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La reflexión sobre la diferencia entre la palabra hablada y la palabra escrita necesita de un estímulo. Ese
estímulo viene provocado por la experiencia de confrontación cultural que provoca la cultura oral y la
cultura escrita. En este capítulo Havelock tratará de hacer un repaso por los hitos fundamentales de esa
confrontación.
La primera de estas confrontaciones se sitúa en el descubrimiento de América, un descubrimiento que
supuso no solo una colisión personal y social, sino también ideológica: había revelado a la conciencia del
viejo continente la existencia de una cultura que había vivido y se había desarrollado al margen de la
europea durante toda su historia. En este contexto Rousseau escribe en el siglo XVIII su Ensayo sobre el
origen de las lenguas donde se pone sobre la mesa la cuestión de la oralidad, haciéndonos tomar conciencia
de la escritura alfabética una facultad que durante mucho tiempo se había considerado natural e innata.
Havelock destaca una serie de aspectos interesantes de este ensayo: en primer lugar, el hecho de que
Rousseau ha marcado un antes y un después en el valor romántico y extravagante que posee para muchos
autores de la actualidad (Lévi-Strauss, McLuhan, Derrida, etc.) el habla natural o salvaje (es decir,
al lenguaje estrictamente oral). En segundo lugar este ensayo destaca un elemento importante, el concepto
de oralidad: se trata de una situación cultural que difiere notablemente de la civilización de la escritura y
que utiliza un tipo de lenguaje que le es propio. Esta tesis ha sido refrendada en el siglo XX cuando Parry y
Lord llevaron a cabo sus análisis de la composición oral de los poemas homéricos. Por último, podemos
destacar la aportación de Rousseau por relacionar por primera vez la cuestión de la oralidad con la cuestión
griega, algo que sigue estrechamente ligado para nosotros.
El siguiente caso de colisión cultural que vamos a analizar es el que se detalla en la publicación
de Malinowski «El problema del significado en las lenguas primitivas». Malinowski, a diferencia de
Rousseau, había estado en contacto directo con sociedades prealfabéticas llegando a la interesante
conclusión de que en las sociedades «primitivas» el lenguaje es generalmente un «modo de acción». Según
Havelock, el término «primitivo» muestra un sentido peyorativo sobre la oralidad, muestra una negativa
reconocerla como proceso social formativo.
Alexander Luria es el autor que protagoniza la siguiente colisión intercultural. Este autor dedicó dos años a
la observación de analfabetos de las repúblicas soviéticas de Uzbekistán y Kirguizistán, comparándolos con
miembros alfabetizados de la misma sociedad. En su estudio, Luria llega a la conclusión de que los
analfabetos no utilizaban procedimientos deductivos formales, es decir, su pensamiento no se ajustaba a
formas puramente lógicas por considerarlas carentes de interés. Teniendo esto en cuenta Havelock se
pregunta: «¿acaso no será todo pensamiento lógico, tal como comúnmente se entiende, un producto de la
civilización de la escritura alfabética griega?» (p. 67). Luria, nos dice el autor, descubrió además un modo
alternativo de establecer conexiones entre enunciados por parte de los analfabetos. Es el que relata a partir
del ejemplo de un periodista alfabetizado que tenía la capacidad de memorizar a la perfección grandes listas
de datos, su técnica era una narrativa activista en la que se hacía representar a los nombres inconexos como
actores en un contexto narrativo. Esta narrativa activista es, nos dice Havelock, el modo de obrar de la
memoria que es peculiar en las sociedades orales y cuya persistencia se puede observar en la obra de
Homero. Las investigaciones de Luria no fueron publicadas hasta cuarenta años más tarde, de haber sido
conocidas antes habrían acelerado la investigación sobre la oralidad histórica como un modo de conciencia
cualitativamente distinto y que tiene reglas propias.
Aunque tiene lugar más de una generación antes, Havelock considera que hay que tratar de la siguiente
colisión intercultural (Jousse, 1925) después de la de Luria porque en este caso se produce un choque no
entre alfabetización y analfabetismo sino entre una alfabetización consumada (la del propio autor) y la
«alfabetización artesanal» propia de la población de Oriente Próxima a la que éste autor francés viajó. En
esta sociedad en la que se había usado durante siglos la escritura semítica septentrional (el arabe, el arameo
y el hebreo), se suponía que debía encontrarse con una sociedad plenamente alfabetizada en el sentido de su
propio modelo francés, sin embargo, Jousse encontró que la población que visitaba solo se aproximaba a ese
modelo: «Lo que de hecho experimentó y registró con aguda sensibilidad fue la persistencia ubicua de
modos orales de manejar el lenguaje y de la «conciencia» oral correspondiente». (p. 69). Parece, en ese
sentido, que el modelo griego (del cual deriva el francés) poseía una serie de propiedades de las que carecían
sus antecesores[2].
Por último, en Canadá, Harold Innis dedicó los últimos años de su vida al estudio del papel de la oralidad en
las culturas del pasado. Según Havelock su estudio es el fruto de la colisión cultural que había producido la
tecnología de la prensa popular y el papel barato sobre el lenguaje y la comunicación de las pequeñas
poblaciones de su país natal. McLuhan fue en ese sentido su discípulo, en cuanto ambos veían en la imprenta
un motor de cambio social, sin embargo, Havelock considera que McLuhan lleva excesivamente lejos las
consideraciones de Innis.