consejo de Ministros se había dedicado íntegramente a analizar


los hechos. Los ministros de defensa e interior habían aportado numerosos detalles,
pero todos tenían el aspecto de fragmentos de información inconexa. Salvo la
ocupación de la plataforma, que no podía ser otra cosa que un acto deliberado, todo lo
demás parecía una concatenación de accidentes y errores de apreciación por ambas
partes.

Cuando por la tarde el gobierno marroquí había hecho pública la identificación


de los cadáveres encontrados en la isla Perejil, la cara del ministro del interior había
adquirido un tono verdoso que hubiera parecido cómico si no fuera por lo trágico de la
situación. El presidente, inquieto, había llegado a temer que el pobre hubiera padecido
un infarto.

A última hora se había reunido de nuevo con el ministro de exteriores, que había
acudido a la Moncloa para informarle de sus gestiones telefónicas ante la Comisión
Europea y la OTAN. La respuesta de los representantes de ambos organismos
internacionales, si bien maquillada con la habitual palabrería diplomática, se hubiera
podido traducir a un lenguaje mucho menos rimbombante como "¿otra vez me vienes
con líos con Marruecos? ¡ Venga ya hombre, no me jodas!"

A nadie le gustaban las crisis y a los organismos multinacionales, menos que a


nadie. En todo caso, el ministro les había dejado meridianamente claro que España no
solicitaría la aplicación del artículo quinto del tratado del Atlántico Norte, que
obligaba a los estados miembros a acudir en defensa del estado atacado por un tercero.
El artículo de marras, dado que un buque español había sido hundido en el atlántico
por una potencia extranjera, era plenamente aplicable a la situación, pero el presidente
sabía perfectamente que más de un país le buscaría las vueltas para eludir sus
responsabilidades. Quizá si las tropas marroquíes se las arreglaran para llegar a las
puertas de Granada, hubiera alguna esperanza de aplicar el tratado, pero no antes.
Todo el mundo sabía que la OTAN era una organización semicomatosa, si no
directamente moribunda y no parecía el mejor momento para darle la puntilla
provocando una nueva división interna. A la Unión Europea, carente todavía de nada
parecido a una política exterior común, se le había pedido sólo una declaración de
apoyo político. Lo darían. Al fin y al cabo las palabras siempre han sido gratis.

Sólo el presidente de los Estados Unidos se había mostrado vagamente


comprensivo cuando le llamó para informarle personalmente de lo ocurrido. Claro que
un hombre tan acostumbrado a guerrear a lo largo y ancho del globo se asustaba de
muy pocas cosas a aquellas alturas de curso, pensó con amargura el presidente del
gobierno.

Moviéndose inquieto entre las sábanas cada vez más revueltas, el presidente
pensó en la comparecencia que había solicitado para la tarde del día siguiente ante el
pleno del congreso. Allí explicaría las versiones de los acontecimientos dadas por la
Armada y la Guardia Civil y presentaría el paquete de medidas que el gobierno había
acordado tomar. No se someterían a votación por parte de la cámara, al menos de
momento.

Estaba razonablemente seguro de que la oposición cooperaría. A pesar de sus


múltiples desencuentros no pensaba que le fueran a dejar solo en esa situación. Los de
siempre armarían algún revuelo diciendo que se encontraban ante las consecuencias
de una política exterior nefasta, etcétera, etcétera, y preguntarían si España estaba en
guerra y porqué no se había declarado, pero, como siempre, nadie les haría el menor
caso. Y lo más gracioso era que serían los únicos en poner el dedo en la llaga, pensó
con el cinismo que el insomnio tanto ayuda a liberar. España estaba en guerra. No era
un "conflicto", ni una "crisis". Era una jodida guerra. Había muerto mucha gente, y el
presidente sabía en su interior que todavía iban a morir más. Y, a pesar de que la
persecución de la paz había sido desde siempre la principal motivación, ingenua o no,
de su vocación política, no se le ocurría una maldita cosa para evitarlo. Añoraba los
días en que la crisis económica suponía el peor de sus problemas políticos.

Después de un tiempo que le pareció eterno, se durmió. Si a cuatro horas de dar


vueltas en la cama reviviendo en sueños los acontecimientos del día se le podía llamar
dormir.

Ceuta.

Alfredo se levantó a las cinco de la madrugada. Había planeado dormir al menos


hasta las siete, pero en cuanto abrió los ojos comprendió que le iba a resultar
imposible dormir más.

El día anterior lo había pasado pendiente de la radio y la televisión, sin perder de


vista ni un momento su móvil por si le llamaba la amable funcionaría de Exteriores.
Por la mañana se había acercado al hospital. Su primera parada le había llevado al
despacho de director. Cuando le pidió dos semanas de vacaciones sin dar ninguna
explicación, el director del hospital miró preocupado la cara del médico, pero le
concedió su petición sin ningún problema. Eso había facilitado las cosas, aunque
Suárez había decidido tomárselas en cualquier caso. Luego subió a la planta para
hablar con Isabel, la veterana enfermera cuyo esposo era comisario del Cuerpo
Nacional de Policía. A pesar de haberse mostrado bastante reticente al principio, la
enfermera acabó por complacer a Alfredo y llamó a su marido.
La entrevista con el comisario había sido la parte más difícil. Cuando Suárez le
pidió que le proporcionara la dirección del domicilio particular en Tetuán de
Mohamed Hammadi, o al menos su número de teléfono, el policía se había quedado de
piedra. Seguramente se había imaginado que el médico había ido a verle para pedirle
que intercediera por él para que le quitasen una multa de aparcamiento o algo así.
Alfredo tuvo que utilizar toda su capacidad de persuasión para convencerle, además de
prometerle solemnemente que jamás le diría a nadie de dónde había sacado la
información. El comisario terminó cediendo, conmovido por la situación. Además,
había pensado, nunca está de más que un urólogo te deba un favor.

Con la dirección del político marroquí a buen recaudo en su cartera, Suárez


recogió la bolsa de viaje que había preparado de cualquier manera la noche anterior y
bajó a la calle desierta en busca de su coche. Dejó la bolsa en el maletero y entró en un
bar cercano para tomar un café. Era demasiado temprano y no quería llamar
demasiado la atención en la frontera. Esperaría hasta las ocho para cruzar, rezando
para que no se les ocurriese cerrarla.

La terraza del bar tenía una buena vista sobre el puerto. Mirando distraídamente
hacia el mar experimentó una fuerte sensación de déjá vu cuando distinguió la silueta
gris de una fragata de la Armada maniobrando para atracar. Eso le decidió. Pagó y
volvió al coche para salir hacia la frontera.

Oficialmente la frontera seguía abierta a pesar de la crisis que se estaba


desarrollando, pero la afluencia de público había descendido considerablemente. Un
sábado a las ocho de la mañana debería haber mucho más movimiento, sobre todo de
comerciantes. De hecho cuando se detuvo junto a la garita de la Guardia Civil, el
agente le miró con extrañeza no disimulada. No obstante no le puso objeciones y le
dejó pasar. Del lado marroquí la escena se repitió de forma casi idéntica con el
gendarme que le permitió acceder a Marruecos.

Le llevó algo más de tres cuartos de hora recorrer los cuarenta y dos kilómetros
que separan Ceuta de Tetuán. Apenas había tráfico, pero no quería correr demasiado.
En parte porque no solía hacerlo y en parte porque era el peor día posible para tener
problemas con la Gendarmería Real. Cuando ya entraba en la ciudad escuchó por la
radio las últimas noticias: las fronteras de Ceuta y Melilla acababan de cerrarse.
Alfredo Suárez encendió un cigarrillo. Le temblaban las manos.

Océano Atlántico.

El agua de la ducha estaba sólo tibia, pero al fin y al cabo hacía bastante calor a
pesar de ser sólo las ocho de la mañana. Nadia Hachmi dejó correr el agua un rato
sobre su cuerpo, sintiendo que la relajaba agradablemente. Desde luego tenía motivos
para estar tensa, pensó. Llevaba cuarenta y ocho horas en la plataforma y la mayor
parte de ese tiempo lo había pasado allí retenida contra su voluntad por las fuerzas
armadas de su propio país. No podía quejarse del trato recibido del teniente Hannach y
sus hombres, que en todo momento se habían mostrado distantes pero correctos. Por
lo demás el alojamiento era aceptable y se sentía físicamente bien, pero eso no
compensaba la incomunicación a la que estaba sometida. No había conseguido hablar
con su marido ni con su jefe, y a pesar de que había intentado sonsacar a Hannach en
dos ocasiones más, el teniente no le había dado más detalles del motivo de su presencia
allí ni de sus planes para el futuro inmediato.

Además, Nadia estaba particularmente preocupada por Alfredo. Conociéndole,


sabía que el pobre estaría al borde de un ataque de nervios, y se sentía algo culpable
por no haberle hecho caso cuando le había pedido que no viajara a la plataforma.

Apenas había salido de la ducha cuando oyó cómo llamaban a la puerta. No hizo
caso de inmediato, principalmente porque estaba desnuda y empapada, pero los
golpes adquirieron un tono de urgencia. Cogió una toalla y se envolvió en ella,
comprobando con disgusto que resultaba más bien pequeña. Abrió la puerta de mal
humor, descubriendo al otro lado al teniente Hannach.

— ¿Qué pasa? —preguntó en tono displicente.

El teniente dio instintivamente un paso atrás. No estaba muy acostumbrado a


que le hablaran así, y menos una mujer. La miró de arriba abajo, impresionado por el
carácter y el físico de la periodista. Cuando Hannach se dio cuenta de que estaba
mirando descaradamente a la joven se puso rígido y miró al frente, por encima su
cabeza.

Nadia había calado bastante bien la personalidad de Hannach y sabía que estaba
desconcertado y algo avergonzado. El teniente era el tipo de hombre al que le gusta
tener las cosas bajo control y no mostrar más emociones humanas de las
imprescindibles, al menos en el trabajo, pero parecía un hombre honrado. También
sabía cómo utilizar esas características en beneficio propio. Dejó que la toalla resbalara
un poquito. Lo justo para que se notara la diferencia de tono de la piel protegida del sol
por el bikini. Sonrió para sí al darse cuenta de los esfuerzos de Hannach para no
mirarla. El lenguaje corporal del teniente la tranquilizó. Actuar de esa manera podía
ser peligroso con muchos hombres, pero el militar marroquí no era uno de esos.

—Supongo que tendrá un buen motivo para venir con estas prisas, teniente
—dijo en un tono más relajado— ¿Ya nos van a dejar marchar?

—Precisamente de eso se trata, señorita. Acabamos de recibir la orden de


preparar al personal civil para evacuar la plataforma. Esperamos que nos envíen un
barco esta tarde.

El oficial parecía aliviado del cambio de tono de Nadia, pero siguió mirando
rígidamente al frente, como si la periodista fuera veinte centímetros más alta de lo que
era en realidad.

—Sólo quería que lo supiera —añadió, inseguro.

—Pues muchas gracias teniente Hannach, ha sido usted muy amable, aunque no
me hubiera importado enterarme dentro de diez minutos. Ahora, si me disculpa...

Nadia cerró la puerta dirigiendo una sonrisa a su compatriota y ganándolo


definitivamente para su causa. Mentalmente se disculpó con Alfredo, aunque sabía
perfectamente que él la comprendería. Al fin y al cabo estaba empleando las mismas
armas que había utilizado con él un par de años atrás. Pensando en ello se dio cuenta
de que Hannach, en realidad, le recordaba en cierto modo a su marido.

El teniente volvió al despacho que había adoptado como centro de mando. Por el
pasillo se cruzó con uno de sus soldados, que le miró asombrado de ver sonreír así a su
superior.

Rota, Cádiz.

Los muelles de la base naval de Rota mostraban una actividad que no se


recordaba desde los días previos a la segunda guerra de Irak, aunque entonces los
buques alrededor de los cuales se afanaba el personal de la base eran principalmente
norteamericanos. Ahora eran españoles. El portaaviones Príncipe de Asturias y las
fragatas Santa María y Canarias se encontraban en sus amarraderos habituales en el
muelle 2 de la base. En el muelle 1 acababa de atracar el buque de aprovisionamiento
en combate Patino, junto al buque de asalto anfibio Galicia. Las tareas de
avituallamiento y municionamiento de todos ellos se llevaban a cabo a un ritmo muy
superior al habitual y, en general, la sensación de urgencia embargaba todo el
ambiente.

Los ventanales del despacho del almirante de la flota, en el edificio del cuartel
general, ofrecían una panorámica espectacular de la rada, pero el ALFLOT, sentado en
su escritorio, dedicaba toda su atención al monitor de su ordenador. El programa
informático que tenía abierto presentaba información actualizada de la situación y
estado de alistamiento de todas las unidades bajo su mando. Lo primero que había
hecho al llegar a su despacho había sido descartar las unidades con las que, de un
modo u otro no podría contar. Las más importantes en ese grupo eran la F 104 Méndez
Núñez que se encontraba en aguas norteamericanas realizando prácticas de misiles, la
F 102 Almirante Juan de Borbón, desplegada junto al petrolero Marqués de la
Ensenada en aguas del mar del Japón formando parte de una Task Forcé combinada
junto a Japón y Estados Unidos, la F 74 Asturias que cumplía en el océano índico con
el que probablemente sería uno de sus últimos cruceros operacionales en aguas
lejanas, y la F 83 Numancia que se encontraba en dique seco sometida a un recorrido
completo de máquinas y sistemas, que la mantendría inmovilizada un mínimo de tres
meses más. Por otra parte, la F 84 Reina Sofía formaba parte de la SNMG2,
antiguamente conocida como STANAVFORMED, la flotilla permanente de la OTAN
para el mediterráneo, y navegaba en aguas cercanas a Grecia. En caso de emergencia se
la podría hacer regresar, pero el almirante prefería evitarlo si era posible. Eso le dejaba
con dos fragatas clase Álvaro de Bazán, cuatro clase Santa María y una Baleares.
Entre los buques de superficie, y aunque no se encontraban directamente bajo su
mando por no pertenecer orgánicamente a la Flota, cabía contar con dos de las cuatro
antiguas corbetas, ahora patrulleros, de la clase Descubierta, la Infanta Cristina y la
Infanta Elena. De las dos restantes, la Cazadora no estaría operativa a corto plazo por
mantenimiento programado y la Vencedora estaba siendo sometida a obras para
actualizar sus sistemas de comunicaciones. Respecto a los submarinos, contaba con el
S 72 Siroco y el S 73 Mistral con un buen nivel de alistamiento y el S 71 Galerna, que
podía ser alistado en pocos días. El restante submarino de la serie S 70, el Tramontana
no estaría disponible.
La tarde anterior se había puesto en marcha el plan de presencia naval en Ceuta
y Melilla, protocolizado después de la crisis de julio de 2002, por lo que el patrullero de
altura Infanta Elena había zarpado rumbo a Melilla y la fragata Victoria a Ceuta.
Respecto al resto de la flota, aún no había recibido órdenes concretas del Gobierno a
través del jefe de estado mayor de la defensa, su superior directo, pero estaba seguro
de que no tardarían en llegar. Y cuando llegasen, la Armada estaría preparada para
cumplir con su deber. Mientras tanto se concentraba en los aspectos logísticos y
tácticos del problema, que era muchísimo más complejo que el que se había planteado
en el año 2002 en torno a la isla Perejil. Al fin y al cabo ahora no sólo tendrían que
hacer frente a la ocupación del islote, sino también a la captura de una plataforma
petrolífera en mitad del océano y a más de quinientas millas de Rota, que, para
complicar más las cosas, estaba atestada de trabajadores civiles sin que existiese la
menor seguridad de que Marruecos los fuera a liberar. Por otra parte, en 2002 tanto
España como Marruecos habían evitado por todos los medios causar bajas al
adversario, pero ahora la Armada Española ya había sufrido más de cuarenta muertos,
según las cifras provisionales, sin contar a los guardias civiles de Perejil. Eso cambiaba
por completo toda la perspectiva de la situación. Se trataba sin lugar a dudas de un
escenario de guerra y como tal tendría que ser considerado. Si por fin llegaba la orden
de zarpar, había que considerar como muy probable, que Marruecos presentase
batalla. Y, después de saber que el hijo de uno de sus mejores amigos se contaba entre
los oficiales desaparecidos con la Descubierta, el almirante tenía que reconocer que en
el fondo casi deseaba que así ocurriera.

Tetuán, Marruecos.

Alfredo Suárez aparcó el coche delante de una cafetería y entró en el


establecimiento, bastante concurrido pero agradable a pesar de la ausencia de aire
acondicionado. Mientras esperaba su café estudió el plano de la ciudad que había
comprado en una gasolinera cercana. No tardó en localizar la calle que buscaba. Pensó
en llamar por teléfono antes de presentarse, pero decidió no hacerlo. Existía una
posibilidad de que el marroquí con el que tenía que hablar le diera cualquier excusa
para no verle y no quería darle esa oportunidad. Si se presentaba sin avisar quizá no le
encontrara en casa, pero si estaba tendría que hablar con él. Alfredo sabía que
posiblemente su plan no sirviera para nada, pero no hubiera podido soportar quedarse
en casa sin saber nada. La acción le mantenía ocupado y evitaba que afloraran sus
miedos. Al menos la mayor parte del tiempo.

Alguna vez había leído que los familiares de personas desaparecidas llegan con
frecuencia al punto en que lo único que quieren es saber. El hecho de que sus seres
queridos estén vivos o muertos llega a perder importancia frente a la necesidad de
conocer su paradero. Y es que la mente humana tolera mal la incertidumbre. Suárez no
quería llegar a ese punto y haría todo lo posible por evitarlo.

Cuando terminó el café, pagó y salió. Le llevó casi media hora encontrar la calle y
otro buen rato aparcar. En el momento de llamar a la puerta eran las diez de la
mañana, hora española, pero sólo las ocho en Marruecos. Esperaba no encontrar
durmiendo a los habitantes de la casa pero el ruido de pasos en el interior de la
vivienda disipó sus dudas. Le abrió una mujer de edad indefinida, vestida a la manera
tradicional de las mujeres magrebíes.
Cuando Suárez le preguntó por Sidi Mohamed Hammadi, la mujer le cerró la
puerta en las narices tras musitar algo en árabe. Alfredo todavía dudaba si debía volver
a llamar cuando la puerta se abrió de nuevo. Esta vez le abrió el propio Hammadi,
aunque al médico le costó trabajo reconocerlo. El marroquí parecía haber envejecido
veinte años desde la breve conversación que habían mantenido en Ceuta algunos años
atrás. Su barba había encanecido y crecía descuidada sobre la pechera no demasiado
limpia de una chilaba de rayas verticales. Los ojos del marroquí brillaron al ver al
médico, pero su cara permaneció inexpresiva. Hizo una reverencia formal llevándose
la mano al pecho y se apartó de la puerta franqueándole la entrada a Alfredo Suárez,
que entró bastante desconcertado por el cambio obrado en su ahora anfitrión.

Suárez se detuvo en el zaguán, estrecho y oscuro y se dio la vuelta. Hammadi


pasó a su lado con otra silenciosa reverencia y se internó en la casa. Alfredo le siguió
hasta un cuarto amplio pero tan oscuro como el resto de la vivienda. Todos los postigos
estaban cerrados y la atmósfera, aunque más fresca que la calle, olía a humo de tabaco
y a polvo. Evidentemente la limpieza no era una prioridad en aquella casa, que sin
embargo distaba de parecer pobre. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra
pudo ver que los muebles eran de calidad y la biblioteca estaba atestada de libros. No
sin cierto escrúpulo, el médico se sentó en un cojín colocado junta a una mesa baja en
uno de los rincones de la estancia. Hammadi se sentó frente a él. Cuando por fin habló,
Alfredo pensó que el marroquí estaba borracho. Pero no se trataba de eso. El marroquí
luchaba para contener las lágrimas.

—Es un placer verle de nuevo, doctor Suárez —logró decir.

Alfredo estaba totalmente desorientado. Ni la casa ni su anfitrión se


correspondían con la idea que se había ido forjando en su mente en las últimas
cuarenta y ocho horas. No sabiendo cómo empezar, le preguntó a Hammadi por su hijo
Chaid.

—Mi hijo ha muerto doctor. Ha muerto.

Ahora que había logrado empezar a hablar, el marroquí no se detuvo, ni siquiera


cuando la mujer, que había abierto la puerta, entró en silencio llevando una bandeja
con una tetera humeante y un par de tazas que dejó sobre la mesa.

— ¿Recuerda el atentado de Casablanca, en mayo del año 2003?, mi hijo murió


ese día, junto con varios de sus amigos y otras treinta personas. Él era uno de los que
se inmolaron en la Casa de España. Simplemente entró allí, caminó entre las mesas
donde cenaba la gente e hizo explotar la bomba que llevaba pegada al cuerpo. Ni
siquiera pudimos reconocer su rostro.

Suárez sintió cómo se tensaban los músculos de su mandíbula. Recordaba aquel


atentado. Había sido una masacre terrible. Unos cuarenta muertos en total, cuatro de
ellos españoles. Joder, pensó, así que para eso le había salvado la vida a ese cabrón.
Nada tenía sentido.

—Sé lo que está pensando, doctor —dijo Hammadi—. También sé lo que


piensan los occidentales del fundamentalismo islámico. Pero las cosas no siempre
son lo que parecen. Lo que hizo mi hijo no fue producto de mis enseñanzas. Mire,
cuando fundé mi partido político, lo hice en el absoluto convencimiento de que el
Islam, tenía mucho que aportar al buen gobierno de mi país. Dios es misericordioso
y el Islam es una religión de paz. Desdichadamente hay demasiada gente que no
comparte esa idea.

Hammadi parecía dispuesto a extenderse indefinidamente en la cuestión, con


los ojos acuosos y la mirada perdida en el vacío, pero Suárez no había ido allí a
hablar de religión y necesitaba reconducir el tema. El hecho de que el marroquí que
tenía sentado frente a él obviamente no estaba en su mejor momento redujo más
aún sus esperanzas de lograr algo. Aun así lo intentó.

—Señor Hammadi, he venido a visitarle para pedirle ayuda. Tengo un grave


problema y quizá usted...

—Doctor, haré cualquier cosa que esté en mi mano. Cuando dije que siempre
estaría en deuda con usted hablaba en serio. Alfredo le contó la situación, haciendo
hincapié en el hecho de que no tenía ningún medio de ponerse en contacto con
Nadia. Según avanzaba en su relato, la cara de su interlocutor adquirió un tono aún
más sombrío, por más que eso hubiera parecido imposible pocos minutos antes.

—Quizá hace tres o cuatro años le hubiese podido ayudar, doctor, pero estoy
totalmente retirado de la vida política. Mis amigos, incluso mis hijos, me han
abandonado para seguir los caminos de la violencia y el gobierno sospecha de mí,
pero me consideran tan acabado que ya ni siquiera me vigilan. Puedo intentar llamar
a algún antiguo conocido, pero no quiero engañarle. No creo que dé resultado
alguno. Con la mirada clavada en la tetera intacta, Hammadi parecía hundido en la
impotencia más absoluta.

Algeciras, Cádiz.

La supervisora de enfermería de la UCI del hospital Punta de Europa, despegó los


esparadrapos que sujetaban el tubo endotraqueal a la cara de Jaime Otegui, el guardia
civil gravemente herido en la isla Perejil treinta y seis horas antes, y tiró para extraerlo.
Otegui tosió mientras la enfermera le aspiraba las secreciones de la faringe. Por un
momento pareció que no sería capaz de respirar, pero pasó pronto. El guardia civil
estaba sólo parcialmente consciente, pero sus constantes seguían estables. El
intensivista que se encontraba junto a la cama, lo auscultó y gruñó satisfecho. Ambos
pulmones ventilaban bien. De hecho era casi un milagro que hubiera sobrevivido,
aunque los cirujanos que le habían operado dudaban que pudiera volver a utilizar
normalmente el brazo derecho. Los fragmentos de hueso que habían rasgado la vena
subclavia habían lesionado también gravemente los nervios del plexo braquial. En fin,
mejor ocuparse de los problemas de uno en uno, pensó el intensivista con los ojos fijos
en el monitor. Cuando estuvo seguro de que su paciente se mantendría estable
respirando por sí mismo, salió a la puerta de la UCI para informar a los familiares que
esperaban angustiados en el pasillo, en compañía de un capitán de la guardia civil que
se retiró discretamente al descansillo de las escaleras. Allí sacó su teléfono móvil e hizo
una llamada.
Isla Perejil, Estrecho de Gibraltar.

El sargento Dahamani llevaba ya bastante más de veinticuatro horas


custodiando lo que oficialmente se conocía como la "escena del crimen". El gobierno
de Marruecos mantenía su versión de los hechos, considerándolos un delito común y
no un incidente internacional. Sin embargo Dahamani estaba empezando a atar cabos
por sí mismo y había llegado a la conclusión de que alguien estaba mintiendo y no era
la Guardia Civil. Todos aquellos casquillos del calibre 7,62 esparcidos por el suelo
cerca de donde habían encontrado el cadáver del pescador tenían que significar algo.
Probablemente otra persona que no había muerto en el incidente. ¿Pero dónde estaba?

Su principal inquietud, sin embargo, no era esa. Le preocupaba mucho más la


posibilidad de un ataque español. La última vez que Marruecos había ocupado Thoura,
los españoles no habían tardado demasiado en recuperarla. Dahamani no tenía
muchas dudas al respecto. Volverían a hacerlo. La única cuestión era si lo harían de
inmediato o se tomarían su tiempo. Y sus mandos seguían sin darle instrucciones al
respecto, a pesar de que desde el lugar donde se encontraba divisaba perfectamente
dos pequeñas patrulleras de la Guardia Civil y otras dos algo más grandes de la
Armada española. La Real Armada marroquí aún no había hecho acto de presencia.

Tetuán, Marruecos.

No pensaba que se fuera a quedar dormido, pero el cansancio y el estrés


acumulado al fin habían doblegado a Alfredo. Tumbado sobre la cama de su habitación
en el hotel Safir. Eran casi las tres de la tarde, hora local, las cinco en España. Había
comido una hamburguesa en el bar del hotel y había subido a la habitación para ver el
telediario español por el Canal Internacional de TVE. No habían dicho nada que él no
supiera ya, pero habían anunciado una comparecencia parlamentaria del presidente
del gobierno a las cinco de la tarde, que sería retransmitida en directo. Se despertó
sudando acalorado y nervioso. Otra pesadilla. En el televisor, una toma panorámica
mostraba el hemiciclo de la Carrera de San Jerónimo, mientras un locutor anunciaba
que la comparecencia urgente estaba a punto de comenzar.

Alfredo se levantó y se acercó al minibar para coger algo de beber. Cuando se


sentó de nuevo en la cama el presidente del gobierno había ocupado ya la tribuna de
oradores.

Su discurso fue breve pero muy duro. Explicó de nuevo la versión española de los
acontecimientos de Canarias y Perejil, que Suárez podía repetir ya casi de memoria, y
luego planteó a la cámara la posición del gobierno: España no aceptaría la captura de
la plataforma ni la ocupación de Perejil. Exigió la retirada inmediata de las fuerzas
marroquíes de ambos lugares y dejó muy claro que el gobierno se reservaba el derecho
a recurrir a cualquier medio para restituir la situación anterior. Repitió la expresión
"cualquier medio". Luego anunció la apertura de una investigación oficial de la
Guardia Civil para esclarecer los hechos de la isla del Perejil y exigió del Reino de
Marruecos otra investigación para depurar responsabilidades en el hundimiento de la
Descubierta. Si no se llevaba a cabo, España interpretaría que se trataba de un acto
hostil deliberado. No dijo, porque no era necesario hacerlo, que hundir
deliberadamente un barco de guerra de otro país en aguas internacionales constituye a
todos los efectos un acto de guerra.
El jefe de la oposición subió a la tribuna en cuanto el presidente volvió a su
escaño. A pesar de que hizo hincapié en su deseo de lograr un arreglo pacífico, dejó
muy claro que su grupo parlamentario apoyaría al gobierno en ese difícil trance.
Siguieron varios líderes de grupos minoritarios, que mantuvieron idéntica línea, y sólo
uno de ellos se desmarcó claramente, siendo recibida su alocución con un frío silencio y
algún abucheo aislado.

Suárez siguió los discursos fumando un cigarrillo tras otro mientras la Coca-Cola
quedaba olvidada en la mesilla de noche. Evidentemente la situación era mucho más
grave que la crisis de 2002, muy presente en su memoria porque en cierto modo, había
contribuido a acercarle a su mujer. En aquella ocasión los discursos y comparecencias
de los gobernantes habían sido bastante más moderados. Claro que entonces no había
muerto nadie y ahora las fuerzas armadas españolas acababan de sufrir la mayor
tragedia desde aquel accidente de avión en 2003 donde habían muerto más de sesenta
militares.

A pesar de la dureza del discurso del presidente, Alfredo se dio cuenta de que
España estaba intentando dejar una puerta abierta a una solución pacífica. Pero era
una puerta muy estrecha.

Rabat, Marruecos.

Ahí estaba la puerta de salida. El general Munjib, encerrado en su despacho


desde primera hora de la mañana, había seguido el pleno del parlamento español
mientras comía un sándwich sin levantarse de su mesa. Si se retiraban de la plataforma
y de la isla, acusaban al comandante de la Hassan II de actuar por cuenta propia de
forma negligente y cesaban al jefe de estado mayor de la marina, España podría
avenirse a aceptar una solución pacífica. El ministro de defensa marroquí blasfemó en
voz baja. Eso no iba a ser posible sin provocar la caída del gobierno en pleno. Y Dios
sabía que eso abriría una terrible incógnita en la situación política actual. La caída de
dos gobiernos en menos de cinco meses podría desestabilizar completamente el país,
pero, ¿no lo haría también una guerra que no podían ganar?

Cartagena, Murcia.

Sobre la cubierta del submarino S 72 Siroco, de la clase Galerna, los marineros


completaban la maniobra de largar amarras para dejar libre la nave de su atraque en
los muelles de submarinos de la base naval de Cartagena, especialmente diseñados
para acoger sumergibles. Mientras los marineros cobraban los cabos y los estibaban en
sus pañoles, el comandante, desde su puesto en la torre, tomó el micrófono y dio la
orden de zarpar. La hélice batió el agua a popa del submarino, que comenzó a ciar
lentamente, despegándose del muelle. Un pequeño remolcador, conocido como
"empujador de submarinos", le esperaba a la salida de su amarradero para ayudarle a
dar la vuelta, aproándolo a la bocana de puerto. Liberado ya el submarino a sus
propios medios de propulsión, el capitán de corbeta Luis Martínez, comandante de la
nave, tomó de nuevo el micrófono:

—Avante media, timón a la vía.


Al final de la escala que conducía a la cámara de mando, la tripulación acató la
orden. Poco a poco el submarino fue adquiriendo velocidad, mientras se dirigía a mar
abierto. Eran las siete de la tarde.

El comandante había recibido sus órdenes a media mañana. Al parecer el


ALFLOT las había cursado por su propia iniciativa, claro que por el momento esas
órdenes eran muy inconcretas. Básicamente, dirigirse a la zona de patrulla y luego
esperar y ver. Unas horas antes había zarpado el Mistral rumbo al Atlántico. El viaje
del Siroco sería más corto.

Luis Martínez contempló el paisaje que se le ofrecía. Salvo por algunos


ocasionales vistazos por el periscopio, no volvería a ver la luz del sol en varios días, tal
vez semanas. Y eso es algo a lo que cuesta acostumbrarse, por más que uno sea el
comandante de un submarino. A su izquierda iba quedando atrás el muelle de La
Curra. Allí se encontraba amarrado un patrullero de altura de la Fuerza de Acción
Marítima. Uno de sus hermanos había zarpado la tarde anterior hacia Melilla, pero la P
78 Cazadora no iba a ir a ninguna parte, al menos por el momento. Un ciclo de
mantenimiento programado la iba a mantener en puerto por varias semanas. Martínez
había comido con su comandante, buen amigo suyo y compañero de promoción. El
hombre estaba frustrado, pero no había nada que se pudiera hacer al respecto.

Junto a la corbeta, y empequeñeciéndola con su tamaño, se encontraba atracado


un destructor británico, el HMS Edimburgh. En la cubierta de vuelo, un grupo de
marinos ingleses saludaron con sus gorras al paso del submarino español. Martínez
respondió a los británicos agitando el brazo, mientras pensaba qué haría la OTAN a
propósito del lío que se avecinaba, si no ocurría un milagro. Teóricamente, si el
gobierno español así lo solicitaba, tendrían que intervenir, aunque lo cierto era que no
estaba nada seguro al respecto.

Una hora después, y ya en mar abierto, el comandante Martínez recibió el


informe que esperaba. La sonda indicaba que ya había fondo suficiente para hacer
inmersión.

—Preparen el submarino para inmersión —ordenó.

Cuando los distintos servicios de la nave informaron que todo estaba en orden,
indicó a los tripulantes que compartían con él el estrecho puente de mando abierto de
la torre que bajaran. Él sería el último en hacerlo, después de respirar el húmedo aire
del mar por última vez. Cuando bajó, aseguró la escotilla exterior y siguió su camino
hasta la cámara de mando. Un contramaestre cerró la escotilla interior. El submarino
estaba ya en condición estanca y se podía iniciar la maniobra de inmersión.

—Sonar, informe —dijo en voz alta.

—No hay contactos mi comandante. Profundidad bajo la quilla ciento cincuenta


metros.

—De acuerdo. Inmersión para cincuenta metros. Poner rumbo al uno seis cero,
avante dos tercios.

Mientras se escuchaban los silbidos del agua al inundar los tanques de lastre, el
comandante se dirigió al periscopio de observación y pulsó el botón que lo elevaba.
Luego aplicó el ojo a la óptica y reguló las lentes para observar cómo la proa quedaba
sumergida bajo el agua. Pronto el propio periscopio quedó bajo el agua. Martínez lo
bajó y se sentó en su butaca giratoria, manteniendo la vista en los instrumentos de
inmersión. Sumergirse siempre era excitante, aunque no tanto como en las películas.
No pudo evitar una sonrisa recordando la escena repetida en todas las películas de
submarinos: el comandante, siempre un poco chiflado, que ordena una inmersión de
prueba al principio de la película, el segundo comandante que le mira pensando "ya
está este otra vez", y ese marinero novato, mirando al techo con un nudo en la garganta
mientras un viejo contramaestre le explica lo que pasaría si sobrepasaran la
profundidad de aplastamiento. Todos los veteranos miran al novato con una sonrisa de
suficiencia, hasta que la aguja del indicador de profundidad sale de la zona amarilla
para entrar en la roja. Ahora todo el mundo suda, el segundo traga saliva y el
comandante sonríe con mirada de psicópata. Sólo cuando la aguja sobrepasa la zona
roja para entrar en la zona no marcada de la escala, cuando toda la tripulación está a
punto de mearse en los pantalones, el comandante bosteza, aburrido, y dice:
"¡superficie!".

—Profundidad cincuenta metros, mi comandante, nivelando.

La voz del oficial de inmersión sacó a Martínez de su ensimismamiento.

Se puso en pie y se acercó al puesto del timonel.

—Muy bien, mantenga rumbo y profundidad.

Luego se dirigió a la mesa de "plotting", una superficie colocada en medio de la


cámara de control donde se colocaban las cartas de navegación para hacer en ellas las
oportunas anotaciones. La carta mostraba su zona de patrulla, un rectángulo limitado
al sur por la costa marroquí entre Melilla y Ceuta y al norte por una línea paralela a la
primera trazada desde el estrecho de Gibraltar hasta la isla de Alborán. El centro
aproximado del rectángulo se encontraba frente a la ciudad de Alhucemas, o
Al-Hoceima, principal base naval marroquí en el Mediterráneo. Allí se encontraba,
según el servicio de inteligencia, la corbeta Errhamani. Su misión sería la misma que
había desempeñado el S 74 Tramontana en la crisis de 2002. Controlar al buque
marroquí.

Tetuán, Marruecos.

El móvil de Alfredo Suárez sonó en la mesilla de noche de la habitación,


provocándole un sobresalto y obligando al médico a salir de la bañera desnudo y
empapado. Corrió hacia el teléfono chapoteando en la moqueta, rezando para que no
se cortara la llamada. Era Mohamed Hammadi.

Media hora después estaba de nuevo en casa del marroquí, que parecía
visiblemente más animado que unas horas antes.

—Doctor Suárez, creo que puedo darle buenas noticias. Uno de los pocos amigos
que conservo pertenece a las fuerzas armadas. Le he llamado y me ha dicho que está
previsto desembarcar a todos los civiles que hay en la plataforma esta misma noche,
mañana a más tardar. Seguramente los transportarán a Casablanca en barco.
Alfredo sintió un enorme alivio. Su pesadilla estaba a punto de terminar.

—Muchas gracias, señor Hammadi, muchísimas gracias.

—En realidad no he hecho nada, amigo mío. La decisión ya estaba tomada por el
gobierno desde el principio. Se estaba retrasando por motivos técnicos nada más. En
realidad yo me siento casi tan aliviado como usted, porque espero que esto contribuya
a reducir la tensión entre nuestros países.

—Ojalá sea así. Nadie quiere que esto vaya a más.

Hammadi recuperó su expresión sombría. Pareció meditar mientras servía el


omnipresente té para ambos. Por fin habló.

—No esté tan seguro de eso, doctor. En realidad me temo que sí hay personas
interesadas en que estalle una guerra. No hablo de su gobierno ni del mío, sino de
gente que desea una guerra para aumentar el descontento del pueblo. Si estalla un
conflicto y Marruecos pierde, algunos intentarán, sin duda, aprovechar las
circunstancias para provocar inestabilidad. Quién sabe si incluso una revolución.

Suárez no era demasiado proclive a creer en conspiraciones, pero lo que decía su


anfitrión, que por otra parte debía saber bien de lo que hablaba, parecía una
posibilidad real. Si la gente perdía la confianza en el Rey y en el Gobierno, los
integristas podrían intentar arrimar el ascua a su sardina. Y eso no sería bueno para
nadie. Desde luego no sería bueno para España.

— ¿Se refiere a una república islámica, como en Irán? —preguntó.

—Me refiero a una tiranía que utilizaría el Islam como una excusa para acaparar
el poder y sojuzgar al pueblo, doctor. Una nación que siguiera los auténticos principios
coránicos sería una tierra de paz y libertad. Eso es lo que no comprenden en Occidente.
Ni desgraciadamente tampoco comprenden muchos musulmanes. Por eso abandoné la
política. Por eso me abandonaron a mí mis seguidores. Yo no les prometía el poder
absoluto, porque ese poder sólo le pertenece a Dios, no a los hombres.

Alfredo empezaba a comprender. El viejo era un idealista. Y los programas


idealistas nunca triunfan, porque la condición humana es igual en todas partes.

—¿Y cree usted que es probable que eso llegue a ocurrir?

—Sólo esperan una excusa. Lo sé muy bien. Mi hijo es uno de ellos.

Una hora después, tras despedirse del viejo, que había prometido llamarle si
averiguaba algo más sobre Nadia, Suárez se encontraba en su habitación del hotel.
Había vuelto a hacer el escaso equipaje y consultaba el mapa de carreteras para
planear su viaje a Casablanca mientras cenaba algo.

Unos golpes en la puerta le sobresaltaron. No esperaba visitas, naturalmente,


pero de todos modos abrió sin pensarlo demasiado.

— ¿Es usted don Alfredo Suárez? —preguntó el joven que esperaba en el pasillo.
— ¿Y usted quién es?

—Me llamo Carlos Cuenca, señor Suárez. Necesito hablar con usted.

El tal Cuenca sacó una tarjeta de identificación de la cartera y se la dio a Alfredo.


El médico la miró sorprendido. Las siglas CNI, del Centro Nacional de Inteligencia,
más que tranquilizarle le pusieron en guardia. Puede que en las películas los agentes
de la CIA se pasaran el día entrando en habitaciones de hotel de países exóticos. Pero
ni aquello era una película, ni el CNI era la CIA.

— ¿Qué quiere de mí?

—Señor Suárez, realmente necesito hablar con usted. Pero no en el pasillo. Si eso
le ayuda a confiar en mí le diré que sé dónde está Nadia.

Alfredo se apartó de la puerta, sorprendido, y le dejó pasar, de nuevo sumido en


una sensación de irrealidad que ya se estaba convirtiendo en un sentimiento familiar
para él. Una vez dentro, el agente se sentó sin pedir permiso, y Suárez hizo otro tanto.

—Mire usted, Alfredo, no hay ningún misterio en el hecho de que yo esté aquí.
Sabíamos de su viaje desde anteayer. El comisario Cerezo, de Ceuta, nos avisó y nos
pidió que cuidáramos de usted. El hombre estaba bastante preocupado. Al principio no
le dimos demasiada importancia, pero cuando confirmamos que había ido a visitar a
Hammadi esta mañana, y sobre todo cuando volvió a verle hace un rato, empezamos a
pensar que podía usted haber averiguado algo interesante. Comprenda que con el lío
que se ha formado, lo que piense un sujeto como Hammadi nos interesa bastante.

Suárez se relajó un poco. Lo que decía su interlocutor tenía sentido, aunque le


seguía extrañando tanta eficiencia por parte del servicio de inteligencia español. Y así
lo dijo, con cierto candor por su parte.

—Bueno, al fin y al cabo nos pagan para esto —dijo el agente con buen humor—.
Mire, yo vivo en Tetuán. Supuestamente trabajo para una empresa que no viene al caso
y, en general, procuro no meterme en líos. Pero en Madrid necesitan información, y me
ha parecido que usted puede ser una fuente bastante fiable. Siempre que esté dispuesto
a colaborar, claro.

Alfredo se levantó y se dirigió al minibar. Sacó una coca—cola y le ofreció otra a


Cuenca, que la aceptó. Mientras las abría, decidió que en realidad no tenía nada que
perder contando lo que sabía. El supuesto agente del CNI parecía sincero y sabía
bastante de sus motivos para estar en Tetuán como para ser un ladrón o un estafador.
Una vez sentado, encendió un cigarrillo y empezó a contar su historia

Océano Atlántico.

Ya era noche cerrada cuando Nadia llamó a la puerta del despacho del teniente
Hannach. Durante toda la tarde había estado esperando el barco que los iba a sacar de
la plataforma, mientras su humor se iba deteriorando progresivamente. Hannach se
había hecho el encontradizo en varias ocasiones a lo largo del día, charlando con ella de
temas intranscendentes, tranquilizándola respecto al barco que los iba a evacuar y, en
general, tratando de ligar con ella de forma tan torpe como tierna. Nadia, que no
dejaba de lado su profesión ni por un momento, había ido obteniendo bastante
información sobre la Infantería de Marina marroquí en general y el pelotón que
ocupaba la plataforma en particular. Ya que no le quedaba más remedio que estar allí,
al menos iba a aprovechar el tiempo y obtener buen material para un artículo. Si en su
periódico no se lo publicaban, seguro que en El País o en El Mundo se lo pagarían bien.
Incluso había podido sacar varias fotos con su cámara digital, no sin antes prometer al
teniente que no las publicaría hasta que terminara la crisis. Aparentemente Hannach
no era consciente de que la información que le estaba proporcionando a la periodista
podría ser sumamente sensible si caía en manos españolas. Claro que no sabía, porque
nadie se lo había dicho, que Nadia estaba casada con un español. De hecho, ni siquiera
sabía que estaba casada.

—Adelante señorita Hachmi, pase, por favor. Y siéntese —dijo Hannach con una
sonrisa.

—Teniente, por favor, llámeme Nadia. ¿Sabemos algo del barco?

—Acabo de hablar con Casablanca, seño... Nadia. El barco está muy cerca de
aquí, pero desgraciadamente no podremos hacer el trasbordo hasta el amanecer. Es un
barco grande y no se puede acercar demasiado a la plataforma, de modo que habrá que
cruzar en embarcaciones auxiliares. De día será más seguro.

Nadia dejó traslucir su decepción en la expresión de su cara. Una noche más allí.
Y ni siquiera tenía ropa limpia que ponerse. Hannach parecía desolado.

—Nadia, le prometo que mañana a estas horas estará usted en Casablanca. Yo


mismo espero poder estar allí muy pronto también. Quizá... —vaciló—, quizá podamos
vernos dentro de unos días.

Nadia sonrió. Hubiera querido sacar al teniente de su error y no hacerle sufrir


más. Podía parecer un poco cruel, pero no lo hizo. Ya habría tiempo para las
explicaciones y de momento era preferible mantenerle ilusionado. Sólo por si acaso.

Madrid.

La luz de la oficina de Juan Carlos Talavera seguía encendida a las once de la


noche. El analista y su equipo habían trabajado a destajo durante todo el día, a medida
que nuevos informes de inteligencia de diversas fuentes se iban acumulando sobre sus
mesas, a la espera de su valoración. La misión de Talavera era integrar aquello en un
todo coherente, lo que implicaba trabajar con informes de diferente procedencia y muy
distinto grado de fiabilidad.

Los informes de inteligencia electrónica y de señales, conocida como


ELINT/SIGINT, procedente de las transmisiones y comunicaciones militares
marroquíes, interceptadas por los aviones del 408 Escuadrón del Ejército del Aire y
algunos buques de la Armada, eran muy engorrosos de estudiar por su alto nivel
técnico, pero se trataba de datos objetivos, de interés sobre todo militar, que caían
fuera de sus estrictas competencias. La mayor parte del análisis de esos datos la hacían
los propios militares. También había recibido algunas fotografías procedentes del
satélite Helios I que mostraban la zona de la plataforma petrolífera en disputa. Una vez
estudiadas por los técnicos en el centro de Maspalomas, las fotos apenas habían
aportado nada de interés. Eso sí, harían muy buen efecto en su informe final.

Mucho más complicado era el análisis de la inteligencia de procedencia humana,


o HUMINT. El CNI había creado, desde hacía muchos años, cuando aún se llamaba
CESID, una tupida red de agentes e informantes en casi todos los estratos del poder
marroquí. Según avanzaba el día, muchos de ellos se habían puesto en contacto con
sus controladores, que solían ser oficiales de inteligencia españoles destinados en
Marruecos, muchas veces bajo identidades supuestas, para contarles lo que habían
averiguado en sus ámbitos de influencia. Como muchos de esos informantes
proporcionaban datos a cambio de dinero, siempre existía el peligro de que intentasen
vender información falsa, por lo que había que tomar sus informes con la necesaria
cautela para separar el grano de la paja.

Después de dieciséis horas trabajando en todo aquel montón de papel, Talavera


llegó a la conclusión de que no sabían prácticamente nada. El informe más valioso de
los recibidos procedía de un informante conocido en La Casa como "Jilguero". Se
trataba de un comandante del ejército marroquí destinado en el Ministerio de Defensa
alauí. El hombre tenía siete hijos que alimentar y la tentación de un sobresueldo había
sido demasiado fuerte para resistirse. Hacía años que informaba de los chismes del
ministerio a un oficial del CNI destinado en la embajada de Rabat como ayudante del
agregado cultural. Por supuesto que su trabajo tenía poco que ver con la cultura.

Jilguero había informado a su controlador, de que la operación de captura de la


plataforma petrolífera se había planteado exactamente según lo dicho por la versión
oficial marroquí. Aparentemente Marruecos no estaba mintiendo en ese aspecto.
Además le había dicho que el general Munjib, ministro de defensa, no sólo no había
estado de acuerdo con la operación, sino que había montado un escándalo de cuidado
al enterarse del combate naval que se había producido. De lo que había ocurrido en
Perejil, Jilguero no sabía nada.

El resto de los informes no contradecían lo que ya sabían, pero tampoco


aportaban nada nuevo. Desde el punto de vista político el silencio era sepulcral, como
atestiguaban algunos agentes introducidos en los principales partidos marroquíes. El
asunto se había llevado desde el gobierno en la mayor discreción. Los únicos partidos
que el CNI no había logrado infiltrar en grado suficiente eran los de corte islámico,
más o menos integrista. Precisamente aquellos cuya reacción ante una crisis era más
importante conocer.

Cuando Talavera estaba a punto de irse a dormir un poco, un aviso de correo


electrónico nuevo en su ordenador le llamó la atención. La clave del remitente indicaba
que se trataba de Carlos Cuenca, un oficial que trabajaba en Tetuán, bajo la tapadera
de una agencia de viajes. El correo, que llegó a su pantalla tras ser descifrado en el
departamento correspondiente, le dejó pegado a la pantalla. Cuenca parecía haber
encontrado una fuente muy interesante.
Rabat, Marruecos.

Driss Abdelar y Achmed Abdelkader estaban sentados en el estudio del ministro


de exteriores. El primer ministro seguía acudiendo con frecuencia a cenar a casa de
Abdelkader, en busca de consejo y apoyo por parte del veterano diplomático, que le
había ayudado a alcanzar la jefatura del gobierno.

Abdelar estaba más preocupado de lo que hubiera querido reconocer, sobre todo
después de la tensa entrevista que había mantenido horas antes con el Rey. Su
Majestad no estaba nada satisfecho con la evolución de los acontecimientos y eso era
más que suficiente para poner nervioso al primer ministro de Marruecos. Las cosas no
parecían estar saliendo según lo planeado y la actitud de abierto enfrentamiento del
ministro de defensa no contribuía a tranquilizarle. Y Abdelar no había ido a visitar a su
mentor para ocultarle su estado de ánimo.

—Ese hijo de perra me va a volver loco —dijo—. No comprendo cómo pudimos


elegirle para el puesto, ni entiendo porqué lo aceptó.

—Supongo que pareció una buena elección en su momento, Driss, pero no


ganamos nada con lamentarnos ahora. Cuando todo esto pase habrá que buscarle un
digno retiro, pero por el momento no cabe sino aguantar. Por otro lado, las cosas no
van tan mal, amigo. Ojalá la Marina no hubiera hundido ese barco español, pero ten en
cuenta que nuestros marinos actuaron en legítima defensa y eso puede poner a mucha
gente influyente de nuestro lado.

El ministro de exteriores se levantó de su butaca y recogió una carpeta de una de


las estanterías de la biblioteca. La abrió y pasó su contenido, un par de folios
mecanografiados, al primer ministro. Mientras éste los leía, Abdelkader abrió un
pequeño secreter cerrado con llave y sacó una botella de coñac. No solía beber, al fin y
al cabo era creyente, pero su educación francesa había dejado algunas huellas en su
refinado carácter y una copa a tiempo, podía ayudar a un hombre estresado a relajarse.

Mientras se servía, Abdelar terminó de leer y le miró. Aunque intentó evitarlo, un


leve gesto de desaprobación asomó a su cara. El ministro de exteriores sonrió mientras
miraba a contraluz los reflejos del licor.

—Esa cara que pones, mon ami, ¿se debe al coñac o a lo que has leído?

—Vamos, Achmed, no somos niños. Sabes que no bebo, pero no te juzgo por
hacerlo. Hay cosas más importantes.

Dio unos golpecitos en los papeles que aún tenía en las manos.

— ¿Lo creerán?

—Es la verdad. Lo que has leído es la trascripción de las comunicaciones de radio


de la patrullera El Karib con el barco español. Creo que está claro que ellos dispararon
primero, ¿no te parece?

El documento era auténtico. Sólo se había retocado un poco el estilo para hacerlo
más legible, pero no se había alterado la secuencia de los hechos. El buque español
había abierto fuego en primer lugar. El final del documento tenía un ritmo casi
dramático, con los desesperados llamamientos al alto el fuego del comandante
marroquí que sólo habían recibido el silencio de radio por respuesta. Entre las líneas de
la conversación se habían intercalado anotaciones en cursiva que señalaban los
momentos en que los proyectiles españoles habían caído cada vez más cerca del El
Karib, haciendo por fin blanco en dos ocasiones. Faltaba sólo un detalle, pero si el
primer ministro no preguntaba, Abdelkader no tenía intención de hablar de las ráfagas
de ametralladora que habían herido de muerte al comandante de la Descubierta.

—Mañana este documento será noticia de portada en los principales periódicos


de Francia y Gran Bretaña. Seguramente se publicará también en los Estados Unidos y
en el resto de Europa. Es casi seguro que uno de los periódicos más importantes de
España lo publicará también en primera página. Un amigo está trabajando en eso. La
opinión pública mundial, y también buena parte de los españoles, mirarán la crisis con
otros ojos después de leer esto.

— ¿Y respecto a Thoura? —preguntó Driss Abdelar.

—Creo que debemos esperar un par de días más. Si España da muestras de


querer negociar una salida, que lo hará, anunciaremos la retirada de la Gendarmería,
aduciendo el fin de la investigación de campo, y exigiremos que España respete el statu
quo. Será otro punto diplomático a nuestro favor y un problema menos de que
preocuparse.

Abdelar se despidió de su anfitrión después de un rato más de charla. Cuando se


sentó en su coche oficial, el primer ministro estaba mucho más tranquilo. Abdelkader
era realmente capaz de infundirle confianza.

Rabassa, Alicante.

Era casi medianoche. El capitán Inhiesta volvía de una práctica de tiro nocturno
con su equipo del GOE III. Inhiesta estaba nervioso, no por el resultado del ejercicio,
que había sido, como siempre, casi perfecto, sino por la falta de noticias.

El Grupo de Operaciones Especiales Valencia III llevaba acuartelado desde


primera hora de la mañana del día nueve, y, aunque Inhiesta no había participado en
la operación Cantada, en julio de 2002, estaba convencido de que si había que tomar
de nuevo Perejil, su equipo sería seleccionado. Al fin y al cabo sus puntuaciones en las
diferentes especialidades eran sistemáticamente, las mejores del grupo.

Pero tendría que esperar. Esa noche volvería a estudiar la orografía de la isla y las
mejores rutas para moverse por ella. También tendría que encontrar un ratito para
dormir, pensó.
11 de septiembre

Océano Atlántico.

No resultó un amanecer particularmente hermoso. La calima de la mañana


apenas dejaba ver otra cosa que un disco de color blanco sucio donde debería
encontrarse un sol radiante. A pesar de todo, Nadia contempló el espectáculo, por falta
de otra cosa que hacer mientras la tripulación de la Canarias 1 iba siendo transbordada
al barco que los habría de evacuar.

Nadia subió a bordo de la lancha en el último viaje. El teniente Hannach la había


acompañado personalmente, hasta el pantalán abatible para embarcaciones situado al
pie de uno de los enormes pilares de la plataforma petrolífera. No hacía falta mucha
imaginación para darse cuenta de que no le apetecía nada dejarla marchar, aunque en
el fondo se sintiera aliviado de que por fin, se fuera la perturbadora periodista. La joven
le había dejado su número de teléfono móvil, el que utilizaba cuando estaba en
Marruecos y él lo había guardado cuidadosamente en su cartera, prometiéndole que la
llamaría en cuanto hubiese concluido su misión. Nadia sabía que lo haría y pensaba
contestar, aunque con intenciones bien diferentes de las que esperaba el pobre
teniente. Si tenía suerte, una entrevista a Hannach una vez fuera del ambiente cerrado
de la plataforma sería muchísimo más fructífera. También pensaba escribir un artículo
realmente bueno sobre la ocupación de la explotación petrolífera. En realidad había
estado a punto de pedir a Hannach que le permitiera quedarse a bordo. Si España
llegaba a intentar recuperar las instalaciones por la fuerza, ella estaría en primera línea
para contar lo que ocurriera. Pero esa idea no le había durado mucho. Adoraba su tra-
bajo, pero amaba a su marido, y también a su hijo, aunque apenas midiese unos
centímetros y sólo le hubiese visto a través de la pantalla en blanco y negro de un
ecógrafo. Si llegara a quedarse, a Alfredo le daría un ataque al corazón. No, no podía
hacerle eso.

Sumida en sus pensamientos, se dio cuenta de repente de que ya estaban


llegando al barco que los llevaría a tierra firme. Era un barco feísimo, pensó. Un barco
de guerra, sin duda, a juzgar por el color gris plomizo del casco, pero con unas extrañas
protuberancias en la parte delantera, a modo de cuernos, que le parecieron grúas.

Se trataba del Sidi Mohamed Ben Abdallah, de ocho mil quinientas toneladas de
desplazamiento, el buque más grande de la Marina Real de Marruecos. Era un navío de
origen norteamericano, un anfibio de tipo LST dado de baja de la US Navy y cedido a
Marruecos. A bordo, hallarían acomodo más que suficiente los cerca de doscientos
trabajadores de la plataforma petrolífera Canarias 1, que por el momento se habían
concentrado en la cubierta de popa del barco mirando con no disimulado mal humor,
hacia las instalaciones que habían constituido su hogar durante los últimos dos o tres
meses. Poco a poco, de forma casi imperceptible al principio, el tamaño de la enorme
plataforma fue menguando. Pronto dejaron de verla, mientras el buque marroquí
navegaba hacia al norte escoltado por la fragata Mohamed V, gemela de la Hassan II.

Las Palmas de Gran Canaria.

Jesús Valcárcel se despertó pasadas las ocho de la mañana. Sentía la cabeza


pesada por el Tranxilium que le habían recetado en el hospital, al darle el alta la tarde
anterior. Al principio se había negado a tomar tranquilizantes, pero pronto había
comprendido que le resultaría imposible dormir sin ayuda. Su mente se negaba a dejar
de rememorar la explosión y el rápido hundimiento de su barco. Al principio había
pensado que se trataba de un torpedo, pero Marruecos no tenía submarinos, de modo
que tenía que haber sido un misil.

Torpedo o misil, en realidad no importaba una mierda. La Descubierta estaba en


el fondo del Atlántico, partida en dos. Con ella se había perdido la mayor parte de la
dotación, empezando por José Luis Herrero. Valcárcel sintió un nudo en la garganta al
pensarlo. José Luis no sólo había sido su comandante, sino uno de sus mejores amigos,
desde los tiempos de la Escuela Naval de Marín. Los últimos meses, a bordo de
la Descubierta, habían sido estupendos, hasta que aquel hijo de puta les había jodido
sin que nadie tuviera todavía demasiado claro porqué. Y ni siquiera se había podido
organizar un funeral decente. Técnicamente todavía se consideraba "desaparecidos" a
los tripulantes perdidos con el buque y pasarían semanas hasta que se les diera por
muertos, aunque Valcárcel no abrigaba ninguna esperanza respecto a que apareciera
nadie más.

Con las mandíbulas todavía apretadas por la cólera, Valcárcel se duchó y se


afeitó. Luego se preparó el desayuno. A las diez tenía que presentarse en el despacho
del almirante Ojanguren para un segundo informe oral, más detallado que su primera
declaración, efectuada en el hospital. Después tendría que hacer un informe escrito
completo, pero le habían dicho que eso podía esperar un par de días.

Mientras desayunaba, puso la televisión para ver las noticias de la mañana. El


informativo ya había empezado, pero lo que oyó le dejó estupefacto.

El rotativo francés Le Monde había ofrecido a sus lectores la trascripción del


diálogo de radio mantenido tres noches antes entre los patrulleros Descubierta y El
Karib. El telediario reproducía fragmentos del intercambio de mensajes. Valcárcel se
sintió extraño, oyendo, leída por el locutor, la conversación de la que había sido testigo
directo. Pero había una parte que no había oído en el puente de la Descubierta. Era la
parte en la que el comandante marroquí pedía al buque español que detuviera el fuego.

Madrid.

El presidente del Gobierno se levantó de la mesa y dejó la servilleta sobre el


mantel. Aunque solía tener buen apetito y la comida había estado realmente buena,
apenas había probado bocado. Igual que el ministro de exteriores, que había comido,
era un decir, con él. Dejaron a sus esposas en el comedor y pidieron que les llevaran el
café al despacho. Lo tomarían junto al teléfono, aunque sabían que la llamada
necesariamente tardaría en llegar.

Tampoco tenían mucho más que hacer en ese momento. Al fin y al cabo era
domingo por la tarde, y los domingos, incluso en mitad de una crisis internacional,
implican cierta ralentización en la mayor parte de las actividades cotidianas.

A seis husos horarios de distancia, el embajador español ante la Casa Blanca


tenía que desayunar con la secretaria de estado de los Estados Unidos. Y era un
desayuno muy importante. A pesar de las históricas relaciones entre los dos países,
Marruecos era siempre una piedra en el zapato, dados los continuos esfuerzos
norteamericanos para mantener la amistad, interesada pero amistad al fin y al cabo,
con cualquier país musulmán que no hubiera declarado públicamente su interés en ver
muertos a cuantos más perros americanos mejor.

Washington D.C.

El embajador español en Washington contempló desde su coche oficial el


espectáculo de las calles de la ciudad engalanada con cientos, quizá miles, de banderas
norteamericanas. Era el aniversario del Día de Infamia y los Estados Unidos de
América se preparaban para conmemorarlo. La secretaria de estado tendría un día
muy ocupado, pero había accedido a desayunar con él en su residencia privada antes
de sumergirse en la vorágine que le esperaba. Indirectamente eso le permitía al em-
bajador hacerse una idea del grado de preocupación que manifestaba la
administración americana al respecto de los sucesos de Perejil y Canarias. Y eso le hizo
sentirse a su vez más preocupado.

La casa era magnífica, y el jardín donde la secretaria de estado recibió al


embajador no lo era menos. El césped era perfecto, y los árboles que salpicaban aquí y
allá el terreno parecían salidos de un cuento. A medio camino entre la casa y la piscina,
sentada junto a una sencilla mesa de teca, la secretaria esperaba al embajador leyendo
el periódico. Se trataba de un encuentro informal, y eso, para los norteamericanos,
significaba ropa cómoda y ambiente distendido. O al menos esa era la impresión que
procuraban dar, por serio que fuese el problema.

Cuando el diplomático español llegó junto a la mesa, su anfitriona se levantó


para estrechar su mano y saludarle efusivamente. Se conocían desde hacía bastante
tiempo y se habían reunido en varias ocasiones para tratar temas diversos. Pero, a
pesar de la cordialidad de la alta funcionaria, durante los últimos años, la sintonía
entre los gobiernos español y norteamericano había sido manifiestamente mejorable, y
aquella mañana las cosas no serían sencillas. El tema que tenían que tratar era
extremadamente espinoso y ambos lo sabían, pero eso no impidió que los primeros
minutos de la conversación se dedicaran a intercambiar información sobre sus
respectivas familias, incluso algún comentario sobre deportes antes de entrar en
materia. El embajador no sólo hablaba inglés como un nativo, como un nativo de
Inglaterra, por cierto, sino que se había aficionado a las vicisitudes del béisbol y de la
NBA, lo cual facilitaba bastante las cosas en ese peculiar plano de la relación
diplomática.

Pero una vez que las trivialidades languidecieron, la secretaria de estado abordó
el problema de forma directa.

—Ha vuelto a empezar, ¿verdad?

—Esta vez es mucho peor, señora secretaria.

La titular americana de exteriores lo sabía perfectamente. Muy poca gente, y eso


incluía a bastantes miembros de los anteriores gobiernos español y marroquí, sabía lo
cerca que habían estado España y Marruecos de llegar a una confrontación abierta el
verano de 2002. En aquella ocasión, el antiguo secretario de estado había aplicado
mucha presión sobre el gobierno de Marruecos para lograr una salida pacífica. Había
descrito las intensas negociaciones telefónicas a ambos lados del estrecho de Gibraltar
como un triunfo de la diplomacia norteamericana, pero también como un ejercicio
diplomático extenuante, y la actual canciller no sentía ningún deseo de repetirlo.

—Esto que he estado leyendo, ¿es verdad? —dijo poniendo la mano sobre el
ejemplar del Washington Post que había quedado abierto sobre la mesa. El periódico
reproducía exactamente, el artículo publicado por Le Monde horas antes en París.
Durante el contencioso de 2002, los medios internacionales habían tardado bastante
tiempo en dar importancia a lo sucedido, sin abandonar en ningún momento cierto
tono sarcástico sobre el conflicto que a todo el mundo menos a los implicados había
parecido banal. Sin embargo, en las presentes circunstancias, la crisis había recibido
una atención mediática de primer orden. El periódico capitalino no había sido una
excepción y dedicaba buena parte de su edición dominical al asunto.

El embajador se tomó su tiempo antes de responder a la pregunta. Hacía cuatro


horas que le habían sacado de la cama para mostrarle el artículo y la trascripción de los
mensajes de radio. Después de leerlo se había pasado casi una hora al teléfono,
hablando con el ministro de exteriores sobre lo que debería responder a la inevitable
pregunta.

—A juzgar por lo que sabemos hasta este momento, la mayor parte de esa
trascripción se corresponde con la realidad. Usted ya conoce las circunstancias en que
el buque de nuestra Armada se enfrentó con el patrullero marroquí. Sin embargo, el
segundo comandante, creo que ustedes le llaman oficial ejecutivo, de la Descubierta
niega que los marroquíes pidieran un alto el fuego. De hecho esta mañana se ha
reafirmado en su declaración de que los disparos españoles fueron de aviso, según los
usos navales habituales, y fueron los marroquíes los que respondieron con fuego real,
hiriendo gravemente al comandante del buque. El resto, bueno, es conocido.

— ¿Se puede confirmar independientemente la versión del oficial ejecutivo?

—Me temo que no, señora secretaria. El almirante de Canarias respalda esa
versión y tenemos las grabaciones de las comunicaciones del segundo comandante con
el propio almirante, pero es imposible confirmar la versión española más allá de las
declaraciones de los supervivientes. Si a bordo de la Descubierta alguien grabó la
conversación con el marroquí, la grabación se ha perdido para siempre con el barco.

La secretaria de estado chasqueó la lengua. Lo que tenían delante no era un buen


caso para un jurado, pensó, aplicando esa mentalidad legalista tan consustancial a los
Estados Unidos como los perritos calientes y las cheerleaders.

Un jodido asunto.

Madrid.

El presidente del Gobierno acompañó al ministro de exteriores hasta la puerta


principal, donde le esperaba su coche oficial. Eran las siete de la tarde, pero el día
estaba muy lejos de terminar.
El embajador en Washington había llamado a Madrid nada más llegar a la
embajada, en el 2375 de Pennsylvania Avenue, donde disponía de una línea segura.
Tanto el presidente como el ministro, habían escuchado su detallado informe sin
apenas interrumpir. En realidad el embajador apenas había dejado ningún cabo suelto
al transmitir a su Gobierno la que sería la posición oficial, y oficiosa, de los Estados
Unidos de América.

El presidente no pudo evitar gruñir por lo bajo mientras volvía a su despacho


recordando las palabras del embajador: "Los Estados Unidos no pueden adoptar una
posición de público apoyo a la posición española". Intelectualmente lo comprendía,
sobre todo después de varios años de desencuentros que sólo últimamente parecían
estar dando paso a un tímido deshielo, pero emocionalmente era difícil de tragar.

La explicación oficial era la esperable: "Marruecos es un país amigo y un firme


aliado de América". Ya. Y también uno de los pocos países musulmanes que se seguían
manteniendo contra viento y marea a salvo del integrismo, aunque fuese a costa de
perpetuar un régimen político que sólo siendo muy ingenuo o muy voluntarioso se
podía considerar una democracia. Eso sin contar con el pequeño detalle de que el
Reino Alauí había concedido licencias de explotación petrolífera en su vertiente
atlántica a varias empresas de capital norteamericano. Empresas muy poderosas que
contribuían religiosamente a las campañas electorales de ambos partidos en los
Estados Unidos.

Pero no todo habían sido malas noticias. Al menos la secretaria de estado había
precisado, extraoficialmente, por supuesto, que América no interferiría con cualquier
decisión que tomase el Gobierno español. También se había ofrecido a mediar ante
Marruecos, y esa era una oferta que no iba a rechazar el presidente del Gobierno. Unos
años antes la mediación americana había sido muy efectiva y el anterior secretario de
estado había ocupado una posición central en la resolución del conflicto.

El presidente, sentado ya en su escritorio, sacó un folio en blanco y un bolígrafo y


empezó a bosquejar una especie de diagrama. Tenía la costumbre, aprendida hacía
muchos años, de enfrentarse a los problemas ayudándose de esos diagramas. Dibujaba
bloques rectangulares, rombos, círculos, y en su interior escribía los componentes del
problema. Luego los relacionaba con flechas entrecruzadas y hacía anotaciones al
margen. Probablemente era una tontería, pensaba, pero le ayudaba a mantenerse
concentrado.

El dibujo mostraba a España y a Marruecos como dos grandes bloques


cuadrados, entre los cuales había tres círculos pequeños. En su interior había escrito
"Plataforma", "Perejil" y "Descubierta", los tres problemas a resolver. Detrás de
España, dos cuadrados pequeños representaban a la Unión Europea y a la OTAN.
Ambas organizaciones habían mostrado un vago apoyo a España, no diferente del
mostrado tres años antes. Sí, respaldaban la postura española, pero nadie mostraba el
menor interés en presionar seriamente a Marruecos para que diera marcha atrás. Y
España no podía presionarles para lograr un mayor compromiso, bajo riesgo de
provocar serias divisiones en ambos organismos. No era muy diferente de lo que le
había ocurrido a Estados Unidos con la OTAN en la última guerra de Irak.

El último rectángulo dibujado por el presidente era el más grande de todos. Lo


colocó en la parte alta de la hoja, entre Marruecos y España. Dentro del rectángulo
escribió con grandes letras, no exentas de cierta irritación: "U.S.A."
Rabat, Marruecos.

—Señor embajador, estoy en condiciones de garantizar a su Gobierno que el


Reino de Marruecos no desea en modo alguno resolver esta crisis por otros medios que
no sean los diplomáticos. La documentación presentada en Washington por nuestro
embajador demuestra, de manera objetiva, que sólo la actitud hostil de España ha
conducido a la situación actual. Y sólo un cambio de actitud de España podrá
reconducir el lamentable cariz que han tomado los acontecimientos.

El embajador norteamericano conocía bien a Achmed Abdelkader. De hecho le


apreciaba personalmente y no se sentía demasiado inclinado a presionarle. Pero las
órdenes de la secretaria de estado habían sido tajantes. Los Estados Unidos no
deseaban una guerra entre España y Marruecos. Su misión era transmitir esa idea al
ministro marroquí, pero el veterano diplomático no estaba dispuesto a dar su brazo a
torcer. Marruecos tampoco quería una guerra, pero su Gobierno no estaba dispuesto a
tolerar más humillaciones de España. Era así de simple.

—Escúcheme, Achmed, por favor —dijo el embajador—, tiene que comprender la


situación. Han hundido ustedes un barco de guerra español en aguas internacionales,
han ocupado una plataforma petrolífera española y además han desplegado tropas en
esa... islita del estrecho. Tienen un acuerdo con España sobre esa isla. Si no somos
capaces de buscar una solución, España va a actuar militarmente. Mi país también lo
haría. Y el suyo. No lo pueden dejar así.

—Respecto a la isla de Thoura, han sido los españoles quienes la ocuparon


primero, matando además a unos niños inocentes. La plataforma petrolífera es ilegal
según el derecho marítimo. El barco español disparó primero —Abdelkader iba
señalando dedos de su mano izquierda con el índice derecho, mientras
conscientemente permitía que una expresión de indignación aflorara a su rostro
habitualmente tranquilo — ¿Acaso debe mi país aceptar semejante atropello por parte
de España sólo porque ellos son europeos y nosotros africanos? No, señor embajador.
La paciencia de las naciones, como la de las personas, tiene un límite. Si España desea
negociar, negociaremos honestamente. Pero si pretende imponerse por la fuerza,
descubrirá que este pequeño país africano aún sabe cómo defenderse.

Casablanca, Marruecos.

Alfredo Suárez esperaba la llegada del barco que debía traer a Nadia sentado en
la terraza de un hotel cercano al puerto. La terraza, ubicada en la azotea del hotel, de
ocho pisos de altura ofrecía una vista magnífica sobre el gran puerto comercial de
Casablanca. Al fondo, un grupo de patrulleros pintados de gris, apenas visibles en la
distancia, estaban amarrados en lo que Suárez supuso que sería la dársena militar del
puerto. En ese momento no se veía entrar ni salir barco alguno. De todos modos,
Alfredo no tenía manera de saber cuándo ni en qué barco llegaría Nadia. Intentó
apartar la duda de su mente esforzándose en creer que, cuando Nadia llegara, de algún
modo, él lo sabría.

Junto al médico, sumido en sus propios pensamientos, Carlos Cuenca tomaba su


café con hielo con toda la calma del mundo. La misma calma con la que la noche
anterior, cuando Suárez había terminado de contarle su historia, había sacado de su
cartera un pequeño ordenador portátil, había escrito un informe, mecanografiado a
una velocidad asombrosa, y lo había enviado por Internet. Todo en menos de quince
minutos. El agente del CNI, al que Alfredo ya llamaba para sí "Bond, James Bond",
había insistido amable, pero firmemente, en acompañarle en su viaje por carretera
desde Tetuán. Habían salido antes del amanecer para recorrer los cuatrocientos
kilómetros que separan ambas ciudades, turnándose para conducir el coche de
Alfredo.

A pesar de la reticencia inicial de Suárez, el viaje había resultado muy


interesante. Cuenca, quizá en un intento de terminar de ganarse la confianza de
Alfredo, le había explicado de forma clara y amena la situación política actual y
reciente de Marruecos. También le había hablado de los diversos grupos de corte
integrista, algunos más radicales que otros, que operaban en el país, aparentemente
larvados pero siempre dispuestos a aprovechar una debilidad. Bajo ese prisma, Suárez
había comprendido mejor la preocupación de Hammadi y la gravedad de la crisis con
España. Marruecos se jugaba mucho en su pulso con el vecino del norte. No era sólo un
problema de petróleo. Era la propia esencia del régimen alauí lo que estaba enjuego.

Cerca de las seis de la tarde, hora local, con el sol ya a punto de desaparecer bajo
el horizonte del Atlántico, Suárez descubrió una forma oscura contrastando con el
brillo del océano. Se puso de pie y se asomó a la terraza, como si el hecho de acercarse
un par de metros le fuera a permitir ver el barco con más claridad. Apenas se distinguía
nada, pero la sombra a contraluz creció rápidamente, para luego desdoblarse en dos.
Se trataba sin duda de un buque militar de transporte, acompañado por lo que supuso
que sería una fragata. Cuenca le puso la mano en el hombro como un viejo amigo y
apretó ligeramente.

—Van a ser ellos, ya verás —dijo.

A pesar de la ansiedad de Alfredo, decidieron quedarse un rato más en la terraza.


La maniobra de atraque iba a tardar todavía, y no tenía sentido esperar de pie en el
muelle. Entre otras cosas porque no sabían en qué muelle esperar.

A bordo del Sidi Mohamed Ben Abdallah, apoyada en la barandilla del castillo de
proa, Nadia miraba la ciudad de Casablanca iluminada por el sol poniente con una luz
anaranjada que la hacía parecer irreal. Calculó que faltaría aproximadamente una hora
para llegar a tierra. Sería de noche para entonces, pensó con fastidio, agotada por las
doce horas de viaje en aquel barco viejo e incómodo. Y eso que, al menos, le habían
dejado libertad para moverse a su antojo, en atención a su pasaporte marroquí. Los
españoles se habían visto limitados a la cubierta de popa y a una especie de gran nave
situada debajo, sin asientos ni comodidades de ninguna clase. Les había visto por
última vez una hora antes, y parecían estar al borde del amotinamiento.

Nadia, cansada y aburrida, se sentó sobre un gran rollo de cuerda que no parecía
del todo incómodo. Distraída, intentaba buscar en su memoria el nombre que los
marineros daban a las cuerdas, más que nada para ocupar su mente en algo. Sin
motivo aparente, le vino a la cabeza una palabra que nada tenía que ver con cuerdas:
"móvil". ¡Caray! ¿Cómo no lo había pensado antes?

Mientras buscaba en su bolso se dio cuenta de que hacía horas que no pensaba en
el teléfono. En la plataforma no había tenido cobertura, por supuesto. Por eso no se lo
habían requisado, pero ¿la tendría tan cerca del puerto de Casablanca? Pulsó el botón
de encendido. "Introduzca su PIN". Pulsó los dígitos de la clave y esperó. "Buscando
redes". Tardó unos segundos pero por fin apareció: "Maroc Telecom". Sí. Nadia se
puso tan nerviosa que el teléfono estuvo a punto de caérsele al suelo. Pulsó la tecla de
marcación rápida para llamar al móvil de Alfredo y esperó.

Washington D.C.

El Presidente de los Estados Unidos y su secretaria de estado, estaban reunidos


en el Despacho Oval. Ambos habían participado esa mañana en los actos
conmemorativos de los atentados contra Nueva York y Washington. El presidente
acababa de llegar de la ciudad de los rascacielos, mientras que la secretaria había
asistido a la ceremonia celebrada en la capital.

El motivo de la reunión no era otro que la crisis hispano-marroquí, un problema


mucho más importante para los intereses norteamericanos de lo que la mayoría de los
estadounidenses suponían.

— ¿Habrá guerra? —dijo el Presidente.

—Los chicos del Foggy Bottom están convencidos de que es inevitable —contestó
la secretaria de estado.

El Foggy Bottom era el barrio de Washington donde se ubicaba el Departamento


de Estado. Uno de los barrios históricos más pintorescos de la capital de los Estados
Unidos y el centro neurálgico de la diplomacia norteamericana.

— ¿No se puede parar?

—Lo veo difícil. Marruecos no se va a echar atrás. Acabo de hablar con nuestro
embajador allí y el ministro de exteriores ha sido categórico. Por otro lado España ha
sufrido un duro golpe y no veo la forma de que no respondan.

El Presidente no había podido dedicar demasiada atención al problema, envuelto


en su infernal agenda previa a los actos del 11-S, pero eso tendría que cambiar. Durante
su breve conversación telefónica dos días antes con el presidente del gobierno español
se había visto obligado a improvisar. Se había mostrado amablemente preocupado por
el problema, pero lo cierto era que se trataba de un problema que no conocía en
profundidad. Estaba seguro que los Estados Unidos tendrían que adoptar medidas en
uno u otro sentido y eso le obligaba a enterarse de todos los aspectos del conflicto. Dio
gracias a Dios por su secretaria de estado. Sin ella estaría perdido en las docenas de
conflictos a lo largo y ancho del planeta donde todo el mundo esperaba ansiosamente
oír la opinión de América, para luego fingir que no querían que los Estados Unidos se
inmiscuyeran.

— ¿Se trata de petróleo? —Preguntó—, ¿o es otra vez la isla esa?

—Ambas cosas, señor Presidente. En realidad es un clásico conflicto territorial.


Hace años que Marruecos le busca las vueltas a España. La razón última del problema
son las ciudades de Ceuta y Melilla.
— ¿Ceuta y Melilla? ¿Esas dos pequeñas colonias españolas en el estrecho de
Gibraltar?

La secretaria de estado sonrió. Ese era precisamente el problema.

—Esas ciudades no son colonias. Técnicamente se llaman Plazas de Soberanía.


Son parte del Homeland español, que, por esas cosas de la historia de Europa, están
situadas en el norte de África. Por supuesto, Marruecos no acepta eso y pretende
"recuperarlas". Pero eso supondría inevitablemente una guerra, por lo que nuestros
moderados amigos marroquíes se han dedicado desde hace tiempo, a jugar con otros
territorios en disputa, como la isla de Perejil, Parsley, donde organizaron aquella
pequeña función hace unos años.

—De acuerdo, pero, ¿y el petróleo?

—Otra cuestión territorial, aunque en este caso hablamos de fronteras en el agua.


La plataforma que ha ocupado Marruecos está casi a mitad de camino entre las costas
de Canarias y las de Marruecos. Un poco más cerca de Canarias, aunque no mucho.
Marruecos no acepta la jurisdicción española sobre esas aguas. Sólo reconocen doce
millas de aguas jurisdiccionales en torno a las Canarias.

— ¿Eso afecta a nuestras empresas petrolíferas?

—Sólo marginalmente. Marruecos ha otorgado licencias a compañías


norteamericanas, pero en zonas algo alejadas del área en litigio. Esa es zona
"francesa".

—Me suena como si Marruecos se hubiese embarcado en una campaña de


conquista territorial. ¿Es así?

—En realidad creemos que no. Al menos el Gobierno marroquí lo niega


rotundamente. Dicen que la plataforma española era ilegal y la situación de la isla de
Parsley es legalmente muy dudosa. De hecho ambos países tenían un acuerdo para no
ocuparla y en esta ocasión no está muy claro quién actuó primero. Todo parece más
bien una situación de acumulación de malentendidos. Mala vecindad, en definitiva.

El Presidente gruñó una maldición. Un asunto bien jodido, pensó.

—Y... ¿a quién apoyamos nosotros? —preguntó con una mueca voluntariamente


cínica.

—Ambos países son amigos y aliados. Señor Presidente, yo tengo muy claro cuál
de los dos es mejor amigo y mejor aliado, a pesar de todo lo que ha pasado entre
nosotros, pero también hay que considerar cuál de los dos es potencialmente más
inestable, así como las consecuencias de esa inestabilidad...

— ¿Ya están amenazando con el fantasma del integrismo? — interrumpió el


presidente con fastidio.

—Puede apostar dinero, señor.


El presidente se levantó de la mesa y miró el reloj. En quince minutos tenía que
recibir al embajador de China. Eso sí era un asunto serio. Y encima en domingo.

—Bueno, amiga mía, necesitamos una línea de actuación clara y la necesitamos


ya. Dentro de unas horas tengo que llamar al presidente del gobierno español. ¿Qué
diablos le digo?

—Creo que la guerra es casi inevitable, señor. España ha dejado claro que no va a
invocar el artículo quinto de la Carta Atlántica. Francia jamás lo aceptaría y los
españoles lo saben. Eso facilita las cosas porque nos va a permitir adoptar un perfil
bajo. Recomiendo que, mientras sea posible, presionemos diplomáticamente para
enfriar las cosas. Si se llega al enfrentamiento directo... bueno, yo creo que debemos
proporcionar a España todo el apoyo en materia de inteligencia que podamos para
abreviar las cosas, pero sin comprometer nuestra posición ante Marruecos. Todo
acabará tarde o temprano y entonces tendremos que trabajar para devolver las cosas a
la normalidad. No queremos tener un nuevo Irán en el sur del estrecho de Gibraltar,
¿verdad?

Casablanca, Marruecos.

Alfredo no lo podía creer. En la pantalla de su móvil, el nombre de Nadia


indicaba el origen de la llamada. Su sorpresa fue tal que dejó sonar el timbre tres veces
mientras miraba embobado el teléfono. Al cuarto tono pareció despertar de golpe.
Pulsó el botón equivocado y tuvo que repetir la sencilla maniobra de descolgar el
teléfono.

—¡Nadia! ¿Dónde estás?

—Estoy en un barco llegando a Casablanca. ¿Y tú?

Alfredo se rió nerviosamente, aún conmocionado.

—En el puerto de Casablanca, cariño. Pero... ¿en qué barco vienes?

Nadia describió rápidamente el buque que Alfredo veía entrar en ese momento
por la bocana del puerto. La silueta del navío era inconfundible.

—Ahora mismo voy para allá. Te quiero.

Suárez colgó y se dirigió a grandes pasos a la salida de la terraza, olvidándose de


su acompañante. Cuenca le interceptó. Había estado pendiente de la breve
conversación, aunque se había mantenido educadamente apartado.

—Espera, hombre. No sabemos dónde va a atracar. Es mejor localizar el sitio


desde aquí y luego ir a tiro fijo. ¿No?

Cuenca tenía razón, por supuesto, de modo que ambos se quedaron apoyados en
la barandilla de la terraza mirando al puerto, donde algunas farolas se habían
iluminado ya. Era casi de noche.
Después de casi media hora, y una vez que hubieron localizado el amarradero del
Sidi Mohamed Ben Abdallah, Suárez y Cuenca bajaron a la calle. Subieron al coche y se
acercaron todo lo que pudieron a su objetivo, aunque tuvieron que cubrir los últimos
trescientos metros a pie. Un control de la Gendarmería les impidió entrar con el coche.
En realidad Suárez no esperaba que les permitieran llegar hasta el mismo barco pero,
con cierta sorpresa, comprobaron que nadie se lo impedía.

Una vez junto al buque, Alfredo llamó a Nadia por teléfono. Sin embargo no hubo
respuesta. Tendrían que esperar.

Alfredo no era creyente, pero cuando vio a Nadia bajar sana y salva por la escala
del barco, dio gracias a Dios, donde quiera que estuviese. Si había tenido algo que ver
con la vuelta de su mujer, bien merecía un agradecimiento.

La abrazó y la besó sin parar hasta que Nadia se dio cuenta de la presencia de
Carlos Cuenca. El agente les miraba con una sonrisa entre divertida y ¿envidiosa?

—Hola, ¿viene usted con Alfredo? —preguntó la periodista separándose no sin


esfuerzo de su marido e intentando arreglarse simultáneamente el pelo.

—Sí, así es, pero no hay prisa. Ustedes a lo suyo.

Nadia y Alfredo se rieron. Era una situación extraña, todos allí parados. No
obstante, consciente de repente de la ominosa presencia del barco de guerra marroquí
a sus espaldas, Alfredo tomó de la mano a su mujer y tiró de ella hacia el coche. Ya
habría tiempo para las explicaciones.

Madrid.

Cerca de medianoche el presidente del gobierno recibió de nuevo en la Moncloa


al ministro de exteriores, que volvía de una entrevista de casi tres horas en el palacio
de Santa Cruz con el embajador de Marruecos. El resto del Gabinete de Crisis se
hallaba reunido desde media hora antes. Para no tener que repetirse, el presidente
había esperado la llegada del titular de asuntos exteriores para explicar el contenido de
su última conversación telefónica con el Presidente de los Estados Unidos. Pero antes
tenían que escuchar al canciller.

—Es imposible —dijo con aspecto cansado—. No hemos avanzado ni un


milímetro. El embajador tiene un guión perfectamente aprendido y de ahí no sale.

— ¿Ninguna novedad? —preguntó el presidente del gobierno.

—Nada. Se aferra a su versión de los hechos y culpa a España de todo lo que ha


ocurrido. Dice que su país está dispuesto a discutir los contenciosos ante un tribunal
internacional, pero manteniendo las posiciones actuales. Nada de retirarse de Perejil
ni de la plataforma. De la Descubierta no quieren ni oír hablar.

El ministro de defensa se puso de pie para llenar un vaso de agua.


—Pero, ¿tienen claro lo que va a pasar si no nos dan algún margen de maniobra?
—preguntó sin poder evitar un tono de incredulidad.

—Sinceramente no lo sé. Por momentos he tenido la impresión de que realmente


creen que vamos a aceptar su versión de los hechos y también la situación. O al menos
no responder. El embajador está enamorado de las transcripciones de radio filtradas a
la prensa. A su juicio demuestran inequívocamente que la Descubierta atacó
deliberadamente a su patrullero que casualmente pasaba por allí. Incluso ha insinuado
que la opinión pública española también se lo cree.

El presidente se dirigió al ministro del interior:

— ¿Qué hay de eso, ministro?

—Todavía no tenemos los resultados de la encuesta telefónica, pero las encuestas


electrónicas sacadas de Internet están claras. Los españoles, o al menos los que
navegan por Internet, están abrumadoramente con el Gobierno en esto. Igual que en el
2002.

—Afortunadamente la oposición tampoco ha puesto pegas. Por lo menos de


momento —añadió la vicepresidenta.

El presidente se levantó de nuevo de su sillón y se asomó a la ventana. Lo único


que vio fue la sala reflejada en los cristales. Una profunda arruga cruzaba su frente.
Cuando habló lo hizo en voz muy baja.

—Lo vamos a tener que hacer, joder. Otra vez lo vamos a tener que hacer.

Cuando el Gabinete de Crisis se dispersó, el presidente se dio cuenta que no les


había contado la conversación con su colega norteamericano. Bueno, pensó, tampoco
habían hablado nada que no supieran ya de sobra.

12 de septiembre

Madrid.

El jefe de estado mayor de la defensa no se sorprendió cuando recibió la orden


del ministro, a la una y diez de la madrugada. Había pensado mucho en la situación y
no veía la forma de que España pusiera freno a la precipitación de acontecimientos.
Tampoco Marruecos parecía capaz de hacerlo.

Todos los análisis de inteligencia que había leído coincidían en dos puntos. El
primero era que, salvo la toma de la plataforma por Marruecos, el resto de los
incidentes habían sido trágicos imprevistos. Por no hablar de terribles errores. El
segundo era que no había forma de corregirlos. Había muerto demasiada gente.
Resultaba curioso, si uno lo miraba desapasionadamente, cómo los acontecimientos
adquirían una dinámica propia extremadamente difícil de romper. Si de verdad iba a
empezar una guerra, no iba a ser la primera que estallaba sin que ninguno de los
contendientes tuviera verdaderos deseos de desencadenarla. Claro que, el JEMAD
tuvo que corregirse, la guerra había empezado ya. Concretamente en la madrugada del
día nueve, aunque ni siquiera él estaba demasiado dispuesto a aceptar la cruda
realidad de los hechos.

Después de pagar las consecuencias del exceso de cafeína en el pequeño baño


adyacente a su despacho, el JEMAD recorrió el corto trayecto que le separaba de la sala
de reuniones donde los jefes de estado mayor de los tres ejércitos, estaban reunidos
desde media tarde. Iba pensando en la operación que se iba a poner en marcha, que
alguien, excepcionalmente falto de imaginación, había bautizado como "Papa
Foxtrot", por las iniciales de "Primera Fase". A falta de un nombre mejor, la tontería
había cuajado y ahora era oficial. El único margen para el optimismo que el general se
permitió, fue pensar, sin demasiada convicción que, si Papa Foxtrot resultaba tan bien
como había resultado Romeo Sierra, quizá no llegara a ser necesaria la segunda fase,
inevitablemente bautizada "Sierra Foxtrot”.

Junto a la autopista A-6, también conocida como carretera de La Coruña, en la


sede del CNI, Juan Carlos Talavera iniciaba su segunda madrugada consecutiva de
trabajo. Se había escapado a mediodía para comer en su casa, dormir una miserable
siesta de dos horas, ducharse y cambiarse de ropa, pero antes de las siete de la tarde
estaba de nuevo al pie del cañón. Eso no era bueno y Talavera lo sabía. La mente
cansada no trabaja bien y todo hacía pensar que la cosa no había hecho más que
empezar. Durante la tarde había organizado a su pequeño equipo para hacer turnos,
por lo que Méndez y Aberasturi se habían ido a casa. Ana Casado estaba sentada frente
a su mesa, fumando sin parar. Después de una simbólica resistencia, Talavera se lo
había autorizado, siempre que no hubiese nadie más en la oficina. No tenía sentido que
estuviese saliendo cada media hora a fumar al patio.

—Jefe —dijo Casado dándose la vuelta—, ha llegado la declaración del guardia


civil herido en Perejil.

Talavera se levantó para leer por encima del hombro de la analista en la pantalla
de su ordenador. Cuando terminó, se sentó en la esquina de la mesa.

— ¿Qué opinas?

—Es coherente con las declaraciones de los otros guardias. Y este chaval no
puede haber hablado previamente con ellos. Creo que dicen la verdad. Está claro que
alguien les disparó. La teoría del ministro del interior de Marruecos que sostiene que
se dispararon entre sí no tiene pies ni cabeza.

Esa teoría había constituido el último capítulo mediático de la crisis. El ministro


del interior marroquí había convocado una rueda de prensa a última hora de la tarde
para dar a conocer las conclusiones preliminares de la investigación sobre el incidente
de Perejil. Según él, dos agentes de la Guardia Civil se habrían desorientado en el
crepúsculo iniciando un tiroteo entre ellos. Otros dos guardias, ahora detenidos por la
Gendarmería, habrían desembarcado después, alarmados por los disparos. Al
encontrar a sus compañeros gravemente heridos, habrían abierto fuego contra los
excursionistas marroquíes atribuyéndoles la autoría de los hechos. La fiscalía
marroquí los había acusado formalmente de homicidio culposo. Se trataba, según el
ministro, de un caso evidente de negligencia criminal por parte de los guardias civiles,
que habían disparado primero y preguntado después. La Gendarmería, había
declarado el ministro, iba a permanecer en la isla por tiempo indefinido para
asegurarse de que nadie intentaba ocultar o falsear las pruebas del delito. Había
terminado negando enfáticamente las acusaciones españolas sobre la supuesta
ocupación ilegal de la isla por Marruecos, alegando que había sido la Guardia Civil
quien había actuado ilegalmente en primer lugar.

El Gobierno español no había replicado todavía oficialmente a las declaraciones


del ministro marroquí, pero la Asociación Unificada de Guardias Civiles se había
apresurado a desmentir semejantes acusaciones.

Talavera se levantó de la mesa para volver a la suya, pero se detuvo a mitad de


camino.

—Estamos de acuerdo en que alguien les disparó. ¿Pero quién?

—Eso, jefe, no lo vamos a saber mientras los marroquíes sigan en esa isla.

Casablanca, Marruecos.

Carlos Cuenca llamó a la puerta de la habitación de Alfredo y Nadia. Habían


tomado dos habitaciones en el hotel Le Royal Mansour Meridien, situado en la
avenida de l'Armeé Royale, cerca del puerto. Era un hotel caro, más de trescientos
euros la noche, pero era tarde y ninguno había tenido ganas de ponerse a buscar otra
cosa. De todas formas, cuando en recepción les pidieron una tarjeta de crédito, el
agente del CNI había sacado una Visa Oro, a nombre de su supuesta agencia de viajes,
y se la había entregado al conserje.

—Cortesía de "La Casa" —había dicho con un guiño dirigido a Alfredo.

Cuando una hora después Alfredo abrió la puerta, vestido con un albornoz del
hotel, tenía el pelo revuelto y cara de malas pulgas. Nadia se había encerrado en el
baño. Cuenca comprendió, demasiado tarde, que les había pillado en muy mal
momento. Se ofreció a volver más tarde, pero Suárez le dijo que entrara. Ya daba igual,
y al fin y al cabo no habían ido allí a retozar.

Cuenca había pasado la última media hora en su habitación enviando y


recibiendo información cifrada a través de Internet. Eran las doce y media de la noche,
hora de Marruecos.

—Tengo instrucciones de Madrid —dijo todavía cortado—. Es importante.

—Tú dirás.

—El director quiere que vayáis a España cuanto antes, Alfredo. Siempre que no
tengáis inconveniente, claro.

—Donde yo quiero ir es a mi casa con mi mujer, Carlos. No se me ha perdido


nada en Madrid.
—A ver. Piénsalo, hombre. Para empezar no podéis ir a Ceuta desde aquí. La
frontera está cerrada, por si no lo sabes. Para volver a casa tienes que pasar
necesariamente por la Península, y no estoy seguro de que los ferrys del Estrecho estén
cruzando con normalidad. Además, ¿No están tus padres en Madrid?

—Joder, Carlos. ¿Cómo sabes tu eso?

—No te pongas paranoico hombre. Me lo has dicho tú. ¿No te acuerdas? Ayer, en
el coche.

—Vale, perdona. Mira, no sé. A ver qué dice Nadia.

En ese momento, la mujer de Alfredo salió del baño. No había otro albornoz, de
modo que se había envuelto en una toalla. Lo primero que vio fue la mirada de Cuenca.
No pudo evitar sonreír. Últimamente, salir de la ducha medio desnuda delante de
desconocidos se estaba convirtiendo en una especie de costumbre.

Carlos Cuenca repitió su petición, pero Nadia le interrumpió a la mitad.

—Lo he oído desde el baño —dijo—. No voy a poder ir a ningún sitio, señor
Cuenca. Me han quitado el pasaporte en el barco. Al principio pensé que me iban a
detener, pero sólo me han dicho que no puedo salir del país.

—No pueden hacer eso, joder —dijo Alfredo.

Nadia miró a su marido. A veces era tan ingenuo...

—Claro que pueden, cariño. Podemos dar gracias de que no hayan hecho nada
más.

Cuenca meneó la cabeza. Todo estaba arreglado.

—Eso no va a ser ningún problema Nadia. Mire, mañana recogeremos pasaportes


nuevos para los dos en el consulado. También les darán los billetes de avión.

—Pero yo soy marroquí...

—Si no me equivoco, hace seis meses que solicitó usted la nacionalidad


española... bueno, pues ya se la han concedido. Esta mañana exactamente.

Nadia abrió la boca, pero no dijo nada. Cuenca, sonriendo al ver la cara de la
joven, se levantó.

—Ahora me voy a dormir. ¡Ah!, y prometo no volver a molestar hasta las siete o
siete y media. Felices sueños.
Rabassa, Alicante.

El sargento Pazos golpeó tres veces en la puerta con los nudillos, pero no esperó
respuesta. Abrió decididamente y encendió la luz.

— ¿Da usted su permiso, mi capitán?

Inhiesta se cubrió la cara con las sábanas, irritado por la luz.

— ¡Joder, Pazos! ¿Qué hora es, por Dios?

—Las cinco y cuarto mi capitán. Siento despertarle, pero el coronel quiere verle
en su despacho.

Inhiesta se despertó de golpe. Saltó de la cama en calzoncillos y buscó su reloj. Si


el coronel le hacía llamar a esas horas sólo podía significar una cosa.

Diez minutos después, convenientemente aseado y vestido, se presentó en el


despacho del coronel. La puerta estaba abierta y su superior le indicó que entrara y se
sentara.

—Tenemos órdenes de Madrid, capitán. El Gobierno no cree que los marroquíes


vayan a abandonar Perejil, de modo que va a haber que sacarlos otra vez de allí.
Supongo que conoce los detalles de la operación "Cantada".

El capitán los conocía, desde luego, como todos los oficiales del Mando de
Operaciones Especiales. Aquello había sido una operación de manual. Un ejemplo que
mostrar a los cadetes sobre cómo había que hacer las cosas.

—Bien, pues esta vez va a ser diferente, Inhiesta —continuó el coronel—, no vaya
a ser que ellos también se lo hayan estudiado.

El coronel sacó una carpeta del cajón de su escritorio. Contenía sólo un par de
folios impresos que pasó al capitán. Mientras éste los leía, el coronel encendió un
cigarrillo y fumó pensativo. Inhiesta tardó poco más de un minuto en leer los papeles.
Se trataba sólo de un bosquejo escrito a toda prisa por el propio coronel, pero
proporcionaba una idea clara del plan a seguir y el capitán estaba listo para llevarlo a
cabo con su equipo si recibía la orden. Sólo tendría que pulir algunos detalles, pero
nada que no se pudiese concretar en pocas horas. Y eso era una suerte, porque las
órdenes del Gobierno establecían una "ventana temporal" para la recuperación de
Perejil que se abría en bastante menos de veinticuatro horas. Si no se cancelaba la
operación, Inhiesta tendría que tener la isla controlada antes de las cinco horas de la
madrugada siguiente.

—Mi coronel —dijo—, si da usted su permiso, me gustaría poner en marcha a mi


equipo.

El capitán Inhiesta se reunió con el sargento Pazos en el pasillo. El suboficial le


había estado esperando. Probablemente se imaginaba lo que iba a ocurrir a
continuación, porque habló antes de que el capitán le dijera nada.
— ¿Despertamos al equipo, mi capitán?

Los equipos operativos de acción directa de los GOE estaban formados


normalmente por seis individuos, un capitán o teniente como jefe, un sargento como
segundo jefe, un cabo primero, un cabo y dos soldados. El de Inhiesta y Pazos contaba
con la particularidad de que dos de sus integrantes eran mujeres, una cabo y una
soldado. Eso era todavía bastante raro, puesto que, aunque la incorporación de las
mujeres a las fuerzas armadas no era un fenómeno nuevo, aún no era frecuente
encontrarlas en las unidades de operaciones especiales. Inhiesta las había acogido en
su equipo con cierta prevención. No era un hombre de prejuicios, pero algunos tópicos
seguían fuertemente arraigados en la mentalidad de la mayoría de los hombres. Sin
embargo, la cautela inicial había desaparecido rápidamente: "sus" mujeres no tenían
nada que envidiar a cualquiera de los hombres del GOE III y el equipo funcionaba con
ellas como una seda. Ahora, si nadie lo remediaba en las próximas horas, lo podrían
demostrar en una situación real y además muy delicada.

—Vamos a darles media hora más, Pazos. No creo que puedan dormir demasiado
en el futuro inmediato. Mientras tanto, léete esto y vamos a tomar un café.

Mar de Alborán.

El Siroco detuvo sus generadores diesel. A partir de ese momento el motor


eléctrico funcionaría únicamente con la energía de las baterías recién recargadas.
Hasta mediados de la Segunda Guerra Mundial, la operación de recarga de las baterías
debía llevarse a cabo en superficie, ya que los motores diesel de los submarinos no
podían funcionar en inmersión. Cualquier motor de combustión necesita aire para
funcionar, además de combustible, y el aire no abunda bajo la superficie del océano.
La consecuencia obvia era que los submarinos pasaban mucho tiempo en superficie, y
eso les hacía muy vulnerables a los ataques aéreos. Después de pagar un costosísimo
tributo en hombres y naves, la Kriegsmarine alemana logró desarrollar y poner en
servicio un sistema que liberaba a los famosos U-Boote de la necesidad de emerger
periódicamente a "respirar". Se trataba del aparato conocido como "schnorkel", o más
llanamente "snorkel", que todos los submarinos diesel-eléctricos incorporan desde
entonces. El principio es muy sencillo. Se trata de un tubo que conecta la toma de aire
y el escape de gases de los motores diesel con la superficie de modo muy parecido a los
tubos de respiración de los buceadores. En la parte superior del ingenio, una válvula
impide la entrada de agua en el sistema. De este modo, el sumergible puede utilizar
sus diesel en inmersión para recargar las baterías.

Una vez que el Siroco recogió el snorkel en su receptáculo de la torre, volvió a su


profundidad de patrulla envuelto en el silencio de la propulsión eléctrica.

—Vamos a cota sesenta metros, al dos siete cero. Avante para tres nudos —dijo el
comandante, mientras intentaba ahogar un bostezo. En realidad era aburridísimo,
pensó, y a la vez apasionante. El Siroco llevaba menos de veinticuatro horas en el área
de patrulla, describiendo patrones en zig-zag frente al puerto de Alhucemas. Aunque
su zona de patrulla asignada era mucho mayor, la antena de radio que había izado
junto al snorkel unas horas antes había captado un mensaje del mando de la flotilla
que ordenaba al submarino permanecer frente a la ruta de acceso al puerto marroquí
hasta nueva orden. Al parecer habían recibido un informe reciente de inteligencia
según el cual la corbeta Errhamani podía estar a punto de zarpar. Pues bien, si el
buque marroquí se hacía a la mar, Luis Martínez sería el primero en saberlo. Mientras
tanto se dedicarían a contar mercantes y pesqueros.

Rabat, Marruecos.

Acababa de amanecer, pero el ministro de defensa de Marruecos llevaba varias


horas levantado. La preparación de su plan le había llevado casi tres días, uno más de
lo que había prometido al primer ministro, pero, dada la complejidad de la tarea, nadie
se lo reprochó. Al menos no abiertamente.

La célula de crisis del Gobierno estaba de nuevo reunida en el despacho del


primer ministro. Lo temprano de la hora se había debido a la insistencia de Munjib. Si
el Gobierno autorizaba su plan, quería ponerlo en marcha ese mismo día. Si se reunían
más tarde eso no sería posible.

—General Munjib —dijo el jefe del ejecutivo—, cuando quiera puede empezar.
Todos deseamos conocer su punto de vista sobre la situación.

No había ironía en sus palabras. Driss Abdelar estaba decidido a mantener a


Munjib dentro del equipo de gobierno. No por gusto, desde luego, sino porque no se
podía permitir otra cosa. Y ahora que conocía la tozudez del general, había llegado a la
conclusión de que era mejor no enfrentarse abiertamente a él. No malgastaría sus
fuerzas en disputas estériles, sino que aprovecharía los indudables conocimientos del
militar y, una vez pasada la crisis, ya le daría una buena patada en el culo. Abdelar casi
sonrió al pensar en ese momento, pero sabía que aún tardaría en llegar.

El general Munjib había llevado unos resúmenes en papel para los miembros del
Gobierno, pero los dejó sin repartir sobre la mesa. No quería que se distrajeran
mientras él hablaba. Tampoco llevaba notas para él, ni había preparado diapositivas ni
presentaciones informáticas. Ninguna de las tonterías que se solían hacer y escribir,
para presentar agradablemente hechos desagradables. Ni siquiera se puso en pie para
hablar. Había tomado la firme decisión de mantener su temperamento bajo control y
pensaba que lo lograría mejor sentado.

—Señores, el Reino de Marruecos no puede ganar una guerra contra España


—dijo con voz deliberadamente baja. Luego se calló. Deseaba que el peso de lo que
acababa de decir calase en el ánimo de sus colegas. Sólo así podrían entenderle. Al
cabo de unos segundos siguió hablando:

—Pero todo tiene un precio. La victoria en una guerra, también. Si logramos


convencer a España de que el precio de su victoria será muy alto, tal vez, sólo tal vez, se
echen atrás. La última vez que hablamos les dije que debíamos aprovechar los aspectos
en los que somos más fuertes para contrarrestar nuestras debilidades. El plan que he
preparado contempla la inmediata movilización de una poderosa fuerza mecanizada y
su despliegue en las inmediaciones de las ciudades de Ceuta y Melilla. Será una
amenaza directa que España no podrá ignorar. Eso les dejará claro que, si nos atacan,
deberán combatir también por Ceuta y Melilla. Por otro lado, reforzaremos la isla de
Thoura con tropas en número suficiente para impedir una operación semejante a la del
año 2002. No menos de una compañía de infantería equipada con dispositivos de
visión nocturna, medios ligeros antiaéreos y misiles superficie-superficie portátiles. En
la costa desplegaremos artillería convencional y antiaérea. Los detalles sobre las
unidades concretas a emplear están en la documentación que les he preparado.

Munjib hizo una nueva pausa para encender un cigarrillo, mientras contemplaba
las caras de los demás. El primer ministro había palidecido un poco. Evidentemente se
sentía más cómodo planteando los problemas en términos abstractos que pensando en
tropas y en cañones. Quizá no fuera demasiado tarde para hacerle entrar en razón,
pensó el general. Luego continuó.

—Respecto a la plataforma petrolífera, la Marina Real deberá desplegarse para


protegerla, o al menos para negar a la Armada española el completo dominio del mar.
Si España envía una fuerza naval a las aguas de Canarias, la Fuerza Aérea Real
intentará con todos los medios a su disposición, atacarla desde el aire.

El ministro de economía tosió, nervioso, antes de hablar: —Munjib, nos está


usted hablando de una guerra total. No... eso no estaba contemplado en el plan
original. Quiero decir que se supone que España no nos va a atacar... de ese modo. Lo
que le pedimos fue que presentase un plan para defender la plataforma. Nada más. Lo
que usted está planteando es una locura. Además —miró al ministro de exteriores—,
¿no íbamos a evacuar el islote de Leila para fortalecer nuestra posición negociadora?

Antes de que el canciller pudiera intervenir, el general Munjib continuó.

—Todos ustedes saben que, desde el principio, me he manifestado en contra de


provocar a España. No deseo una guerra. Ni total ni parcial. Pero el Gobierno —miró a
su alrededor—, ha tomado una decisión. Y me han pedido que les diga cómo pueden
las Fuerzas Armadas respaldar esa decisión. Pues bien, sólo lo pueden hacer si estamos
dispuestos a ir hasta el final. Si no, es mejor que aprovechemos la salida que nos ofrece
España. Abandonemos la isla y la plataforma, pidamos disculpas por las bajas
causadas a su Armada y acusemos al comandante de la fragata Hassan II de actuar
negligentemente y por iniciativa propia. Quizá así España se avenga a no responder. Si
quieren evacuar el islote, háganlo, pero entonces tendremos que evacuar también la
plataforma, porque el islote no será suficiente. No estaremos mostrando
determinación sino debilidad y supongo que saben cuál es el destino de los débiles El
ministro de asuntos exteriores estaba sorprendido. Gratamente sorprendido. Munjib
por fin se había dejado de mojigaterías y hablaba como un soldado. Y lo que decía tenía
sentido. El plan original de limitar las operaciones a la plataforma petrolífera,
ciertamente había fracasado de forma estrepitosa. La culpa había sido de la fatalidad,
pero eso no importaba ahora. Y las declaraciones del Gobierno español no le permitían
ser optimista respecto a una evolución futura de los acontecimientos. La filtración de
las transcripciones de radio había caído mayormente en saco roto en lo que se refería a
la opinión pública española, y el resto del mundo no iba a intervenir en ningún sentido.
Si España decidía recuperar la isla y la plataforma, Europa y los Estados Unidos se
sentarían a ver el espectáculo por la televisión. Respecto a la Liga Árabe, bueno, no
merecía la pena ni pensar en ella. Marruecos estaba solo, y no iba a salir del embrollo
comportándose como un conejo asustado.

Por el contrario, si se mantenían firmes quizá flaquease la determinación de los


españoles. La tolerancia de los europeos hacia las bajas propias era proverbialmente
escasa. España no vacilaría a la hora de llevar a cabo operaciones limitadas en tiempo y
bajas, pero si se enfrentaban a una guerra total, ¿aceptarían el desafío? Abdelkader
estaba seguro que no.

La voz del primer ministro le sacó de sus meditaciones.

—Una pregunta, general. Suponga que los españoles, a pesar de nuestra


exhibición frente a Ceuta y Melilla, se hacen con la isla o la plataforma... ¿Está usted
sugiriendo que ataquemos ambas ciudades?

Driss Abdelar estaba muy preocupado. Nada estaba saliendo según lo previsto, y
la "conversión" del ministro de defensa le había desconcertado profundamente.

—Señor primer ministro —respondió Munjib—, el plan que estoy proponiendo se


basa en la disuasión. Si la disuasión falla, sólo Dios sabe qué ocurrirá. Esa decisión la
tendremos que tomar más adelante.

—De acuerdo general. Tome las medidas oportunas para ponerse en marcha. Yo
debo despachar ahora con Su Majestad.

Mar de Alborán.

El patrullero de la clase Serviola, de mil cien toneladas de desplazamiento, P 73


Vigía, llevaba desplegado frente a Perejil desde primeras horas de la mañana del día
nueve. Era el buque de mayor porte destacado en aquellas aguas, sin contar a las
corbetas y fragatas atracadas en los puertos de Melilla y Ceuta. Junto a él se habían ido
turnando en la vigilancia varias patrulleras menores de la Armada y de la Guardia
Civil.

Al alba, el Vigía había tomado rumbo nordeste para alejarse temporalmente de


su zona de operaciones. A las cuatro de la tarde se encontraba frente a Almería, a unas
diez millas de la costa. Tenía dos citas importantes allí, y la primera ya le estaba
esperando. Se trataba del patrullero de altura P 77 Infanta Cristina. La ex corbeta
proporcionaría escolta al Vigía durante el resto de Papa Foxtrot.

Todo el planteamiento operativo de la misión estaba resultando bastante


diferente del aplicado en 2002 para Romeo Sierra. Frente al vistoso despliegue naval
llevado a cabo entonces, el Estado Mayor de la Defensa había optado por un perfil
mucho más discreto, en el que los buques desplegados a las plazas africanas no se
habían hecho a la mar en ningún momento, y ningún barco mayor que un patrullero,
había sido visto en las proximidades de Perejil. Y lo cierto era que la discreción iba a
ser crucial en pocas horas.

A las cuatro y dieciséis minutos, y en estricto silencio de radio, hizo acto de


presencia la segunda cita del Vigía. Un helicóptero Cougar de las FAMET se aproximó
por la popa del patrullero para detenerse en vuelo estacionario sobre la cubierta de
vuelo del patrullero. La cubierta, diseñada para operar con un helicóptero ligero o
medio, podía soportar en caso de necesidad el apontaje de un Cougar, pero nadie se
quería arriesgar a producir daños en la nave o en el helicóptero, de modo que aprove-
chando la total calma del mar y la ausencia de viento, el Cougar se limitó a cernirse
sobre el patrullero con sus ruedas a menos de un metro de la cubierta. En pocos
segundos, el capitán Inhiesta y su equipo saltaron al buque. Un suboficial de las
FAMET les fue pasando su abundante equipaje. Un minuto después, el helicóptero
alzó el morro y se remontó. Describió un círculo a modo de saludo en torno a la
pequeña escuadra, y partió rumbo a costa.

Madrid.

"El Presidente de la República Francesa se ofrece a mediar en la crisis entre


España y Marruecos.

Madrid/Rabat, France Press.

El Presidente de la República, en declaraciones concedidas a este diario, ha


calificado de muy preocupante el conflicto que mantienen España y Marruecos desde
el día nueve de este mes, a propósito de los enfrentamientos entre las fuerzas armadas
de ambos países en la isla Perejil y el océano Atlántico, y se ha ofrecido públicamente
para mediar ante los gobiernos de los dos países que mantienen, según el Jefe del
Estado, fraternales lazos pasados y presentes con Francia. El Presidente, que definió
la crisis como estrictamente bilateral, rehusó comentar el apoyo francés a la
declaración de la Unión Europea que reclamaba de Marruecos la retirada de la isla
Perejil y la plataforma petrolífera española en aguas del atlántico. Dicho apoyo ha sido
muy criticado en medios políticos magrebíes, hasta el punto de obligar al Gobierno de
la República a matizarlo la tarde de ayer.

Mientras tanto, no parece que un entendimiento entre España y Marruecos esté


cercano. Cada gobierno culpa al otro de lo sucedido el pasado viernes, en una espiral
de declaraciones que toman un tono más hostil cada día que pasa. Analistas militares
consultados por este diario consideran probable un desenlace militar de la crisis, a
pesar de que los movimientos navales españoles son mucho menos ostentosos que los
que llevó a cabo en julio de 2002, con ocasión de..."

Alfredo Suárez dejó su ejemplar de Le Monde con cierto alivio tras el esfuerzo de
leer en su oxidado francés y tomó de la mano a su mujer cuando notó que el avión
iniciaba el descenso hacia el aeropuerto de Barajas. Viajaban en un vuelo de Air France
procedente de París, donde habían llegado desde Rabat. Se habían visto obligados a
dar semejante rodeo ante la imposibilidad de obtener plaza en ninguno de los vuelos
directos Rabat-Madrid. Muchos españoles residentes en Marruecos estaban volviendo
a España, la mayoría con por razones perfectamente plausibles como vacaciones o
viajes de negocios, pero sin poder ocultar una sensación de ansiedad ante el futuro
inmediato.

Nadia y Alfredo llegaron a la sede del CNI a bordo de un coche de "La Casa",
desplazado a Barajas para recibirles. El viaje había sido totalmente rutinario, a pesar
del nerviosismo que ambos habían experimentado al viajar bajo identidades
supuestas. Carlos Cuenca les había explicado que, si bien los nombres que figuraban en
los pasaportes eran falsos, los documentos propiamente dichos eran auténticos,
expedidos por la embajada española, por lo que nadie podría decirles nada. Lo que no
había evitado que se hubieran sentido extrañamente culpables al pasar por el control
de la Gendarmería Real.
Cuenca se había despedido de ellos en la embajada de España en Rabat. Él no iba
a viajar a la Península. Debía volver a Tetuán para seguir con sus actividades
"rutinarias" y además se encargaría de trasladar allí el coche de Alfredo y cuidarlo
hasta su regreso a Ceuta. Pero no les iban a dejar solos. Otro funcionario les había
acompañado durante todo el viaje. Alfredo no estaba seguro si su misión había sido
escoltarles o vigilarles, pero tampoco importaba demasiado, en cualquier caso se había
alegrado de abandonar Marruecos. Ya en el interior del edificio del CNI, el agente que
les había acompañado les dejó en una confortable sala de espera, despidiéndose sin
mucha ceremonia. Aparentemente les iba a tocar esperar de nuevo.

Isla Perejil, Estrecho de Gibraltar.

Allí estaba de nuevo el F-18 español que les visitaba cada mañana y cada tarde desde el
día 10. La hora cambiaba, pero el avión no faltaba a su cita. Dahamani casi sintió ganas
de saludar. ¿Sería siempre el mismo piloto? Seguramente no, aunque la maniobra era
la misma. El caza entraba volando bajo no demasiado deprisa desde el nordeste, viraba
bruscamente sobre la isla y luego salía por el noroeste, poniendo sumo cuidado en no
sobrevolar el continente. Pasaba una sola vez y luego desaparecía. El sargento pensó
que era una maniobra bastante peligrosa por lo predecible. Un pequeño cañón
antiaéreo bien emplazado y... ¡plaf!, al agua. Claro que no quería imaginar lo que le
ocurriría un rato después al cañón y a sus sirvientes.

En fin, se dijo Dahamani mientras bajaba hacia el barranco donde habían instalado el
vivac, unas cuantas horas más y a casa. La orden de prepararse para el relevo se la
habían dado por teléfono a primera hora de la tarde. Se suponía que les sustituiría en
la isla una unidad militar, y el sargento de la Gendarmería daba las gracias a Dios por
ello. No entendía porqué los españoles estaban tardando tanto en reaccionar, por más
que se alegrase de que así fuera. Sólo esperaba que siguieran pensándoselo un día más.
Luego sería problema de las Reales Fuerzas Armadas.

A mitad del barranco, el sargento se fijó en las patrulleras españolas que seguían
rondando la isla. Eran las de siempre, pero faltaba la más grande. Supuso que estaría
repostando en Ceuta o en Algeciras. Seguramente su tripulación estaría tan harta de
aquello como él mismo. De la patrullera marroquí que se había presentado
veinticuatro horas antes, para ser ahuyentada de inmediato por los barcos españoles,
no había rastro.

—Pegaso, Poker cero cuatro trepando para nivel 150, rumbo tres cinco ocho. Pase
completado con éxito.

—Recibido Poker cero cuatro, buen trabajo. Sube a nivel 300 para crucero.

—Roger Pegaso, gracias.

El F/A-18 A + del 121 Escuadrón continuó su trepada hasta la altitud de crucero


predeterminada para volver a su base en Torrejón. Acababa de completar una misión
de reconocimiento fotográfico a baja cota, una de las misiones más peligrosas para un
cazabombardero actual. Y lo había hecho bien. En el interior del receptáculo de
reconocimiento conocido como "pod" Reccelite, las sofisticadas cámaras de altísima
resolución habían fotografiado cada centímetro de la superficie de la isla Perejil,
incluyendo a sus ocupantes, los gendarmes marroquíes. Y no era la primera vez que lo
hacía. El jefe de estado mayor del Ejército del Aire quería tener información puntual de
cualquier cambio en el despliegue marroquí y el piloto del F-18 no tenía ninguna duda
sobre el porqué de tanto interés.

El Aaiún, Sahara Occidental, ocupado por Marruecos.

Las instalaciones del acuartelamiento del Grupo Blindado Interarmas número 1, de las
Reales Fuerzas Armadas marroquíes, heredadas en 1975 del Ejército español y luego
ampliadas, tenían un aspecto externo polvoriento y desaliñado, debido sobre todo al
inclemente clima desértico que tenían que soportar. Aunque su apariencia podía hacer
pensar a un observador poco atento que estarían ocupadas por tropas harapientas y
poco preparadas, la realidad era bien diferente. El GBI n° 1 era una de las unidades
mejor equipadas y entrenadas del ejército marroquí.

Creados en los años 80 a partir de los Destacamentos de Intervención Rápida, el GBI


n° 1 de El Aaiún y su hermano gemelo el GBI n° 2 de Dakhla, eran unidades de la
entidad de una brigada reforzada, formadas por dos escuadrones acorazados y dos de
infantería mecanizada, apoyados por ingenieros, artillería autopropulsada y antiaérea
y su propio escalón logístico. En resumen, unidades muy móviles y con gran potencia
de fuego. Su origen y razón de ser era la necesidad del ejército marroquí de contar con
unidades especializadas en atajar cualquier penetración del Frente Polisario en el
territorio saharaui que las unidades de infantería atrincheradas en los muros
defensivos de las áridas tierras de la frontera oriental, no pudieran contener. Era cierto
que hacía años que no se producían tales penetraciones, pero el ejército, a pesar de sus
agobios presupuestarios, mantenía aquellas unidades con un alto nivel de adies-
tramiento, sólo por si acaso.

Y, como para contradecir a nuestro poco informado observador, los soldados


marroquíes del GBI n° 1 trabajaban a un ritmo y con una eficiencia que hubiera hecho
asentir con aprobación a cualquier sargento del Afrika Korps de Erwin Rommel. En
menos de ocho horas desde la recepción de las órdenes de puesta en marcha, los
tanques T-72, unos cuarenta, que formaban el puño acorazado de la unidad y los
obuses autopropulsados M-109 de 155 milímetros, estaban abastecidos de combustible
y munición, y cargados en las góndolas pesadas de transporte, semejantes a enormes
camiones portacoches, que los habrían de transportar al norte. Los vehículos
blindados de reconocimiento Panhard AML-90, los blindados de transporte de tropas
VAB, y los numerosos camiones de varios tipos y tamaños, estaban preparados para
formar las columnas que, moviéndose por sus propios medios, acompañarían a los
tanques en su largo viaje.

Tras una última llamada telefónica a Rabat, el general de brigada al mando de la


unidad salió al patio principal del acuartelamiento vestido con uniforme de campaña y
dio la orden a sus coroneles:

— ¡En marcha!

Pocos minutos después, el centinela de guardia en la puerta principal levantó la


barrera de control al paso del primer Nissan Patrol de la Policía Militar, encargado de
encabezar el convoy. El centinela tardaría casi dos horas en volver a cerrar la barrera.
Muy por encima del límite exterior de la atmósfera, a cuatrocientos kilómetros
de altura sobre la vertical de El Aaiún, girando en una órbita polar "baja", un satélite
norteamericano KH-12 Ikon estaba siendo testigo de la salida del convoy marroquí.
Con una masa de diecinueve toneladas, el satélite de última generación estaba
equipado con cámaras digitales capaces de tomar fotografías de una resolución casi
increíble. En realidad era también muy capaz de "ver" de noche o con malas condicio-
nes meteorológicas, pero en ese momento no necesitaba tal capacidad. La atmósfera de
la tarde saharaui era suficientemente clara. Ni siquiera había demasiado polvo en
suspensión en el aire, aunque esto último iba a cambiar en cuanto la gran columna de
vehículos militares adquiriese velocidad. Según el satélite filmaba la superficie
terrestre, iba enviando los datos a otro ingenio, éste mucho más lejano de la tierra, a
unos treinta y seis mil kilómetros, situado en órbita geoestacionaria. Desde allí, la
señal fue amplificada y repetida a una estación terrestre de seguimiento y
comunicaciones. Pocos segundos después, la imagen ya reconstruida digitalmente,
apareció en los monitores de un técnico norteamericano.

Chantilly, Virginia, Estados Unidos de América.

El técnico del NRO, acrónimo de National Reconnaissance Office, observó el


convoy en su monitor. Advertido por sus superiores para que buscara signos de
movimientos de tropas españolas o marroquíes, se dio cuenta de inmediato que aquello
encajaba dentro de los hallazgos que debía notificar. Mientras intentaba mejorar la
calidad de la imagen en su pantalla, pulsó una tecla de acceso directo en el teclado del
ordenador. Esa tecla le pondría en comunicación con su supervisor, que contestó a la
llamada casi de inmediato.

—Dime Norman, ¿tienes algo interesante?

—Así es señor —contestó el técnico por su micrófono acoplado a los auriculares—


Pero sería mejor que lo viera usted mismo. ¿Le mando las imágenes?

—No hace falta, Norm, ya me paso yo por allí. Gracias.

Un minuto después, el supervisor de turno, un veterano de los viejos tiempos de


la guerra fría, se inclinó sobre el hombro del técnico y miró el monitor. Dado que el
satélite enviaba nuevas imágenes cada pocos segundos, el efecto era casi de una
filmación. Salvo porque los objetos se movían a saltos, podrían haber estado viendo
una película. Y de hecho lo hubieran podido hacer de ser necesario. El satélite podía
enviar vídeo en tiempo real, sólo que en aquel caso no era realmente imprescindible.
Después de unos cinco minutos, la imagen del convoy dejó de verse, sustituida por la
de un desierto exactamente igual a cualquier otro desierto.

El supervisor se irguió con un quejido y una protesta contra el maldito lumbago y


pidió la grabación completa. El técnico ya la tenía preparada y con un clic del ratón la
transfirió a un CD virgen. Cuando el disco salió de la ranura de la grabadora, le pegó
una etiqueta salida simultáneamente de la impresora y se lo entregó al supervisor.

—Creo que voy a mandar esto a Langley, Norm, buen trabajo.


Langley era la sede de la CIA, núcleo duro de la gran comunidad de inteligencia
norteamericana de la que formaba parte la propia NRO. Las relaciones entre las dos
agencias eran necesariamente estrechas, y, aunque ocasionalmente se producían los
roces habituales en cualquier burocracia, en general se relacionaban con fluidez.

Quince minutos después, transmitida por correo electrónico seguro, la grabación


de las tropas marroquíes formando largas columnas blindadas hacia el norte se
encontraba en el disco duro del ordenador del subdirector de inteligencia de la CIA. Él
sabría que hacer con ella. Pasaban unos minutos del mediodía, hora de la Costa Este.

Mar de Alborán.

Seis husos horarios más al este, pasadas las seis de la tarde, la escuadra formada
por los patrulleros Vigía e Infanta Cristina, navegaba a casi veinte nudos aproada a
poniente. Alcanzarían el estrecho de Gibraltar ya de noche cerrada.

A bordo del Vigía, los miembros del equipo de Inhiesta dormitaban en el sollado
de la marinería. No así el capitán, que se encontraba en el puente de mando con el
comandante del patrullero. Hacía pocos minutos habían recibido un mensaje del
Centro de Conducción de Operaciones del Ministerio de Defensa, desde donde se
coordinaba todo el operativo: el componente "Alfa" de la misión había alcanzado su
posición de espera. Ellos serían "Bravo". A medianoche recibirían la orden definitiva
para activar o cancelar Papa Foxtrot. Cinco horas todavía de espera, pensó Inhiesta
con fastidio. ¿Dónde había leído que la vida del soldado consiste sobre todo en
esperar? No lo recordaba, pero era cierto. Muy cierto.

Después de un rato de mirar al mar sin ver otra cosa que agua y algún mercante
lejano, el capitán decidió intentar dormir un rato. No le vendría mal en cualquier caso,
y el catre del camarote del capitán de corbeta que mandaba el Vigía no tenía mal
aspecto. El comandante de la Armada había sido muy amable al ofrecérselo y hubiera
estado feo rechazarlo, pensó con una sonrisa interior.

Madrid.

Se sentía fresco como una lechuga. O lo más parecido que se podía imaginar,
pensó Juan Carlos Talavera. Con grave riesgo para la estabilidad de su matrimonio,
Talavera había decidido quedarse a dormir en "La Casa". El CNI disponía de algunas
habitaciones previstas para casos semejantes, y, cuando por fin hubo terminado su
turno a las ocho de la mañana, el analista no se había sentido con fuerzas para coger el
coche y conducir media hora por la atestada carretera de la Coruña, de modo que
había llamado a su mujer para luego caer en coma en una de esas habitaciones. Se
había despertado a las cuatro de la tarde, preguntándose cuándo había sido la última
vez que había dormido ocho horas seguidas. Su plan original había sido irse a casa y
quedarse allí, con un poco de suerte, hasta la mañana siguiente para intentar
sincronizar su horario a un ritmo diurno, pero antes tenía que pasar por la oficina a
ver cómo iban las cosas y, naturalmente, se tuvo que quedar.
A eso de las seis había entrevistado a la periodista Nadia Hachmi y su marido.
Menuda historia. Al principio Hachmi no se había mostrado demasiado inclinada a
colaborar. Talavera había tenido que esforzarse en explicar a la periodista que, si, Dios
no lo quisiera, se llegaba a un enfrentamiento armado, el hecho de que España
conociera lo mejor posible el dispositivo marroquí a bordo de la Canarias 1
contribuiría decisivamente a evitar bajas en uno y otro bando. Eso la había convencido
y a partir de ese momento, había demostrado una capacidad de observación
sencillamente impresionante. El analista del CNI había comprendido entonces que las
reticencias de Nadia no se debían a que estuviera intimidada por el ambiente un tanto
peliculero del interrogatorio, sino a que no deseaba sentirse culpable de la desgracia
de los que, dijese lo que dijese su pasaporte, seguían siendo sus compatriotas. Y la
verdad era que no era difícil comprenderla.

La historia de Alfredo Suárez era, a ojos de Talavera, aún más interesante. La


pena era que el médico ceutí no hubiera sonsacado más información al santón de
Hammadi. Una hora después de concluir la entrevista, Talavera seguía dándole
vueltas a la manera de aprovechar la relación de Suárez con Hammadi, pero no
terminaba de concretar nada.

Cuando terminaron las entrevistas, Juan Carlos había pedido a un funcionario


que acompañara al matrimonio a casa de los padres de Suárez, no sin antes darles las
más efusivas gracias en nombre del Gobierno y hacerles firmar un denso compromiso
de confidencialidad. Talavera les había pedido que se mantuvieran localizables por lo
menos durante dos semanas. Sólo por si acaso.

El timbre del teléfono interrumpió al analista mientras escribía el informe de su


entrevista. Levantó el auricular sin apartar la vista de la pantalla del ordenador.

—Talavera, dígame.

—¿Juan Carlos? ¿Cómo que tu estás mi hermano?

A pesar de que hacía varios meses que no hablaba con él, Talavera reconoció de
inmediato la voz de su interlocutor. El tono jovial y el cerrado acento cubano, que cinco
años en Madrid apenas habían matizado, identificaban sin duda a Ismael Ferrero.
Nacido en Miami de padres cubanos, Ferrero había trabajado como agente de campo
de la CIA en Cuba durante diez años, antes de que tuviese que salir de la isla con el
contraespionaje de Fidel Castro respirándole en el cogote. Desde entonces estaba
destinado en Madrid, un lugar decididamente menos hostil para un
cubano—americano, que La Habana. Durante su primer año en la estación de la CIA en
Madrid, había conocido a Talavera, que por aquel entonces actuaba como enlace
oficioso entre la CIA y el CNI. Ambos se habían hecho buenos amigos y habían
mantenido la amistad, si bien en los últimos tiempos no habían tenido ocasión de verse
muy a menudo.

Después de unos minutos para ponerse al día de sus respectivas vidas, Ferrero
entró en materia:

—Óyeme Juan Carlos, ¿tú te puedes pasar dentro de un rato por Serrano? —la
embajada norteamericana estaba situada en la calle Serrano de Madrid—. Al jefe le
gustaría verte y enseñarte algo.
—Pues claro, hombre. Ahora son... las siete y media. ¿A las ocho y media?

Talavera sabía que Ismael no le llamaría en medio del jaleo en el que estaba
metido si no hubiera una buena razón. Esperaba que al menos fueran buenas noticias.

—A las ocho y media sharp, mi hermano.

Juan Carlos Talavera se las arregló para ser puntual, a pesar del tráfico infernal
de la carretera de la Coruña, la M-30 y la Castellana. Ismael Ferrero le esperaba en el
parking de la embajada. Tras abrazarle afectuosamente, le condujo a la primera planta
del edificio, donde tenía su despacho John H. Jameson, jefe de estación de la CIA en
Madrid. Cuando Talavera entró al despacho, el cubano se quedó fuera despidiéndose
con un gesto.

—Buenas tardes, señor Talavera. Le agradezco que haya venido tan deprisa —dijo
el oficial norteamericano, levantándose de su butaca para estrecharle la mano—.
Ferrero me ha hablado mucho de usted. Le tiene en mucha estima.

Jameson no era exactamente un espía. Su cargo era más diplomático que


operativo, como solía ocurrir en la mayor parte de los países aliados de Washington.
Eran sus subordinados los que hacían el trabajo de campo mientras él se dedicaba a
coordinar las actividades de la agencia con el Gobierno español cuando el Gobierno
tenía conocimiento de tales actividades. Lo cual, por supuesto, no ocurría siempre.

—Encantado de conocerle, señor Jameson. Entiendo que deseaba usted


enseñarme algo importante.

El jefe de estación sacó un sobre de tamaño folio del cajón superior de su


escritorio. Sin decir nada lo depositó sobre la mesa para que Talavera lo abriera. Juan
Carlos lo hizo. El sobre contenía cinco fotografías de tamaño A-4 muy similares entre
sí. Sólo cambiaba el nivel de zoom de las fotos. Todas ellas mostraban lo que parecía
una columna blindada saliendo de un gran acuartelamiento en un terreno árido y
polvoriento. Si no se encontrara metido de lleno en el análisis de la crisis con Ma-
rruecos, aquellas fotos hubieran podido corresponder a cincuenta países distintos. O
quizá no tantos, pensó Talavera al percatarse del número de vehículos que se veían.
Naturalmente, el analista no dudó ni por un segundo que se trataba de Marruecos.
Tampoco tuvo muchas dudas respecto al significado de las imágenes.

Jameson dejó pasar un par de minutos y luego habló:

—Señor Talavera, un pájaro KH-12 tomó esas fotografías esta tarde sobre El
Aaiún, en el Sahara Occidental. El Gobierno de mi país me ha pedido que se las
entregue. Naturalmente, usted sabe que el origen de la información debería
mantenerse digamos... en el anonimato.

Talavera dio las más efusivas gracias a su anfitrión, que le prometió que el
material seguiría llegando regularmente. Luego se disculpó por las prisas y salió del
despacho. Ismael Ferrero le esperaba fuera.

— ¿Algo interesante, mi amigo? —dijo con un guiño.


—Joder, compañero, pero que muy interesante.

El Centro de Conducción de Operaciones del Ministerio de Defensa parecía el


decorado de una película sobre la Tercera Guerra Mundial. Los uniformes eran
diferentes, pero todo lo demás estaba allí: los monitores con presentaciones tácticas de
unidades representadas por símbolos, los mapas de gran tamaño, los relojes
sincronizados con diferentes husos horarios. Y sobre todo la sensación de urgencia que
transmitían los atareados militares y civiles que se afanaban sobre los costosos equipos
electrónicos.

En su despacho, adyacente a la sala principal, el JEMAD hablaba por teléfono


con el ministro de defensa cuando apareció Juan Carlos Talavera ante la puerta
abierta, acompañado por un teniente que no parecía totalmente seguro de haber hecho
bien en permitirle entrar. Talavera esperó hasta que el jefe de estado mayor le indicó
con un gesto que pasara. Ambos se conocían personalmente desde hacía sólo
veinticuatro horas. El director del CNI había presentado a Talavera a la Junta de Jefes
de Estado Mayor para que presentara las conclusiones de su análisis la tarde anterior.

Cuando el JEMAD colgó, Talavera sacó el sobre y lo abrió sin más preámbulos.
—General, discúlpeme por presentarme así, pero acabamos de recibir información
importante y creí que usted necesitaba conocerla de inmediato. El director me pidió
que viniera directamente aquí. El mismo está de camino.

Mientras Juan Carlos hablaba, el general miraba las fotos detenidamente. Por
fin, silbando por lo bajo de forma admirativa, levantó la cabeza.

—¿Los americanos?

—Bueno, en realidad no sé si puedo comentar la fuente de estas fotos, pero...

—Déjelo, Tarancón, da igual. Está claro que el Vaticano no ha sido.

—Talavera.

-¿Qué?

—Mi nombre, general, es Talavera.

El JEMAD agitó la mano en el aire con un deje de impaciencia.

—Eso, Talavera. Bueno, ¿y usted qué cree que significa esto?

Juan Carlos llevaba haciéndose esa pregunta desde el mismo momento de recibir
las fotos. Estaba claro que no eran buenas noticias, pero no podía precisar cómo de
malas eran.

—En el mejor de los casos están desplazando importantes fuerzas blindadas al


norte por simple precaución. En el peor, están pensando en emplearlas contra
nosotros en los dos únicos sitios donde pueden hacerlo.

—Ceuta y Melilla, claro.


-Claro.

El general miró la fecha y la hora impresa en una esquina de las fotos, junto a las
coordenadas donde habían sido tomadas. Hacía unas cuatro horas que se habían
tomado las fotos, observó impresionado. ¿Cómo coño se las habrían arreglado los
americanos para pasárselas tan rápido al CNI? Sin duda debían haber establecido un
protocolo de entrega inmediata. Bueno, pensó el JEMAD, si los yanquis seguían
mostrándose tan eficientes y tan dispuestos a cooperar, su trabajo sería bastante más
fácil. Dejando las fotos y sus gafas sobre la mesa, el general se dirigió a Talavera,
aunque más bien parecía pensar en voz alta.

—Desde El Aaiún hasta Ceuta y Melilla hay unos mil quinientos kilómetros, y no
precisamente de autopista. Si consideramos que una columna blindada de entidad de
brigada puede hacer una media de unos veinte kilómetros por hora contando paradas
técnicas, podemos esperar que lleguen en unas setenta y dos horas, o algo más. O sea,
hacia estas horas del jueves día quince.

—¿No pueden ir más rápido? —preguntó Talavera.

—Pueden, pero no deben. Estamos hablando de un montón de cosas verdes


circulando muy apretadas por carreteras no muy buenas. Sufrirían muchas averías y el
riesgo de accidentes no es pequeño. En fin, que incluso si fueran más rápido no pueden
estar frente a las plazas en menos de cuarenta y ocho horas en ningún caso, y eso es lo
que cuenta. A efectos de la operación de esta noche no nos afecta. Lo que hay que va-
lorar de momento son las implicaciones políticas.

Estrecho de Gibraltar.

Mientras la Infanta Cristina se mantenía prudentemente alejada de la costa, el


patrullero Vigía alcanzó su posición de espera, a unos mil metros al nordeste de la isla
Perejil, minutos antes de la medianoche. El capitán Inhiesta, de nuevo en el puente de
mando del patrullero completamente oscurecido, intentó ver el perfil de su objetivo,
pero no lo logró. Desde última hora de la tarde, un frente de nubes bajas había ido cu-
briendo la zona. Era un golpe de suerte para el equipo del MOE. Cuanta mayor fuera la
oscuridad, mejor para ellos.

— ¿Nos verán desde la costa? —preguntó.

El comandante del patrullero se encogió de hombros:

—Si no tienen visores térmicos es muy difícil. No llevamos luces y la noche es


todo lo oscura que se puede pedir, aunque nunca se sabe. De todos modos llevamos
dando vueltas por aquí desde el principio. Si nos llegan a ver, no creo que se
sorprendan mucho.

Dos millas al oeste del Vigía se encontraba otro patrullero, el P 15 Acevedo, de la


clase Barceló, que había llegado a la zona procedente de Rota a eso de las siete de la
tarde. Para un observador externo, el Acevedo llegaba para relevar a otro patrullero de
su misma clase, el Laya, que se había alejado ostensiblemente de la isla con rumbo
oeste. Pero el P 15 transportaba algo que no había llevado su gemelo.

El teniente Delgado, del Tercer Estol de la Unidad de Operaciones Especiales de


la Infantería de Marina llevaba puesto ya su equipo completo de buceador de combate,
con excepción de las aletas, que llevaba colgadas del cinturón y las gafas de buceo que
había sustituido por unas gafas de visión nocturna. Desde la cubierta de popa del
Acevedo podía ver con nitidez la costa de la isla Perejil. Mirando hacia el este
distinguió también la silueta del Vigía. Era casi la hora. Con un gesto automático, sacó
de su bolsa impermeable el pequeño pero potente equipo de comunicaciones tácticas y
se ajustó los auriculares y el micrófono.

—Bravo uno, aquí Alfa uno probando radio, ¿me recibes?

—Cuatro sobre cuatro, Alfa uno —contestó Inhiesta desde el otro barco.

— ¿Tenemos luz verde?

—Negativo Alfa uno, faltan cinco minutos. Ten paciencia y mantén silencio radio.

Delgado apagó la radio y resopló. No le hacía ninguna gracia estar a las órdenes
de un tío del Ejército de Tierra, sobre todo cuando su equipo iba a llevar a cabo la parte
más crítica de la misión, pensó, pero el fulano era capitán y él teniente y no había más
narices que aguantarse. Se dio la vuelta para controlar a sus hombres. El equipo "Alfa"
estaba compuesto por dos cabos, además del teniente. Los tres eran expertos
buceadores de combate, entrenados para acercarse a la costa bajo el agua en absoluto
silencio y luego desenvolverse en tierra con igual facilidad. Delgado controló el equipo
de respiración autónoma de uno de los cabos mientras el otro inspeccionaba el suyo.
Luego repasaron sus armas, preparadas para ser utilizadas después de una prolongada
inmersión. También hicieron lo propio con sus equipos de visión nocturna y
comunicaciones. Cuando todo estuvo listo, se sentaron en la cubierta del patrullero a
esperar.

Madrid.

El Gobierno había tomado la decisión a mediodía. Las declaraciones del primer


ministro marroquí en televisión por la mañana, habían despejado las dudas de los
miembros del ejecutivo más reticentes al uso de la fuerza. Marruecos no se iba a
retirar. Así de simple. Y, a juzgar por lo que el JEMAD le había contado al ministro de
defensa un par de horas antes, no sólo no se iba a retirar sino que estaba adoptando
una actitud cada vez más agresiva.

A las doce menos cinco de la noche, el presidente del gobierno tomó el teléfono y
llamó al ministro de exteriores. No había ninguna novedad de última hora. No era que
la esperasen, pero el ministro había intentado hablar con su homólogo marroquí una
vez más, sin ningún éxito. El presidente colgó y se quedó sentado al escritorio de su
despacho mirando al teléfono. A las doce en punto sonó. Era el titular de defensa quien
estaba al otro lado de la línea. Con voz un tanto lúgubre pidió al presidente
autorización para ordenar el inicio de la operación Papa Foxtrot.
El presidente había pensado mucho durante los días previos en el momento que
acababa de llegar. Pero dar la orden fue más fácil de lo que había imaginado.
Simplemente no había alternativa. Ninguna.

—Adelante —dijo sin añadir nada más. Luego colgó.

13 de septiembre

Isla Perejil, Estrecho de Gibraltar.

El sargento Dahamani no podía dormir. Miró otra vez su reloj: las diez, las doce
para los españoles. Era demasiado temprano para su gusto y además tenía calor. La
capa de nubes bajas que se había ido formando a última hora de la tarde impedía que el
calor del día se irradiase al espacio, formando un efecto invernadero local sumamente
desagradable. Con un gruñido salió de su saco de dormir y se levantó, mientras que
cuatro gendarmes dormían como benditos en su precario vivac. Sin nada que hacer en
todo el día, habían adoptado horario de granja, levantándose al amanecer y
acostándose nada más hacerse de noche. Sólo estaba despierto Dahamani y el cabo que
hacía la primera guardia, allí en lo alto de la roca.

Cuando el sargento encendió su cigarrillo, el cuarto desde que se había


"acostado", comprobó que la llama del mechero permanecía inmóvil. Ni un soplo de
brisa. El único sonido que se oía, aparte de la respiración de sus gendarmes, era el
suave murmullo del mar, casi totalmente en calma. Daba hasta miedo tanto silencio,
pensó Dahamani mientras buscaba un sitio algo apartado para orinar.

La orden de Madrid llegó al patrullero Vigía a las cero horas cuatro minutos. El
comandante de la nave se apresuró a transmitírsela al capitán Inhiesta, y éste, a su vez,
llamó al teniente Delgado a través de su sistema táctico. La suerte, como rezaba el viejo
adagio, estaba echada.

—Recibido, Bravo uno, iniciamos inserción.

El teniente Delgado se ajustó las gafas de inmersión y se colocó la boquilla del


equipo de oxígeno. Con una señal a sus hombres, se dejó caer al agua desde la
escalerilla colocada en el espejo de popa del Acevedo sin hacer ruido. Los otros dos
buceadores le siguieron. Delgado controló la esfera luminosa de su brújula y su
profundímetro. En cuanto alcanzó los dos metros de profundidad empezó a nadar
hacia la costa de la isla Perejil, a unos setecientos metros de distancia. El teniente no
veía absolutamente nada, pero su experiencia le ayudó a no desorientarse. Mirando la
brújula y el reloj a intervalos regulares, iba calculando la distancia recorrida. Cuando
estimó que debía estar a mitad de camino, subió lentamente a la superficie y sacó la
cabeza en silencio. No podía utilizar las gafas de visión nocturna, pero ya se distinguía
vagamente la mole de la isla, un agujero negro en mitad del cielo sólo ligeramente más
luminoso. Se sumergió de nuevo y siguió nadando. Aunque nadar en mar abierto en
mitad de la noche trae a la cabeza del buceador más experimentado toda clase de
imágenes de pesadilla, el mayor peligro en esa fase de la misión era la posibilidad de
tropezar con una roca sumergida. Pero Delgado estaba bastante tranquilo al respecto.
Sabía que no había rocas a ras de superficie hasta la misma orilla de la isla, y el punto
elegido para la infiltración era relativamente poco accidentado. Así y todo, cuando
calculó que quedaban unos cien metros para llegar, volvió a salir. El último trecho lo
haría prácticamente a ras de la superficie.

El cabo Hammu, de la Gendarmería Real de Marruecos hacía guardia en el punto


más elevado de la isla de Leila. Al igual que sus compañeros, estaba más que harto de
la situación y sólo le aliviaba la promesa de que serían relevados al amanecer por la
Infantería de Marina. Pero todavía quedaban... ¿seis horas? Sacó su mechero y lo
encendió para mirar el reloj a la luz de la llama. No era una buena idea por dos
motivos: uno, porque como todo el mundo sabe, el tiempo pasa más despacio cuanto
más miramos el reloj, y dos, porque la breve exposición de sus ojos, acostumbrados a
la oscuridad, a la brillante llama del encendedor desencadenó el reflejo pupilar, que
contrajo sus pupilas para proteger las delicadas células de la retina. Cuando apagó el
mechero, no veía nada. Sólo la imagen de la llama, que se fue desvaneciendo
lentamente.

El teniente Delgado presintió la cercanía del fondo bajo él. Aunque no lo veía, de
algún modo lo podía sentir. Es curioso cómo se agudizan los sentidos cuando no
podemos usar la vista, pensó. Con cuidado estiró la mano enguantada hacia abajo y
efectivamente, tocó el fondo rocoso.

Extremando las precauciones, sacó la cabeza del agua e hizo pie en el fondo. El
mar estaba casi completamente en calma, con sólo unas pequeñas ondulaciones que no
merecían el nombre de olas y que apenas hacían ruido al romper en la orilla. Ahora, la
isla Perejil ocupaba todo su campo visual. Se quitó las gafas de inmersión y sacó de su
funda impermeable las de visión nocturna. Comprobó que la funda las había protegido
adecuadamente y se las puso. Con un gesto automático, cerró los ojos mientras
conectaba el interruptor, asegurándose que estaban graduadas a la mínima intensidad
lumínica. Cuando abrió los ojos, el mundo había cambiado por completo. Ya no era
negro, sino verde, y los distintos tonos no indicaban colores, sino la intensidad relativa
de la luz. Girando la cabeza a ambos lados, comprobó que sus hombres habían llegado
también a tierra firme sin novedad. Con un gesto les indicó que se desplegaran y
buscaran cobertura para preparar el resto del equipo. Él eligió una gran roca para
acuclillarse junto a ella. Metódicamente revisó su fusil y lo armó. Luego se colocó los
auriculares y el micrófono de su radio táctica y habló en voz baja.

—Aquí Alfa uno, inserción completada sin novedad. ¿Me recibes Bravo uno?

Pasaron unos segundos y no hubo respuesta. Fugazmente, Delgado pensó que la


isla, interpuesta entre su equipo y el del capitán Inhiesta, podía estar interfiriendo las
comunicaciones, pero en teoría no debía ser así. Insistió:

—Aquí Alfa uno, ¿me recibes Bravo uno?

—Aquí Bravo uno, te recibo tres sobre cuatro, Alfa. Confirma inserción.

—Confirmada Bravo uno. Procedo a subir. Corto.

—Roger, Alfa uno. Nosotros iniciamos inserción ahora. Suerte.

Delgado buscó el camino más apropiado y con mucho cuidado, inició la


ascensión de la escarpada pendiente occidental de la isla Perejil. Los otros dos infantes
de marina le siguieron.
Mientras los buceadores de combate trepaban la ladera occidental de la isla, el
capitán Inhiesta bajó por la escala colocada en la banda de estribor del Vigía hasta el
nivel del agua. Uno de sus soldados le agarró por la cintura y le ayudó a acomodarse en
la pequeña embarcación neumática que le esperaba. Había dos de aquellos botes.
Inhiesta mandaría uno y el sargento Pazos el otro. Aunque las pequeñas
embarcaciones admitían la colocación de un motor eléctrico fueraborda, la escasa
distancia y la necesidad de discreción aconsejaban recurrir a los remos como fuerza
motriz. Los cabos y soldados se encargarían de ellos. A la orden del capitán, empezaron
a remar silenciosamente hacia la isla.

Desde el puesto de vigilancia del centinela, los botes de asalto españoles eran
totalmente invisibles. Incluso un soldado profesional bien entrenado hubiera tenido
dificultades para detectarlos, pero el cabo Hammu era un policía y no había recibido
entrenamiento específico en la materia. Con su visión nocturna arruinada por sus
frecuentes consultas al reloj y algún cigarrillo ocasional, veía el mar negro como el al-
quitrán y los botes neumáticos eran manchas negras sobre más negro. Pero tampoco
iba a tener demasiado tiempo para observar el mar. A los seis minutos exactos de la
llegada de los buzos de la infantería de marina a la orilla, una fuerte mano enguantada
le tapó la boca mientras lo que sólo podía ser un cuchillo de grandes dimensiones se
apoyaba en su garganta, justo por debajo del ángulo izquierdo de su mandíbula.
Quienquiera que le hubiese agarrado, era evidente que deseaba que se quedase quieto
y callado, y Hammu no tenía la menor intención de contradecirle. Pocos segundos
después estaba firmemente maniatado y una ancha cinta adhesiva impedía cualquier
posibilidad, en el caso de que estuviese tan loco como para intentarlo, de gritar. De
forma un tanto incongruente, dadas las circunstancias, Hammu se preguntó por el
estado en que quedaría su bigote cuando por fin le quitasen la mordaza.

Una vez neutralizado el centinela, uno de los cabos de la UOE del Tercio de
Armada se quedó junto a él para recordarle con su presencia la inconveniencia de
armar jaleo, mientras Delgado y el otro cabo rastreaban rápidamente la parte alta de la
isla con sus gafas de visión nocturna, para cerciorarse de que no había más gente de
guardia. Los informes de inteligencia decían que no, y además, si el contingente
marroquí constaba sólo de seis hombres, no era probable que hubiera más de uno en
cada turno de guardia. Pero así y todo se aseguraron. Fue fácil y rápido. En un par de
minutos se convencieron de que efectivamente no había nadie más.

—Alfa uno a Bravo uno. Objetivo neutralizado. Mi zona está asegurada. Repito,
mi zona está asegurada.

A bordo de su pequeño bote, ya a menos de cien metros de la isla, Inhiesta acusó


recibo del mensaje. Inmediatamente llamó al Vigía, aunque a bordo del patrullero
habían recibido también la transmisión de Delgado.

—Bravo uno a Papa tres Víctor.

—Te recibo Bravo uno.

—Alfa ha completado su parte. Nosotros estamos a punto de entrar. Avisen a


Ánsar para que entre en diez minutos.

"Ánsar" era un helicóptero SH-60B Seahawk de la Décima Escuadrilla de la


Flotilla de Aeronaves de la Armada que en esos momentos permanecía a la espera
sobre la cubierta de vuelo de la fragata Victoria, amarrada al muelle en el puerto de
Ceuta. En cuanto recibieron el aviso del Vigía, el helicóptero, cuya tripulación llevaba
una hora sentada en sus puestos, arrancó sus turbinas General Electric que pronto
entregaron toda su potencia al rotor. Un par de minutos después estaba en el aire y
giraba sobre sí mismo para poner rumbo a mar abierto. A través de la puerta de su
costado derecho asomaba una ametralladora GAU-16 de siniestro aspecto. Del costado
izquierdo colgaban cuatro misiles AGM-114M Hellfire, sólo por si las cosas llegaban a
ponerse realmente feas.

El capitán Inhiesta fue el primero en saltar a tierra. La cabo Ramírez y el soldado


que compartía con ellos el bote, le siguieron enseguida. Los tres se desplegaron en
abanico de inmediato, dejando la embarcación varada entre dos rocas. Cien metros al
norte, el sargento Pazos y su equipo hicieron lo mismo. Entre ambos, los gendarmes
marroquíes dormían en sus sacos ajenos a lo que ocurría a su alrededor.

Inhiesta miró hacia su izquierda. Recortándose en lo alto del barranco pudo ver
la silueta verde fosforescente de un hombre. Era el teniente Delgado, que le hizo una
señal con la mano. Al mismo tiempo escuchó su voz en los auriculares.

—Son tuyos, Bravo. No se han enterado de nada.

Inhiesta no contestó. Delgado podía ser un bocazas, pero había hecho su trabajo
con una limpieza total. Ahora le tocaba a él dejar en buen lugar al Ejército de Tierra,
aunque visto lo visto, aquello iba a resultar demasiado fácil para ser divertido. Miró su
reloj. Faltaban dos minutos para que entrase el helicóptero. Hora de tomar posiciones.

El sargento Dahamani se despertó otra vez. Menuda mierda, pensó con la mente
todavía nublada por el sueño, la última noche allí y no era capaz de dormir
decentemente. Lo cierto era que estaba nervioso. Sin salir del saco miró la esfera
fosforescente de su reloj. ¿Cuánto había dormido? ¿Una hora? Seguramente menos.
Mientras pensaba si fumarse otro cigarrillo, un sonido se abrió paso hacia su
conciencia. Era... sí, era un helicóptero, y sin duda se acercaba. Repentinamente alerta,
casi saltó fuera de su saco de dormir, buscando su arma.

—Aquí Bravo dos. Parece que uno se mueve... ¡Confirmado Bravo uno, se está
moviendo!

La voz del sargento Pazos sonó una octava más alta de lo normal en los
auriculares de Inhiesta. Efectivamente, uno de los marroquíes se había levantado y
parecía mirar a su alrededor. Más allá, Pazos corría para acortar rápidamente
distancias con el marroquí. Llegó enseguida y saltó sobre él. Parecía un jugador de
rugby en pleno placaje. El resto de los miembros del equipo de operaciones especiales
le imitaron, saltando cada uno sobre un marroquí. Fue efectivo, aunque poco elegante
en términos militares. En menos de un minuto, y sin usar las armas, los boinas verdes
habían inmovilizado a todos los gendarmes marroquíes. Para cuando el helicóptero
apareció haciendo vuelo estacionario sobre lo que había sido el vivac marroquí, su
presencia no era ya necesaria. Cuando Inhiesta se levantó, polvoriento tras su breve
lucha cuerpo a cuerpo con un gendarme marroquí dormido y enfundado en un saco de
dormir, miró hacia el barranco para comprobar si Delgado seguía allí. Pero no
necesitaba verlo, las carcajadas que oía en su radio táctica le dijeron que el infante de
marina lo había visto todo.
La operación fue un completo éxito. Sólo quedaba evacuar a los gendarmes
marroquíes, operación que fue llevada a cabo en dos viajes por el Seahawk de la
Armada, que los transportó al helipuerto de Ceuta, donde quedaron bajo la custodia de
la Comandancia General de la ciudad. Los boinas verdes del MOE viajaron también en
dos turnos con los prisioneros y el teniente Delgado y sus buceadores de combate
fueron recogidos por la embarcación semirrígida de dotación en el patrullero Acevedo.
A las cuatro de la madrugada del día trece de septiembre, hora peninsular española, las
dos en Marruecos, la isla Perejil estaba de nuevo deshabitada tras haber sido ocupada
por los marroquíes durante cuatro días y por los españoles durante menos de cuatro
horas.

Madrid.

Cuando se recibió en el Centro de Conducción de Operaciones del Ministerio de


Defensa la transmisión del capitán Inhiesta desde Ceuta dando por cumplida la
misión, el personal del centro prorrumpió en una cerrada ovación. El JEMAD
participó en ella, aunque fue el primero en dejar de aplaudir. Papa Foxtrot había sido
un éxito rotundo, que incluso superaba al de Romeo Sierra, allá en 2002. Al fin y al
cabo habían logrado el mismo objetivo utilizando sólo un tercio de soldados y sin el
enorme despliegue de apoyo aeronaval llevado a cabo tres años antes. De hecho, las
únicas aeronaves militares en vuelo durante la operación habían sido el helicóptero de
la Armada directamente participante en la misión y el veterano Boeing 707-300 de
guerra electrónica del 408 Escuadrón del Ejército del Aire. La misión de este último
había sido "oír, ver, y callar", y dar fe de la absoluta falta de respuesta marroquí a la
operación española. Con un poco de suerte, pensó el JEMAD, el gobierno alauí se
enteraría de lo ocurrido por la televisión. No pudo evitar una sonrisa, aunque pronto la
borró pensando en lo que podría ocurrir cuando se enteraran.

El jefe de estado mayor se volvió hacia el ministro de defensa, que había


permanecido a su lado durante el desarrollo de la operación. Ahora parecía más
relajado, como todo el mundo en aquella sala.

—Señor ministro —dijo—, aún estamos a tiempo de desplegar un contingente


defensivo en la isla.

El ministro se encogió de hombros:

—General, ya hemos hablado antes de eso. Sabe que comparto su opinión, pero
en este punto estoy en minoría en el Gobierno. El presidente no quiere poner a
Marruecos entre la espada y la pared. No más de lo que ya está. Dejar la isla
desguarnecida es un riesgo, es cierto, pero también es un mensaje a Rabat. Todavía
podemos evitar males mayores. Sólo hace falta que estén dispuestos a ello.

El militar, a pesar de que conocía y apreciaba al ministro, no podía evitar cierta


desconfianza ante la clase política en su conjunto. Y no era un hombre que tuviera
pelos en la lengua.

—No pensarán olvidar a los caídos en la Descubierta, ¿verdad?


El ministro de defensa miró al JEMAD a los ojos. Aquello iba a ser un problema.
El golpe había sido muy duro para las Fuerzas Armadas, y los militares querían
justicia... o tal vez venganza. Y él los comprendía perfectamente.

—Nadie los va a olvidar, general. Tiene mi palabra. Pero tenemos que intentar
pisar el freno de algún modo con esta crisis. Tarde o temprano pasará y Marruecos va a
seguir estando ahí al lado. Cuanto menos traumática sea para todos, tanto mejor.

Rabat, Marruecos.

El general Munjib, contra su costumbre, estaba profundamente dormido a las


seis de la mañana. Llevaba varios días acostándose tarde y necesitaba esas dos horas
adicionales de sueño para seguir funcionando con normalidad. Desde el día diez tenía
su radio-despertador sintonizado con Radio Exterior de España. Lo que decían en
España le interesaba más que las sosas emisiones de las emisoras locales. Para cuando
acabó la sintonía del noticiario ya estaba completamente despierto.

"—Buenos días, son las ocho de la mañana, las siete en Canarias. Según un
comunicado hecho público hace pocos minutos por la oficina de prensa del Ministerio
de Defensa, unidades de operaciones especiales del Ejército de Tierra y de la Infantería
de Marina han tomado la isla de Perejil a primeras horas de la madrugada de este
martes. La operación, que ha durado menos de treinta minutos, se ha saldado sin bajas
españolas ni marroquíes. Las tropas marroquíes que ocupaban la isla se encuentran
bajo la custodia de las Fuerzas Armadas, que gestionan su pronta repatriación. Se
espera que el ministro de defensa comparezca en rueda de prensa a lo largo de la
mañana para dar más detalles de la intervención."

Munjib apagó la radio con la boca seca. Alcanzó un arrugado paquete de


cigarrillos que había quedado sobre la mesilla de noche y lo aplastó con furia al
comprobar que estaba vacío.

Tras confirmar con una llamada telefónica a su colega de Interior que los
gendarmes de guarnición en Thoura no contestaban a las llamadas de sus superiores,
se vistió a toda prisa y se dirigió a su despacho en el ministerio. Llegó en menos de
media hora y se puso a trabajar. Tenía un grave problema entre manos. El relevo de los
gendarmes por una compañía reforzada de la Real Infantería de Marina estaba
previsto para las nueve de la mañana, poco más de dos horas después. El plan original
contemplaba hacer el relevo a plena luz del día. Munjib quería que los españoles lo
vieran. Eso les hubiera obligado a pensarse dos veces cualquier intento de tomar la
isla. Bueno, podía tirar todos sus planes a la papelera, pero aún tenía que decidir qué
hacer con los infantes de marina. Desde luego no los podía hacer desembarcar en la
isla sin conocer el despliegue defensivo español. Estaba furioso ¿Acaso ningún plan
iba a funcionar según lo previsto? Claro que no, se dijo. Ningún plan resiste mucho
tiempo el contacto con la realidad.
Punta Leona, Marruecos.

El mayor al mando de la Ia Compañía del 2o Batallón de Desembarco de la Real


Infantería de Marina, con base en Alhucemas, se bajó de su Hummer todo terreno en
el punto donde terminaba la pista de tierra que conducía a la pequeña aldea de Tsaura,
justo enfrente de la isla de Leyla. Su cara, generalmente risueña, mostraba un gesto de
fastidio. Acababa de recibir órdenes de Rabat que cancelaban el relevo de los
gendarmes. Tendría que haber destacado en la isla una de sus secciones, quedando las
otras dos como apoyo en tierra firme. En lugar de eso, tendría que desplegar la
compañía completa por la costa cercana a la isla y esperar nuevas instrucciones. Le
irritaba no tener preparada una línea de acción clara, especialmente porque nadie se
había molestado en explicarle el motivo del cambio de planes. Mientras esperaba a sus
oficiales para organizar el despliegue, el mayor escrutó el islote con sus prismáticos.
Allí no había nadie.

Madrid.

El ministro de defensa había solicitado a primera hora de la mañana su


comparecencia urgente ante la Comisión de Defensa del Congreso de los Diputados. El
motivo era bien conocido por todos, y lo que tenía que decir bien lo podría decir en una
rueda de prensa, pero el momento era delicado, y no quería herir susceptibilidades en
la Oposición. Los legítimos representantes de la soberanía popular serían los primeros
en escuchar su informe. Luego habría tiempo para la prensa.

—Señora presidenta, señoras y señores diputados. En la madrugada de hoy, las


Fuerzas Armadas españolas han restituido la isla del Perejil a la legalidad
internacional. En abierta violación del acuerdo de veinte de julio de 2002, que
establecía la no permanencia de fuerzas militares o funcionarios gubernamentales de
ambos países, el Reino de Marruecos venía manteniendo un contingente armado en la
isla desde el día nueve de este mes. No habiendo atendido nuestros repetidos
requerimientos para su retirada inmediata, este Gobierno se ha visto obligado a tomar
medidas conducentes a devolver a la isla del Perejil su "statu quo ante". Me es grato
informar a sus señorías de que la operación ha podido ser llevada a cabo con éxito sin
que haya que lamentar bajas entre nuestras tropas ni tampoco entre los militares
marroquíes que ocupaban la isla. Permítanme que exprese por ello mi más calurosa
felicitación a nuestras Fuerzas Armadas por su eficacia y profesionalidad. Permítanme
informarles también de que, una vez cumplida su misión, las tropas españolas han
abandonado de inmediato la isla de Perejil, dando así cumplimiento al compromiso
contraído por España en el mencionado acuerdo de julio de 2002. El Gobierno desea
fervientemente que Marruecos se atenga del mismo modo a lo acordado y se abstenga
de ocupar de nuevo la isla.

Rabat, Marruecos.

Driss Abdelar blasfemó en voz alta. No era costumbre del primer ministro de
Marruecos hablar como un camellero, pero no lo pudo evitar. El resto de los presentes
en el despacho actuaron, naturalmente, como si no hubieran oído nada. Reunidos de
nuevo frente al televisor, los ministros de interior, economía, exteriores y defensa
seguían atentamente la comparecencia parlamentaria del ministro español.

Cuando la retransmisión concluyó, un pesado silencio cayó sobre los reunidos.


Una vez más, los acontecimientos habían desbordado sus previsiones. El plan de
Hassan Munjib no había tenido tiempo material de fructificar y ya había sido puesto
en entredicho.

Sólo uno de los presentes aparentaba tranquilidad. Se trataba, cómo no, del
ministro de asuntos exteriores.

—Bien, un problema menos del que preocuparnos —dijo Abdelkader con


parsimonia.

El primer ministro le miró como si se hubiera vuelto loco. Aquello no tenía


ningún sentido. Pero Achmed Abdelkader no había terminado.

—Nunca fue nuestra intención ocupar Thoura. Ahora las cosas han vuelto al
principio allí. Y lo que es más importante, los españoles han dado una clara muestra
de debilidad al dejar la isla desguarnecida. No están dispuestos a jugar duro con
nosotros. Esa fue la enseñanza que sacamos el año 2002, y España se está
comportando dentro de nuestras expectativas. Se han vuelto predecibles, lo cual es
una muy buena noticia.

Hassan Munjib no estaba del todo seguro de que eso fuera efectivamente así,
pero había que reconocer que lo que decía el ministro de exteriores tenía sentido.
Ahora bien, la cuestión de la plataforma seguía sin resolver, y todo parecía indicar que
España iba a actuar allí igual que en el islote. Y pronto. Con un tono ligeramente
dubitativo, expresó sus pensamientos en voz alta. Abdelkader parecía haberlo estado
esperando.

—El general tiene toda la razón —dijo—. Es más que probable que en los
próximos días los españoles intenten tomar la plataforma. Y lo harán, casi con certeza,
con la misma timidez que han exhibido en el estrecho de Gibraltar. No quieren perder
su imagen de moderación ante su pueblo y ante el mundo. Y por eso van a fracasar. El
general Munjib, con su brillante plan de acción, nos ha dado la clave para
contrarrestar a España. Es una lástima que no haya llegado a tiempo para evitar la
toma de Thoura, pero por otra parte ahora podemos estar más seguros de que
triunfaremos, si Dios quiere.

Driss Abdelar tosió. El discurso de Abdelkader era muy estimulante, pero tenía
preocupaciones más inmediatas.

— ¿Cuál va a ser nuestra reacción ante lo ocurrido esta mañana?

Abdelkader sonrió ligeramente:

— Creo que es hora de que Su Majestad se dirija al pueblo.


Cádiz

La patrullera Acevedo se acercó lentamente al muelle de la Estación Naval de


Puntales, junto a la fábrica de tabaco y al puente Carranza. El teniente Delgado
contemplaba desde la cubierta a los numerosos pescadores que lanzaban sus cañas
desde el gran puente levadizo. Estaba cansado, y de buena gana pasaría unos días
pescando, pero sospechaba que no iba a poder.

El Tercio de Armada seguía acuartelado y no parecía que eso fuera a cambiar en


los próximos días. Esperó pacientemente a que la tripulación de la embarcación
completase la maniobra de amarre para saltar al muelle. Allí le esperaba un Hummer
del Estol de Mando y Plana Mayor. Junto al vehículo, estaba nada menos que el
teniente coronel al mando de la UOE.

Eso era un recibimiento, sí señor, pensó Delgado, guiñando el ojo a sus hombres.
Pero el teniente coronel no sólo había ido a recibirles. También tenía un nuevo encargo
para ellos.

Madrid.

Juan Carlos Talavera llegó con retraso a la sala de vídeo de la sede del CNI.
Musitó una disculpa al director y se sentó en la última fila, junto a Ana Casado.

— ¿Ha llegado? —preguntó en voz baja la joven analista.

—Ahora mismo. Luego te cuento.

La pantalla mostraba la emisión de RTM-Maroc, la cadena marroquí de emisión


vía satélite. La retransmisión del mensaje de Su Majestad el Rey de Marruecos y
Comendador de los Creyentes, comenzó puntualmente. Cuando terminaron los
acordes del himno nacional, la imagen del monarca llenó la pantalla. Permanecía de
pie tras un atril, junto a la bandera roja y verde. El Rey habló en árabe, como estaba
previsto, mientras que unos subtítulos en francés traducían el mensaje para asegurarse
de que nadie dejaba de comprender el discurso. Talavera, a pesar de que tenía
nociones bastante aceptables de la lengua de Mahoma, agradeció los subtítulos,
dejando de lado los auriculares que emitían una traducción simultánea al castellano
llevada a cabo por un especialista del CNI. El mensaje fue breve, apenas cinco minutos,
y plagado de giros barrocos y citas del Corán. En esencia no decía nada más allá de una
exhortación genérica al pueblo marroquí a permanecer al lado de su monarca en los
momentos de dificultad que atravesaban. Pero no era la literalidad de lo dicho lo que
interesaba a los hombres y mujeres reunidos en la sede del CNI, sino más bien el tono
general, la expresión y el lenguaje corporal del Rey. Cuando el mensaje terminó, los
analistas y funcionarios se miraron entre sí. El gesto que todos exhibían era el mismo:
preocupación.

El programa especial de la televisión marroquí no había terminado. Al finalizar la


alocución del Rey, estaba prevista una rueda de prensa del ministro de asuntos
exteriores. Las respuestas concretas a las preguntas que todos se hacían vendrían de
los labios de Achmed Abdelkader, que en ese momento ocupaba su asiento tras una
mesa de conferencias en la sede del Gobierno alauí, a donde se había trasladado la re-
transmisión desde el palacio real de Rabat.

El ministro de exteriores marroquí, impecablemente vestido como siempre,


mostraba una pétrea expresión en su cara. Evidentemente no tenía buenas noticias
que contar.

—Señoras y señores —dijo Abdelkader, directamente en francés para alivio de


Talavera—, esta noche el Gobierno español ha dado un paso más en su política de
abierta hostilidad contra el Reino de Marruecos. En un nuevo acto de imperialismo
colonialista, sus tropas han invadido el suelo de la Patria. Marruecos ha sido muy
paciente, pero es la dignidad de todo un pueblo lo que está en juego. El Reino de
Marruecos desea la paz con España y con todas las naciones, pero no tolerará más
agresiones. Por lo tanto: El Reino de Marruecos exige solemnemente de España la
inmediata retirada de sus tropas de todos los territorios marroquíes ocupados.
Mientras esa retirada no se lleve a efecto, el Reino de Marruecos declara nulos de todo
derecho el Tratado de Amistad y Cooperación de 1991 y el Acuerdo sobre la isla de
Thoura de 2002. En uso de su derecho a la inviolabilidad de sus fronteras, el Reino de
Marruecos declara el espacio aéreo marroquí y las aguas territoriales y de soberanía,
hasta una distancia de doscientas millas de sus costas, zona de exclusión total para
cualquier buque de guerra o aeronave militar española. La violación de dicha zona por
las fuerzas armadas españolas será considerada un acto hostil equivalente a una acción
de guerra, y será repelida por las Reales Fuerzas Armadas con el uso de la fuerza
necesaria. El Reino de Marruecos ha solicitado la reunión urgente del Consejo de
Seguridad de las Naciones Unidas para pedir a la comunidad internacional que con-
dene los repetidos actos hostiles del Gobierno de España hacia el Reino de Marruecos.
Mientras tanto, y dada la manifiesta falta de voluntad negociadora del Gobierno de
España, el Reino de Marruecos ha decidido retirar de forma indefinida a su embajador
en Madrid, a la vez que declara que carece de sentido la presencia de un embajador
español en Rabat.

El ministro recogió sus papeles y comenzó a levantarse.

—Eso es todo, muchas gracias —contestó a la avalancha de preguntas de la


prensa acreditada.

—Joder con el mensajito —dijo Ana Casado en voz baja, lo que no evitó que la
oyera toda la sala. Los presentes mantenían un silencio sepulcral, por lo que Casado
bajó la voz más aún:

— ¿Qué decía el jilguero?

Talavera casi había olvidado el mensaje que le había retenido en la oficina hasta
hacerle llegar tarde a la reunión.

—Que van en serio. Nos confirma el desplazamiento de la brigada del Sahara,


pero eso no es todo. Han acuartelado a todo el ejército, y muchas unidades del norte
han empezado a moverse hacia Ceuta y Melilla. Son unidades de infantería de sector,
en principio de baja calidad, pero suman un buen montón de gente. También están
empezando a llamar a algunos reservistas, sobre todo de ingenieros y sanidad militar.
Al ver que el director del CNI les miraba, ambos se levantaron y se dirigieron a su
encuentro.

— ¿Tienes una corbata a mano, Juan Carlos? —preguntó el director.

—No, jefe, ¿por qué?

—Creo que es hora de que Su Majestad se dirija al pueblo.

—Acompáñame al despacho un momento, que yo debo tener una allí. Nos


esperan en la Moncloa dentro de media hora.

Casablanca, Marruecos.

Aunque los medios de comunicación, sobre todo los marroquíes, la definirían


más tarde como tal, la manifestación formada frente al Consulado Español de
Casablanca no fue espontánea. El núcleo que la inició fue un grupo de militantes del
partido del ministro de asuntos exteriores, convenientemente aleccionados a
instancias del propio ministro. No había sido concebida como una manifestación
violenta, pero la dimensión que tomó hizo que pronto se escapara de todo control.
Porque lo que sí fue espontánea fue la adhesión de cientos de transeúntes al grupito
inicial que gritaba frente a la puerta de la legación diplomática. Los gritos pronto
dieron paso al lanzamiento de huevos, y cuando se acabaron los huevos, empezaron a
llover piedras.

La algarada terminó con un saldo de una decena de heridos leves, la mayoría


manifestantes de las primeras filas lesionados por efecto de las piedras lanzadas desde
lejos por gente con escasa puntería, y uno grave con una fractura abierta de tibia
producida al caerse desde la alta reja que trataba de escalar. La policía se limitó a
detener a un individuo que, particularmente exaltado, había improvisado un cóctel
Molotov y pretendía lanzarlo con grave peligro para las primeras filas de la
manifestación, y a retirar y conducir al hospital a los heridos. Los daños en el
consulado tampoco fueron demasiado graves, algunas ventanas rotas y poco más.

En conjunto, un éxito, pensó Achmed Abdelkader mientras veía las imágenes de


la manifestación por televisión. Sentía lo de los heridos, pero aquello había sido
involuntario. Lo que quedaba claro era el apoyo popular a la posición del gobierno. Y
eso era algo muy importante para él.

Madrid.

La reunión en el palacio de la Moncloa fue larga y tensa. Juan Carlos Talavera


fue el primero en intervenir, exponiendo ante el Gabinete de Crisis reunido en pleno
tanto los datos crudos de la situación hasta la fecha como los análisis de inteligencia a
que esos datos habían dado lugar. El director del CNI se limitó a acotar o matizar
algunos puntos, pero en general dejó que el peso de la intervención recayera sobre su
subordinado. Cuando Talavera terminó, el Gabinete dedicó casi tres horas a discutir la
situación. El ánimo de la reunión era sombrío. No podía ser de otra manera.
Marruecos se estaba movilizando y a todos los efectos prácticos, se encontraban en
una situación de guerra. La intervención del canciller marroquí unas horas antes no
había dejado lugar a dudas al respecto. Ahora sólo había dos caminos: aceptar la
pérdida de la plataforma petrolífera, y con ella las aguas de la Zona Económica
Exclusiva canaria, o combatir para recuperarla.

Pero lo peor era que, en realidad, en aquella sala nadie conocía las auténticas
intenciones de Rabat. ¿La situación se había deteriorado a partir de un incidente
relativamente menor, o por el contrario todo obedecía a un plan concebido de
antemano? ¿Limitaría Marruecos sus exigencias a la plataforma, o estarían dispuestos
a seguir con el resto de sus reivindicaciones históricas?

No había respuestas seguras para aquellas preguntas, nadie las tenía, pero el
Gobierno tenía que tomar decisiones ya. Con respuestas o sin ellas. Y si había alguien
en quien la responsabilidad recayera de forma más directa, era, naturalmente, el
presidente.

—Sencillamente no nos podemos echar atrás —dijo.

El presidente del gobierno estaba furioso, y no había nada que pudiera hacer
para evitarlo. Intelectualmente comprendía que la ira no era la emoción más adecuada
para un momento como ese. Pero también sabía que no podía sentir otra cosa. A nadie
le gusta que le pongan entre la espada y la pared. Y menos que a cualquiera a alguien
acostumbrado a elegir cuidadosamente sus opciones entre múltiples posibilidades.

—Nosotros no empezamos esta mierda. Fueron ellos. Si cedemos a un chantaje,


vendrá otro, y otro. Y al final nos veremos con el agua al cuello y con menos respuestas
que ahora.

Se dirigió al ministro de exteriores, consciente de que estaba empleando un


lenguaje muy poco habitual en él.

—Saca al embajador de Rabat esta misma noche. Vamos a recuperar la


plataforma. Y si oponen resistencia... bueno, si hacen eso, van a desear no haber
empezado nunca a tocarnos los cojones.

A partir de ese momento, y a pesar de la avanzada hora de la tarde, las cosas


empezaron a tomar ritmo propio. Un ritmo que iba a ser muy difícil de detener, pasara
lo que pasase.

En la calle Vitrubio, la Junta de Jefes de Estado Mayor esperaba reunida la


decisión del Gobierno. En cuanto recibieron la llamada del ministro de defensa
activaron la operación "Sierra Foxtrot”. La segunda fase sería mucho más compleja
que la primera. Y también más peligrosa, pero los planes estaban ultimados y todo
siguió su curso sin demasiada estridencia. Lo que planteaba problemas más
inquietantes era la situación de Ceuta y Melilla. Ambas ciudades llevaban varios días
en estado de alerta, con sus guarniciones acuarteladas y preparadas para entrar en
acción. Ambas plazas se habían reforzado con relativa discreción con sendas banderas
de la Brigada de la Legión Rey Alfonso XIII, que, procedentes de los Tercios Don Juan
de Austria y Alejandro Farnesio, se habían unido a sus camaradas de los Tercios
Duque de Alba, de Ceuta y Gran Capitán, de Melilla. También se habían desplegado
sin muchos aspavientos algunas baterías de los nuevos misiles NASAMS, la versión
antiaérea de los magníficos AIM—120 AMRAAM, y habían llegado varios
contenedores con munición de todo tipo. Pero el problema táctico era el mismo que
había sido siempre. Las ciudades de Ceuta y Melilla eran pequeñas y estaban atestadas
de civiles y ningún despliegue defensivo podría contar con la profundidad suficiente
como para poder garantizar el éxito contra un ataque decidido.

Mientras los jefes de estado mayor ponían en marcha las medidas militares, en el
palacio de Santa Cruz eran los diplomáticos del Ministerio de Asuntos Exteriores los
que aceleraban sus propias gestiones. La hora no dejaba mucho margen de maniobra
en Europa, pero en América eran menos de las dos de la tarde, hora de la costa este, y
los embajadores ante los Estados Unidos y ante la ONU recibieron completas instruc-
ciones sobre los pasos a seguir. Les esperaban dos o tres días frenéticos.

En el coche que lo llevaba de vuelta a la sede del CNI, el director de la agencia


miraba distraídamente por la ventanilla. Sin mirar a su subordinado, preguntó:

— ¿Cómo se llamaba el médico ese de Ceuta?

—Alfredo Suárez, ¿por qué? —contestó Talavera.

—Me pregunto si podríamos convencerle para que volviera a Tetuán.

14 de septiembre

Océano Atlántico.

El capitán de fragata Fernando Pérez de Castro separó las piernas y se agarró al


respaldo del asiento del timonel para no perder el equilibrio. La Blas de Lezo era un navío
muy estable y marinero, pero las olas de cinco metros que se abalanzaban contra él con
regularidad casi matemática, no podían dejar de notarse. De vez en cuando la fragata hundía
la proa en una ola más grande que las demás, provocando el efecto de un brusco frenazo. En
otros momentos el agua desaparecía bruscamente debajo de la quilla, provocando la caída de
la nave y un vacío en el estómago de sus tripulantes. El efecto global hubiera sido bastante
desagradable para cualquiera, pero Pérez de Castro disfrutaba como un chiquillo en un
parque de atracciones. Era espectacular ver las grandes olas barrer el castillo de proa y sentir
la reacción del buque a la furia de los elementos. Ciertamente navegaba bien, pensó,
acordándose de temporales similares pasados a bordo del patrullero Serviola unos cuantos
años antes, cuando parecía un milagro salir con vida de aquellas montañas líquidas.

Una joven marinera lo sacó de su ensimismamiento cuando le ofreció una taza de café
bien cargado. Olía a gloria, y Pérez de Castro lo agradeció con una sonrisa.

— ¿Manda usted algo más, mi comandante? —dijo la joven.

—No, muchas gracias. Te puedes retirar.

El café estaba tan bueno como había anunciado su aroma. El comandante lo saboreó
despacio, volviendo a sumirse inmediatamente en sus pensamientos. Pero esta vez no se
remontó años atrás, sino sólo unas horas. Había recibido la orden definitiva de zarpar a
última hora de la tarde anterior y no había podido dormir demasiado. Poco antes del
amanecer habían largado amarras y se habían dirigido al canal profundo, para salir de la ría
ayudados por dos remolcadores. La salida del sol les había sorprendido en plena ría,
iluminando los mástiles de la Extremadura, que navegaba unos cientos de yardas por delante
de su navío. El mar a aquella hora estaba engañosamente tranquilo. No obstante él ya sabía
entonces que una borrasca les daría el encuentro a primera hora de la tarde, cosa que había
ocurrido inevitablemente. Pérez de Castro pensó en su abuelo, pescador en aquella misma ría
cincuenta o sesenta años atrás. En aquella época la predicción del tiempo era más un arte que
una ciencia, y para los pescadores de bajura adquiría el rango de pura adivinación. El vuelo de
las gaviotas, el color del cielo de poniente, el olor del aire, servían para predecir el tiempo que
tendrían al día siguiente. Y en ello se basaban para salir o no a la mar. Algunos no volvían.
Afortunadamente ya no era así... casi nunca. En cualquier caso el comandante no percibía el
estado del mar como una amenaza para su buque. Esta vez no. Esta vez se encontraban en
misión de guerra. Si algo impedía a su buque volver sano y salvo a puerto sería la acción
enemiga y no la naturaleza. Afortunadamente la Blas de Lezo estaba sobradamente equipada
para enfrentarse a cualquier amenaza que los marroquíes pudieran esgrimir contra ella, pero
también contaba la suerte, y eso era algo que ninguna tecnología del siglo XXI había podido
todavía controlar.

Quinientos metros por la proa de la Blas de Lezo, a unas treinta millas de la costa
portuguesa, la fragata Extremadura navegaba con rumbo sur liderando la formación. Se
movía bastante más que su compañera en el mar embravecido, pero también capeaba sin
demasiadas dificultades el temporal. Si podían mantener los actuales dieciocho nudos,
saldrían de la borrasca en unas pocas horas y alcanzarían sin dificultad el punto de reunión
con el Grupo de Proyección, frente al cabo San Vicente, al amanecer del día siguiente.

Ambas fragatas aportarían protección antiaérea a la escuadra formada por el


portaaviones Príncipe de Asturias, el buque de apoyo logístico Patino y las fragatas Santa
María y Canarias, que a esas horas iniciaban las maniobras para zarpar de Rota. Cuando
todos los buques se hubiesen reunido, navegarían con rumbo sudoeste en demanda de las
islas Canarias, hacia la zona donde se había hundido la Descubierta. Muchos oficiales y
marineros a bordo de los buques de la escuadra española, habían conocido personalmente a
sus compañeros perdidos con la antigua corbeta. La mayoría deseaban fervientemente que la
fragata marroquí que la había hundido se encontrara todavía en aquellas aguas.

Lanzarote.

El capitán Lucas plegó el tren de aterrizaje y un segundo más tarde, desconectó la


postcombustión de los motores de su F/A-18A, mientras tiraba suavemente de la palanca de
mando para mantener el régimen de ascenso del aparato. Tras comprobar que no había
alarmas en su tablero de mandos miró a su derecha. Exactamente en el lugar esperado se
encontraba el cazabombardero de su punto, la teniente Bárbara Sandoval. Le hizo una seña
con la mano indicando que su posición era correcta y volvió su atención a la radio. Abandonó
la frecuencia de la torre del aeropuerto de Arrecife y cambió a la de Gando.

—Papayo, Halcón dos cuatro, dos aviones con rumbo cero tres cuatro, ángeles diez y
subiendo.
—Halcón dos cuatro, aquí Papayo, buenas tardes. Mantén vector y sube a ángeles
treinta. Clara.

El controlador militar le ordenaba subir a treinta mil pies y mantener el rumbo.


También le informaba que no había ecos sospechosos en la pantalla de su radar. Pero si la
pauta de los últimos días se mantenía, pronto los habría. Los marroquíes habían destacado en
las bases aéreas de Sidi Ifni y El Aaiún un escuadrón de cazas Northrop F-5E Tiger II, y todos
los días hacían salidas sobre la plataforma petrolífera, supuestamente para hacer cumplir la
zona de exclusión aérea decretada por su gobierno en un radio de treinta millas alrededor de
la explotación. Desde el día anterior, la zona de exclusión se había ampliado hasta incluir toda
la franja de océano entre la costa marroquí y las doce millas de aguas jurisdiccionales
canarias. Como respuesta al destacamento marroquí, el 462 Escuadrón del Ejército del Aire
había destacado cuatro cazas F-18 desde Gando a Arrecife, en Lanzarote. En los últimos dos
días, los cazas españoles y marroquíes se habían vigilado mutuamente a una distancia
respetuosa, pero eso iba a cambiar esa misma tarde.

Una vez alcanzada la altitud de crucero, Lucas se dedicó a escrutar el claro cielo de la
tarde. El sol estaba todavía alto pero comenzaba a descender lentamente hacia el oeste, por lo
que pronto quedaría a su espalda proporcionándole una visibilidad inmejorable.
Mentalmente repasó las reglas de enfrentamiento, conocidas por su acrónimo inglés, ROE,
dictadas para la misión: no retirarse, no disparar primero, sacar a los aviones marroquíes de
la zona. Por primera vez desde la declaración de la zona de exclusión aérea, cinco días antes, el
ejército del aire la iba a violar deliberadamente. Las razones para hacerlo eran dos. La primera
y más importante era determinar si los marroquíes habían desplegado medios de defensa
antiaérea a bordo de la plataforma petrolífera capturada. Esa parte de la misión la llevaría a
cabo otro F-18, este de la versión plus perteneciente al 121 Escuadrón y equipado con un "pod"
de reconocimiento táctico Reccelite. El caza, junto con la mitad de su escuadrón, había sido
destacado a Gran Canaria un par de días antes desde su base habitual de Torrejón. Había
despegado desde la base de Gando veinte minutos antes que la formación de Lucas, y les
llevaba unas cinco millas de ventaja, si bien volaba en solitario a baja altura con el fin de eludir
una prematura detección por los radares marroquíes. Cuando alcanzase la plataforma tomaría
altura para hacer sus fotografías y luego daría la vuelta a toda velocidad. Mientras tanto, los
"halcones" del 462 Escuadrón se quedarían para cubrirle las espaldas y llevar a cabo la se-
gunda parte del plan, que no era otra que calibrar la determinación marroquí para defender
su cacareada zona de exclusión aérea y, si era posible, someterlos a la humillación de
obligarles a retirarse de la zona sin combatir.

Ambas vertientes de la misión eran peligrosas, pensó Lucas, aunque la peor parte la
llevaría "Poker", el F-18 configurado para reconocimiento, que se podía ver expuesto a fuego
antiaéreo si los marroquíes efectivamente habían desplegado misiles. En ese caso debería
confiar en su velocidad y maniobrabilidad y en la efectividad de sus señuelos y bengalas para
despistar a los misiles.

—Halcón dos cuatro, aquí Papayo, estas entrando en la zona de exclusión. Tengo un
contacto bogey vector cero seis dos. Parecen nuestros vecinos de enfrente. Converge con ellos
e identifícales.

—Roger Papayo, adopto vector cero seis dos.

Los dos cazabombarderos viraron simultáneamente a la derecha encarando


frontalmente los contactos señalados por el controlador, pero no encendieron sus propios
radares. Existía cierta posibilidad de que no hubieran sido detectados todavía por los
marroquíes y Lucas no quería darles facilidades. Por otra parte el uso de misiles de guía radar
estaba descartado por el momento. No iban a disparar contra nadie si nadie les disparaba, y
menos sin una identificación positiva. En cualquier caso en pocos minutos estarían a una
distancia próxima al contacto visual. Entonces encenderían los radares y empezaría el
partido.

Una vez completado el viraje, Lucas giró la cabeza para controlarla posición de su
punto. Allí estaba, por detrás y algo por encima de su posición. En ese momento chasqueó el
receptor de radio y oyó su voz en el circuito de corto alcance:

-¿Ves algo Pato?

El apodo había surgido de forma inevitable en la Academia. Apellidándose Lucas, no


podía esperar que le llamaran de otro modo. Pero en cualquier caso le gustaba. De hecho,
había sido el primer piloto del escuadrón en atreverse a decorar el morro de su avión con una
pegatina del famoso palmípedo de la factoría Warner. La afición de los pilotos a decorar sus
aviones con motivos personales era tan antigua como la propia aviación militar, pero gozaba
de escasa tradición en España. Sólo en los últimos años se empezaban a ver algunas muestras
del llamado "nose art" en el Ejército del Aire, y el 462 Escuadrón era uno de los pioneros.

Lucas no veía nada todavía, pero a juzgar por la última posición señalada por el
controlador tenían que estar a punto de ver a los marroquíes.

—Negativo. Todavía no los veo, pero tienen que estar...

—¡Tally—Ho! —le interrumpió la teniente Sandoval con el grito tradicional de los


pilotos al localizar visualmente un blanco—. Veo dos bandidos, a las doce, bajo.

Efectivamente, allí estaban. Dos minúsculos puntos brillantes iluminados por el sol
poniente volaban con rumbo recíproco hacia el oeste, unos mil pies por debajo de los cazas
españoles. Estaban demasiado lejos para asegurarlo, pero parecían estar descendiendo. En
ese momento, el controlador militar les confirmó el dato:

—Halcón, aquí Papayo. Los contactos están descendiendo. Parece que tienen a Poker.
Recomiendo search.

—Papayo, Halcón dos cuatro. Negativo. Me parece que no nos han visto. Nos abrimos
para ganarles la cola sin usar radar.

—Roger, Halcón.

Concentrándose en la maniobra a realizar, Lucas calculó mentalmente el momento más


apropiado para virar. Estaba claro que los marroquíes no les habían visto. Probablemente
porque los cazas españoles se encontraban directamente "contra el sol". Perfecto, porque eso
les permitiría llevar a cabo una táctica casi centenaria, conocida como "salir del sol", cazando
a sus blancos totalmente desprevenidos.

—Preparada para romper a la izquierda... ¡ahora!

Lucas viró a la izquierda, a la vez que elevaba el morro del F-18 en una abrupta trepada
que le aplastó contra el respaldo del asiento. El objetivo de hacer subir el avión no era otro
que hacerle perder velocidad a fin de reducir el radio de giro del aparato. Cuando notó que la
sustentación empezaba a disminuir, relajó la tracción de la palanca de mando sin dejar de
virar a la izquierda. El avión describió una elegante curva, mientras Lucas veía pasar en el
HUD las marcas de rumbo de su brújula. Cuando el indicador de rumbo marcó 270, rumbo
oeste absoluto, Lucas centró la palanca y esperó que el avión recuperara el vuelo horizontal.
Luego comenzó a picar suavemente hacia los dos aviones marroquíes con los que se había
cruzado en el curso de su maniobra. Ahora estaba en la posición de ventaja por antonomasia
en el combate aéreo: a su cola y más alto. Como pudo comprobar cuando miró a su derecha,
acababa de aparecer Sandoval, que completaba su propia maniobra, algo más abierta que la
de su líder.

El Puerto de Santa María, Cádiz.

Sentado frente a una ventana de la última planta de un edificio de apartamentos situado


en la avenida del Parador, en el barrio de Fuente-bravia, Mohamed El Baroudi enfocó sus
prismáticos sobre la bocana de la dársena de la base naval de Rota. Se trataba de un punto de
observación privilegiado, sólo estorbado por el reflejo del sol poniente, que de todos modos
no le había impedido contemplar el espectáculo ciertamente impresionante de la salida de la
flota española. Primero habían salido un par de patrulleros, seguidos por dos fragatas clase
Santa María y un gran petrolero.

El último en zarpar, auxiliado por tres remolcadores, había sido el portaaviones


Príncipe de Asturias, que ya enfilaba el mar abierto, dejando por su banda de babor la silueta
de la ciudad de Cádiz. Cuando el buque se perdía ya de vista por el oeste, el observador se
estremeció con el estruendo de, los contó cuidadosamente, diez cazabombarderos
Harrier que despegaron de la base para dirigirse también hacia el oeste en busca del
portaaviones. En el interior del puerto, protegido de nuevo por barreras flotantes móviles,
quedaron sólo los remolcadores, una fragata de la clase Alvaro de Bazán, que había llegado el
día anterior y cuatro buques de desembarco.

Cuando la calma volvió a la bahía de Cádiz, El Baroudi comprobó sus notas y buscó su
teléfono móvil. No tuvo que marcar. El teléfono al que tenía que llamar estaba en la memoria
de su aparato. Su interlocutor le contestó al quinto tono, con una voz en francés carente de
acento, desde Rotterdam, en Holanda. Mohamed, que estudiaba medicina en la Universidad
de Cádiz, explicó a su interlocutor con gran lujo de detalles los libros que necesitaba comprar
para las diversas asignaturas del curso que estaba por comenzar: uno de patología médica,
uno de patología quirúrgica y dos de microbiología, así como diez cuadernillos de ejercicios
de bioestadística. Sin embargo no iba a necesitar los cuatro libros de anatomía patológica ni el
de dermatología que tenía del curso anterior. Cuando colgó, el joven marroquí se sentó a ver
la televisión. No pudo evitar reírse al ver, en un especial informativo, una espléndida
filmación de los buques de guerra españoles haciéndose a la mar. ¡Quién necesitaba espías
hoy en día, teniendo periodistas!

Bueno, pensó, al menos había cumplido con su deber. Su país ya no le estaba pagando
la carrera a cambio de nada.
Océano Atlántico.

—Vamos a sacarlos de aquí de una vez, Barbie. ¡Ciérrate sobre el de la derecha!

—Roger, Pato. Se van a mear en los pantalones.

Los pilotos marroquíes no parecían haberse dado cuenta de la aproximación de los F-18
españoles. Probablemente concentrados en el caza que se aproximaba a la plataforma
petrolífera a baja altura, y deslumbrados por el sol poniente, no habían visto maniobrar a
Lucas y Sandoval, que ahora se encontraban a sus "seis" y recortando la distancia
rápidamente. Los españoles ni siquiera habían encendido todavía sus radares. Lo harían sólo
en el último momento. Hasta entonces, el enfrentamiento no estaba resultando diferente de
los muchos que se habían producido en las guerras de la primera mitad del siglo XX. E iba a
seguir siendo así, porque uno de los marroquíes, quizá por instinto, miró hacia atrás viendo
de inmediato el caza de Lucas. Su reacción fue inmediata: desentendiéndose de su objetivo
original, el Northrop F-5E Tiger II giró sobre sí mismo en un tonel picado y se lanzó hacia el
mar como un rayo, en un intento de despistar a su perseguidor y ganar velocidad a cambio de
altura. Su compañero, dándose cuenta de inmediato de la situación, efectuó la maniobra
inversa, un tonel volado que le hizo trepar varios cientos de pies en pocos segundos, a costa,
eso sí, de perder gran parte de su velocidad.

La maniobra estuvo a punto de desconcertar a los españoles. Por un segundo, Lucas


dudó si seguir al que había picado o al que trepaba a cada vez menos velocidad. Pero en un
combate aéreo altitud es ventaja, de modo que decidió subir al encuentro del que ascendía.

—Vámonos para arriba, Barbie. ¡Ahora! —gritó.

Lucas activó la postcombustión de su caza, provocando la inyección de combustible en


las toberas, que variaron su perfil para adecuarse al brusco aumento de empuje. El Hornet
salió disparado con un acusado ángulo de trepada en busca del avión marroquí, que ya había
perdido casi todo su poder ascensional en la maniobra. La diferencia en las prestaciones de
ambos reactores se puso rápidamente de manifiesto. Los motores del F-18 eran capaces de
proporcionar al aparato un empuje superior a su propio peso, lo que, al menos en teoría, le
permitía trepar a base de pura "fuerza bruta", sin depender para ello de la sustentación
aerodinámica. Ese no era el caso del Tiger II marroquí. A los pocos segundos de empezar a
trepar se había visto obligado a reducir su ritmo ascensional para no entrar en pérdida. Eso
permitió al capitán Lucas alcanzarle sin dificultad.

Pero el marroquí no era ningún novato. En cuanto se dio cuenta de que había sido
seguido, decidió intentar sorprender al español. Con un brusco tirón de palanca, obligó a su
avión a apuntar de nuevo al cielo, metiéndolo voluntariamente en pérdida cuando la
velocidad aerodinámica del aparato fue incapaz de generar suficiente sustentación bajo las
alas. En ese momento, el caza marroquí empezó a caer como una piedra.

Lucas había pilotado aviones F-5 del Ala 23 de Talavera la Real durante su
entrenamiento en la Escuela de Caza. Sabía perfectamente lo que podían hacer y lo que no, y
enseguida fue consciente de las intenciones del marroquí. Sin embargo su F-18 iba lanzado a
una velocidad muy superior a la de su rival, y no pudo evitar "overchutarse", adelantar a su
objetivo, quedando en posición de desventaja. Con una maldición, inició una maniobra de
yo—yo alto para perder velocidad a la vez que efectuaba medio tonel en giro cerrado a la
izquierda. Luchando para no perder el conocimiento por el efecto de las fuerzas "g" a las que
estaba sometiendo a su máquina y a su propio cuerpo, escrutó frenéticamente el aire en busca
del Tiger marroquí. Aliviado, lo descubrió algunos cientos de pies más abajo, todavía
descendiendo para ganar velocidad.

—Halcón dos cuatro, aquí Papayo. Informa de la situación.

El controlador de la base de Gando se las estaba viendo y deseando para desentrañar


por sí mismo la evolución de los acontecimientos. Los aviones amigos y enemigos se
entremezclaban en maniobras cerradas que dificultaban mucho el seguimiento en la pantalla
del radar, y los pilotos estaban demasiado concentrados para informar continuamente de sus
evoluciones. Alguien tenía que poner calma allí.

—Papayo, aquí Halcón. Tenemos dos bandidos en spread evolucionando para evadir.
Intentamos sacarlos de la zona.

—Halcón dos cuatro, mejor os dais prisa. Poker está a punto de entrar sobre el target.

—Roger, Papayo. Los voy a iluminar.

Lucas activó su radar de búsqueda. Instantáneamente el equipo detectó a los cazas


marroquíes, para fijarse de inmediato en el más cercano.

—Tengo un lock-on en mi bandido, pero no reacciona —dijo mientras seguía el picado


de su rival.

El piloto marroquí oyó el aviso de su alertador radar. Estaba siendo iluminado por el
español. El manual indicaba que había que intentar evadir, pero eso ya lo estaba haciendo y
no parecía dar resultado. Decidió continuar su descenso sin dejar de mirar atrás cada pocos
segundos. Si lograba suficiente velocidad quizá pudiese cambiar las tornas a su favor.

—Pato, ese tío está loco —dijo la teniente Sandoval—, se va a hostiar contra el mar
como no recupere rápido.

Lucas ya se había dado cuenta del riesgo. El marroquí seguía picando así, con grave
riesgo para sí mismo, para obligar al F-18 a aflojar la presión si no quería acabar en el agua.
Psicótico, pero con dos cojones, pensó el piloto español, reduciendo otro poco el empuje de
sus motores y aliviando ligeramente el ángulo de picado, lo justo para no perderle de vista.

Mientras tanto, Sandoval mantenía su posición por detrás del líder para cubrirle las
espaldas respecto al otro caza marroquí, que ahora se encontraba casi una milla a su derecha
y volando a ras del agua. Sin duda intentaba dar un rodeo para entrar por sus seis, pero,
mientras no le perdieran de vista, no iba a poder hacerlo fácilmente. Aquello ya duraba
demasiado pero, mientras tanto, Poker, el F-18 del Ala 12, podía continuar sin interferencias
su misión de reconocimiento. Y era de eso, al fin y al cabo, de lo que se trataba.

El piloto marroquí esperó mucho más de lo que aconsejaba el sentido común para salir
de su picado. Pero conocía bien su avión y éste respondió noblemente. Cuando al fin recuperó
el vuelo recto y nivelado, se encontraba a menos de veinte metros de altura sobre las crestas
de las olas. A partir de ese momento inició un viraje recíproco con su compañero a fin de
acercarse a él y permitirle entrar en el juego. Mirando por encima de su hombro, pudo divisar
al F-18 español, que se había quedado algo retrasado respecto a su cola, pero sin perder la
posición de ventaja. El experimentado piloto comprendió que no iba a poderse librar solo del
español. Necesitaba a su punto para eso y así se lo dijo por radio.

Sandoval estaba cada vez más preocupada. Los marroquíes no parecían aceptar la
superioridad de los Hornet sobre sus F-5 y maniobraban para reunirse de nuevo sin hacer
ningún intento por abandonar la zona. No era buena señal, pensó.

—Pato, nos están intentando encerrar. Permiso para romper y pegarme al otro.

—Negativo, Barbie. Sigue junto a mí pero no le pierdas de vista.

—Me voy a romper el cuello, joder. Nos está ganando las seis.

Lucas también era consciente de la situación. Esos tíos eran buenos y les estaban
buscando las cosquillas a base de bien. Tenían que recuperar la iniciativa. Quizá si tratara
de...

— ¡Misil a mis seis! —el grito de Sandoval en sus auriculares puso los pelos de punta a
Lucas— ¡Hay un puto Sidewinder entrando a mis seis!

— ¡Rompe a la derecha, ya!

El caza de la teniente Sandoval brincó en el aire bruscamente mientras soltaba una


salva de señuelos infrarrojos para confundir la cabeza buscadora del misil atacante. Lucas
sabía que debía iniciar también maniobras evasivas, pero antes tenía algo que hacer. Intentó
mantenerla voz calmada:

—Papayo, Halcón dos cuatro, los bandidos han abierto fuego. Permiso para responder.

El controlador militar hacía rato que se temía algo así. Lo normal hubiera sido que los
marroquíes hubieran despejado la zona al comprender la inferioridad de sus máquinas, pero
se estaban comportando de forma muy agresiva. Tarde o temprano tenía que pasar.

—Halcón dos cuatro, Papayo. ¿Confirmas que han abierto fuego?

— ¡Afirmativo joder!, Barbie está evadiendo un misil IR.

—De acuerdo, Halcón. Armamento libre. ¡Cázalos!

—Roger, Papayo.

Mientras Lucas preparaba el armamento de su caza, dos mil pies más arriba la teniente
Sandoval aflojó la presión sobre su palanca de mando. Su avión volaba en posición invertida
tras completar medio rizo en su maniobra evasiva. Cabeza abajo y colgando de su arnés, la
piloto pudo ver la estela del Sidewinder marroquí que se alejaba, ya inofensivo, tras perseguir
infructuosamente una de las bengalas lanzadas como señuelo. Y allí abajo, a su izquierda,
estaba el F-5 que se lo había lanzado. El caza marroquí perseguía ahora a Lucas,
probablemente para aliviar la presión sobre su líder.
—La cagaste, cabrón —dijo Sandoval en voz alta mientras volvía a aplicar plena
potencia a sus motores para recuperar la velocidad perdida en la maniobra evasiva y, con un
brusco golpe de palanca, ejecutaba medio tonel para salir del vuelo invertido.

—Pato, el bandido está ahora a tus seis. Lo tengo en el pipper.

—Pues sácamelo de encima. Ya has oído a Papayo.

—Roger Pato. ¡Guns, guns, guns!

Sandoval tenía al caza marroquí centrado en la mira de su HUD. Con un ligero escalofrío
apretó el gatillo de su palanca de mando, sintiendo, más que oyendo, la vibración del cañón
Vulcan de 20 milímetros, mientras una línea ondulante de proyectiles trazadores salía del
morro de su aparato en busca del blanco. La primera ráfaga, de dos segundos de duración,
quedó corta, pero la teniente corrigió de inmediato la trayectoria. Al fin y al cabo era como
una práctica de tiro, pero más fácil. El blanco era más grande. La segunda ráfaga alcanzó de
lleno al marroquí, destrozando la deriva y los estabilizadores de cola. Sin dejar de disparar,
Sandoval corrigió la trayectoria de las trazadoras elevando ligeramente el morro de su avión.
El ala derecha del Tiger marroquí se desintegró, provocando que el avión entero cayera sin
control hacia el agua. Un segundo después de que el piloto se eyectara de los restos
humeantes de su aparato, éste se estrelló en el mar levantando una gran columna de espuma
blanca.

—¡Splash! —gritó la teniente con la voz quebrada— Joder, ¡ha sido un splash! Y veo un
paracaídas a las dos.

El capitán Lucas, mientras proseguía su viraje ofensivo cerrando distancias con el otro
marroquí, pudo ver por el rabillo del ojo la caída de su perseguidor. Sintió un alivio casi físico
al saberse seguro, pero le duró poco. Ahora tenía que tomar una decisión sobre el otro caza
marroquí. La adrenalina que inundaba su organismo le pedía a gritos que lo derribase, y tenía
autorización del mando para hacerlo. Pero algo impedía que apretase el gatillo para soltar el
Sidewinder que llevaba más de veinte segundos "enganchado" en la tobera de escape de su
rival. Joder, pensó, era casi un asesinato. El desgraciado no iba a tener ninguna oportunidad.

—¡Bájalo, Pato! —le urgió Sandoval por la radio.

La teniente estaba eufórica. Al fin y al cabo acababa de hacer historia. No sólo había
obtenido la primera victoria en combate aéreo de un piloto español en más de medio siglo,
sino que además se la había apuntado una mujer. Una buena lección para muchos gilipollas
machistas, pensó. Y encima el piloto marroquí se iba a salvar. Otro motivo para estar
contenta.

Pero Lucas seguía indeciso. Derribar al bandido no era realmente necesario. Su misión
estaba ya sobradamente cumplida. Poker había completado su pasada de reconocimiento y el
marroquí estaba en fuga.

—Negativo Barbie. No lo voy a bajar. Que vuelva a casa y les cuente a los compañeros
cómo está el patio por aquí.
Con la mano izquierda modificó la posición de la palanca de gases, reduciendo la
velocidad y permitiendo que el F-5 aumentase la distancia. Lucas estaba seguro de que no se
iba a dar la vuelta. Hacerlo hubiera sido un auténtico suicidio.

Minutos después habían perdido el contacto visual, aunque el marroquí seguía en la


pantalla de su radar. Seguía volando hacia la costa africana a su máxima velocidad.

El Ferrol, La Coruña.

La fragata Méndez Núñez era la cuarta unidad de la serie F100. A última hora de la
tarde volvía a su base de El Ferrol después de una prolongada estancia en la costa Oeste de los
Estados Unidos realizando pruebas con sus misiles ESSM. En la entrada de la ría, la nueva y
orgullosa fragata pasó al lado de un pequeño pesquero de bajura que volvía también a puerto,
haciéndolo saltar en el agua con las ondas de su estela. Cuando el pesquero, tres cuartos de
hora después, atracó en el muelle, uno de sus tripulantes, de nombre Alí Hassan, sacó su
teléfono móvil mientras se despedía de sus compañeros.

Océano Atlántico.

A bordo de la plataforma petrolífera Canarias 1, el teniente Hannach había sido testigo


de buena parte del espectacular combate aéreo. Sólo la entrada a gran velocidad del aparato
de reconocimiento español le había sacado, con un tremendo sobresalto, de la contemplación
del drama. A gritos, sus hombres le habían pedido permiso para lanzar un misil antiaéreo,
pero no se lo había autorizado. Hannach sabía que el anticuado SAM portátil de origen
soviético no tenía demasiadas posibilidades de alcanzar al F-18. Y además, no era esa la
función que el teniente le había asignado. Los misiles serían útiles si los españoles intentaban
un asalto con helicópteros. Mientras tanto no había razón para darle pistas al enemigo.

15 de septiembre

Tetuán, Marruecos.

Los primeros elementos del Grupo Blindado Interarmas número 1 de las Reales Fuerzas
Armadas de Marruecos alcanzaron las afueras de Tetuán pasada la medianoche. Su largo viaje
había durado cincuenta y seis horas, minuto arriba o abajo. No estaba nada mal, pensó el
comandante de la Policía Militar que ocupaba el asiento del acompañante del primer todo
terreno del convoy, pero ahora tocaba reunir toda esa larga serpiente de acero para
desplegarla y reconstituirla como una unidad de combate coherente. Y eso en un terreno
escarpado como aquel iba a ser un auténtico trabajo de negros.

La noche fue muy larga para los cansados soldados marroquíes, ocupados en descargar
los carros de combate, las baterías autopropulsadas y los vehículos antiaéreos Chaparral,
Vulcan y Tungushka, de sus góndolas de transporte, pero antes del amanecer, los escuadrones
acorazados estaban formados y listos para la marcha. Mientras tanto, los transportes
blindados de personal, desplazándose sobre ruedas, habían continuado su camino hacia sus
posiciones asignadas. A bordo de su vehículo de mando, el general de brigada que comandaba
el Grupo fumaba satisfecho un cigarrillo tras otro. Si lograban mantener el ritmo, la unidad
estaría completamente desplegada en un vago semicírculo a pocos kilómetros de la frontera
ceutí para el mediodía.

Océano Atlántico.

El frente frío había quedado atrás bastantes horas antes y el mar había recuperado su
calma, permitiendo por fin descansar decentemente a los marinos que no estaban de guardia.

Cuarenta millas al oeste del cabo San Vicente, la Blas de Lezo y la Extremadura, se
reunieron puntualmente, con las primeras luces del día, con el grueso del Grupo de
Proyección de la Flota para formar un poderoso grupo de batalla.

Desde el puente de mando del portaaviones Príncipe de Asturias, el contralmirante


Subiño contempló los buques integrantes de su "Task Forcé" con un orgullo que no pudo
ocultar al resto de los presentes. Por la amura de estribor del portaaviones, a no mucha
distancia, navegaba el AOR Patino, responsable de abastecer de todo tipo de suministros, em-
pezando por el vital combustible, a toda la escuadra. Más lejos se encontraba la fragata Santa
María, que cubría el flanco oriental de la formación. A babor podía distinguir la silueta de la
Canarias, recortándose contra el sol naciente, mientras por la proa del "Príncipe" se
distanciaba la Extremadura que forzaba sus máquinas para ocupar una posición adelantada
correspondiente a su función asignada de piquete de radar. Entre la Canarias y el
portaeronaves, la nueva fragata Blas de Lezo exhibía su poderío antiaéreo simbolizado por las
cuatro antenas planas del radar SPY-1 D, auténticos "ojos" de la flota. Desde la ya lejana época
en que los grandes navíos de línea impulsados a vela habían dejado paso a los buques de
hélice, la Armada nunca había desplegado una escuadra tan poderosa en una acción real, y el
contralmirante Subiño no podía dejar de alegrarse de estar presente. En ese momento no
pensaba en las consecuencias que todo aquello podía tener para muchas vidas humanas. Ya
habría tiempo para eso.

Rabat, Marruecos.

El ministro de defensa de Marruecos acabó de escuchar del jefe de estado mayor e


inspector general de la Fuerza Aérea Real, el relato del combate ocurrido sobre la plataforma
petrolífera doce horas antes. A pesar de que el general de las fuerzas aéreas había intentado
endulzar todo lo posible el episodio, era evidente que las cosas no habían ido bien. Por otra
parte tampoco cabía esperar otra cosa, y al menos el piloto del avión derribado, había podido
ser rescatado por una patrullera sin interferencia española. Munjib meneó la cabeza. No era
así como iban a ganar esa guerra. No era así.

Mientras el ministro permanecía ceñudo, sumido en sus reflexiones, el jefe de estado


mayor de las fuerzas aéreas, aliviado por haber terminado con las malas noticias, carraspeó e
hizo un gesto a su colega de la marina.

—Hemos podido establecer que una fuerza de combate considerable de la Armada


española se hizo ayer a la mar con destino desconocido -dijo el almirante Yussufi, jefe de
estado mayor de la Marina Real, arrancando a Munjib de sus pensamientos—, pero creo que
debemos suponer que se dirigen hacia la plataforma petrolífera.
El general Munjib recordó las imágenes en televisión de la flota zarpando de Rota.
Desde luego el esfuerzo de la Inteligencia Naval había sido ímprobo, pensó con sarcasmo.
Aún así se obligó a hablar con calma:

—¿Conocemos la composición del grupo de batalla, almirante?

—Así es, señor ministro —contestó el almirante omitiendo intencionadamente la


graduación militar del ministro—, se trata del portaeronaves Príncipe de Asturias, dos
fragatas de la clase Santa María y un petrolero. Es posible que se les haya agregado en alta
mar otra fragata de la clase Baleares.

—Parece una escuadra poderosa.

—Sin duda lo es, pero...

El ministro miró al almirante, que se había vuelto hacia el jefe de estado mayor de las
fuerzas aéreas.

—Pero, ¿qué?

—Pero puede ser vulnerable, mi general —dijo el veterano aviador, tomando de nuevo la
palabra—. Esa escuadra no está preparada para hacer frente a un ataque de saturación con
misiles. Y la Fuerza Aérea Real está en condiciones de llevar a cabo tal ataque... si podemos
contar con la autorización del Gobierno, naturalmente.

El jefe de estado mayor había logrado atraer la atención del ministro, pero no su
credulidad:

—¿Y las fragatas AEGIS españolas?

—Esa es la clave, señor. Según nuestros informes de inteligencia, ninguna de ellas


acompaña a la flota. España tiene cuatro de esas fragatas en activo y una quinta aún en
construcción. Dos de ellas están en el Pacífico y tardarían demasiado tiempo en volver si las
llamasen, otra está amarrada en Rota y la tercera, la más nueva, zarpó ayer de El Ferrol
acompañando a una Baleares, pero, según informó una fuente de toda fiabilidad, regresó a
puerto horas después. Parece ser que no está completamente operativa y quizá ha tenido
algún fallo. En cualquier caso no se ha vuelto a mover de su amarradero. Sin esos buques, la
flota española puede ser atacada con éxito. Los argentinos lo demostraron hace veinte años
con medios más escasos de los que podemos desplegar nosotros. Incluso los iraquíes pusieron
fuera de combate una fragata norteamericana en 1987. Una fragata muy parecida a las
españolas.

Munjib se frotó los ojos, tomándose su tiempo para contestar. Aparentemente sus jefes
de estado mayor estaban trabajando duro y el planteamiento que le habían hecho se ajustaba
estrictamente al plan que él mismo había presentado al Gobierno. Solo que todo aquello era
una locura. ¿Realmente podrían atacar y vencer a la Armada española? ¿Pero, cuáles serían
las consecuencias de un fracaso? ¿Y, aún más complicado, de un éxito?

—Sigan trabajando en ello, señores. A su debido tiempo hablaremos de autorizaciones


—dijo por fin, encendiendo otro cigarrillo.
Ahora venía lo más complicado. Había dejado a su viejo amigo el general Abdelkrim,
jefe de estado mayor del Ejército, para el final. A diferencia de los titulares de la Marina y la
Fuerza Aérea, "heredados" del gobierno anterior, Abdelkrim era un hombre de Munjib. Y el
ministro confiaba en él como en el antiguo camarada de armas que era. Y eso era una suerte
para ambos, porque la tarea del Ejército era, con diferencia, la más delicada.

—Mi general —dijo Abdelkrim, las unidades seleccionadas para el despliegue sobre
Ceuta y Melilla han alcanzado en hora sus puntos de espera y se encuentran preparadas para
recibir órdenes.

El general Abdelkrim tenía razones para sentirse orgulloso. El despliegue del Grupo
Blindado Interarmas desde El Aaiún, había sido impecable. En los tiempos previstos y sin un
solo contratiempo, habían llegado a las proximidades de Ceuta sellando los accesos a la
ciudad. El caso de Melilla había sido al mismo tiempo más simple y más complejo. La
simplicidad la daba la menor distancia que habían tenido que recorrer las unidades, sacadas
en su mayoría de la frontera con Argelia. La complejidad venía del hecho de que, a diferencia
del GBI, que era un grupo homogéneo habituado a operar como un todo, las unidades
desplegadas frente a Melilla eran más heterogéneas y por tanto de más difícil coordinación. Y
a pesar de todo lo habían hecho bien.

Pero con todo, la preocupación del jefe de estado mayor del Ejército era evidente. Sus
tropas, sobre todo las que cercaban Ceuta, estaban muy expuestas a la acción aérea enemiga.
Si llegaban a romperse las hostilidades a gran escala, sus hombres iban a sufrir un tremendo
castigo llegado del cielo a menos que fueran capaces de ganar rápidamente el interior de las
ciudades ocupadas, donde los españoles no les podrían machacar a placer. Pero se suponía
que ese no era el plan, ¿verdad?

Madrid.

Estaba ocurriendo. El JEMAD no necesitaba ver la agitación que reinaba en el Centro de


Conducción de Operaciones para darse cuenta, pero aquel ambiente le sirvió para apartar los
últimos jirones de la sensación de irrealidad que hasta hacía pocas horas se había apegado a
su mente consciente. De algún modo, y contra toda evidencia, el general había mantenido el
convencimiento de que, al final, todo quedaría en otro roce subsanable de forma diplomática.
Esta vez no iba a ser así. Era una guerra y un bando la iba a ganar y el otro la iba a perder. El
trabajo del JEMAD consistía en colocar a España en el lado adecuado de esa ecuación.

En una de las grandes pantallas de plasma que mostraban todo tipo de información,
una gran fotografía de satélite de las afueras de Ceuta, cortesía de anónimos benefactores,
dejaba bien claro hasta qué punto la situación se había ido a la mierda. Varias ventanas
ampliaban detalles de la foto. "Detalles" verdes y con largos cañones de 125 milímetros. La
situación en Melilla no era muy diferente. Y frente a eso, el Ejército de Tierra sólo podía
oponer un puñado de carros M-60 en cada ciudad. A la espera de ser sustituidos a corto plazo
por un número similar de Leopard 2 A-4, los M-60 no constituían precisamente el último
grito de la tecnología militar.

Un comandante del Estado Mayor se acercó con una hoja impresa.

—Mi general, acaba de llegar un mensaje de Badajoz. El Regimiento de Infantería


Mecanizada "Castilla n° 16" está preparado para salir.
—Que procedan, comandante, que procedan.

El JEMAD dio la orden con un punto de desgana. Una cosa era mover un regimiento
mecanizado sobre el papel y otra muy distinta hacerlo en la realidad. Los cuarenta y tantos
carros Leopardo y los varios cientos de vehículos blindados de infantería M-113 TOA y VCI
Pizarro, tenían que salir de su base en las afueras de Badajoz y ser transportados por carretera
hasta el puerto de Málaga. Una pesadilla logística. Pero todavía había que embarcarlos para
cruzar el mar de Alborán y llevarlos a Melilla en buques militares y también civiles, cuyo flete
estaba resultando bastante más complicado de lo previsto. En el mejor de los casos tardarían
cinco o seis días en estar desplegados en orden de combate en la ciudad norteafricana, donde
tampoco era que sobrara el espacio físico para acoger tanto acero. Y lo mismo se podía decir
del Regimiento "Córdoba n° 10", de composición muy semejante, y asignado al refuerzo de
Ceuta, que debía embarcar en Algeciras.

Lo cierto era que si Marruecos jugaba de farol, o al menos actuaba con cierta calma, el
despliegue de ambas unidades en las ciudades autónomas sería un factor disuasorio creíble.
Pero como los marroquíes llevaran prisa, no habría forma humana de que los refuerzos
pesados llegaran a tiempo.

Por otro lado, aunque escasas, aún existían esperanzas de que se pudiera llegar a un
acuerdo negociado. Esas esperanzas radicaban en un grupo de hombres y mujeres de varios
países, que terminaban en ese momento una reunión a miles de kilómetros de distancia.

Nueva York, Estados Unidos de América.

Las deliberaciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, reunido en sesión
extraordinaria a petición del Reino de Marruecos, produjeron sólo un tibio comunicado leído
por el presidente de turno del consejo, en el que se instaba a los contendientes a resolver sus
diferencias pacíficamente. No era, en realidad, sorprendente, teniendo en cuenta que varios
países no habían decidido de qué lado decantarse. Los países asiáticos y africanos presentes
en el Consejo tendían, sin demasiada convicción, a ponerse del lado marroquí, mientras los
europeos y americanos se inclinaban hacia España, con la excepción de Francia y los propios
Estados Unidos de América, que se habían debatido entre denodados esfuerzos por nadar y
guardar la ropa. Al final no se había llegado a votar la resolución propuesta por Marruecos,
que, hasta a sus principales valedores, había parecido demasiado radical. El Consejo de
Seguridad había acordado por unanimidad, eso sí, "seguir de cerca la evolución de los
acontecimientos" y reunirse de nuevo en el plazo de una semana. Con un poco de suerte,
pensó cínicamente el embajador norteamericano ante la ONU, mientras recogía sus notas, el
problema ya se habría resuelto solo para entonces.

Mar de Alborán.

Al atardecer de su quinto día de patrulla, el submarino Siroco obtuvo su primer


contacto significativo. El suboficial a cargo de una de las consolas de sonar levantó la voz:

—Mi comandante, tengo varios contactos pasivos con demora uno siete cinco. Suenan
como diesel rápidos.
El capitán de corbeta Luis Martínez cruzó la cámara de mando del submarino para
recorrer la escasa distancia que le separaba de las consolas de sonar. El sargento sonarista,
concentrado en sus equipos, ni siquiera se dio cuenta, por lo que se sobresaltó cuando el
comandante le puso una mano en el hombro.

—¿Qué tienes, Simancas?

—Parecen varios contactos, mi comandante, pero todos tienen la misma demora y son
difíciles de individualizar. Yo apostaría a que es la corbeta y alguna patrullera. Están saliendo
de Alhucemas. Recomiendo caer a estribor para ver si se separan las demoras y las podemos
identificar.

El comandante asintió y dio la orden. Él se quedó junto al sonarista, mirando la pantalla


de presentación visual mientras el sargento escuchaba por sus auriculares y manipulaba los
controles del sonar DSUV-22 para afinar el contacto.

Al cabo de diez minutos, la borrosa línea verde que señalaba el contacto en el monitor se
fue definiendo en tres líneas paralelas cada vez más nítidas.

—Son tres contactos de superficie mi comandante —dijo el sargento— y uno de ellos es


la corbeta, seguro. Ahora está en demora cero nueve cuatro y lleva rumbo cero dos cero. No
emite nada con el sonar activo.

—¿Y los otros?

—Suenan como dos Lazaga... ¿cómo las llaman ellos?

Las patrulleras de clase Lazaga, seis unidades, se habían entregado a la Armada


española a mediados de los años setenta y habían sido dadas de baja a principios de los
noventa, pero los astilleros de La Carraca habían construido también cuatro unidades para la
Marina Real de Marruecos, que seguían en servicio activo.

—Commandant Al Khattabi —dijo el comandante.

—Eso. Bueno, pues son dos. Cuento vueltas de hélice para quince nudos.

Ahora el monitor presentaba tres líneas nítidas y claramente definidas, que se iban
desplazando lentamente de derecha a izquierda. El sargento pulsó un control en su consola
para comparar la firma acústica de los contactos con el banco informático de datos del
submarino. Cada vez que un submarino localizaba e identificaba un contacto, la señal acústica
se almacenaba en un sistema informático que permitía compararla en el futuro con una nueva
señal detectada. Si coincidía, el sistema permitía una identificación muy fiable, que a veces
incluso permitía distinguir un barco concreto de una serie entre sus gemelos, basándose en
que, en realidad, no existen dos motores exactamente iguales. Las diferencias se acentúan con
el ciclo de vida de cada motor, dependiendo de la intensidad de su uso, la calidad del
mantenimiento, y otros mil factores.

Cuando el sistema identificó los contactos, el operador se permitió una sonrisa de


satisfacción. Una vez más había acertado, y en bastante menos tiempo que el ordenador.
El comandante le volvió a palmear la espalda mientras se dirigía a su lugar habitual en
la cámara de mando.

—Buen trabajo, Simancas. Estate pendiente que les vamos a seguir.

Pero era más fácil decirlo que hacerlo. Después de dos horas navegando en inmersión a
quince nudos se hizo evidente que no iban a poder mantener la caza. Ese era el problema de
los submarinos diesel-eléctricos: no podían mantener la velocidad durante mucho tiempo sin
descargar peligrosamente las baterías. Al fin y al cabo estaban diseñados para cazar al acecho,
no para perseguir buques de superficie durante mucho tiempo. Una vez que el comandante
ordenó reducir la velocidad a unos modestos y económicos cuatro nudos, el operador del
sonar sólo pudo atestiguar el progresivo distanciamiento de los contactos, que ahora habían
tomado rumbo nordeste. Antes de perderlos del todo, el submarino subió a profundidad de
antena para enviar un informe de contacto. Martínez supuso que enviarían a un Orion del
Ejército del Aire para continuar el seguimiento desde el aire. Mientras tanto, ellos darían
snorkel para recargar las baterías y aumentar algo la velocidad.

Ceuta.

La orden de despliegue había llegado poco después del mediodía. En realidad las
fuerzas españolas en Ceuta estaban preparadas para eso desde hacía varios días, pero aún así,
el comandante general de la plaza había decidido tomarse las cosas con calma. La población
civil ya estaba suficientemente preocupada por la evolución de los acontecimientos como para
sacar los tanques a la calle a toda velocidad, de modo que el despliegue se había efectuado de
forma escalonada a lo largo de la tarde. Y con todo, la noticia había corrido por las calles de
Ceuta como un reguero de pólvora. En una ciudad tan pequeña, era imposible ocultar los
movimientos militares, sobre todo cuando apenas había un habitante que no tuviese un
familiar o un conocido en las Fuerzas Armadas. El efecto psicológico fue grande, porque las
noticias del despliegue terrestre marroquí no habían llegado todavía a los medios de
comunicación. Por primera vez desde el inicio de la crisis, muchos ciudadanos ceutíes se
plantearon pasar unos días en la península, sin contar a los familiares directos de muchos
militares, que ya se habían ido a visitar a sus parientes hacía dos o tres días.

Antes del anochecer, la operación "Candado", como se había denominado al despliegue


defensivo avanzado, estaba completa.

Las tropas de infantería ligera del Grupo de Regulares de Ceuta n° 54, en entidad de
batallón, o Tábor, se habían distribuido por secciones cubriendo la mitad norte de la frontera
de la ciudad con Marruecos. Varios equipos de misiles contracarro TOW, adecuadamente
protegidos por equipos de fuego armados con ametralladoras pesadas y ocultos en posiciones
preparadas previamente, pespunteaban el terreno abrupto y pedregoso, de pocos kilómetros
de profundidad, que separa la frontera en su parte media de las primeras viviendas de la
ciudad. Entre ellos, la infantería cubría los huecos "impermeabilizando" un frente de poco
más de tres kilómetros. En la mitad sur, y siguiendo un patrón semejante, se había desplegado
la IV Bandera Cristo de Lepanto, del Tercio Duque de Alba N° 2 de la Legión, junto a sus
propios lanzamisiles TOW. La V Bandera mecanizada Gonzalo de Córdoba, quedaba en
retaguardia como reserva móvil.

En los extremos norte y sur de la frontera, en la zona de los pasos fronterizos de Benzú y
El Tarajal, donde la ciudad se estira para alcanzar casi la misma frontera, el Regimiento de
Caballería Acorazado Montesa N° 3 había desplegado sus dos escuadrones de carros M-60 A3,
trece tanques cada uno, en posiciones defensivas camufladas, cubriendo los principales
accesos por carretera, preparadas por los ingenieros del Regimiento n° 7. Un tercer escuadrón
mecanizado, dotado con vehículos de combate de infantería Pizarro y blindados BMR, se
mantenía en reserva algo a retaguardia, a excepción de una de sus secciones, destacada al ba-
rrio de Benzú.

En los acuartelamientos había quedado, también en reserva, la VII Bandera Valenzuela


del Tercio Don Juan de Austria, recientemente llegada de Almería.

La última unidad en desplegarse fue el Regimiento de Artillería de Campaña n° 30, en


total dieciséis obuses remolcados de 155 milímetros repartidos en dos baterías. Cuando el
coronel al mando recibió la novedad de sus baterías, llamó a la Comandancia General. El
Candado estaba cerrado.

O así parecía sobre el papel, pensó el general Estadella, comandante general de Ceuta,
estudiando de nuevo el despliegue de sus fuerzas en el mapa mural que cubría completamente
una de las paredes de la sala de mando de la Comandancia. Acababa de llegar de una rápida
visita a las posiciones de sus tropas y estaba satisfecho de la rapidez y profesionalidad que
habían demostrado. Pero eran demasiado escasas como para proporcionarle una absoluta
seguridad. Claro que la seguridad absoluta no existe, pensó. No en este mundo.

—Lo van a tener difícil como quieran entrar —dijo el coronel Francisco Andrade, jefe de la
Unidad de Inteligencia del Estado Mayor, leyendo los pensamientos del general—. Según las
fotos que han mandado de Madrid, los marroquíes han desplegado el equivalente a una
brigada mecanizada reforzada ahí enfrente. Vale que es una fuerza poderosa, pero no lo
suficiente para echar la puerta abajo.

—Ya lo sé, Paco, ya lo sé. Pero nunca habían hecho algo así. Conozco bastante bien al
general Munjib, ¿sabes? Hizo conmigo un curso de Logística en Zaragoza hace años. No es
ningún psicópata. Ese tío sabe bien lo que se hace y tiene que haber una razón para este
despliegue.

—Sólo es un farol, mi general. Nos presionan para "engrasar" las negociaciones. No digo
que no haya que tomárselo en serio, pero si yo estuviera ahí enfrente y quisiera tomar Ceuta, lo
último que haría es montar ese numerito. Sólo les ha faltado publicarlo en El País.

El general Estadella suspiró. El oficial de inteligencia llevaba razón. Era una verdad
universalmente aceptada que, para tomar un objetivo fuertemente defendido, o lo tomas por
sorpresa o necesitas una fuerza abrumadoramente superior. Y los marroquíes no cumplían
ninguna de ambas premisas.

Pero, a pesar de esas consideraciones, la noche que ya caía sobre Ceuta iba a ser muy
larga para las tropas desplegadas sobre el terreno... y también para su general.
16 de septiembre

Mar de Alborán.

El Siroco estableció de nuevo contacto sonar con la fuerza de superficie marroquí a las
cuatro de la madrugada, hora española. Por sus propios medios hubiera sido muy difícil para
el submarino localizar a los buques marroquíes, pero un Orion del Ejército del Aire se había
encargado de seguirles a distancia durante buena parte de la tarde y de la noche. El P-3C sólo
se retiró cuando le fue retransmitido el nuevo informe de contacto del submarino. Se
encontraban unas quince millas al norte de las islas Chafarinas.

Había sido un buen ejemplo de coordinación, pensó el comandante Martínez mientras


ordenaba inmersión a ochenta metros tras recibir la última posición actualizada por el Orion
de la escuadra enemiga. Por su parte, el cálculo de demora y distancia de sus operadores de
sonar coincidía casi exactamente con la facilitada por el Cuartel General de la Flota. Bien.

Ahora tocaba deslizarse en silencio de nuevo y esperar. Gracias a las últimas horas
navegando a cota de snorkel, las baterías estaban cargadas casi al cien por cien. Eso le
proporcionaba una respetable autonomía en inmersión profunda a baja velocidad.
Exactamente el medio natural para un submarino como el Siroco.

—¿Qué está haciendo esa gente, Simancas? —preguntó Martínez.

—No lo tengo claro, mi comandante. Cuento vueltas de hélice para unos ocho nudos y la
demora cambia alternativamente a babor y estribor. Parece que hacen zig-zags lentamente.
Como si estuviesen esperando.

Esperando, ¿qué?, pensó el comandante.

Océano Atlántico

El contralmirante Subiño se encontraba en el CIC del Príncipe de Asturias cuando salió


el sol, pero desde el interior del oscuro Centro de Información y Combate del portaaviones, no
notó ninguna diferencia. Se había levantado una hora antes del amanecer, incapaz de
permanecer más tiempo en su cámara.

El grupo de batalla del Príncipe de Asturias navegaba con rumbo sur a cien millas de la
costa marroquí, frente a la ciudad de Safi. La escuadra se encontraba a poco más de ciento
sesenta millas al norte de la plataforma petrolífera Canarias 1. Manteniendo la velocidad de
veinte nudos, alcanzarían su objetivo por la tarde, dentro del margen horario previsto.

Subiño estudiaba la carta de navegación, inquieto. De haber seguido el plan original, su


Task Forcé debería encontrarse a esas horas al noroeste de Madeira, internándose en el
Atlántico en una derrota mucho más larga aunque también más segura. Pero el despliegue
marroquí en las cercanías de Ceuta y Melilla había obligado a cambiar los planes. El ALFLOT
lo había dejado claro: el tiempo apremiaba, y la plataforma tenía que ser tomada antes de
veinticuatro horas, aunque eso implicase que la mayor parte de la nueva derrota cruzase la
Zona de Exclusión marroquí, y, lo que era peor, colocase a la escuadra dentro del radio de
acción de la Fuerza Aérea Real.
—Romeo Uno Papa, aquí Morsa cero nueve. Tengo un contacto bogey con demora cero
nueve ocho, rumbo tres cero cero, velocidad cuatrocientos veinte nudos, altitud veintiocho
mil pies.

El sonido de la radio apartó los pensamientos del contralmirante... sólo parcialmente.


El contacto con aeronaves no identificadas no suponía precisamente buenas noticias. Para
prevenir esa posibilidad, un helicóptero SH-3 AEW Sea King, equipado con un radar
Searchwater para alerta temprana, sobrevolaba la flota, siendo escoltado por un caza-
bombardero Harrier.

—Morsa cero nueve, ¿tienes IFF? —preguntó el oficial de comunicaciones por radio.

—Ahora lo tengo, espera... es un comercial, Romeo.

—Recibido Morsa cero nueve, clasifico como comercial.

En ese momento una tercera voz entró en el circuito de radio. Se trataba de la fragata
Blas de Lezo.

—Romeo Uno Papa, aquí Foxtrot Tres Bravo. Confirmo IFF. Se trata de un avión
comercial. Según el código del transpondedor es un vuelo de Roy al Air Maroc en ruta de
Marrakech a París.

Aunque pareciera que el avión se encontraba demasiado al oeste para esa ruta, en
realidad no era así. En condiciones normales, un vuelo comercial desde Marruecos a Francia
habría sobrevolado la península Ibérica, pero desde hacía un par de días, tras varios
desagradables incidentes, afortunadamente sin consecuencias, entre aviones comerciales y
cazas tanto españoles como marroquíes en misión de defensa aérea, los vuelos entre España y
Marruecos habían sido cancelados. Para los vuelos entre Marruecos y Francia, las compañías
francesas y marroquíes preferían evitar malos entendidos con el Ejército del Aire siguiendo
rutas atlánticas o mediterráneas sobre aguas internacionales. Eran efectos secundarios de una
guerra no declarada, pero sobre cuya realidad nadie abrigaba ya demasiadas dudas.

A pesar de que parecía un vuelo completamente normal, el contralmirante Subiño


ordenó al Harrier que escoltaba al helicóptero AEW, acercarse para una identificación visual.
Pocos minutos después, el piloto informó al buque insignia de la escuadra:

—Romeo Uno Papa, Cobra dos tres. Tally sobre el bogey. Es un 757 con la librea
correcta.

—Recibido Cobra dos tres. Puedes romper el contacto.

—Roger.

El contralmirante se relajó, aunque por poco tiempo. Pensando en la posibilidad de


estarse volviendo paranoico, se preguntó si el piloto del Boeing marroquí sería capaz de
identificar su grupo de batalla desde ocho mil metros de altitud.

Es un hecho cierto que hasta los paranoicos, a veces, tienen enemigos. El comandante
Mohamed, piloto de la aeronave marroquí no había reparado en las estelas de los buques que
sobrevolaba hasta que oyó, sobresaltado, el estridente zumbido de la alarma de colisión de su
avión. Mirando frenéticamente al exterior, pronto descubrió la inesperada presencia de un
caza embarcado español. El interceptor se acercó al avión de pasajeros, volando en formación
con él durante unos segundos, y luego se alejó. El piloto del Harrier, antes de picar hacia el
mar, saludó al avión marroquí con un gesto de la mano, más socarrón que amistoso. La
respuesta del comandante Mohamed fue extender el dedo medio de la mano derecha. No
supo si el español lo había visto o no, pero no le importaba. El piloto marroquí se había
licenciado de la Fuerza Aérea Real algunos años atrás con el grado de comandante, y no había
perdido nada de su espíritu de piloto de combate.

Una vez repuesto del susto, Mohamed se preguntó de dónde había salido ese avión. El
Harrier no era un aparato de gran autonomía y, a menos que estuviera recibiendo
reaprovisionamiento en vuelo, tenía que haber despegado de un portaaviones. ¡Claro!, pensó
el piloto, ¡las estelas! Agachándose, saco de debajo de su asiento los gemelos de gran potencia
que utilizaba para comprobar referencias visuales y enfocó la superficie del mar. Allí estaban.
Seis estelas de espuma tras sus barcos correspondientes. Uno de ellos era, no había duda
posible, un portaaviones.

Tras un momento de reflexión, manipuló los controles de la radio hasta sintonizar la


frecuencia del Centro de Operaciones de Combate de Salé. Se la sabía de memoria.

Madrid.

El Consejo de Ministros tenía un solo punto en el orden del día para su reunión del
viernes, pero aún así iba a ser una reunión larga. Además de los miembros del Gobierno, se
encontraban presentes el jefe de estado mayor de la defensa y el director general del CNI,
acompañado de nuevo por Juan Carlos Talavera.

La crisis en curso tenía múltiples aspectos aún no cerrados y en el análisis de los


mismos, se iba a consumir gran parte de la mañana. Sólo al final entrarían en los aspectos
puramente militares del problema.

El ministro de asuntos exteriores había abierto la reunión con una buena noticia: los
trabajadores civiles de la plataforma petrolífera iban a ser por fin liberados por Marruecos, en
gran parte debido a las gestiones del Gobierno británico, que había intervenido al conocer que
una docena de operarios eran súbditos de Su Graciosa Majestad. Todos ellos saldrían en vuelo
regular con destino a Roma en veinticuatro, o a lo sumo cuarenta y ocho horas. Desde la
capital de Italia cada uno volvería a su país de origen.

El problema de los supervivientes del hundimiento de la Descubierta era bastante más


complicado. Oficialmente no eran prisioneros. Permanecían ingresados en un hospital militar
marroquí por "prescripción facultativa". Nadie sabía cuándo iban a recibir el "alta", pero el
funcionario francés que actuaba como mediador en las muy discretas conversaciones que
tenían lugar en París había dejado caer a los negociadores del Ministerio de Asuntos
Exteriores que la liberación por parte de España de los gendarmes capturados en Perejil
podría contribuir positivamente a una pronta "curación" de los náufragos. El tema seguía en
discusión, pero en las presentes circunstancias no parecía probable que se pudiera llegar a un
acuerdo antes de que la tensión militar experimentase algún alivio.
Tras estos preliminares, el presidente del gobierno pidió al director del CNI una puesta
al día sobre la situación política en Marruecos. El director, tras una vaga introducción, pasó el
testigo, o quizá la patata caliente, a su subordinado.

Talavera, tras ordenar sus papeles y beber agua para aclararse la garganta, se dirigió al
Gobierno.

—Señor presidente, señoras y señores, el escenario político marroquí no se está


moviendo apenas nada desde el comienzo de la crisis. Los principales partidos políticos, más
allá de vagas declaraciones de apoyo a la corona, mantienen un perfil muy bajo. Por supuesto
no esperábamos debates abiertos sobre la situación, pero ni siquiera se están produciendo
declaraciones "off the record" de los líderes significativos. Nada de nada. Mi impresión
personal es que no sienten ninguna prisa por asomar la cabeza. El actual gobierno está
formado por burócratas pertenecientes a partidos pequeños y no es demasiado popular entre
los grandes. La paradoja es que si están donde están, es en parte por la incapacidad de
socialistas y nacionalistas para ponerse de acuerdo y alcanzar algún consenso, que rompa el
empate técnico que mantienen hace años. No hace falta decir que la corona está más que
interesada en que se mantenga la situación, pero en el momento actual estoy seguro de que el
Rey agradecería algo más de apoyo de los representantes electos del pueblo.

En cualquier caso parece evidente que el Gobierno marroquí está solo en esto y no
sabemos, hasta qué punto el Rey aporta su apoyo activo o se limita a observar los
acontecimientos. Mi impresión personal es que se mantiene en segundo plano de forma
deliberada, pero apoya incondicionalmente a su Gobierno, porque en Marruecos no pasa casi
nada sin que el Rey lo apruebe explícitamente.

Aprovechando una nueva pausa de Talavera para beber, el presidente del gobierno hizo
la pregunta que todos tenían en la cabeza.

—¿Qué sabemos de los integristas?

Talavera no pudo evitar suspirar. Sabía que le preguntarían, claro, pero eso no facilitaba
las cosas.

—Respecto a los integristas, como todos ustedes saben, es preciso distinguir entre tres
grandes corrientes, bastante diferentes entre sí. En primer lugar están los moderados. Su
partido, plenamente legal, tiene una importante representación parlamentaria, pero practica
una suerte de "autocontención" que les lleva a no presentar candidaturas en todas las
circunscripciones. Literalmente no quieren ganar, probablemente porque no consideran a la
sociedad marroquí madura para un gobierno islámico. Temen que, de ganar, podrían ser
ilegalizados como pasó hace años en Argelia. Y aún así, los moderados no concitan todas las
simpatías integristas. En un limbo al margen de la ley, técnicamente ilegal pero no
perseguido, se encuentra un amplio movimiento islamista, más social y religioso que político,
mucho más popular entre los marroquíes que los moderados. Suponen una especie de
"conciencia del Islam", pero no tienen ambiciones políticas. No dentro del sistema, al menos.
Respecto a estas dos grandes corrientes, nuestras fuentes de información son, en el mejor de
los casos, poco concretas. Lo que hemos podido averiguar es que, en general, y a pesar del
poco aprecio que sienten por la corona, apoyan al Gobierno en las presentes circunstancias,
principalmente porque nosotros —Talavera hizo una mueca—, les resultamos todavía menos
simpáticos que su Gobierno. Pero los integristas que de verdad nos preocupan son los
genuinos radicales. Son pocos, pero violentos y fanáticos, y se agrupan en dos o tres grupos
ilegales que probablemente mantienen fluidas relaciones con Al-Qaeda. Uno de ellos,
conocido como el "Grupo Combatiente Marroquí", no tengo aquí ahora el nombre árabe,
participó activamente en el 11 M. Creemos que es el más activo y "prestigioso". Respecto a su
posición ante la crisis, sólo podemos especular. Una fuente indirecta, pero bastante fiable,
nos ha transmitido la idea de que se están frotando las manos ante la posibilidad de una
guerra abierta. Especialmente ante una posible derrota marroquí que les allanaría el camino
para un asalto al poder. Ya se pueden ustedes imaginar que, de ser cierto, eso nos puede
complicar bastante la vida.

—Claro —interrumpió el presidente—. Si perdemos es malo, pero si ganamos...

—Si ganamos, a la larga, puede ser peor. Exactamente señor presidente. En cualquier
caso nuestra información es muy limitada a este respecto. Sólo puedo añadir que trabajamos
intensamente sobre el problema.

El ministro de defensa carraspeó.

—¿Tienen a alguien sobre el terreno?

Talavera no contestó. Se limitó a mirar a su director. No era conveniente hablar


demasiado sobre operaciones en marcha. Ni siquiera en aquella sala, y el ministro de defensa
debería saberlo mejor que nadie. De hecho, enseguida se dio cuenta de que había hecho una
pregunta poco conveniente y se apresuró a retirarla con una disculpa. De todos modos no
importaba. El silencio de Talavera había sido suficientemente elocuente.

Tetuán, Marruecos.

Alfredo Suárez volvió a blasfemar mentalmente. ¿Cómo coño se habría dejado enredar
para volver a aquella ciudad? La respuesta no era complicada: Talavera, el cabrón aquel del
CNI con cara de despistado le había retorcido el escroto hasta hacerle hablar en un tono dos
octavas más alto del suyo habitual. Metafóricamente, por supuesto.

La presión había sido educada pero inexorable, hasta hacerle acceder con un suspiro de
resignación. Lo que le hizo finalmente aceptar había sido la garantía de que viajaría bajo un
pasaporte norteamericano expedido por la embajada yanqui y recogido allí por él mismo, de
mano de un cubano que le había asegurado que Talavera era un gran tipo. Bueno, al menos no
acabaría sus días en una cárcel marroquí acusado de espionaje. O eso esperaba.

—Venga, sal ya —un codazo de Carlos Cuenca sacó al médico de su mundo interior
para devolverle al calor de la mañana africana. Con un suspiro salió del coche y caminó por
la polvorienta callejuela en dirección a la casa de Mohamed Hammadi, con una desgana
que traducía su estado de ánimo. No veía la utilidad a aquella maniobra. No veía utilidad,
pero sí riesgo. Mucho riesgo.

La puerta estaba entreabierta, pero naturalmente, no entró. Llamó al timbre y esperó


educadamente, aunque en su fuero interno deseaba entrar o salir corriendo. Todo menos
quedarse allí como un pasmarote, a la vista de cualquiera que pasara.

—¡Doctor Suárez!—esta vez fue el propio Hammadi quien le abrió la puerta—. Pase,
por favor, pase.
Alfredo Suárez inclinó la cabeza en un silencioso saludo al marroquí. Luego inspiró
profundamente y entró.

Sidi Slimane, Marruecos.

Hacía muchísimo calor en los áridos terrenos de la base aérea de Sidi Slimane. El sol
de media mañana parecía querer fundir el asfalto de las pistas, arrancándole
reverberaciones y creando falsos charcos en su superficie. Nada invitaba a salir de los
barracones donde los pilotos del escuadrón Atlas dormitaban o jugaban a las damas tras
una mañana de continuas alertas y cancelaciones. Sus aviones, mientras tanto, perma-
necían en los refugios acorazados de la base con los depósitos de combustible llenos y las
armas colgadas de sus pilones bajo el fuselaje.

Abdelkrim Zayid, teniente coronel de la Fuerza Aérea Real, dejó el periódico sobre la
mesa y volvió a sacar la calculadora de un bolsillo de su mono de vuelo. Desde el briefing
celebrado a primera hora de la mañana, cuando apenas había amanecido, había repetido
los cálculos de combustible cada media hora, cada vez más preocupado al estimar el
desplazamiento hacia el sur de su objetivo. Estaba tan concentrado que dejó caer la
calculadora al suelo, sobresaltado por el estridente sonido del teléfono. Con un gruñido
levantó el auricular, poniéndose instintivamente en posición de firmes al reconocer la voz
al otro lado de la línea telefónica.

Un minuto después, con una tensa sonrisa en los labios, más indicativa de ansiedad
que de alegría, se volvió a sus hombres y dijo lacónicamente:

—Señores, ha llegado la hora de entrar en combate. Dentro de unas horas, si Dios


quiere, volveremos a casa con la victoria.

—¡Insh Allah, Dios lo quiera! —repitieron los pilotos, sintiendo sin duda el peso de su
responsabilidad sobre los hombros. Luego, uno por uno, salieron al calor de las pistas y
montaron por parejas en varios jeeps abiertos que les condujeron a los refugios donde
esperaban sus aviones.

Zayid fue el primero en llegar a su aparato. Disfrutando del relativo frescor de la


sombra proporcionada por el refugio de hormigón, el teniente coronel rodeó con impaciencia
el estilizado avión de combate, un Mirage F-1 EH 200, de silueta vagamente parecida a la de
una cigüeña, ansioso por encaramarse a la carlinga.

Pero cada una de las comprobaciones que hacía era vital para el éxito de su misión, y se
obligó a seguir los puntos de la lista que un suboficial mecánico iba leyendo en voz alta y
marcando en una tablilla. Lo último que comprobó era también lo más importante: el bruñido
misil que colgaba del vientre de su pájaro. El Exocet de fabricación francesa era, o al menos
así lo creía Zayid, uno de los secretos mejor guardados de la Fuerza Aérea Real, ya que,
supuestamente, sus aviones no estaban preparados para lanzarlo. Pero eso había cambiado a
finales de 2002, después de la humillación de Leyla, aunque la modificación necesaria en la
electrónica de los Mirage había resultado tan endiabladamente cara que sólo había sido
posible completarla en seis unidades, las mismas que en ese momento arrancaban una tras
otra sus reactores Atar.
Galvanizado por el estruendo del despertar de las máquinas, Zayid completó su
inspección y dio el visto bueno a su mecánico, que se cuadró y saludó antes de ayudar al
teniente coronel a subir al avión. Pocos minutos después, el Mirage alcanzó la cabecera de la
pista, seguido por las otras cinco máquinas de su escuadrilla, y, tras recibir la autorización de
la torre, se elevó en el aire cálido de la mañana.

Rabat, Marruecos.

El general Munjib recibió la noticia del despegue de la fuerza de ataque de manos de su


secretario, mecanografiada en un formulario de mensaje. El ministro pensó distraídamente,
mientras desdoblaba el papel, que tendrían que pensar en informatizar esa sección... si
después de aquello quedaba alguna sección que informatizar. Con un gruñido, que su
asistente interpretó como una orden para salir zumbando, y un movimiento de cabeza, apartó
el inoportuno pensamiento de su cansada mente. Munjib sabía que el estrés provocaba en
mucha gente algo parecido a la euforia, pero a él siempre le tornaba el ánimo sombrío. No era
exactamente pesimismo, sino algo parecido a un fatalismo que, paradójicamente, no le
inmovilizaba.

Por lo demás, cualquiera que fuera su estado de ánimo, la suerte estaba echada y no era
momento de reflexionar sobre ello. Por el contrario, había llegado la hora de poner toda la
carne en el asador. Si acertaba o se equivocaba... no tardaría demasiado en averiguarlo.

Mientras encendía un cigarrillo con la colilla del anterior (y tal vez debería pensar
también en dejar de fumar), levantó el auricular del teléfono y pulsó uno de los botones de
marcación directa señalado con una etiqueta. Al otro extremo de la línea, el almirante Yussufi
recibió sus órdenes con una sonrisa. A diferencia del ministro, el ánimo del almirante no era
para nada sombrío.

Arrecife, Lanzarote.

Antonio Lucas salió corriendo de la sala de guardia habilitada en uno de los hangares del
aeropuerto civil de Arrecife hacia el punto de aparcamiento de su F-18. No sonaba ninguna
sirena, pero eso no hacía que la orden de "scramble" fuera menos perentoria. Pocos metros
por delante de él, corría Bárbara, "Barbie", Sandoval, hacia su máquina, decorada con una
bandera marroquí justo bajo el borde de la carlinga. Aquello no era reglamentario, claro, pero
nadie había protestado. Lucas no pudo evitar admirar el cuerpo atlético de la teniente, tan
distinto sin embargo al de la muñeca que le prestaba su apodo, con un punto de deseo
mezclado con remordimiento. Cuarenta y ocho horas antes, tras aterrizar y ser recibidos como
héroes por el personal de tierra tras su victoria, habían cenado juntos en el restaurante del
aeropuerto y luego habían alquilado una habitación en un hotel cercano. Lucas sabía que,
aunque viviera cien años, no volvería a echar otro polvo como aquel. Entre otras cosas porque
Sandoval estaba casada, y... bueno, aquello no estaba bien.

Una cosa buena que tiene tener dos turboventiladores de doble flujo General Electric
F404 de 7-258 kilos de empuje unitario a plena postcombustión debajo del culo, es que no te
quedan demasiadas posibilidades de pensar en nada que no sea cómo dominar toda esa
potencia y convertirla en una carrera de despegue decente. De ese modo, el capitán Lucas
olvidó, al menos de momento, sus problemas con las mujeres para concentrarse en algo que,
sin la menor duda requería de toda su capacidad mental con más urgencia.

—Torre, Halcón dos cuatro, dos aviones pidiendo permiso para despegar en scramble.

—Halcón dos cuatro, Torre. Autorizados. Tenéis libre tráfico en todos los vectores.
Tened cuidado y... ¡buena caza, joder!

La voz del controlador tenía un punto de emoción reprimida, como si le diera vergüenza
pronunciar las palabras tantas veces oídas en películas bélicas. Nadie se había acostumbrado
todavía al hecho cierto de que estaban en guerra. Parecía algo lejano. Y sin embargo, Lucas lo
había vivido en primera persona hacía poco tiempo, era muy real.

Inmediatamente después de plegar el tren de aterrizaje, mientras trepaba hacia el cielo


azul, el capitán Lucas se despidió de la torre y cambió la frecuencia de radio a la del control de
Gran Canaria.

—Papayo, Halcón dos cuatro. Necesito un vector.

—Buenos días Halcón dos cuatro, aquí Papayo. Te tengo en el radar. Recomiendo vector
cero ocho tres. Tenemos bandidos acercándose a baja altura con destino estimado en Gando.
Cuento ocho bandidos, probablemente F-5. Ya tenemos una patrulla de interdicción en
camino, pero quiero que controles el flanco norte por si cambian de rumbo en el último
momento.

—Roger Papayo. Virando para vector cero ocho tres, ángeles treinta.

Lucas viró y elevó el morro de su aparato para ganar altitud mientras se relajaba
ligeramente. Su misión era sólo controlar el flanco. Serían sus compañeros de escuadrón, que
habían despegado de Gando, los encargados de interceptar esta vez a los bandidos
marroquíes. Seguramente lo estarían deseando.

Océano Atlántico.

La fragata marroquí Hassan II cortaba las olas a su máxima velocidad sostenible


siguiendo la estela de su gemela Mohamed V. Ambos buques llevaban varios días patrullando
el Atlántico, entre Madeira y Canarias, pero ahora que la flota española había sido localizada,
navegaban a su encuentro con una decisión que, en vista del desequilibrio de fuerzas, parecía
poco menos que suicida. Ambos buques, construidos en Francia, desplazaban algo menos de
tres mil toneladas, y si bien eran los navios más poderosos del África Occidental, resultaban
francamente insuficientes para enfrentarse a la séptima potencia naval del mundo. Pero esa
situación se había dado muchas veces en la historia naval. Y no con poca frecuencia, el valor,
la inteligencia y la determinación del contendiente inferior había sido capaz de sobreponerse a
la prepotencia del teórico superior. Y además hacía falta suerte, pensó el comandante de
la Hassan II mientras consultaba la carta con el ceño fruncido.

A la velocidad actual, y si la posición estimada del enemigo era correcta, el helicóptero


Panther de la Mohamed V, que actuaba en ese momento como piquete radar veinte millas al
sureste de la agrupación naval marroquí, debería informar del contacto con la flota española
en menos de media hora. Luego se dejaría caer como una piedra bajo el horizonte radar y
volvería a su buque madre mientras el otro helicóptero, el de su buque, tomaba el relevo para
aparecer en las pantallas de radar españolas cincuenta millas más al norte. Eso daría que
pensar a esos soberbios, vaya que sí.

Mar de Alborán.

—Mi comandante, le llaman del sonar. ¡Mi comandante! Luis Martínez, comandante del
submarino Siroco, se despertó con dificultad, mezclando por un momento sueño y realidad
hasta orientarse por completo. Había dormido poco y mal los últimos tres días y había
decidido echarse una siesta después de un temprano almuerzo en vista de que las cosas
parecían tranquilas. Cuando miró el reloj descubrió con fastidio que apenas había dormido
media hora. El hecho de que su sueño hubiese sido tan profundo hablaba claramente de la
intensidad de su cansancio. Con un gruñido se estiró y abandonó su microscópica cámara
para dirigirse a la cámara de control sin molestarse siquiera en ponerse los zapatos. A poco
que su segundo pudiera manejar la situación estaba decidido a volver al catre a toda
velocidad.

—¿Qué pasa Simancas? ¿Novedades?

—Sí, mi comandante. Los contactos han aumentado la velocidad y caen al sur. Deben
haberse hartado de dar vueltas sin ton ni son.

—¿Vuelven a puerto?

—Es imposible saberlo. Ahora mismo están aproados a Chafarinas. Supongo que
virarán tarde o temprano para no acercarse demasiado a las islas.

El comandante miró la carta. Su posición actual le colocaba a igual distancia de las islas
Chafarinas y de los buques marroquíes, quedando al oeste de ambos. Si el comandante
marroquí decidía rodear las islas por poniente le iban a pasar prácticamente por encima. Si
viraban a levante, por el contrario, se alejarían del submarino y el riesgo de perderles sería
grande.

—¡Avante para diez nudos!, rumbo al cero nueve cero. Vamos a cota periscópica —dijo
Martínez en voz alta. Mientras el submarino aumentaba su velocidad y la proa se inclinaba
suavemente hacia arriba, el segundo comandante enarcó las cejas, animando a su superior a
explicarse. Sabía que a Martínez le gustaba explicar sus decisiones y a él le gustaba oírlas.

—Vamos a acercarnos un poco. Si vienen hacia nosotros no cambiará nada, pero si


viran a babor tendremos bastante distancia adelantada. En cualquier caso estoy muy
mosqueado con estos tíos. No entiendo qué hacen aquí, y no me gusta lo que no entiendo.

—¿No estarán pensando en desembarcar? —dijo el segundo.

—Lo dudo. Al fin y al cabo sólo llevan unas pocas zodiacs entre la corbeta y los
patrulleros y en Chafarinas hay por lo menos una sección reforzada de Regulares. No tendrían
ni para empezar... —se detuvo bruscamente— A menos que...
Isla de Isabel II, Archipiélago de las Chafarinas.

El sargento primero Enrique Pérez terminó su café y dejó la taza en el fregadero. Había
comido un bocadillo y una coca—cola de pie en la cocina de la cantina y se disponía a hacer
otra ronda para controlar las posiciones defensivas de sus Regulares. Cuando salió fue por un
momento consciente del ruido constante de los generadores que abastecían de electricidad a
la guarnición y luego lo olvidó de nuevo. Era como el ruido del tráfico en una ciudad: con el
tiempo te acostumbras.

Tras un corto paseo, Pérez llegó al punto más alto de la isla, conocido como "La
Conquista", donde se alzaba el faro, al lado del cual se apostaba el equipo TOW adscrito
temporalmente al pelotón de armas de su sección. Desde allí tenía una vista privilegiada de
todo el perímetro de la isla. Y aunque el misil TOW era un arma antitanque, y no era muy
probable que aparecieran tanques por allí, Pérez sabía que resultaría igualmente letal, o más,
si se usaba contra cualquier embarcación menor que una fragata. Junto al lanzador TOW, y
aportado también por la sección de armas de la compañía para reforzar su sección, se
encontraba un lanzador Mistral, misil antiaéreo ligero de guía infrarroja.

Océano Atlántico.

—Romeo Uno Papa, aquí Morsa uno uno, tengo bogeys con demora uno siete ocho.
Cuento cuatro... no, cuento seis contactos en aproximación por el sur, a cuatro cero millas. No
tengo una lectura de altitud, pero estimo menos de tres cero cero pies. Vuelan bajo, Romeo.

—Morsa Uno Uno, aquí Romeo Uno Papa. Te copio seis bogeys con demora uno siete
ocho, cuatro cero millas, tres cero cero pies. Recibido.

El oficial de comunicaciones del portaaviones Príncipe de Asturias, de pie detrás de la


consola de radio, alcanzó el teléfono interior y llamó al puente para avisar al comandante.
Mientras tanto, el oficial táctico se afanaba junto al resto de la guardia del CIC en comprobar
la posición de los contactos en la carta y en determinar las acciones a tomar.

Por encima de ellos, a tres mil metros de altitud, el helicóptero AEW Sea King, gemelo
del que esa misma mañana había detectado un inocente avión marroquí de pasajeros, se
esforzaba por afianzar el nuevo contacto. A bordo, el brigada Pertejo se dejaba los ojos en la
pantalla del radar. Los bogeys volaban bajo y su señal se confundía a ratos con el "clutter"
marino, el abigarrado conjunto de ecos radar devueltos por las olas. A pesar de que el
procesador del radar eliminaba mucho de ese ruido, todavía dejaba trabajo suficiente para los
operadores humanos. Más que suficiente.

—iSon ocho, joder! —dijo Pertejo tras un rato de apoyar un dedo innecesariamente
sobre la pantalla. Sin pensar mucho en ello, cogió un clínex de una caja situada a su lado y
limpió la pantalla plana. Los contactos estaban ahí, mucho más claros ahora y ninguno
respondía a las señales del IFF.

El brigada, buscando instintivamente al Harrier de escolta a través de la pequeña


ventanilla ubicada a su izquierda, llamó de nuevo al portaaviones:
—Romeo Uno Papa, aquí Morsa uno uno. Corrijo número de contactos. Son ocho.
Repito son ocho. Los clasifico como hostiles. Actualizo demora a uno siete siete. Distancia tres
cinco millas, altitud dos cero cero pies.

—Roger, Morsa uno uno, recibido alto y claro. Manténgase alerta.

La orden de zafarrancho de combate dada a bordo del Príncipe de Asturias, y un minuto


después en el resto de los buques del grupo de batalla, produjo un efecto galvanizante en las
tripulaciones. En pocos minutos cada miembro de cada tripulación, ya ocupaba un lugar
determinado de antemano. Las compuertas estancas quedaron cerradas y el armamento listo
para ser utilizado, mientras en los puentes los comandantes escrutaban el horizonte con sus
binoculares, ataviados con capuchas y guantes ignífugos y cascos de kevlar. Todos los equipos
estaban a punto, salvo algún pequeño fallo que los técnicos se afanaban para corregir.

Pero en ningún navio la actividad era tan frenética como sobre la cubierta de vuelo del
portaaviones, donde la tripulación, vestida con chalecos de diferentes colores relacionados
con la tarea de cada uno, ponía a punto los cazabombarderos AV-8B Harrier Plus. En menos
de tres minutos desde el inicio del zafarrancho, el primer cazabombardero estaba colocado
sobre la marca de los trescientos pies, listo para despegar en cuanto el portaaviones terminase
de aproarse al viento.

Cuando el navio estabilizó su rumbo, apenas un minuto después, el director de vuelo,


tras una última mirada al primario de vuelo, saludó al piloto y tocó la pista con la mano. Era la
señal tradicional de autorización para el despegue y el piloto levantó el pulgar para indicar su
asentimiento. Luego empujó a fondo la palanca de gases y esperó un instante hasta sentir que
el avión, retenido por sus poderosos frenos, intentaba encabritarse. En ese momento soltó los
frenos y sintió cómo su cuerpo se aplastaba contra el asiento por la salvaje aceleración de su
máquina. Los cien metros de pista que le separaban del aire, o del mar, volaron bajo el tren de
aterrizaje. Pero eso no era nada comparado con el último tramo de la cubierta, inclinada hacia
arriba en un ángulo de doce grados, que impulsó las más de diez toneladas del aparato y su
carga, con un salto vertiginoso semejante a los saltos de esquí. No en vano los ingleses,
inventores de tal ingenio, lo habían denominado "Ski jump".

Apenas el AV-8 se hubo afianzado en el aire, con la ayuda silenciosa del aliento
contenido del director de vuelo, un segundo cazabombardero inició la secuencia de despegue.
Tres minutos después, seis Harrier formaban sobre el portaaviones y tomaban rumbo sur
para hacer frente a la amenaza, mientras el solitario escolta del helicóptero Sea King volvía al
Príncipe de Asturias para repostar. Los otros tres cazas seguían en el hangar sometidos a los
frenéticos cuidados de los mecánicos de la novena escuadrilla, decididos a ponerlos a punto en
un tiempo récord.

Gran Canaria.

En la sala de control del Grupo de Mando y Control de Canarias, varios suboficiales y


oficiales del Ejército del Aire se afanaban ante las pantallas de radar llenas de datos
suministrados por el gran radar de alerta aérea del EVA n° 21, del Pico de las Nieves. Estaban
trabajando con datos "crudos", reduciendo el procesamiento informático del sistema al
mínimo para evitar sorpresas. Ese procedimiento tenía la ventaja de que era improbable que
aviones potencialmente hostiles, burlaran a los ordenadores simulando ser inocentes aparatos
comerciales, pero, en contrapartida, la carga de trabajo para los controladores se
multiplicaba, al tener que discriminar todas las señales, incluyendo los ecos falsos,
atribuibles, por ejemplo a bandadas de pájaros o a simples "ruidos" electrónicos. En una de
las pantallas, sin embargo, sólo se veían las trazas ya identificadas y clasificadas como hostiles
del paquete de aviones marroquíes que se acercaban a la isla de Gran Canaria. Eran ocho pe-
queños iconos de color rojo con forma de "V" invertida. Un pequeño trazo bajo cada icono,
mostraba gráficamente rumbo y velocidad de los "bandidos". Si seguían así, en pocos minutos
estarían al alcance de los misiles Sparrow de los F-18 que habían salido a su encuentro y cuyos
iconos azules acababan de aparecer en la pantalla táctica.

—No tiene sentido —pensó en voz alta el suboficial que permanecía sentado frente a la
consola apuntando periódicamente los cambios en la posición de los contactos.

Un comandante del Ejército del Aire se inclinó sobre su hombro.

—¿Qué no tiene sentido, sargento?

—El perfil de vuelo de estos, mi comandante. ¿Están tontos, o qué? Si siguen así nos los
vamos a comer con patatas, y una cosa es que sean moros, y otra que sean gilipollas... con
perdón.

El comandante se rascó la barbilla, pensativo. El sargento tenía razón, claro. Aquello no


era un perfil de ataque muy lógico, volando alto a la vista de todo el que quisiera ver. A menos
que fuera una finta, que tampoco sería tan raro.

No había pasado un minuto cuando los pilotos marroquíes decidieron dar la razón a los
controladores. En una maniobra perfectamente sincronizada, viraron noventa grados a la
izquierda, adoptando rumbo sur para volar de forma paralela a la costa canaria, cuidando de
mantenerse fuera del espacio aéreo español, por más que, a aquellas alturas, eso hubiera
perdido gran parte de su significado. En cualquier caso los interceptores españoles, siguiendo
instrucciones de "Papayo", viraron a su vez para mantenerse entre los aparatos marroquíes y
la costa.

Océano Atlántico.

Una vez lanzados los Harrier, el portaaviones Príncipe de Asturias viró de nuevo para
recuperar el rumbo original. A bordo, el contralmirante Subiño hablaba por radio con el
capitán de fragata Pérez de Castro, comandante de la Blas de Lezo, que actuaba como
comandante de guerra antiaérea del grupo de combate del Príncipe. A partir de ese momento,
la fragata de Pérez de Castro, por ser la unidad más moderna y mejor dotada de la agrupación
para enfrentarse a la amenaza aérea, coordinaría a todos los buques en la defensa frente a los
aviones que se aproximaban desde el sur.

—¿Cómo lo ves, Fernando? —dijo el contralmirante.

—Por el momento no es nada que no podamos manejar, almirante. Los Harrier de la


novena no deberían tener ningún problema para espantarnos a esos. Recomiendo mantener
rumbo y velocidad, pero si los "bandidos" mantienen su propio rumbo deberíamos encender
los equipos. Es casi seguro que saben que estamos aquí, de todos modos.
—Tienes razón. Lo que me pregunto es cómo demonios nos habrán localizado. ¿Sería el
comercial que detectamos por la mañana?

—Bien pudiera ser, almirante. O un pesquero... o pura chiripa. Vaya usted a saber.

En ese momento ambos interrumpieron la conversación. El líder de la escuadrilla de


cazabombarderos españoles acababa de entrar en el circuito de radio.

—Foxtrot Tres Bravo, habla Cobra dos cinco. Tengo tracking sobre los bandidos.
Permiso para iluminarlos.

—Autorizado para iluminarlos, Cobra. Proceda.

Los seis AV-8B Plus, desplegados en una formación escalonada por parejas,
manipularon los mandos de sus radares para ponerlos en modo de control de fuego y fijarlos
en sus blancos respectivos. Las coordenadas de los aviones marroquíes pasaron a través de
complejos cableados a los misiles que colgaban amenazadores de las alas de las aeronaves y se
almacenaron en los cerebros electrónicos de las armas. En milésimas de segundo, los haces de
radar que partían de los morros de los cazas españoles rebotaron en sus blancos, asignándoles
un ominoso destino.

—Foxtrot Tres Bravo, Cobra dos cinco —la voz del líder de la escuadrilla de cazas sonó
algo más tensa ahora—. Tenemos a los bandidos en "Lock-on". El IFF sigue negativo y
mantienen el rumbo. Solicito permiso para abrir fuego.

El capitán de fragata Pérez de Castro no vaciló. Sus reglas de enfrentamiento estaban


claras y había discutido ese supuesto con el contralmirante Subiño. Hizo un gesto al operador
de radio.

—Cobra dos cinco, aquí Foxtrot Tres Bravo. Armamento libre. Repito. Armamento
libre.

—Roger, Foxtrot, recibido. ¡Fox Uno, Fox Uno, Fox Uno!

Una línea de humo blanco partió de debajo de cada uno de los cazas españoles. Un
segundo después, dos de ellos dispararon un segundo misil AIM-120 AMRAAM. Cada uno de
los aviones agresores tenía asignada un arma y si la empresa Hughes, fabricante del ingenio,
no exageraba, sus posibilidades de escapar iban a ser mínimas.

Mientras los Harrier disparaban sus misiles AMRAAM contra los aviones enemigos, el
brigada Pertejo, a bordo del helicóptero AEW, no despegaba la vista del monitor de su radar.
Llevaba mucho rato así y un dolor leve pero insistente en la parte posterior de su cuello, le
recordaba la tensión a la que estaba sometido. Se acababa de frotar los ojos, de modo que al
principio pensó que la duplicación de las imágenes se debía a su gesto, pero rápidamente se
dio cuenta de que no. De cada punto que indicaba la presencia de un avión marroquí acababa
de desprenderse otro punto más pequeño. Casi gritó:

—¡Foxtrot Tres Bravo, aquí Morsa uno uno, los bandidos están lanzando! ¡Repito,
Foxtrot, los bandidos están lanzando!
A bordo de la Blas de Lezo, Pérez de Castro casi saltó en su asiento. Sin embargo respiró
hondo y se obligó a hablar con un tono de voz normal.

—Encender todo. Modo manual.

A la orden de su comandante los técnicos de radar del CIC de la fragata pulsaron los botones
correspondientes en sus consolas y, como por arte de magia, los grandes monitores planos se
iluminaron con la presentación táctica generada por el sistema AEGIS. Bastantes metros
sobre sus cabezas, sobre las facetas de la amazacotada superestructura de la fragata, cada uno
de los cuatro paneles planos del radar SPY-1 D comenzó a emitir un millón de vatios de
energía electromagnética capaz de detectar casi cualquier cosa que entrara dentro de su
alcance.

Cincuenta millas al nordeste de la escuadra española, Abdelkrim Zayid, teniente coronel


de la Fuerza Aérea Real, dio un leve respingo cuando la luz roja del receptor de alerta radar
destacó en el cuadro de mandos de su Mirage F-1. La intensidad del zumbido que
acompañaba a la luz le indicó que probablemente se encontraba por debajo del umbral de
detección del radar hostil. No obstante, y para mayor seguridad, empujó la palanca de mando
de su avión para descender otros doscientos pies. En ese momento, el zumbido de alerta de
colisión con el suelo sustituyó al alertador radar, que se apagó casi simultáneamente. Zayid,
sin poder evitar tragar saliva por la tensión, desconectó el molesto pitido. Bajo la panza de su
Mirage, sólo veinte metros lo separaban de la cresta de las olas.

El veterano piloto recordó haber leído que, durante la guerra de las Malvinas, los pilotos
argentinos tenían problemas con los rociones de agua de mar sobre el parabrisas, tan bajo
volaban para evadir los radares británicos. Gracias a Dios, bendito fuera Su santo nombre, las
condiciones meteorológicas que el destino le había deparado a Zayid eran mucho mejores que
las que habían tenido que afrontar los bravos pilotos australes.

Isla de Isabel II, Archipiélago de las Chafarinas.

Más que oírlo, lo sintió llegar. Un estremecimiento en el aire caliente y, enseguida, la


explosión. No le pareció una explosión grande, pero sin duda había sido cercana. Muy
cercana.

Enrique Pérez se levantó despacio del suelo pedregoso. No sentía dolor alguno, pero
notaba una sensación de humedad en la mejilla. Se limpió con la mano y comprobó que se
trataba de sangre. Buscó la herida con sus dedos, pero no encontró ninguna. Pronto se dio
cuenta de que la sangre salía de su oído. Afortunadamente no parecía que fuera una
hemorragia muy intensa y la relativa tranquilidad que ese descubrimiento le procuró, le
permitió empezar a interesarse, aún aturdido, por su entorno.

En ese momento cayó la segunda granada de 76 milímetros, y la tercera, y la cuarta. En


pocos segundos, "La Conquista" desapareció bajo una nube de polvo y humo que hubiera
ocultado la luz del sol a los ojos del sargento Pérez, si éste se hubiese encontrado en
condiciones de mirar al cielo. Lo único que pudo hacer, sin embargo, fue sujetarse el casco con
las manos mientras se pegaba al suelo durante los tres minutos largos que duró el cañoneo.
Cuando por fin cesó y el suave viento de poniente arrastró la nube hacia el este, el sargento
buscó frenéticamente a sus hombres. Pero no encontró a nadie. Sólo la carcasa retorcida de un
misil TOW, que ya no sería lanzado, daba fe de que allí se había encontrado una posición
defensiva del regimiento de infantería ligera Regulares de Melilla n° 52.

Pérez salió corriendo pendiente abajo. Ni siquiera se molestó en encorvarse, mientras


una sola idea ocupaba su mente: la radio.

Océano Atlántico.

A bordo de la Fragata Blas de Lezo, el capitán de fragata Pérez de Castro estudiaba la


gran pantalla táctica que representaba a la escuadra de cuya defensa antiaérea era
responsable. Los escoltas formaban un vago círculo irregular en tomo al portaaviones
Príncipe de Asturias, buque insignia de la agrupación, y al buque de aprovisionamiento
Patino. Ambos navegaban con rumbo sur en una derrota paralela a la costa marroquí. Cinco
millas al sur se encontraba la fragata Extremadura, cumpliendo la función de piquete radar.
Ella era la nave más cercana al ataque marroquí, y la que, por tanto, corría más peligro en
aquel preciso momento.

También por delante de la agrupación, milla y media al sudeste y al sudoeste


respectivamente, la fragata Canarias formaba con su gemela la Santa María la segunda línea
defensiva. Por fin, la Blas de Lezo, una milla a popa del portaaviones, protegía con su
presencia cercana lo que los americanos llamaban los "HVA", o "high valué assets", en
definitiva los buques más grandes y a la vez más indefensos.

Frente a los ojos del comandante, casi en el margen inferior de la pantalla, los iconos
azules que representaban a los misiles AMRAAM lanzados por los Harrier del Príncipe
acortaban con rapidez e inexorablemente, las distancias con los pequeños triángulos rojos
correspondientes a los aviones marroquíes. Éstos habían dado la vuelta hacia el sur
inmediatamente después de lanzar su propio armamento. Pero... ¿qué armamento? Todos los
informes de inteligencia que Pérez de Castro conocía afirmaban que Marruecos no disponía
de misiles antibuque lanzables desde aeronaves. Sin embargo no podía permitirse el lujo de
creer esos informes. No en esas circunstancias.

En ese momento, los iconos azules de los misiles españoles se hicieron indistinguibles
de los rojos, y enseguida ambos empezaron a desaparecer por parejas.

—¡Splash! Aquí Cobra dos cinco. Tengo un splash... no, corrijo, tengo tres splash.

—Te copio Cobra dos cinco, aquí Foxtrot tres Bravo. Pero yo cuento cinco blancos
batidos. Repito: cuento cinco blancos batidos.

—Roger Foxtrot, hemos bajado cinco bandidos. Los otros tres han evadido y caen al sur
muy rápido. No los vamos a poder alcanzar.

—¡Olvida los bandidos Cobra dos cinco! Tenemos misiles entrando al uno ocho cero.
Búscalos y destrúyelos.

El piloto de Harrier no había olvidado el aviso de disparo hostil dado por el helicóptero
AEW, pero su alertador de amenazas había permanecido apagado. Desde luego no se trataba
de misiles aire-aire. Bien, si eran misiles antibuque descenderían al nivel del mar para luego
estabilizarse a muy baja altitud. Allí tendría que buscarlos. Con una señal a su punto, hizo
picar su caza en un pronunciado ángulo de descenso mientras escudriñaba el horizonte
meridional, sin ver otra cosa que el reflejo del sol en las olas.

El helicóptero Sea King AEW, adelantado ahora bastantes millas al grupo de batalla
español, buscaba también frenéticamente los misiles enemigos con su radar Searchwater
protegido por un domo hinchable. Cuanto antes los detectara, más tiempo tendrían para
abatirlos. Pero, para mayor sufrimiento del cuello del brigada Pertejo, los misiles no
aparecían.

—Ya deberían estar dentro de nuestro alcance, joder —dijo Pertejo al piloto con un
gruñido que era una mezcla de dolor físico y frustración—. Lo único que nos podrían lanzar
son Exocet y los chismes esos tienen una RCS del carajo.

El piloto del helicóptero, un teniente de navio, apreciaba y respetaba a su radarista.


Sabía que era el mejor de la escuadrilla y si decía que tenían que estar dentro del alcance del
radar, era que tenían que estar. En cualquier caso no podían seguir alejándose del Príncipe de
Asturias: en menos de cinco minutos alcanzarían el punto "bingo fuel" y tendrían que regresar
al portaaviones.

—Voy a dar la vuelta, Pertejo. Tú sigue vigilando esa pantalla.

Mar de Alborán.

—¡Estabilizado cota periscópica! —dijo el marinero que se sentaba ante los controles de
los planos de inmersión. Habían subido un poquito demasiado deprisa para su gusto, y eso
siempre entrañaba el riesgo de que parte del casco del submarino pudiera llegar a asomar
sobre la superficie... en el peor momento posible para ser indiscretos.

—Bien hecho, chaval.

Luis Martínez accionó la palanca que hacía subir el periscopio. La maniobra de llevar el
submarino a cota periscópica había durado algo más de cinco minutos. Afortunadamente no
estaban a demasiada profundidad cuando el operador de sonar avisó que oía disparos.

Isla de Isabel II, Archipiélago de las Chafarinas.

Aquello era una pesadilla. Enrique Pérez no había podido entrar en la vieja edificación
que albergaba el puesto de mando de la guarnición. Antes de llegar, el cañoneo que había
machacado a sus hombres en la loma se había desplazado al centro de la isla y acababa de
hundir el techo del cuarto de la radio. Cubiertos de polvo, un cabo y un soldado salieron
tambaleándose de las ruinas, aparentemente ilesos.

—Álvarez, ¿has dado aviso?

—No, mi sargento, el generador se ha caído al principio del bombardeo y cuando hemos


podido arrancar el auxiliar, han empezado a zumbarnos a nosotros. Hemos salido de milagro.
El cabo temblaba visiblemente, aún bajo el efecto del shock.

—¿Y el teniente?

—Está muerto, mi sargento. Una viga...

Una nueva granada les obligó a hacer cuerpo a tierra. Un minuto después corrían hacia
el sur de la isla, hasta un promontorio cerca del embarcadero, en donde se encontraba
atrincherado el grueso del destacamento.

Mar de Alborán.

—¡Arriba periscopio! —Luis Martínez siguió con su cuerpo el ascenso del instrumento
sin despegar los ojos de la óptica. Mientras describía un rápido giro de trescientos sesenta
grados, un suboficial mantenía en la mano un cronómetro e iba cantando los segundos de
exposición, al mismo tiempo que un vídeo grababa todo lo que el comandante veía
directamente. Cuando el suboficial anunció el séptimo segundo sobre la superficie, Martínez
hizo bajar el periscopio con un golpe seco. En un "pinchazo" tan rápido era muy improbable
que les detectaran, o al menos eso esperaban todos.

El video, pasado a velocidad lenta, permitió a toda la tripulación de la cámara de mando


ver lo que ya había visto el comandante. La corbeta marroquí Lieutenant Colonel Errhamani,
navegaba a poca velocidad con rumbo oeste absoluto, guiando en línea de fila a las dos
patrulleras más pequeñas de la clase Commandant Al Khattabi. Los tres buques disparaban a
intervalos regulares con sus piezas del 76 contra la isla de Isabel II.

—Quiero soluciones de tiro para los tres blancos.

—Están listas, mi comandante. Permiso para asignar los objetivos.

—Autorizado. Inundar tubos dos, tres y cuatro —dijo el comandante sin quitar la vista
de la pantalla del sonar, donde se veían claramente los trazos de los tres barcos marroquíes.

—¡Blancos asignados! ¡Tubos inundados!

Luis Martínez vaciló un segundo. El comandante del submarino no era ningún


psicópata asesino, y pasar de una situación de paz a otra de guerra, no era cosa que se pudiera
hacer sin un estremecimiento de la conciencia. Pero aquellos barcos, por más que estuvieran
llenos de gente no muy diferente de él mismo y sus hombres, estaban disparando contra
territorio español, y muy probablemente contra soldados españoles. Sus reglas de
enfrentamiento no dejaban lugar a dudas y su sentido del deber se impuso sobre su escrúpulo
moral.

—Abrir compuertas exteriores. ¡Lanzar dos, tres y cuatro!

Las cargas de aire comprimido hicieron vibrar por un segundo al submarino, al


expulsar los torpedos de sus tubos. Las armas, tras agotar la inercia del lanzamiento,
comenzaron a desplazarse propulsadas por sus motores eléctricos. Detrás de cada torpedo, un
largo hilo se iba desenrollando para mantener la conexión con el submarino. Hasta que los
hilos se rompieran o fueran cortados, la tripulación del sumergible podría controlarlos a
distancia.

—¿Han detectado los lanzamientos?

Simancas, el sonarista, negó con la cabeza mientras escuchaba atentamente sus


auriculares y escrutaba la pantalla.

—Si los han oído no lo demuestran, mi comandante. La cuenta de vueltas de las hélices
no ha cambiado y tampoco la demora. Siguen igual.

—¿Qué tal son los sonaristas marroquíes?

—Pues personalmente no lo sé, pero Juanito Bermúdez, que estuvo muchos años
destinado en el Narval y ha estado muchas veces de maniobras con ellos, contaba que muy
buenos no eran.

Simancas, que ante todo era un tipo sensato, tras un silencio, añadió:

—Mejor no fiarse, de todos modos.

Océano Atlántico.

—¡Tally—Ho, Pato! ¡A las doce, un poco altos!

¡Qué vista tenía, la cabrona!, pensó Lucas con una sonrisa bajo la máscara de oxígeno.
Efectivamente, un poco por encima de su nivel se veían tres puntitos que sólo podían ser los
bandidos que la Armada había perdido cien millas al norte. Según Papayo, los marinos habían
bajado cinco Mirage marroquíes pero otros tres se les habían escapado después de soltar sus
misiles. Afortunadamente Lucas y Sandoval estaban en la posición perfecta para arreglar
aquello.

—Deben andar muy flojos de fuel, Barbie. Les calculo cuatrocientos nudos escasos.
Nos vamos a acercar por detrás con mucho cariño.

Lucas tiró la palanca del "throttle" hasta alcanzar máxima potencia militar. El
anemómetro pronto rozó la marca de los seiscientos nudos. Para aumentarla un poco más y
romper la barrera del sonido tendría que conectar la postcombustión, pero eso le secaría los
depósitos, y tampoco era realmente necesario. Muy poco tiempo después, los aviones
marroquíes serían claramente visibles.

Y esta vez habría estrellas verdes sobre fondo rojo para los dos.

Isla de Isabel II, Archipiélago de las Chafarinas.

De modo que era aquello. Enrique Pérez enfocó sus prismáticos hacia el horizonte del
sur, siguiendo la indicación de un soldado. Contó cuatro manchas negras que fueron
creciendo rápidamente. Dos de ellas, más pequeñas, se separaron del grupo y se
desplegaron a derecha e izquierda. Estaba tan absorto en la contemplación de lo que pronto
quedó claro que eran helicópteros, que tardó un segundo en reaccionar al grito de un cabo:

—¡Cuerpo a tierra! ¡Artillería!

De nuevo comenzaba la pesadilla. Ni Pérez ni ninguno de sus, hombres se habían


encontrado antes bajo el fuego enemigo, y se trataba, evidentemente, de algo a lo que no se
iban a acostumbrar en cinco minutos. Pero el teniente estaba muerto, Y Enrique Pérez,
sargento primero del Ejército de Tierra, estaba ahora al mando.

—Tomás —gritó en un intervalo de silencio entre dos granadas—, quiero que lleves a tu
pelotón a "La Conquista". Allí no queda nadie, y si esos cabrones aterrizan no quiero que nos
cojan a todos juntos.

El sargento Agustín Tomás salió corriendo, parcialmente agachado, seguido a


intervalos regulares por sus fusileros. Acababan de irse cuando el bombardeo se
interrumpió bruscamente.

Mar de Alborán.

—Acaban de oírnos, mi comandante. La corbeta acaba de aumentar las revoluciones.


No detecto nada en las patrulleras... ¡Si! También aumentan revoluciones.

—¿Tiempo para el impacto?

—Veinte segundos mi comandante. Los torpedos siguen en pasivo. Recomiendo pasar a


activo y cortar los cables.

—Procedan.

Los torpedos, a la orden del submarino, comenzaron a emitir señales de sonar para
localizar por sus propios medios los blancos que la computadora de tiro les había asignado
previamente. Acto seguido se cortaron los cables que les unían al sumergible. A partir de ese
momento, sólo se detendrían al alcanzar su objetivo o al agotar la carga de sus baterías.

—Tiempo para el impacto diez segundos.

—¡Arriba periscopio!

Técnicamente no era necesario, desde luego, pero Luis Martínez no pudo contener la
compulsión de observar con sus propios ojos el resultado del ataque.

—Cinco segundos.

Martínez enfocó la óptica del periscopio en la corbeta Errhamani. Magnificado por el


zoom óptico del periscopio, el navio parecía encontrarse al alcance de la mano. El telémetro
señalaba cuatro mil yardas.
—¡Impacto!

La voz de Simancas llegó algo después de que el comandante del Siroco fuese testigo de
los efectos de la explosión de la cabeza de guerra del torpedo F. 17 Mod. 2, bajo la quilla de la
corbeta marroquí. Los doscientos cincuenta kilos de explosivo HBX3 partieron en dos la nave,
sacándola literalmente fuera del agua en su parte media mientras la proa y la popa se hundían
bruscamente. Un segundo después, ya oculta por un enorme hongo de humo pardo, la
corbeta, herida de muerte, cayó por su peso levantando una gran columna de espuma.

Un instante después el segundo torpedo encontró su blanco. La patrullera


Commandant Boutouba, mucho más pequeña que la corbeta, simplemente voló por los aires
al estallar el arma.

—¡Impacto!

La segunda patrullera, de nombre Commandant Azouggarh viró bruscamente a babor


para evitar la colisión con los restos de su compañera de clase, y eso la salvó, pues la enorme
conmoción producida en el agua por la explosión de los dos primeros torpedos creó el efecto
de una pantalla acústica que confundió a la cabeza buscadora del tercero, haciéndole perder
su objetivo. El torpedo activó entonces su rutina de búsqueda, iniciando un amplio círculo que
lo condujo a aguas someras. Unos minutos después quedaría varado, sin explotar, en una
pequeña cala pedregosa de la isla.

En la cámara de control del Siroco no hubo gritos de alegría. La enormidad de lo que


acababa de ocurrir pesaba en el ánimo de todos. Pero el shock duró poco. La voz de Simancas
provocó algo parecido a una descarga eléctrica en los presentes.

—¡Hay un torpedo en el agua! ¡Joder, nos han largado un torpedo!

—¿No es el tercero nuestro? —preguntó el segundo comandante.

—Negativo. Es un mark 32. Tiene que ser de ellos mi comandante.

—¡Avante toda! ¡Toda la caña a babor, para caer al tres cinco cero! ¡Vamos a cota
cincuenta!

El comandante Martínez daba las órdenes de forma refleja, como había ensayado
muchas veces en los ejercicios. Eso le permitía mantener una aparente calma que estaba muy
lejos de sentir.

Todos en la cámara de mando del submarino se agarraron al sentir el tirón de la


aceleración. La tensión era enorme, sobre todo porque nadie allí tenía ninguna indicación
directa de lo que pasaba fuera. Nadie salvo Simancas, que permanecía absorto en sus
monitores y sus auriculares. De repente levantó un brazo y se giró en su silla sin apartar, sin
embargo, la vista del monitor. Parecía un estudiante llamando la atención del profesor.

—¡Mi comandante! ¡Anule esas órdenes!

Un suboficial no le da órdenes a un capitán de corbeta. Y precisamente por eso Martínez


le hizo caso sin rechistar. Por eso y porque confiaba ciegamente en el talento de Simancas.
—¡Timón a la vía! ¡Recto y nivelado! ¡Avante poca!... ¿Qué pasa Simancas?

—La demora del torpedo, mi comandante. Cambia rápidamente hacia babor y se aleja
sin zigzaguear. No está emitiendo nada.

—De modo que no nos tiene.

—Negativo. Parece como si no se hubiese llegado a armar.

—Quizá lo lanzaron sin darle una solución de tiro decente - intervino el segundo
comandante—, igual incluso se disparó accidentalmente con el impacto de nuestro torpedo.

El ambiente se relajó una vez más, pero aún había un buque marroquí allá arriba.

—Arriba periscopio.

Océano Atlántico.

Pérez de Castro seguía la evolución de la situación sobre la pantalla del CIC de la Blas
de Lezo. El último informe del helicóptero había dado al traste con la claridad del
planteamiento táctico. No había misiles. Ni el helicóptero AEW, ni la fragata Extremadura, ni
los propios sistemas de la Blas de Lezo detectaban nada procedente del sur. Sólo los
Harrier propios que se habían desplegado para buscar visualmente los elusivos misiles
aparecían en la pantalla, pero ellos tampoco veían nada. Tanto mejor, pensó el comandante de
guerra antiaérea. Pero sin saber bien por qué, seguía inquieto.

—Acabamos de recibir un mensaje de Canarias, del Ejército del Aire, mi comandante


—interrumpió el oficial de comunicaciones—. Parece que una pareja de F-18 de Gando ha
interceptado tres F-5 marroquíes que volaban con rumbo sur en la derrota calculada para los
bandidos que se nos han escapado. Dicen que han derribado a los tres.

—¿Cómo que F-5? Los que nos han atacado no podían ser F-5. Esos no pueden llevar
misiles antibuque. Sólo bombas tontas y el perfil del ataque no parecía nada normal para una
misión de bombardeo. Y además... ¿qué coño han lanzado? ¿Depósitos auxiliares?

El oficial de comunicaciones se encogió de hombros. El mensaje decía lo que decía. Y no


había más.

—Preparados para iluminar... ¡Ahora!

A la orden del teniente coronel Abdelkrim Zayid, los seis Mirage F- 1 EH 200
encendieron sus radares de búsqueda. Acababan de ascender a trescientos pies de altura, unos
cien metros, y las alarmas visuales y auditivas de sus alertadores de radar se habían vuelto
repentinamente locas. Cuando Zayid estudió la pantalla de su radar comprendió por qué.
Veinticinco millas al sudoeste de su posición se veían con claridad varios contactos de
superficie. Allí estaba la escuadra española, exactamente donde esperaba encontrarla.

— Líder a escuadrón: Seleccionen los blancos más grandes y disparen. ¡Allah Akbar!
—¡AllahAkbar, Dios es grande! —contestaron uno tras otro los seis pilotos del paquete
de ataque marroquí mientras lanzaban sus Exocet. El grito de guerra tradicional de los
guerreros musulmanes de todos los tiempos sonó apropiado en los orgullosos oídos de Zayid
en esa ocasión histórica.

A bordo de la Blas de Lezo, un fuerte pitido hizo converger todas las miradas sobre la
gran pantalla táctica. A unas veinticinco millas al nordeste de la fragata, como surgidas de la
nada, las emisiones de media docena de radares habían hecho saltar las alarmas del sistema
de guerra electrónica Aldebarán, que inmediatamente los clasificó como equipos de origen
francés, concretamente Thomson CSF Cyrano IV. Y eso significaba, sin sombra de duda,
cazabombarderos Mirage.

Pocos segundos después, el radar SPY-1 D del navio español mostró doce trazas en la
pantalla táctica. Seis de ellas se dirigían hacia el nordeste a gran velocidad, alejándose de la
escuadra. Las otras seis, más pequeñas, se aproximaban inexorablemente.

—Esta vez tienen que ser ellos —exclamó el comandante de la fragata—. No sé cómo se
las han arreglado para instalarlos, ni cuándo, pero nos están tirando misiles los muy cabrones.

Pérez de Castro, que era uno de los muchos españoles que habían vuelto a fumar en los
últimos días, encendió el decimoquinto cigarrillo del día. El humo, venenoso y maloliente
como era, logró sin embargo relajarle un poco. Y eso era buena cosa, porque las miradas de
todos los oficiales presentes en el CIC estaban fijas en él.

—Muy bien señoras y señores, si algo sabemos hacer bien en este barco, es justamente
derribar misiles antibuque. ¡Manos a la obra!

El sistema de combate AEGIS, de origen norteamericano, había nacido en los años


ochenta para contrarrestar la creciente amenaza que suponían los bombarderos soviéticos
Backfire armados con misiles antibuque de largo alcance para los grupos de batalla de
portaaviones americanos. El sistema se diseñó para operar de forma totalmente automática,
asumiendo que los operadores humanos no serían capaces de actuar con rapidez suficiente en
el fragor de un ataque masivo. Y funcionaba muy bien.

Menos de un segundo después de que los operadores teclearan las órdenes oportunas
en sus consolas, el sistema había asignado a cada blanco entrante un misil SM2 MR y el radar
SPY-1, sin dejar de explorar el espacio aéreo, había entrado en modo de seguimiento de las
trazas clasificadas como hostiles. Los aviones atacantes, a pesar de estar ya huyendo,
recibieron también la asignación de otros tantos misiles antiaéreos. Un par de segundos más
tarde, las compuertas de doce de los cuarenta y ocho pozos del sistema de lanzamiento vertical
de misiles Mk. 41 se abrieron en un movimiento brusco. Mientras tanto, un estridente timbre
avisaba del inminente lanzamiento, que llegó con un fragor creciente mientras los doce
misiles salían en rápida sucesión del lanzador, ocultando por completo la fragata en una
gigantesca nube de humo parduzco, que pronto fue arrastrada por el viento.

Los misiles ganaron rápidamente altura en una trayectoria vertical, para luego girar
casi en ángulo recto hacia el nordeste mientras descendían de nuevo en busca de sus blancos.

—Es acojonante —dijo el brigada Pertejo sin apartar la vista de su pantalla de radar.
Encontrándose todavía bastante al sur de la Blas de Lezo, el Sea King no había detectado de
inmediato el ataque marroquí. Sólo cuando, a petición del radarista, el piloto hubo ascendido
varios miles de pies pudieron tener un cuadro claro de la situación, aunque a costa de
consumir un combustible que ya empezaba a escasear peligrosamente.

Por ello, a bordo del portaaviones Príncipe de Asturias, un segundo helicóptero AEW
estaba ya preparado para despegar inmediatamente antes de que ellos apontaran, a fin de
mantener una cobertura permanente sobre la escuadra. Pero Pertejo era ya consciente de que,
en buena medida, la patrulla AEW había fracasado en su misión de detección precoz. El
amago de ataque por el sur había atraído su atención y, si bien habían dirigido con éxito a los
Harrier contra los intrusos, lo cierto era que esa había sido, con toda probabilidad, la
intención del enemigo que, mientras tanto, se había colado subrepticiamente por el norte.
Ahora, sin más cazas que oponer a los atacantes, la defensa de la escuadra estaba totalmente
en manos de la fragata AEGIS.

—Cinco segundos para la intercepción. Cuatro... tres... dos... uno... ¡Batido!, ¡batido!,
¡fallo!, ¡batido!, ¡batido!... —un suboficial iba cantando los impactos de los misiles Standard—
¡ Joder, falló el último!

Las miradas de todos los presentes en el CIC estaban fijas en la pantalla. Ver los iconos
de colores les proporcionaba un cierto distanciamiento frente a la cruda realidad: esos iconos
llevaban cada uno ciento sesenta y cinco kilos de alto explosivo y se dirigían hacia ellos. Pero
por el momento sólo parecía un videojuego en el que, aparentemente, iban ganando. Sólo
quedaban dos trazas de color rojo en la pantalla, a menos de ocho millas por la banda de
babor de la Blas de Lezo y cada uno de ellos acababa de recibir la asignación de dos misiles
ESSM por parte del sistema de combate AEGIS.

En el lanzador vertical se abrieron otras dos portezuelas, pero sólo se lanzó un misil.
Antes de que el segundo saliera de su pozo, uno de los Exocet marroquíes fue víctima de las
contramedidas electrónicas españolas que en ese momento saturaban una burbuja de espacio
electromagnético de varias decenas de millas en torno al grupo de batalla. El misil antibuque
perdió su guía y se precipitó inofensivamente al mar cinco millas antes de su objetivo.

—Tenemos un "soft kill" —dijo el suboficial sin poder reprimir una tensa sonrisa—, pero
todavía queda un vampiro en el aire. El ESSM lo va a interceptar en cinco, cuatro, tres, dos,
uno... ¡Batido, el hijo de puta!

El suboficial levantó un puño en el aire, pero luego lo bajó y miró al comandante con una
mueca de culpabilidad.

—Con perdón de mi comandante —dijo en voz baja.

Pérez de Castro sonrió y palmeó la espalda del radarista con afecto y alivio.

—No hay de qué don Ignacio —contestó—. No hay de qué.

Isla de Isabel II, Archipiélago de las Chafarinas.

El sargento Tomás y su pelotón llegaron al punto más alto de la pequeña isla justo a
tiempo para ser testigos de la destrucción de la corbeta y la patrullera marroquíes.
Contemplaron boquiabiertos las explosiones sin comprender de dónde había llegado aquella
inesperada ayuda. Pero no tuvieron mucho tiempo para recrearse en la desaparición de los
que, hasta pocos minutos antes, se habían esforzado por matarlos a todos. Desde el oeste,
donde el sol iniciaba su camino hacia el horizonte, surgió el estrépito de un rotor y un instante
después, el tableteo sincopado de una ametralladora.

Tomás identificó inmediatamente la inconfundible silueta de un helicóptero Huey que


completaba una pasada sobre ellos mientras esquirlas de roca y metralla saltaban a su
alrededor. Afortunadamente nadie resultó herido, pero cuando el helicóptero volviese, eso no
iba a durar. El sargento ordenó a su pelotón que se desplegase entre los pedruscos, aunque la
protección que ofrecían era muy exigua.

Pero el Huey no dio la vuelta, sino que se alejó hacia la cercana isla Congreso, sobre la
cual permaneció orbitando a una distancia de seguridad en formación con dos helicópteros de
transporte Puma.

Al sur, un segundo Huey se alejaba hacia el continente dejando un rastro de humo


negro tras ser alcanzado por el furioso fuego de ametralladora con que le había recibido el
pelotón de Enrique Pérez.

La fuerza helitransportada marroquí, compuesta ahora por dos helicópteros SA330C


Puma y un Augusta Bell AB205A, parecía estar considerando sus opciones. Para el
comandante de la operación, pensó Tomás, tenía que ser evidente que el ataque había
resultado un fiasco. La destrucción de los buques marroquíes había dejado a la fuerza de
asalto sin apoyo de fuego en un momento crítico. Y no habían sido capaces de aprovechar el
efecto sorpresa. Ahora se iban a ver en un dilema: cargar contra una oposición prevenida y
decidida o volverse por donde habían venido.

—Tomás, aquí Pérez. Dime qué ves, cambio.

—Están sobre el Congreso, mi primero. Dan vueltas como sin decidirse.

—Vale. Mira, quiero que te quedes ahí. Mete a parte de tu gente en el faro y despliega al
resto. Yo voy a desplegarme en arco desde aquí hasta los almacenes para ir avanzando hacia el
helipuerto. Si vienen les vamos a dar con todo. Lo que espero es que, quien sea que haya
hundido a esos barcos, se acuerde de nosotros y nos mande refuerzos. Cambio.

—Recibido mi primero.

—Suerte Agustín.

Un par de minutos después, Agustín Tomás, pudo comprobar con un escalofrío que los
marroquíes habían optado por atacar: tras un corto vuelo por encima del estrecho brazo de
agua que separa las islas de Isabel II y del Congreso, los dos helicópteros Puma se habían
dejado caer como piedras en un espeluznante aterrizaje de combate sobre la explanada
circular de hormigón del helipuerto, perdiéndose de vista tras los barracones que cortaba su
línea de visión.

Más al sur, sin embargo, Enrique Pérez pudo contemplar sin trabas el aterrizaje. De
cada uno de los helicópteros saltó una veintena de paracaidistas marroquíes que corrieron
para cubrirse del fuego de los Regulares. Afortunadamente para ellos, los soldados españoles
estaban todavía demasiado lejos para ser capaces de oponerles un fuego preciso. Así y todo,
cuatro soldados marroquíes cayeron heridos y fueron rápidamente subidos de nuevo a los
helicópteros, que despegaron de inmediato con sus fuselajes acribillados por el fuego de
armas ligeras pero sin daños de consideración.

Océano Atlántico.

Cuarenta millas al nordeste del grupo de batalla español, el teniente coronel Zayid
empezaba a relajarse por fin. Nada más lanzar el Exocet su radar se había vuelto loco por las
contramedidas electrónicas españolas. Y enseguida el alertador le había informado que estaba
siendo iluminado por un radar SPY-1 en modo control de fuego. Zayid y su escuadrón se
habían dejado caer bruscamente hasta el nivel del mar y habían dado la vuelta sobre su estela
poniendo rumbo a tierra con los postquemadores encendidos. Pocos segundos después se
habían sabido enganchados por misiles SM-2. Los pilotos marroquíes habían vivido unos
minutos estremecedores preguntándose si serían capaces de escapar. Al final la suerte había
estado de su parte y los misiles antiaéreos habían agotado su combustible sin llegar a
impactar, pero el margen había sido estrecho. Muy estrecho.

Zayid, ya más tranquilo, reflexionó sobre el ataque mientras veía ensancharse en el


horizonte la línea de la costa marroquí. Sus informes de inteligencia decían que no había
ninguna fragata AEGIS en la escuadra española. Pero evidentemente, se habían equivocado.
Eso reducía drásticamente sus posibilidades de éxito. Y lo que era peor, imposibilitaba el
previsto vuelo de reconocimiento para evaluar el ataque. Se preguntó qué iba a informar a sus
superiores. Especulaciones y nada más. Eso era todo lo que iba a ser capaz de aportar.

Pero, aunque el teniente coronel Zayid no lo sabía, el ataque marroquí no había


terminado todavía. Al sudoeste del grupo de batalla español, el helicóptero Panther de la
fragata Mohamed V acababa de detectar a la fragata Extremadura. Aunque el contacto llegaba
con algo de retraso, el operador de radar del helicóptero marcó la posición y el piloto
descendió de nuevo por debajo del horizonte radar mientras transmitía su informe a la fragata
marroquí.

Increíblemente el helicóptero no fue detectado por el antiguo pero aún eficaz radar de
la Extremadura.

Sin embargo, la fragata española si detectó otro Panther, procedente de la Hassan II,
que apareció pocos minutos después al nordeste de su posición. El contacto duró poco y no se
pudo recuperar una vez perdido, por lo que se cursaron órdenes al Sea King AEW que acababa
de despegar del Príncipe de Asturias para que investigara el contacto escoltado por uno de los
Harrier que habían quedado en reserva. Pero eso iba a llevar unos minutos. Unos minutos
vitales.

—¡Coordenadas cargadas en el sistema, señor!

El comandante de la Hassan II elevó una silenciosa plegaria y se volvió a su segundo.

—Ordene a la Mohamed V que haga fuego. Luego dispararemos nosotros —dijo


lacónicamente.
A través de los ventanales del puente, el comandante contempló la rechoncha silueta
gris de la Mohamed V. Pronto quedó envuelta en el acre humo de los dos misiles MM38
Exocet que lanzó simultáneamente.

Enseguida, un tercer misil, lanzado por la Hassan II siguió la estela de los dos primeros.

Nada más disparar, ambas fragatas se separaron adoptando rumbos opuestos a fin de
poner la máxima distancia entre ellas, en un intento de maximizar las posibilidades de que al
menos una sobreviviera al encuentro con la escuadra española.

Mientras tanto los misiles antibuque, lanzados desde el límite de su alcance útil,
recorrieron las primeras veinte millas de su ruta guiados de forma pasiva por su sistema
inercial. Eso les permitió pasar desapercibidos durante bastante tiempo. Cuando fueron
detectados por el radar SPS-52B de la Extremadura, se encontraban a diez millas de su
objetivo, unos dieciocho mil metros, y faltaban apenas sesenta segundos para el impacto.

Isla de Isabel II, Archipiélago de las Chafarinas.

La situación acababa de entrar en una fase de bloqueo casi total. Los paracaidistas
marroquíes nada más saltar de sus helicópteros habían ganado los edificios cercanos a la pista
de hormigón buscando la seguridad de los mismos. Los regulares del sargento Pérez habían
hecho otro tanto y se habían ocultado en los almacenes de la isla, mientras el pelotón de
Agustín Tomás permanecía en el faro y sus alrededores. Los regulares disponían de radios de
corto alcance pero no podían contactar con su base de Melilla. En una situación de práctica
igualdad numérica, marroquíes y españoles valoraban sus posibilidades de prevalecer en lo
que sólo podía evolucionar hacia una encarnizada lucha casa por casa y habitación por
habitación. No era una perspectiva atractiva para nadie y ambos bandos se limitaron a enviar
vacilantes patrullas de un par de hombres para reconocer el terreno.

Inevitablemente las patrullas se habían encontrado con sus oponentes y habían


retrocedido prudentemente tras intercambiar disparos poco precisos desde quicios de puertas
y ventanas rotas a culatazos.

Mar de Alborán.

El Siroco se mantenía estable a cota periscópica, "pinchando" periódicamente la


superficie para controlar las evoluciones de la cañonera marroquí superviviente al desastre. El
buque había dejado de ser una amenaza, no sólo por el hecho de carecer de armamento
antisubmarino digno de tal nombre, sino porque su única actividad desde el ataque español
había consistido en recoger náufragos de los barcos hundidos. Pocos náufragos, como pudo
constatar el capitán de corbeta Luis Martínez con una desagradable punzada de
remordimiento. ¿Cuánta gente acababa de matar? No tenía modo de saberlo, pero en
cualquier caso era terrible.

—¡Paco! —dijo dirigiéndose a su segundo—, toma el mando un momento.


Con el rostro demudado y un andar que intentó mantener firme, Martínez se dirigió a
su cámara luchando por no vomitar. Allí se tomó una coca—cola que consiguió asentar su
estómago. Pocos minutos después estaba de nuevo en la cámara de mando, justo a tiempo
para leer un mensaje de Cartagena. Se trataba de la respuesta al informe remitido por el
Siroco previamente, y era escueto: el buque marroquí superviviente debía ser ahuyentado de
las cercanías de la isla... o hundido.

—Vamos a largarle un torpedo con la cabeza de guerra desarmada. Quiero que le toque
a poca velocidad, lo justo para que se enteren y si no se quitan de en medio, los mandamos al
fondo. ¡Inundar tubos uno y cinco!

—Tubos inundados.

—Abrir compuertas exteriores. ¡Largar el uno!

Esta vez Martínez mantuvo el periscopio arriba durante todo el recorrido del torpedo.
Cada pocos segundos miraba a Simancas, que permanecía atento a sus auriculares.

—¡Impacto! —dijo el sonarista cuando escuchó el fuerte "clang" que anunciaba el


impacto del torpedo contra su blanco. Como estaba previsto, el arma no estalló, pero surtió un
efecto inmediato. En pocos segundos la patrullera marroquí aceleró hasta levantar su proa
sobre las aguas calmadas del atardecer y tomó rumbo norte a su máxima velocidad. Su
comandante sabía que no podía luchar contra un submarino y tomó la única decisión posible.
Huyó.

Isla de Isabel II, Archipiélago de las Chafarinas.

—¡Granada! —gritó el sargento Pérez mientras lanzaba el explosivo a través de una


ventana. En la última media hora habían ido avanzando de habitación en habitación por las
viejas casas que formaban el centro edificado de la isla. La mayoría estaban deshabitadas, o se
utilizaban como almacenes, pero ahora cada puerta era una trampa mortal en potencia.

Incomunicado con el mando, Pérez había tomado la decisión de avanzar lentamente al


encuentro con los marroquíes. No tenía sentido permitirles ocupar la isla sin luchar. Era
mucho mejor mantenerles ocupados e incapaces de organizarse... o eso esperaba.

—Peñas, entra ahora. Kaddouri, tú le cubres. ¡Andando!

El binomio de regulares entró en la habitación todavía saturada por el humo de la


granada. No había nadie allí, como en las cinco últimas estancias "conquistadas". A ese paso
se les iban a terminar las granadas muy pronto.

Mientras tanto, el pelotón de Agustín Tomás, había abandonado el faro y había bajado
hasta los depósitos de agua. Desde allí tendrían que cruzar una franja de terreno despejado
para alcanzar la capilla y converger con Pérez sobre el helipuerto y sus edificios adyacentes.
Allí tenía que estar el grueso del contingente marroquí.

—¡Ahora!, ¡ahora!, ¡ahora!


Al grito de Tomás, dos de sus regulares saltaron y cruzaron corriendo en zig-zag hacia la
capilla. Cuando estaban a mitad de la distancia, un reguero de trazadoras surgió de una
ventana en uno de los edificios a su izquierda. Falló por poco y los soldados lograron alcanzar
el muro norte de la pequeña iglesia.

—¡Mehmet, machaca esa ventana!

El soldado beréber apuntó su ametralladora MG—42 contra la ventana de donde habían


salido los disparos y la hizo desaparecer en una nube de polvo levantado por los proyectiles de
calibre 7.62 que impactaron en sus alrededores. Nadie se iba a asomar a esa ventana en un
buen rato.

—Cuevas, Pachi, venga, ¡cagando leches!

Un minuto después, todo el pelotón, excepto Mehmet y el propio Tomás habían


cruzado. Ellos lo harían sin cobertura. —¡Ahora!

Océano Atlántico.

—Mi comandante, tengo tres contactos radar con demora dos ocho cinco. Vienen muy
bajos y... ¡joder mi comandante, van a ser vampiros!

En el CIC de la Extremadura la temperatura pareció bajar varios grados. El curso de los


acontecimientos había sacado a la veterana fragata del centro de la acción justo cuando
habían creído ser el objetivo de un ataque masivo con misiles. Aquello había sido sólo una
finta mientras el auténtico ataque llegaba por la retaguardia para darse de bruces con el poder
antiaéreo de su joven compañera de escuadrilla. Pero ahora...

—¿Está seguro, mi sargento?

—Son vampiros mi comandante. Seguro.

El comandante Aparicio no dudó. Tampoco tenía tiempo para hacerlo. Disponía de


cuarenta segundos, quizá cincuenta. Ni uno más.

—Oficial de armas: ¡Armamento libre! Guerra electrónica. ¡ECM activas!

Alargando la mano, agarró el micrófono:

—Puente, ¡toda la caña a babor para caer al cero nueve cero, avante toda!

Luego giró un dial para hablar a toda la dotación:

—Habla el comandante. ¡Impacto inminente de misil en treinta segundos! Condición de


estanqueidad "zebra".

Afortunadamente no habían levantado aún el zafarrancho de combate y todo el mundo estaba


en sus puestos de combate. Eso les iba a dar unos segundos adicionales para reaccionar. Y por
Dios que los iban a necesitar. A pesar de las sucesivas modernizaciones que la
Extremadura había recibido a lo largo de su vida operativa, seguía siendo un buque de más de
treinta años de edad y sus prestaciones estaban años luz por detrás de las de la Blas de Lezo.
Pocos minutos antes, la fragata clase F 100 se había enfrentado a un ataque con seis misiles
antibuque y había destruido todos ellos de forma insultantemente sencilla. Ahora ellos se
enfrentaban a un ataque de "solo" tres misiles, pero sus posibilidades de éxito eran mucho
menores.

Aunque sabía la respuesta de antemano, Aparicio buscó en la pantalla táctica la


posición de la Blas de Lezo. Efectivamente, no había posibilidad alguna de recibir ayuda por
su parte, más allá de los esfuerzos electrónicos que ya estaba haciendo. Bien, todo el mundo
sabía que actuar como piquete radar es uno de los trabajos más peligrosos que puede hacer
un buque en tiempo de guerra. Y a ellos les pagaban para eso, ¿verdad?

—¡Impacto de misil en veinte segundos! —el oficial táctico había asumido la función de
anunciar los tiempos por megafonía.

En ese momento, una campana anunció el lanzamiento de un misil Standard SM-1, que
partió raudo al encuentro de los Exocet marroquíes.

Los operadores del control de armas y de las consolas de designación y lanzamiento


habían hecho un trabajo excelente, lanzando en poco más de diez segundos desde el aviso.
Desgraciadamente la Extremadura sólo podía guiar los misiles de uno en uno y había tres
vampiros en el aire.

—iVampiro batido! —gritó el operador de radar, a la vez que un segundo SM-1 salía de
su lanzador Mk. 22, a popa de la fragata.

—¡Impacto inminente de misil en quince segundos!

—Intercepción en cuatro, tres, dos, uno...

En la pantalla del radar, la traza del Standard sobrepasó las de los misiles marroquíes.
Por alguna razón, la espoleta de proximidad del misil antiaéreo no había funcionado. El
operador de radar cantó el fallo con voz quebrada, mientras el TAO, con los nudillos blancos,
se llevaba el micrófono a la boca:

—¡Impacto de misil en diez segundos! ¡Agarrarse, agarrarse, agarrarse!

Todo el mundo en el CIC se agarró a las barras repartidas estratégicamente. Los


operadores de las consolas se ajustaron los cinturones de seguridad. Varios se santiguaron
rápidamente.

Los Exocet se encontraban ahora a unos tres mil metros de su objetivo, con sus radares
bloqueados sobre el eco de la Extremadura a pesar de todos los intentos de los equipos de
guerra electrónica de la fragata para romper el bloqueo. En ese momento, los lanzadores de
chaff FMC SRBOC Mk 36 crearon una gran burbuja de tiras de aluminio que flotaron en el
aire por la popa del buque, intentando crear un falso blanco para los misiles. Durante un par
de segundos, uno de los Exocet dudó, en la medida en que puede dudar un cerebro
electrónico y se desvió ligeramente hacia la izquierda, pero la brisa del sur dispersó la nube de
chaff demasiado rápido y el misil marroquí volvió a aferrarse al mayor blanco que había
dentro de su alcance, que no era otro que la Extremadura.
Entonces abrió fuego el montaje Meroka de la banda de estribor de la fragata, rociando
el espacio con proyectiles de veinte milímetros a razón de veinticuatro disparos por segundo.
El sistema Meroka era uno de los sistemas de armas más controvertidos en servicio en la
Armada. Para los más cínicos no tenía otra utilidad que servir de ancla auxiliar en caso de
necesidad.

Y sin embargo funcionó bien. La cuarta salva de doce proyectiles pulverizó uno de los
Exocet, cuyos fragmentos se precipitaron al mar, pero aún quedaba uno.

—¡impacto en cinco segundos! ¡Agarrarse, agarrarse, agarrarse!

No quedaba sino rezar... y eso no funcionó. El último de los misiles marroquíes hizo
blanco en la superestructura popel de la Extremadura, justo debajo del montaje de misiles
Mk.22, a lo largo del eje mayor del buque. Atravesó varios mamparos y luego estalló bajo la
torreta del radar iluminador, algo a popa de los lanzadores de misiles Harpoon.

La explosión fue devastadora. Gran parte de la cubierta de misiles de popa se levantó


como la tapa de una lata de sardinas, y la superestructura que acogía el radar iluminador y los
misiles Harpoon saltó por los aires a más de cincuenta metros de altura, dejando un enorme
boquete cuyos bordes dentados, aún al rojo vivo, enmarcaban el origen de una gran columna
de humo negro y aceitoso. La mortandad en los compartimentos afectados por el impacto fue
terrible, pero habrían de pasar muchas horas hasta que pudiese ser adecuadamente evaluada.

En el CIC la oscuridad era total. El capitán de fragata Aparicio, conmocionado por la


onda de choque transmitida como por una caja de resonancia a través de cuadernas y
mamparos, tardó algunos segundos en comprender que seguía sujeto a su butaca por el
cinturón de seguridad. El haz de un potente foco de emergencia que recorría erráticamente las
paredes, le devolvió a la realidad, y la brusca comprensión de lo sucedido le puso
inmediatamente en marcha. Estaba bien físicamente, o al menos no creía tener nada roto, de
modo que era hora de ponerse a trabajar.

A la luz de la vacilante linterna, vio moverse al oficial táctico y se acercó a él:

—Andrés, ¿estás bien?

—Creo que sí, mi comandante —se frotó la coronilla— ¿Y usted?

—Yo bien. Mira, localízame al contramaestre y que ponga en marcha el trozo de control
de averías si no lo ha hecho ya. Quiero un informe de daños cagando leches. Y saca a esta
gente. Yo estaré en el puente — miró a su alrededor las pantallas apagadas del CIC—. Aquí no
hay nada que hacer de momento.

Más a popa, el contramaestre Riera ya había organizado el trozo de control de averías,


sin hacer caso de la enorme brecha que tenía sobre una ceja y que continuamente le anegaba
el ojo izquierdo de sangre. Un marinero había salido corriendo en busca del ATS, pero aún no
había vuelto. Y, eso Riera lo tenía clarísimo, no podía permitirse el lujo de esperarlo. Delante
de él, cuatro marineros ataviados con trajes ignífugos cargaban con una gruesa manguera. El
calor era sofocante, y la razón estaba en el mamparo que tenían delante. Despedía un calor
abrasador. En la oscuridad, Riera creyó apreciar cómo el metal adquiría algo parecido a una
luminosidad anaranjada.
—¡Se está poniendo al rojo, joder! ¡Venga, chavales, darle caña!

Giró con decisión la llave de apertura del circuito contra incendios... y no pasó nada.

—¡No tiene presión, me cago en sus muertos! ¡Salir de ahí ahora mismo!

Riera no tuvo que esperar mucho. Los marineros corrieron hacia proa y él les siguió.
Cuando atravesó la siguiente compuerta estanca no pudo evitar volverse mientras la cerraba.
Casi no pudo creer lo que vio: el mamparo se derritió literalmente ante sus ojos y una lengua
de fuego avanzó hacia él. En el último segundo pudo cerrar la compuerta ayudado por la
corriente de aire que el incendio succionaba, voraz, en su necesidad de oxígeno.

Isla de Isabel II, Archipiélago de las Chafarinas.

—Va a ser que no, mi sargento.

El soldado se dejó caer contra la pared apoyándose en su fusil de asalto. La sangre


manaba abundantemente de una herida en su muslo. Afortunadamente parecía una herida
superficial, pero no se podía decir lo mismo de las que habían acabado con la vida de dos de
sus compañeros.

Enrique Pérez le dio una suave palmada en el casco. El soldado tenía razón. Los
marroquíes estaban bien atrincherados. Iban a necesitar artillería para sacarlos de allí. Y ellos
seguían solos.

Océano Atlántico.

La Extremadura flotaba muerta en el agua ante los ojos del contralmirante Subiño. La
columna de humo que surgía de las entrañas de la fragata había perdido algo de intensidad,
pero conservaba su aspecto ominoso. Sin duda el buque estaba perdido, aunque Aparicio, su
comandante, le había dicho que, con un poco de suerte, no se iría a pique. Eso tenía una
importancia más simbólica que real. Con más de treinta años sobre sus cuadernas, la
Extremadura jamás sería reparada, pero al menos el enemigo no podría adjudicarse otro
hundimiento. Tampoco era lo mismo presentar al gobierno una fragata averiada que una
hundida.

Lo que no tenía remedio era la pérdida de vidas. Al menos veinte suboficiales y


marineros habían muerto. Varias decenas más estaban heridos, y había muchos
desaparecidos entre aquellos cuyos puestos de combate se encontraban en las zonas afectadas
directamente por el impacto. No era probable que hubieran sobrevivido a aquel infierno.

Subiño sintió crecer un nudo en su garganta, pero no se permitió ceder a la emoción. La


hora del llanto no había llegado todavía. No antes de la de la venganza.

El Sea King despachado para investigar el fugaz contacto de la Extremadura con el


helicóptero marroquí había detectado pronto a la fragata Hassan II. El contacto lo había
confirmado visualmente con una pasada a baja altura el Harrier de escolta. El caza, por si
quedase alguna duda, había sido recibido con abundante, aunque poco preciso, fuego
antiaéreo por el cañón de tres pulgadas de la fragata marroquí. Furioso por las noticias que
acababa de recibir, el piloto español había ametrallado el puente de la fragata con su propio
cañón, pero iba a hacer falta algo más contundente para acabar con ella.

Algo como los misiles Penguin que colgaban del costado de babor de los tres
helicópteros SH-60 B Seahawk que habían despegado de las tres fragatas que permanecían
operativas en la escuadra española en cuanto se tuvo confirmación del contacto.

No hizo falta mucho tiempo para que los Seahawk alcanzaran su distancia de
lanzamiento. Escoltados por una pareja de Harrier que habían vuelto a despegar del Príncipe
de Asturias una vez repostados, se desplegaron con un intervalo de una milla entre ellos. De
ese modo los misiles alcanzarían su objetivo desde vectores diferentes, dificultando cualquier
posible defensa. Pero no había defensa posible para la Hassan II. La fragata marroquí era, a
pesar de su designación oficial, un buque de patrulla marítima no preparado para hacer frente
a un ataque con misiles.

Los tres Penguin españoles alcanzaron su objetivo casi en el mismo instante y su efecto
combinado fue demoledor. Lo que había sido el buque marroquí más moderno y orgulloso,
era ahora una ruina humeante, hundiéndose lentamente de popa en el océano.

Cincuenta millas al sudoeste, la fragata Mohamed V empezó a recibir señales de las


radiobalizas de los balsas salvavidas de su gemela moribunda. Su comandante, informado por
un suboficial, elevó una silenciosa plegaria a Dios, mientras recordaba con disgusto sus
estrictas órdenes de no acudir en ayuda de sus camaradas. Aquello era terrible, pero también
necesario. Su única opción de supervivencia estribaba en poner toda el agua posible entre su
buque y los españoles. Y debían vivir para poder combatir otro día, si esa era la voluntad de
Dios.

Mar de Alborán.

—¡Gracias a Dios! —dijo el comandante Martínez doblando el formulario de mensaje y


guardándoselo en el bolsillo de la camisa— Ya viene la caballería.

Con una sonrisa en los labios ordenó bajar la antena con la que había estado enviando
mensajes en demanda de ayuda para los regulares de Chafarinas. Su misión, al menos por el
momento, estaba sobradamente cumplida. Era hora de buscar aguas más profundas.

—Avante para diez nudos. Caemos al tres cinco cinco, cota cincuenta.

Trescientos pies por encima de la superficie del mar tres helicópteros CH-47 Chinook
del BHELTRA V se aproximaban a las islas Chafarinas escoltados por dos helicópteros de
ataque B0-105. Más arriba, una pareja de cazabombarderos EF-2000 proporcionaban escolta
antiaérea. Dentro de la enorme panza de los Chinook, más de un centenar de fusileros de la
Brigada Paracaidista, se preparaban para acudir en ayuda de Pérez y sus hombres. Océano
Atlántico,

La fragata Blas de Lezo aumentó progresivamente su velocidad aproándose de nuevo al


sur para cerrar la formación con el Príncipe de Asturias y el Patino. El capitán de fragata Pérez
de Castro, antes de volver al puente, miró por última vez el penoso aspecto de la
Extremadura y saludó con el brazo a su amigo Juan Jesús Aparicio, que le respondió desde el
puente de la fragata averiada con una triste sonrisa y un gesto que venía a significar "¡a por
ellos!". Luego le hizo el saludo militar y volvió a sumergirse en las entrañas de su navio.
Aparicio llevaba cuatro horas luchando junto a su tripulación para mantener a flote su barco,
y por fin parecía que lo iban a lograr. El humo negro que había salido del boquete causado por
el misil era ahora vapor blanco y lo peor del incendio había sido sofocado, a costa eso sí, de
provocar una sensible escora en la fragata por las muchas toneladas de agua empleadas en la
lucha contra el fuego. Junto a la Extremadura se encontraba la fragata Santa María, que
abandonaría la escuadra para darle escolta mientras llegaban los remolcadores que deberían
llevarla de vuelta a El Ferrol.

No cabía duda, pensó Pérez de Castro tras evaluar los resultados de la batalla aeronaval
que acababa de librarse, la primera desde la guerra de las Malvinas, que toda una categoría de
buques de guerra acababa de quedar definitivamente obsoleta.

17 de septiembre

Tetuán, Marruecos.

Con un sordo clic, la fecha del reloj de pulsera de Alfredo Suárez saltó
automáticamente al llegar la media noche. En el televisor de la habitación del hotel ya
no se podían ver cadenas españolas de televisión, ni siquiera TVE internacional, pero
la CNN y la Fox se estaban ocupando de la crisis con bastante amplitud. No había
confirmación de las partes, pero aparentemente esa misma tarde, se había
desarrollado una importante batalla naval en aguas del Atlántico cercanas a Canarias.

Las cadenas norteamericanas no hablaban ya de crisis sino abiertamente de


guerra y el presidente de los Estados Unidos había ordenado al portaaviones George
Washington dirigirse a la zona. Según un portavoz del Pentágono, su misión sería
proteger el tráfico marítimo norteamericano y neutral en el área. La secretaria de
estado había hecho una breve declaración haciendo constar la "grave preocupación" de
la administración americana por el desarrollo de los acontecimientos.

—¿Se sabe algo? —le preguntó a Carlos Cuenca, que miraba absorto la pantalla
de su ordenador portátil. Al principio habían pensado en tomar dos habitaciones para
evitar malos entendidos, pero después el oficial del CNI había decidido que los malos
entendidos podían constituir una tapadera inmejorable.

—Nada —respondió— ¿Por qué no intentas dormir? Hammadi podría llamar en


cualquier momento y me gustaría que estuvieras lo más descansado posible.

El marroquí había aceptado hablar con Cuenca esa mañana, pero había dejado
claro que, en adelante, sólo hablaría con Suárez. El médico había intentado eludir esa
responsabilidad, pero Hammadi había sido inflexible en eso y no le había quedado otro
remedio que aceptar su condición de intermediario en lo que no iba a ser una tarea
nada fácil. Como para irse a dormir.

—Lo que no entiendo es cómo demonios puede ayudarnos el pobre viejo éste
—dijo Alfredo mientras masticaba unas almendras que había encontrado en el minibar.
—Para empezar no es tan viejo. Debe tener cincuenta y pocos años. Y puede
proporcionarnos muchísima información sobre los movimientos integristas en
Marruecos.

—Ya, pero... ¿por qué tendría que hacerlo? No creo que esté interesado en
colaborar por dinero y, aparte de que me esté agradecido porque hace años operé a su
hijo, no creo que le caigamos especialmente bien.

—Pásame una almendra, anda. Mira, tú mismo nos contaste que Hammadi está
quemado. Es islamista, sí, pero no es un terrorista, ni un asesino. En realidad es un
hombre de honor y por ahí es por donde hay que entrarle. No le caemos bien, cierto.
Pero el régimen de Rabat le cae peor todavía, aunque lo vea como un mal menor para
su país. Y lo que está pasando puede influir enormemente en Rabat, para bien o para
mal. Además también te contó que le preocupa sobremanera lo que puedan hacer los
integristas si Marruecos pierde la guerra. Eso es, precisamente, lo que más nos
interesa.

Alfredo Suárez se levantó de la cama donde había estado tumbado y se desperezó.


Todo aquello estaba muy bien, pero no le aclaraba el punto central.

—¿Y cómo podemos nosotros aprovechar el conocimiento sobre lo que hacen los
integristas?

—Eso es cosa de Madrid, camarada.

—Ya, y si me lo contaras, luego tendrías que matarme, ¿no?

Carlos Cuenca sonrió sin dejar de mirar la pantalla de su portátil.

—Exacto.

Madrid.

En el Centro de Conducción de Operaciones del Ministerio de Defensa, habían


tenido un día muy largo. Y la noche que ya había comenzado prometía ser más larga
aún. El ambiente era opresivo, especialmente después de que, a primera hora de la
tarde, se obviara definitivamente, por obsoleta, la prohibición de fumar. Los pocos no
fumadores que se habían atrevido a protestar habían sido enviados con muy poca
gentileza a freír espárragos... en el mejor de los casos. Al final se habían visto obligados
a rumiar su desagrado en silencio a la espera de tiempos mejores.

Pocos minutos después de la medianoche, el AJEMA entró en la sala adyacente a


la sala principal de operaciones donde la Junta de Jefes de Estado Mayor permanecía
reunida de forma casi permanente.

—Parece que la van a poder mantener a flote —dijo con visible alivio.

La suerte de la Extremadura le había mantenido en vilo toda la tarde. No quería


perder otro barco bajo su mando.
—¿Bajas? —preguntó el jefe de estado mayor de la defensa.

—Muchas, me temo. Ya han contabilizado veintiocho muertos y treinta y tantos


heridos. Y hay varios compartimentos inaccesibles. Es tremendo.

Los hombres reunidos en torno a la mesa apretaron las mandíbulas. Todos eran
conscientes de que la ira no era buena consejera para los más altos responsables de las
fuerzas armadas de un país en guerra, pero seguían siendo seres humanos, y la
adrenalina circulaba por sus cuerpos como por el de cualquier otro.

El primero en hablar fue el JEMA, el jefe de estado mayor del Ejército del Aire.
Era un hombre tranquilo y regordete que raramente levantaba la voz.

—¿Alguien me puede decir a qué estamos esperando para barrer del mapa a esos
cabrones?

—Joder, Paco —respondió el jefe de estado mayor de la Defensa-, no tienes una


postura muy constructiva que digamos.

El general del aire Francisco Luque Cadaqués miró al JEMAD con una sonrisa
helada que no contenía ni una pizca de alegría.

—Es que hoy tengo el ánimo más bien destructivo, mi general. Y también tengo
en Morón, y en Gando, y en Los Llanos un montón de aviones de combate con la
barriga cargada de bombas y mucha mala leche acumulada.

El JEMAD suspiró. Su propio ánimo no difería mucho del de Luque, pero el


presidente del Gobierno mantenía las cosas todo lo firmemente sujetas que podía y
aún no había tomado una decisión. Las órdenes seguían siendo recuperar la
plataforma petrolífera por los medios que fuera necesario, pero mantenerse a la
defensiva en todo lo demás. Y eso a pesar de que esa actitud estaba costando vidas.

—¿Qué se sabe de Chafarinas?

—La situación está controlada —respondió el jefe de estado mayor del Ejército—.
Los supervivientes de la sección de regulares que llevaron el peso de la defensa ya han
sido evacuados. Han combatido muy bien, a pesar de las bajas. Cuando llegaron los
paracaidistas, tenían al enemigo inmovilizado en una zona muy pequeña. Ahora hay
una compañía completa de la BRIPAC en las islas. No tengo ni idea de porqué se les
ocurrió a los marroquíes atacarlas, pero desde luego que no van a tener cojones de
volver después de la paliza que se han llevado.

El JEME encendió otro cigarrillo. Efectivamente, los marroquíes se habían


llevado una tremenda paliza en Chafarinas, en primer lugar por las numerosas bajas
que habían sufrido y por la pérdida de dos de sus escasos buques de guerra, pero sobre
todo porque no habían logrado su objetivo. Y sin embargo, aquello no podía ser sino
un movimiento de distracción.

—Lo que a mí me preocupa de verdad —añadió—, son Ceuta y Melilla.


El JEMAD asintió mientras volvía a coger distraídamente el sobre que contenía
las últimas fotografías de satélite suministradas al CNI por un discreto benefactor que
desde luego no era Andorra. Correspondían, a última hora de la tarde y mostraban el
agreste terreno que rodea las ciudades españolas en el norte de África. En las
ampliaciones, perfectamente visibles incluso sin la ayuda de los pequeños círculos y
cuadrados blancos que los enmarcaban, destacaban los carros de combate y piezas de
artillería autopropulsada marroquí que rodeaban ominosamente los límites de ambas
ciudades.

En ese momento apareció por la puerta un teniente de navio cuyo cansancio no


podía ocultar su casi jovial excitación. Cuadrándose reglamentariamente, anunció a la
JUJEM que las operaciones para recuperar la plataforma petrolífera Canarias 1
estaban a punto de empezar.

Rabat, Marruecos.

El silencio en el despacho de Driss Abdelar era absoluto. Tan profundo que era
posible distinguir el lejano sonido de las palabras del interlocutor del general Munjib
al otro lado de la línea telefónica. El ambiente, desde luego, resultaba acorde con la
crispación del gesto del ministro de Defensa. Lo que Munjib estaba escuchando no
podían ser, en modo alguno, buenas noticias.

Con un movimiento deliberadamente lento, colgó el auricular sin despedirse.


Luego encendió un cigarrillo. El muy cabrón tenía cierto talento dramático, pensó el
primer ministro conteniendo el impulso de ordenarle que hablara de una vez. En
cualquier caso no tuvo que esperar mucho más.

—Señores, la flota enemiga ha sido detectada por un avión de reconocimiento a


menos de diez millas de la plataforma petrolífera.

—¿Está usted seguro Munjib? —interrumpió el ministro de asuntos exteriores


con un tono sarcástico que ocultaba un nerviosismo muy poco habitual en el viejo
diplomático— Las Reales Fuerzas Aéreas no parecen demasiado fiables últimamente.

Munjib fulminó a su compañero de gabinete con la mirada, pero habló con un


tono de voz neutro, casi casual.

—Se trataba de un avión Hércules de guerra electrónica. Como sin duda sabe el
señor ministro —era el turno de Munjib para el sarcasmo-. Se trata de un tipo de
aparato que detecta las características específicas de cada tipo de radar para
identificarlo. Lo que el Hércules detectó era sin ningún lugar a dudas un buque de
guerra español, concretamente una fragata de tipo AEGIS. Un instante después de
enviar su informe, recibió el impacto de un misil antiaéreo y cayó al mar. ¿Le parece al
señor ministro suficiente seguridad?

Achmed Abdelkader se levantó de su sillón con el rostro encendido


—¡No le tolero ese tono de voz, Munjib! Es usted un maldito incompetente con
aires de superioridad. Eso es lo que es. Si supiera hacer su trabajo no estaríamos
metidos en esta situación.

El general no se alteró. Por el contrario, se sentó en su lugar y mantuvo el tono


de voz bajo, obligando a sus interlocutores a esforzarse por oírle.

—Desde el principio les advertí que estábamos cometiendo un error. Ustedes


infravaloraron la determinación de los españoles, y yo no tuve el valor suficiente
para negarme a colaborar. Ahora voy a serles muy franco: si no logramos una
salida negociada antes de veinticuatro horas es muy probable que nos veamos
envueltos en una guerra total. Una guerra que no podemos ganar.

—Espere, Munjib, no vaya tan rápido —interrumpió el ministro de


economía—. ¿Qué pasa con las fuerzas que usted desplazó a Ceuta y Me- lilla?

—Están en posición. ¿Y?

—¡Reconquistemos las ciudades!

—Usted se ha vuelto loco —bufó Munjib despectivamente.

El ministro de economía, normalmente un hombre bastante callado en las


reuniones del gabinete, se levantó con un extraño brillo en los ojos. Efectivamente,
no parecía del todo en sus cabales.

—No me he vuelto loco. Piénselo, hombre, usted mismo nos dio la clave hace
unos días. Se trata del precio. A España le está saliendo muy barata esta guerra.
Sólo han perdido un par de barcos, que ni siquiera eran los más modernos de su
flota, y quizá doscientos hombres. Algunos periódicos españoles ya se preguntan si
esa plataforma petrolífera merece la pena. Difícilmente soportarán más bolsas de
plástico.

En cambio nuestro pueblo es fuerte. Puede soportar una guerra si ésta le va a


proporcionar una gloria que anhela... y, desde luego, petróleo.

Munjib ni siquiera contestó. Se limitó a levantarse y abandonar la sala.


Contra lo que esperaba, el primer ministro no le llamó al orden. Tanto mejor,
pensó, aunque eso, como mucho, le iba a permitir ganar algo de tiempo antes de
recibir la orden fatídica. Pero ¿cuánto tiempo?

Mientras abandonaba la sede de la presidencia del Gobierno, sorprendido al


comprobar que ya era noche cerrada, el general se maldijo una vez más entre
dientes. Jamás debió aconsejar al gabinete adoptar una actitud de fuerza ante el
desafío español. Había sido una jugada demasiado arriesgada que, para su
escarnio, siempre había creído tener controlada. ¡Imbécil de él! Cuando sueltas a
los perros contra un intruso, los perros actúan según su instinto. Y puede que te
hagan caso, o puede que no. Cualquier campesino analfabeto sabe eso.
Pero el ministro de defensa era ante todo un hombre práctico, y prefería mirar
hacia el futuro que hacia el pasado. Sólo que el futuro no se presentaba nada
prometedor.

Océano Atlántico.

El teniente Hannach volvió a leer sus órdenes con un gesto amargo. Las había
recibido en modo texto por vía satélite en su ordenador portátil táctico.

Se trataba del último juguete tecnológico comprado a los americanos por la Real
Infantería de Marina. El joven oficial no estaba muy seguro de su utilidad en combate,
pero no cabía duda de que el cabrón que prácticamente le estaba ordenando suicidarse
no se había visto obligado a decírselo de palabra, como un hombre.

Cerrando de golpe la tapa del ordenador, Hannach se puso en pie y llamó a su


sargento primero. Era hora de prepararse, pero antes él si iba a hablar cara a cara con
sus hombres.

Madrid.

—Adelante, procedan —dijo el ministro de defensa, contestando a la llamada


protocolaria del JEMAD, que, tras colgar el teléfono, pasó a la sala principal del Centro
de Control de Operaciones del Ministerio de Defensa para transmitir la orden
personalmente a los jefes y oficiales de estado mayor que allí esperaban.

La operación Sierra Foxtrot entraba en su fase final. Hasta ese momento, todos
los movimientos de las Fuerzas Armadas estaban planificados. Lo que nadie sabía era
que iba a pasar después.

Océano Atlántico.

El portaaviones Príncipe de Asturias viró en la oscuridad para enfrentar su proa


al suave viento de levante. A babor, la fragata Blas de Lezo viró con él mientras el
Patiño y la Canarias, mantenían su posición a estribor del buque insignia. Toda la
formación navegaba con las luces apagadas, como una escuadra fantasmal. Incluso los
dos aviones Harrier que estaban a punto de despegar lo harían en la más absoluta
oscuridad. Sus pilotos, sin embargo, serían capaces de ver gracias a sus equipos de
visión nocturna. Se encontraban a menos de diez millas de la plataforma petrolífera en
disputa, por lo que el vuelo duraría muy pocos minutos, incluso a moderada velocidad.
Una vez que los cazas hubieron despejado la pista, tres helicópteros SH-3D Sea King
de la Quinta Escuadrilla despegaron a su vez y pusieron rumbo a la plataforma,
volando pocos metros por encima de las olas y adoptando una formación en V. Tras
describir una amplia circunferencia por detrás del portaaviones, los Harrier se
estabilizaron unos doscientos pies por encima y detrás de los helicópteros. Ambos
cazas llevaban, aparte de sus misiles Sidewinder para autodefensa, dos pods LAU 68
para cohetes ZUÑI no guiados. Suficiente potencia de fuego para convencer a los
marroquíes de que asomarse a las ventanas podía ser perjudicial para la salud,
pensaban sus pilotos mientras la negra superficie del océano se deslizaba bajo las pan-
zas de sus aparatos.

Los pilotos españoles no eran los únicos que disponían aquella noche de gafas de
visión nocturna. Encaramado en el punto más alto de la torre de perforación de la
plataforma Canarias 1, un cabo marroquí luchaba contra el vértigo mientras escrutaba
el horizonte a través de su propio aparato de intensificación de la luz nocturna. La
calidad de la imagen distaba mucho de ser óptima, pero a pesar de todo no podía dejar
de ver los cinco aparatos que se aproximaban por el noroeste. Con un escalofrío, soltó
su mano derecha de la barandilla de seguridad para alcanzar su "walky-talky", colgado
del cinturón.

—Azulay a Control, tenemos cinco aeronaves acercándose a las diez.

—Te recibo Azulay. ¿Confirmas cinco aeronaves?

—Confirmado Control. Pido permiso para bajar.

En la sala de control de la plataforma petrolífera el sargento Mohamed Hadu


miró al teniente Hannach, que negó con la cabeza.

—Negativo, cabo. Le necesitamos ahí arriba.

—A sus órdenes sargento —respondió el cabo con la boca seca, cortando la


comunicación. Tendría que seguir allí, maldita fuera su suerte.

Hannach, por su parte, se acercó al micrófono del sistema de megafonía de la


plataforma.

—Soldados, el enemigo se acerca. Todos hemos jurado defender al Rey y a la


Patria. Que Dios permita que alcancemos la victoria. ¡Allah Akbar!

—Morsa uno cuatro a formación. Objetivo identificado. Preparados para iniciar


maniobra. Confirmad.

—Morsa cero seis, Roger.

—Morsa cero siete, Roger.

Dos de los helicópteros Sea King continuaron su rumbo mientras el tercero se


acercaba más al agua quedándose ligeramente retrasado y parcialmente oculto por los
dos primeros. Más arriba, los Harrier aumentaron su velocidad, dejando atrás a los
helicópteros para dar una primera pasada de reconocimiento sobre la plataforma. Eso
alertaría, naturalmente, a los marroquíes pero nadie a esas alturas pensaba que iban a
ser capaces de sorprender desprevenidos a los ocupantes de la plataforma. Los
informes de inteligencia de que disponían daban por cierta la posesión por el enemigo
de equipos de visión nocturna y por muy probable la de misiles antiaéreos portátiles,
sin contar con que la propia plataforma disponía de un equipo de radar bastante
decente destinado normalmente a alertar a posibles buques o aeronaves despistados,
pero que bien podía ser empleado para detectar intrusos hostiles.

—Cobra cero siete entrando sobre el objetivo... ahora.

El rugido del cazabombardero español que sobrevoló a gran velocidad la


plataforma erizó los cabellos de la mayoría de los infantes de marina marroquíes que
ocupaban sus puestos de combate en el exterior de la plataforma. Casi todos se
agacharon instintivamente cuando el ruido alcanzó su cénit. Sólo uno de ellos se
mantuvo impertérrito, concentrado en el sensor infrarrojo de su lanzamisiles portátil
SA-7 Grail, que escrutaba la oscuridad buscando el calor que emanaba de las cuatro
toberas del Harrier. Cuando el aparato pasó de largo, la cabeza buscadora del misil
detectó los gases calientes de escape y emitió un zumbido electrónico informando al
operador del arma de que el blanco había sido "adquirido". Cinco segundos después el
pitido cambió de tono, momento en que el soldado marroquí apretó el gatillo. El caza
había sido "enganchado" y el misil salió en su busca acelerando bruscamente a una
velocidad de Mach 1.7, casi el doble que la que llevaba el Harrier.

—¡Misil a tus seis, cero siete! ¡Rompe, rompe, rompe!

El teniente de navio Domínguez Grassa, piloto del segundo Harrier vio


claramente el lanzamiento del misil antiaéreo. El destello del cohete acelerador,
combinado con sus gafas intensificadoras, le permitió distinguir con toda nitidez la
figura del operador del arma, de pie sobre una larga y estrecha galería exterior que
bordeaba el nivel superior de la zona habitable de la plataforma, el equivalente a la
azotea plana de un gran edificio de oficinas.

Mientras Cobra cero siete iniciaba una vertiginosa serie de bruscas maniobras
evasivas y lanzaba un rosario de bengalas destinadas a confundir a la cabeza buscadora
del misil, su punto no perdió el tiempo. Con un movimiento del pulgar derecho accionó
la palanca de selección de armamento para elegir los cohetes ZUÑI de cinco pulgadas.
Un segundo después, cuando la distancia de lanzamiento se encontraba ya peligro-
samente cerca del mínimo de seguridad, apretó el gatillo y lanzó dos salvas de tres
cohetes cada una. Luego, sin esperar a ver el resultado de su disparo, tiró de la palanca
de mando y metió gas a fondo mientras lanzaba su propia serie de señuelos infrarrojos.

Hassan el Yazghi contempló extasiado la trayectoria espiral del misil que acababa
de lanzar. Parecía cosa de magia verlo perseguir el resplandor de los escapes del caza
enemigo que se alejaba maniobrando violentamente y soltando pequeñas bengalas que
no parecían desorientar al misil de su objetivo. Sonrió y se dio la vuelta para pedir a su
asistente una recarga para su lanzador. Entonces todo estalló a su alrededor, sin que
Hassan llegara nunca a saber qué lo había matado. Con él murió su asistente y
desapareció el cincuenta por ciento de la defensa antiaérea de la plataforma Canarias
1.

Pero el SA-7 Grail que había lanzado no tenía modo de saber que el tubo del que
había salido y la mano que lo había disparado no existían ya. Y aunque lo hubiera
sabido, probablemente no le habría importado. La única razón de su existencia era
cazar aviones, y su limitado cerebro electrónico estaba dedicado a ello por completo,
analizando los brillantes, calientes y atractivos señuelos infrarrojos y desechándolos
uno por uno para volver a centrarse en el chorro de gases de escape del Harrier, menos
llamativo, pero más coincidente con el patrón que su programación le obligaba a
buscar. Y no era fácil. El caza español maniobraba bruscamente obligando al misil a
malgastar su escaso combustible en seguir la trayectoria de su blanco. Pero su
velocidad era mucho mayor y la distancia entre ambos disminuía de forma sostenida.
Era una carrera entre resistencia y velocidad y aunque el tiempo corría en contra del
misil de fabricación rusa, la fortuna se decantó a su favor. Justo en el momento en que
el motor cohete agotó el último gramo de combustible, el misil impactó en el fuselaje
del avión español activando la espoleta, haciendo explotar la cabeza de guerra y
arrancando de cuajo la cola de la aeronave en mitad de un viraje a la derecha.

La estabilidad aerodinámica del AV-8B Night Attack se convirtió


instantáneamente en cosa del pasado. Carente de estabilizadores horizontales y
verticales, y con la parte trasera del fuselaje convertida en una terrible herida abierta,
el Harrier entró en una barrena plana imposible de recuperar. A menos de trescientos
pies de altitud sobre el océano, el piloto no tuvo ninguna oportunidad de eyectarse.
Ante los ojos empañados por la furia y la impotencia de su punto, piloto y aeronave se
estrellaron contra el agua a más de doscientos nudos de velocidad. Pocos minutos
después, no quedaría nada sobre la superficie del agua que diera testimonio de la
tragedia. Un helicóptero AB-212 en misión SAR se dirigía ya hacia el lugar de la
colisión, indicado con precisión por Cobra uno uno, pero todos sabían muy bien que
las posibilidades de encontrar con vida al piloto perdido eran prácticamente nulas.

—Cobra uno uno virando para una segunda pasada sobre el objetivo — dijo el
piloto del segundo Harrier con la voz distorsionada por la ira.

El controlador a bordo del Príncipe de Asturias intentó disuadirle:

—Negativo Cobra uno uno. Hay dos Plus en más cinco para darte el relevo. Cae al
dos siete cero para iniciar circuito de apontaje.

El teniente de navio Domínguez Grassa no se molestó en contestar. Se limitó a


comprobar de nuevo la palanca selectora de armamento y mantuvo el rumbo norte que
le llevaría de nuevo sobre la vertical de la plataforma en pocos segundos.

El teniente Hannach estaba furioso. No había podido ver nada de lo ocurrido,


pero acababa de enterarse de que habían derribado un avión español, al precio de
perder uno de sus preciosos lanzamisiles.

—¡A los helicópteros, joder!, dije que había que disparar a los helicópteros. Un
caza no puede conquistar una mierda, pero un helicóptero sí. ¿Qué daños tenemos?

El sargento tenía la cara tiznada por el humo del incendio que acababa de
presenciar.

—Hay un pequeño incendio en el nivel superior, y muchas ventanas rotas, pero


no parece nada demasiado grave. Tenemos dos muertos y un herido. Lo han bajado a
la enfermería. El médico dice que vivirá.

Hannach apretó las mandíbulas. Tres bajas. Eso le dejaba con veinticinco
hombres, incluyéndose él mismo, para defender la plataforma contra toda la jodida
Armada Española. Maravilloso.
—Quiero que todos se alejen de las ventanas. Distribúyanse en los principales
pasillos de acceso. Equipos de dos hombres. El Grail que nos queda que cubra la
plataforma del helipuerto. ¡Muévanse!

Pero el portador del único SA-7 superviviente no iba a recibir sus órdenes. Estaba
muy concentrado intentando definir el contacto que la cabeza buscadora de su misil
establecía y perdía intermitentemente en los últimos dos minutos con lo que sólo podía
ser una aeronave española. El soldado marroquí no podía ver al Harrier que se
aproximaba, pero sabía que estaba allí. Tenía que estar allí. De pronto, el sonido
intermitente se estabilizó. El blanco había sido adquirido. Ahora sólo había que
esperar unos segundos y...

—¡Jódete hijo de puta! —gritó Domínguez cuando el lanzador y su operador


desaparecieron en medio de la serie de explosiones de los cohetes que acababa de
lanzarle. Con un furioso golpe de palanca viró hacia la izquierda para esquivar las
esquirlas de la explosión y sólo se relajó cuando comprobó que ninguna estela brillante
le seguía. Un minuto después conectó la radio y con voz forzadamente tranquila pidió
permiso para iniciar la aproximación al portaaviones.

Rabat, Marruecos.

—Almirante, compréndalo, esta situación no puede continuar de ninguna de las


maneras.

El almirante Selim Yussufi, inspector general y jefe de estado mayor de la Marina


Real de Marruecos, sintió la tensión acumularse en la parte baja de su espalda. El
ministro de asuntos exteriores le había llamado urgentemente en plena madrugada,
requiriendo su presencia en su domicilio particular. Eso era completamente irregular,
pero nadie le decía que no a Achmed Abdelkader.

La sorpresa había sido mayor cuando, bebiendo té a la mesa del ministro, había
visto a Driss Abdelar y al ministro de economía. ¿Por qué no le habían convocado al
despacho de Abdelar? ¿Por qué no estaba allí el general Munjib?

—Tiene usted razón, señor ministro. De hecho, tengo entendido que el ministro
de defensa...

Abdelkader le interrumpió:

—El ministro de defensa es precisamente el problema, almirante. Ese hombre


parece haber perdido el control de sus nervios y no es capaz de proponer ningún curso
de acción aceptable. Desgraciadamente, la crítica situación que vive nuestra patria no
nos permite cesar al ministro de defensa en este momento. Sin duda tal acción sería
interpretada por el enemigo como un signo de debilidad y el pueblo empezaría a
pensar que las cosas no van bien.

—Pero entonces, no comprendo qué...


—Le ruego me perdone si le interrumpo de nuevo, almirante. Se pregunta usted
qué puede hacer. Pues bien. Usted puede resolver este embrollo, almirante Yussufi.
Sólo usted. No en vano la Armada Real se está distinguiendo por sus hechos de armas
de modo brillante, allí donde las fuerzas aéreas cosechan fracaso tras fracaso y el
ejército de tierra vacila carente de moral y determinación. Cuando la guerra termine el
general Munjib será destituido y —Abdelkader hizo una pausa de efecto—,
necesitaremos un nuevo ministro de defensa. Alguien como usted.

Yussufi sintió la tensión crecer hasta un punto insoportable. Tanto jabón no


podía ir acompañado de nada bueno, y el rictus del primer ministro, callado en un
segundo plano, no contribuyó a tranquilizarle un ápice.

—Le escucho señor ministro.

—Almirante, en este momento fuerzas españolas están atacando la plataforma


petrolífera Canarias. Sus infantes de marina luchan con valor, pero no es probable que
sean capaces de resistir indefinidamente por sí solos.

—¡Aguantarán si reciben apoyo aéreo!

—No lo creo, almirante. Es triste, pero la Fuerza Aérea Real no está en


condiciones de hacer nada en ese escenario. Sus pérdidas son ya cuantiosas, y sus
resultados, nulos —la cara del ministro de exteriores, consumado actor, era la viva
imagen de la desolación—. Pero hay algo que usted puede hacer por sus hombres.

El almirante adoptó inconscientemente posición de firmes. Si había algo que él


pudiera hacer, lo haría.

—Si no me equivoco —continuó Abdelkader—, en el sector de Yebel Musa se


encuentra desplegada desde hace algunos días una unidad de la Infantería de Marina.
¿No es así?

—Así es, señor ministro. Se trata de una compañía reforzada del segundo
batallón de desembarco. Su misión original iba a ser actuar como guarnición de la Isla
de Leila. Una vez que los españoles tomaron la isla para abandonarla acto seguido, se
decidió dejar esas fuerzas en el continente para contribuir al cerco de Ceuta.

—Y usted tiene plena autoridad sobre ellos, ¿verdad?

—Orgánicamente es así, señor, pero...

Esta vez fue Driss Abdelar quien, incapaz de permanecer más tiempo callado,
interrumpió a Yussufí. El primer ministro se puso en pie para hablar.

—Almirante, el gobierno de Su Majestad desea que ordene a esas tropas iniciar el


asalto sobre la ciudad ocupada de Ceuta antes del amanecer.
Océano Atlántico.

El teniente Delgado sintió la presión del agua sobre su traje de neopreno al


soltarse de la gruesa maroma que había utilizado para descolgarse del helicóptero
según la técnica conocida como "fast rope". Como siempre que entraba en el agua de
noche, sobre todo cuando lo hacía en mar abierto, tuvo que esforzarse por expulsar de
su mente la imagen de un gran tiburón blanco que, en sus pesadillas, nadaba
husmeando el agua bajo él. Su método era simple pero eficaz: consistía en recordar
conscientemente un hecho evidente, el depredador más peligroso de esas aguas... era
él.

Unos segundos después alcanzaron el agua los cabos Sansegundo y Gómez. Los
tres serían esta vez el equipo "Delta". Tras reunirse y señalar su disposición con una
señal de la mano, Delgado se ajustó el regulador de su equipo autónomo y se sumergió
en el negro océano alejándose del estruendo de los helicópteros que ya ganaban altura.
Aunque no tenía modo de estar completamente seguro, el teniente delgado confiaba en
que las sucesivas pasadas de los Harrier de la Novena escuadrilla hubieran creado
suficiente confusión en la plataforma como para que su inserción en el agua pasara
inadvertida.

Y de hecho, así había sido. La plataforma petrolífera se encontraba en llamas en


dos de sus costados y los defensores marroquíes se encontraban más ocupados
luchando contra el fuego que vigilando a los españoles. Aunque los incendios eran más
aparatosos que graves, el calor y el humo generado por los mismos había sido
suficiente como para el cabo Azulay decidiera desobedecer sus órdenes y abandonar su
privilegiada atalaya que amenazaba por momentos con convertirse en parrilla.

Pasaron casi quince minutos antes de que el teniente Hannach fuera capaz de
retomar el control de la situación, pero para entonces ya había un helicóptero español
cerniéndose sobre la pista de aterrizaje mientras otro barría las pasarelas exteriores y
las ventanas con abundante fuego de cobertura de su ametralladora pesada. Sólo un
infante de marina marroquí osó asomarse a través de una escotilla para disparar
contra el Sea King que en ese momento se posaba sobre la plataforma, pero los
fogonazos de su fusil atrajeron de inmediato la atención del ametrallador español. Un
momento después, el soldado marroquí era llevado a la enfermería sangrando
abundantemente por una ingle. A juzgar por el volumen de sangre que iba dejando
atrás por los pasillos no parecía probable que llegara con vida a su destino.

En menos de veinte segundos, un equipo de operaciones especiales de la


Infantería de Marina, el equipo "Alfa", había saltado del helicóptero. Sus ocho
miembros corrieron hacia la escotilla estanca que daba acceso a la superestructura de
la plataforma y se desplegaron a ambos lados de la misma, pegándose a la pared
metálica para quedar fuera de los ángulos accesibles desde las ventanas. El helicóptero
ganó altura de inmediato y se colocó de costado para ofrecer a su ametrallador, sujeto
por un arnés a la portezuela lateral del aparato, un buen campo de tiro. El segundo Sea
King se preparó mientras tanto para tomar en la plataforma en cuanto el equipo "Alfa"
la declarase segura. El tercer helicóptero, cargado también con un equipo de la UOE,
orbitaba a distancia de seguridad en espera de ser requerido.

A una señal del capitán Abelló, jefe del equipo "Alfa", uno de los infantes colocó
una pequeña carga de explosivo plástico sobre la cerradura de la escotilla y se apartó
para hacerla detonar. La escotilla de acero no resistió la explosión y se desplomó hacia
dentro. Como la coreografía mil veces ensayada que en realidad era toda la maniobra,
un sargento y un cabo arrojaron al unísono sendas granadas al interior del vano
todavía humeante, retrocediendo enseguida un paso para protegerse de los efectos de
la explosión, que se produjo de inmediato. En cuanto se disipó el humo, el sargento se
ajustó las gafas de visión nocturna y entró en el pasillo acribillado de metralla. No
esperaba encontrar ningún cadáver, pero de hecho había dos. Los infantes de marina
marroquíes se habían convertido en guiñapos irreconocibles, pero el sargento no se
compadeció de ellos. No había tiempo para eso, al menos de momento.

—¡Están dentro, mi teniente!

El soldado alauí tenía dieciocho años y el miedo que asomaba en sus ojos no
contribuía a hacerle parecer mayor, a pesar del uniforme, el casco y el fusil. La granada
española había caído a sus pies y sólo el instinto le había hecho darle una fuerte patada
que la había hecho retroceder unos metros por donde había llegado. Fue también el
instinto el que le había impulsado a correr con toda su alma hasta alcanzar la esquina,
mientras dos de sus compañeros, mucho más experimentados, se habían quedado
quietos durante tres segundos. Demasiado tiempo.

—Cálmese Mohamed y dígame qué ha pasado —dijo el teniente Hannach


intentando mantener su propia calma. Sentía que todo se derrumbaba a su alrededor y
no podía hacer nada por controlar la situación.

El teniente Delgado asomó la cabeza apenas unos centímetros sobre la superficie


del agua. Con un gesto lento y deliberado, se levantó las gafas de buceo y las sustituyó
por sus gafas de visión nocturna. El mundo adquirió de inmediato la consabida
tonalidad verdosa, y la oscuridad dio paso a una extraña forma de claridad. A menos
de veinte metros de su posición se alzaba uno de los soportes de la plataforma, que,
desde su perspectiva en escorzo, asemejaba el tronco de un árbol monstruoso en un
bosque de pesadilla. Junto a Delgado asomaron casi simultáneamente sus hombres y,
como él, se colocaron sus gafas de visión nocturna. No necesitaron hablar. Los tres se
separaron ligeramente y empezaron a nadar en silencio hacia su objetivo, que
alcanzaron en pocos segundos. Rodearon lentamente el soporte cilindrico, de varios
metros de diámetro hasta encontrar una escala metálica soldada a la lisa superficie de
acero. Dedicaron un minuto más a quitarse las aletas y a comprobar sus armas y, con el
cabo Sansegundo en punta, Delgado en medio y Gómez cerrando la marcha,
comenzaron a subir por la precaria escala.

Delgado se sentía ahora más vulnerable que cuando buceaba en completa


oscuridad en aguas abiertas, y de hecho su posición era decididamente expuesta. Por
fortuna los planos de la plataforma indicaban que, a unos diez metros de altura, una
escotilla permitía acceder al interior del soporte. El resto del ascenso podrían hacerlo
por una escalera más segura.

—Mi teniente, la escotilla está aquí.

—¿Abierta?

—Afirmativo. Los muy capullos se han dejado la puerta abierta.

El teniente agarró a su subordinado del tobillo para llamar su atención.


—Ten cuidado Juanillo, no la vayamos a joder. Ya sabes lo que hay que hacer.

El cabo Sansegundo no lo había olvidado. Cuando el enemigo daba demasiadas


facilidades había que desconfiar. Con mucho cuidado observó todo el contorno de la
puerta en busca de hilos, cables o cualquier otro signo de posibles trampas. Al final
descendió varios peldaños por la escala antes de empujar la escotilla, que se abrió sin
resistencia... y sin trampas. Tampoco había nadie en el rellano de la escalera.

—Despejado, mi teniente.

—Vale cabo. Vamos adentro.

Antes de entrar, y en previsión de que la cobertura de su radio táctica no fuera


buena en el interior del cilindro de acero, Delgado tomó la radio:

—Delta Uno a todas las unidades: inserción completada con éxito. Accedemos al
objetivo según las órdenes. Corto.

Tetuán, Marruecos.

Alfredo Suárez acababa de dormirse cuando sonó su teléfono móvil pero,


acostumbrado a que le despertaran en plena noche cuando estaba de guardia, se
espabiló de inmediato. En la cama de al lado, Carlos Cuenca roncaba profundamente y
no dio signos de escuchar el teléfono.

-Diga.

—Soy Hammadi. ¿Puede usted venir a verme ahora, doctor? Me doy cuenta de
que la hora es inconveniente, pero se trata de algo importante.

—No hay problema señor Hammadi. En treinta minutos estaré allí.

—Le espero doctor, muchas gracias.

Suárez cortó la comunicación y comprobó la batería de su teléfono móvil. Se


levantó y agitó el hombro de Carlos Cuenca. El oficial del CNI masculló algo sobre el
colegio, le llamó mamá y se dio la vuelta en la cama. Hasta dormido era peculiar el tío,
pensó Suárez con una sonrisa. Volvió a moverle y encendió la televisión, subiendo el
volumen todo lo que lo tardío de la hora hacía aconsejable. Luego se encerró en el baño
bostezando.

Menos de media hora después, Alfredo se encontraba frente a la puerta del


domicilio de Mohamed Hammadi. Antes de que tuviera tiempo de llamar, la puerta se
abrió silenciosamente. Evidentemente el marroquí había estado esperándole.

—Buenas noches, doctor, bienvenido a mi casa —dijo Hammadi colocándose la


mano sobre el pecho e inclinando levemente la cabeza.
Suárez imitó el gesto, no muy seguro de que ese fuera el protocolo correcto de
saludo, y aceptó la invitación a entrar. Como en otras ocasiones, Hammadi le condujo
a su oscuro pero acogedor despacho, pero esta vez no había té ni café esperándoles.

—Doctor Suárez, usted sabe que no son muchos los amigos que me quedan en los
círculos del poder. Pero los que me han sido fieles todo este tiempo lo son en grado
sumo. Esta noche, hace menos de una hora, he sabido algo que me ha producido un
gran desasosiego.

—Le escucho, señor Hammadi.

Mohamed Hammadi se removió, evidentemente incómodo, en su asiento.


Aquello no le estaba resultando nada fácil.

—Desde el principio esta guerra ha sido una locura. Una cadena de errores e
incompetencias que nadie ha sabido anticipar ni, sobre todo, enmendar. El gobierno
de mi país ha ido bandeando la situación intentando ponerle coto pero sin saber
realmente cómo. Sin embargo eso ha cambiado esta misma noche. Naturalmente no
voy a revelarle cómo lo he sabido, pero puedo decirle sin lugar a dudas que una facción
del gobierno, eso si mayoritaria, ha decidido llevar la lucha hasta sus últimas con-
secuencias a espaldas de algunos miembros del propio gobierno y del propio rey.

—¿Se refiere a una guerra total?

-Sí.

—Pero Marruecos no puede ganar una guerra así.

Hammadi miró a su interlocutor con una pena infinita en sus cansados ojos.
Tardó en responder, mientras parecía sumido en sus propios pensamientos.

—Nadie puede ganar una guerra así.

Alfredo se dio cuenta de que el marroquí no podía evitar su tendencia a


deslizarse al terreno de la filosofía y, aunque no era un espía, la tarea que le habían
encomendado no se diferenciaba tanto de su trabajo habitual con los pacientes.
Cuando veía a un enfermo en la consulta, su trabajo consistía en extraer información
objetiva y eminentemente práctica de la historia, llena de subjetividad, que le contaba
el paciente.

—¿Por qué querrían seguir adelante con la guerra?

—El primer ministro sabe que si negocia en desventaja perderá el poder. Sólo
podrá conservar su puesto si logra obligar a España a negociar alguna cesión
significativa. Ha invertido mucho capital político en esto y ha perdido el control. Ahora
sólo huye hacia adelante.

—Señor Hammadi —preguntó Suárez—, ¿y los integristas?

—Me consta que se están preparando para el asalto al poder. No le puedo dar
detalles concretos porque los ignoro, pero créame si le digo
que harán todo lo posible para alimentar el fuego del conflicto. Odian a Occidente,
pero desean la derrota de Marruecos para ver su camino allanado. Es muy probable
que estén preparando atentados en España para culpar al gobierno marroquí y
exacerbar la cólera de los españoles.

—¿Qué cree que debería hacer España?

Por primera vez a lo largo de la entrevista, Mohamed Hammadi sonrió. Era


una sonrisa muy triste.

—Doctor Suárez, ni siquiera sé muy bien por qué le estoy contando todo esto.
Supongo que es porque sé que es usted un hombre bueno y sensato. Si Dios ha hecho
que nuestros caminos se crucen, quizá sea con un propósito. Pero mi escasa
sabiduría no llega tan lejos.

Alfredo reflexionó brevemente antes de volver a preguntar.

—¿Ve usted alguna salida?

—Sólo sé que hay que parar la guerra antes de que se convierta en una matanza
que siembre el odio para siempre entre nuestros pueblos. Sólo eso.

—¿Hay alguien en el gobierno marroquí con quien España se pueda poner en


contacto?

—No lo sé, doctor Suárez, realmente no lo sé. Quizá el ministro de defensa, que
es un hombre sensato y un soldado honorable... o incluso el mismo Rey.

En ese momento sonó, en algún lugar de la casa, un teléfono. Hammadi se


levantó.

—Sé que sabrá usted perdonar mi descortesía, doctor, pero ahora debe irse.
Actúe con prudencia y haga buen uso de lo que sabe. Tal vez nos veamos cuando
todo esto haya pasado, si Dios quiere.

Océano Atlántico.

La situación se había estabilizado temporalmente. El grueso de los defensores


marroquíes se había atrincherado en la zona de oficinas adyacentes a la sala de
control de la plataforma. Estaban rodeados, pero el único acceso practicable al área
era un largo pasillo de casi diez metros. El cadáver de un infante de marina español
en medio del mismo atestiguaba el enorme peligro que entrañaba avanzar por ese
pasillo habiendo fuerzas hostiles al otro extremo. Los marroquíes que no habían
podido agruparse con su teniente, media docena, habían quedado aislados solos o en
parejas y estaban siendo cazados uno por uno por el equipo "Charlie" de la UOE. Los
equipos "Alfa" y "Bravo" se mantenían al acecho al principio del pasillo de acceso,
impotentes para recuperar siquiera el cadáver de su compañero.
—¡Contéstame hijo de puta! —dijo el teniente Hannach dirigiéndose inútilmente
al micrófono de la radio. Pero la estática fue la única respuesta que recibió. La misma
que recibía una y otra vez en la última hora. Los españoles debían estar utilizando
equipos de interferencia electrónica realmente potentes. Sobre la mesa yacía,
igualmente inútil, su ordenador portátil. Sabiéndose solo por unos minutos, Hannach
se permitió golpearlo con el puño mientras soltaba un gemido ahogado de impotencia.
En un minuto tendría que salir del despacho y tomar una decisión trascendente:
rendirse a los españoles o tomar un fusil y luchar hasta la muerte vendiendo cara la
posición que le habían ordenado defender. La lógica y el sentido común le dictaban lo
primero, pero su acendrado sentido del honor no iba a permitirle sucumbir al
realismo... y a la cobardía. Hannach se secó una gota de sudor, ¿o era una lágrima?, del
rostro, se estiró las mangas de la guerrera y se tomó su fusil Steyr Aug de la esquina
junto a la puerta. Luego salió a la sala principal donde aguardaban sus hombres.

El teniente Delgado consultó el plano del nivel más bajo de la plataforma en su


PDA táctica. Esos chismes, increíblemente prácticos, habían dado el salto de la vida
civil a la militar con muy pocas modificaciones: una funda impermeable y acolchada,
una carcasa más robusta y una batería de larga duración. Ahora, Delgado llevaba una
colección de planos y datos técnicos, que hubieran necesitado una furgoneta de haber
estado impresos en papel, en el espacio que ocupaba un paquete de cigarrillos. El
teniente acababa de hablar con el comandante Martínez- Schwartz, jefe de la fuerza de
asalto, que le había explicado la situación. La cosa estaba complicada, sin duda, pero
Delgado tenía una idea, y había recibido luz verde para ponerla en práctica.

Yebel Musa, Marruecos.

Eran casi las tres de la mañana en Marruecos, cerca de las cinco al otro lado de la
frontera que, más que verse, se intuía a los pies del monte Yebel Musa. Más allá, las
luces de Ceuta destacaban la silueta de la ciudad contra el negro mar. Faltaban todavía
más de dos horas para la salida del sol, pero el mayor Abdalah, al mando de la Ia
Compañía del 2o Batallón de Desembarco de la Real Infantería de Marina tenía muy
poco tiempo para completar la tarea encomendada. Había recibido sus órdenes por
radio hacía una hora, de boca del mismísimo almirante Yussufi. Algo irregular, sin
duda, pero un mayor de la Real Infantería de Marina no cuestiona las órdenes del
almirante jefe de estado mayor de la Marina Real. No al menos, si le tiene algún
aprecio a su carrera militar.

Su compañía se encontraba desplegada en las abruptas pendientes pedregosas


del monte Yebel Musa, conocido por los ceutíes como "la muerta" por su perfil de
mujer yacente. Era un terreno endiablado de puro agreste, con una única pista
accesible, con mucha dificultad incluso para los vehículos todo terreno.

—Capitán —dijo a su segundo apoyando un mapa sobre el capó de su Hummer e


iluminándolo con una linterna de campaña—, quiero que adelante sus secciones de
fusileros en escalón. La primera sección, en el ala izquierda, tiene una hora para cubrir
dos kilómetros. Quiero que se muevan despacio y sin llamar la atención. No se
acerquen demasiado a la carretera de la costa. Allí hay un escuadrón acorazado del
Grupo Blindado de El Aaiún. La tercera sección, a la derecha, avanzará sólo un
kilómetro. No sólo tendrán que cuidarse de los españoles sino de no meterse en el
terreno de nuestros vecinos de la derecha, una compañía de infantería mecanizada.
Esos camelleros podrían tomarles por españoles y disparar. En el centro quiero a la
segunda sección, en reserva, pero lista para apoyar a uno u otro lado según haga falta.

—¿Y la sección de armas?

El mayor marcó con su lápiz una curva de nivel en el mapa y luego señaló con la
mano hacia el este.

—Aquí, a unos cien metros de donde estamos, hay una especie de plataforma
bastante llana en la ladera con un excelente campo de tiro sobre la ciudad. Vamos a
colocar los morteros a la derecha y los misiles antitanque a la izquierda, lo más
dispersos que se pueda. Los antiaéreos portátiles se quedan con nosotros aquí mismo.
Los morteros abrirán el fuego exactamente a las cuatro cero cero, si Dios quiere. —Si
Dios quiere, mayor.

Tetuán, Marruecos.

La carretera estaba prácticamente vacía a esas horas de la madrugada. No


viajaban en el coche de Alfredo, que seguía guardado en el garaje de Carlos Cuenca,
sino en el del oficial del CNI. Habían salido del hotel sin hacer el equipaje y sin dejar
formalmente la habitación. El portero nocturno apenas les había dedicado una mirada
despectiva y había vuelto a leer trabajosamente su gastado ejemplar del Corán. Antes
de salir, no obstante, Cuenca había enviado un correo electrónico seguro con la
indicación "URGENTE" en el título del mismo.

Si los agentes de guardia en la sede del Centro Nacional de Inteligencia hacían


bien su trabajo, ya debían haber sonado todas las alarmas en la carretera de La
Coruña. Por su parte, Carlos y Alfredo no iban a obtener respuesta alguna hasta su
llegada a Rabat tres horas más tarde. Si el efecto del correo había sido el previsible,
alguien estaría esperándoles en su destino. Si no... sólo cabría improvisar.

Océano Atlántico.

El teniente Delgado se aferró al perfil metálico del conducto principal del aire
acondicionado. Sus hombres y él llevaban más de una hora metidos en el estrecho
túnel de sección cuadrada. Los tramos verticales habían sido los más complicados,
sobre todo porque no llevaban equipo específico para escalada y se habían visto
obligados a trepar apoyando la espalda contra una pared y empujándose con manos y
pies en la pared opuesta. Ahora, en el último tramo horizontal que quedaba para
alcanzar el área administrativa donde se habían atrincherado los marroquíes, Delgado
se sentía como el monstruo de "Alien" reptando por los conductos de la nave
Nostromo. El teniente no tenía ácido corrosivo ni cabeza telescópica, pero no por ello
era menos peligroso. Esta vez, Ripley, pensó con una mueca sardónica cargada de
adrenalina, la has cagado.

Pero aún faltaba la parte más difícil. Arrastrándose milímetro a milímetro para no
hacer ruido, Delgado alcanzó una rejilla de ventilación. Si su plano no mentía, esa
rejilla en concreto tenía que abrirse a la oficina más grande, una gran estancia de casi
sesenta metros cuadrados donde debía encontrarse la mayoría de los infantes
marroquíes. Y así era.

Cuando el teniente Delgado alcanzó la rejilla pudo verlos sentados en las sillas o
en el suelo. Conteniendo la respiración, se desplazó ligeramente para abarcar con su
vista toda la estancia. Aparentemente sólo uno de los marroquíes se mantenía alerta,
pero apuntaba su fusil a través del vano de la puerta de acceso, que Delgado supuso
daría al mortal pasillo de acceso. ¿Qué héroe de la antigüedad había defendido un
puente, sólo contra todo un ejército? Tendría que consultarlo cuando volviera a San
Fernando, pero antes tenía cosas más urgentes que hacer. Contó diez infantes
marroquíes en aquella sala.

Quizá hubiera algunos más en los despachos adyacentes que se encontraban en la


pared opuesta a la que él se encontraba, pero no tenía modo de estar seguro. Los
conductos de aire acondicionado que llegaban a los despachos eran demasiado
estrechos para pasar, de modo que se enfrentaría a eso a su debido tiempo.

Ajeno a los movimientos de Delgado, el teniente Hannach se encontraba


precisamente en uno de los despachos pequeños que el español no podía ver. Sus
problemas eran de una índole diferente a los de su enemigo. Estaba atrapado.
Irreversiblemente atrapado. Y a todos los efectos, la batalla estaba perdida. En la
última hora su determinación de combatir hasta el final se había debilitado. Y no
precisamente por miedo personal, sino más bien por una creciente sensación de
inutilidad. ¿Debían sacrificarse sus hombres para nada? ¿Tenía algún sentido todo
aquello? Pensó en rezar, pero no fue capaz de encontrar en su interior algo coherente
que decir. Entonces escuchó el ruido. Era un ruido metálico no muy fuerte y no supo
identificar su fuente, pero sin duda venía de la oficina principal.

Delgado respiró hondo. Durante un segundo un pánico helado había atenazado


su garganta. Había golpeado la rejilla de ventilación después de retirar el seguro de
una granada de mano. Si la rejilla hubiera resistido el puñetazo... no quería pensarlo, y
de todos modos era improbable. Esas rejillas normalmente eran bastante endebles.

Con un impulso de la muñeca, lanzó la granada al centro de la oficina y luego


reptó hacia atrás un par de metros, hasta que sus pies toparon con los brazos del cabo
Sansegundo. Esperaba que el mamparo de acero y el conducto de aire fueran
suficientes para detener todos los fragmentos de la granada que iba a estallar en dos
segundos. Se tapó los oídos con las manos y abrió la boca.

Muchos murieron de inmediato, alcanzados por la explosión antes de tener


tiempo de protegerse. Los cuatro soldados que sobrevivieron recibieron heridas
suficientemente graves para incapacitarlos.

Cuando Hannach logró ver algo a través del humo, comprendió de inmediato
que estaba solo. Levantó su fusil y giró la cabeza recorriendo la estancia sin ver
enemigo alguno. Sólo escuchó gritos en español procedentes del pasillo. Luego pasos.
En veinte segundos estarían allí, y él no tendría otra opción que rendirse, o... En ese
momento notó un brillo rojo y, bajando la cabeza, vio un nítido punto escarlata
brillante en su pecho. Un láser. Pensando frenéticamente, miró hacia la parte alta de la
pared y vio el hueco que había cubierto una rejilla de aire acondicionado.
En la negrura del interior, destacaba un punto rojo, gemelo del que iluminaba su
pecho. Entonces lo decidió: con un gesto deliberadamente lento, alzó el fusil, apuntó y
disparó al hueco del aire acondicionado. Inexplicablemente el cañón se alzó en el
último momento y la bala impactó en el techo, a más de un metro de su objetivo.
Hannach se extrañó mucho. Nunca había fallado un disparo así. Bueno, pensó, todo
era cuestión de volver a apuntar. Sólo un poco más bajo. Aunque, ¿no era un poco raro
que el fusil pesara tanto? Un rato antes lo había levantado sin dificultad. Un poco
inquieto, miró al punto rojo de su pecho. No quería que el enemigo tuviera demasiado
tiempo para apuntarle. Tal vez fuera buena idea arrodillarse, se dijo mientras tocaba
con su dedo el orificio negro que había sustituido al punto rojo de su pecho. Muy
curioso... era un orificio redondo y pequeño y de su interior salía un hilillo de humo. Si,
realmente era muy curioso.

Madrid.

El teléfono sonó cinco veces antes de que Juan Carlos Talavera fuera capaz de
reunir lucidez suficiente para contestar. Tras encender la luz descubrió, no sin cierto
desconcierto, que estaba de nuevo durmiendo en el cuarto de guardia de La Casa. El
reloj le informó, despiadado, de que había dormido menos de tres horas.

—Talavera —dijo ahogando a duras penas un bostezo.

—Juan Carlos, soy Ana. Lávate la cara y vente cagando leches para la oficina.

—Oye, Ana... —intentó protestar Talavera. Apreciaba personal y


profesionalmente a su subordinada y no era un formalista fanático, pero las formas de
Casado iban de mal en peor. De todos modos daba igual, la joven analista había
colgado ya el teléfono.

—Lee esto jefe —dijo Ana Casado cuando Talavera entró en la oficina frotándose
la cara, alcanzándole el documento remitido desde Tetuán por Carlos Cuenca —. Es
dinamita.

Talavera se sentó en su silla, gratamente sorprendido al encontrar un café


caliente junto al teclado del ordenador. Ana sería lo que fuera, pero era una tía
detallista, pensó mientras leía a toda velocidad el documento impreso. Efectivamente
era material de primera. Por un lado proporcionaba confirmación independiente a la
afirmación de "Jilguero" de que el gobierno marroquí estaba dividido. Y señalaba
también al ministro de defensa como el punto débil del ejecutivo. Por otro lado, el lado
malo, profetizaba graves problemas para España. Claro que si uno va a tener
problemas es mejor saberlo cuanto antes.

—Opiniones.

—Creo que es fiable, jefe. Cuenca le da una fiabilidad máxima, y yo me fío de


Carlos.

—Ya. Yo también. Me refiero a que opines sobre el contenido. ¿Puede ser algún
tipo de maniobra?
Ana Casado resopló. Lo que su superior le pedía eran palabras mayores.

—Joder, Juan Carlos, es que lo que dice ese documento es una trampa lógica de
la leche.

—Expláyate, anda —la animó Talavera con una sonrisa. Cuando Casado
empezaba así, solía ser muy interesante oírla.

—A ver: Marruecos nos va a atacar con todo. Ya lo están haciendo en el mar, pero
el contenido de este mensaje sólo puede significar Ceuta y Melilla. No esperan ganar,
sino sólo desgastarnos el tiempo suficiente para obligarnos a negociar. En realidad no
pretendían llegar tan lejos, pero eso es lo que hay. Sin embargo, los integristas
marroquíes, que desean la derrota de su gobierno en función de sus propios intereses,
nos intentarán atacar de modo no convencional para cabrearnos en serio y
"ayudarnos" a ganar. Hasta ahí nada raro. Todo es coherente con nuestros análisis
previos. Retorcido de cojones, pero coherente.

—¿Y la trampa?

—Bueno, dado que Marruecos sabe que tememos un vuelco integrista en Rabat
casi más que a la derrota, podrían haber orquestado esta filtración para meternos el
miedo en el cuerpo. Nadie se ha olvidado del 11-M. El mensaje podría ser algo así
como: "si queréis evitar problemas gordos de verdad, mejor os sentáis a negociar, ya".

Talavera sorbió su café. Naturalmente lo que decía Ana tenía todo el sentido del
mundo. Era lo malo de intentar leer la mente de un enemigo: con frecuencia te
conducía a actuar de forma contraria a lo que tú pensabas que él pensaba que tú ibas a
pensar. Lo cual te llevaba, una vez desarrollado un plan de acción a pronunciar la
célebre frase de las viejas películas de guerra: "¡No!, eso es lo que esperan que
hagamos". En las películas solía funcionar. Solía.

—¿Crees que Hammadi podría estar actuando en connivencia con el gobierno de


Marruecos?

—No lo creo jefe. Hammadi es un idealista, independiente y por lo tanto,


incómodo para todo el mundo. Le quedan pocos amigos y no es un sujeto fácil de
manipular. Si nos está dando esta información gratis, y él sabe muy bien que nos la
está dando, es porque cree sinceramente que es lo mejor para todos.

—¿Y si por un casual, alguno de sus escasos amigos le ha engañado


conscientemente?

—Ese es exactamente el peligro. Pero me temo que no hay manera de saberlo a


estas alturas.

—Bien —dijo Juan Carlos Talavera dejando su taza de café sobre la mesa y
levantándose—, nos pagan para que nos mojemos y eso vamos a hacer. Que vengan
Aberasturi y Méndez. Tenemos que digerir esto y presentar un análisis decente en el
despacho del director a primera hora.
Ceuta.

Al principio pensó que era un relámpago. Al fin y al cabo es lo que cualquiera


piensa cuando ve de reojo un resplandor brusco e impreciso, pero el ruido que lo siguió
pocos segundos después no se parecía en nada a un trueno. Ese "¡dump!" sordo sólo
podía corresponder a un disparo de mortero y el teniente Javier Fajardo, lo identificó
de inmediato con un escalofrío. ¡Cojonudo!, pensó con un punto de ironía histérica,
dos noches durmiendo dentro del carro y cuando el moro decide atacar, me tiene que
pillar meando.

El siguiente sonido, un aullido de intensidad creciente, sorprendió a Fajardo


trepando por el costado de su carro de combate M-60 A3 con los pantalones mojados y
el miedo en las tripas. La explosión de la granada coincidió con el seco golpe metálico
de la escotilla de la torre del tanque al cerrarse. Cayó a unos treinta metros de su
posición, y la vibración del suelo fue seguida por el sonido de una breve lluvia de tierra
y fragmentos sobre las superficies horizontales del carro.

—¡Arrancad el motor! —gritó Fajardo mientras se sentaba en su posición de jefe


de carro, dentro de la torreta y a la derecha del cañón y comenzaba a manipular
frenéticamente los controles del periscopio de observación. Una vez activado el
sistema, conmutó el interruptor para activar el modo de visión nocturna e hizo girar el
periscopio para observar las laderas marroquíes más allá de la frontera. Sin dejar de
mirar al exterior, localizó a tientas el micrófono de la radio táctica para llamar a los
otros tres carros de la sección que mandaba, destacada en vanguardia de su escuadrón
en la barriada de Benzú, casi en la misma frontera con Marruecos. Desplegados entre
las casas se encontraban también los vehículos de combate de infantería Pizarro de
una sección mecanizada destacada en apoyo de los carros del teniente Fajardo.

Detenido en la cuneta derecha de la carretera de Benzú, sobre un repecho a


menos de un kilómetro de la frontera, un tanque marroquí T- 72 descansaba como una
bestia prehistórica dormida. Pero aunque la máquina permanecía inactiva, su
tripulación se encontraba muy alerta. Al igual que al teniente Fajardo, el disparo de
mortero había sorprendido al sargento Mahmoud, jefe de carro del T-72, en el exterior.
Igual que el español, Mahmoud había corrido hacia su tanque antes de saber qué es-
taba pasando realmente. Y al igual que él, su reacción había sido activar los equipos de
visión nocturna y escrutar las posiciones enemigas al otro lado de la frontera. Ambos
jefes de carro, aunque ignoraban todo el uno sobre el otro, tenían muchas cosas en
común. Los dos eran profesionales curtidos y dedicados, dirigían máquinas no tan
diferentes entre sí... y ambos ignoraban por completo lo que estaba pasando a su
alrededor.

El sargento Mahmoud estaba tenso y muy cansado. El solo hecho de ocupar sus
posiciones en el sector de Beliunech, sobre la carretera de Benzú, había constituido
una prueba para su habilidad y sus nervios. En aquella zona del litoral marroquí no
existía ninguna carretera realmente buena por lo que para llegar allí habían tenido que
conducir sus carros durante toda una noche por una estrecha pista asfaltada entre
riscos y barrancos, rodeando por el este el monte Yebel Musa. Se suponía que eso
podría sorprender a los españoles, pero el sargento tenía dudas al respecto. No es fácil
esconder veintiún tanques al borde de una carretera, por mala que sea.

Después de un rato de observar el terreno más allá de la frontera de Benzú,


Mahmoud llegó a la conclusión de que las granadas de mortero caían todas del lado
español de la frontera. Y eso era extraño porque su escuadrón no había recibido
ninguna orden de ataque. Más raro todavía era el hecho de que todos los disparos,
parecían tener su origen en un punto concreto de la ladera del monte que tenía a sus
espaldas, algo a su derecha. El resto de las posiciones marroquíes permanecía en
silencio. Estaba pensando en pedir explicaciones a su teniente cuando creyó advertir
un movimiento en unos arbustos distantes. Sin embargo una gran roca cercana
limitaba su campo de visión impidiéndole identificar lo que estaba viendo. Por el
micrófono de comunicación interior dio una orden a su conductor, sentado allá abajo,
en la parte delantera del casco del tanque.

—Identificado blanco, carro, a las once; parece un Tango siete dos —dijo el
teniente Fajardo por el circuito del escuadrón—. Se desplaza a poca velocidad a uno
tres cero cero metros. Cargando proyectil AP.

—¡Que nadie abra fuego! —ordenó el capitán Arconada, jefe del escuadrón, desde
su carro de mando apostado sobre la misma carretera de Benzú, a la altura de Punta
Bermeja, varios kilómetros a retaguardia de la sección del teniente Fajardo.
Esperamos órdenes del mando, o sea que todos tranquilos. Confirmen.

Todos los jefes de carro del escuadrón confirmaron la recepción de las órdenes,
pero la tensión era evidente en sus voces. El bombardeo marroquí duraba ya varios
minutos, y aunque parecía poco denso y menos efectivo, el hecho incontrovertible era
que el ejército marroquí estaba bombardeando territorio nacional español. No era
como para estar demasiado tranquilos.

Al otro lado de la frontera, el sargento Mahmoud había colocado por fin su carro
en una posición más favorable para la observación. Ahora podía ver que lo que había
tomado por un arbusto no era tal. Se trataba de un tanque español camuflado con
ramaje sobre su casco y torreta y semioculto tras una tapia que debía de haber
pertenecido en algún momento a un pequeño huerto en la parte posterior de una vieja
casa semiderruída al borde de la carretera. Su equipo de visión infrarroja permitía
ahora distinguir con claridad el calor del motor diesel en la parte trasera. En ese
momento una granada procedente del misterioso mortero fantasma cayó a pocos
metros del carro español, envolviéndole en una nube de polvo.

Eso le ha caído cerca, pensó Mahmoud. Naturalmente no había ninguna


posibilidad de que la pequeña granada de mortero atravesara el acero del blindaje de
un M-60, aunque su tripulación se habría llevado un buen susto. El sargento
Mahmoud incluso sintió simpatía por aquellos a los que, a pesar de todo, no acababa
de ver como enemigos. Pero la simpatía duró poco. Justo lo que tardó en darse cuenta
de que su propio carro estaba demasiado expuesto y de que el español podía estar
haciendo sus propias observaciones. Enfocó la mira al máximo aumento sobre la
torreta del M-60 justo a tiempo de comprobar cómo giraba el cañón de 105 milímetros
hasta apuntarle directamente... a él.

Con un gesto automático pulsó el botón que activaba el telémetro láser. Éste
envió la información pertinente al ordenador de tiro, que corrigió levemente el alza del
cañón de ánima lisa de 125 milímetros y quedó en espera de la orden de disparo.
Mahmoud se dispuso a esperar, pero advirtió un destello procedente de la torreta del
carro español. ¿Un láser? No iba a esperar a comprobarlo. Disparó.
—¡CLANNNNG! —el proyectil procedente del tanque marroquí alcanzó la torreta
del M-60 del teniente Fajardo con un ángulo excesivamente abierto para penetrar la
coraza. El dardo subcalibrado de tungsteno del proyectil, abrió un surco en el acero del
lateral derecho de la torreta y luego rebotó hacia fuera cayendo inofensivamente en el
suelo cien metros más lejos. Pero la vibración en el interior del carro fue brutal.

Javier Fajardo se limpió la sangre que caía de su ceja derecha, rota. El teniente
había estado mirando con la cara pegada al visor infrarrojo cuando observó un destello
procedente del tanque marroquí. Si el moro tomaba distancias, él también, había
pensado mientras accionaba su propio telémetro. Luego, el tremendo golpe le había
hecho pensar por un momento que todo había acabado.

—¿Todos bien? —preguntó en cuanto se hubo asegurado que seguían con vida.
Los tripulantes del carro, aturdidos pero enteros respondieron uno por uno.

—¡Artillero, Sabot! —el teniente se acomodó de nuevo en su asiento— Ahora nos


toca a nosotros.

—Ya está cargado mi teniente. Listo para abrir fuego.

Fajardo centró la retícula de su mira de visión nocturna en la base de la torre del


carro marroquí, justo debajo del enorme cañón principal, volvió a tomar una medida
de distancia con el telémetro láser y disparó.

—¡Batido! —gritó el teniente al comprobar el impacto perfecto del dardo de


tungsteno en la base de la torreta. A pesar de carecer de carga explosiva, la enorme
energía cinética del proyectil lo había impulsado a través de la gruesa coraza de acero
del tanque enemigo, penetrando en el interior del habitáculo convertido en miles de
fragmentos incandescentes que habían incendiado de inmediato el vehículo
provocando la explosión secundaria de su propia munición. El sargento Mahmoud y su
tripulación ni siquiera tuvieron tiempo de elevar una última plegaria antes de morir.

Un instante después la radio crepitó. Era el capitán Arconada.

—¡Fajardo! ¿Qué coño está pasando?

—Estamos bajo fuego enemigo mi capitán. Un Tango siete dos nos ha disparado.
Hemos recibido un impacto, pero no ha perforado el blindaje. Hemos respondido al
fuego.

—Y lo han batido, ya lo he oído, pero ¿seguro que ellos dispararon primero? Mira
que nos jugamos mucho.

—Afirmativo mi capitán. Estoy seguro.

El capitán Arconada cambió a la frecuencia de la Comandancia General para dar


la novedad y recabar órdenes. Un par de minutos después volvió a la frecuencia del
escuadrón.
—Escuadrón, ya es oficial. A partir de ahora ejecutaremos operaciones de
combate sin restricciones. Afinad la puntería, rentabilizad la munición... y vamos a
correr a gorrazos a esos hijos de puta hasta Rabat. Escuadrón, ¡Viva España!

Casi ahogado por el espesor de acero de las corazas de los carros, un grito
unánime se oyó a pesar de todo en la zona ocupada por el primer escuadrón del
Regimiento de Caballería Acorazado Montesa N° 3:

—¡Viva!

En el lado marroquí de la frontera, la explosión del tanque del sargento


Mahmoud provocó en el resto del escuadrón acorazado alauí una reacción inmediata.
Los poderosos motores diesel rugieron, los larguísimos cañones giraron, y, en
definitiva, los veinte carros que hasta momentos antes parecían dormir, cobraron vida
moviéndose como la manada de depredadores que extrañamente asemejaban.

Al principio, el desconcierto y la falta de órdenes coherentes afectaron al


escuadrón. Los artilleros se limitaron a buscar objetivos sin coordinación, los tanques
posicionados más en vanguardia hicieron fuego sin otro resultado que algunas rocas
destruidas, y un segundo T-72 voló por los aires al recibir de forma casi simultánea el
impacto de dos proyectiles de 105 milímetros procedentes de dos carros españoles
distintos.

Pero pronto el entrenamiento se impuso y las tripulaciones comenzaron a


trabajar en equipo, dirigidas por su comandante. Después de tender una barrera de
granadas fumígenas a través de la carretera para dificultar el trabajo a los artilleros
enemigos, los marroquíes adoptaron una formación en escalón a la derecha por
secciones de cinco carros e iniciaron la maniobra que los escuadrones de caballería
mejor dominan desde hace tres mil años: avanzaron.

Mientras tanto, a la luz mortecina del amanecer, unas gruesas gotas de lluvia,
pesadas como lágrimas, comenzaron a mojar por igual a ambos ejércitos enemigos.

Madrid.

Juan Carlos Talavera supo que Hammadi no había mentido, mientras aún se
encontraba a bordo del coche del CNI que le llevaba, junto al director, al palacio de la
Moncloa. La llamada telefónica de Ana Casado le había imbuido una sensación de
ominosa urgencia que el cielo plomizo, que cubría Madrid con las primeras luces del
amanecer, no hacía sino volver más pesada en su ánimo.

Lo que encontró en la sede de la presidencia del gobierno no fue otra cosa que un
reflejo del color de las nubes en las caras de todos los que se cruzaban con él en su
camino, pero fue el rostro del presidente del gobierno, demacrado y ojeroso, el que con
más crudeza reflejaba la preocupación, y aún la desesperación, de quien se sabe
inmerso en una pesadilla de la que no puede despertar.

—Buenos días señores —dijo el presidente sin levantarse de su asiento—.


Entiendo que tienen información de inteligencia de gran importancia.
—De hecho acabamos de confirmar su fiabilidad, señor presidente —dijo el
director del CNI, olvidando devolver el saludo. Aparentemente nadie se dio cuenta de
la falta de cortesía. No estaba el ambiente para sutilezas protocolarias.

—Les escucho.

Juan Carlos Talavera sacó una copia del mensaje original enviado esa misma
madrugada por Carlos Cuenca y se la entregó al presidente del gobierno. Éste ojeó el
documento, pero enseguida miró a Talavera. Era evidente que prefería una explicación
de palabra.

—Señor presidente, una fuente marroquí que consideramos de toda fiabilidad


nos ha hecho llegar una información extremadamente importante. Hace referencia a
una grave disensión en el seno del gobierno marroquí y puede tener implicaciones muy
serias para la resolución de la crisis.

El presidente del gobierno agitó la cabeza con aire cansado. No estaba del mejor
humor del mundo y eso le generaba impaciencia.

—No se enrolle, Talavera. Vamos al grano, hombre.

—Perdón, señor presidente, lo siento. Si me permite resumiré lo que sabemos.

—Hágalo.

—El primer ministro marroquí, con buena parte del gobierno tras él, ha perdido
la confianza en el ministro de defensa. El general Munjib ha sido muy crítico con toda
la gestión de esta crisis por parte de Driss Abdelar y parece que está obstaculizando los
movimientos militares. Lo que dice nuestra fuente es que, ya que no lo pueden cesar en
este momento, estarían, si me permite la expresión, "by—paseándolo", dando órdenes
de forma directa a los distintos jefes de estado mayor de los ejércitos.

—¿Eso es malo para nosotros?

—Seguramente sí. Munjib no es ningún insensato. Seguramente se ha dado


cuenta de que no nos vamos a echar atrás y habrá defendido una salida negociada.
Sabemos que el ministro controla firmemente el ejército de tierra marroquí, pero la
marina y las fuerzas aéreas son otra historia. Sus jefes de estado mayor son más leales
a Achmed Abdelkader, ministro de exteriores, que a Munjib, y no son precisamente
lumbreras del pensamiento militar.

—¿Y qué pasa con el Rey?

—Según nuestra fuente, el Rey habría apoyado la ocupación de la plataforma


petrolífera, pero el gobierno, o más exactamente parte del gobierno, le está
manteniendo bastante a oscuras de lo que ocurre ahora. Nosotros tampoco creemos
que la Corona alauí esté detrás de esta última escalada del conflicto.

El presidente del gobierno mantuvo el semblante serio, pero, teniendo en cuenta


que era la primera vez desde el inicio de la crisis que tenían información fiable de lo
que estaba pasando al otro lado del Estrecho, un chispa de interés se había encendido
en sus ojos cansados.

—¿Tenemos alguna manera de confirmar todo esto?

—Si me permite señor presidente, habría un modo indirecto de hacerlo. Yo no


conozco los detalles del ataque marroquí sobre Ceuta, pero apostaría que no se ha
tratado de un ataque masivo y coordinado, sino más bien de acciones puntuales de
unidades pequeñas. Eso apoyaría muy significativamente nuestra teoría.

El ministro de defensa, que acababa de entrar en el despacho a espaldas de


Talavera intervino de inmediato:

—No sé cómo sabe usted eso, pero parece que ha sido exactamente así. Las
noticias son todavía confusas, pero vengo de la calle Vitrubio y allí todo el mundo está
extrañado porque creen que el ataque está siendo, como dicen allí, "poco decidido". En
Melilla también hay intercambio de disparos a través de la frontera, pero no una
invasión en toda regla.

El presidente del gobierno, sin poder evitar cierta expresión de sorpresa, se


dirigió al analista del CNI.

—¿Tiene alguna recomendación que hacer, señor Talavera?

—Si, señor presidente. Creo que debemos intentar ponernos en contacto con el
ministro de defensa marroquí, y aún con el propio Rey si es posible. Si hay una brecha
en el gobierno, debemos aprovecharla.

Talavera se detuvo y, después de mirar al director del CNI, se volvió al presidente


del gobierno.

—Pero, señor presidente, hay algo más.

Ceuta.

—Blanco, carro, a la una, distancia cinco cero cero metros. Sabot.

—¡Cargado y listo!

-¡Fuego! Y... ¡Batido!

La excitación en la voz del teniente Fajardo le estaba provocando una ronquera a


la que no era ajeno el humo del propelente de los proyectiles que el sistema de
ventilación del carro no era capaz de eliminar del todo. Fajardo ya había destruido tres
carros T-72, y otros dos tanques marroquíes habían caído bajo el fuego de otros tantos
M-60 de su sección. No era un mal resultado a esas alturas del partido, pero el
enemigo seguía avanzando, y sus carros también tenían cañones. Para dar testimonio
de ello, un Pizarro ardía furiosamente en la intersección de dos calles. Un poco más
allá, un Nissan Patrol de la Guardia Civil, que había aparecido en mitad de la batalla
con sus luces azules incongruentemente encendidas, se encontraba aplastado como un
juguete roto contra la pared de una casa. Una ráfaga de la ametralladora pesada de un
tanque marroquí lo había detenido en seco en mitad de la calle destrozando su motor y
matando a la pareja de guardias en el acto. Luego uno de los M- 6o de la sección de
Fajardo había retrocedido a toda velocidad por la calle para cambiar de posición de
fuego y había aplastado al todo terreno blanco y verde contra la pared. La tripulación
del carro ni siquiera se había dado cuenta.

El resto de los Pizarro de la sección mecanizada se habían retirado hacía un rato


en dirección a Ceuta, cargando en sus compartimentos atestados de fusileros a los
pocos habitantes de Benzú que no habían huido con los primeros disparos de mortero.
Los M-60, por su parte, se retiraban ahora uno por uno, de forma escalonada y sin
dejar de disparar a cada ocasión. Estaban frenando el avance marroquí, pero la
superioridad numérica del enemigo era demasiada y la munición empezaba a escasear.

—Blanco, carro, a las doce, distancia seis cinco cero metros. Sabot.

—Negativo, mi teniente. No queda ningún Sabot.

Fajardo blasfemó entre dientes limpiándose una mezcla de sudor y sangre


coagulada de la frente. Habían logrado cinco impactos con los proyectiles
subcalibrados, pero sólo tres habían logrado perforar los blindajes de los T-72. El resto
de los disparos, demasiados, habían fallado su blanco.

—Carga un HEAT, venga, cagando leches.

—Cargado y listo, mi teniente.

—¡Fuego!... ¡Bat... Joder!

El proyectil de alto explosivo con carga modelada había alcanzado efectivamente


su blanco, un T-72 con antenas más largas de lo habitual que lo identificaba como un
carro de mando, pero el blindaje reactivo que cubría el tanque había rechazado el
proyectil con una explosión hacia fuera que inicialmente había confundido a Fajardo.

El teniente comprendió que su tiempo se agotaba. Con una nueva blasfemia


ordenó al conductor que diera marcha atrás para retroceder por la calle principal del
barrio de Benzú. Entre su carro y los marroquíes no quedaba nadie más.

Fnidek, Marruecos.

—En el nombre de Dios, el Misericordioso, ¿me puede alguien explicar que está
pasando?

—El comandante Mohamed, del primer escuadrón acorazado, informa que ha


sido atacado por tanques españoles. Pide artillería para apoyar su contraataque, mi
general.
El general Kaddouri, comandante del GBI n° 1, había establecido el puesto de
mando del Grupo en la ciudad de Fnidek, conocida como Castillejos en los tiempos del
protectorado español, a siete kilómetros del paso fronterizo del Tarajal.

Kaddouri acababa de llegar en helicóptero a su puesto de mando. La tarde


anterior había viajado a Rabat para despachar con el general Abdelkrim, inspector
general y jefe de estado mayor de las Fuerzas Armadas Reales y con el general Munjib.

Como el propio Abdelkrim, Kaddouri era un hombre de Munjib, y parecía claro


que el ministro estaba intentando aglutinar en torno a si mismo a gente leal a su
persona. Si algo había dejado claro Hassan Munjib en la reunión con sus generales, era
que no quería una guerra total con España, por más que razones tácticas y políticas le
hubieran obligado a sostener otra postura ante sus compañeros de gabinete. Y eso
hacía más extrañas las noticias que le esperaban en Fnidek.

—¿Está seguro de eso, coronel? —Kaddouri no salía de su asombro. Sabía que la


situación era muy tensa, pero no se le ocurría ninguna razón lógica para que los
españoles les atacaran.

—El comandante Mohamed informa de la pérdida de cinco carros de su


escuadrón, averiados gravemente o destruidos por completo. Afirma que ellos han
destruido dos tanques españoles y que el enemigo se retira en orden y combatiendo.
Parece ser que el escuadrón de Mohamed está ya en territorio español pero el avance
es lento y peligroso. Por eso pide artillería.

Antes de que el general contestara, un capitán de estado mayor entró sin pedir
permiso. Respiraba agitadamente y era obvio que había llegado corriendo.

—Mi general, el segundo de infantería mecanizada informa que está recibiendo


fuego artillero español. No hay parte de bajas de momento, pero solicitan fuego de
contrabatería.

El general Kaddouri abrió la boca para contestar, pero el timbre de su teléfono


móvil le interrumpió. Era el general Abdelkrim y parecía al borde de una crisis
nerviosa. Le contó atropelladamente que había informes de combates en la frontera de
Melilla, pero cuando Kaddouri le transmitió sus propias novedades su estado de
ánimo pasó del nerviosismo a la histeria. Al final, el general de brigada le tuvo que
recordar que, aunque segura, la línea por la que hablaban no dejaba de ser una
conexión de telefonía móvil.

Con el ceño fruncido, y el semblante sombrío, el general salió al exterior. Tal vez
la fría lluvia pudiera aclarar algo sus ideas.

Fort George G. Meade, Maryland, Estados Unidos de América.

La sede de la NSA, un amplio complejo gubernamental dominado por dos


grandes paralelepípedos de cristal negro y rodeado por un parking gigantesco, no
dormía nunca. En la trama de los servicios de inteligencia norteamericanos, la
National Security Agency ocupaba un lugar central. Así como la NRO se ocupaba de la
obtención de inteligencia procedente de satélites y la CIA trabajaba
fundamentalmente con "humint", o inteligencia de campo, la NSA se dedicaba a
escudriñar pacientemente internet, así como cualquier comunicación accesible a sus
casi ubicuos, puntos de escucha. Naturalmente algunas comunicaciones eran más in-
teresantes que otras para el "Gran Hermano" que todo lo ve y todo lo escucha, y, en las
circunstancias actuales, una conversación cifrada entre dos generales marroquíes
despertó la avidez de la NSA de inmediato.

A pesar de lo intempestivo de la hora, eran las dos de la madrugada en la Costa


Este americana, el operador que había detectado la conversación no dudó en despertar
al oficial de guardia. El hecho de que ambos generales marroquíes hubiesen hablado
en francés facilitó mucho las cosas al oficial norteamericano, que conocía lo suficiente
de esa lengua como para adelantar una traducción preliminar.

—Esto es muy interesante, Chuck —dijo, ahogando un bostezo, el oficial de


guardia.

—Me alegro de no haberle despertado para nada, señor. ¿Lo vamos a mandar al
"Foggy Bottom"?

—Será mejor que si. Mira, mándaselo tal cual, sin traducir, con una acotación de
prioridad "FLASH". Y manda copia también a los muchachos de la CIA.

Madrid.

A las ocho de la mañana, hora peninsular española, Abdeselam Hammadi se


apeó de su taxi después de pagar al conductor. Cerró la puerta y saltó a la acera bajo
una fina llovizna. Tras él quedó, aparentemente olvidada en el asiento trasero del
vehículo, una cinta de vídeo. Mientras caminaba por la acera del paseo de la Castellana,
Abdeselam, hijo de Mohamed y hermano mayor del difunto Chaid Hammadi, con-
templó la fea mole del Ministerio de Defensa. Sin prisa, arrebujado en una informe
gabardina, se dirigió a la entrada principal mientras apretaba en su mano un objeto
semejante a un encendedor. Hammadi estaba relajado, por fin había llegado el
momento. El día anterior sí había estado nervioso, al cruzar la frontera por La
Junquera con el maletero del coche ocupado por algo más que maletas, pero nadie le
había detenido. El resto del viaje había sido un mero trámite. Un viaje largo que le
había proporcionado mucho tiempo para meditar. Hammadi vivía desde hacía algo
más de dos años en Marsella. La identificación de su hermano menor como uno de los
autores del atentado de Casablanca le había colocado en una posición muy complicada
en Marruecos, por lo que había decidido desaparecer temporalmente. Desde entonces
había vivido pensando en el momento de volver para asestar el golpe definitivo al
corrupto e impío régimen del que de forma blasfema se hacía llamar "Comendador de
los Creyentes". Sin embargo, los designios de Dios son inescrutables, y escrito estaba
que no habría de volver a su patria. La serviría mejor desde otro lugar.

Cuando llegó a la verja que daba acceso al patio anterior del ministerio, cerrada y
flanqueada por una garita de seguridad, Abdeselam se detuvo y miró fijamente a la
cámara de vigilancia con una sonrisa en los labios. A su lado pasaba gente apresurada,
protegiéndose de la lluvia con paraguas. Pero él no se movió.
Dentro del edificio, en la oficina de seguridad, el encargado del control de los
monitores de vigilancia ya había notado algo extraño. Levantó el teléfono para avisar a
seguridad exterior, pero no llegó a marcar.

En la calle, Abdeselam Hammadi, con una última plegaria silenciosa y sin dejar
de sonreír, apretó el botón.

Lanzarote.

—O sea que, a partir de ahora, van a ser los Harrier de la Armada los que se van a
encargar de las CAP sobre la plataforma —dijo el capitán Lucas sirviéndose otra taza
de café de la cafetera subida por el servicio de habitaciones. Le acababan de llamar del
aeropuerto. Antes de una hora la teniente Sandoval y él tenían que volar de regreso a
Gando, junto con la otra pareja de F-18, para reunirse con el resto del escuadrón.

—Voy a echar de menos esta habitación, dijo Bárbara Sandoval estirándose bajo
las sábanas con expresión juguetona.

Antonio Lucas, ya duchado y vestido, sintió de nuevo la lucha interior entre sus
convicciones, un tanto anticuadas, y los sentimientos que le inspiraba la teniente, que
ya no cabía etiquetar de simple deseo. A pesar de todo se sentía obligado a hablar de
ello.

—Bárbara, sé que no es el momento más adecuado, pero creo... pienso que tengo
que decirte que no creo... que esto esté bien... no sé si me explico.

Sandoval se rió entre dientes mientras sujetaba en la boca una goma para hacerse
una cola de caballo.

—Eres más antiguo que la máquina de coser de mi abuela —dijo cuando por fin se
colocó la goma en el pelo—. ¿Lo dices porque estoy casada?

—Pues claro, mujer. Estar contigo, volar contigo... todo, es genial. Pero-

Bárbara se puso de rodillas sobre la cama y atrajo hacia sí a su capitán tirando de


su mono de vuelo.

—Pero nada. Me casé hace tres años y viví con el que todavía es mi marido menos
de año y medio. Estoy legalmente separada y en trámites de divorcio...

—Pero nunca me lo contaste... —dijo Lucas.

—Ni tú me lo preguntaste, mi capitán —cortó ella—. Oye... ¿Tú crees que si


llegamos diez minutos tarde nos formarán un consejo de guerra?
Ceuta.

A medida que pasaban los minutos y la luz gris del nuevo día se iba abriendo
paso sobre la frontera de Ceuta, nuevas unidades militares de ambos ejércitos
enemigos se iban incorporando al intercambio de disparos. El humo de los cañones y el
polvo de las explosiones pronto formaron una densa calima que ni la brisa de poniente
ni la intensa lluvia alcanzaban a disipar del todo. Por encima, a menos de ochocientos
metros de altura, un sólido techo de nubes aceradas que impedía ver el doble pico del
Yebel Musa, auguraba un día anticipadamente otoñal.

Desde la cima del monte Hacho, el general Estadella contemplaba la línea


fronteriza, ahora "el frente", con unos potentes binoculares de campaña. Se había
desplazado allí para formarse una idea más clara de la intensidad de los combates... o
quizá para convencerse de que no eran producto de una pesadilla.

Pero eran muy reales. Allí, a lo lejos, a su derecha, a la altura de Punta Bermeja,
podía distinguir las posiciones del primer escuadrón del Regimiento de Caballería
Acorazado Montesa N° 3. Estaban preparados para contener el ataque de los blindados
marroquíes que habían irrumpido a través de la frontera de Benzú, aunque su impulso
había decaído y habían ralentizado su avance. Probablemente se habían detenido
gracias a la sección del teniente Fajardo, que les había plantado cara, a pesar de que,
superada en número en una proporción de cinco a uno, se había visto obligada a
retirarse. Los cuatro M-60 de Fajardo, sin embargo, se las habían arreglado para
sobrevivir al combate y se encontraban ahora municionando a retaguardia de su
escuadrón.

En el centro, el terreno agreste, salpicado de monte bajo, estaba pespunteado por


las posiciones de infantería de la Legión y los Regulares. Estos últimos, a la derecha,
habían informado de un intento de penetración de infantería marroquí. Infantería de
marina, a juzgar por los uniformes. Los habían rechazado sin demasiada dificultad,
pero se encontraban desde entonces bajo un continuo fuego de mortero. El propio
general Estadella había visto caer varias granadas en las cercanías de la vieja
fortificación conocida como Torre de Aranguren. Ni siquiera varias andanadas de 155
milímetros del Regimiento de Artillería de Campaña n° 30, desplegado a pocos cientos
de metros de la posición del general, habían sido capaces de hacer callar a aquellos
morteros.

Extrañamente, la mitad sur de la frontera aparecía relativamente tranquila ante


los ojos del comandante general de Ceuta. Sólo una fina columna de humo negro que
moría en las nubes bajas, junto a la carretera de Tánger, indicaba el lugar en que un
vehículo marroquí, probablemente un VAB o un M—113, había sido batido por un misil
TOW de la Legión.

Mientras el general se preguntaba porqué los marroquíes no habían


desencadenado un ataque decidido y concertado, el operador de radio que le
acompañaba le pasó el auricular del radioteléfono. Era el coronel Andrade.

—Mi general, creo que debería volver de inmediato a la Comandancia.

—¿Qué pasa Paco?

—Noticias de Madrid, mi general. Malas noticias.


Madrid.

El camión municipal de recogida de basuras presentaba su costado derecho,


completamente ennegrecido, además de acribillado por múltiples fragmentos de
metralla. La cámara de televisión abrió progresivamente el plano hasta que se vio,
detenido al lado izquierdo del camión, el microbús de la guardería infantil Chavalín.
Había sido, sin duda, algo muy parecido a un milagro que el camión de la basura se
hubiese interpuesto en el último segundo en la trayectoria de la metralla. Los
pequeños viajeros del microbús habían salido indemnes de la explosión, pero aún
había que lamentar cinco muertos y una docena de heridos de diversa consideración
entre los transeúntes, aunque las cifras eran todavía provisionales y no había
confirmación oficial.

Juan Carlos Talavera bajó el volumen del pequeño televisor y se volvió a su


equipo, reunido con él en la oficina.

—¿Qué explosivos utilizó ese hijo de puta para formar semejante desastre?
—preguntó.

—Hace un rato he hablado con Manolo Sánchez, el de antiterrorismo —contestó


Aberasturi—. Todavía no lo saben, pero apuestan por C4 o algún otro plástico de origen
militar. Y tornillería en cantidades industriales. No ha sido un aficionado, eso seguro.

—¿Podrían ser marroquíes otra vez?

La ominosa sombra del 11-M se cernía sobre todos desde las primeras noticias de
la explosión. Afortunadamente no se había registrado ningún otro incidente. A pesar
de todo, las redes del Metro de Madrid y Cercanías de RENFE habían sido evacuadas y
cerradas hasta nueva orden.

—Con eso habrá que contar, jefe.

En condiciones normales un atentado terrorista no sería asunto de Talavera y su


equipo, y de hecho no estaban directamente implicados en la investigación, pero
teniendo en cuenta la información que le había transmitido al presidente del gobierno
hacía menos de hora y media, era de vital importancia que se mantuvieran totalmente
al corriente.

Y a la vez tenían que buscar un modo de establecer un nexo de comunicación con


el ministro de defensa de Marruecos al margen del resto de su gobierno. Como había
dicho castizamente Ana Casado, "casi ná".

Estrecho de Gibraltar.

—Pegaso, Dardo cuatro tres. Cuatro aviones pasando waypoint Echo Golf.
Virando a nuevo rumbo uno siete nueve para final al target.

Los cuatro Mirage F-1M del 142 Escuadrón del Ejército del Aire habían
despegado de la base aérea de Los Llanos tras una hora de vacilaciones por parte del
Estado Mayor del Aire. Nada más conocerse el ataque marroquí a Ceuta, también
habían salido varios EF-2000 Tifón de Morón armados con bombas guiadas GBU. Sin
embargo, todas las misiones se habían cancelado ante la imposibilidad de obtener
buenas designaciones por culpa de las pésimas condiciones meteorológicas. Por fin,
ante las repetidas peticiones de apoyo aéreo de la Comandancia General de Ceuta, se
había autorizado la primera de una serie de misiones CAS a baja altura por parte del
Ala 14 de Los Llanos. Los Mirage del 142 escuadrón iban a entrar a muy baja cota a lo
largo del lado marroquí de la frontera, en dirección norte-sur, atacando con bombas
Mk. 20 Rockeye y fuego de cañón a cualquier blanco que encontraran en su ruta. Y se
iban a jugar la vida en ello.

—Dardo cuatro tres, aquí Pegaso. Actualizo meteo. Tendréis techo de nubes a
dos mil cuatrocientos pies. Lluvia ligera y viento flojo del oeste—noroeste.

—Roger Pegaso. Entrando en la capa de nubes ahora. Dos millas para el target.

—A por ellos, Dardo. Cuidaos y buena caza.

Fnidek, Marruecos.

—¡Alerta de ataque aéreo!

El general Kaddouri, lejos de ponerse a cubierto al escuchar la alarma, subió a la


azotea del cuartel de la Gendarmería donde había establecido su puesto de mando.
Cuando llegó arriba, jadeante por el esfuerzo, miró instintivamente al norte secándose
la lluvia de los ojos, y allí estaban. Acercándose a una velocidad vertiginosa, las siluetas
de dos aviones de combate crecieron mientras se dirigían directamente a su posición.
Sólo escuchó el rugido de los reactores unos segundos antes de que sobrevolaran la
azotea de la gendarmería a muy pocos cientos de metros de altura, trepando, eso sí, en
un pronunciado ángulo. Detrás de ellos, sobre la explanada de una pequeña meseta
que había estado ocupado por algunos vehículos de transporte, se desató el infierno
con la explosión de las submuniciones liberadas por las bombas españolas. Los
vehículos, y la propia explanada, desaparecieron en una nube de polvo y humo.

Pero aún no había terminado todo. Unos segundos después, y en un ángulo algo
diferente, entraron otros dos aviones españoles, rociando las posiciones marroquíes
con fuego de sus cañones de treinta milímetros. Aunque los cazabombarderos
españoles, pintados de color gris claro, eran difíciles de ver contra el fondo igualmente
gris de las nubes, el general Kaddouri vio caer las bombas. Eran ocho en total y se
desprendieron de los cazabombarderos, cuando éstos sobrevolaban una sección de
artillería autopropulsada, que se encontraba desplegada sobre la carretera de Tánger.

Pero esta vez no les iba a resultar tan fácil escapar. Un vehículo de artillería
antiaérea autopropulsada Chaparral había logrado enganchar a los aviones españoles
y disparó dos misiles Sidewinder contra ellos. Las bombas harían blanco, pero al
menos los españoles lo iban a pagar.

Los pilotos de la segunda pareja de Mirage españoles eran conscientes desde el


principio de que les había tocado en suerte la parte más peligrosa de la misión. La
primera pareja podía contar aún con cierto grado de sorpresa, pero ellos no. Por eso
empezaron a soltar chaff y señuelos infrarrojos casi desde el mismo momento de
lanzar las bombas. Eso, y que el sistema Chaparral no era precisamente el último grito
en tecnología antiaérea, les salvó. Ambos misiles de guía infrarroja perdieron su
blocaje en pos de las apetitosas bengalas y cayeron a tierra sin causar daño, pero era
evidente que cualquier ataque futuro a baja cota iba a enfrentarse a enormes riesgos.
Claro que ¿no había sido así desde los albores de la aviación?

Ceuta.

El teniente Fajardo había sido testigo del bombardeo español desde la escotilla
de su carro. Acababa de completar el municionamiento y de rellenar el depósito de
combustible y volvía por la carretera de Benzú hacia las posiciones del escuadrón
cuando oyó, más que vio, a los caza-bombarderos. También oyó a los Regulares de
Ceuta vitoreando a los aviones desde sus posiciones en los márgenes de la carretera,
aunque ni ellos ni él tenían idea sobre los resultados de la incursión. Lo que sí sabía
Fajardo, era que los marroquíes tiraban con munición de verdad, como el profundo
surco que marcaba el lateral izquierdo de su torreta podía atestiguar. Eso, y que los
pilotos de esos Mirage se estaban jugando la vida de modo muy literal. El teniente les
deseó suerte, pero no cabía duda de que él tenía también sus propias preocupaciones.

Madrid.

Juan Carlos Talavera colgó el teléfono. Hacía un rato había tenido una idea y la
cita que había concertado para una hora más tarde le permitiría profundizar en ella. Si
las demás partes implicadas se mostraban receptivas, el plan podía funcionar. El
problema era, y eso no era en modo alguno sorprendente, el tiempo. Según avanzaba la
mañana, la sensación de que el tiempo se estaba acabando era cada vez más intensa en
alguna parte profunda de su mente. Cuando pensaba fríamente en ello, la sensación
cobraba visos de certeza y la llamada del director urgiéndole a acudir a su despacho, no
hizo sino agudizarla.

—Siéntate, Juan Carlos —dijo el director sin ninguna ceremonia—. ¿Sabes lo que
es "Tizona"?

—¿La espada del Cid Campeador?

—Déjate de coñas, hombre, que hablo en serio —se impacientó el director.

—Vale. No, ni idea.

—Antes de nada, déjame que te cuente: el tío que se voló esta mañana en la
Castellana llegó allí en taxi. Al apearse dejó una cinta de vídeo que el taxista hizo llegar
enseguida a la policía. Bien, la cinta contiene la habitual palabrería integrista, el
ejemplar del Corán y el Kalashnikov de rigor...

-¿Pero...?
—Pero detrás del hijo de puta del Kalashnikov hay una bandera marroquí y el tío
exige que detengamos la "agresión" contra Marruecos antes de veinticuatro horas "o
correrán ríos de sangre" y tal y tal.

—Joder. ¿Quién sabe esto?

—Casi nadie. Tú, yo, el taxista, la policía, el gobierno... y la oposición.

Talavera silbó entre dientes. Menuda bomba, pensó, aunque estuviera fea la
metáfora.

El director asintió quedamente y dijo:

—Y ahí entra "Tizona".

—Supongo que es un plan, o una operación militar, ¿no?

—En 1975, durante la Marcha Verde marroquí sobre el Sahara, la posibilidad de


que Hassan II intentara apoderarse de Ceuta y Melilla parecía muy real. Los planes de
contingencia que se manejaban hasta la fecha contemplaban principalmente
operaciones locales, y, claro, a la JUJEM le pareció poco aquello teniendo en cuenta lo
agresivos que se habían vuelto nuestros vecinos del sur. Entonces diseñaron el plan
Tizona, pensando, sí, en la espada del Cid.

El director sacó una carpeta de cartulina con el rótulo "secreto" y se la pasó a


Talavera.

—"Tizona" contemplaba tres fases —continuó—. La primera contemplaba la


destrucción de la fuerza aérea marroquí en sus bases. La segunda implicaba la
destrucción sistemática desde el aire de la mayoría de las infraestructuras e industrias
de importancia estratégica. La tercera implicaba pasar al contraataque en las plazas
norteafricanas para aumentar en varios kilómetros el perímetro controlado hasta
establecer fronteras más seguras, además de un importante desembarco en Alhucemas
para establecer la cabeza de playa de lo que acabaría por convertirse en una franja de
costa de varios kilómetros de profundidad que uniría Ceuta y Melilla por tierra.

Juan Carlos Talavera enarcó una ceja mientras abría, sin leerlo, el legajo de
papeles que le había pasado el director.

—¿Y a quién se le ha ido la pinza para desempolvar esta barbaridad después de


más de treinta años?

—A todos. Se les ha ido la pinza, como tú dices, a todos. El primero en sacar el


muerto del armario fue el jefe de la oposición. El presidente del gobierno no quería ni
oír hablar del tema, pero quien tú ya te imaginarás le convenció de que no hacer caso a
la oposición en esto, podría volverse contra ellos a muy corto plazo. Ellos tampoco se
olvidan del 11 y del 14-M.

—¿Y cuándo se les ha ocurrido esto?


—No hace ni una hora. Te llamé nada más volver de la Moncloa. No te avisamos a
ti porque te necesito trabajando aquí, pero creo que es justo que sepas lo que hay.

—¿Podemos hacer algo para pararlo?

—Bueno, yo intenté poner algo de calma, pero con el atentado de esta mañana
están todos de los nervios. Es comprensible, claro, pero la cosa está muy fea. El
gobierno teme que la oposición filtre el video a la opinión pública si no se muestran
firmes en esto, y no creo que se conformen con cualquier cosa. De todos modos, si tu
plan de negociar por separado con Munjib funciona y Marruecos se retira antes de que
las cosas pasen a mayores, tal vez les convenzamos.

Juan Carlos se levantó para irse, pero antes de salir, se volvió hacia el director.

—Sé que no hace falta preguntarlo, pero mis planes incluyen la participación de,
bueno, de ciertos amigos que pertenecen a otras agencias que no son la nuestra...

El director sonrió cínicamente.

—Efectivamente Juan Carlos. No hace falta que lo preguntes.

Washington D.C.

La secretaria de estado de los Estados Unidos de América era una mujer


madrugadora. Pero esa mañana había empezado su jornada laboral más temprano aún
de lo habitual. Mientras bebía los primeros tragos de un café negro y amargo volvió a
maldecir, por enésima vez en su vida política, las seis horas de retraso del horario
americano respecto al europeo. Casi todas las cosas interesantes que ocurrían en
Europa tenían lugar mientras los americanos dormían. Cuando las cosas eran
realmente interesantes, muchos americanos tenían simplemente que renunciar a
dormir. De hecho, mientras ella dormía cuatro miserables horas, la situación en el
Estrecho de Gibraltar se había ido definitivamente al infierno. Tanto era así que su
asistente personal se había visto obligado a despertarla.

Un nuevo trago al café y, poniéndose las gafas, empezó a leer rápidamente los
documentos que le habían preparado en las últimas horas. Al otro lado del despacho,
con el volumen al mínimo, un televisor sintonizaba la CNN, que mostraba imágenes
del atentado de Madrid, y otro la Fox News, que en ese momento conectaba con su
enviado especial en Ceuta. El reportero, en la azotea de un hotel, enviaba su crónica
mientras, al fondo, columnas de humo negro y rastros de trazadoras dejaban claro que
aquello era una guerra de verdad.

El primero de los papeles preparados por los insomnes funcionarios del


Departamento de Estado, destacaba las últimas noticias sobre la recuperación por
parte de España de la plataforma petrolífera, el atentado integrista en Madrid y el
ataque marroquí a Ceuta y Melilla. El gobierno español había hecho público hacía dos
horas, el cierre temporal del Estrecho de Gibraltar a la navegación comercial, alegando
la imposibilidad de garantizar su seguridad. No estaba exenta de lógica esa medida,
pensó la secretaria, pero en pocas horas más las empresas navieras de medio mundo
iban a ponerse a gritar y a patalear en el suelo exigiendo a los Estados Unidos una
solución inmediata. Era la parte divertida de ser la única potencia global. Nadie quería
que los Estados Unidos de América metieran las narices en sus asuntos... hasta que
alguien más lo hacía. Entonces se volvían a América y la acusaban de pasividad.

Las hojas siguientes eran más específicas y se referían sobre todo a cuestiones de
inteligencia de diversa procedencia. Tres folios en concreto llamaron su atención sobre
el resto. Uno se ocupaba de una interceptación de comunicaciones entre dos generales
marroquíes. De ella se desprendía claramente que el ataque a Ceuta y Melilla no había
sido consultado, ni siquiera anunciado a la cúpula del Ejército marroquí. El mismo
ministro de defensa parecía estar al margen de la cuestión. El segundo papel contenía
un análisis de inteligencia sobre las actividades de grupos integristas y yihadistas en el
interior de Marruecos. El análisis predecía un asalto al poder por parte de los mismos
en caso de que una victoria española en la guerra causara una crisis en la monarquía
alauí. El tercer folio, procedente de la estación de la CIA en Madrid, relataba una peti-
ción de colaboración de la agencia norteamericana con el CNI español. El oficial
residente de la agencia de inteligencia recomendaba acceder a la petición, exponiendo
unos motivos más que razonables.

La secretaria de estado, contemplando pensativa la taza de café vacía, levantó el


teléfono y marcó un número. Era muy cierto que iba siendo hora de tomar cartas en el
asunto, y eso iba a requerir despertar también al jefe.

Madrid.

Ismael Ferrero entró en la oficina donde trabajaba Talavera con su desenfado


habitual. Saludó uno por uno a todos los miembros del equipo y se detuvo unos
segundos al dar la mano a Ana Casado. Luego le dijo algo al oído que provocó una
carcajada y un puñetazo amistoso de la joven y guapa analista.

—No tienes remedio, Ismael —dijo Juan Carlos estrechando la mano del
cubano—. No se qué las das.

—Calor latino mi brother. Sólo eso —contestó Ferrero guiñando un ojo.

Talavera abrió un cajón y sacó dos habanos de respetables dimensiones. Le pasó


uno al oficial de la CIA y se sentó.

—Ahora nos dejan fumar aquí —explicó—. Bien, al grano.

—Te escucho, compañero.

—Verás: Ayer obtuvimos inteligencia de campo de una fuente nueva y muy


creíble en Marruecos. Se trata de un antiguo líder integrista moderado que está ahora
fuera de la circulación. Tenía dos hijos, el menor de los cuales se suicidó en Casablanca
hace unos años. Nuestro hombre nos advirtió del ataque contra Ceuta y Melilla y
también del atentado terrorista. Se da la circunstancia de que el cabrón que se voló
esta mañana en la Castellana es ni más ni menos que su hijo mayor. Pues bien. Nuestra
fuente nos ha informado de una fisura muy seria en el gobierno marroquí.
Resumiendo: aparentemente el primer ministro y el ministro de exteriores están
haciéndole la cama al general Munjib, y ocultándole información al Rey. También nos
ha avisado de que hay elementos integristas preparados para hacerse con el poder en
Marruecos a la primera oportunidad. Y esa oportunidad podríamos estar dándosela
nosotros sin pretenderlo.

—Me decías que es una fuente muy fiable, ¿verdad?

—Sin duda se ha cumplido todo lo que nos anunció, con lo que su nivel de
fiabilidad...

—Espera un poco, Juan Carlos. ¿Puede ser una intoxicación?

—¿Te refieres a darnos información veraz, cuando es tarde para hacer nada, con
el objetivo de ganar credibilidad?

—¿Recuerdas el caso de "Garbo"?. A ver si nos van a joder igual.

La historia de Juan Pujol García, alias "Garbo" era paradigmática de hasta qué
punto la verdad puede esconder una intoxicación mortal. Garbo, a la sazón un espía
español al servicio de los aliados en la Segunda Guerra Mundial, había actuado como
un falso agente doble, informando al Abwehr alemán del desembarco de Normandía la
noche del 6 de junio de 1944, apenas unas horas antes del inicio de la
operación Overlord. Naturalmente era muy tarde para que Rommel pudiera hacer
nada al respecto, pero concedió al espía una credibilidad que llevó luego a los servicios
secretos alemanes a confiar en sus informaciones falsas en momentos posteriores de
las operaciones.

—Por supuesto que lo hemos tenido en cuenta, hombre. Con estas cosas nunca
podemos tener la certeza total, desde luego, pero hemos estudiado al personaje y el
modo en que hicimos contacto es tan poco convencional que parece casi imposible que
sea planeado. Además hay algunas confirmaciones cruzadas. No gran cosa, por
desgracia, pero nada que sea abiertamente contrapuesto.

Ismael Ferrero dio una profunda calada a su habano.

—Nosotros también tenemos fuentes allí, como te puedes imaginar...

—Seguro que mejores que las nuestras —dijo Talavera con una sonrisa irónica.

—Tal vez. Bien, la cuestión es que estoy autorizado a confirmarte todo lo que me
estás contando. Te hablo de confirmación independiente y "hard".

Talavera respiró hondo. Eso era muy, muy importante, porque elevaba sus
creencias al grado de certezas, y con las certezas era más fácil trabajar. Dejó su habano
en el cenicero y removió el café que les acababa de traer Aberasturi.

—Pues ahora viene la petición, amigo —dijo Juan Carlos tras beber un sorbo de
café.

—Dispara.
Tetuán, Marruecos.

Aunque sus ocupantes se referían a ella como "la mezquita", la desvencijada


construcción no era otra cosa que una nave industrial, ubicada en un polígono de las
afueras de Tetuán, no muy diferente de otras muchas naves semejantes repartidas por
las ciudades de todo el Reino de Marruecos. Pero la actividad que en ella se
desarrollaba no tenía nada que ver con la fabricación, la construcción o la creación.
Más bien se trataba de todo lo contrario, como podría atestiguar cualquiera que tuviese
la oportunidad de contemplar las estanterías ocupadas por fusiles de asalto, los
cajones de granadas y las cajas de explosivos de diversos tipos y procedencias que se
apilaban en el zulo excavado en el suelo de la nave y cuidadosamente oculto a miradas
indiscretas.

En aquella mañana de septiembre, la nave estaba más concurrida que de


costumbre. Más de un centenar de hombres jóvenes escuchaban en respetuoso silencio
el relato que les hacía otro hombre, no mucho mayor que ellos, del martirio de
Abdeselam Hammadi y de cómo ese martirio acabaría por entregar a los guerreros de
Dios el poder en su patria.

Pero debían purificarse y rezar porque, antes de recibir el poder, tendrían que
pasar por la prueba final. Tendrían que pasar por la Yihad.

Rabat, Marruecos.

Alfredo Suárez y Carlos Cuenca estaban tomando el tercer café de la mañana,


cuando sonó el teléfono móvil del oficial del CNI. El número que figuraba en la
pantalla era el de la agencia de viajes donde trabajaba. Por lo visto un cliente quería
presentar una reclamación personal, por lo que la secretaria de la agencia le dio a
Carlos el número de teléfono móvil del cliente. Era el número correspondiente a una
tarjeta prepago que no había sido utilizada nunca, a pesar de haber sido comprada va-
rios meses antes en una gasolinera de Tánger. Después de pagar la cuenta, los dos
españoles salieron del café para dar un pequeño paseo por la calle. Nada más salir,
Cuenca sacó un teléfono móvil viejo y barato. En su interior había una tarjeta nueva,
también de prepago y nunca utilizada. La había comprado esa madrugada en una
gasolinera donde habían parado para repostar.

—¿Es el Hotel Mercure Sherezade? —preguntó en inglés—. Soy el señor Smith.


John Smith.

A su lado, Alfredo Suárez tuvo que morderse la lengua para no estallar en una
carcajada. Se quedó mirando a Carlos Cuenca con el rostro enrojecido y lágrimas en los
ojos mientras el agente del CNI mantenía el semblante impertérrito procurando
parecer extremadamente inglés.

Al otro lado de la línea no se debieron sorprender, porque se limitaron a dar unas


breves instrucciones y colgar.

—¿Qué te han dicho? —preguntó Alfredo luchando todavía para contenerse.


—Nada. Que me he equivocado de número... lo cual significa que tenemos que ir
a cierta dirección que corresponde a un piso franco de "La Casa", aquí en Rabat.

—Joder, tío. Esto es de coña. Es que no me lo puedo creer. Siempre pensé que los
espías erais más serios.

—Pues a ver si te aclaras, porque la primera vez que nos vimos me dijiste que te
había parecido demasiado eficaz para ser del CNI. Ahora piénsalo un momento: si tú
fueras un funcionario de contraespionaje y escucharas la conversación que acabas de
oír... ¿pensarías que soy un espía? ¿A que no? Pues eso.

Alfredo se quedó pensativo. Razón no le faltaba a su acompañante, pero...

—Venga, doctor, que se nos hace tarde —zanjó Cuenca tirándole del codo para
cruzar la calle en busca de su coche.

Fnidek, Marruecos.

Habían pasado casi seis horas desde que se habían intercambiado los primeros
disparos y el general Kaddouri todavía no tenía claro quién había disparado primero.
La primera unidad marroquí en entrar en combate, que él supiera, había sido la Ia
Compañía del 2o Batallón de Desembarco de la Real Infantería de Marina. Su
comandante, un mayor, había informado vagamente que habían abierto fuego en
respuesta a un ataque de artillería enemigo. A Kaddouri le hubiese gustado apretarle
un poco las tuercas a ese mayor para ver hasta dónde podía sonsacarle, pero la
Infantería de Marina tenía su propia cadena de mando y el mayor no estaba nada
dispuesto a cooperar. Cuando le habían requerido para que se personase en el puesto
de mando, se había limitado a decir que su unidad estaba bajo fuego enemigo y que no
podía abandonar a sus hombres en ese momento.

El resto del frente presentaba, a ojos del general Kaddouri, un lamentable


desbarajuste. El GBI n° 1 era una unidad muy compenetrada y disciplinada, pero la
falta de órdenes concretas estaba haciendo seria mella en la moral del Grupo. Cada
compañía o cada sección estaba actuando a criterio de sus mandos de unidad, por lo
que algunas respondían al fuego español mientras que otras no lo hacían. Varias
secciones de infantería habían adelantado sus posiciones y algunas habían llegado a
trabarse en combate cercano con el enemigo. El 1er Escuadrón de Caballería
Acorazada, del comandante Mohamed, había entrado en Benzú rompiendo el frente
español para luego detenerse unos kilómetros más adelante por falta de apoyo artillero
y órdenes. El 2o Escuadrón, sin embargo, permanecía en sus posiciones, cerca de la
frontera de El Tarajal. Todavía no habían sufrido ningún ataque aéreo, pero eso podía
cambiar en cualquier momento.

Su artillería autopropulsada, ante la indisimulada amargura del coronel que la


mandaba, había sufrido, por el contrario, lo peor de los ataques aéreos españoles. A
pesar de cambiar constantemente de posición, ya habían perdido no menos de siete
piezas M-109 de 155 milímetros a manos de los Mirage enemigos que entraban
rugiendo a baja altura con desprecio de su propia seguridad. Los restos calcinados de
un cazabombardero español que aún humeaban sobre la ladera del Yebel Musa daban
fe del único resultado positivo obtenido hasta el momento por los antiaéreos del
coronel Mimun.

Un suboficial de comunicaciones de la plana mayor del Grupo se cuadró delante


de Kaddouri para dar la novedad.

—Mi general, seguimos sin conseguir comunicación con el Inspector General.

Las comunicaciones, por si todo lo anterior no fuera bastante grave, estaban


poniéndose imposibles. Los circuitos de radio tácticos, a pesar de las interferencias
españolas, funcionaban aceptablemente. Sin embargo en la burocrática Rabat reinaba
el caos administrativo y obtener comunicación con el general Abdelkrim y, por
supuesto, con el ministro Munjib se había vuelto misión imposible. Ni siquiera el
teléfono móvil seguro que habían utilizado hacía unas horas daba señal de llamada. El
inspector general debía haberlo apagado tras darse cuenta de su indiscreción en la
última conversación con Kaddouri.

Pero las cosas no podían seguir así. La inacción estaba matando a sus hombres y
destruyendo sus máquinas. Y sólo las severas condiciones meteorológicas estaban
impidiendo a la aviación española causar una verdadera masacre entre sus filas. Los
pronósticos indicaban que cabía esperar que el frente frío se mantuviera veinticuatro
horas más, tal vez treinta y seis, pero luego el tiempo mejoraría y entonces...

El general Kaddouri tomó una decisión. No le gustaba hacerlo sin la luz verde de
sus superiores, pero la batalla ya estaba en marcha y ahora cada minuto contaba. La
única posibilidad de lograr cierta cobertura frente a los ataques aéreos era meter a sus
tropas en la ciudad. Iba a ser una carnicería, pero al menos no los cazarían como
conejos en campo abierto cuando amainase el temporal.

—Señores —se dirigió a su estado mayor—, vamos a avanzar. En treinta minutos


a partir de ahora comenzará la preparación artillera. En una hora asaltaremos Ceuta.
Si es la voluntad de Dios, venceremos.

Gando, Gran Canaria.

Cuando el capitán Lucas y la teniente Sandoval entraron en la sala de briefing


del 462 Escuadrón, sus compañeros les recibieron con un caluroso, y tal vez un poco
envidioso, aplauso. La mayoría se habían dejado caer por el hangar donde sus aviones
estaban siendo revisados tras el vuelo "ferry" desde Lanzarote, para admirar las
marcas de victoria pintadas bajo sus carlingas por los orgullosos armeros del
escuadrón.

El comandante Serrano, jefe del escuadrón, impuso silencio con un gesto,


aunque sin ocultar una sonrisa. Aquello era bueno para la moral y en los próximos días
lo iban a necesitar. Junto a él se encontraba el comandante Martínez Amadeo, jefe del
121 Escuadrón, destacado en Gando con la mitad de su unidad desde los primeros
momentos de la crisis. La otra mitad del escuadrón había permanecido inicialmente en
Torrejón para desplegarse luego a Morón.
—Muy bien, damas y caballeros, os he reunido aquí junto con nuestros invitados
del 121 para poneros al corriente de la situación. Como sin duda sabréis, esta mañana
se ha producido un atentado terrorista frente al Ministerio de Defensa en Madrid.
Todo indica que el terrorista, un suicida, era marroquí. El atentado se ha producido de
forma simultánea a un ataque contra las ciudades de Ceuta y Melilla. Los últimos in-
formes de inteligencia disponibles indican que ambas ciudades resisten bien el ataque.
Desgraciadamente la meteo es pésima y nuestros compañeros de Los Llanos y Morón
se ven obligados a hacer CAS a baja cota. No hace falta que os diga los riesgos que ello
implica. Hace unas horas hemos recibido órdenes del Estado Mayor del Aire. Hasta
ahora nos habíamos limitado a efectuar misiones puramente defensivas, pero eso va a
cambiar. A partir de este momento pasamos al ataque, y nuestros primeros objetivos
van a ser las bases aéreas de El Aaiún y Sidi Ifni.

Con un gesto, indicó a un suboficial que apagara la luz y conectara un proyector,


a su vez conectado a un ordenador portátil. En la gran pantalla apareció un mapa de la
fachada atlántica de Marruecos con los aeródromos de Sidi Ifni y El Aaiún señalados
con círculos blancos. El comandante Serrano tomó un puntero láser y empezó a indicar
distancias, waypoints, puntos de reunión y zonas de riesgo de baterías antiaéreas. Más
adelante, dijo, los distintos paquetes de ataque y escolta de ambos escuadrones se
reunirían en grupos más pequeños para concretar los detalles. Con un poco de suerte,
antes del final de esa tarde, ambas bases aéreas quedarían impracticables durante días
o semanas. Entonces, libres de interferencias por parte de las Fuerzas Aéreas Reales,
sería tiempo de batir otros objetivos.

Algeciras.

La actividad en los muelles del puerto de Algeciras era frenética. A pesar de


algunas reticencias sindicales iniciales, los trabajadores del puerto habían
comprendido pronto que la situación era realmente grave. Las filas de carros de
combate, vehículos de transporte de infantería y camiones aparcados en la gran
explanada central del puerto, y sobre todo las columnas de soldados equipados y
armados, habían contribuido a generar ese convencimiento. Pero las noticias de Ceuta
y el atentado de Madrid habían terminado de imprimir un sentido de la urgencia que
había agilizado notablemente los trabajos. A mediodía, el buque de asalto anfibio
Galicia, el transporte Martín Posadillo y dos buques civiles de carga rodada tipo
Ro-Ro, estaban cargados con una parte significativa del Regimiento de Infantería
Mecanizada Córdoba n° 10.

Se había dado prioridad al transporte de personal y a los elementos acorazados y


mecanizados de combate. Parte del tren logístico del regimiento esperaba todavía ser
embarcado, pero, probablemente, el convoy que se estaba organizando para cruzar el
estrecho zarparía sin ellos. Fondeadas en la bahía de Algeciras, las fragatas Alvaro de
Bazán, Méndez Núñez y Victoria esperaban para dar escolta a los transportes en su
corta travesía.
Rabat, Marruecos.

Alfredo Suárez y Carlos Cuenca habían pasado menos de diez minutos en el piso
franco del CNI. Allí les esperaba otro oficial de inteligencia que les había llevado en su
coche a un lujoso chalet de uno de los mejores barrios de Rabat. Se trataba también de
una casa segura, en este caso perteneciente a la CIA norteamericana. No tuvieron que
llamar a la puerta, ya que, evidentemente, les estaban esperando.

—¿Cómo andas de inglés? —preguntó Carlos Cuenca.

—Me defiendo. ¿Por?

—Porque casi todo lo que hablemos va a ser en inglés. Después de todo lo que te
hemos hecho pasar, sería una pena que te perdieras esto.

—Muy considerado, sí señor.

En teoría Cuenca tendría que haber dejado al médico en el piso franco, pero
Alfredo, sin ser profesional, se había arriesgado mucho y el oficial del CNI pensaba que
lo justo era que siguiera hasta el final. Al fin y al cabo no había peligro físico, o no más
del que ya habían corrido, y de todos modos ya estaba bajo la aplicación de la Ley de
Secretos Oficiales.

—Acompáñenme, por favor.

El hombre que les recibió no podía parecer más norteamericano: un metro


noventa, pelo rubio cortado a cepillo y hombros de "quarter- back". Sin añadir nada
más, les condujo al salón principal de la casa, amueblado con vulgaridad típicamente
burocrática. Allí había dos americanos más y dos individuos de origen
inconfundiblemente magrebí. Los cuatro se levantaron educadamente al entrar Suárez
y Cuenca. Aún no se habían sentado cuando entró otra persona en la habitación. Carlos
Cuenca reconoció inmediatamente al jefe del CNI en Rabat, que se encargó de hacer
las presentaciones, omitiendo a Alfredo con toda naturalidad. Cuando todos
estuvieron sentados, el mayor de los norteamericanos inició la exposición.

—General Munjib, general Abdelkrim. Permítanme que les de la bienvenida a


esta casa en nombre del Presidente de los Estados Unidos de América. Es gracias a sus
auspicios que tiene lugar esta reunión. Ello les dará una idea de cuán importante es
para mi país que las conversaciones que vamos a mantener lleguen a buen puerto.

Ceuta.

El general Estadella estaba de nuevo en su puesto de mando, situado en la sede


de la Comandancia General de Ceuta. El viaje de vuelta desde el monte Hacho,
atravesando la ciudad, le había dejado impresionado. Al subir no le había parecido
extraño ver las calles desiertas. Al fin y al cabo era casi de noche todavía, pero cuando
bajó era ya pleno día y las calles seguían extrañamente vacías. Desde luego no había
nada de sobrenatural en eso, cuando desde las seis de la madrugada la radio y la
televisión local repetían a la ciudadanía la conveniencia de permanecer en casa, pero
igualmente sobrecogía. Afortunadamente el pánico no había hecho acto de presencia y
Estadella rezaba por que las cosas siguieran así. Al fin y al cabo, el pueblo de Ceuta
desde siempre había tenido conciencia de su peculiaridad... y de sus riesgos.

—Mi general —el coronel Andrade acababa de colgar el teléfono—, era el


delegado del Gobierno. Quiere evacuar los barrios del Príncipe y Jadú.

Estadella miró el mapa de forma refleja. Era lógico, desde luego. Aparte de
Benzú, que había sido evacuado a primera hora de la mañana en mitad de la batalla,
los barrios del Príncipe Alfonso y Jadú eran los más cercanos a la frontera. Si bien
algunos de sus habitantes ya habían salido de sus casas de forma voluntaria, la
mayoría de los ciudadanos intentaban seguir con sus vidas. Pero eso no iba a ser
posible, al menos por un tiempo.

—Me parece bien, pero asegúrate de que los sacan ordenadamente sin formar
atascos en las calles. Necesitamos rutas despejadas. ¿Adonde los van a llevar?

—De momento les están preparando alojamientos provisionales. En colegios y


eso. El Gobierno Autónomo ha pedido a Madrid un barco para evacuar a la península a
los que lo deseen.

—Y la gente, ¿qué dice?

Francisco Andrade tenía amigos en todas partes y una de sus funciones era
"tomar el pulso" a la ciudad en los aspectos que pudieran tener interés para el
comandante general. Decididamente Ceuta, como Melilla, era un destino peculiar para
un militar.

—Bueno, hasta esta mañana la sensación general era, como dicen los periodistas,
de "tensa calma". Había preocupación pero la gente seguía con sus asuntos sin mostrar
demasiada ansiedad. Muchas familias de militares han vuelto a la península, pero sólo
las de aquellos que no tienen mucho arraigo aquí todavía. Hoy la gente está
francamente asustada, y con razón, claro. Salvo los servicios civiles esenciales, la
mayor parte de los ciudadanos están en sus casas, viendo la tele y rezando, supongo.

—¿Y los musulmanes? —el general Estadella no pudo evitar un pequeño deje de
inquietud en su pregunta. Sabía que era un prejuicio contra el que debía luchar
activamente, pero así y todo, afloraba de vez en cuando. Como comandante general
tenía bajo sus órdenes a un número muy significativo de soldados de origen étnico
magrebí y religión musulmana y no tenía la más mínima duda de que cumplirían con
su deber como el primero. Pero la población civil musulmana, heterogénea y en
muchos casos irregular desde el punto de vista legal, era harina de otro costal para su
mentalidad militar.

—Francamente, mi general, no creo que haya ningún motivo para preocuparse,


aparte de por su seguridad, por supuesto. Los pocos elementos pro-marroquíes que
hay, y son cuatro gatos, están más que controlados por la policía. Si hacen ruido se les
invita a pasar unos días a cuenta de los Presupuestos Generales y listo. El resto de la
gente sabe distinguir muy bien ambos lados de la frontera. Están tan asustados como
el que más, pero lo raro sería que no lo estuvieran.
El general Estadella asintió en silencio. Confiaba profundamente en Paco
Andrade, y era bueno no tener que preocuparse de elementos hostiles entre la
población civil. Bastantes preocupaciones tenía ya sin eso.

Como para confirmar sus pensamientos, el ruido de pasos apresurados en el


pasillo anunció la llegada de un capitán de estado mayor. El capitán irrumpió en el
despacho del general Estadella, pidiendo apenas permiso para entrar. Su cara no
auguraba nada bueno, y sus noticias, de hecho, no lo eran. El segundo escuadrón del
Regimiento de Caballería Acorazado Montesa N° 3, desplegado en la frontera del
Tarajal, informaba que estaban bajo intenso fuego de artillería marroquí desde hacía
apenas cinco minutos. Solicitaban urgentemente fuego de contrabatería.

El general Estadella miró a su coronel, y Andrade le devolvió la mirada con


impotencia. Para aquello no tenía palabras tranquilizadoras.

Rabat, Marruecos.

El general Hassan Munjib apenas podía creer lo que estaba oyendo. Y eso a
pesar, o precisamente porque, se correspondía de forma exacta con sus peores
temores. Había pasado la mayor parte de la mañana tratando infructuosamente de
ponerse en contacto con el general Kaddouri y el general Mohamed, comandante este
último de las fuerzas desplegadas en torno a Melilla. Las noticias que había ido
recibiendo de forma indirecta, referían combates inconexos en ambas fronteras. Por
fin, el general Abdelkrim le había transmitido sus sospechas de que, tanto en Ceuta
como en Melilla, habían sido unidades de la Infantería de Marina las primeras
implicadas en combates con los españoles. Los comandantes de ambas unidades
habían informado que habían abierto fuego en respuesta a ataques españoles. Ataques
que nadie más había reportado. Tanta coincidencia, y que Hassan Munjib no creía
demasiado en ellas, le habían decidido a aceptar la invitación de los americanos.

—¿Me están ustedes diciendo, que el almirante Yussufi ordenó directamente a


esos comandantes de la Infantería de Marina que atacaran deliberadamente las
ciudades? —preguntó en un tono que quería parecer incrédulo sin lograrlo del todo.

El jefe de estación de la CIA en Rabat asintió.

—Le estamos diciendo exactamente eso, general Munjib. Y también le estamos


diciendo que lo hizo siguiendo órdenes expresas del primer ministro. Comprendemos
que tenga sus reticencias a la hora de creernos. Por eso nos hemos permitido traer
unas grabaciones que tal vez sean de su interés.

A un gesto de su jefe, el "quarterback" pulsó un botón en un mando a distancia.


Pasó un segundo y luego se escuchó una conversación en árabe. Alfredo Suárez no
entendió ni una palabra, pero el rostro de Carlos Cuenca y el del general Munjib
mostraban bien a las claras que aquella conversación debía ser dinamita pura. Sin
embargo el general Abdelkrim y el jefe del CNI en Rabat, como los americanos,
permanecieron impertérritos. Cuenca se inclinó hacia Alfredo y en voz baja, dijo en
español:
—Es el almirante Yussufi ordenando a un oficial de la Infantería de Marina que
ataque Ceuta. El oficial parece confundido, pero acata la orden.

—Joder. ¿Y ahora?

—Ahora nos toca a nosotros. Calla.

El jefe del CNI se levantó antes de que terminara la grabación y se sirvió un vaso
de agua de una jarra que había sobre la mesa. Luego sirvió un segundo vaso y se lo
acercó al general Munjib.

—General, seguramente se está usted preguntando cómo diablos han conseguido


nuestros comunes amigos americanos esas grabaciones —el oficial del CNI, sin duda
intentando ganar cierta empatia por parte del ministro marroquí, sonrió—. Si le sirve
de consuelo, nosotros tampoco tenemos la menor idea y en Madrid se están tirando de
los pelos con este asunto. Si les pueden escuchar a ustedes... Pero vamos a lo impor-
tante, señor ministro. Es evidente que las cosas se nos están yendo de las manos. A
todos. Y es evidente también, que alguien tiene que hacer algo para que no perdamos
definitivamente el control. En estos momentos se combate en Ceuta y Melilla, pero
estoy seguro de que no tiene usted ninguna duda de cuál va a ser el resultado final de
ese combate. Si lo podemos detener ahora, quizá exista la posibilidad de minimizar los
daños para su país. Si no, ya nadie podrá hacer nada.

—Es usted muy arrogante, joven. Y su discurso suena muy bien, pero, si algo he
aprendido en mi corta carrera política, es que nadie da nada gratis. No me creo que su
gobierno tenga tan buen... talante, como para desear tan fervientemente la paz cuando
tiene ¿cómo dicen ustedes?, "la sartén por el mango". Dígame, ¿qué es lo que le
preocupa en realidad?

El jefe de la misión española miró a su homólogo norteamericano. Ninguno de


los dos tenía catalogado a Munjib como un imbécil, y sabían que haría esa pregunta.

Respondiendo a un gesto de su jefe, Carlos Cuenca tomó la palabra.

—Nos preocupan los integristas, general. ¿Qué si no?

—Ya. Los integristas.

—Mire, esta mañana se ha producido un terrible atentado en Madrid. Supongo


que está al corriente de eso. Lo que usted no sabe, porque aún no es público, es que el
suicida ha reivindicado la autoría del atentado en el nombre de Marruecos.

El general Munjib hizo el gesto de levantar las manos, aunque no llegó a hacerlo
del todo.

—Pero eso no...

—Lo sabemos, general —cortó Cuenca—. Sabemos que no tienen ustedes nada
que ver. Pero eso no era lo que el autor quería que creyéramos. Su intención evidente
era..., es, excitar la ira de los españoles para que, no sólo les derrotemos, sino que
machaquemos su ejército y hagamos tambalear su gobierno y su régimen. ¿Se imagina
para qué?

—No tienen pruebas de eso. No pueden tenerlas —dijo el ministro marroquí,


sabiendo que probablemente sí las tenían.

El jefe de estación de la CIA intervino en este punto.

—General, en este momento, la... delegación española no puede, o sería mejor


decir no debe, aportar esas pruebas. Tendrá usted que aceptar mi palabra, que es como
decir la palabra de los Estados Unidos de América, de que esas pruebas existen.
Permítame añadir, para que comprenda nuestro interés en este aspecto, que la mera
posibilidad de que la situación interna de Marruecos evolucione... umm...
negativamente, resulta extremadamente preocupante en Washington.

Munjib pareció hundirse unos centímetros en su sillón. Su posición era


endiabladamente complicada. Por un lado comprendía perfectamente las
preocupaciones de sus interlocutores. De hecho las compartía. Munjib sabía que los
movimientos integristas ganaban adeptos cada día que pasaba. Ello era en parte
consecuencia de la pobreza y la desesperación, pero también de la percepción por
parte del pueblo llano de la corrupción del poder. Frente a eso, el mensaje
aparentemente puro de los imanes integristas tenía un atractivo indudable. En las
mismas Fuerzas Armadas cada vez eran más los adeptos a interpretaciones extremas
del Islam, y no parecía posible invertir esa tendencia sin cambios drásticos en la propia
sociedad marroquí.

Por otro lado, sin embargo, el alma de soldado y de patriota del general Munjib,
gruñía de rabia por estar allí sentado hablando, conspirando, con los que eran
objetivamente sus enemigos.

Apartando deliberadamente la vista de los españoles presentes, Munjib se dirigió


a los americanos, por más que supiera que su neutralidad tenía más de aparente que de
real.

—¿Me quieren hacer alguna sugerencia, caballeros?

El mayor de los norteamericanos asintió lentamente. Hace falta conocer bien el


alma humana para ser un buen espía, y el oficial de la CIA no era ningún novato.

—General. Sé muy bien que su situación es delicada. Creo que serviría bien a su
país, si me permite el atrevimiento de aconsejarle, compartiendo sus inquietudes con
quien está en mejor posición para tomar las decisiones apropiadas.

—¿Se refiere...?

—Hable con Su Majestad, general Munjib. Estoy seguro que él sabrá apreciar su
sinceridad y su patriotismo.

Y recibirá, además, una llamada muy oportuna de alguien muy importante,


pensó, sin decirlo en voz alta el veterano oficial de inteligencia.
Algeciras.

A pesar de la lluvia y el tiempo desapacible, en el puerto se había reunido una


gran multitud. Aunque no había anuncio oficial al respecto, la noticia de que el convoy
que zarpaba en ese momento se dirigía a Ceuta había corrido como la pólvora por la
ciudad. Además, hasta el puerto habían llegado muchos amigos y familiares de los
soldados del Regimiento de Infantería Mecanizada Córdoba n° 10. Inevitablemente las
madres y novias se abrazaban llorando mientras padres, hermanos y novios miraban al
mar con gesto adusto intentando contener la emoción.

De repente, la grave sirena de un remolcador pareció rasgar el silencio con un


profundo lamento. Poco a poco se le fueron uniendo las sirenas de todos los buques
que se encontraban en el puerto de Algeciras. Cuando callaron, el convoy había
desaparecido en la niebla que cubría el Estrecho.

El Aaiún, Sahara Occidental, ocupado por Marruecos.

Hasta el último camión cisterna había sido destruido en el raid que en ese
momento terminaba sobre la base aérea marroquí de El Aaiún. Mientras los aviones
del 121 Escuadrón habían recibido la orden de atacar el aeródromo de Sidi Ifni para
luego repostar sobre el atlántico y recuperarse en Morón, dieciocho cazabombarderos
F/A-18 A del 462 Escuadrón del Ejército del Aire, en tres oleadas sucesivas de seis
aviones, habían dejado caer sus bombas sobre los objetivos asignados en El Aaiún. Las
defensas antiaéreas, escasas y bastante anticuadas, junto a los ocho cazas F-5 que
permanecían operativos, habían caído en la primera oleada. Ninguno de los aviones
marroquíes había tenido siquiera la posibilidad de despegar. En las dos oleadas
siguientes habían caído los depósitos de armas y combustible, así como la torre de
control de la base y los edificios destinados a mando y control, y, por último aunque no
menos importante, la pista. Algunos aviones de la tercera oleada, cuando hubieron
agotado sus bombas, todavía se permitieron sobrevolar el campo de aviación a baja
cota para destruir con sus cañones los pocos vehículos de servicio aparentemente
intactos.

—¿Hacemos una pasada, Pato?

—Negativo Barbie. No está en el plan y me parece que a Nico y a Chispas les van
a meter un paquete por andar jugando a eso.

—No creo, ha sido una misión perfecta. Ya lo verás en el debriefing.

El capitán Lucas no contestó. Sandoval y él se habían quedado algo rezagados


para cubrir la trepada a nivel de crucero de sus compañeros, que ya habían tomado
rumbo oeste para volver a Gando. Ahora, una inesperada traza en el radar había
atraído su atención.

—Papayo, Halcón dos cuatro. Tengo un blip en vector tres cinco cinco, no muy
definido, en una cota bastante baja. ¿Me lo puedes confirmar?
—Halcón dos cuatro, aquí Papayo, lo acabamos de ver nosotros también. No
debería haber tráficos en ese vector. ¿Tienes lectura IFF?

—Negativo, Papayo. Sólo un blip que debe volar muy bajo, porque aparece y
desaparece.

—Roger Halcón dos cuatro. Vamos a trabajar en ello. De momento os volvéis a


casa. Mantén rumbo y nivel.

Ceuta.

—¡Cuerpo a tierra! —gritó otra vez un aterrorizado capitán de artillería, con su


uniforme cubierto de polvo y sangre.

Un instante después, el infierno se desató de nuevo sobre el monte Hacho. Era


sólo la cuarta andanada marroquí y ya había acabado con la tercera parte de las piezas
del Regimiento de Artillería de Campaña n° 30. Estaban demasiado expuestos. Por
supuesto tanto el general Estadella como el coronel Briones, jefe del regimiento, lo
sabían desde el principio, pero habían contado con el Ejército del Aire para silenciar a
la artillería enemiga. Con lo que no habían contado era con las inusuales condiciones
meteorológicas que estaban convirtiendo el trabajo de los pilotos de Mirage en una
variedad a medio plazo del suicidio.

Por su parte, los obuses autopropulsados marroquíes cambiaban de


emplazamiento cada andanada, dificultado enormemente el fuego de contrabatería
por parte del RACA n° 30, que se veía obligado a mantener inmóviles sus piezas
remolcadas.

Ahogando una blasfemia, el coronel Briones ordenó la retirada. Tenía que sacar
de allí esos cañones para desplazarlos a una posición de tiro alternativa o los iba a
perder a todos.

Las tropas marroquíes tardaron algún tiempo en darse cuenta de que la artillería
española había callado. Eso les iba a facilitar bastante las cosas, pero más importante
aún era el hecho de que, liberada de la necesidad de hacer fuego de contrabatería, la
artillería marroquí se podía concentrar de nuevo en ablandar las defensas españolas.
Unos minutos después, las granadas de 155 milímetros de la artillería autopropulsada
del GBI n° 1 caían con mortífera precisión sobre las posiciones identificadas de la
infantería española. Especialmente allí donde los lanzamientos de misiles TOW habían
delatado a los equipos anticarro de legionarios y regulares, obligándoles a replegarse a
posiciones más seguras y cercanas a la ciudad. Y eso eran muy buenas noticias, porque
los misiles filoguiados lanzados por la infantería española habían provocado un
auténtico desastre entre las unidades mecanizadas marroquíes, que habían perdido
una docena de vehículos VAB y no menos de diez M-113 por culpa de los TOW
españoles.

—Blanco carro, Tango siete dos, distancia uno cinco cero cero metros, carga un
sa... ¡Atrás, atrás, venga, joder, atrás!
El conductor del carro del teniente Fajardo no sabía el motivo por el que su jefe le
ordenaba dar marcha atrás, pero la urgencia de la orden le hizo saltar, con el miedo
apretándole el escroto como un puño de hielo. Embragó la marcha atrás y dio todo el
gas para ocultarse tras el terraplén que acababan de dejar a su izquierda.

Justo a tiempo para evitar el impacto del proyectil marroquí que hizo volar parte
de ese mismo terraplén un segundo después.

—Nos estaba esperando el hijo de puta —dijo Fajardo por radio al capitán
Arconada. Su voz, aún ronca por el estrés y los vapores de cordita, había adquirido una
suerte de mecanicidad en su tono. Con cinco carros marroquíes destruidos ostentaba el
récord del escuadrón, pero había recibido a su vez dos impactos, ninguno de los cuales
había perforado el blindaje, y algún profundo mecanismo alojado en su inconsciente le
había proporcionado un alejamiento afectivo que le permitía seguir adelante con
aquella carnicería como si se tratase de un ejercicio más.

La sección de Fajardo avanzaba en vanguardia del escuadrón para intentar


recuperar el terreno perdido horas antes, pero era evidente que aquella cerrada curva a
la altura de El Jaral iba a suponer un obstáculo muy serio. No había manera de ganar
una buena posición de tiro sin exponerse a su vez a ser blanco de los grandes cañones
de los tanques marroquíes, y aquello les dejaba de nuevo en tablas. Por el momento.

Rabat, Marruecos.

Eran las tres de la tarde en la capital alauí, y el frente atlántico que ocultaba el sol
en toda la mitad sur de la Península Ibérica y el norte de Marruecos había alcanzado
finalmente Rabat, aunque limitada allí a una nubosidad dispersa con muy esporádicos
chaparrones.

Llovía débilmente cuando Driss Abdelar dio por iniciada la reunión


extraordinaria del Consejo de Ministros, convocada a instancias, o para ser más
precisos, exigida, por el todavía ministro de defensa, general Hassan Munjib. Se
trataba de una reunión del Gobierno en pleno, no sólo de los ministros del gabinete
reducido que en realidad controlaba el poder. Abdelar se había preparado a conciencia
para soportar el chaparrón que sin duda iba a competir en condiciones de ventaja con
el que caía en el exterior, y decidió tomar la palabra en un intento de desactivar
parcialmente la más que previsible cólera del general. Ya le llegaría su momento, pensó
mientras hablaba.

—General Munjib, antes de que inicie su intervención, permítame que, en el


nombre del Gobierno y en el mío propio, le felicite por el valeroso comportamiento de
nuestras Fuerzas Armadas en defensa de la Patria.

Hassan Munjib sintió la ira acumularse en algún lugar de su pecho. Por un


momento casi le faltó el aire en su esfuerzo por evitar saltar sobre aquel grandísimo
hijo de perra y estrangularle allí mismo.

Pero no iba a darle semejante satisfacción. En lugar de agredir al primer


ministro, el general Munjib comenzó a hablar pausadamente, con un volumen de voz
tan bajo que varios de los ministros, se inclinaron inconscientemente hacia delante,
para oírle mejor. No dejaba de ser una forma de poder y Hassan Munjib había
aprendido pronto a dejar para los cuarteles el vozarrón que casaba mejor con su
aspecto marcial.

—Señores ministros, esta guerra debe terminar. Debe terminar hoy mismo. De
hecho, la decisión de terminar la guerra debe salir de esta reunión. Y cuanto antes
terminemos, menos vidas se perderán para nada.

El ministro de asuntos exteriores carraspeó audiblemente. No pidió la palabra


sino que directamente se puso en pie y empezó a hablar.

—Creo que el ministro de defensa se confunde si piensa que puede venir a esta
sala a decir lo que debe o lo que no debe decidir el Gobierno. Nadie objetará que el
general defienda sus opiniones, pero la decisión será, como no puede ser de otro modo,
colegiada. En lo que a mi humilde persona respecta —añadió Abdelkader con evidente
sorna—, debo decir que discrepo de la apreciación del general.

Un murmullo de asentimiento rodeó la mesa mientras Achmed Abdelkader se


sentaba con una sonrisa de suficiencia mirando al primer ministro, que parecía
visiblemente aliviado por la intervención de su fiel ministro de exteriores.

Driss Abdelar, antes de que el ministro de defensa pudiera tomar de nuevo la


palabra, volvió a intervenir:

—Muchas gracias por su precisión, señor Abdelkader. Me inclino, por cierto, a


mostrarme de acuerdo con usted. ¿Cuál es la situación en este momento? —preguntó
retóricamente— Muy sencillo: estamos ganando la guerra. España ha cometido un
tremendo error al atacarnos en las ciudades ocupadas de Ceuta y Melilla. Para
empezar porque nuestras tropas han repelido eficazmente esos ataques y se
encuentran ya en pleno contraataque. Si la situación meteorológica nos es favorable
durante cuarenta y ocho horas más, y todo parece indicar que así será, venceremos.
Pero hay otro factor tan importante o más. Hemos sido objeto de una agresión
exterior, y eso, hoy día, equivale a obtener automáticamente la simpatía del mundo
entero. España se va a quedar sola, mucho más sola de lo que ya está y en pocos días su
opinión pública pedirá la cabeza del presidente del gobierno en una bandeja. Y no sería
la primera vez que eso ocurre en España.

Hassan Munjib meneó la cabeza al ver los asentimientos y escuchar los


murmullos de aprobación de muchos de los ministros que allí se encontraban.
Resultaba patético que la élite del país respondiera como un rebaño de dóciles ovejas
ante semejante sarta de estupideces. Bueno, pensó, eso iba a cambiar, e iba a cambiar
muy rápidamente.

El Aaiún, Sahara Occidental, ocupado por Marruecos.

Pocas millas al norte de El Aaiún, Abdelkrim Zayid, teniente coronel de la Fuerza


Aérea Real marroquí, tiró de la palanca de mando de su Mirage F-i EH 200 haciendo
que su morro se elevase hacia el cielo. Tras él, otros cinco estilizados cazas imitaron su
maniobra.

Habían salido del aeródromo de Sidi Ifni algo más de una hora antes. En su plan
de vuelo original se detallaba un rutinario vuelo "ferry" desde Sidi Ifni, donde habían
tenido que aterrizar la tarde antes al fallar su cita con el cisterna que debía haberles
reaprovisionado en vuelo, y su base principal de Sidi Slimane, donde les esperaban los
seis últimos Exocet en inventario en la Fuerza Aérea Real. Pero algo había salido mal.
Nada más despegar de Sidi Ifni habían recibido la orden de cambiar el rumbo y
dirigirse a El Aaiún porque Sidi Slimane estaba bajo ataque aéreo y se encontraba
cerrado. Media hora después, les habían informado que también Sidi Ifni estaba
siendo atacado y poco después, el COC de

Salé dejó de emitir. Abandonado a su suerte por el control de tierra, el teniente coronel
Zayid había decidido mantener el rumbo y dirigirse a El Aaiún mientras intentaba
desesperadamente obtener contacto de radio con la torre de control de la base
saharaui. Aprovechando que llevaban combustible de sobra para el largo vuelo hasta
Sidi Slimane, Zayid había decidido volar bajo para mantener la discreción radar todo el
tiempo posible.

Ahora su alertador radar le decía que había sido detectado por el radar de un
F-18 español y no tenía sentido mantener el suyo apagado. Mientras trepaba al
encuentro del enemigo, encendió el radar.

—Papayo, Halcón dos cuatro. Tengo indicación de radares hostiles en el


alertador. Son varios pero la lectura radar no es muy buena. Mi rumbo actual es tres
cinco cero.

—Halcón dos cuatro, Papayo. Te confirmo seis trazas en cero uno ocho, clasifico
como hostiles. Son bandidos, Halcón dos cuatro. ¿Me copias?

—Roger Papayo, te copio seis bandidos en vector cero uno ocho.

—Te recomiendo vector dos siete cero y postcombustión, Halcón.

La teniente Sandoval irrumpió en el circuito de radio con su ímpetu habitual.

—Negativo, Pato. No nos da tiempo.

—Tienes razón Barbie. Están muy cerca, joder.

El capitán Lucas cambió de frecuencia para hablar de nuevo con Papayo.

—Papayo, Halcón dos cuatro. Los bandidos están trepando hacia nosotros muy
rápido. Vamos a maniobrar para combate. Solicito apoyo urgente.

—Va a ser difícil dos cuatro, pero haremos lo que podamos.

—Roger Papayo, gracias.

En Gando, el controlador rompió sin querer el lápiz que tenía entre los dedos. No
se había dado cuenta de que tenía la mano agarrotada por la tensión. Porque lo cierto
era que no iba a poder ayudar a Halcón dos cuatro. No lo bastante rápido. Abajo, en las
pistas de la base, los dos cazas que habían quedado de alerta durante el ataque a El
Aaiún ya habían recibido la orden de despegar, pero tenían por delante un vuelo de
más de doscientos kilómetros y no había forma de que llegaran antes de veinte o
treinta minutos sin consumir todo su combustible en el intento. Y los otros cuatro F-18
del paquete de ataque del capitán Antonio Lucas, acababan de declarar "bingo fuel" y
estaban a mitad de camino sobre el Atlántico. No podían volver en ningún caso.

El controlador aéreo blasfemó para sí, recordando las muchas conversaciones de


sobremesa con su cuñado, el inveterado pacifista. A pesar de que le había explicado
que España era el país de la Unión Europea que menos dinero gastaba en armamento
en relación con su PIB, su cuñado insistía en que todo era demasiado. Al fin y al cabo,
decía siempre, la fuerza aérea española era muchísimo más potente que la marroquí.
¿O no?. Y claro, el controlador se veía obligado a reconocer que sí, que el Ejército del
Aire era mucho más potente que la Fuerza Aérea Real de Marruecos. Pero no tanto
como para que no pudiera ocurrir justamente lo que estaba a punto de pasar ante sus
narices.

Suspirando por un cigarrillo, el controlador se ajustó los cascos y se dispuso a


contemplar, impotente, el enfrentamiento.

Ceuta.

El capitán Arconada había abierto la escotilla superior de su carro con la


intención de respirar algo de aire puro. Lo que llegó a sus pulmones, sin embargo, fue
una mezcla de vapor de agua y humo de combustible, junto con goma quemada, que
hizo parecer la atmósfera opresiva por el olor a miedo y a cordita del interior del carro
como casi apetecible. Pese a todo permaneció un rato asomado, dejando que la lluvia le
mojara e intentando pensar qué hacer a continuación. Seguían atascados en la
carretera de Benzú, entre Playa Benítez y Punta Bermeja, con el camino bloqueado por
lo que quedaba de un escuadrón marroquí de caballería que, si bien había perdido el
ímpetu del ataque, no se había resignado a retirarse y se había atrincherado en una
posición casi inexpugnable.

Arconada calculó que si un escuadrón de caballería marroquí contaba con unos


veinte carros, al menos diez debían seguir en servicio. Su propio escuadrón había
perdido "solo" tres carros, de modo que también disponía de diez en orden de batalla.
No eran suficientes para sacar de allí a los marroquíes. Por muchos cojones que le
echaran, pensó secándose la cara, diez carros no eran suficientes.

Aún tenía los ojos tapados con las manos, en un intento de relajar un poco la
vista, cuando un calor insoportable abrasó su oreja izquierda. Instintivamente se volvió
para mirar al origen del calor, sólo para ser cegado por el brillo de una explosión de un
blanco imposible. El carro que se encontraba inmediatamente a su izquierda, a unos
veinte metros de distancia, acababa de volar por los aires, alcanzado en su débil coraza
posterior por un impacto directo.

El capitán se dejó caer al interior de la torreta de su tanque, cerrando a tientas la


escotilla, todavía incapaz de ver nada y con un terrible dolor en el lado izquierdo de la
cabeza. Pero aún era capaz de pensar y ni por un momento dudó de que el proyectil que
había destruido el carro del sargento López Aguirre había llegado desde atrás. Pero...
¿Quién le había disparado?
Fnidek, Marruecos.

El general Kaddouri gruñó con cierta satisfacción por primera vez en todo el día.
Una vez que había renunciado a consultar con el general Munjib, concentrarse en su
trabajo había ejercido un efecto benéfico sobre sus nervios. Al fin y al cabo era un
soldado, no un político, y ahora estaba haciendo lo que sabía hacer. Y sabía hacerlo
bien.

El GBI n° 1 empezaba, por fin, a funcionar como la máquina bien engrasada que
era. Los oficiales al mando de sus unidades habían recobrado el control de la situación
y su confianza, y la cadena de mando parecía de nuevo bastante organizada.

Y sin embargo, paradójicamente, la primera unidad que había logrado un avance


significativo, no pertenecía a su querido GBI. Se trataba de una compañía acorazada
procedente de un regimiento de infantería mecanizada dependiente del Comando
Norte y asignada como refuerzo por el Estado Mayor. La compañía, dotada con carros
M-48 A5, anticuados pero aún eficaces, había seguido la misma ruta que el escuadrón
de caballería acorazado del comandante Mohamed a primera hora de la mañana,
irrumpiendo en territorio español a través de la frontera de Benzú. Teóricamente su
misión iba a ser simplemente reforzar la menguada unidad del comandante Mohamed,
pero éste había ideado un plan mucho mejor sobre la marcha. Aprovechando el
repliegue de los equipos anticarro españoles, logrado gracias a la superioridad artillera
marroquí, Mohamed envió los veinte M-48 recién llegados, por la estrecha y tortuosa
pista que unía las antiguas torres de vigilancia del perímetro de Ceuta. La compañía
acorazada alcanzó la torre de Aranguren sin ser molestada y luego dobló hacia el este
camino de la torre del Renegado. A partir de ese punto, iniciaron la bajada hacia el
embalse del mismo nombre a la máxima velocidad que lo precario del camino permitía.
Increíblemente no fueron descubiertos hasta salir de nuevo a la carretera de Benzú a la
altura de Playa Benítez, pero para entonces la sorpresa táctica lograda por los
marroquíes ya era completa. La compañía se dividió en ese punto en dos grupos de dos
secciones, a cinco carros por sección. Diez tanques giraron al norte, para atacar a los
carros españoles por la retaguardia, y diez giraron al sur, hacia la ciudad. Tras ellos,
una compañía de infantería mecanizada, procedente del mismo regimiento, montada
sobre transportes blindados M—113, tomó también rumbo sur.

El Aaiún, Sahara Occidental, ocupado por Marruecos.

—¡Tally-Ho, Barbie! —dijo el capitán Lucas —. Ahora ni se te ocurra despegarte


de mi culo.

—Roger, Pato. Ya sabes que adoro tu culo.

El capitán Lucas hizo caso omiso de la broma mientras pensaba frenéticamente


en cómo enfrentarse a lo que se le venía encima. Resumiéndolo en pocas palabras, y
omitiendo el lenguaje técnico, estaban de mierda hasta el cuello. Tenían delante de sí,
en rumbo recíproco y devorando la escasa distancia que les separaba, nada menos que
seis cazas Mirage F-1. Nada de anticuados F-5. Al principio Lucas había tratado de
maniobrar aprovechando su mayor altitud para ganar la cola de los marroquíes, pero
estos debían tener una perfecta definición radar contra el cielo de los aviones
españoles y no habían tragado el anzuelo. Y para terminar de fastidiarla, sus F-18 no
llevaban misiles Sparrow que marcaran la diferencia en combate distante. Después de
soltar sus bombas sobre la base del El Aaiún, Barbie y él conservaban sólo un par de
Sidewinder cada uno en las puntas de los planos. Afortunadamente no habían hecho
ninguna pasada a baja altura por lo que sus cargadores de munición para el Vulcan de
veinte milímetros estaban completos y conservaban una aceptable reserva de
combustible. Algo bueno tenía que tener ser disciplinado.

En ese momento, un fuerte zumbido en sus auriculares le arrancó de sus


pensamientos. Gracias a Dios los Sidewinder que portaban eran de la versión AIM-9 L,
lo que significaba que en la mayor parte de las situaciones tácticas eran capaces de
obtener blocajes sobre blancos que se aproximaban. Las versiones más antiguas del
misil, así como los Magic de origen francés que usaban los marroquíes, necesitaban
fijarse en los calientes gases de escape del objetivo para engancharse en él, por lo que
sólo podían ser lanzados con esperanzas de éxito desde detrás del blanco.

—Tengo un Lock—On sobre el bandido que está más a la izquierda, Barbie. Voy a
disparar. Intenta tú enganchar alguno de la derecha antes del cruce. ¿Me copias?

—Alto y claro mi capitán. Vamos a por ellos.

—¡Fox dos! —dijo Lucas mientras un misil de guía infrarroja se desprendía del
extremo del ala izquierda de su caza. Un segundo después la teniente Sandoval lanzó su
propio misil contra otro de los cazas marroquíes ya claramente visibles a simple vista a
pesar de su camuflaje color arena, semejante al desierto que sobrevolaban.

Los marroquíes no podían dejar de ver el lanzamiento, y enseguida abrieron su


apretada formación para iniciar maniobras evasivas. Pocos segundos después, el misil
lanzado por Bárbara Sandoval entró por una de las tomas de aire de la turbina de su
objetivo, explotando contra los álabes de la misma y provocando la virtual
desintegración del caza marroquí. El Sidewinder de Lucas, sin embargo, perdió en el
último momento su blocaje y continuó volando en línea recta hacia el horizonte.

Pero no había tiempo para alegrarse del impacto ni preocuparse por el fallo. Los
aviones marroquíes se encontraban ahora a menos de mil metros de distancia y la
velocidad combinada de ambos rivales les iba a llevar a cruzarse a casi dos mil
kilómetros por hora de velocidad relativa en muy pocos segundos.

Como Antonio Lucas sospechaba, los Mirage no habían podido blocar sus
misiles Magic sobre los cazas españoles. Pero aún tenían cañones. Concretamente dos
cañones DEFA de 30 milímetros y cuatro de los cazas marroquíes empezaron a
disparar antes de cruzarse con los F- 18. Sólo la suerte impidió que les alcanzaran. En
realidad fue una suerte el hecho mismo de que ninguno de los cazas colisionase con
otro cualquiera, tan espeluznante fue el cruce.

Mientras se alejaban del enemigo a gran velocidad, Lucas, aún tembloroso,


mantenía su cerebro en frenético funcionamiento. Dado que la velocidad máxima de
los Mirage era significativamente mayor que la de los F-18, no cabía pensar en
escapar. Por lo tanto había que volverse y combatir. Con un progresivo tirón de la
palanca de mando colocó su aparato en vuelo vertical mientras aumentaba la potencia
del motor hasta completar medio loop y quedando en vuelo invertido. En cuanto sintió
que el avión estaba perfectamente invertido, describió medio tonel quedando de nuevo
en vuelo recto y nivelado tras un giro de ciento ochenta grados. Acababa de practicar
un giro Immelmann, así llamado en honor del piloto alemán de la Primera Guerra
Mundial, as de la aviación de combate y supuesto creador de la maniobra, aunque
probablemente nunca la practicara en vuelo real. Como siempre, su fiel punto imitó la
maniobra a la perfección, con el retraso justo para quedar en la misma posición
original respecto al líder de la formación.

Buscando frenéticamente al enemigo tras la maniobra, el capitán Lucas


comprobó con alivio que los marroquíes, a pesar de contar con aviones casi tan ágiles
como los Hornet españoles, no habían sido tan rápidos. Habían optado por una
maniobra de Yo-yo alto para su propio giro defensivo y no la habían completado
todavía. Se encontraban a unos tres mil metros al sur, con demora uno siete cinco.
Inmediatamente la cabeza buscadora de su Sidewinder restante empezó a zumbar en
su auricular para informarle de que acababa de adquirir un blanco. No había tiempo
que perder:

—¡Fox dos! —casi gritó en la radio.

—¡Fox dos! —respondió la teniente Sandoval como un eco, lanzando su segundo,


y último, misil.

Rabat, Marruecos.

En cuanto se hizo el silencio en la sala del Consejo de Ministros, el general


Munjib tomó de nuevo la palabra. Le resultó difícil, pero así y todo logró mantener el
tono quedo de su voz.

—Señor Abdelar, es usted un imbécil —un murmullo de protesta se alzó de


inmediato entre los presentes, a lo que Munjib respondió elevando progresivamente el
volumen de su voz—, pero eso no es lo más grave.

—General, usted no puede...

—Desde luego que puedo, maldita sea. Lo más grave —Hassan Munjib ya
gritaba—, es que es usted un traidor.

Driss Abdelar permaneció de pie, con la boca abierta, congelada en una


silenciosa protesta. El resto de los presentes calló también. No era, desde luego,
frecuente que un ministro del Gobierno insultase de forma tan gruesa al primer
ministro de la nación.

Recuperando con cierta dificultad el tono calmado de su voz, el general Munjib


comenzó a relatar a los presentes la maniobra del primer ministro para encender la
mecha de una guerra abierta por Ceuta y Melilla, con la complicidad del almirante
Yussufi. Y todo ello, para llevar a cabo una estúpida huida hacia delante que les iba a
conducir a todos al abismo. Miopía, estupidez y traición, fueron las tres palabras con
las que Munjib resumió la actitud del jefe del ejecutivo. Después, emocionalmente
agotado, se sentó.

—Es absolutamente deplorable —intervino Achmed Abdelkader, ministro de


asuntos exteriores, con su voz tranquila y elegante—, Creo hablar en nombre de todo el
Gobierno si expreso la más firme de mis repulsas ante la incalificable conducta de
aquel en quien depositamos nuestra confianza como primer ministro.

—¡Maldito hijo de perra! —gritó Driss Abdelar en cuanto consiguió reponerse de


la sorpresa, mientras las lágrimas, más de ira que de pena, afloraban incontenibles a
sus ojos—. ¿Cómo puedes hablar así?

Hassan Munjib tuvo que desviar la vista. Casi sintió lástima por aquel pobre
diablo. Traicionado y dejado caer a los pies de los caballos por su más cercano amigo,
tan responsable como él mismo del desastre. Era nauseabundo, pero no le había
quedado más remedio que aceptarlo tras la larga entrevista que había mantenido horas
antes con Su Majestad. Abdelkader era intocable y lo más que Munjib había logrado
era un compromiso real de que, a su debido tiempo, el ministro de exteriores pasaría a
un bien ganado retiro en algún lugar lujoso, pero alejado de Marruecos.

Abdelar, mientras tanto, se había vuelto a sentar, pálido y sudoroso, sin poder
dar crédito a lo que estaba ocurriendo. Pero aún faltaba el último acto. El que pondría
oficialmente fin al Gobierno Abdelar. Munjib miró su reloj. En diez, quizás veinte
segundos, iba a sonar el teléfono.

Ceuta.

Nadie sabía todavía en Ceuta el contenido de la reunión que acababa de


celebrarse en Rabat y habrían de pasar varias horas, hasta que lo supieran. Mientras
tanto, en su puesto de mando de la Comandancia General, el general Estadella
intentaba hacerse un cuadro claro de la situación.

Los combates duraban ya casi doce horas y la situación era bastante diferente en
los extremos norte y sur de la frontera. Al sur, las unidades mecanizadas marroquíes
no habían logrado forzar la línea del frente. Los carros del segundo escuadrón del
Regimiento de Caballería Acorazado Montesa N° 3, atrincherados en el sector de El
Tarajal, habían resistido sin bajas varios asaltos blindados marroquíes. Los cascos
ennegrecidos de una docena de tanques T-72 daban buena prueba del fracaso
marroquí en esa zona. Sólo algunas pequeñas unidades de infantería se habían logrado
infiltrar entre las primeras viviendas del barrio del Príncipe, pero habían sido
contenidas, y luego rechazadas, por la infantería española. Al norte, sin embargo, los
marroquíes habían logrado una profunda penetración en el territorio ceutí. Cuando el
ataque parecía haber perdido su impulso inicial, la audaz maniobra de una compañía
acorazada enemiga había logrado tomar la retaguardia del escuadrón del capitán
Arconada, encerrándolo entre dos fuegos. Según los últimos informes recibidos, el
capitán había muerto y sólo una sección, mandada por el teniente Fajardo, continuaba
la lucha, rodeada y con las municiones casi agotadas. Mientras tanto, infantería y
carros alauitas habían alcanzado ya por el norte el límite del casco urbano de Ceuta y
combatían casa por casa con los regulares del Grupo n° 54 y los restos del escuadrón de
infantería mecanizada del Montesa. El centro de la línea del frente, batido sin piedad
por la artillería marroquí, era ahora una tierra de nadie, negada a los asaltantes por los
equipos TOW y ametralladoras pesadas replegados a terrazas y azoteas.

La situación, en conjunto, parecía evolucionar en la última hora hacia algo


parecido a un estancamiento. Un estancamiento, eso sí, muy sangriento, pues las bajas
se contaban ya por centenares y tanto el Escalón Médico Avanzado, como el propio
Hospital Militar de Ceuta, empezaban a saturarse con los numerosos heridos. Pronto
habría que empezar a derivar heridos al Hospital Civil.

—Están locos por meterse entre las casas —diagnosticó el coronel Andrade.

—Es lógico, Paco. Saben perfectamente que en cuanto escampe un poco, el


Ejército del Aire les va a hacer papilla. Su única esperanza está en ocultarse en zonas
que saben que no vamos a bombardear... Y nuestro objetivo es que no lo consigan.

Pero cada vez resultaba más complicado. A medida que los marroquíes lograban
entrar más, era más difícil combatirles. Por si no hubiera suficientes problemas, los
vehículos utilizados por el enemigo eran prácticamente los mismos que los propios.
Distinguir un M-48 marroquí de un M-60 español en una calle envuelta en la niebla, el
humo y la lluvia, por no hablar de los disparos, era prácticamente imposible. Incluso
los uniformes de los soldados parecían iguales una vez que estaban suficientemente
cubiertos de polvo y mugre. Además de que el enemigo, conocedor de la importancia
de entrar a cualquier precio, avanzaba con perfecto desprecio de su propia seguridad.
Un pelotón de regulares había observado estupefacto unos minutos antes cómo dos
carros marroquíes, detenidos en esquinas opuestas de una misma calle, se disparaban
mutuamente varias veces hasta que uno de ellos voló por los aires. Pero seguían
avanzando.

—Vamos a retirar una sección de carros de El Tarajal y desplegarla aquí, en este


cruce —dijo el general Estadella. Eso les frenará un rato. Mientras tanto los ingenieros
tendrán que ir poniendo cargas en los puentes del foso, y...

—Con el permiso de vuecencia, mi general —interrumpió, nervioso, un sargento


de comunicaciones—, llaman del puerto, que en media hora van a entrar varios barcos
con los refuerzos del Regimiento de Infantería Mecanizada Córdoba.

El general respiró profundamente. Eso sí eran buenas noticias, pero había un


problema. Un problema muy serio.

—En cuanto el enemigo descubra los barcos, esas baterías autopropulsadas se


van a dedicar a practicar el tiro al pato con ellos. Hay que callarlas como sea antes de
que lleguen. ¿Ideas?

El Aaiún, Sahara Occidental, ocupado por Marruecos.

—¡Tienes un bandido a tus seis, Barbie! ¡Rompe a la derecha!... ¡Rompe!

La teniente Sandoval hizo girar su avión en un medio tonel picado, en una


maniobra de casi menos cuatro "g", colocándose al borde de la pérdida de conciencia
por "red out". Era arriesgado, pero el Mirage enemigo no la pudo seguir. En esas
distancias cortas era donde la maniobrabilidad del F-18 cobraba todo su sentido y
acababa de salvar la vida de la teniente.
Con el ángulo de tiro ya despejado, el capitán Lucas aceleró para acercarse al
marroquí que acababa de "overchutarse" sobre Barbie e iniciaba un giro ofensivo en
yo—yo alto. Con un último giro de alerones, logró colocar el avión marroquí en el
"pipper" y disparó una ráfaga con fuerte ángulo de deflexión. Era un tiro muy difícil,
pero alcanzó al Mirage justo detrás de la carlinga. Un par de segundos después, la
cúpula de cristal saltó y el asiento eyectable se disparó alejando al piloto alauí de su
máquina moribunda. Otra victoria en combate aéreo, pensó Lucas, la cuarta desde el
principio de la guerra.

-¡Pato!

La teniente Sandoval no tuvo tiempo de decir nada más. Acababa de recuperarse


de su maniobra evasiva y buscaba a su líder para formar de nuevo con él cuando lo vio.
El Mirage disparó su último misil Matra Magic prácticamente a la mínima distancia
de seguridad. Tan cerca que Antonio Lucas no tuvo tiempo material de hacer nada al
respecto.

La explosión ocurrió dentro del motor izquierdo del F-18 del capitán, y
prácticamente desintegró la aeronave. Sólo el morro y la carlinga sobrevivieron al
impacto, cayendo a plomo sin ninguna superficie de sustentación aerodinámica que lo
impidiera.

—¡Hijo de puta!, ¡cómete esto! —chilló Barbie luchando por impedir que las
lágrimas que afloraban a sus ojos nublasen su visión del HUD. Con furia irracional
apretó el gatillo y no lo supo soltar hasta que los cargadores de munición de veinte
milímetros estuvieron vacíos.

El teniente coronel Abdelkrim Zayid nunca supo qué lo había matado. Tampoco
llegaría nunca a saber porqué.

Durante la última media hora su mente se había dedicado casi en exclusiva a


dirigir a su escuadrilla contra los cazas españoles. Pero había fracasado. Cuatro de sus
seis aviones habían sido derribados por los malditos F-18 y un quinto se había visto
obligado a abandonar el combate perdiendo combustible, en busca de algún
aeródromo secundario donde aterrizar, pues era evidente ya que todas las bases
principales de la Fuerza Aérea Real habían sido atacadas y cerradas en las últimas
horas.

De una relación inicial de seis contra dos, se veía reducido ahora a luchar en
solitario con aquellos dos demonios de color gris.

Pero al menos uno de ellos le iba a escoltar camino del infierno. Sus dos últimos
sentimientos conscientes fueron la euforia por el derribo del F-18 enemigo, y enseguida
un vacío interior provocado por la brusca certeza de la inutilidad de todo lo que estaba
pasando. Después su cerebro se vaporizó al recibir el impacto directo de un proyectil de
veinte milímetros algo por encima de su oreja izquierda. Fue uno de los primeros
proyectiles del gran número que alcanzaron su aparato, haciéndolo estallar en el aire.

Antonio Lucas había perdido brevísimamente, el conocimiento. Cuando lo


recuperó, estaba aplastado contra un lateral de la cabina de su avión que caía girando
sin control. Lucas, aún aturdido, comprendió que sólo tenía unos segundos para
reaccionar. Con un esfuerzo supremo accionó la palanca de su asiento eyectable y se
preparó para ingresar en el exclusivo club Martin Baker, de supervivientes a una
eyección en vuelo. No dejaba de ser una especie de privilegio, pensó un instante antes
de sentir cómo una mula loca coceaba sus posaderas. En realidad se trataba,
naturalmente, del cohete eyector de su asiento Martin Baker, que le lanzó hacia el cielo
con una aceleración instantánea superior a once "g". Si eso no le mataba, pensó
mientras perdía de nuevo la conciencia, nada lo haría.

Ceuta.

La entrada en el puerto de Ceuta del convoy de refuerzo fue recibida por los
marroquíes, como no podía ser de otra manera, con salvas de artillería. Y no eran
salvas de saludo. A la tercera ronda, el Martín Posadillo había sido ahorquillado por
los proyectiles de 155 milímetros. Luego, para alivio de los marinos, militares y civiles,
que tripulaban el convoy, la artillería calló.

El mérito correspondía a las piezas supervivientes del Regimiento de Artillería


de Campaña n° 30, que había entrado de nuevo en batería en los terrenos de las
piscinas del Parque Marítimo del Mediterráneo. Con sus disparos sobre el
emplazamiento artillero marroquí, obligaron al enemigo a desplazarse y luego
atrajeron el fuego sobre si mismos, permitiendo a los buques de carga atracar sin ser
molestados. A costa, eso sí, de un incremento notable en las bajas propias, ya
francamente alarmantes.

Afortunadamente, el RACA n° 30 no tendría que llevar solo el peso del apoyo


artillero español por más tiempo. Una vez completado el crucero de escolta a través del
Estrecho de las fragatas Alvaro de Bazán y Victoria, ambas unidades orientaron sus
cañones contra las posiciones enemigas. El cañón de tres pulgadas de la Victoria y los
de cinco de la Alvaro de Bazán y la Méndez Núñez, no eran exactamente piezas de
grueso calibre, pero lo compensaban con su gran precisión y cadencia de fuego. Desde
el momento en que entraron en acción, las baterías autopropulsadas marroquíes se
vieron obligadas a cambiar de emplazamiento tras cada disparo y eso arruinó el
devastador efecto que su fuego había tenido en horas más tempranas. A partir de
entonces, la infantería española podía moverse con mayor libertad y los buques de
carga atracaron sin novedad en los muelles del puerto de Ceuta, desplegando sus
rampas para que los carros Leopardo y los vehículos de combate de infantería Pizarro
desembarcaran ya municionados y listos para la batalla, prescindiendo en un primer
momento de un escalón logístico que sería imprescindible en poco tiempo. Sin
embargo habrían de pasar varias horas hasta que se pudiera completar el improvisado
despliegue y el RIMZ Córdoba n° 10 entrase efectivamente en combate.

Madrid.

Las cosas empezaban a tener mejor color. O, menos malo siquiera. No era un
gran consuelo, pero era mejor que nada.

El JEMAD apuró su café y volvió a la sala principal del Centro de Conducción de


Operaciones del Ministerio de Defensa. Acababa de hablar con el director del Instituto
Nacional de Meteorología, viejo amigo suyo. Se esperaba que la situación de
inestabilidad se mantuviera durante doce a veinticuatro horas más. Luego, un frente
cálido garantizaría tiempo seco y despejado durante una semana como mínimo. El jefe
de estado mayor de la defensa ya sabía eso, por supuesto, pero había sido agradable
oírlo de labios de su buen amigo de la infancia.

Ahora sólo quedaba intentar estabilizar la situación y esperar a que los cielos
despejados permitieran al Ejército del Aire dejar caer todo su poder sobre las tropas
enemigas que rodeaban Ceuta y Melilla. Por otro lado, eso ya estaba ocurriendo a lo
largo y ancho de Marruecos. En aplicación de la primera fase de la operación Tizona, la
Fuerza Aérea Real alauita había pasado virtualmente a la historia. Los ataques sobre
Sidi- Slimane, Meknes, Salé, Kenitra, Sidi Ifni y El Aaiún habían dejado a Marruecos
sin bases y sin centros de coordinación. Las pérdidas en aviones y pilotos habían sido
terribles para el enemigo, al precio de sólo dos F-18 derribados. Uno de los pilotos
había muerto, pero el otro había podido saltar.

En las próximas horas estaba previsto iniciar una sistemática campaña de


destrucción de centros neurálgicos de comunicaciones, así como núcleos industriales
estratégicos. La Armada había recibido la orden de atacar sin restricciones cualquier
navio de guerra marroquí e interceptar cualquier buque civil que se internara en aguas
españolas.

La situación en Melilla era extraña. El ataque marroquí había sido


excepcionalmente desganado y catorce horas después del inicio de los combates, éstos
se habían detenido prácticamente por sí solos. Las unidades enemigas se limitaban a
hacer algunos tímidos disparos esporádicos, pero no parecían en absoluto decididas a
conquistar la ciudad.

Todo lo contrario que en Ceuta, donde el frente español había sido roto en varios
puntos, cuatro cazas Mirage F-1 y un helicóptero SH-60 de la Armada habían sido
derribados y se combatía fieramente casa por casa. La pesadilla de la guerra había
hecho caer su manto sobre la ciudad, y los informes de la Comandancia General, si bien
siempre animosos, había hecho temer lo peor al JEMAD algunas horas antes. Ya no.
Ahora sólo era cuestión de tiempo... y de sangre, añadió para sí con un
estremecimiento.

Gando, Gran Canaria.

Bárbara Sandoval casi saltó de la carlinga de su F-18 al hormigón de la


plataforma de aparcamiento de la base aérea de Gando. Quitándose el casco y los
guantes de vuelo mientras corría, se dirigió al edificio donde se encontraban las
dependencias del Grupo de Alerta y Control, y entró en la sala principal, donde se
encontraba el controlador cuyo indicativo de radio, independientemente de la persona
que se sentara ante la consola, era "Papayo".

—¿Se sabe algo? —preguntó con la voz agitada por la angustia y la carrera.

El comandante Serrano, jefe del escuadrón, llevaba una hora en la sala siguiendo
con el alma en vilo las vicisitudes del desigual combate que se había librado sobre El
Aaiún. Mirando a los ojos a la teniente Sandoval, le dio una cariñosa palmada en el
hombro.
—Tranquila, Barbie, que ya casi le tienen.

La radiobaliza de emergencia del capitán Lucas se había activado


automáticamente al tocar tierra después de su eyección. Afortunadamente había caído
en tierra y no sobre el mar, aunque las malas noticias eran que había caído sobre
territorio marroquí. Casi desde el principio, no obstante, los dos cazas F-18 que habían
despegado en scramble para ayudar, habían localizado el punto de aterrizaje de
Antonio Lucas y orbitaban sobre su posición para asegurarse de que nadie llegaba
hasta él antes que el helicóptero Superpuma CSAR del 802 Escuadrón. Otros dos F-18,
ya repostados y municionados después de participar en la primera oleada de
bombardeo, escoltaban al helicóptero. Era una precaución innecesaria. Gracias a
Bárbara Sandoval y el propio Antonio Lucas, no había un solo avión de combate
marroquí operativo en varios cientos de kilómetros a la redonda.

—Papayo, Coto cero dos. Estamos entrando en punto Lima Zulú Alfa.
Identificación positiva del objetivo.

—Roger Coto, aquí Papayo. Te confirmo ausencia de tráfico hostil en la zona.


Puedes proceder a la extracción.

En la sala de control el silencio era sepulcral. Casi se podía oír la respiración de


los presentes. Cuando el equipo CSAR informó que estaban en tierra y se acercaban al
objetivo, ni siquiera eso se oyó. Todo el mundo contenía la respiración.

—Papayo, Coto cero dos. Hemos recogido al capitán Lucas e iniciamos


MEDEVAC. El médico dice que está consciente y que las constantes vitales son
estables.

La tensión acumulada estalló en gritos de júbilo y abrazos. Poco después, el


comandante Serrano, al percatarse de que el llanto de Sandoval era quizá un poco
excesivo para tratarse solamente de la alegría por la buena suerte de un compañero y
un amigo, la sacó discretamente de la sala tomándola por el brazo. Mientras la teniente
se tranquilizaba, su jefe la acompañó hasta su avión. Una vez allí, señaló las tres
estrellas verdes que adornaban el borde de su carlinga.

—Habrá que pintar otras tres, ¿no te parece?

Bárbara asintió en silencio con media sonrisa. Su mente estaba todavía lejos de
allí, volando sobre el Atlántico en pos del Superpuma que traía de vuelta a casa a
Antonio, pero aún así se dio cuenta de algo en lo que no había pensado todavía. Al
pasar de las cinco victorias en combate aéreo se había convertido automáticamente,
según la tradición que se remontaba a la Primera Guerra Mundial, en un As. La
primera mujer en alcanzar tal condición desde la Segunda Guerra Mundial, y uno de
los pocos pilotos vivos en todo el mundo que podían ostentarla.

—Muy bien, señorita "As" —dijo el comandante Serrano con un retintín guasón
en el que no estaba del todo ausente un puntito de envidia—, vamos a tener que
organizar un fiestón que te cagas.
Ceuta.

Los carros Leopardo marcaron la diferencia. Completamente municionados y


con sus tripulaciones frescas y muy motivadas, dos de las tres compañías de carros del
batallón acorazado del regimiento, avanzaron por la carretera de Benzú sembrando la
destrucción entre los blindados marroquíes que osaron oponérseles. Detrás de los
carros, los vehículos Pizarro se encargaban de cubrir el avance de la infantería de re-
fresco. Los regulares, con la moral renovada por el impulso de los refuerzos,
completaban la limpieza de las calles tomadas horas antes por las tropas marroquíes.
En apenas una hora las tropas españolas pasaron de una defensa tenaz a una ágil
contraofensiva, mientras, sin apenas apoyo artillero y con sus blindados totalmente
desbordados por el empuje de los Leopardo, la infantería marroquí se veía abocada a la
retirada o a la rendición. Antes del anochecer, los invasores habían sido completa-
mente desalojados del casco urbano y los carros del RIMZ n° 10, habían establecido
contacto con los tres últimos M-60 supervivientes del escuadrón ahora mandado por el
teniente Fajardo. Por orden de la Comandancia General, los carros de Fajardo habían
enarbolado gallardetes con la bandera española para evitar ser confundidos por los
Leopardo con M-48 marroquíes como los que acababan de masacrar, tomados por la
retaguardia, en una ironía del destino, en la misma carretera por la que ellos habían
atacado al escuadrón del difunto capitán Arconada. Después de enviar a retaguardia,
por segunda vez en ese día, a la sección, ahora menguado escuadrón, del teniente
Fajardo, una de las compañías de "Leos" había establecido un punto de bloqueo en la
misma curva que habían defendido durante todo el día los M-60 A3 del Montesa.
Mientras tanto, la otra, seguida por una compañía mecanizada sobre Pizarro, había
tomado la carretera del Renegado, en una imitación de la maniobra marroquí original.
Media hora después, con la noche ya cayendo sobre Ceuta, llegaron a Benzú tomando
por sorpresa a los T-72 marroquíes que defendían la posición. No duraron mucho.

Madrid.

Juan Carlos Talavera estaba agotado. Y no era porque llevara levantado desde las
cinco de la mañana. Ni porque llevara ocho días durmiendo poco y mal y
alimentándose de Fortuna y Coca-cola. La razón verdadera era que sentía sobre sus
hombros el peso de la responsabilidad. Y no era un peso pequeño, pensó mientras
cogía el teléfono antes de que acabara el primer timbrazo.

—Talavera.

—¡Funcionó, mi hermano, lo lograste!

Juan Carlos se sintió instantáneamente alerta cuando la adrenalina inundó su


torrente circulatorio.

—¡Ismael! Joder, tío, ¿en serio?

—Puedes apostar tu alma, negro. Tenía que funcionar y funcionó.

El oficial de la CIA resumió a su colega español los términos del acuerdo logrado
esa tarde en Rabat. En pocas palabras, Marruecos ofrecía un armisticio inmediato
asumiendo la responsabilidad del conflicto en la persona del primer ministro, cuya
cabeza colocarían en una picota suficientemente visible como para contentar a la
opinión pública española. Con el jefe de gabinete caerían algunos altos mandos
militares, aunque el organigrama de las fuerzas armadas permanecería básicamente
inalterado. El Rey nombraría primer ministro al general Munjib, permaneciendo el
resto del ejecutivo igual.

Todas las tropas marroquíes se retirarían a una distancia mínima de diez


kilómetros de las fronteras de Ceuta y Melilla y se reconocería la mediana reclamada
por España en aguas de Canarias. Un protocolo adicional secreto establecía que, si
bien no habría renuncia formal de soberanía, la Corona se comprometía bajo garantía
norteamericana a no hacer declaraciones reivindicativas ni, por supuesto, acciones
militares de ningún tipo, sobre las plazas españolas en África por tiempo indefinido.

España, por su parte, ordenaría el alto el fuego a sus fuerzas de tierra, mar y aire
a partir de las cero horas GMT de esa misma noche y se mantendría totalmente al
margen de las inminentes operaciones militares marroquíes, contra los elementos
sediciosos integristas que fueran identificados.

Todos los prisioneros serían intercambiados de inmediato y Marruecos retiraría


los cargos contra los guardias civiles acusados de homicidio en la isla Perejil y contra el
ingeniero jefe de la plataforma Canarías.

Los Estados Unidos de América actuarían como garantes del acuerdo,


incluyendo, en el caso de que llegara a ser necesario, el despliegue de tropas de
interposición en las zonas neutrales de las fronteras de Ceuta y Melilla. En este punto,
Ferrero creía que no era probable que se diera el caso, pero que su mera mención
indicaba claramente el compromiso de su Gobierno con la solución del conflicto.

Juan Carlos Talavera estaba entusiasmado.

—Es cojonudo, macho, simplemente cojonudo.

—Lo sé, my bro. Ahora lo tienes que vender en la Moncloa.

Talavera inspiró hondo. Sin duda alguna lo aceptarían. Tal vez costase algo más
convencer al jefe de la oposición de que no divulgase el contenido del vídeo de
reivindicación, pero al final seguro que iba a cooperar.

—Eso está hecho chaval. Ni lo dudes.

Al otro lado de la línea, Ferrero carraspeó.

—Sólo falta una cosita, amigo —dijo con una risita.

—Y tú me la vas a decir. ¿A que sí?

—Verás. En Washington siguen molestos por aquel pequeño asuntillo de Irak.


Alguna clase de pequeño, ah... acercamiento, sería muy bien recibido. No
inmediatamente, claro. Tal vez digamos en unos... ¿tres meses?
Juan Carlos no pudo evitar sonreír tristemente. ¡Políticos! Eran expertos en
complicarle la vida a la gente.

18 de septiembre

Ceuta.

La orden de alto el fuego se emitió simultáneamente por los Estados Mayores de


ambos contendientes exactamente a las 00:00 horas GMT, correspondientes a las
23:00 para los marroquíes y a la 01:00 para el horario peninsular español. Pero aún
pasaron algunas horas hasta que las armas callaron definitivamente.

En el frente ceutí, donde más encarnizados habían sido los combates, el último
disparo sonó cuando eran casi las cinco de la madrugada. Primero con cautela y luego
con progresivo alivio, ambos ejércitos se fueron distanciando sin dejar de apuntarse.
De acuerdo con los términos del armisticio, las tropas españolas retrocedieron hasta la
antigua zona neutral de la frontera de Ceuta, mientras los marroquíes se replegaban
hasta un arco imaginario situado a diez kilómetros de la frontera. Un satélite y varios
aviones no tripulados UAV Predator norteamericanos verificaban la maniobra en su
papel de árbitros. En el estrecho de Gibraltar, la presencia del portaaviones George
Washington y su grupo de batalla respaldaba la autoridad de ese arbitraje.

Madrid.

Con el corazón todavía acelerado por la ansiedad, Nadia colgó el teléfono.


Alfredo, su Alfredo, estaba bien. Le había dicho que todo se iba a arreglar muy pronto y
que volverían enseguida a casa. A Ceuta, pensó Nadia sin poder apartar de su mente las
imágenes de televisión que mostraban los edificios acribillados a balazos y las
columnas de humo de los incendios. Sintió pena por su ciudad y alegría por la
anticipación de volver a ese punto medio, casi equidistante entre sus dos patrias, la de
su nacimiento y la del futuro que empezaba a bullir en su vientre. Su casa.

Rabat, Marruecos.

El primer ministro de Marruecos, Driss Abdelar, se levantó pesadamente de su


sillón. En el antedespacho, el impaciente ruido de botas militares le anunció lo que, por
otra parte, ya sabía desde hacía... ¿cuánto? ¿Doce horas? Todo había terminado. Un
segundo más y la puerta se abriría.

Se preguntó si le dispararían directamente o le obligarían a pasar por la farsa de


un juicio cuyo guión estaba ya escrito. Casi deseaba que ocurriera lo primero, pero
seguramente no sería así.

En cierto modo era irónico. Sería su último servicio a la patria, y sin embargo el
más importante. El Rey necesitaba una cabeza de turco. Alguien prescindible, pero al
mismo tiempo de suficiente posición para que los españoles vieran satisfecha su sed de
venganza. Él.

Y con los españoles satisfechos, el monarca podría dirigir sus fuerzas militares
contra los que siempre habían sido sus auténticos enemigos: los integristas. La ocasión
era ideal: acusados de haber instigado la guerra para hacerse con el poder, los
integristas habían recibido un duro golpe propagandístico. Si el Rey sabía jugar sus
cartas, pasarían muchos años hasta que pudieran recuperarse. El precio, sin embargo,
sería alto. Nada menos que una más que probable guerra civil.

—Señor primer ministro —el coronel de la Gendarmería, al menos, supo guardar


las formas—, por orden de Su Majestad el Rey queda usted detenido.

Madrid.

El presidente del gobierno se sentó en un banco del jardín del palacio de la


Moncloa. La sombra de los árboles le protegía del sol, ya fuerte a pesar de la temprana
hora de la mañana.

Tenía motivos para estar contento. Pocos minutos antes el gobierno en pleno le
había felicitado efusivamente, y sin embargo no podía evitar sentirse confuso. Los
cientos de muertos causados en el conflicto que acababa de declarar cerrado acudían a
sus pensamientos. ¿Podía haberse evitado? Estaba seguro de que esa pregunta sería
tema de debate para comentaristas, historiadores y simples opinadores durante mucho
tiempo, pero él conocía la respuesta. Sí.

La fatalidad y la mala suerte habían jugado un papel muy importante en el


desencadenamiento del desastre, sí, pero el gobierno marroquí había interpretado muy
mal las señales que recibía del lado norte del Estrecho, y su propio Gobierno... No, se
corrigió, no era sólo problema del Gobierno, sino de la sociedad en su conjunto. En su
ansia de paz, la sociedad española llevaba décadas emitiendo señales equívocas.
Señales que habían sido entendidas como de debilidad, no sólo por Marruecos sino
también por otros enemigos, mucho más cercanos si cabía.

Pero, ¿cómo evitarlo? La gente, la buena gente, no gustaba de resolver sus


problemas por medio de la violencia. Para eso se habían dotado de todo un conjunto de
leyes, códigos y reglamentos que regulaban la vida cotidiana y evitaban la mayor parte
de los conflictos. ¿Por qué no podían hacer lo mismo de forma efectiva las naciones?

El presidente del gobierno se levantó. Con gesto pausado sacó del bolsillo de su
chaqueta un folio de papel cuidadosamente doblado. Lo había escrito la noche que
había ordenado el inicio de las operaciones militares contra Marruecos y contenía la
confesión de su fracaso y su dimisión irrevocable.

Dudó un segundo más, pero ya había tomado su decisión. Rompió el papel y lo


volvió a guardar.

¡Quedaba tanto por hacer!

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