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(Sem. Vitale)
Argumentación retórica y argumentación lingüística1
Oswald Ducrot

La teoría de la argumentación en la lengua (ADL), tal como la hemos propuesto junto con Jean-
Claude Anscombre (1980) y como la desarrolla en la actualidad Marion Carel con su teoría de los
bloques semánticos (Carel y Ducrot, 1999a y b, Ducrot, 1999b, 2000, 2002), toma la palabra
argumentación en un sentido poco habitual, que ha llevado a muchos malentendidos. Este será el
sentido que le daremos aquí a la expresión argumentación lingüística, que condensaremos a veces
simplemente como argumentación. Los malentendidos derivan de la tendencia a leer nuestras
investigaciones dando a la palabra argumentación un sentido completamente distinto, para el que
reservamos aquí la expresión argumentación retórica. La primera tarea que emprenderemos será,
entonces, distinguir estas dos nociones. Esperamos, sin embargo, que esta exposición no tenga
como único interés facilitar la lectura de algunos textos, sino que tenga también un interés de fondo.
No solamente distinguiremos los fenómenos que entran bajo estas distintas acepciones de la palabra
argumentación (lo que no es más que un trabajo de terminología), sino que los opondremos
demostrando que la argumentación lingüística no tiene ninguna relación directa con la
argumentación retórica y esto es, para nosotros, una tesis que dice algo sobre cada una de estas
argumentaciones. En primer lugar, entonces, precisaremos el sentido que damos a las dos
expresiones que constituyen el título de la exposición.

Dos concepciones de la argumentación

Entendemos por argumentación retórica la actividad verbal que apunta a hacer creer algo a alguien.
Esta actividad es, en efecto, uno de los objetos de estudio tradicionales de la retórica. Dos palabras
de comentario sobre esta definición. En primer lugar, esta excluye voluntariamente la actividad que
apunta a hacer hacer algo. Más exactamente, solo toma en consideración el hacer hacer si este está
apoyado sobre un hacer creer. Esto es una gran delimitación, ya que evidentemente la estrategia un
poco ingenua que consiste en hacer creer a alguien que es bueno para él hacer eso es solo uno de los
medios que hay para hacer hacer algo a alguien. Una segunda delimitación de esta definición es que
consideramos solamente la actividad verbal, la del escritor o el orador, que hacen creer apelando al
habla. Esta demarcación también es muy importante, ya que hablar no es el único medio para hacer
creer: puede ser suficiente con poner al destinatario en una situación en la que esté interesado en
creer en lo que uno quiere hacerle creer. Pero tampoco nos ocuparemos de esto; consideraremos

1 Ducrot, O., “Argumentation rhétorique et argumentation linguistique” en Doury, M. y S. Moirand (eds.),


L'Argumentation aujourd'hui. Positions théoriques en confrontation, París, Presses Sorbonne Nouvelle, 2004.

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únicamente la persuasión por medio del habla, por el discurso.
El segundo término a definir es la expresión argumentación lingüística o, abreviada,
argumentación. En esta exposición,2 llamamos así a los segmentos de discurso constituidos por el
encadenamiento de dos proposiciones A y C, unidas implícita o explícitamente por un conector del
tipo entonces, luego, en consecuencia...3 Llamamos a A argumento y a C, conclusión. Esta
definición puede ser extendida a los encadenamientos que unen no solo dos proposiciones
sintácticas, sino también dos series de proposiciones, por ejemplo dos parágrafos de un artículo. Los
gramáticos y los lingüistas interpretan generalmente estos encadenamientos “A entonces C”
diciendo que A está presentada como justificando C, como volviendo a C verdadera, válida o, al
menos, más aceptable de lo que era antes de su encadenamiento con A.
Una gran parte de la exposición está consagrada a discutir esta interpretación de “A entonces
C”, incluso cuando esta se encuentra atenuada por la formulación “A está presentada como
justificando C” o por “la lengua hace como si A justificara C”. La crítica que proponemos no
impide, sin embargo, que esta interpretación de “A entonces C” forme parte, por así decir, de los
conocimientos metalingüísticos de los sujetos hablantes, incluso no lingüistas, y que ella constituya
un nivel incuestionable de la comprensión de los encadenamientos en “entonces”.

Autonomía de la argumentación lingüística

En la medida en que la argumentación que llamamos retórica está definida como un esfuerzo verbal
para hacer creer algo a alguien, parece que la argumentación lingüística pudiera ser un medio
directo, sobre todo si esta última recibe la interpretación habitual que acabamos de mencionar.
Parece, en efecto, que un medio evidente para hacer admitir a otro una proposición C es justificar
(demostrar que es verdadera) y que, para justificar una proposición, puede ser conveniente
presentar, en primer lugar, una proposición A que uno está predispuesto a aceptar y que mantiene
con C una relación conclusiva, una relación con entonces. Creer A se arriesga, por lo tanto, a
completarse con la creencia de C, la validez de A se transporta, por así decirlo, a C. Pero esta es una
concepción completamente banal, tal vez inevitable, del papel de la argumentación lingüística en la
argumentación retórica. Intentaremos demostrar, por medio de argumentos lingüísticos, que esta
concepción no solo es insuficiente, sino que es totalmente ilusoria, y que los encadenamientos

2 En la mayoría de nuestros artículos (ver especialmente Carel y Ducrot, 1999a y b), M. Carel y yo llamamos
argumentaciones no solo a los encadenamientos con entonces, que llamamos también normativos, sino igualmente a
los encadenamientos con sin embargo, no obstante, a pesar de eso, que llamamos transgresivos. En el presente
artículo, no será necesario considerar los segundos ya que se trata de una comparación con la argumentación
retórica.
3 No es necesario que A preceda a C, llamamos también argumentación a un encadenamiento “C ya que (puesto que,
porque) A”.

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conclusivos del discurso no constituyen, en tanto tales, medios directos de persuasión, ni siquiera
medios parciales.
Queremos insistir, en primer lugar, en el carácter radical, absoluto, que damos a la oposición
entre argumentación lingüística y retórica. Si nos contentáramos con mostrar la insuficiencia de la
argumentación, tal como la definimos, para la actividad retórica, retomaríamos meramente un tema
banal de la retórica y, para nosotros, es esencial distinguir nuestra crítica del papel persuasivo de la
argumentación lingüística de la crítica tradicional, ya que esta última es relativa y la que nosotros
vamos a proponer pretende ser radical. La crítica clásica del papel de la argumentación lingüística
se funda especialmente en el hecho de que nuestras argumentaciones nunca son decisivas. Por un
lado, cuando decimos “A entonces C”, olvidamos generalmente proposiciones intermedias que son
necesarias para operar el pasaje de A a C. Por otra parte, incluso una vez completados, nuestros
encadenamientos argumentativos se apoyan en principios generales que admiten excepciones.
¿Cómo saber si uno no está frente a la excepción? Última razón, los conceptos sobre los que se
fundan estas argumentaciones son muy imprecisos y están muy mal definidos. Supongamos que se
llega a la conclusión de que alguien está celoso dando como argumento que está enamorado; se
están utilizando los conceptos amor y celos, que nadie sabe definir. Por lo tanto, siempre se podría
objetar que la persona de la que se habla no está “enamorada en sentido estricto”, lo que arruina la
argumentación. A este carácter no obligatorio de las argumentaciones del discurso se agrega el
hecho de que la persuasión reclama que uno no se apoye solamente en motivos racionales. La
retórica tradicional insiste sobre este punto al decir que la persuasión exige no solo que se den
razones, que constituyen lo que se llama el logos, sino también que se desarrolle en el auditorio el
deseo de creer que es verdadero (el pathos) y, por último, que se confíe en el orador, que debe
aparecer como alguien confiable, serio y con buenas intenciones. El orador debe, por lo tanto, dar
en su discurso una imagen favorable de sí mismo, lo que se corresponde con lo que la retórica
clásica llama ethos. Conocemos todos los debates que ha suscitado, en el mundo cristiano del siglo
XVII, la necesidad, para el predicador religioso, de sumar a la convicción el recurso al sentimiento.
¿Está justificado que el predicador, se preguntaban entonces, apele no solo al logos, sino también a
las pasiones, a pesar de que las pasiones son una de las fuentes primarias del mal y del pecado?
No seguiremos desarrollando este tipo de insuficiencia atribuida a menudo a la
argumentación. En efecto, todas estas críticas admiten la existencia en el discurso de un logos, a
saber, una argumentación racional, que se podría probar, justificar. Se preguntan solamente si ese
logos es suficiente para lograr la persuasión. Lo que nosotros sostenemos es que la argumentación
discursiva no tiene ningún carácter racional, que no facilita ninguna justificación, ni siquiera
bocetos de justificación débiles o lacunarios. En otras palabras, lo que ponemos en duda es la
noción misma de que haya un logos discursivo que se manifieste a través de los encadenamientos

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argumentativos, a través de los entonces y los en consecuencia. Después de haber dicho por qué
rechazamos todo carácter racional en la argumentación discursiva, demostraremos que esta
argumentación, a pesar de que no tiene nada que ver con un logos, puede sin embargo servir para la
persuasión. Su papel persuasivo existe, pero no depende de un carácter racional del que estaría
provista, aunque sea débilmente. En la parte crítica de nuestra exposición, nos apoyamos en una
teoría lingüística que desarrollamos hace muchos años con J.-C. Anscombre, la teoría llamada la
argumentación en la lengua (Anscombre y Ducrot, 1980), y más precisamente en la nueva forma
dada a esta teoría en trabajos recientes de M. Carel (Carel y Ducrot, 1999a y b), forma que explicita
y radicaliza a la vez las ideas que se habían presentado con Anscombre.
La idea de base es que en un encadenamiento argumentativo “A entonces C” el sentido del
argumento A contiene en sí mismo la indicación de que debe ser completado por la conclusión. Así
el sentido de A no puede definirse independientemente del hecho de que A sea visto como
conducente a C. Estrictamente hablando, no hay, por lo tanto, pasaje de A a C; no hay justificación
de C por un enunciado A que sería comprensible en sí mismo, independientemente de su
continuación “entonces C”. En consecuencia, no hay traslado de verdad, traslado de aceptabilidad,
de A a C, ya que el encadenamiento presenta el “entonces C” como ya incluido en el primer término
A.
Presentamos primero un ejemplo simple, en donde el segmento A contiene una palabra como
“demasiado”. Sea el encadenamiento

Manejás demasiado rápido, corrés el riesgo tener un accidente.

(donde un entonces está implícito entre las dos proposiciones encadenadas). Algunos semánticos
piensan, e incluso escriben, que se trata verdaderamente de una suerte de razonamiento, que pasa de
una premisa “manejás demasiado rápido” a una conclusión “corrés el riesgo de tener un accidente”.
Razonamiento que estaría fundado en un principio general implícito “cuando se conduce demasiado
rápido, se corre el riesgo de tener un accidente”. Pero esta descripción nos parece absurda, ya que la
palabra demasiado en sí misma, presentada en el antecedente, solo puede comprenderse en relación
con el consecuente. ¿Qué es manejar “demasiado rápido” si no es manejar a una velocidad que
conlleva el riesgo de que haya consecuencias indeseables? La velocidad misma es aquí
caracterizada por el hecho de que debe provocar un accidente: “demasiado rápido” significa aquí “a
una velocidad peligrosa”. Dicho de otra manera, el contenido mismo del argumento solo puede
comprenderse por el hecho de que lleva a la conclusión. Tomado fuera de este encadenamiento,
expresado o sobreentendido, no significa nada. Un signo de esta interdependencia que llamamos
radical es que este “demasiado rápido” significa algo distinto en el ejemplo y en discursos como:

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Manejás demasiado rápido, corrés el riesgo de que te pongan una multa.

No se trata necesariamente de la misma velocidad en los dos casos –incluso si no nos interesamos
más que por el aspecto cuantitativo de la velocidad. Por otra parte, lo que acabamos de decir del
segmento generalmente llamado argumento vale asimismo para la “conclusión”. La multa a la que
se alude en el último encadenamiento es una multa por velocidad excesiva, es decir, el tipo de multa
fundada sobre el argumento dado. Supongamos que, en efecto, a mi interlocutor lo multen, pero por
no usar el cinturón de seguridad. Hay un poco de ironía en decirle en ese momento: “Ves, yo tenía
razón”.
Llegamos a la conclusión, por lo tanto, de que los encadenamientos analizados, a pesar de
que unen dos proposiciones asertivas por medio del conector entonces (eventualmente implícito),
no marcan para nada una inferencia que vaya de una afirmación a otra. Cada una de estas aparentes
afirmaciones contiene, de hecho, el conjunto del encadenamiento donde está asentada. Es el
entonces el que permite representarse el tipo de velocidad y de multa de la que se trata. Así, no hay
pasaje de un contenido fáctico, objetivo, a otro. Incluso si mi discurso asocia dos expresiones muy
distintas, “demasiado rápido” y “multa”, manifiesta una representación semántica única (en la
terminología de M. Carel, un bloque), que expresa la idea única de velocidad prohibida (o, en el
ejemplo precedente, de velocidad peligrosa). ¿Para qué sirve entonces el encadenamiento
argumentativo? No sirve para justificar una afirmación a partir de otra, presentada como ya
admitida, sino para calificar una cosa o una situación (aquí, la velocidad) por el hecho de que ella
sirve de apoyo a una determinada argumentación. El entonces es un medio de describir y no de
probar, justificar o hacer verosímil.
De una forma general, lo que impide ver una suerte de razonamiento en un encadenamiento
argumentativo del tipo “A entonces C” es que los segmentos A y C no expresan hechos cerrados en
sí mismos, comprensibles independientemente del encadenamiento y que puedan ser a continuación
enlazados unos con otros. Esta conclusión puede verificarse incluso con palabras menos
evidentemente argumentativas que demasiado, y que son aparentemente más objetivas.
Supongamos que predigo que Pedro va a desaprobar su examen y que mi predicción toma la forma
del encadenamiento “Pedro se esforzó poco, va a desaprobar”. ¿Es posible describir mi discurso
diciendo que señalo, en primer lugar, un hecho A (Pedro se esforzó poco) y que deduzco de éste
otro hecho C (Pedro va a desaprobar)? También esta descripción racionalizadora me parece absurda,
ya que la palabra poco no podría servir para describir un hecho. Indica con antelación hacia qué
conclusión uno se dirige. En efecto, para predecir la aprobación de Pedro, me habría alcanzado con
decir “Un poco se esforzó Pedro, va a aprobar”. Al calificar el trabajo de Pedro por medio de la

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expresión un poco, ya habré dirigido por medio de un entonces (implícito) hacia la eventualidad de
su futuro éxito. Ahora bien, nadie ha encontrado jamás una diferencia fáctica, cuantitativa, entre
poco y un poco. La única diferencia entre estas dos expresiones reside en los tipos de
encadenamientos posibles a partir de ellas. Como en el ejemplo de demasiado, el argumento A
anuncia ya la conclusión en el sentido de que la significación misma de poco o un poco comporta la
indicación de lo que se puede encadenar a las proposiciones que contienen estas palabras. Así, no
hay razonamiento, progreso cognitivo, transmisión de verdad, puesto que el “entonces C” ya forma
parte del sentido de A.
Tomamos ahora como ejemplo un adjetivo perteneciente al léxico mismo, por lo tanto a la
parte de la lengua considerada como la más informativa, el adjetivo lejos. Imaginemos la siguiente
situación. X e Y tienen que encontrarse en un determinado lugar E. Tanto uno como otro saben
exactamente a qué distancia están de E. X le propone a Y ir a pie hasta E. Y, si está de acuerdo,
puede responder “sí, es cerca”. Si, por el contrario, quiere rechazar la propuesta, tiene la posibilidad
de decir “no, es lejos”. ¿Qué es lo que se modifica entre la calificación cerca y la calificación lejos?
No es la distancia, que tanto X como Y conocen. Es solamente la explotación argumentativa de esta
distancia. Al decir “cerca”, se la presenta como permitiendo el paseo, al decir “lejos”, como un
obstáculo para ese paseo. De forma tal que la elección de las conclusiones “sí” o “no” ya está
inscrita en el sentido mismo de los argumentos “es cerca” o “es lejos”. Hemos visto que
“demasiado” aplicado a “rápido” califica la velocidad por un cierto tipo de conclusiones
desfavorables; de la misma manera, “lejos” califica la distancia como obstáculo y “cerca” la califica
como algo que no es un obstáculo. En todos estos casos, no puede haber, detrás del encadenamiento
discursivo, un logos demostrativo, puesto que el encadenamiento ya está dado por el argumento,
constituye el valor semántico del argumento.
Avancemos un poco más. Hemos dicho que las proposiciones que contienen palabras como
demasiado, poco, un poco, cerca, lejos indican de por sí qué tipo de sucesiones se les pueden
encadenar con entonces. Pero esto no es más que la mitad de la verdad, ya que su significación no
obliga para nada a continuar con un entonces: permite de la misma forma establecer un
encadenamiento con un conector del tipo sin embargo. Si la expresión “es lejos” autoriza la
continuación “entonces no iré a pie”, también vuelve posible el encadenamiento “es lejos, sin
embargo iré a pie”. De la misma manera, se puede decir tanto “un poco se esforzó, entonces va a
aprobar” como “un poco se esforzó, sin embargo no va a aprobar”. De forma general, si una
proposición A contiene en su significación la posibilidad de encadenarle “entonces C”, contiene
también la posibilidad de encadenarle “sin embargo no C”. En consecuencia, si utilizo para probar
una proposición C un argumento A que por su valor propio conduce a decir “entonces C”, es

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también completamente conforme a la significación de A continuar con “sin embargo no C”. 4 En
estas condiciones, es imposible decir que al presentar el argumento A y al hacerlo continuar con
“entonces C”, justifico C. En efecto, el mismo argumento, en virtud de su significación intrínseca
podría ser seguido también por “no C”, a condición de cambiar el conector. Así, es un forzamiento
el que hace elegir C antes que “no C” después de A. Esta elección no está dirigida por la
significación de A, que no favorece C más que “no C”. Lo único que impone es la elección de un
entonces en un caso y de un sin embargo, en otro. No vemos, por lo tanto, cómo la proposición A
podría llevar a creer C. La alternancia de entonces y sin embargo nos parece desmentir, una vez
más, la idea misma de que haya una prueba discursiva, un logos argumentativo.

Las consecuencias persuasivas de la argumentación lingüística

“Y sin embargo se mueve”, decía Galileo. Podrían responder a lo que acabamos de exponer “y sin
embargo hay entonces en el discurso con finalidad persuasiva, ya sea este político, publicitario,
filosófico, etc. y también en el discurso de los niños de tres años (bajo la forma de porque)”.
Entonces, ¿para qué sirven estas argumentaciones? ¿Cómo contribuyen a la persuasión si, según lo
que afirmamos, estas no constituyen ni siquiera esbozos de justificación?
Una primera respuesta consiste en decir que la mayoría de las expresiones, tanto si son
empleadas o no con un objetivo persuasivo, conllevan en su sentido argumentaciones –entendiendo
por esto, como lo hemos dicho hasta aquí, encadenamientos en entonces o en sin embargo. Una
frase predicativa simple como “los culpables fueron castigados” plantea un entonces entre el hecho
de ser culpable y el hecho de ser castigado. Aun más, según planteamos con M. Carel, se pueden
descubrir argumentaciones en la significación interna de muchas palabras. Es por esto que
actualmente buscamos describir la mayor parte posible del léxico francés caracterizando cada
palabra con una paráfrasis que tiene la forma de un encadenamiento discursivo en entonces o en sin
embargo. ¿Qué significa, por ejemplo, un adjetivo como interesado (en el sentido moralmente
negativo del término)? Para nosotros, es constitutivo de la semántica de este adjetivo evocar
encadenamientos del tipo “le interesa, entonces lo hace” y también “no le interesa, entonces no lo
hace”. O aun, ¿qué se quiere decir cuando se considera la expresión verbal tener sed como
marcando, según la terminología lingüística habitual, un estado? Para nosotros, decir que es un
estado es decir simplemente que se le puede encadenar por medio de entonces la indicación de que

4 Podríamos encontrar este observación contradictoria con lo que hemos dicho sobre la interdependencia entre lo que
precede y lo que sigue al conector, y alegar que el A seguido de “entonces C” es semánticamente distinto, según la
misma teoría que utilizamos, del que es seguido de “sin embargo no C”. Para responder, hay que observar que, en
las sucesiones “A entonces C”, “A sin embargo no C”, “no A sin embargo C” y “no A entonces no C”, que
constituyen lo que llamamos un cuadrado argumentativo, la influencia de A y de C uno sobre el otro es cada vez la
misma. Se lo puede verificar en los ejemplos dados más arriba.

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alguien tiene sed en el momento T1 y la de que tiene sed en el momento siguiente T2 (observar que
se necesitaría un sin embargo para encadenar la indicación de que alguien tiene sed en T1 y la de
que ya no tiene sed en T2). Así, para nosotros, hay encadenamientos argumentativos en la
significación misma de las palabras y los enunciados con los que se hace el discurso. En estas
condiciones, todo discurso, ya sea que tenga o no un objetivo persuasivo, alude necesariamente a
argumentaciones. Esto demuestra, como mínimo, que no hay un nexo privilegiado entre la
argumentación retórica y la argumentación lingüística.
Por supuesto, se espera que demos una respuesta más específica a la pregunta “¿por qué hay
argumentación lingüística en la argumentación retórica?” (“más específica” significa aquí “más
relacionada con el carácter particular del discurso persuasivo”). Señalamos a continuación tres
soluciones posibles.
En primer lugar, la argumentación lingüística está unida a una estrategia persuasiva
considerada eficaz: la concesión. Describimos la concesión de la siguiente manera. Supongamos
que un locutor quiere hacer admitir una conclusión Z. Supongamos también que dispone de un
argumento Y que permite encadenar “Y entonces Z”, pero que sabe, por otra parte, que hay
argumentos X que permiten encadenar “X entonces no-Z”. Demos un ejemplo. Uno quiere llevar a
un amigo a la conclusión Z = “no debes fumar”. Para esto, se dispone, entre otros, de un argumento
Y = “fumar produce tos”; pero se sabe también que los fumadores tienen un argumento X = “fumar
disminuye el estrés”, que se puede encadenar por medio de “entonces” a la conclusión “no-Z” = “no
hay que dejar de fumar”. ¿Qué se puede hacer? Uno puede olvidar, en su discurso, el argumento
desfavorable a su posición, X, y dar simplemente el argumento Y, que le es favorable. El riesgo es
que el amigo responda alegando X. Felizmente para uno (y puede serlo también para la salud del
amigo), hay otra estrategia: indicar primero el argumento desfavorable X haciéndolo seguir con un
“pero Y”, a saber, “de acuerdo, fumar disminuye el estrés, pero produce tos”. Entre otras cosas, la
palabra pero está especializada en esta función –este es el motivo, por otra parte, de que sea una
estrella del discurso persuasivo. Gracias a ella, se pueden considerar en el discurso los argumentos
contrarios a la conclusión a la que se apunta. Es suficiente con hacer que los siga un pero, sin tener
ni siquiera necesidad de refutarlos, maniobra que no cansa mucho y que tiene ventajas persuasivas
sobresalientes. Al indicar X, que es desfavorable a la tesis que se sostiene y favorable al
interlocutor, se le impide, en primer lugar, utilizar ese X, argumento que sería ridículo aprovechar
en contra, ya que se tuvo la generosidad de enunciarlo y ya que se decidió, después de haberlo
contemplado, que no merecía una consideración más seria. A esta ventaja de la concesión para la
estrategia polémica se agrega el hecho de que permite mejorar la imagen que el orador da de sí
mismo en su discurso. El orador parece un hombre serio, por lo tanto confiable, ya que, antes de
elegir su posición Z, le prestó atención también a las posibles objeciones contra Z. Se podría

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comparar el enunciado concesivo con lo que pasa en el fútbol cuando un jugador hace un gol en
contra. El orador que dice Z antes de continuar “pero Y” hace, por así decirlo, un gol en contra.
Pero hay una diferencia esencial. En el fútbol, el gol hecho por el jugador torpe queda
definitivamente en el marcador: no hay “pero” posible. Por el contrario, en el discurso persuasivo,
se saca ventaja de los goles en contra. Esta ventaja no se debe a que el argumentador haya
demostrado racionalmente algo. Se debe a que el orador mejoró su imagen personal o, en términos
retóricos, su ethos (es como si el jugador de fútbol lograra prestigio por haber hecho un gol en
contra). En tanto la concesión, tal como la describimos, manipula argumentaciones, implícitas o
explícitas, hay que reconocerles toda la utilidad que se le reconoce a la concesión en la actividad
persuasiva.
Un segundo punto: el simple hecho de enunciar una argumentación en entonces (es decir, la
enunciación de esta argumentación) tiene, por sí mismo, ventajas para la persuasión. Obliga al
interlocutor a dar un argumento si rechaza la conclusión. Supongamos que alguien dicen “A
entonces C” (“la estación está lejos, entonces tomemos un taxi”). Si uno desea rechazar la
conclusión, no puede conformarse con negarla de plano diciendo: “No, no tomemos un taxi”. Está
obligado a su vez a dar un argumento, que permita triunfar sobre el otro. Y siempre se corre el
riesgo de dar una razón peligrosa para la imagen de uno o, en todo caso, que se podría volver en su
contra. Esto podría suceder si uno estuviera obligado a reconocer, a causa del “entonces”, su
avaricia dando como argumento que no quiere pagar el taxi. Es como el ajedrez. Uno mueve una
pieza para obligar al adversario a responder con un movimiento que lo pondrá en dificultades en el
movimiento siguiente. Una segunda ventaja que hay al enunciar un encadenamiento argumentativo
dando una razón para la decisión es que así uno construye una imagen favorable de sí mismo: la de
una persona que acepta la discusión, que no busca imponerse brutalmente. Uno mejora así su ethos,
al igual que en el caso de la concesión, sobre todo si hay un otro que asiste a la discusión; de esta
forma, uno prepara el terreno para que sea más fácil persuadir a ese tercero si un día uno discute con
él (por otra parte, siempre hay una tercera persona en los diálogos, incluso cuando, materialmente,
no hay más que dos; esta tercera persona es una suerte de súper-yo abstracto, que los interlocutores
toman como árbitro ideal, personaje que reencontramos sin cesar y que hay que domesticar como
sea).
Una tercera razón para utilizar la argumentación en la estrategia persuasiva depende, como
lo hemos comentado, de los modelos de encadenamientos argumentativos ya presentes, a título de
representaciones estereotipadas, en la significación de las palabras del léxico. Así, al decir “es lejos,
entonces no vayamos”, se explicita la representación de la distancia como obstáculo, representación
que, para nosotros, forma parte del sentido mismo de la palabra lejos. De la misma manera, para
demostrar que Pedro no hará algo, se puede decir “No le interesa, entonces no lo hará”. Al decir eso,

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se construye un encadenamiento que es el sentido mismo de una palabra de la lengua, la palabra
interesado, tal como la hemos analizado antes. Al argumentar (en el sentido lingüístico del término),
se puede presentar a menudo el discurso como si se explicitaran las palabras de la lengua. El
Larousse siempre tiene razón, y a uno le interesa sostener su propio discurso con el Larousse:
cuando uno lo hace, se presenta como un simple utilizador de ese tesoro común que es el
vocabulario. Simultáneamente, le da a su decir un aspecto modesto y tiñe lo dicho de una suerte de
evidencia.

Para resumir estas explicaciones de la frecuencia de entonces en el discurso con finalidad


persuasiva, diremos que sirve para mejorar la imagen del orador, su ethos. Es por esto que puede
hacer más eficaz el habla. Así, las investigaciones que llevamos adelante actualmente con M. Carel
sobre los encadenamientos argumentativos en la lengua conducen a una concepción de la retórica
persuasiva un poco diferente de la tradicional en el pensamiento occidental. La concepción habitual
ubica en la cima de la estrategia persuasiva un logos que sería una forma debilitada de la
racionalidad. Ese logos, manifestado por los encadenamientos argumentativos, tendría necesidad,
consideradas sus insuficiencias, de ser completado por el recurso a factores irracionales, el ethos y
el pathos. Intentamos demostrar, desde un punto de vista puramente lingüístico, que un logos
semejante no es solamente ilusorio, sino que su existencia misma es una ilusión. Los
encadenamientos argumentativos del tipo entonces demuestran tanta imposición por la fuerza como
las afirmaciones más brutales. Su eficacia persuasiva, que no es, por otra parte, para nada
despreciable, apunta principalmente al efecto que tiene sobre el ethos. Este no viene a subsanar las
insuficiencias del logos, sino que, por el contrario, el logos (entendido como los encadenamientos
en entonces) es el que beneficia al ethos: solo en esto sirve a la argumentación, en el sentido
retórico del término.
Para simplificar, llamamos platónica a la búsqueda de una verdad absoluta, que exigiría que
se sobrepasara el lenguaje, es decir, que intenta, sin saber siquiera si es posible, “salir de la caverna”
(ya que la verdadera caverna, la que nos prohíbe la relación con la realidad, la que nos obliga a vivir
en medio de “sombras”, es, para nosotros, el lenguaje). Llamamos aristotélica, de forma también
esquemática, a la esperanza de encontrar en el discurso, es decir, “en el interior de la caverna”, una
suerte de racionalidad imperfecta, insuficiente, pero después de todo aceptable, vivible. Teniendo en
cuenta estas aproximaciones, nuestra exposición se inscribe en una oposición sistemática al
optimismo retórico de Aristóteles y de sus incontables sucesores; esta desearía promover un regreso
a Platón y a una desconfianza radical del discurso.

Referencias bibliográficas

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Traducción realizada por Paulina Bettendorff para uso exclusivo en


el seminario “Introducción a los Estudios Retóricos”, dictado por la
Dra. María Alejandra Vitale en la carrera de Letras, FFyL, UBA,
2013

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