A lo largo de todo el curso tomamos como hilo conductor el procedimiento como
aspecto fundamental de la escritura. En el cuento, como pieza narrativa completa y autosuficiente ‒podría decirse quizá unidad mínima de la narrativa‒ puede apreciarse la importancia del procedimiento, pues cualquier exceso o falta en los varios aspectos de este tienen grandes repercusiones en el breve cuerpo del cuento. Es por esto que tratamos al cuento como un formato que brinda grandes beneficios al ejercicio narrativo: lograr la maestría en este nivel significa alcanzar un dominio satisfactorio del procedimiento, justamente porque su extensión reducida brinda el reto máximo en el espacio de tiempo más breve. Componer una novela es un trabajo largo, y en ella pueden descuidarse varios errores simplemente por la abundancia de elementos presentes. En el cuento, lo que sobre o lo que falte puede encontrarse en menos tiempo de trabajo. En el procedimiento revisamos varios elementos, sin embargo, no alcanzamos a agotar sus entresijos. Descubrimos que generalmente al escribir creemos que lo que sabemos es lo que sabrá instantáneamente el lector; que en la lectura encontrará todo lo que se quería transmitir en la escritura. Pero la verdad es que, podemos llegar a omitir aspectos importantes del gran escenario imaginado del cuento, de todas las características que tienen nuestros personajes, historia y peripecias, justamente porque ya los tenemos muy claros. Una escritura lacónica solo será válida si el mundo del cuento es, asimismo, lacónico. Del procedimiento aprendimos también que lo mejor es enfrentarlo como tal. La escritura del cuento es un arte, y como todas las demás artes, tiene un componente técnico fundamental. El procedimiento incluye tanto el dominio de este aspecto técnico, como las formas de despertar los elementos no técnicos, lo que podríamos llamar la sustancia de la narrativa. La forma exige un riguroso trabajo técnico, en que se enfrenten con claridad los rasgos formales de la obra. Pero para que esta forma desarrolle ficción, necesita contenido. El contenido en narrativa es lo que se quiere contar. La anécdota, el suceso, lo ocurriente*. Si no pasa nada, si lo que se quiere contar es irrelevante y solo se quiere hacer un ejercicio puramente formal, el resultado es muy similar al de presentar una secuencia de trabajo técnico de cualquier arte: un dibujante que expone trabajo de achurado, formas y sombreado; un pianista que solo toca escalas durante todo un recital; un escultor que talla mármol hasta deshacer completamente la roca. Los rasgos formales los comprendimos como un medio, como un instrumento para que aquello que queremos decir logre impactar al lector del mismo modo que nos impactó a nosotros, o aún más. En Muerte en los bosques, me admiró todo el procedimiento, de principio a fin, desde el aspecto técnico, hasta el aspecto del contenido. En los primeros párrafos el personaje narrador presenta a la protagonista de su historia desde la absoluta normalidad de su existencia. “Cualquier persona del campo o de una ciudad pequeña ha visto a ancianas así, pero nadie sabe demasiado de ellas”. Esta fórmula es muy similar a la de “Érase una vez”, pues comparte la misma obviedad y gancho: todo ha sido una vez, cualquiera ha visto a una anciana así; érase una vez algo que todavía no has escuchado, pero nadie sabe demasiado de ellas ‒aquí te contaré algo que yo sé. Desde esta advertencia de Perogrullo, se desarrollan los personajes y la historia, sin la más mínima omisión de contenido. Desde el ánimo afable del carnicero, hasta la típica naturaleza de los perros de campo, estos elementos van añadiendo significado por acumulación, pero también lo hacen por simpatía: son todas notas armónicas dentro de la historia, están elegidas de modo que juntas logren llevar el cuento en la dirección deseada. Este es un tema truculento: si no es conveniente decir menos de lo que se quiere comunicar, menos lo es decir más de lo que se quiere comunicar. Sobre la vida y pensamientos de la anciana se dice lo justo que conviene al resultado de su peripecia, pero añadir algún detalle excesivo sobre la vaca que no podía dar leche, como que se llamaba Rossie, les tenía miedo a los perros y bizqueaba cuando tenía hambre, es completamente irrelevante. Pero decir qué lleva exactamente en la bolsa, qué alimento compró y qué le dio el carnicero, sí es relevante. La orientación aquí la da, naturalmente, el contenido. Lo que se quiere contar, es lo que impresionó al personaje narrador, y por eso él lo cuenta de este modo. Lo que impresionó al narrador fue el destino de esta mujer, que durante toda su vida alimentó, a hombres y animales; todo lo que hizo involucró el alimento, y por lo tanto al hambre y a la angustia de esquivarla como sea. Entonces estos pequeños detalles, como qué lleva en su saco; qué le ocurrió en su vida ‒qué alimentó en ella esta persistencia en seguir adelante alimentando‒ y cómo esto la conduce lentamente a su destino; cómo este destino alimenta en él el deseo de contar la historia; cómo la imagen de su muerte le acompaña hasta en el momento en que replica la experiencia de los perros lunares en su propia vida; todos estos pequeños detalles son los que finalmente constituyen el cuento. El cuento está construido de pequeños decires, y es la elección de éstos, y cómo se organizan en cada vez mayores constelaciones de significado, lo que permite que el cuento cumpla con su cometido. Si este cuento logra con su objetivo, es porque la atención al procedimiento es completa, y la maestría del aspecto técnico es digna de un deseo de narrar algo excepcional.