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Al ver a Araceli, la directora del jardín que estaba más cerca de la casa les dijo que no había plazas aunque
antes, por teléfono, había dicho que sí había. Ese era un jardín al que acudían niños de los barrios cercanos
y ninguno parecía tan pobre como Araceli y su mamá.
Buscaron otra escuela que no estuviera lejos y en la que hubiera niños con los que Araceli no se sintiera
demasiado diferente. Allí, la directora miró a Araceli con desconfianza y, aunque admitió que sí tenían
plazas, trató de desanimar a los patrones de la madre de Araceli para que no la matricularan. “Como solo
habla quechua, no va a aprender nada”, les dijo. Ellos insistieron en matricularla y así es como Araceli
empezó su vida escolar.
Casi todos los días, sin embargo, regresaba afligida. Y llegó el día que ya no quiso volver a la escuela. Le
preguntaron qué pasaba. Entonces les contó que sus compañeritos la llamaban “chusma”. Aunque en esa
escuela había muchos otros niños cuyos padres provenían del campo y cuyas madres trabajaban también
como empleadas domésticas, a ella la llamaban chusma.
Al terminar el primer año de primaria, Araceli sacó buenas notas, hablaba ya castellano, un castellano
“motoso”, pero lo hablaba todo el tiempo.