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Ciudad en obras

El título del libro sugiere al lector, a primera vista, una ciudad llena de
zanjas, de calles levantadas o cortadas, henchidas de hierros y tube-
rías, surcada de incómodas pasarelas, lugar de permanentes atascos Se
trata de un espacio habitado y soportado por sufridos ciudadanos; en
resumidas cuentas, se trata de cualquiera de nuestras ciudades. Esta-
mos ante un trabajo que habla de la ciudad postmoderna en continuo
ajetreo y fea transformación, con las entrañas fuera, pero siempre con
la esperanza de una lejana belleza y prometida comodidad.
Nuestro proyecto editorial es semejante a esta ciudad, ya que in-
tentamos ofrecer un acercamiento a ella desde un punto de vista poco
usual. Partimos a tal n del espacio urbano, de sus elementos relevan-
tes, con el objetivo de hallarlos en la literatura y en las artes, con espe-
cial atención al cine. Nos interesa destacar los hitos en que una calle,
una estación de metro, una tienda o un hotel dejan de funcionar como
componentes del paisaje urbano para convertirse en espacios imagina-
rios, capaces de generar historias y cciones contadas en distintos len-
guajes. Nuestra propuesta –al igual que una “ciudad en obras”– tien-
de trampas al lector, que ha de sortear obstáculos, que puede quedar
atrapado en un callejón o en el laberinto del metro, o entrar a comprar
en un comercio y encontrarse con una caja de sorpresas en la que los
objetos cobran vida. Lo mismo que una ciudad real, el presente libro
ofrece un itinerario por la escritura de lo urbano, con la promesa de
una participación activa en la construcción novedosa de una imagen
literaria y cinematográca de la vida cotidiana, que, con sus aventuras,
misterios y emociones, genera una ciudad distinta, entendida como me-
táfora. Dicho itinerario llevará al lector a conocer los espacios públicos
(estación ferroviaria, mercado, calles y plazas, teatros y salas de cine,
medios de transporte, ocinas...); las zonas fronterizas, en las que lo
público puede convertirse en privado (tal el caso del hotel, del hospi-
tal, del templo...), en las cuales hay siempre una zona de privacidad,
cuyas puertas pueden cerrarse protegiendo la intimidad de sus mora-
dores. Tenemos nalmente el espacio privado por excelencia: la casa.
8 Eugenia Popeanga Chelaru

El recorrido aquí propuesto es selectivo, aunque abarca también


dos elementos, el río y la montaña, que, si bien pertenecen al paisaje
natural, se integran en el paisaje urbano, marcando y desplegando su
potencial narrativo.
Los estudios que conguran este volumen tienen como eje común
un enfoque interdisciplinar y comparatista, aunando elementos de ar-
quitectura y urbanismo con la teoría de la comunicación y el análisis
literario y cinematográco. En este sentido, destacamos el estudio nal,
dedicado exclusivamente a obras del séptimo arte.
A n de trabajar todos estos espacios y pasear de lo público hacia
lo privado, se ha utilizado un variado corpus, no exhaustivo, de obras
literarias y cinematográcas, donde se han encontrado múltiples refe-
rencias a dichos espacios. Precisamos que, en determinados capítulos,
se ha utilizado con preferencia la literatura peninsular (castellana, ga-
llega, catalana y vasca), mientras que en otros, se ha dado preferencia a
la literatura francesa, angloamericana, etc. El lector, sin duda, echará en
falta algunas obras, recordará episodios de películas, actualizará imá-
genes, colaborando así con los autores en la construcción de todo este
edicio de metáforas, como es la ciudad en la cción. Existen elemen-
tos urbanos que no se han contemplado en este libro, así como textos
no mencionados; no obstante, como en las grandes ciudades en obras,
nuestra labor es continua y abierta.
El presente libro no está constituido por una suma de artículos he-
terogéneos, sino que representa la labor colectiva del grupo de investi-
gación “La aventura de viajar y sus escrituras” y de sus colaboradores
puntuales. Esta obra debe leerse como un recorrido por la gran ciudad
en un paseo-lectura que parte de un estudio teórico, que nos abre el pro-
ceso por el cual la ciudad real se convierte en metáfora, en una ciudad
de cción, continuando por los espacios públicos, privados y fronteri-
zos, relacionados entre sí por dos metáforas recurrentes, que convierten
los elementos urbanos mencionados en espacios signicativos: el amor
y la muerte.
El trabajo aquí presentado no comporta una investigación aislada,
puesto que forma parte de un constante trabajo del grupo menciona-
do que se concreta en proyectos como HUM 2007-60329 “Viajar por
la ciudad. Modelos urbanos en los libros de viajes y su proyección
estético-literaria”, gracias al cual se publica este libro. En esta misma
Ciudad en obras 9

línea, mencionamos publicaciones anteriores como: Historia y poética


de la ciudad (2002), La ciudad como escritura (2006), Ciudades ima-
ginadas en la literatura y en las artes (2009) y Bucarest, luces y som-
bras (2009). Desde el primer volumen hasta el actual, este grupo se ha
enriquecido con jóvenes investigadores que aportan nuevos puntos de
vista, tanto en el terreno teórico como en los aspectos de naturaleza se-
miótica y de investigación textual. El equipo es diverso, como la ciu-
dad misma, ya que está compuesto de investigadores que proceden de
Francia, Italia, Rumanía, Chile, México, España, etc., especialistas en
literatura, arquitectura y cine. De las voces de siempre, con una lar-
ga trayectoria investigadora, hasta las nuevas, que están empezando su
aventura en este terreno, este libro se ofrece al lector al modo de una
ciudad posmoderna, donde caben el trabajo, el ocio y la creación.

EUGENIA POPEANGA CHELARU


El espacio urbano: de la metáfora a la
signicación. Una aproximación teórica
ROCÍO PEÑALTA CATALÁN

La ciudad es el lugar donde el hombre habita, trabaja, se comunica y se


relaciona con sus semejantes. El espacio urbano es, en consecuencia,
un espacio antropológico –según la terminología de Marc Augé– carga-
do de signicaciones. La importancia que tiene la ciudad como paisaje
afectivo y signicante se maniesta en numerosas creaciones literarias
y artísticas, en las que el espacio urbano desarrolla diversas funciones,
desde decorado o fondo sobre el que tiene lugar la acción, entorno con
el que interactúan los personajes, espejo que reeja emociones y sen-
timientos, hasta convertirse incluso en verdadero protagonista de la
trama. Ciudad y literatura aparecen vinculadas especialmente desde el
inicio de la Modernidad –y el Spleen de Paris de Charles Baudelaire
constituye un buen ejemplo, con la ciudad como elemento fundamental
desde el título. También el cine, en cuanto arte por excelencia del siglo
XX, tiene el espacio urbano como decorado principal en muchas oca-
siones, y se presenta como un buen campo de estudio del que extraer
ejemplos de las distintas funciones que puede desempeñar la ciudad.
La importancia de la ciudad en la literatura –y en las demás artes–
ha dado origen a múltiples símbolos, metáforas, comparaciones y a todo
tipo de guras retóricas relacionadas con el paisaje urbano. De esta ma-
nera, es posible interpretar la ciudad desde un punto de vista diferente
al de aquellos ámbitos del conocimiento ligados más directamente con
el estudio de la ciudad, como el urbanismo, la arquitectura, la geogra-
fía urbana, etc.
Ya Roland Barthes, en su artículo “Semiología y urbanismo”, plan-
teaba la posibilidad de analizar la ciudad con los métodos y las herra-
mientas de la semiótica. Barthes concibe la ciudad como un discurso,
un texto que es necesario descifrar.
12 Rocío Peñalta Catalán

La ciudad es un discurso, y este discurso es verdaderamente un lenguaje: la ciu-


dad habla a sus habitantes, nosotros hablamos a nuestra ciudad, la ciudad en la
que nos encontramos, sólo con habitarla, recorrerla, mirarla. Sin embargo, el pro-
blema consiste en hacer surgir del estadio puramente metafórico una expresión
como “lenguaje de la ciudad”. (Barthes 1997: 260-261)

De esta manera, podríamos esbozar un esquema comunicativo en el cual


la ciudad es un mensaje, escrito en un código determinado, que debe
ser interpretado por el lector o habitante de la ciudad. Para “leer la ciu-
dad”, es necesario conocer el código en el que la ciudad se expresa. Es
entonces cuando –en palabras de Barthes– se hace necesario “pasar de
la metáfora a la descripción de la signicación” (Barthes 1997: 261).
Partiendo de los procedimientos propios de la semiología, Barthes pro-
pone dividir el tejido urbano en unidades discretas, disociables; a conti-
nuación, habría que clasicarlas distribuyéndolas en “clases formales”,
para, nalmente, determinar las reglas de combinación y transforma-
ción de estas unidades, que generarían distintos discursos o, lo que es
lo mismo, diferentes modelos de ciudad. Así, cada elemento del paisaje
urbano podría asimilarse a una categoría semántica, que se agruparía
con otras formando unidades sintácticas y éstas, a su vez, se combina-
rían para generar un texto más amplio que sería el barrio o la ciudad.
Pero Barthes pone una objeción a su propia hipótesis: no es posible es-
tablecer una relación directa y única, una correspondencia regular entre
signicantes y signicados.
Sería una empresa absurda querer elaborar un léxico de las signicaciones de la
ciudad poniendo de un lado los barrios, las funciones, y del otro las signicacio-
nes, o más bien poniendo de un lado los lugares enunciados como signicantes
y del otro las funciones enunciadas como signicados. [...] los signicados son
como seres míticos, de cierta imprecisión y que en cierto momento se convierten
siempre en signicantes de otra cosa: los signicados pasan, los signicantes que-
dan. (Barthes 1997: 262)

Efectivamente, el simbolismo de cada elemento urbano es múltiple y


cambiante. Los signicados y las metáforas asociadas a cada uno de
ellos varían de una época a otra, de una literatura a otra y son diferen-
tes en la obra de cada autor. Cada uno de los componentes del paisaje
de la ciudad ha generado múltiples metáforas e imaginarios diferentes,
lo que impide atribuirles una denición única.También desde el urba-
nismo se ha hablado de la signicación de la ciudad. En este sentido,
El espacio urbano: de la metáfora a la signicación 13

es relevante la teoría del estadounidense Kevin Lynch, que considera


que el espacio urbano debe ser “legible”. Cuando se reere a la legibi-
lidad del paisaje urbano, Lynch hace referencia a “la facilidad con que
pueden reconocerse y organizarse sus partes en una pauta coherente”
(Lynch 2006: 11). Su visión es muy similar a la de Barthes, pues él tam-
bién compara la ciudad con un texto:
Del mismo modo que esta página impresa, si es legible, puede ser aprehendida
visualmente como una pauta conexa de símbolos reconocibles, una ciudad legi-
ble sería aquella cuyos distritos, sitios sobresalientes o sendas son identicables
fácilmente y se agrupan, también fácilmente, en una pauta global. (Lynch 2006:
11)

Kevin Lynch hace un inventario de cinco elementos físicos que con-


guran la imagen de la ciudad y que podríamos equiparar a esas unidades
mínimas que, según Barthes, permitirían analizar el código en que se
expresa el espacio urbano: sendas, bordes, barrios, nodos y mojones.
Pero, lo que es aún más interesante para nosotros, Lynch habla también
de la necesidad de “imaginar” la ciudad. El urbanista estadounidense
dene la “imaginabilidad” como “esa cualidad de un objeto físico que le
da una gran probabilidad de suscitar una imagen vigorosa en cualquier
observador [...]”. De esta manera, una ciudad legible sería también una
ciudad imaginable, pues al poseer una estructura lógica y fácilmente
visible e interpretable, sería capaz de suscitar imágenes mentales a los
ciudadanos. Sin embargo, las teorías de Kevin Lynch se limitan al es-
tudio de la forma de la ciudad, sin profundizar demasiado en su signi-
cación, y se decanta por el análisis práctico y funcional del espacio ur-
bano: “Un medio ambiente sumamente visible puede tener, asimismo,
sus desventajas. Un paisaje saturado de signicados mágicos puede
inhibir las actividades prácticas” (Lynch 2006: 169).
Tanto Roland Barthes como el escritor italiano Italo Calvino consi-
deran que es necesaria una mirada “inocente” para “ver” –en palabras
de Calvino– o “descifrar” –en palabras de Barthes– la ciudad. Existen
una serie de prejuicios e ideas preconcebidas con las que hay que aca-
bar, pues nos impiden leer la ciudad desde un punto de vista alejado
de la funcionalidad o de la pretensión de objetividad típicas de la topo-
grafía, la sociología o el urbanismo.
14 Rocío Peñalta Catalán

Estos prejuicios que nos hacen referirnos a la ciudad desde un pun-


to de vista esencialmente funcional, dejando de lado otras posibles in-
terpretaciones del espacio urbano, podrían atribuirse al predominio de
un lenguaje propio de los tecnócratas que, según Pierre Sansot, autor
de La poétique de la ville, desrealiza la ciudad, al tratar de describirla
en términos de volúmenes y supercies. Esta pretensión técnica genera
un lenguaje paralelo con el que no se denomina a las cosas por su ver-
dadero nombre, lo que conduce a que éstas pierdan su esencia y su sig-
nicación: el parque o el jardín ya no son sino “zonas verdes”, y las ca-
lles y las avenidas se convierten en “vías de circulación”, perdiendo así
parte de sus cualidades. Sansot considera que este lenguaje urbanístico
es perjudicial porque, con su pretensión de neutralidad, elimina la rela-
ción primordial del hombre con el espacio que le rodea, introduce una
escisión entre ambos (vid. Sansot 1973: 10-11).
El hombre aprehende su entorno a través del lenguaje, y la ciudad,
a su vez, genera un lenguaje propio y obliga al hombre a hablar con
las palabras del café, del bulevar, del mercado, etc. En este sentido, los
escritores serían los lectores privilegiados de la ciudad; pues si la ciu-
dad se expresa y habla a todos sus habitantes, a todos los individuos
que la observan y la recorren, no todos son capaces de comprenderla,
de interpretar su lenguaje; sin embargo, aquellos que saben escribir son
capaces de transmitir esa expresividad de la urbe (vid. Sansot 1973: 3).
Si bien hemos visto que los escritores son los lectores privilegia-
dos de la ciudad, cualquier persona puede ser capaz de leerla. La mejor
manera de leer la ciudad –y en este punto coinciden todos los autores
estudiados– consiste en recorrerla. Cada individuo emprenderá un ca-
mino diferente que le conducirá a una interpretación diferente del espa-
cio urbano. Para Sansot, existen una serie de “démarches fondamen-
tales (comme la déambulation nocturne, comme la dérive de l’homme
traqué) [...]” (Sansot 1973: 12-13), a través de las cuales la ciudad se des-
vela, y que denen las diferentes maneras en que ésta puede ser vista.
Existen ciertos criterios que pueden determinar el recorrido por
la ciudad: los accidentes geográcos, las condiciones climatológicas,
los espacios visitados de manera recurrente, los lugares a los que se
acude por necesidad u obligación, los puntos más populares o atracti-
vos de la urbe, etc. Sansot identica en este hecho una serie de impulsos
El espacio urbano: de la metáfora a la signicación 15

o pautas sociales de distinta especie que convierten ciertos recorridos


en itinerarios privilegiados frente a otras alternativas posibles.
En lo que se reere a las cuestiones geográcas u orográcas, hay
que establecer una clara distinción entre el espacio urbano y el espacio
rural. Si en el pasado, en el campo las construcciones tenían en cuenta
las fuentes de agua, la rotación del sol, los espacios protegidos del vien-
to y de las inclemencias meteorológicas, en la ciudad estas circunstan-
cias desaparecen o quedan relegadas a un segundo plano, especialmente
a partir del desarrollo tecnológico derivado de la Revolución Industrial.
El terreno irregular se allana, se asfaltan las calles; los saltos y desni-
veles se salvan con escaleras, los accidentes orográcos son mínimos;
los ríos se soterran o se salvan con puentes. Las dicultades del terre-
no desaparecen en la ciudad y son muy escasos los elementos de este
tipo que inuyen en el trazado del itinerario del paseante. Por otra parte,
en muchos casos, “ce paysage, travaillé par l’homme, par l’Histoire,
comporte une diversité étonnante, égale à celle d’un monde sauvage”
(Sansot 1973: 64). Sin embargo, si –como señalábamos– las diferen-
cias orográcas son mínimas, los desniveles sociales son máximos en
la ciudad, al contrario de lo que sucede en las pequeñas poblaciones
rurales. Un recorrido por la ciudad nos puede llevar de los barrios más
ricos a las zonas más miserables en apenas unos pasos.
Si existe toda una serie de recorridos funcionales, que responden a
las necesidades y obligaciones diarias del hombre (ir al trabajo, volver
a casa, ir a comprar, a comer) y que están denidos por cuestiones prác-
ticas –el camino elegido será aquel que permita llegar de un lugar a otro
de la manera más rápida y directa posible–, también hay otros itinera-
rios que permiten al hombre adquirir nuevas perspectivas de su ciudad.
Dejando a un lado las obligaciones y el pragmatismo, la ciudad ofrece
al hombre total libertad para recorrerla y descubrirla. No hay caminos
prohibidos –salvo casos concretos como las gated communities o las
infraestructuras-barrera–; en cada intersección se abren ante el paseante
varias rutas alternativas que ofrecerán distintas perspectivas del espacio
urbano.
Puesto que es imposible observar la ciudad desde más de una pers-
pectiva cada vez, la manera de reconstruir la ciudad consistirá en com-
binar todas esas perspectivas. La suma de estas visiones diversas gene-
ra una imagen de conjunto de la ciudad. A pesar de su heterogeneidad,
16 Rocío Peñalta Catalán

de los contrastes existentes entre las diferentes zonas y distritos, vemos


la ciudad como un conjunto coherente. Esto no se debe únicamente a la
percepción visual derivada del hecho de que edicios, monumentos,
calles y barrios se yuxtapongan unos a continuación de otros, sino a que
los centros urbanos tienen un carácter unitario en sí mismos que nos
permiten reconocerlos como un todo. Siempre existen elementos uni-
cadores, rasgos que denen el carácter de la urbe. Cada ciudad tiene
una estructura lógica, una distribución propia y, muchas veces, única.
Es lo que Kevin Lynch denomina “imagen de la ciudad”, y lo que en
la Antigüedad se definía con la expresión “los dioses de la ciudad”
–según explica Calvino en el artículo del mismo título (Calvino 1995)–,
es decir, su espíritu, su carácter profundo y denitorio. Lynch describe
así el proceso por el que se genera la imagen del paisaje urbano:
Las imágenes ambientales son el resultado de un proceso bilateral entre el obser-
vador y su medio ambiente. El medio ambiente sugiere distinciones y relaciones,
y el observador [...] escoge, organiza y dota de signicado lo que ve. [...] la ima-
gen en sí misma es contrastada con la percepción ltrada, mediante un constante
proceso de interacción. (Lynch 2006: 15)

De este hecho, podemos inferir que la “imagen de la ciudad” es subjeti-


va, puesto que es diferente para cada individuo: “[...] la imagen de una
realidad determinada puede variar en forma considerable entre diversos
observadores” (Lynch 2006: 15). ¿Por qué, entonces, existe una imagen
relativamente única y generalizada, especialmente en el caso de deter-
minadas ciudades?
Parece haber una imagen pública de cada ciudad que es el resultado de la super-
posición de muchas imágenes individuales. O quizás lo que hay es una serie de
imágenes públicas, cada una de las cuales es mantenida por un número conside-
rable de ciudadanos. (Lynch 2006: 61)

En este punto, la literatura desempeña un papel importante, pues ha fa-


vorecido la difusión de ciertas imágenes urbanas, así como la mitica-
ción de determinadas ciudades, que han pasado al imaginario colectivo
asociadas a metáforas y símbolos, e incluso a títulos de obras literarias
y artísticas, o a autores concretos.
Cada una de las imágenes individuales de las que habla Lynch, las
imágenes popularizadas por la literatura y el arte, la imagen derivada
El espacio urbano: de la metáfora a la signicación 17

de los hechos históricos, de los acontecimientos sociales, políticos o


culturales que han marcado la evolución de una ciudad se superponen
sobre el paisaje urbano, como capas que lo recubren, generando una
imagen de la ciudad compleja y, sin embargo, coherente y unitaria.
La ciudad aparece como testigo de la historia. En ella se pueden
leer –mediante lo que Sansot denomina “lectura arqueológica”– los
grandes hechos, las vivencias individuales y colectivas de los hombres
que han habitado y habitan el espacio urbano.
Les rues, les façades, les quartiers cessent d’être muets : non point parce qu’ils
transmettent un message venu d’ailleurs, mais parce qu’ils sont les témoins de
l’histoire individuelle et collective des hommes. Toute ville et toute la ville s’ex-
posent comme l’horizon indépassable de nos serments, de nos luttes et de nos
rencontres. (Sansot 1973: 48)

A diferencia del campo –que cubre el paso de los hombres, donde la tie-
rra y el tiempo borran sus huellas, su trabajo, su obra–, la ciudad queda
marcada por todos los actos del hombre. Hay numerosas pruebas del
pasado: los nombres de las calles, los monumentos conmemorativos,
los edicios históricos que se combinan con las nuevas construcciones,
los carteles y letreros, son indicadores de la historia y la evolución de
una sociedad.
Cada persona recorre la ciudad que tantas otras han pisado; pero, al
mismo tiempo, “dans une ville, chacun de nous a singulièrement cons-
cience de vivre une aventure propre [...]” (Sansot 1973: 16). La ciudad
nos habla a cada uno de nosotros a través de lugares que no pertenecen
a nadie, que han acumulado cantidad de presencias y que son compar-
tidos por todos los ciudadanos.
Algunos de estos lugares son puntos emblemáticos del paisaje
urbano, edicios o espacios que denen la imagen de una ciudad en
concreto; otros son lo que Sansot denomina “grandes lugares urbanos”
y, con frecuencia, inuyen de alguna manera en el trazado del itinera-
rio del paseante, en la lectura que éste hace del espacio de la ciudad,
como la presencia de una estación de tren, de un río o de una plaza.
En la enumeración de elementos que conguran la imagen de la ciu-
dad, podríamos equiparar estos lugares a lo que Kevin Lynch denomina
“mojones”.
18 Rocío Peñalta Catalán

Los mojones son otro tipo de punto de referencia, pero en este caso el observador
no entra en ellos, sino que le son exteriores. Por lo común se trata de un objeto
físico denido con bastante sencillez, por ejemplo, un edicio, una señal, una
tienda o una montaña. [...] Algunos mojones están distantes y es característico
que se los vea desde muchos ángulos y distancias, por arriba de las cúspides de
elementos más pequeños, y que se los utilice como referencias radiales. Pueden
estar dentro de la ciudad o a tal distancia que para todo n práctico simbolicen
una dirección constante. De este tipo son las torres aisladas, las cúpulas doradas
y las grandes colinas. [...] Otros mojones son fundamentalmente locales, siendo
visibles únicamente en localidades restringidas y desde determinados accesos
[...] detalles urbanos que caben en la imagen de la mayoría de los observadores.
Se trata de claves de identidad e incluso de estructuras usadas frecuentemente
[...]. (Lynch 2006: 63-64)
[...] la característica física clave [...] es la singularidad, un aspecto que es único
o memorable en el contexto. Si los mojones tienen una forma nítida se hace más
fácil identicarlos y es más probable que se los escoja como elementos signi-
cativos; y también si contrastan con su fondo y si hay una prominencia en la
situación espacial. (Lynch 2006: 98)

Muchos de estos “grandes lugares” –que pueden denir el carácter de


una ciudad o servir como punto de referencia– se caracterizan por las
funciones que desempeñan en el entramado urbano. La estación, la
plaza, el mercado, han sido construidos con un n determinado, para
cumplir un cometido concreto. La literatura ha recogido estas funcio-
nes, describiendo las actividades que se desarrollan en su interior y, en
este sentido, los libros de viaje ofrecen valiosos ejemplos.
Además de caracterizarse por sus funciones, estos lugares vienen
denidos por un foco central (cfr. Sansot 1973: 63) que permite identi-
carlos y diferenciarlos de los demás. En el interior de estos espacios o
edicios existe un elemento que resume la idiosincrasia de dicho lugar:
la sala de espera y el reloj en la estación de ferrocarril, la barra en el
bar, los bancos o la estatua en la plaza pública, etc.
Estos espacios emblemáticos de la ciudad generan un lenguaje
propio, un imaginario y unas ensoñaciones que se prolongan en la lite-
ratura y el arte, y que, en el contexto urbano, no afectan sólo al espacio
en cuestión, sino que también impregnan su alrededor. Los espacios
que rodean a la estación, al hospital, al cementerio tienen un carácter
propio, derivado de la fuerza de este elemento urbano, de la inuencia
que ejerce sobre los espacios aledaños.
El espacio urbano: de la metáfora a la signicación 19

Pero lo que diferencia a la ciudad de otros entornos no son las fun-


ciones que en ella se cumplen, pues la mayoría de ellas –trabajar, comer,
reunirse, descansar...– también se cumplen en los pueblos y en las civili-
zaciones tradicionales. La ciudad imprime su carácter en estas acciones.
Y no sólo la ciudad, sino cada uno de los grandes elementos del espacio
urbano. Como indica Pierre Sansot en La poétique de la ville, no es lo
mismo reunirse en un restaurante, en un café o en una calle. Es más, el
encuentro viene marcado y denido por el lenguaje propio de ese espa-
cio, por la manera de expresarse que ese lugar genera en los hombres
(Sansot 1973: 13).
La ciudad no sólo está formada por sus espacios; las personas tam-
bién forman parte del paisaje urbano. Su carácter social –o erótico, en
palabras de Roland Barthes– es uno de los rasgos que denen el espa-
cio urbano y lo oponen a un espacio no-urbano o rural. La ciudad es
un espacio social y de socialización; es un lugar de encuentro, de inter-
cambio, de desarrollo de las actividades económicas y de ocio, etc. Los
lugares públicos –el metro, las plazas, los mercados, los bulevares– son
los espacios en los que se cruzan todos los ciudadanos, independiente-
mente de su extracción social. Por otra parte, es apreciable la diferen-
ciación social entre unos barrios y otros, entre unos comercios y otros,
entre unos lugares de ocio y otros. Y es que todos los aspectos de la
sociedad se concentran y se reejan en el espacio urbano.
Pero volvamos a la lectura de la ciudad y a los distintos puntos de
vista posibles. Evidentemente, no leerán el espacio urbano de la misma
manera uno de sus habitantes y un viajero; ni tampoco el viajero que la
visita por primera vez y aquél que vuelve una y otra vez –como si de un
peregrinaje se tratara– a una ciudad por la que se siente especialmente
atraído.
Existen diferentes maneras de ser testigo de la ciudad; “il est des
témoignages différents qui en appellent à des expériences diverses”
(Sansot 1973: 20). Cada persona observa el espacio urbano de una
forma distinta, en función de sus obligaciones, del motivo que le impul-
sa a desplazarse por la ciudad, de su relación con la misma, de su expe-
riencia, de su conocimiento del paisaje urbano, etc. Evidentemente, no
interpretan de la misma manera su recorrido por la ciudad el taxista, la
prostituta, el policía, el mendigo, el jubilado o el topógrafo.
20 Rocío Peñalta Catalán

A través de la experiencia del paseo se aprehende el espacio urba-


no; pero la ciudad no se nos ofrece al primer vistazo. Para conocerla
no basta con identicar las funciones de cada uno de sus edicios. De
hecho, esto es relativamente sencillo, pues los hombres se han encar-
gado de inscribir estas funciones en los carteles y señales que inundan
la ciudad. Así, podemos identicar los negocios por sus letreros –su-
permercado, mercería, agencia inmobiliaria–; leemos los menús de los
restaurantes expuestos en sus puertas, los horarios de apertura y cie-
rre de los comercios, las tarifas de los transportes públicos en las para-
das de autobús y metro; sabemos que no se debe pisar el césped, que
está prohibido jar carteles en los muros, e incluso somos capaces de
leer las señales que regulan el tráco en la ciudad, a pesar de que se
trata de un código icónico no lingüístico. Todas estas informaciones,
disponibles al alcance de cualquiera que sepa leer o interpretar las se-
ñales, ofrecen datos útiles sobre el funcionamiento social y económico
de la ciudad. Sin embargo, la lectura de la ciudad que nosotros preten-
demos va más allá de este primer nivel.
El mensaje de la ciudad parece oculto, puesto que no se ofrece
abiertamente a todos los ciudadanos, según indicaban Barthes y Sansot.
Así, la ciudad, en muchas obras literarias, se convierte en el escenario
de una búsqueda o de una investigación. Un ejemplo evidente lo ofre-
cen las novelas policíacas. Sin embargo, son muchos los textos en los
que se produce una búsqueda en el marco del paisaje urbano; una bús-
queda de algo o de alguien, incluso de uno mismo. Y no es por azar que
los escritores sitúan esta búsqueda en una ciudad. El desciframiento, la
interpretación del espacio favorece el auto-conocimiento. La búsqueda
de uno mismo es una iniciación; por eso mismo, este recorrido por la
ciudad, descifrando las pistas que nos ofrece, se convierte en una expe-
riencia iniciática, sobre todo cuando el paseante entra en contacto con
la parte oscura, subterránea de la ciudad: “Cette confrontation avec les
aspects désagréables ou répugnants de la ville coïncide avec la mort
initiatique” (Sansot 1973: 56). El hombre busca las respuestas en estos
lugares, en el mercado, en los barrios obreros o periféricos, en el metro.
La ciudad ofrece un recorrido iniciático, como lo hacía el laberin-
to. En este espacio es fácil perderse, la ciudad obliga al paseante a vol-
El espacio urbano: de la metáfora a la signicación 21

ver sobre sus pasos, a buscar la salida, la respuesta, el centro. La ciudad


“nos hace pasar del extravío al conocimiento”1 (Sansot 1973: 56).
En muchos casos, la ciudad aparece como objeto de deseo. Guiado
por sus anhelos, el hombre penetra en la ciudad con el n de conquis-
tarla. Pero la ciudad es engañosa, y termina por atrapar al hombre, que
se pierde en el laberinto de sus calles. De este hecho se deriva un doble
simbolismo –positivo y negativo– del espacio urbano. La imagen posi-
tiva ha dado lugar a ciudades opulentas, protectoras y nutricias, que se
oponen a las generadas por la visión negativa de la urbe. De esta mane-
ra, a las ciudades felices y plenas como la Jerusalén celeste o la Roma
de la Eneida se oponen las ciudades incompletas o malditas: Sodoma,
Babel, la Gran Babilonia del Apocalipsis, Troya y Cartago (Dubois
1985: 168-169).
Todo este conjunto de imágenes, metáforas y símbolos generados
por la ciudad y que conguran el imaginario urbano queda reejado
en las obras literarias de los autores que han “leído” e interpretado el
paisaje urbano.
Podría pensarse que la gran metrópoli contemporánea, puesto que
tiende a perder su signicación y sus rasgos de identidad –convirtién-
dose en lo que Rem Koolhaas denomina “ciudad genérica”– y a dejar
de ser un espacio antropológico –que, según Marc Augé, es todo aquel
espacio identitario, relacional e histórico (Augé 1992: 69)– para con-
vertirse en un no-lugar, no será capaz de generar nuevas metáforas e
imágenes, no servirá como inspiración literaria. Sin embargo, no es así.
Es cierto que las grandes ciudades contemporáneas tienden a la homo-
geneización, tanto al eliminar cualquier apunte de originalidad en la
urbanización de los nuevos barrios periféricos –“La Ciudad Genérica
es fractal, una interminable repetición del mismo módulo estructural
simple” (Koolhaas 2006: 17)– como al asimilarse unas a otras.
Pero precisamente este hecho ha sido recogido por la literatura más
reciente, que presenta al individuo anónimo mezclado con la masa en la
gran ciudad, perdido entre los edicios de la metrópoli, en barrios en
los que ha perdido todo punto de referencia. A pesar de su carácter de
espacio de socialización, en la literatura contemporánea encontramos

1 La traducción es nuestra.
22 Rocío Peñalta Catalán

a menudo la imagen de la ciudad asociada a la soledad del hombre,


rodeado de individuos pero, aún así, aislado.
De la misma manera, los elementos urbanos privilegiados son di-
ferentes. Si hasta mediados del siglo XX era habitual encontrar en la
literatura descripciones de iglesias, o historias que transcurrían en
mercados, hoy en día son otros los elementos de la ciudad que cobran
protagonismo, y no es raro encontrar en las novelas de los últimos años
aeropuertos, ocinas o rascacielos. Asimismo, los espacios de la ciu-
dad moderna siguen estando presentes en la literatura contemporánea
aunque, en muchos casos, despojados de su signicación original y
transgrediendo sus funciones. El interés por estos procesos de transgre-
sión que originan diferentes metáforas e interpretaciones simbólicas se
ha puesto de relieve en trabajos realizados por investigadores de diver-
sos ámbitos que han sistematizado su labor en artículos y volúmenes,
como “Leer la ciudad: de lo urbano a lo poético” y “Topografías de lo
urbano” (Popeanga 2009: 19-55), La ciudad como escritura (Popa-
Liseanu y Fraticelli 2006) o Historia y poética de la ciudad (Popeanga
y Fraticelli 2002), entre otros.
Así, aunque la ciudad posmoderna haya perdido muchos de sus
rasgos de identidad, sigue siendo un espacio “legible” –como bien
puede apreciarse en la literatura y el cine actuales–, generador de múl-
tiples interpretaciones y signicados.

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