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Los valores del patrimonio industrial

Javier Hernández Ramírez

U na de las novedades de la Ley del Patrimonio Histórico de Andalucía


aprobada en 2007 es la consideración del patrimonio industrial en su
título VII1. Con esta medida se quiere subrayar el importante legado
histórico que supone la industria en Andalucía, así como rectificar interpre-
taciones erróneas que describen a esta tierra como anclada secularmente en
actividades agropecuarias sin tradición industrial, lo que –por otra parte– se
convierte en un argumento frecuentemente utilizado para explicar y justificar
el presunto atraso de este pueblo. Frente a estas visiones tópicas, las numerosas
fábricas esparcidas por el solar andaluz testimonian la prolongada historia de
las actividades industriales, la relativa importancia del sector y la diversidad
productiva (Sobrino, 1998). De hecho, la antigüedad de algunas factorías re-
vela que Andalucía fue una de las cunas de la revolución industrial española y,
frente a la interpretación canónica de la desindustrialización, la historiografía
reciente demuestra la continuidad de la industria andaluza durante todo el siglo
XX, aunque no con la pujanza de otras regiones del estado español (González
de Molina. y Parejo 2004). A pesar de esta prolongada presencia industrial y
variedad de actividades, la crisis del sector se está traduciendo en un acelerado
proceso de abandono y ruina de buena parte de las instalaciones fabriles que
puede, en pocos años, borrar del mapa la huella tangible del pasado manufactu-
rero andaluz. Y no hay que tomarse a broma las consecuencias de este proceso,
porque la desaparición de las factorías puede contribuir a la pérdida de la memo-
ria histórica, es decir, a una amnesia colectiva sobre el pasado más inmediato y a

1. Ley 14/2007, de 26 de noviembre, del Patrimonio Histórico de Andalucía.

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difundir los tópicos mencionados arriba, que sitúan Andalucía como una tierra
marcada por la indolencia, la inactividad y el inmovilismo.
No hay duda de la importancia que representa el reconocimiento institu-
cional del valor de los testimonios materiales e inmateriales procedentes de la
actividad industrial andaluza. En este sentido, toda labor que se realice en pro
de la protección y recuperación de la memoria industrial es digna de aproba-
ción y apoyo. Sin embargo, la regulación de una nueva categoría denominada
patrimonio industrial puede traer consigo una cierta confusión teórica y prác-
tica respecto al patrimonio etnológico, que es una figura jurídica que ha estado
vigente en el ordenamiento andaluz desde su inclusión en la anterior Ley del
Patrimonio Histórico de Andalucía (Ley 1/1991 de 3 de Julio)2. A nuestro juicio,
la naturaleza de este posible desconcierto conceptual estriba en dos razones
fundamentales: en primer lugar, en la vaguedad de las definiciones oficiales de
ambas categorías; y, en segundo, en la tendencia a considerar que cada bien o
elemento patrimonial se debe encuadrar en un tipo específico y excluyente, ya
sea éste patrimonio histórico, etnológico, industrial o arqueológico.
La Ley andaluza vigente interpreta que el patrimonio industrial lo compren-
den destacados bienes vinculados a la actividad productiva, tecnológica, fabril
y de la ingeniería de la comunidad autónoma (Título VII, artículo 65). Por su
parte, el patrimonio etnológico se define como el conjunto de parajes, espacios,
construcciones o instalaciones que son expresiones relevantes de las formas de
vida, cultura, actividades y modos de producción propios de Andalucía (Título
VI, artículo 61). Hasta la inclusión de la nueva categoría patrimonial, las insta-
laciones industriales y el patrimonio inmaterial consustancial a las mismas eran
inscritos en el Catalogo General del Patrimonio Histórico Andaluz como patri-
monio etnológico. Como ejemplos más destacados podríamos citar la Fábrica de
Vidrio de la Trinidad en Sevilla y la Azucarera de Nuestra Señora del Rosario
de Salobreña ambas catalogadas como Lugar de Interés Etnológico y registra-
das en el catálogo andaluz en 2001 y 2008 respectivamente. Sin embargo, con la
aplicación de la Ley de 2007, las futuras inscripciones de fábricas y sus entornos
se catalogarán muy probablemente como patrimonio industrial.
En todo este proceso advertimos que se ha producido una artificiosa opo-
sición entre lo etnológico y lo industrial y, consecuentemente, una reducción
de los bienes susceptibles de ser reconocidos como patrimonio etnológico. De
acuerdo con esta operación y en relación con las actividades productivas, el va-
lor etnológico ha quedado asociado a un tiempo premoderno, mientras que lo
industrial se circunscribe a los modelos productivos surgidos en la modernidad
y desarrollados en etapas posteriores. Este enfoque implica la consideración de

2. Con anterioridad, la Ley de Patrimonio Histórico Español de 1985 (Ley 16/1985 de 25 de


Junio) ya dedicaba el Título VI al llamado entonces Patrimonio Etnográfico.

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que el valor etnológico está vinculado únicamente a producciones populares que


son exponentes de un modo de vida pasado, centrado en un mundo rural y agro-
pecuario, en el que sólo tienen cabida las artesanías, las cuales son interpretadas
como actividades preindustriales, es decir, como anacrónicas supervivencias del
pasado. Desde esta perspectiva quedarían excluidos del valor etnológico todas
las actividades industriales y los estilos de vida asociados al mundo del trabajo
fabril y a la vida en las ciudades y los barrios obreros, y se integrarían en el pa-
trimonio etnológico sólo los bienes y actividades considerados preindustriales o
“tradicionales”. Es ésta una inadecuada visión historicista del patrimonio etno-
lógico que lo interpreta como un tipo de patrimonio histórico, popular, de raíz
premoderna y sin uso o en peligro de desaparición (Moreno, 1991).
En esta mirada historicista, lo etnológico es producto de la sociedad tradi-
cional, y lo tradicional se entiende aquí como un tiempo anterior a la moderni-
dad, que es ajeno y opuesto al modo de vida urbano e industrial y a la realidad
contemporánea. Esta visión de lo tradicional –que suele acompañarse de una
idealización del pasado: rural, estático e idílico– contrasta con el uso antropo-
lógico que se hace del mismo concepto, que aplicado al patrimonio refiere al
conjunto de bienes y actividades que proceden del pasado y siguen vigentes en
la actualidad –a veces con gran dinamismo– o a los restos testimoniales de unas
actividades en proceso de transformación o abandono, pero que forman parte de
una memoria muy reciente y de la experiencia vital de muchas personas (Agudo,
1999), como es el caso del mundo industrial. Hay por tanto tradiciones vivas
–muy vivas en algunos casos– y otras tradiciones cercanas y presentes en la
memoria colectiva como la que refiere a los estilos de vida propios de los barrios
obreros y las relaciones sociales que tomaron como escenario el interior de las
factorías. Todas ellas, como expresiones culturales relevantes, que reflejan for-
mas de sociabilidad, actividades y modos de producción propios de Andalucía,
cuentan con valor etnológico.
El uso alternativo y excluyente que se hace de lo etnológico e industrial
implica la creación de un falso antagonismo en el que ambas categorías son tra-
tadas como conceptos separados que definen realidades distintas y que reflejan
otras oposiciones binarias, tales como las de moderno vs tradicional o artesanal
vs industrial, que en nada contribuyen a una correcta definición de los bienes
culturales. Asimismo, la asociación arbitraria entre lo etnológico y lo premoder-
no, y la interpretación de lo tradicional como aquello que viene del pasado y ha
desaparecido recientemente o se halla en trance de desaparición, reduce el re-
pertorio del patrimonio etnológico a manifestaciones culturales (fiestas, rituales,
saberes populares, gastronomías, etc.) y a actividades productivas (artesanales,
agropecuarias, cinegéticas, forestales, etc.) que se valoran como reliquias o como
exóticas supervivencias de un tiempo pasado. Esta concepción reduccionista

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–porque reduce lo etnológico a lo caducado– no se corresponde con la defini-


ción ampliamente respaldada desde la antropología social, que entiende que el
patrimonio etnológico lo comprenden bienes, espacios, conocimientos, expresio-
nes y actividades que son representativos y reconocidos como manifestaciones
relevantes de la cultura y los modos de vidas propios de un pueblo.
Lo etnológico refiere, por tanto, a un conjunto de valores que puede atesorar
cualquier bien o actividad, ya sea un monumento, un yacimiento arqueológico,
una fiesta o una factoría. Por ejemplo, el reconocimiento de una Catedral como
monumento implica tener en consideración sus valores históricos, artísticos y
etnológicos; sin embargo, a menudo no se consideran –o se valoran como as-
pectos externos– los significados simbólicos y usos sociales del bien, como por
ejemplo, los rituales y actividades ceremoniales que realizan en su seno las her-
mandades y que toman al templo como el centro simbólico que representa a la
ciudad y a la comunidad de hermanos. No obstante, estos aspectos inmateriales
del patrimonio son parte consustancial e indisociable del propio monumento,
porque constituyen el contexto social que le da contenido simbólico y reconoci-
miento como patrimonio colectivo. Un caso singular e innovador en este sentido
ha sido la catalogación del Palacio del Pumarejo de Sevilla como monumento
por atesorar simultáneamente y sin orden jerárquico los valores etnológicos, ar-
tísticos e históricos3. Aquí las instrucciones particulares que regulan la protec-
ción del bien integran en un mismo nivel tanto la conservación de los elementos
materiales del palacio del siglo XVIII como las actividades que se desarrollan en
el inmueble (artesanales, artísticas, residenciales, asociativas y comerciales) y
las acciones simbólicas y rituales festivos que tradicionalmente celebran los re-
sidentes de las viviendas colectivas del palacio. (Hernández, 2003). La cuestión
que aquí se plantea es la siguiente: ¿cómo valorar íntegramente un bien patri-
monial sin considerar sus usos, funciones y significados simbólicos?
En definitiva, el patrimonio cultural refiere a valores que pueden ser varia-
dos (históricos, artísticos y etnológicos fundamentalmente) por lo que el reco-
nocimiento de un bien exige la identificación de aquellos valores que reúne, evi-
tando su encorsetamiento en categorías estancas, cerradas y excluyentes como
patrimonio arqueológico, etnológico, artístico o histórico. Lo mismo ocurre con
el patrimonio industrial. Los valores que puede atesorar una factoría y su en-
torno pueden ser históricos, por cuanto las instalaciones y la memoria colectiva
de los procesos de trabajo y la vida en los barrios obreros refieren a un tiempo
pasado que –aunque ocurrió hace poco– ya no va a volver; pero el bien también
puede reunir valores artísticos, como revelan algunas monumentales obras de
ingeniería e instalaciones de fábricas, las cuales constituyen verdaderas proezas

3. BOJA 01/08/2003

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arquitectónicas por su grandiosidad y por la audacia de sus resoluciones. Del


mismo modo, los valores etnológicos están también en las industrias y sus en-
tornos sociales, por cuanto constituyen los contenedores de unas culturas del
trabajo y empresariales donde se han modelado formas de vida específicas. Las
queridas y odiadas fábricas han funcionado, además, como referentes simbólicos
que han definido y caracterizado a villas y asentamientos obreros, y que hoy
siguen singularizándolos en sus contextos urbanos como pruebas tangibles de
su pasado. En definitiva, hablar de patrimonio industrial y sólo tener presente
el valor arquitectónico de las factorías o la evolución tecnológica vivida en las
mismas supone aplicar una visión limitada que merece la pena revisarse, con-
templando la diversidad de valores que acumula cada bien.

La dimensión inmaterial del patrimonio de la industria


Hace ya un tiempo, en un excelente trabajo, el antropólogo Antonio Limón
indicaba que “es inseparable el martillo del golpe”. Con esta afirmación quería
transmitir la idea de que es un sinsentido hablar de patrimonio cultural sólo en
su dimensión material sin tener presente las acciones, los conocimientos y los
significados simbólicos que tienen los bienes en su contexto cultural. Está claro
que la oposición patrimonio material e inmaterial sólo tiene un sentido metodo-
lógico en las operaciones de análisis que hacemos los investigadores del patri-
monio, porque facilita la comprensión de los fenómenos y hechos culturales. Sin
embargo, la realidad se presenta integrada, porque es indisociable la acción del
objeto. Como bien explicaba Limón “es claro que el golpe no es un objeto, pero
también es claro que el martillo no sería nada ni podría definirse sin el golpe”
(1999:11).
Esta reflexión es interesante y muy útil para los investigadores del patrimo-
nio etnológico vivo, es decir, del patrimonio que tiene que ver con tradiciones
que provienen del pasado pero que siguen activas (en muchos casos con gran
dinamismo como ocurre con muchas fiestas y artesanías). Pero, ¿qué ocurre
cuando nos referimos al patrimonio histórico propiamente dicho y al patrimonio
etnológico que refiere a bienes y actividades que están en desuso? Me refiero al
conjunto de elementos del pasado que son testimonios relevantes de un tiempo
anterior distinto del actual, el cual ha dejado de existir. Lo que vemos de este
patrimonio es el objeto mueble o inmueble, y lo que más suele preocupar a los
profesionales del sector, la administración y a los grupos patrimonialistas de de-
fensa del patrimonio es su ruina y desaparición, porque constituye el testimonio
visible y tangible de un pasado que somos conscientes que ya no va a regresar.
Sin embargo, de forma más rápida y mucho menos perceptible se pierde el con-
texto técnico, social y cultural que dio sentido al objeto que hoy patrimonializa-
mos. Parafraseando a Limón, nos queda el martillo pero sin el golpe, que ya no
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vemos, porque sólo permanece como recuerdo en una memoria colectiva que se
desvanece muy rápidamente y de forma silenciosa.
Aunque en el caso de la industria nos referimos a un mundo cercano en el
tiempo, éste se aleja apresuradamente, siendo cada vez más irreconocible e in-
comprensible el legado industrial. Ahora sólo vemos las ruinas y los restos de las
factorías que se nos presentan como fragmentos descontextualizados e incom-
prensibles de una antigua unidad que no sabemos recomponer, porque corres-
ponden a un pasado irreconocible, cuyo contexto sociocultural se ha extinguido.
La recuperación del sentido de estas ruinas implica recomponer los fragmentos,
lo que significa investigar sobre la memoria colectiva de las vivencias en el inte-
rior de los procesos de trabajo y en los núcleos residenciales contiguos habitados
por los trabajadores y sus familias. Profundizar sobre la dimensión intangible
de este patrimonio para así completar las piezas que faltan del puzzle es vital
para proteger el patrimonio industrial, porque carece de sentido atender sólo
a la arquitectura de las instalaciones y la tecnología empleada sin visibilizar y
reconocer la experiencia acumulada en dichos contextos sociales y productivos.
Sin embargo, parece que la urgencia se dirige a la preservación de los bienes ma-
teriales y a la recuperación de los llamados paisajes industriales. De hecho, gran
parte de la intervención pública sobre este patrimonio –ya sea en forma de planes
o inventarios– incide sobre todo en esta dimensión material que con un enfoque
conservacionista se orienta a la recuperación de máquinas y tecnología y, sobre
todo, a la restauración de las factorías y su entorno territorial, ignorando o pres-
tando escasa atención al sustrato sociocultural que le ha dado contenido.

¿Qué tiene de etnológico el patrimonio industrial?


Desde la antropología del patrimonio se considera que, junto a las huellas mate-
riales del trabajo que son las fábricas, las máquinas y las herramientas, existen
tres niveles en la valorización del patrimonio etnológico asociado a actividades
fabriles tanto modernas como premodernas que son las culturas del trabajo, los
paisajes productivos y el grado de identificación simbólica de la sociedad con los
centros manufactureros y sus producciones más emblemáticas.
El concepto culturas del trabajo hace referencia a la experiencia vivida en los
procesos de trabajo, la cual genera conocimientos técnicos y profesionales, pero
también una particular mirada sobre el mundo –una cosmovisión– que se mate-
rializa en prácticas sociales específicas tanto en el lugar de la producción como
fuera (Palenzuela,1995). La particular inserción en los procesos de trabajo im-
pregna de sentido las percepciones y comportamientos de los individuos dentro
de la esfera laboral y en los espacios cotidianos. Dada la relevancia del concepto,
el estudio de las culturas del trabajo es fundamental para el conocimiento y la
subsiguiente puesta en valor del patrimonio generado por la industria, porque
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permite profundizar en una amplia gama de aspectos y reconstruir la memoria


colectiva de la experiencia vivida en los enclaves productivos y residenciales
colindantes.
Los saberes técnicos constituyen un aspecto fundamental de las culturas del
trabajo. Al desaparecer la actividad también desaparecen muchos de los oficios
industriales que constituyen un saber de gran interés tecnológico acumulado a
lo largo de varias generaciones. Estos conocimientos en riesgo de desaparición
constituyen un patrimonio cultural en peligro, que puede pasar al olvido con
los últimos especialistas industriales, los cuales podrían considerarse auténticos
tesoros humanos vivos, pues son los herederos sin descendencia y los depositarios
de unos conocimientos que están en trance de desaparición y de una memoria
aún viva, pero que agoniza4. Este patrimonio en peligro merece la pena ser
conservado, protegido y puesto en valor, lo que justifica una acción de tutela
pública que asegure su preservación, a través de la investigación antropológica
y la difusión de la actividad. En este sentido, la Ley andaluza del patrimonio
(14/2007) es muy sensible al señalar como elementos de especial protección
“aquellos conocimientos o actividades de carácter técnico, fabril o de ingeniería
que estén en peligro de desaparición” (Título VII. artículo 67).
Pero, como decíamos, el ámbito productivo no es el único marco donde estas
culturas del trabajo se expresan, sino que también hay que tener presente que
el trabajo interviene como un factor que genera valores e ideologías que dan
contenido a las relaciones sociales y modelan los patrones de sociabilidad y las
distintas formas de asociacionismo. Esta incidencia de las culturas del trabajo
en la realidad cotidiana fue mucho más evidente e intensa en las villas y barrios
obreros contiguos a instalaciones industriales: en esos mundos de sirenas y mo-
nos azules marcados por la actividad productiva tan cercanos en el tiempo y tan
distintos de la realidad postindustrial contemporánea (Hernández, 1999).
Asimismo, las luchas obreras en el interior de las factorías y la expresión de
la protesta en la calle son comportamientos también impregnados por los va-
lores e ideologías de las culturas del trabajo que forman parte de una memoria
social a menudo silenciada y olvidada, pero también fracturada y reinterpretada
por algunos de sus actores que la convierten en el discurso hegemónico. La
reconstrucción de las distintas memorias del trabajo, de las relaciones sociales

4. La UNESCO indica que “los Tesoros Humanos vivos son individuos que poseen en sumo grado
las habilidades y técnicas necesarias para producir determinados elementos de la vida cultural
de un pueblo y mantener la existencia de su patrimonio cultural material… En consecuencia, la
preservación de estos bienes culturales intangibles implica la preservación y transmisión de las
destrezas y las técnicas necesarias para realizarlos. Esto sólo puede llevarse a cabo otorgando un
reconocimiento especial a quienes poseen estas destrezas y técnicas en grado máximo”, www.
unesco.org.

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en fábricas y barrios, así como de las protestas obreras, según sus distintos
protagonistas, permite conocer la complejidad del mundo industrial, su riqueza
cultural, así como huir de esencialismos y visiones monolíticas (Florido, et al
2009). Quienes vivieron en los escenarios industriales son los depositarios de
las diversas memorias del trabajo, de los conflictos y tensiones laborales, de la
experiencia cotidiana y de las particulares prácticas sociales. Reconstruir sus
historias de vida permite interpretar la singularidad de cada realidad industrial
y conocer la específica atmósfera de los enclaves industriales. Pero son precisa-
mente estos aspectos inmateriales los rasgos de este patrimonio de la moderni-
dad que corren mayor peligro de desaparición por olvido.
El valor etnológico del patrimonio de la industria tiene que ver también
con los significados simbólicos que representan los paisajes industriales y las
factorías, y con aquellos productos característicos y tradicionales que gozan de
mayor proyección exterior. Es cierto, como señala Juan José Castillo, que “el
contenedor no basta, o apenas dice nada una vez que se ha vaciado, una vez que
se ha convertido en un baldío industrial” (2004:11), sin embargo, un aspecto a
menudo olvidado es que las fábricas y sus entornos pueden alcanzar un gran
valor simbólico para las poblaciones de su entorno, el cual persiste y muchas
veces se intensifica cuando la actividad ha cesado. En estos casos, los vestigios
materiales de actividades industriales aún en pie, actúan como pruebas mate-
riales de la historia reciente vinculando a las poblaciones con su pasado más
inmediato. Con frecuencia, cuando la actividad industrial ha declinado total o
parcialmente, dejando de funcionar como la principal base económica de un en-
clave determinado, las viejas fábricas son patrimonializadas por sectores de la
población que demandan la recuperación de la memoria y el uso público de las
instalaciones como centros de sociabilidad e incluso como espacios de la memo-
ria y de presentación de este patrimonio. Algunos casos que ilustran lo que ve-
nimos diciendo los encontramos en la ciudad de Sevilla. Por ejemplo, una serie
de organizaciones vecinales del popular barrio del Cerro del Águila –el cual ha
estado vinculado prácticamente desde su origen a Hilaturas y Tejidos Andalu-
ces (HYTASA)– promovió el cambio de denominación de su principal avenida re-
bautizándola con el nombre de la factoría y, al mismo tiempo, reivindicaron con
éxito la transformación de una nave abandonada de la fábrica como Centro Cí-
vico. La relación histórica entre HYTASA y el Cerro del Águila fue el argumento
utilizado para legitimar esta reapropiación de las instalaciones industriales para
los vecinos que, bajo el discurso de las entidades, eran indiscutiblemente los
genuinos depositarios con independencia de que hubieran trabajado o no en
la factoría (Hernández, 1999). Algo parecido se produce en la actualidad en el
también sevillano barrio del Retiro Obrero, donde una entidad vecinal patrimo-
nialista lidera un movimiento ciudadano que reivindica la protección integral de

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las instalaciones de la Fábrica de Vidrio de la Trinidad, así como la adaptación


de sus dependencias en un complejo deportivo, social y museístico que ponga en
valor las actividades y la memoria colectiva de la factoría y su entorno.
El fenómeno también se produce con respecto a los productos finales más
significativos, los cuales pueden adquirir un significado colectivo para el con-
junto de la población de una localidad con independencia de que los miembros
de la colectividad se hayan empleado o no en las fábricas. De este modo un tipo
de producto específico puede llegar a constituir la imagen más significativa, la
seña de identificación, de una población determinada. Esta situación se suele
producir especialmente en localidades donde se ha desarrollado de forma tradi-
cional, es decir, continuada en el tiempo, una actividad singular y diferenciada
con respecto a las existentes en su entorno comarcal o regional. Especialmente
en estos casos, el producto –o su memoria– se transforma en el símbolo (o uno
de los símbolos) de la sociedad local.

Consideraciones finales
Atender a los valores etnológicos del patrimonio de la industria puede contribuir
a frenar la tendencia al olvido, que es una de las características de nuestra ace-
lerada sociedad postmoderna, postfordista o postindustrial (Connerton, 2009).
La puesta en valor de estos valores etnológicos del patrimonio de la industria
puede, además, aportar un sentido de continuidad histórica, de singularidad y de
identidad a las poblaciones con tradición industrial.
Integrar de forma holística los distintos valores que reúnen los paisajes in-
dustriales implica contrarrestar y superar dos visiones –a mi juicio erróneas–
que están presentes en la política patrimonial de distintas administraciones pú-
blicas. Me refiero al reduccionismo sustancialista y al fetichismo tecnológico. El
primero se traduce en un excesivo énfasis en la protección de lo material (ins-
talaciones, estructuras, infraestructucturas, equipamientos), el desinterés o una
escasa atención por la dimensión inmaterial o etnológica, que lleve a conservar
tan solo fragmentos materiales al margen de su contexto histórico y sociocul-
tural (Homobono, 2008). Por su parte, el fetichismo tecnológico consiste en una
especie de fascinación o deslumbramiento por la tecnología y las máquinas, que
puede conducir al olvido de las dimensiones humanas y sociales y hacer desapa-
recer a los trabajadores de los escenarios productivos.
Me gustaría concluir reiterando una vez más que investigar sobre la plurali-
dad de valores que reúnen los bienes y actividades industriales y reconstruir las
memorias colectivas de las poblaciones protagonistas de un pasado cercano pero
que se aleja con rapidez son actividades imprescindibles que deberían anticipar-
se a cualquier intervención sobre el patrimonio industrial. Para esta empresa
es preciso establecer un sólido nexo entre la investigación y la puesta en valor
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del patrimonio. Este un reto sólo puede abordarse mediante la convergencia de


enfoques y metodologías y la colaboración de profesionales de diferentes disci-
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