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Michael T.

Taussig

El diablo y el fetichismo de la
mercancía en Sudamérica

NUEVA IMAGEN
ÍNDICE

P arte I
El fetichism o: el tropo m aestro

1. El fetichism o y la deconstrucción dialéctica 17


2. El diablo yel fetichism o de lam ercancía 30

P arte II
L as p lantaciones del Valle del C auca en C olom bia

3. La religión esclava y el surgim iento del cam pesinado


libre 65
4. D ueños y cercas 101
5. El diablo y la cosm ggénesis del capitalism o • 129
6. La polución, la contradicción y la salvación 151
7. El bautism o del dinero y el secreto del cap ital 168

Parte til
Las m inas de estaño bolivianas

8.El diablo en las m inas 187


9.La adoración de la naturaleza 201
10.El problem a del mal 218
11.L a iconografía de la naturaleza y de la conquista 233
12.La transform ación de la m inería y la m itología
m inera 253
13. R itos de producción cam pesinos 271
14. La m agia m inera: la m ediación del fetichism o
de la m ercancía 281

C onclusión 238

B ibliografía 293
PREFACIO

Mi objetivo en este libro es poner de relieve la im portancia social


del diablo en el folclor de los trabajadores contem poráneos de
las plantaciones y las m inas en A m érica del Sur. El diablo es un
sím bolo estupendam ente ad ecu ad o de la alienación que ex p eri­
m entan los cam pesinos, cuando pasan a las filas del proletariado,
y es sobre todo en los térm inos de esa experiencia donde fundo
mi interpretación. El contexto histórico y etnográfico me lleva a
preguntarm e: ¿CQál es la relación entre la im agen del diablo y el
desarrollo capitalista?, ¿cuáles las contradicciones de la ex p e­
riencia social en las que interviene el fetiche del espíritu del m al?,
¿hay una estructura de conexiones entre el p o d er redentor del
anticristo y el poder analítico del m arxism o?
Para responder a estas preguntas he tratado de sacar a la luz
la historia social del diablo desd e la conquista española, en dos
áreas de intenso desarrollo capitalista: las plantaciones de azúcar
del occidente de C olom bia y las m inas de estaño de Bolivia. Un
resultado de esta investigación (que aparece con mayor claridad
en las m inas pero que es igualm ente pertinente para las p lanta­
ciones) es que el diablo sim boliza algunos rasgos im portantes de
la historia política y económ ica. Es virtualm ente im posible se ­
parar la historia social de este sím bolo de la codificación sim bó­
lica de la historia que lo crea.
El diablo fue traído al N uevo M undo por el im perialism o
europeo, y aquí se m ezcló con las deidades paganas y con los
sistem as m etafísicos representados por esas deidades. Y sin
em bargo, eran tan distintos de los europeos com o distintos eran
los sistem as socioeconóm icos indígenas. B ajo estas circunstan­
cias, ia im agen del diablo y la m itología de la redención llegaron
para m ediar entre las tensiones dialécticas corporizadas en la
conquista, y la historia del im perialism o.
T anto en las plantaciones co m o en las m inas, el papel del
diablo en el folclor y los rituales asociados con la producción
proletaria es m arcadam ente diferente del que existe en las áreas

u
cam pesinas vecinas. En am bas regiones el proletariado salió del
cam pesinado local, cuya experiencia del consum ism o y cuya
interpretación de la proletarización están sum am ente influidas
por sus persp ectiv as precapitalistas de la econom ía. D entro del
proceso de proletarización, el diablo surge com o una figura
poderosa y com pleja, que m ediatiza maneras opuestas de valorar
la im portancia hum ana de la economía.
En las culturas occidentales y sudam ericanas existe una m i­
tología abundante relacionada con el hombre que se aparta de la
com unidad para ven d er su alm a al diablo a cam bio de riquezas,
que no sólo no son de utilidad, sino que son precursoras de
desesperación, destrucción y muerte. ¿Qué es lo que sim boliza
este contrato con el diablo? ¿La antiquísim a lucha entre el bien
y el mal? ¿La inocencia de la pobreza y la m aldad de la riqueza?
Más que todo esto, el legendario contrato con el diablo es una
denuncia de un sistem a económ ico que obliga a los hom bres a
trocar sus alm as por los poderes destructivos de los artículos de
consum o. De la plétora de sus significados, interrelacionados y
con frecuencia contradictorios, el contrato diabólico es notable
en este aspecto: el alm a del hom bre no se puede com prar ni
vender, pero, en determ inadas condiciones históricas, la hum a­
nidad se ve am enazada por esta form a de trueque com o un m edio
de subsistencia. Al hacer un recuento de esta fábula de! diablo,
el hombre ju sto enfrenta la lucha del bien y del mal en térm inos
que sim bolizan algunas de las contradicciones m ás agudas de las
econom ías de m ercado. El individuo queda dislocado de la
com unidad. La riqueza existe paralelam ente a una pobreza aplas­
tante. Las leyes económ icas triunfan sobre las de orden ético. El
objetivo de la econom ía es la producción, no el hom bre, y los
artículos de consum o gobiernan a sus creadores.
Hace m ucho que el diablo se borró de la conciencia del m undo
occidental; no obstante, los problem as sim bolizados en un co n ­
trato con él siguen siendo tan conm ovedores com o siem pre, no
importa cuánto hayan sido oscurecidos por un tipo nuevo de
fetichismo donde los artículos de consum o aparecen com o su
propia fuente de valor. Es contra esta ofuscación, el fetichism o
de la m ercancía, que se dirigen tanto este libro com o las creencias
diabólicas. El concepto de fetichism o de la m ercancía, según lo
adelantara Karl M arx en E l capital, es básico para mi decons-
trucción del espíritu del mal en las relaciones capitalistas de
producción. El hecho de plasm ar el mal en un fetiche con la
im agen del diablo es una im agen que m ediatiza el concepto entre
los m odos precapitalistas y capitalistas de objetivar la condición
hum ana.
La Parte I de este libro tiene que ver con la historia social de
los esclavos africanos y sus descendientes en las plantaciones
azucareras del occidente de Colom bia. Junto con mi com pañera*
y colaboradora A nna Rubbo. pasé casi cuatro años en esa área y
sus alrededores. Trabajam os sobre todo com o antropólogos, y
nos vim os involucrados en la organización política de los cam ­
pesinos m ilitantes, que floreció allí a principios de la década de
1970. Tal experiencia y la inform ación etnográfica que pudim os
reunir en todo ese tiempo, constituyen ¡a base de la prim era m itad
de este trabajo. Sin la ayuda de A nna y la colaboración activa de
los cam pesinos y jornaleros involucrados en esa lucha, este libro
no se hubiera podido escribir. Gran parte del C apítulo 3 ya
apareció previam ente zn M a rxist Perspectives (verano de 1979),
y el C apítulo 6 contiene buena parte de un artículo que publiqué
en C om parative Studies in Society and H istory (abril de 1977).
La Parte II trata de la im portancia del diablo en las m inas de
estaño de B olivia, y aquí tuve que apoyarm e fuertem ente en los
escritos de otros. Me fueron especialm ente im portantes los va­
liosos trabajos de June Nash, Juan Rojas, John Earls, José María
A rguedas, Joseph Bastien y W eston La Barre, quienes están
citados en la Bibliografía. T engo una deuda de gratitud con ellos
y con muchos otros, a los que me referiré progresivam ente en las
páginas siguientes.
Q uiero expresar mi agradecim iento a las siguientes institu­
ciones, que desde 1970 financiaron mi trabajo de cam po en el
occidente de C olom bia: la U niversidad de Londres, el Program a
de Becas para A reas Extranjeras, la Fundación W enner-G ren, la
F undación N acional de Ciencias y la Escuela R ackham de Estu­
dios para G raduados de la U niversidad de M ichigan, en Ann
A rbor. Deseo dar especialm ente las gracias a David Perry, de la
U niversidad de C arolina del Norte, por su m eticuloso trabajo de
edición.

• E n e s p a ñ o l e n el o r ig in a l.
Y el Señor dijo a Satanás: “¿De dónde vienes
tú ? " Y Satanás contestó al Señor diciendo: "De
haber recorrido la Tierra y de haber caminado
mucho por ella".

JOB 2:2

E l hecho de articular el pasado históricamente,


no significa reconocerlo “como era en reali­
dad" (Ranke). Significa aferrarse a un recuerdo
cuando éste centellea en un momento de p e li­
gro. E l materialismo histórico desea retener esa
idea d e l pasado que inesperadamente se le apa­
rece al hombre, recogida p or la historia en un
m om ento de peligro. El peligro afecta tanto al
contenido de la tradición como a sus recepto­
res. L a misma amenaza pende sobre ambos: la
de transformarse en una herramienta de las
clases dominantes. En cada era debe renovarse
el intento de alejar a la tradición del conformis­
mo que está a punto de ahogarla. El M esías
llega no sólo como redentor, sino como sojuz­
gador del Anticristo. Unicamente tendrá el don
de relegar al pasado ¡a chispa de la esperanza,
aquel historiador que esté firm em ente conven­
cido que ni siquiera los muertos estarán a salvo
del enemigo, si es que vence. Y este enemigo no
ha hecho más que salir airoso.

“Tesis sobre la filosofía de la historia”


W a l t e r B e n ja m ín

De esta forma, la antigua concepción dentro de


la cual siem pre aparece el hombre (no importa
lo mezquinamente localista, religiosa o política
que sea la definición) como el objetivo de la
producción, parece mucho más exaltada que el
mundo moderno, donde la producción es el fin
del hom bre y la riqueza el objetivo de la pro­
ducción.

Formaciones económicas precapitulistas


K a r l M a rx
Parte I

EL FETICHISMO: EL TROPO MAESTRO

De manera que, com o la metafísica racional


enseña que el hom bre pu ed e ser todas las cosas
si las llega a comprender, esta metafísica ima­
ginativa m uestra que el hom bre puede ser todas
las cosas en tanto y cuanto no las comprenda;
y quizás la proposición última sea m ás cierta
que la prim era, puesto que cuando el hombre
entiende, expande su m ente e jn c o rp o ra las
cosas, pero cuando no comprende, ja c a las co­
sas de s í m ism o y se convierte 'ch ellas, trans­
form ándose a s í mism o en ellas'. '

GlAMBATTISTA Vico, La ciencia nueva


1. EL FETICHISMO Y LA DECONSTRUCCIÓN
DIALÉCTICA

Este libro intenta interpretar lo que son para nosotros, en el


m undo industrializado, las ideas exóticas de algunas personas
del m edio rural de C olom bia y B olivia sobre el significado de
las relaciones capitalistas de producción e intercambio a las que
se ven em pujados todos los días. Estos cam pesinos consideran
com o vividam ente antinaturales, e incluso com o m aldades, co­
sas que casi todos nosotros, en sociedades basadas en los artícu­
los de consum o, hem os llegado a aceptar como naturales en el
m ovim iento económ ico cotidiano, y por lo tanto en el m undo en
general. Esta representación aparece únicam ente cuando se los
proletariza, y se refiere solam ente al tipo de vida que se organiza
a partir de las relaciones capitalistas de producción. Ni aparece
ni se refiere a la form a de vida de los cam pesinos.
Todo trabajo de interpretación incluye elem entos de incertí-
dum bre y debe dejar de lado la intelectualidad. Porque, ¿cuál
verdad es la que se despliega con la interpretación propia? ¿No
es en el fondo únicam ente una intrusión entre lo que no es
fam iliar y lo que sí lo es? Evidentem ente, ésta es la práctica más
honesta y quizás más grandiosa del intérprete; sin em bargo, al
enfrentarnos con sus im plicaciones, concluim os que la interpre­
tación de lo poco conocido en térm inos cotidianos, im pugna a lo
que de por sí es fam iliar. La verdad de la interpretación yace en
su estructura intelectual de contrastes, y su realidad es esencial­
m ente autocrítica.
De esta forma, aunque este trabajo se centra en las reacciones
culturales del cam pesinado frente al capitalism o industrial, es
tam bién, e inevitablem ente, un intento esotérico de ilum inar de
m anera crítica las formas en que aquellos de nosotros, acostum ­
brados hace m ucho a la cultura capitalista, llegam os a un punto
donde esta fam iliaridad nos persuade de que nuestra forma
cultural no es histórica, no es social, no es hum ana, sino natural,
“cosificada" y tísica. En otras palabras, es un intento que nos fue
im puesto ante la confrontación con las culturas precapitalistas,
para explicar la o bjetividad quim érica con la cual la cultura
capitalista o culta sus creaciones culturales.
El tiem po, el espacio, la m ateria, la causa, la relación, la
naturaleza hum ana y la sociedad m ism a, son productos sociales
creados por el hom bre, al igual que lo son los distintos tipos de
herram ientas, sistem as de cultivo, vestim entas, casas, m onu­
mentos, idiom as, m itos y dem ás, que el género hum ano ha
producido desde los albores de la existencia. Pero para sus
participantes, todas las culturas tienden a representar estas c ate ­
gorías no com o si fueran productos sociales, sino más bien com o
objetos elem entales e inm utables. Tan pronto como se definen
tales categorías com o productos naturales y no sociales, la m is­
ma epistem ología actúa para ocultar la com prensión del orden
social. N uestra ex periencia, nuestro entendim iento, nuestras e x ­
plicaciones, sirven sim plem ente para ratificar las convenciones
que sustenta nuestro sentido de la realidad, a menos que enten­
dam os hasta qué punto tos “ ladrillos” básicos de nuestra ex p e ­
riencia y de la realidad que tenem os incorporada, no son natura­
les sino construcciones sociales.
En la cultura cap italista, esta ceguera frente a la base social
de las categorías esen ciales, hace que la lectura social de cosas
supuestam ente natu rales resulte altam ente sorprendente. Esto se
debe al carácter p ecu liar de las abstracciones relacionadas con
la organización de m ercado de los asuntos humanos: las cuali­
dades esenciales de los seres hum anos y sus productos, pasan a
convertirse en m ercancías, en cosas que se com pran y se venden
en el m ercado. C om o ejem plo, hay que tomar el trabajo, y la
cantidad de tiem po que se trabaja; para que opere nuestro sistem a
de producción industrial, las capacidades productivas de la gente
y sus recursos naturales deben organizarse en m ercados y deben
racionalizarse según los cálculos de costos: la unidad de produc­
ción y la vida hum ana se rom pen en subcom ponentes cuantifi-
cables más y m ás pequeños. El trabajo y la actividad de la vida
misma, pasan entonces a ser algo separado de la vida que se
abstrae en una m ercancía del tiem po de trabajo, que se puede
com prar y v ender en el m eicado de trabajo. Esta m ercancía
parece ser sustancia] y real. Ya no un a abstracción: parece ser
algo natura] e inm utable, aunque no se trata más que de una
convención o una construcción social que surge de una forma
específica de personas organizativas referidas unas a las otras y
a la n aturaleza. Yo tom o este proceso com o un paradigm a del
proceso de hacer un objeto en una sociedad cap italista industrial:
específicam ente, conceptos tales com o el tiem po de trabajo,
están ab straíd o s del contexto social y ap arecen com o cosas
reales.
N ecesariam ente, una sociedad basada en el consum o produce
tal o b jetiv idad oculta, y al hacerlo, oscurece sus raíces: las
relaciones entre la gente. Esto term ina por ser una paradoja
instituida socialm ente con m anifestaciones que lo dejan a uno
perplejo, sien do la principal de ellas la negación p or parte de los
m iem bros de la sociedad, de la construcción social de la realidad.
O tra m anifestación es la actitud esquizoide co n la que los m iem ­
bros de una sociedad de este tipo enfrentan .necesariam ente los.
objetos o cu lto s que así se abstrajeron de la vida social, actitud
que m uestra ser profundam ente m ística. Por un ládo, estas abs­
tracciones se atesoran com o objetos reales afines a cosas inertes,
m ientras que por el otro, se les considera com o entidades an im a­
das con una fuerza vital propia, sem ejantes a espíritus o a dioses.
D esde que estas “co sas” perdieron su conexión original con (a
vida social, paradójicam ente aparecen com o entidades tanto
inertes com o anim adas. Si la prueba de una inteligencia superior
radica en la capacidad de tener dos ideas opuestas al m ism o
tiem po, reteniendo sin em bargo la capacidad de funcionar, e n ­
tonces se puede decir que la mente m oderna ha pasado la prueba.
Pero éste es un testim onio de la cultura, no de la m ente. E.E.
E vans-P ritchard nos da una versión de la categoría del tiem po
en un pueblo cuya sociedad no está organizada con base en la
producción de artículos de consum o y al intercam bio entre
m ercados: se trata de los nuer del A lto Nilo.

Si bien hablé del tiem po y de las unidades de liempo, los Nuer no


tienen ninguna expresión equivalente a “liem po" en nuestro idioma,
y por lo tanto, no pueden, como nosotros, hablar del tiempo como si
fuera algo tangible, que pasa, que se puede perder, se puede ahorrar
y dem ás. No erco que experimenten la misma sensación de ir contra
el liem po o de tener que coordinar actividades que insuman un paso
abstracto del tiempo, porque sus punios de referencia son sobre lodo
las actividades mismas, que por lo general son de earáclcr despreo­
cupado. Los hechos siguen un orden lógico pero no están controlados
por un sistem a abstracto, no habiendo entonces puntos de referencia
autónom os a los que las actividades deban atenerse con precisión.
Los N uer son afortunados (1940: 103).

Para esta gente, el tiem po no se abstrae de la tram a de las


actividades de la vida, sino que está im buido en ellas. No se trata
del tiem po que marca el reloj sino de lo que podríam os llam ar
tiem po hum ano: el tiem po es igual a relaciones sociales. Sin
em bargo, de acuerdo con lo que ilustra E vans-Pritchard, abstrae­
m os y dam o s realidad al tiempo. De acuerdo con lo que pone de
relieve E .P. T hom pson, usando el mism o ejem plo, para nosotros
es una abstracción pero tam bién es una sustancia: pasa, se le
puede desaprovechar, se le puede ahorrar, etcétera (1967). Lo
que es m ás, está anim ado: es así que hablam os de ir contra él. El
tiem po se transform a en una cosa abstraída de las relaciones
sociales por el carácter específico de ellas, y tam bién se trans­
form a en un a sustancia anim ada. Esto lo tomo com o una ilustra­
ción p articu lar del fetichism o del consum o, según el cual los
productos de la interrelación de las personas ya no se ven com o
tales, sino com o cosas que están por encim a, que controlan, y
que en alg ú n sentido vital, hasta pueden producir personas. La
tarea que nos espera es la de liberarnos del fetichism o y la
objetividad oculta con que la sociedad se oscurece a sí m ism a,
para ponernos en contacto con el éter de la naturalidad que
confunde y disfraza las relaciones sociales. La apariencia “natu­
ral” de tales cosas debe ser expuesta com o un producto social
que puede determ inar por sí mism o la realidad; así, la sociedad
puede llegar a ser el cerebro de su propia inm olación.
En otras palabras, en lugar de plantear la típica pregunta
antropológica de por qué la gente de una cultura diferente
responde com o lo hace, en este caso frente al desarrollo del
capitalism o, debem os preguntar acerca de la realidad relaciona­
da con nuestra sociedad. Porque es ésta la pregunta que nos
im ponen con sus reacciones fantásticas ante nuestra realidad
nada fantástica, si es que tenem os el buen sentido de prestar
atención. Al transform ar de esta m anera la pregunta, posibilita­
mos que los inform antes de los antropólogos gocen del privilegio
de explicar y divulgar sus propias críticas contra las fuerzas que
están afectando a su sociedad -fu erzas que em anan de las nues­
tras. Al dar este único paso nos libram os de la actitud que define
la curiosa sabiduría folclórica en térm inos de tabulaciones y
supersticiones. Al m ism o tiem po, nos sensibilizam os al carácter
supersticioso e ideológico de los mitos centrales y de las catego­
rías de nuestra propia cultura, que otorgan un significado tanto
a nuestros productos intelectuales com o a nuestra vida cotidiana.
Y es con la incom odidad que dicha sensibilidad engendra, que
nos vem os forzados a tom ar conciencia del lugar com ún y de lo
que entendem os com o natural. No tenem os otra salida que dejar
de lado el velo de naturalidad que tendim os com o un paño
m ortuorio sobre el proceso de desarrollo social, oscureciendo
precisam ente el rasgo que lo distingue del proceso de desarrollo
natural: el com prom iso de la conciencia hum ana. De esta form a
nos vem os em pujados a desafiar la norm alidad dada a nuestra
m odelada sociedad en los dom inios de la naturaleza. Ésa es
nuestra práctica. ■ '
Mi m otivación para escribir nace tanto de los efectos de
cuatro años de trabajo de cam po, com o de haberm e visto invo­
lucrado en la vida del sudoeste de Colom bia desde principios de
la década de 1970, y de mi creencia que la traducción de la
historia condicionada socialm ente y de la calidad hum ana de las
relaciones sociales en hechos de la naturaleza, desensibiliza a la
sociedad y la despoja de todo lo que es esencialm ente crítico de
su form a interna. Aun así, esta traducción es ubicua en la
sociedad m oderna y en ningún lado resulta m ás notable que en
las “ciencias sociales", donde el modelo de las ciencias naturales
se ha transform ado en un reflejo natural, desplegado a nivel
institucional com o la estrategia rectora para com prender la vida
social, aunque finalm ente sólo consigue petrificarla. Mi tarea,
por lo tanto, consiste en im pugnar este despliegue, com unicando
algo del “sentim iento" de experiencia social que oscurece el
paradigm a de las ciencias sociales y, al hacerlo, construir una
crítica que se dirija contra la petrificación de la vida social,
originada por las doctrinas positivistas, a las que considero
reflexiones nada críticas de la apariencia disfrazada de la so cie­
dad.
E nfrentado con este modo de com prensión m oderno, resulta
dem asiado fácil deslizarse a otras formas de idealismo, lo mism o
que a nostalgias no críticas por los tiempos pasados, cuando las
relaciones humanas no se consideraban relaciones-objeto, su je­
tas a estrategias de m ercado. Porque la etnografía con laq u e trato
corresponde en gran m edida a lo que se llama “sociedades
precapitalistas” , estos peligros se transform an en problem as
acuciantes; porque tales form aciones sociales seducen con faci­
lidad, y precisam ente de esta form a problem ática, a la mente
entrenada y p ulida por las instituciones capitalistas. Puesto co n ­
tra las im ágenes bajo las que se presenta la sociedad capitalista,
la vida precapitalista puede atraer (o asustar), com o resultado de
su idealism o aparente y el encantam iento de su universo por los
espíritus y fantasm as que m uestran el curso del m undo y su
redención. Lo que es más, las sociedades precapitalistas adquie­
ren la carga de ten er que satisfacer nuestras añoranzas alienadas
por una Época D orada perdida.
Frente a los paradigm as explicativos insatisfactorios y sin
duda políticam ente m otivados que fueron insinuados en las
fibras m entales de la sociedad capitalista moderna -s u m ateria­
lism o m ecánico y sus form as alienadas de religión y n ostalgia-,
cualquier estrategia en contrario disponible para el esclareci­
miento de la realidad, ¿no responde de alguna form a sutil a sus
ideas rectoras, sus pasiones dom inantes y a su propio encanta­
miento? C om o yo lo veo, esta pregunta es al m ism o tiem po
necesaria y utópica. Es esencial plantear el desafío, pero es
utópico creer que podem os im aginar una salida de nuestra cul­
tura sin actuar de una m anera práctica que logre alterar su
infraestructura social. Por esta razón, lo que yo llam o crítica
negativa es todo lo que es posible, apto y exigible a nivel
intelectual. E sto im plica que nos adherim os a un m odo de
interpretación que está incesantem ente consciente de sus proce­
dim ientos y categorías; de esta forma, nuestro pensam iento está
expuesto a sí m ism o com o un proceso de autocrítica en escalada,
donde la propia conciencia se establece finalm ente en el reino
de los fenóm enos concretos que iniciaron nuestro estudio y
condujeron a sus prim eras abstracciones y distorsiones em píri­
cas. Pero sí el m odo de com prensión que aceptam os es una red
de descripciones asum idas de lo concreto que se ensancha per­
manentem ente, tam bién debe quedar claro que, según insistiera
Fredric Jam eson, esta autoconciencia debe ser agudam ente sen­
sible a las raíces sociales y al historicism o de las abstracciones
que em pleam os en cada una de las etapas del proceso (1971).
Esta autoconciencia prefigura el concepto de cultura y la
teoría de la percepción que utilizo, en el mismo sentido de la
interpretación tem prana de la epistem ología m arxista d e S id n e y
H ook:

Lo que se ve en la percepción depende tanto del que lo percibe como


de las causas antecedentes de la percepción. Y puesto que la mente
toma conocim iento de un mundo que ya tiene un largo desarrollo
histórico, lo que ve, su reacción selectiva, el alcance y forma de su
atención, debe explicarse no sólo com o hechos físicos o biológicos,
sino también como hechos sociales (1933: 89).

O bviam ente, es el carácter peculiar y específico de las rela­


ciones sociales en una sociedad de m ercado lo que propició, si
no la ceguera, sí la insensibilidad ante esta posición, de m anera
que el alcance y la form a de la atención de la m ente se explicaran
únicam ente com o factores físicos o biológicos, y no sociales. En
otras palabras, el factor social trabaja en nuestro consciente para
negarse a sí m ism o y para consum irse en lo físico y lo biológico.
En el trabajo antropológico de F ran z B oas, encontram os más
apoyo para el concepto de cultura que yo pretendo usar. Al hacer
el elogio de uno de los prim eros escritos de B oas, G eorge W.
Stocking, hijo, dice que dicho escritor

ve los fenómenos culturales en térm inos de la imposición .sobre el


flujo de la experiencia de la significación convencional. Los ve como
si estuvieran condicionados históricamente y como si se transmitie­
ran por medio del proceso de aprendizaje. Los ve como factores
determinantes de nuestra propias percepciones del mundo exterior
(1968: 159).

Pero la concepción de Boas está despojada de la tensión que


se im parte por el significado de la historia m oderna, que condi­
ciona el proceso de aprendizaje. No se trata solam ente de que
nuestra percepción está históricam ente condicionada, de que el
ojo se transform a en un órgano de la hisioria, de que las sensa­
ciones sean una forma de actividad y no sim ples copias carb ó n i­
cas pasivas de los factores externos, sino que la historia que
inform a de estas actividades tam bién inform a a nuestro propio
entendim iento de lo que vem os y de la historia m ism a. Y el
legado m ás enérgico y em palagoso de la historia que m odela
nuestra experiencia, y por lo tanto nuestras herram ientas co ncep­
tuales, son sin duda las relaciones alienadas de la persona con la
naturaleza, de la subjetividad con su objeto, y las relaciones que
están form adas por las clases sociales, por la producción de
m ercan cías y por el intercam bio de m ercado. Las abstracciones
que pondrem os a consideración sobre cualquier fenóm eno con­
creto , reflejarán por necesidad estas relaciones alienadas, pero
estando al tanto de esto y de sus im plicaciones, y llevándolo a
nivel consciente, podemos elegir si es que vam os a continuar
d isfrazan d o las categorías irreflexivam ente, com o m anifestacio­
nes de lo natural, o si las vam os a revelar en toda su intensidad
co m o el producto en evolución de las relaciones hum anas m u­
tuas, aunque escondidas por su apariencia esencializada en una
so cied ad basada en la producción de artículos de consum o.
El reconocim iento de esta elección es la prim era necesidad
del dialéctico sensible a la historia, que a p a rtird e allí procederá
a v er la form a de escapar a ¡a validación socialm ente sellada de
los hechos sociales como entidades físicas y autónom as afines a
las co sas inm utables y naturales. Marx lucha con esta paradoja
en su análisis de los bienes dé consum o tanto en cuanto cosa y
com o relación social, de donde deriva su concepto de fetichismo
de la m ercancía como una crítica a la cultura capitalista: la
apariencia anim ada de las m ercancías aporta un testim onio a la
apariencia cosificada de las personas, apariencias que se desva­
necen una vez que queda aclarado que las definiciones de hom ­
bre y de sociedad están inspiradas en el m ercado. En forma
sim ilar, Karl Polanyi zahiere la mentalidad de mercado y la manera
m ercantil de ver el m undo bajo el concepto de ficción consum is­
ta. E s una ficción, dice, que la tierra y e\ trabajo sean cosas que
se producen para vender. “El trabajo no es m ás que otro nombre
para una actividad humana que va con la vida m ism a”, y “tierra
no e s m ás que otro nombre para !a naturaleza, que no está
producida por el hom bre" (1957: 72). Sin em bargo, en una
socied ad organizada con base en el m ercado, esta ficción se hace
realidad , y el sistem a de nom bres que Polanyi crea, pierde su
significado. En su forma de m ercado, la sociedad engendra esta
realidad ficticia, y es con estas abstracciones o sím bolos que nos
vem os forzados a operar y a com prender al m undo.
Sin em bargo, para triunfar sobre estas concepciones im pues-
las al pensam iento por la organización mercantil de la realidad,
no basta con estar consciente de que la apariencia esencializada
de los producios sociales sim boliza las relaciones sociales. Pues­
to que en una sociedad así los sím bolos adquieren propiedades
peculiares, las relaciones sociales así significadas distan m ucho
de ser transparentes; a m enos que incluso nosotros nos dem os
cuenta de que las relaciones sociales sim bolizadas en las cosas
tam bién están d istorsionadas y ocultan en sí m ism as com ponen­
tes ideológicos, todo lo que habrem os logrado será la sustitución
de un ingenuo m aterialism o m ecánico por un idealism o objetivo
igualm ente ingenuo (“ análisis sim bólico”), que concretiza los
sím bolos en lugar de las relaciones sociales. Las relaciones
sociales que lee el analista en los sím bolos, las representaciones
colectivas y los objetos que llenan nuestra vida diaria son con
frecuencia convenciones sobre las relaciones sociales y la natu­
raleza humana de que la sociedad hace alarde como su verdadera
esencia. Creo que esto es particularm ente claro con Emile Durk-
heim y los neodurkheim ianos com o Mary D ouglas, quien analiza
los sím bolos y las representaciones colectivas com o em anacio­
nes de algo que llaman “estructura social”; concretan la estruc­
tura, y al hacerlo, aceptan desde un punto de vista acrítico la
proyección distorsionada de la mism a sociedad. El punto es que
podem os abandonar el m aterialism o m ecánico y tom ar concien­
cia de que los hechos y las cosas de alguna manera están ahí
com o signos de relaciones sociales; entonces buscam os el signi­
ficado de esos signos. Pero a m enos que entendam os que las
relaciones sociales así significadas son tam bién signos y com po­
nentes sociales definidos por categorías de pensam iento que
tam bién son producto de la sociedad y la historia, seguirem os
siendo víctim as y apologistas de la sem iótica que intentam os
entender. Para quitarle la piel a la cualidad ficticia y disfrazada
de nuestra realidad social, el analista tiene la tarea m ucho más
ardua de trabajar a través de la apariencia que adquieren los
fenóm enos, no tanto com o sím bolos sino como el producto de
su interacción con las categorías de pensam iento históricam ente
producidas que les han sido im puestas. Karl Marx nos llam a la
atención sobre este asunto cuando escribe que los signos o

caracteres que sellan los productos como mercancías, y cuyo esta­


blecimiento es un acto prelim inar necesario para la circulación de
las mismas, han adquirido la estabilidad de las formas naturales ya
comprendidas de la vida social, ames de que el hombre busque
descifrar no ya su carácter histórico, puesto que a sus ojos son
inmutables, sino su significado (1967, 1: 75).

AI m ediatizar diestram ente las categorías de autovalidación


de su época, los econom istas políticos dieron voz y voto a un
sistem a sim bólico bajo la apariencia de un análisis económ ico.
El significado d el valor, sim bolizado por el dinero, presupuso
para ellos la v alidez universal y natural de los signos y las
abstracciones engendrados por el m ecanism o del m ercado. Ellos
presupusieron un m undo consum ista, y dicha presuposición
todavía persiste com o la form a natural de considerar la vida
social. El ojo hum ano, condicionado por la historia y la sociedad,
supone que sus percepciones son reales; a menos que realice un
gran esfuerzo, no puede contem plar su percepción com o un
m ovim iento de pensam iento que ratifique los signos por medio
de los cuales la historia m ism a se expresa. Pero para el crítico
que pueda m antenerse fuera de este sistema de signos m utua­
mente convincentes, la form a de dinero del mundo de las m er­
cancías es el sig n o que encubre las relaciones sociales escondi­
das en las abstracciones q u e la sociedad toma como fenóm enos
naturales.
C om o las culturas de que trata este libro no están organizadas
como m ercado sin o que están dom inadas por éste, se nos brinda
una oportunidad para ad op tar esta mism ísima postura. C iertas
realidades hum anas se hacen más claras desde la periferia del
sistem a capitalista, facilitándonos echar a un lado la com pren­
sión consum ista de la realidad. M arx expresó este potencial que
se encuentra al alcance del antropólogo, como una fuente de gran
poder para d esm otivar los lazos de significado que engendraran
la producción de artículos de consum o en las m entes de sus
participantes. “T o d o el m isterio de las m ercancías”, escribió en
el fam oso capítulo sobre el fetichism o de la mercancía, en el cual
atacó las categorías principales de pensam iento burgués, “ toda
la m agia y la necrom ancia que rodea a los productos del trabajo
en tanto que tom an la fo rm a de m ercancías, tan pronto com o
llegam os a otras form as de producción, se desvanecen”.
Con la ayuda de algunas de estas “otras formas de produc­
ción”, este libro intenta interpretar las formas capitalistas de
com prensión de la realidad social. Mi estrategia consiste en
detectar ciertas reacciones fantásticas y m ágicas para nuestra
realidad nada fantástica, com o parte de una c ritica al m odo de
producción m oderno. Seria un error destacar la cualidad exótica
de las reacciones de estos cam pesinos, si a cau sa de un acento
de este tipo pasam os por alto las creencias sim ilares y las
condenas éticas que caracterizaron buena parte del pensam iento
económ ico en la historia de la cultura occidental hasta fines de
la Edad M edia, incluso quizás más allá. D esde A ristóteles,
pasando por las enseñanzas de los prim eros p ad res cristianos
hasta los escolásticos, se puede encontrar una hostilidad sim ilar
hacia la usura, la explotación y el intercam bio desigual. Sin
em bargo, esta hostilidad se intensificó y se asoció con la creencia
en el diablo apenas a fines de la E dad M edia, precisam ente
cuando surgía el capitalism o.
Las socied ad es en el um bral del desarrollo capitalista, inter­
pretan necesariam ente ese desarrollo en térm inos de creencias y
prácticas prScápitalistas'. En ninguna otra parte esto es tan ev i­
dente com o en las creencias folclóricas de los cam pesinos,
m ineros, navegantes y artesanos invplucrados en el proceso de
transición. Su cultura, com o su trabajo, conecta orgánicam ente
el alm a con la m ano, y el m undo de seres encan tad o s que ellos
crean parece tan intensam ente hum ano com o las relaciones que
entran en sus productos m ateriales. La nueva experiencia de la
producción de artículos de consum o fragm enta y desafía esa
interrelación orgánica. Sin em bargo, el significado de ese m odo
de producción y de las contradicciones que ahora plantea, inevi­
tablem ente se asim ila a m odelos que están preestablecidos en la
cultura del grupo. Esos patrones cam biarán, seguram ente, pero
sólo cuando la econom ía consum ista haya creado una epistem o­
logía nueva donde el alm a m ism a pase a ser ya sea una m ercancía
o un espíritu profundam ente alienado y se instale el desencanto;
sólo cuando el nuevo espíritu, el espíritu del capitalism o, d esp la­
ce a las creaciones de la im aginación que en el m undo precapi-
talista dan significado a la vida, cuando se asim ilen las nuevas
“reglas del ju e g o ”, las fabulaciones que en g en d ra el consum o
podrán estar sujetas a tipos muy diferentes d e form aciones
fantasiosas. En resum en, el significado del cap italism o estará
sujeto a sig nificado s precapitalistas, y el conflicto que se exprese
en una confrontación de este tipo será el del hom bre que sea
considerado com o el objetivo de la producción, y no la p ro d u c­
ción com o el objetivo del hombre.
Si bien las percepciones que son intrínsecas a una reacción de
este tipo parecen gastarse inevitablem ente con el tiempo y la
institucionalización progresiva de las estructuras capitalistas, y
el sentido com ún acepta eventualm ente las nuevas condiciones
con naturalidad, ciertos cuerpos de pensam iento y enorm es
m ovim ientos sociales las m antuvieron vivas y en funcionam ien­
to com o una fuerza m undial crítica. El m arxism o y los m ovi­
m ientos m arxistas revolucionarios de la era m oderna, represen­
tan la “racionalización" de la prim era afrenta capitalista con la
expansión del sistem a capitalista. T aw ney estaba ju stificado en
este sentido cuando se refería a M arx com o “el últim o de los
escolásticos” . Al rem arcar esta generalidad entre el m arxism o y
la hostilidad precapital ista frente al florecim iento de la econom ía
de m ercado, no debem os olvidar que tam bién com parten rasgos
epistem ológicos, lo m ism o que una m oralidad anticapitalista y
un elogio de la ética de los productores. Esta base epistem ológica
com ún-es pasada por alto con dem asiada facilidad, precisam ente
porque es este nivel de pensam iento y cu ltu ra el que más se da
por sentado, aunque tenazm ente afecta y guía la interpretación,
incluyendo la interpretación del m arxism o mismo.
El m arxism o, como generalm ente se le ha com prendido en
O ccidente, se vio profundam ente influido por la corriente del
pensam iento m oderno a la que com únm ente se hace referencia
con el nom bre de positivism o, y aún más com únm ente (aunque
más vividam ente) com o vulgar m aterialism o. Los conceptos
m ecanicistas de ontología y epistem ología, a través de los cuales
la realidad se entiende com o átom os m ateriales que interactúan
según leyes m atem áticas, han ido m inando progresivam ente el
ím petu crítico del m arxism o, que al principio estaba basado en
un com prensión sintética y dialéctica de la realidad según la
tradición hegeliana, bien que agudam ente calificada por la idea
de que el contenido de la lógica es histórico. Si en algún m om en­
to m idiéram os la total significación de la hostilidad y la percep­
ción de falta de naturalidad que puede engendrar el capitalism o
entre su nueva fuerza de trabajo, habríam os de retornar a esta
tradición del método histórico y dialéctico que subraya el papel
de ia conciencia en el desarrollo social, a fin de conferirle una
conciencia crítica al desarrollo social.
Si hoy en día hay un objetivo fundam ental, recom endable
desde una óptica intelectual y moral en la m isión que es la
antropología - “el estudio del hom bre”- no es solam ente qu e el
estudio de otras sociedades revele en qué form a se ven influidas
por la nuestra, sino que al m ism o tiempo tales investigaciones
nos proporcionen alguna facultad crítica con qué evaluar y
com prender las suposiciones sacrosantas e inconscientes que se
construyen y surgen de nuestras formas sociales. Es co n esta
claridad m ental que se han escrito las páginas que siguen y que
tratan de la visión del hom bre y la naturaleza que nos revelan
estos pueblos rurales de A m érica del Sur, que hoy en día ex p e­
rim entan el cam bio hacia su proletarización.
2. EL DIABLO Y EL FETICHISMO
DE LA MERCANCÍA

En dos áreas rurales de A m érica del S ur muy separadas entre sí,


a m edida que los cam pesinos cu ltivadores pasan a ser asalariados
sin tierras, invocan al diablo com o parte del proceso de m antener
o increm entar la producción. S in em bargo, cuando se trata de
cam pesinos que trabajan su tierra según sus propias costum bres,
esto no sucede. Es solam ente cuando se los proletariza que el
diablo cobra tal trascendencia, no im porta cuán pobres y necesi­
tados sean estos cam pesinos, ni cuán deseosos estén por aum en­
tar la producción. M ientras que la im aginería de Dios o de los
espíritus de la fertilidad de la naturaleza dom inan el rasgo
distintivo del trabajo dentro del m odo de producción cam pesino,
el diablo y el mal sazonan las m etafísicas del m odo de produc­
ción capitalista de estas dos regiones. Este libro es un intento de
interpretación del significado y de las im plicaciones de este
contraste estupendo.
Entre los cam pesinos '''.froamericanos desplazados que están
em pleados com o asalariados en las plantaciones de caña de
azúcar, de rápida expansión, ubicadas en el extrem o sur del valle
tropical del C auca en C olom bia, hay algunos que supuestam ente
hacen contratos secretos con el d iab lo con el fin de increm entar
su producción y, en consecuencia, su salario. Se dice que tales
contratos tienen consecuencias perniciosas para el capital y la
vida hum ana. Lo que es más, se cree que es inútil gastar el salario
ganado por m edio de contratos con el diablo en bienes de capital
tales com o la tierra o el ganado en pie, porque estos salarios son
esencialm ente infructuosos: la tierra se volverá estéril, y los
anim ales no prosperarán y m orirán. De igual m anera, la caña de
azúcar, fuerza vital en el inventario de la plantación, tam bién se
vuelve infructuosa: ya no crecerá cana del retoño que haya sido
cortado por un cortador que haya form alizado un pacto con el
diablo. A dem ás, m uchas personas dicen que el individuo que
hace el contrato, invariablem ente un hombre, va a morir prem a­
tura y dolorosam ente. L a ganancia m onetaria a corto plazo, en
las nuevas condiciones de trabajo asalariado, está m ás que co m ­
pensada con los su p uesto s efectos a largo plazo de esterilidad y
muerte.
De m anera un tanto sim ilar, los cam pesinos indios que trab a­
jan com o asalariados en las m inas de estaño de las tierras altas
de B olivia, han creado rituales grupales para el diablo, a quien
consideran com o el dueñ o verdadero de las m inas y el m ineral.
Se dice que hacen esto p a ra m antener la producción, para en co n ­
trar ricas vetas del m ineral y para reducir los accidentes (N ash,
1972; C ostas A rguedas, 1961, 2: 303-304). A unque se cree que
el diablo sustenta la producción, se le> considera tam bién com o
un espíritu codicioso em p eñ ad o en la muerte y la destrucción.
Lo m ism o que en las plantaciones colom bianas- de caña de
azúcar, el diablo es a q u í un soporte de la producción o del
aum ento de ésta, p ero se cree que, en últim a instancia, esta
producción destruye la vida.
Q uiero destacar qu e en am bas áreas y en am bas industrias
existe una notable m ilitancia política y conciencia de izquierda.
Previam ente a la reciente opresión y reorganización de la fuerza
de trabajo, un alto porcen taje de los trabajadores de las planta­
ciones del Valle del C auca pertenecían a sindicatos agresivos y
diestros. Las huelgas y las ocupaciones eran cosa com ún. La
m ilitancia de los m in ero s bolivianos es legendaria. D esde su
inicio en 1945, el sin d icato de m ineros viene controlando todo
el m ovim iento obrero boliviano (K lein, 1969: 19); June N ash
dice, por ejem plo, q u e com o resultado de las luchas políticas
perm anentes, los trab ajad o res de la mina San José constituyen
uno de los sectores m ás concienzudam ente politizados de la clase
obrera latinoam ericana (1972: 223).

I n t e r p r e t a c io n e s

¿Se podrá interpretar la creencia en el diablo, con sus ritos


asociados, com o una respuesta a la ansiedad y al deseo frustrado?
Esta interpretación de la m agia y de la religión es sum am ente
popular y tiene un lin aje prestigioso en la antropología. A m p lian ­
do las ideas establecidas por E.B. T aylor y J.G . Frazer, M aii-
nowski planteaba que la m agia era una seudo ciencia, a la que se
invocaba para aliviar la ansiedad y la frustración cuando los
vacíos de conocim iento y las lim itaciones de la razón subyuga­
ban a los pueblos poseedores de una cultura precienrífica. Para
abreviar, la m agia se debe explicar por su función im plícita o por
su utilidad.
S in em bargo, este m odo de interpretación es inaceptable
porqu e presupone casi todo lo que necesita ser explicado: los
m otivos ricam ente detallados y’ la configuración precisa de los
detalles y significados que constituyen las creencias y ritos en
cuestión. A dem ás, distrae poderosam ente la atención del signi­
ficado interno de estos fenóm enos. Todo esto se vuelve obvio si
hacem os la siguiente pregunta sobre la creencia en el diablo y
los ritos consecuentes: ¿por qué se elige este grupo especial de
ideas, con su significado m arcado y su riqueza m itológica propia,
en estas circunstancias y en este tiem po, en vez de otro grupo de
ideas y prácticas? H abiendo planteado esta pregunta, sugerim os
un m odo de interpretación diferente. Las creencias que nos
ocupan evolucionan a partir de un conflicto en el m undo del
significado, de una cultura que lucha creativam ente para organi­
zar nuevas experiencias con una visión coherente que se vivifica
con im plicaciones para actuar sobre el m undo. Las creencias
m ágicas son reveladoras y fascinantes, no porque sean instru­
m entos de utilidad mal concebidos, sino porque son ecos poéti­
cos de la cadencia que guía el curso recóndito del m undo. La
m agia lleva el idioma, los sím bolos y la intangibilidad hasta sus
lím ites extrem os, para explorar la vida y luego cam biar sus
destinos.
O tra explicación plausible de las creencias en el diablo es que
éstas form an parte de una ética social igualitaria que quita
legitim idad a aquellas personas que ganan m ás dinero y tienen
m ás éxito que el resto del grupo social. A l im putarle al triunfador
un alianza con el diablo, se le im pone una restricción a los
em prendedores en potencia. Esto va bien d e acuerdo con la
opinión am pliam ente difundida según la cual la envidia es el
m otivo de la brujería, y tam bién va de acuerdo con la im agen del
“bien lim itado” que G eorge Foster le atribuye a las com unidades
cam pesinas de América Latina (1960-1961; 1965). Según él, la
visión del mundo que poseen estas com unidades toma las cosas
buenas de la vida como pocas y finitas; de esta forma, si una
persona adquiere más cosas buenas de lo que se acostum bra, esa
persona, en efecto, se las está quitando a las dem ás. Ahora, si
bien puede ser muy plausible sugerir que hay una ideología
igualitaria asociada a las creencias diabólicas, ésta no basta para
explicar la naturaleza específica de las creencias en cuestión. Así
com o resulta defectuosa una explicación que reduzca estas
creencias a una em oción com o.la ansiedad, de igual forma toda
explicación que use Ja función o ias consecuencias nos dirá poco
o nada sobre las m etáforas y los motivos que las culturas han
elaborado en respuesta a su nueva condición social. Para citar
algunos problem as iniciales, podem os observar que con respecto
a los asalariados del Valle del Cauca, se dice que únicam ente los
hom bres hacen contratos con e¡ diablo referidos a la producción.
¿Qué es lo que nos puede decir la im agen del “bien lim itado”
acerca de esta diferencia de sexos? Y lo que es aún más im por­
tante, ¿qué com prensión crítica puede otorgársele al hecho de
que los contratos con el diablo se den únicam ente cuando existen
condiciones de trabajo proletario y n o dentro del m odo de
producción cam pesino? En las minas de estaño de Bolivia, bien
puede ser que ¡os ritos del diablo ayuden a restringir la com pe­
tencia entre los m ineros, pero ése es un tema profundam ente
com plejo y no debería desdibujar la cuestión de que estos ritos
se refieren a la relación político-económ ica global de las ciases
en conflicto y al carácter y significado del trabajo.
El punto no puede soportar una aplicación dem asiado general,
pero habría de tener en cuenta que las clases de interpretaciones
funcionalistas que no me term inan de satisfacer, tienen cierta
afinidad con el capitalism o y con la epistem ología capitalista:
precisam ente las form as culturales contra las cuales las creencias
en el diablo parecen querer presentar pelea. El rasgo crucial de
tales modos de interpretación es reducir un cúm ulo de relaciones
sociales y com plejos intelectuales, a la única abstracción m eta­
física de la utilidad. Como plantearon M arx y Engels en The
G erm án Ideology (1970: 109-114), y como m uchos otros escri­
tores como Louis D um ont (1977) lian repetido desde entonces,
este m odo de satisfacer una investigación precede en m ucho a
sus propiedades utilitarias y pasa al frente con la victoria de la
burguesía en las revoluciones inglesas del siglo X V I I . M arx y
Engels sugirieron que las interpretaciones se hacen con el único
criterio de la utilidad, porque en la sociedad burguesa m oderna
todas las relaciones están subordinadas en la práctica a la única
relación m onetario-com ercial abstracta. Las relaciones reales de
la gente en situaciones de intercam bio com o hablar o amar,
su puestam ente no tienen el significado que les es p e cu liar-d icen
M arx y E n g e is- sino el de ser la expresión y Ja m anifestación de
alguna tercera relación que les es atribuida: la utilidad. De ahí
que estas relaciones se vean com o disfraces de la utilidad. No se
les interpreta por lo que son, sino com o la ganancia que propor­
cionan al individuo que disfraza su interés. Esto puede verse
com o una explotación de sentido intrínseco y com o una reduc­
ción de ¡a relación a individuación, que son bastante análogas a
la visión m undial de la burguesía y a la conducta práctica social
según la criticara M arx y según Foster las supone para los
cam pesin o s de A m érica Latina. C om o observara Chandra Jaya-
w ardena en su crítica del concepto de Foster, la aseveración, para
la m ente del cam pesino, de que todas las cosas buenas de la vida
existen en form a finita y escasa, no es m ás que la aseveración
del principio de escasos recursos, y se incorporó como axiom a a
la teoría económ ica m oderna, desarrollada y aplicada original­
m ente a la organización capitalista (1968).
H abría que agregar aquí que en las situaciones que nos
ocu p an , en Colom bia y Bolivia, los trabajadores y los cam pesi­
nos tienen plena conciencia de que el “ pastel” económ ico es
susceptible de crecer y que está haciéndolo. Para sus mentes no
es el “bien ” lo que está limitado. A lo que ponen objeciones es
a cóm o se expande y no a la expansión p e r se. C onsiderando el
interés reciente en las econom ías occidentales desarrolladas por
el “cero crecim iento” y por el “crecim iento descuidado”, esto
requiere de alguna elaboración, especialm ente a partir de la
frecuente aseveración de que las econom ías cam pesinas y “pri­
m itiv as” están basadas en un m odelo de cero crecim iento. Sea
esto verdad o no, es tan im portante llam ar la atención sobre el
carácter del crecim iento, com o necesario es llam ar la atención
sobre su tasa de aum ento o su estancam iento. A ristóteles, uno de
los prim eros estudiantes sobre el tem a, era de la clara opinión
que el modo, y no tanto la tasa de crecim iento, era lo crucial para
el bienestar social. Como parafrasea Eric Roll en su com entario
sobre la crítica de Aristóteles contra el hecho de hacer dinero y
el “ capitalism o": “ El propósito natural del intercam bio, la má.s
abundante satisfacción de los deseos, se ha perdido de vista; la
acum ulación de dinero pasa a ser un fin en sí m ism o” (1 9 73:33);
más que servir de atractivo al cero crecim iento, esto evidencia
claram ente una inquietud por el carácter y las causas del creci­
m iento económ ico. D e esta form a, tenem os una o posición entre
“la m ás abundante satisfacción de los deseos” por un lado, y la
acum ulación de d inero com o un fin en sí m ism o, por el otro.
D esde este punto de vista, el crecim iento es tan legítim o para una
econom ía de valores d é uso o satisfacciones esperadas, com o lo
es para una econom ía basada en ganancias de dinero y acum u­
lación de capital. No es el crecim iento p e r se lo que causa la
inquietud, sino el carácter y la inm ensa significación hum ana de
una sociedad que apunta a la acum ulación por sí m ism a.
En vez de reducir las creencias en el diablo al deseo de
ganancias m ateriales, a la ansiedad, al “ bien lim itad o ” y dem ás,
¿por qué no verlas com o son, en toda su intensidad y con todos
sus detalles, com o la respuesta de la gente freníe' á lo que
consideran una form a m aligna y destructiva de ordenar la vida
económ ica? A nalicem os esta noción de que son rep resen tacio ­
nes colectivas de una form a de vida que pierde-su vida, que son
m anifestaciones intrincadas que están plenas de significado his­
tórico, y que se registran en los sím bolos de esa historia, lo que
significa perder el control de los m edios de producción y pasar
a estar controlados por ellos. Sería un descuido notable no darse
cuenta de que estas creencias aparecen en un contexto histórico
donde un m edio de producción está siendo suplantado por otro
y donde el diablo representa dram áticam ente este proceso de
alienación. Al hacerlo, el diablo no sólo representa los cam bios
profundos de las condiciones m ateriales de vida, sino tam bién
los criterios para el cam bio con todo su alboroto dialéctico de
verdad y de ser, con que se asocian tales cam bios (m ás esp ecial­
mente los conceptos radicalm ente distintos de la creación, la vida
y el crecim iento, con los que se definen las nuevas condiciones
materiales y las relaciones sociales).
Com o tales, las creencias d em oniacas sugieren que la cultura
de los proletarios neófitos es m arcadam ente antagónica al pro­
ceso de form ación de artículos de consum o. Al m ediatizar ¡as
oposiciones intrínsecas a este proceso, tales creencias pueden
hasta estim ular la acción política necesaria para frustrarlo o
superarlo.
La interpretación que deseo elaborar es que las creencias en
diablo form an una m ediación dinám ica de oposiciones, que
aparecen en un m om ento especialm ente crucial y sensitivo del
desarrollo histórico. Se puede pensar que estas creencias m edia­
tizan dos m aneras radicalm ente opuestas de entender o evaluar
el m undo de las personas y de las cosas. Siguiendo a M arx, llam o
a estos m odelos de evaluación valores de uso y valores de
cam bio. Marx tomó estos opuestos de A ristóteles y los unió a la
lógica hegeliana para crear el yunque con el que forjó su retrato
crítico del capitalism o y su trascendencia, por el modelo siem pre
en evolución de la historia del mundo. Al revisar las connotacio­
nes m etafísicas y ontológicas propias de cada uno de estos
dom inios, el valor de uso y el valor de cam bio, inevitablem ente
term inam os contrastando el m isticism o folclórico precapitalista
con esa form a de m istificación capitalista a la que M arx deno­
m inó sardónicam ente fetichism o de la m ercancía.

ACTITUDES ANTE EL TRABAJO ASALARIADO


Y EL DESARROLLO CAPITALISTA

En las plantaciones de caña del Valle del Cauca y en las m inas


de estaño de las tierras altas de Bolivia, queda claro que el diablo
es intrínseco al proceso de proletarización del cam pesino y a la
m ercantilización de su m undo. Esto quiere significar una res­
puesta al cam bio del sentido fundam ental de la sociedad en
cuanto ese cam bio queda registrado en la conciencia precapita-
lista. Los proletarios neófitos y sus pares cam pesinos que los
rodean, entienden que el mundo de las relaciones de m ercado
está íntim am ente asociado al espíritu del mal. A pesar de todas
las posibilidades de aum entar sus ingresos, parece que aún tom an
este nuevo m odo de producción com o algo que produce muerte
y esterilidad. Para ellos, por lo tanto, este nuevo sistem a socio­
econ óm ico no es ni natural ni bueno. En cam bio sí es antinatural
y m aligno, com o lo ilustra tan notablem ente el sim bolism o del
diablo. El significado que se le da al diablo en esta situación no
difiere de cómo lo definen los padres cristianos: “ aquel que se
opone al proceso cósm ico”. Como Joseph N eedham hace notar,
esto se aproxim a al concepto de forzar las cosas en interés de la
ganancia privada, sin que Importe lo que se considera como sus
cualidades intrínsecas (1956). Esta percepción, con su apasiona­
da profundidad y agudeza, no aparece de la nada, por decirlo de
alguna form a, com o resultado de alguna sabiduría m ística. M ás
bien surge de un contexto de vida en el que coexisten m aneras
de vivir distintas: un m odo de producción cam pesino donde los
m ism os productores controlan los m edios de producción y o rg a­
nizan su propio trabajo, ju n to a un m odo de producción capita­
lista, donde no controlan ni el material de trabajo ni la organ iza­
ción. Al vivirla cotidianam ente, esta com paración real y no
abstracta crea la m ateria prim a de la evaluación crítica. De esta
condición concreta de com paración crítica, surgen las creencias
en el diablo, a m edida que la situación de trabajo asalariado en
las plantaciones y las m inas contrasta con la situación drástica­
m ente distinta que existe en las com unidades de donde salieron
estos nuevos proletarios, donde nacieron, y con las que aún
m antienen contacto personal.
La indiferencia o la hostilidad sin tapujos de los cam pesinos
y de los m iem bros de tribus en todo el m undo frente a su
participación en la econom ía de m ercado en calidad de trabaja­
dores asalariados, ha llam ado la atención de incontables o b ser­
vadores y em presarios deseosos de contar- con trabajadores
locales. Un tem a de interés aprem iante para los historiadores de
la revolución industrial europea, lo mism o que para los sociólo­
gos que estudian el desarrollo económ ico dél T ercer M undo, es
la actitud aparentem ente irracional de los trabajadores que se
inician en una situación moderna de trabajó asalariado. La pri­
mera reacción de tales personas ante su com prom iso (u sualm en ­
te forzado) con las em presas com erciales m odernas en calidad
de trabajadores asalariados, es frecuentem ente, o quizás univer­
salm ente, de indiferencia ante los incentivos salariales y ante la
racionalidad que m otiva al hom o oeconom icus. Esta respuesta
ha frustrado una y otra vez a los em presarios capitalistas.
M ax W eber denom inó a esta reacción “tradicionalism o pri­
m itivo”, y gran parte de su trabajo de investigación constituyó
un intento de explicar su trascendencia por m edio del espíritu
capitalista del cálculo. Este tradicionalism o prim itivo, dijo en
1920, sigue existiendo en los tiem pos modernos (1927: 355).
Pero una generación antes, la duplicación del salario de un agri­
cultor en Silesia (quien estaba contratado para segar cam pos)
para m otivarlo a que hiciera un mayor esfuerzo, había resultado
fútil. S im plem ente redujo su producción laboral a la m itad, po r­
que con dicha mitad seguía ganando lo mismo que antes. Mali-
nowski hizo notar que los traficantes blancos de las Trobrianas
se, enfrentaron con dificultades insuperables cuando quisieron
crear una fuerza de trabajo local de buscadores de perlas. El único
artículo extran jero que ejerció algún p oder de com pra fue el ta­
baco, pero los nativos no quisieron evaluar diez cajones de tabaco
como diez veces una unidad. Para obtener perlas realm ente bu e­
nas, el traficante debía dar cosas que para los nativos tuvieran
valor, y el intento de los traficantes de fabricar pulseras de co n ­
cha, cuchillos cerem oniales y dem ás, sólo obtuvo burlas como
resultado. El trobriano, pensaba M alinow ski, sentía desprecio
por el deseo infantil de los europeos de conseguir perlas, y

ni el soborno más grande, ni los señuelos económicos, ni las presio­


nes personales del traficante blanco, ni el factor competitivo de la
riqueza (lograban) que los nativos dejaran de lado sus propios
propósitos por los que se les querían imponer. Cuando los jardines
están en pleno esplendor, “no hay form a de que los malditos negros
naden, aunque uno los atasque de Kaloma y tabaco", según me
contara uno de mis amigos traficantes (1965,1: 19-20).

Entre los bakw eri de C am erún O ccidental, “celosam ente


igualitarios”, las plantaciones alem anas e inglesas de plátanos
tuvieron serias dificultades para conseguir m ano de obra. Se
decía que los bakw eri eran apáticos, que desperdiciaban la tierra
y que no tenían interés en obtener ganancias. Si acum ulaban
propiedades no era m ás que para destruirlas en cerem onias de
tipopotlatch. A quellos pocos que se asociaron a las plantaciones
y que progresaron con su trabajo, pasaron a ser considerados
com o m iem bros de una nueva asociación de brujería. Supuesta­
mente m ataban a sus parientes y hasta a sus hijos, transform án­
dolos en zom bis que ponían a trabajar en una m ontaña lejana,
conduciendo carrom atos y cosas así, ahí donde se com entaba que
sus am os-brujos tenían una ciudad m oderna. La palabra sóm bí
quiere decir com prom eter o em peñar; de esta forma, bajo las
nuevas condiciones d e una econom ía de plantación, se creía que
los parientes se transform aban en una prenda o rehén, de manera
que unos pocos g anaran riquezas. Al estim ular la avaricia de este
nuevo tipo de brujos, la econom ía capitalista incipiente supues­
tamente estaba destruyendo la ju ventud y la fertilidad del pueblo.
Pero a m ediados de la década de 1950, cuando en las aldeas
bakw eri com enzaron a cultivar plátan o en form a cooperativista
y lo hicieron con éxito, la brujería cesó. Los bakw eri utilizaron
su nueva fuente de riqueza p ara co m p rar m agia y desarrollar
cultos curativos, para los que utilizaban exorcistas caros del
pueblo Banyang. Sin em bargo, cuando después de 1960 cayeron
los precios del plátano, ap arecieron indicios del regreso de los
brujos. Los ancianos advertían que no era bueno obtener dinero
de la tierra, porque se lo d íspendiaba para atraer a los hom bres a
las costas, donde los “ fran ceses” los em plearían com o zom bis
para trabajar en el nuevo puerto (A rdener, 1970).
Estas y muchas otras reacciones sim ilares ante el desarrollo
capitalista incipiente, aportan testim onios dram áticos de la resis­
tencia creativa de las orientaciones de valores de uso. Al resum ir
un estudio sobre el com prom iso laboral bajo el im perialism o
m oderno, un antropólogo escribió no hace mucho:

Al ser reclutados como brazo^ para las plantaciones, con frecuencia


se mostraban renuentes a trabajar juiciosam ente. Cuando se los
inducía a recoger una cosecha por la que se les pagaría de contado,
no reaccionaban “apropiadam ente” a los cambios del mercado:
como estaban interesados principalm ente en adquirir bienes de
consumo específicos, producían tanto menos cuando los precios de
las cosechas subían, y tanto más cuando los precios bajaban. Y la
introducción de nuevas herram ientas o plantas que incrementaran la
producción del trabajo indígena sólo entonces podía acortar el
periodo de trabajo necesario, siendo las ganancias absorbidas más
por una expansión del descanso que por e¡ producto. Todas estas
respuestas, y otras sim ilares, expresan una cualidad perdurable de
producción iradicional dom éstica, que es una producción de valores
de uso, definitiva en su objetivo, y muy discontinua en su actividad
(Sahlius, 1972: 86).

Esta cualidad perdurable de la producción dom éstica tradi­


cional basada en ios valores de uso, conduce a lo que nosotros
sentim os como respuestas extrañas e irracionales a un sistem a
capitalista que está basado en la producción d e valores de inter­
cam bio. Es im portante que estas respuestas se especifiquen de
esta form a y que no se entierren en el reino oscuro que se define
por categ orías tales co m o la tra d ic ió n , lo irracional y lo prim i­
tivo.
Lo que nos queda de estas respuestas es el choque violento
entre las orientaciones de valores de uso y valores de intercam ­
bio. Las interpretaciones m ísticas y las figuras retóricas asocia­
das a estos dos m odos se intensifican enorm em ente cuando se
las pone frente a frente con la difusión de la econom ía de dinero
y del capitalism o.
M anifestada en la cultura popular, esta oposición ha servido
de inspiración a m uchas de las grandes obras literarias de nuestro
tiem po. La fantasía arrebatadora que irradian los trabajos de
M iguel Á ngel A sturias y Gabriel G arcía M árquez, por ejem plo,
acerca de las plantaciones bananeras de la United Fruit en
C entroam érica y C olom bia, aporta nuevos testim onios de la
m ezcla de poesía y elem entos políticos que aquí nos ocupan. Es
precisam ente esta aura de fantasía la que deja tan perplejos a los
críticos literarios y a los m arxistas, que no pueden com prender
la coexistencia de la fantasía y el realism o social. Pero como
señalaran repetidam ente A sturias y G arcía M árquez, es esta
coexistencia la que constituye la realidad de los “vientos fuertes”
y las “ hojarascas” del desarrollo capitalista en gran escala en el
T ercer M undo. En estas circunstancias, la m agia de la produc­
ción y la producción de magia son inseparables. Esto no es un
testim onio a la fuerza de la tradición o de la m itología y los
rituales gloriosos del pasado no adulterado y precapitalista. En
todo caso, es la respuesta creativa a un inm enso conflicto pro­
fundam ente enraizado entre las orientaciones de valores de uso
y valores de intercam bio. La magia de la producción de valores
de uso, destaca, m agnifica y contrarresta la m agia de la práctica
de los valores de intercam bio, y en esta discordia dram ática
ricam ente elaborada, están acuñados algunos conceptos proto-
m arxistas en bruto.
Com o m ostrara C hristopher Hill en su discusión sobre las
ideas radicales durante la revolución inglesa de m ediados del
siglo XVII, esta especie de protom arxism o ejerció mucha fuerza
tam bién entre las clases populares inglesas. Por supuesto, las
ideas a las que me refiero se expresaban usualm ente en términos
religiosos. Sin em bargo, a pesar de su falta de m etáforas cientí­
ficas, conseguían confrontar problem as fundam entales del desa­
rrollo capitalista en formas e intensidades que hoy en día no se
dan. “Los diggcrs tienen algo que decirles a los socialistas del
siglo XX", lo m ism o que tantos otros radicales del siglo XVII,
quienes se negaron a adorar a la Ética Protestante, dice Hill
(1 9 7 5 :1 5 ).
Hoy en día, el enfoque crítico engendrado p or el desarrollo
capitalista incipiente, ha sido reem plazado en gran m edida por
el punto de vista que acepta com placientem ente a las institucio­
nes capitalistas com o naturales y recom endables desdé el punto
de vista ético. D ada esta amnesia históricam ente inducida y esta
estupefacción cultural, es im portante que prestem os atención a
la crítica que nos ofrecen hoy los proletarios neófitos del T ercer
M undo, cuyos trabajos y productos son absorbidos incesante­
m ente por el m ercado m undial, pero cuya cultura se resiste a tal
racionalización.
Los realistas em pecinados van a dejar de lado desdeñosam en­
te esta resistencia cultural por considerarla poco im portante, pero
la destrucción de la m etafísica de la producción y el intercam bio
precapitalista fue considerada, al m enos por dos teóricos socia­
les, com o una cuestión indispensable p a ra el establecim iento
exitoso del capitalism o moderno. W eber consideraba que las
supersticiones m ágicas asociadas a la producción y al intercam ­
bio constituían uno de los obstáculos m ás grandes para la racio-
nalización.de la vida económ ica (1927:355), y reiteró este punto
en su ensayo titulado The Protestan! E thic and the Spirit o f
Cupitalism:

El trabajo debe... realizarse como si fuera un fin en sí mismo, un


llamado. Pero tal actitud no es de ninguna forma un producto de la
naturaleza. No se la puede evocar únicamente con salarios altos o
bajos, sino que sólo puede ser el producto de un proceso largo y
arduo de educación. Hoy en día, el capitalismo que en su momento
tuvo problemas, puede reclutar su fuerza de trabajo con relativa
facilidad en todos los países industríales. En el pasado, esto era en
todos los casos un problema extremadamente difícil (1958: 62).

Y com o observó Marx, la transición al modo de producción


capitalista no se com pleta sino cuando la fuerza directa y la
fuerza coercitiva de las condiciones económ icas externas se usan
solam ente en casos excepcionales. Entre la clase trabajadora se
tendría que desarrollar todo un nuevo conjunto de tradiciones y
hábitos, hasta que el sentido com ún tome a las condiciones
nuevas com o naturales.
No basta que las condiciones de trabajo estén concentradas en una
masa bajo la forma de capital en un sector de la sociedad, mientras
que en el otro se agrupan masas de hombres que nada tienen que
vender salvo su fuerza de trabajo. Ni tampoco basta que estén
obligados a venderla voluntariamente. El avance de la producción
capitalista desarrolla una clase trabajadora, la que por educación,
tradición, costumbre, considera que las condiciones de ese modo de
producción son leyes de ¡a Naturaleza evidentes en s í mismas (1967,
1: 737; las cursivas son mías).

E l FETICHISMO DE LA MERCANCÍA

Si estas “ leyes de la naturaleza evidentes en sí m ism as” son


tom adas por los proletarios neófitos, de quienes se ocupa este
libro, co m o antinaturales y nocivas, es lícito que nos pregunte­
mos por qué consideram os que nuestra form a social y nuestro
proceso económ ico son naturales. Si sugiero la línea que debería
seguir la respuesta a esta pregunta, estaré dem arcando el p roble­
ma g eneral de que trata este trabajo.
Para em pezar, se necesita algún tipo de perspectiva histórica.
Se olvida con dem asiada frecuencia que una elocuente m inoría
de E uropa O ccidental describía al capitalism o industrial en sus
inicios com o algo profundam ente inhum ano, y en ese sentido,
antinatural. C on la m aduración del sistem a capitalista, este sen­
tido de ultraje m oral se disipó, y eventualm ente hasta las críticas
de ese sistem a se form ularon en las categorías cuasi o bjetivas del
orden y la naturaleza im plantadas por la estructura capitalista de
com prensión. En el m ejor de los casos, dichas críticas se co n ­
centraron en la anatom ía y función del capitalism o, en los
sistem as que elabora para asegurar el valor del excedente, en la
distribución desigual de sus ganancias, etcétera. Los puntos de
vista críticos que les fueron im puestos a las personalidades
sensibles que estuvieron expuestas a los com ienzos del cap ita­
lismo, críticas que comparaban a menudo odiosamente al capitalis­
mo con las eras pasadas, tam bién contenían esta clase de crítica,
pero lo hacían dentro de una m etafísica que ni por un m om ento
podía tom ar en consideración o consentir las nuevas definiciones de
persona y trabajo que engendraba el capitalism o. En 1851 John
Ruskin escribió que la perfección de los productos industriales
no era ni m otivo de festejo ni una señal de la grandeza de
Inglaterra. “ ¡Ay! Si se les m ira con cu id ad o , estas perfecciones
son un signo de esclavitud en In glaterra mil veces m ás am argo
y m ás degradante que el del africano azotado o el ilota griego”
(1925, 2: 160).
N o es que el nuevo sistem a n ecesariam ente em pobreciera a
la gente, pero “esta degradación de un artesano a m áq u in a” era
la que propiciaba en los hom bres una incoherente urgencia de
libertad. Sobre todo, era el sen tid o d e autoalienación lo que
envenenaba la vida en el capitalism o y fom entaba la lucha de
clases, porque “N o es que los hom bres se lam enten por el desdén
de las ciases superiores, sino que no pu eden soportar el propio;
porque sienten que la clase de trabajo a que están condenados es
verdaderam ente degradante y los hace m enos que hom bres”.
Esto era lo que horrorizaba a R uskin. E n su visión, el sistem a se
transform ó en su crítica viva.

Y el gran grito que se eleva de todas nuestras ciudades industríales,


más potente que el rugir de los hornos, es verdaderam ente éster que
ahí fabricamos de lodo menos hom bres; blanqueam os algodón,
fortalecemos el acero y refmamos azúcar y modelamos cerámicas;
pero pulir, fortalecer, refinar o form ar un solo espíritu viviente, es
algo que nunca entra en nuestro cálculo de ventajas (Ruskin, 1925,
2: 163).

El rom anticism o transm itido en críticas co m o la de Ruskin


contra el capitalism o industrial y el laissez-faire, representó un
punto focal en torno al cual co n v erg iero n tanto los críticos so­
cialistas conservadores com o los utopistas, para elaborar mitos
nostálgicos relacionados con el pasado prim itivo o precapitalista,
com o una form a de com batir a la ideo lo g ía burguesa y de im pul­
sar a la gente a la acción política. C om o reacción a dichos con­
ceptos rom ánticos, se d e sa rro lla ro n teo rías cien tíficas de la
historia y el socialism o científico. Sin em bargo, por lo general,
su desarrollo fue unilateral: o torgaban a las ideologías utópicas
un espacio tan am plio que daban valid ez a los ideales burgueses
cuando aparentem ente los negaban. La validación acrítica y hasta
lá adulación de lo que esencialm ente era un concepto burgués de
“progreso” y del m odelo de sociedad de la ciencia natural, caben
entre las m anifestaciones m ás sobresalien tes de lo anterior.
La tensión de los prim eros esfuerzos para persuadir a los
co n tem p o rán eo s de que el nuevo sistem a económ ico era funesto,
surgió de un factor crítico: cada vez más, el sistem a se veía com o
natural. El ultraje y la desesperación de los escritos de Ruskin
nacieron no sólo de lo que podrían llam arse los rasgos “ o bjeti­
v o s” de la vid a bajo el sistem a capitalista, sino fu n dam entalm en­
te del hecho de que sus m iem bros llegaron a co n sid erar estos
rasgos co m o parte del orden natural de las cosas. Para aliviar esta
tensión, escrito res com o Ruskin recurrieron al elogio de la
socied ad m edieval, de su idealism o y principios religiosos, su
basam en to en la cooperación y no en la com petencia, y su
ausencia de explotación industrial y trabajos penosos. Si bien
eran m uy conscientes de la coerción política existente en los
tiem pos m edievales, de todas form as m antuvieron el punto de
vista según el cual la lección crítica para el presente yacía en el
m ayor control que el trabajador había ejercido sobre los m ate­
riales, las herram ientas y el tiempo. En su ensayo sobre la
naturaleza del gótico, Ruskin aconsejó a sus co ntem poráneos no
m ofarse de la ignorancia fantástica de los viejos escultores,
porque sus trabajos “son signos de la vida y la libertad de todo
trabajad o r que golpea la piedra; una libertad de pensam iento y
un rango en la escala de ser que ninguna ley, ningún cuadro,
ningún tipo de caridad puede asegurar; pero el prim er objetivo
de toda la E uropa de hoy en día, debe ser el de recuperarlos para
sus h ijos”. En m uchos sentidos M arx mism o, al desarrollar un
análisis crítico, científico y nada sentim ental del capitalism o,
encontró que en el contraste entre las sociedades capitalistas y
precapitalistas, es donde m ejor se veía la desfiguración cruel de
la hum anidad que para él representaba el capitalism o.
El uso del contraste entre la sociedad m edieval y capitalista
no era solam ente un aparato retórico rom antizado. En form a
separada de las lecciones críticas inherentes a un contraste de ese
tipo, es significativo que los cam pesinos y artesanos de todo el
m undo han dem ostrado una reacción sim ilar ante el sentido
interno de la organización capitalista. Para com prender esta
reacción, es útil an aliz a rlas notables diferencias entre el sistem a
de valores de uso en el que se apoyaron las econom ías cam pesi­
nas, y las bases de m ercado del capitalism o. Sobre todo es
necesario entender la m anera en que el sistem a de m ercado del
capitalism o m oderno engendra una m entalidad m ercantil donde
la gente tiende a ser considerada com o un bien de consum o, y
los bienes de consum o tienden a ser considerados com o entida­
des anim adas que pueden dom inar a las personas. Esta paradoja
socialm ente instituida surge porque, a diferencia de las prim eras
form as de organización que unían a las personas en relaciones
directas de producción e intercambio (lo que casi siem pre afir­
m aba su control sobre los medios de producción), el m ercado se
interpone entre las personas, interfiriendo en el conocim iento de
las relaciones sociales con las leyes abstractas de las relaciones
entre m ercancías.
El m odo de producción cam pesino difiere del m odo capita­
lista en varios aspectos fundam entales. Bajo el capitalism o, la
fuerza de trabajo proletaria carece del control sobre los m edios
de producción que los cam pesinos ejercen. El cam pesino usa
dinero, no capital, y vende para poder com prar, m ientras que el
capitaJista usa el dinero como capital para com prar y poder
vender ganando, sum ando así el capital y repitiendo el circuito
a una escala siem pre creciente, para que la em presa no muera.
El productor cam pesino vive en un sistem a que apunta a la
satisfacción de un conjunto de necesidades cualitativam ente
definidas; por el contrario, el capitalista y el sistem a capitalista
tienen com o objetivo la acumulación ilim itada de capital.
En la concreción de este objetivo, el capitalism o le estam pa
a sus productos el sello de aprobación del m ercado: el precio.
Solam ente “traduciendo” todas las distintas cualidades que com ­
ponen sus productos y los medios para crearlos a un “ idiom a”
com ún, el de la m oneda, puede operar el m ercado, generador de
la energía del capitalism o. Al hacerse conocidos com o “artículos
de con sum o ”, bienes y servicios bajo el sistem a capitalista, llegan
a diferir enorm em ente de sus equivalentes en los sistem as de vida
precapitalistas. A unque de hecho puedan ser los m ism os artícu­
los, social y conceptual mente son muy distintos. Tom ando el
famoso ejem plo de A ristóteles, físicam ente un zapato es un za­
pato, ya sea que se produzca para usarlo o para venderlo sacando
una ganancia cuyo objetivo sea e! de acum ular capital. Pero to­
m ándolo com o una mercancía, el zapato liene propiedades que
van má.s allá de su valor de uso de brindar com odidad, facilitar
la m archa, proporcionar placer a la vista o lo que sea. Como
m ercancía, el zapato cum ple la función de un valor de intercam ­
bio: puede generarle ganancias a su dueño y vendedor, que so­
brepasan el v alo r d e uso que representa para la persona que even­
tualm ente lo co m p ra y lo usa. En su valor de intercam bio, el
zapato es idéntico cualitativam ente a cualquier otro bien de co n ­
sum o, no im p o rta cuánto puedan diferir en térm inos de sus pro­
p ie d a d e s co m o v a lo res de uso: sus rasgos físico s, atrib u to s
sim bólicos, etcétera. P or esta abstracción, que está basada en el
intercam bio d e m ercad o y la equivalencia universal del dinero,
un palacio viene a ser igual a un cierto número de zapatos, lo
m ism o que un p ar de zapatos es igual a una determ inada fracción
del cuero de un anim al. A bsurdo com o parece cuando se piensa
así, esta ficción socialm ente necesaria, es un lugar com ún que
subyace a la naturalidad ficticia de las identidades de que depende
la sociedad y que garantiza su concepto de objeto y objetividad.
D e acuerdo con la teoría, la fenom enología y el com porta­
m iento del m ercado, la reglam entación de la actividad social es
calculada por hom bres que com putan fríam ente sus ventajas
egoístas sobre los dem ás, dentro de un contexto organizado por
la interacción de los productos que dependen de sus precios y de
sus m árgenes de ganancia. En este punto, la concepción orgánica
de la sociedad se disuelve en razón de dos procesos sinergísticos:
la com unalidad y la m utualidad desaparecen a favor del interés
personal, y los artículos de consum o, no las personas, dom inan
¿1 ser social. La tasa de intercam bio de m ercancías m ediatiza y
determ ina la actividad de la gente. En consecuencia, las relacio­
nes sociales entre las personas pasan a disfrazarse de relaciones
sociales entre co sas. Lo que es más, los precios de las m ercancías
varían constantem ente, m ás allá de la previsión y el control de
las personas; así, los individuos se ven aún m ás sujetos a los
caprichos del m ercado. La gente no se relaciona entre sí directa­
mente, sino por la m ediación del m ercado que guía la circulación
y las relaciones de los artículos de consum o. Su subsistencia
depende de las relaciones establecidas por las m ercancías, y el
m ercado se transform a en la garantía de su coherencia espiritual.
La base de subsistencia establecida por el m ercado pasa a ser, en
efecto, un ritual cotidiano constantem ente externo, el cual, com o
todos los rituales, pone en contacto lazos de significados de otra
forma inconexos, bajo la forma de una red de asociaciones
aparentem ente coherentes y naturales. Hoy predom ina am plia­
m ente el p aradigm a de los artículos de consum o para com pren­
der la hum anidad y las relaciones sociales.
En el caso del trabajo, la transm utación de estrato y signifi­
cado que aparece coa este giro del parad ig m a, es altam ente
perjudicial. Como m ercancía, el trabajo se transform a en la
fuente de lucro disfrazada del em p lead o r m ed ian te una transac­
ción que aparenta ser el intercam bio ju sto de valores, en tanto y
cuanto esos valores se juzguen com o bienes de consum o. Pero
el trabajo no es solam ente un valor de in tercam bio, una cantidad
num érica de poder y trabajo; lo qu e adquiere el capitalista
cuando com pra la m ercancía del trabajo en calidad de valor de
intercam bio, es e l derecho de d esp leg ar el v alor de uso del
trabajo, com o la capacidad inteligente y creativa de los seres
hum anos de producir m ás valores de uso de los que vuelven a
convertirse en m ercancías cóm o el salario. É sta es la form ulación
m arxista, y es im portante que co m p ren d am o s con claridad los
dos planos en que funciona este argum ento.
El sistem a capitalista asegura las instituciones sociales por
m edio de las cuales el trabajador libre, a partir de los m edios de
producción, puede ser m anipulado para que trabaje más tiem po
del que necesita en la producción de las m ercancías que le son
necesarias para su supervivencia. En una jo rn ad a laboral de doce
horas, por ejem plo, el trabajador, en seis horas, crea m ercaderías
que equivalen, en cuanto m ercancías, al salario que recibe. Pero
el m ecanism o oculto que garantiza la creación de excedentes a
partir de una situación que no parece ser otra cosa que el
intercam bio justo de equivalentes, es el m ovim iento de una parte
a otra del trabajo com o valor de intercam bio y el trabajo com o
valor de uso. Uno tiende a perder esto de vista, lo mism o que (a
im portancia crucial de la naturaleza del trabajo no com o m er­
cancía, en tanto y cuanto nos adherim os ú n icam ente a la sim ple
aritm ética del pianteo, que en este ejem p lo pone en evidencia un
excedente de seis lloras de trabajo. El proceso de m ercantiliza-
ción esconde el hecho de que dentro de la m atriz de las institu­
ciones capitalistas, el trabajo, com o v alor de uso, es la fuente del
lucro. A l com prar el artículo de consum o de la fuerza laboral, el
capitalista incorpora el trabajo en calidad d e valor de uso a los
com ponentes sin vida de los bienes de consum o producidos.
“Los trabajadores deben adueñarse de estas cosas y despertarlas
de su sueño de m uerte, para cam biarlas por sim ples y posibles
valores de uso a valores de uso reales y e fectiv o s” (M arx, 1967,
1: 183).
La consecuencia y el significado finales de estos procedi­
m ientos, es que los mismos artículos de consum o aparecen com o
la fuente del valor y el lucro. La definición consum ista del trabajo
hum ano y sus productos, encubre tanto la base hum ana creativa
y so cial del valor, como la explotación de esa creatividad por el
sistem a de m ercado.
La dim ensión de esta explotación velada se puede m edir
com o el exceso de tiempo de trabajo que beneficia al em pleador,
p ero la calidad de dicha explotación no se puede m edir. La
sensación de pulverización y servidum bre que es la fenom eno­
logía del sistem a basado en el m ercado, es fugaz porque se le
tom a co m o natural. Para los ideólogos del sistem a capitalista
burgués, esto aparecía com o eficiente, natural y bueno. Pero
había otro punto de vista: un escepticism o en cuanto a que la
gente aceptara la alienación como cosa natural. “Ú ltim am ente,
hem os estudiado y perfeccionado m ucho el gran invento civili­
zado de la división del trabajo”, escribió Ruskin a m ediados del
siglo XIX.

Lo que pasa es que le damos el nombre equivocado. Hablando con


la verdad, no es el irabajo el que se divide, sino los hombres. Se les
divide en meros segmentos de hombres, se les quiebra en pequeños
fragm entos y migajas de vida, de manera que la poquita inteligencia
que le queda a un hombre, no basta para hacer un alfiler o un clavo,
sino que se agola haciendo la punta del alfiler o la cabeza del clavo
C1925, 2: 162-163).

Los productores, divididos psicológicam ente para la orques­


tación de m ercado de la división del trabajo, tam bién están
separados de sus productos. Su trabajo se crea y entra en la forma
de sus productos, los que entonces quedan apartados de sus
puños. En las econom ías precapitalistas, la incorporación del
productor al producto se acepta conscientem ente, pero en un
sistem a capitalista es de sum a im portancia que esta incorpora­
ción se “exorcice” . C laro está, las opiniones en contrario son
ultrajantes, revolucionarias. En su novela S iete dom ingos rojos*
sobre los anarcosindicalistas, cuando estalló la G uerra Civil
Española, Ram ón Sender habla de un trabajador que acababa de

* R c c s c r iia e n 1 9 7 4 c o n el l ú u lo Las tres sorores.


salir de la cárcel y que se dirigía al edificio en cuya construcción
había estado trabajando, un teatro, para contem plar el edificio
term inado. “ ¡Qué, oh! ¡Mis buenos m uros,.líneas nobles, vidrio
y acero curvos! ¡Cómo canta la luz en él ojo redondo de un
gablete!” El gerente le cierra el paso. “Pero yo trabajé en esta
obra durante m ás de seis m eses” , “Si usted hizo algún trabajo,
ya se lo pagaron; desaparezca”. El gerente señaló la puerta. El
trabajador señaló la escalera interior. “V oy a subir. Cuando haya
visto todo voy a decirle adiós. O aquí me quedaré si quiero. Todo
esto... es más mío que suyo” (1961: 20-21).
M arcel M auss, en su ensayo sobre el intercam bio m aorí, llega
a la conclusión de que la base subyacente de esa forma de
sociedad es la reciprocidad que está asociada a la creencia de que
un artículo que es producido e intercam biado, contiene la fuerza
vital (hau) de la persona y los objetos de la naturaleza de que.^1
artículo proviene. En realidad, si éstos no se tom aran en cuerna
y no se asegurara su reciprocidad, la fertilidad misma se vería en
peligro (1967).
Sin em bargo, en la sociedad capitalista esta incorporación de
la persona al producto se exorciza, respetando las normas de
propiedad privada burguesa. La incorporación “queda p agada”
con el salario o el precio de venia, tal com o la “propiedad” de
cualquier artículo de consum o se transfiere en el mom ento de ia
venta. En el léxico capitalista, com prar o vender quiere decir
reclam ar o perder todo contacto con el objeto que se transfiere.
Las relaciones entre producto y productor y medio social pro­
ductivo, al igual que la naturaleza, se quiebran para siem pre. La
m ercancía asum e una autonom ía separada de las actividades
sociales hum anas, y al trascender esa actividad, las relaciones
entre las m ercancías subyugan a las personas, que pasan a estar
dom inadas por un mundo de cosas; cosas que ellas mismas
crearon.
Pero esta dom inación es m istificadora. Lo que está pasando
no queda claro. De hecho, parece tan natural que el problem a de
la dom inación casi no aparece; en este sentido, la forma del
consum o realm ente ha subyugado la conciencia de las personas
que cargan una larga herencia capitalista, aunque parecería que
no pasa lo m ism o con la conciencia de esos cam pesinos de
quienes vam os a tratar aquí; personas que apenas comienzan a
experim entar lo que es el capitalism o. En cam bio, están antro-
pom orfizando su sujeción en la figura del diablo, rebosante con
e¡ poder del mal.
A l reaccionar de esta m anera contra la cultura capitalista, son
testim onio v iviente del legado de la ideología a través de los
tiem pos, que ha em bestido contra el intercam bio de m ercado
com o algo antinatural; com o una forma social que va m inando
las bases de la unidad social, al perm itir que la creatividad y la
satisfacción de las necesidades sean subvertidas por un sistem a
que coloca el afán de lucro por encim a de la gente, y que hace
del hom bre un apéndice de la econom ía y un esclavo del proceso
laboral, en v e z de su am o. Com o notara Marx, incluso en sus
escritos más tardíos y m enos sentim entales, el problem a de las
sociedades antiguas radicaba siem pre en cuál form a de sociedad
y econom ía podía servir m ejor a las necesidades del hom bre, y
no im porta todo lo lim itada y estrecha que tal sociedad pueda
parecem os hoy, cuanto m ás plena y noble era cuando el hom bre
era el objetivo de la producción.
La diferencia entre valor de uso y valor de cam bio co rrespon­
de a estas fo rm as distintas de proceso económ ico: por un lado,
tenem os el o b jetivo de satisfacer las necesidades naturales; por
el otro, tenem os un im pulso que nos lleva a buscar la acum ula­
ción de ganancias. E sta diferencia por lo general es rastreada
hasta la doctrina económ ica que fuera propuesta por A ristóteles,
quien vio una diferencia clara entre lo que llamó el uso correcto
de un artículo, por ejem plo, el zapato hecho para el pie, y el uso
incorrecto del mismo, la producción y el intercam bio, para
obtener ganancias. Este no era un argum ento contra el intercam ­
bio p e r se-, tam poco era un argum ento basado sim plem ente en el
atractivo de los im perativos éticos. Más bien resultó del argu­
m ento razonado que consideró que obtener lucro era perjudicial
para los fundam entos de una econom ía de subsistencia, y un
elem ento d estructivo de la buena sociedad en general. Esta
diferencia entre valores de uso y valores de cam bio, entre la
satisfacción de las necesidades naturales y la satisfacción de la
m otivación lucrativa, es un tem a persistente en la historia de la
teorización económ ica occidental, especialm ente en los escritos
de los escolásticos m edievales. Marx mismo estaba seriam ente
com prom etido con las observaciones de A ristóteles sobre el
tema, com o lo atestiguan sus mu^nos comeninrios favorables
sobre esta cuestión. C uando Lutero atribuyó la usura y las
prim eras m anifestaciones del capitalism o a las obras del diablo,
sim plem ente se estaba desahogando por el ultraje y él dolor que
m uchas personas sentían ante el florecim iento del deseo de lucrar
y;el som etim iento de las relaciones sociales a las leyes e co nó m i­
cas de las m ercancías. Para ellos, esto no era en lo absoluto un
fenóm eno natural.
■ Sin em bargo, en un sistem a capitalista m aduro, esta ficción
adquiere el carácter de hecho concreto. Los elem en to s esenciales
de su em presa industrial -tie rra, trabajo y d in e r o -e s tá n o rg an i­
zados en m ercados, y se les maneja com o artícu lo s de consum o.
Sin em bargo, desde la perspectiva de los valo res de uso, estos
elem entos no son artículos de consum o.

El postulado según el cual todo lo que se compra y se vende debe


haber sido producido para la venta, en lo que a ellos respecta, es
m arcadamente falso [...] El trabajo no es más que otro nom bre para
una actividad hum ana que va con la vida misma, la que a su vez no
se produce para la venta sino por razones enteram ente diferentes [...]
¡a definición de mercancía del trabajo, la tierra y el dinero es
absolutam ente ficticia (1957: 72). escribe Polanyi.

.¡Y claro que es ficticia! Pero entonces, ¿cóm o se explica uno


la persistencia y la fuerza de esta ficción? ¿Q ué la hace tan real?
¿Gomo es que el trabajo, “que no es más que otro nom bré para
una actividad hum ana que va con la vida m ism a” está visto com o
una cosa separada del resto de la vida? En las m inas de estaño
d e.B o liv ia y en las plantaciones del V alle del C auca, a esta
ficción se la com prende com o un estado d e cosas in quietante­
m ente peligroso y antinatural, y se lo acredita nada m enos que a
Ja figura del diablo, m ientras que para aquellos de nosotros que
vivim os en una cultura capitalista bien d esarrollada, esta con­
vención cultural ya ha pasado a form ar parte del estado de la
naturaleza.
j: O bviam ente la respuesta está en la m anera en q u e la o rgani­
zación m ercantil de las actividades de la vida fija la realidad y
define la experiencia. La realidad y el m odo de captarla, pasan
a definirse en térm inos de consum o, basados en cánones episte­
m ológicos de un m aterialism o atom ístico. El hom bre se indivi­
dualiza, al igual que todas las cosas, y se abren huecos orgánicos
en sus com ponentes supuestam ente m ateriales. Los átom os no
reductibles que se relacionan entre sí a través de su fuerza
intrínseca y sus leyes causales expresadas com o relaciones m a­
tem áticas, form an la base de esta cosm ología, y al hacerlo,
corporizan y sustentan la ficción consum ista de la realidad
social. Esta visión de la realidad atom ística y m ecánica, cuya
base ya señalaron Descartes y G alileo en sus trabajos, encontró
su expresión m ás perfecta en la física y la m etafísica de Isaac
N ew ton, a quien con toda justicia puede considerársele com o el
padre de la ciencia moderna y com o el hom bre que le dio a la
com prensión capitalista el em puje final de aprobación que ún i­
cam ente la ciencia podía conferir.
Si, de acuerdo con este enfoque, consideram os que nuestra
econom ía es natural, ¿no estarem os construyendo un cuadro de
n uestra sociedad tan fantasioso com o el de aquellos que, apenas
llegan al sistem a consum ista, lo entienden com o una obra del
diablo? Si ellos creen que el m antenim iento o increm ento.de la
p roducción bajo el capitalism o tiene algo que ver con el diablo
y a p artir de ahí crean un fetiche del proceso productivo, ¿no
tenem os nosotros tam bién nuestra propia form a de fetichism o,
en la que atribuim os a las m ercancías una realidad tan sustancial
que llegan a adquirir la apariencia de seres naturales, tan natura­
les que de hecho parece que tom aran una fuerza vital propia?
O bservem os por ejem plo el folclor capitalista que llena la
sección financiera del N ew York Tim es (abril de 1974). Leemos
acerca del “clim a económ ico” , del “ desplom e del d ólar”, y del
“ futuro boom de las ganancias”, de los “flujos de d in ero ”, de los
bonos del tesoro “que respaldan”, de las “ fugas”, inflaciones
“ galo p an tes”, “tasas crecientes de interés” , de los “m ercados
esp ecu lativ o s” y los “m ercados especulativos al alza”, de fábri­
cas a las que llam an “plantas”, de “crecim iento de capital” según
la inversión, de cóm o “su inversión trabaja para usted” y demás.
La form a activa es la que predom ina: “ la libra londinense cerró
firm em ente a 2.402 dólares, con una fuerte subida de su apertura
que fue de 2.337” , y “ la debilidad del m ercado fue generalizada
y reflejó el com portam iento de las quince em isiones m ás acti­
vas”. “A pesar de la escasez de gasolina y de la incertidum bre
de los abastecim ientos, diez de las quince em isiones más activas
que se com ercializaron el lunes, pueden clasificarse com o orien­
tadas hacia los viajes”. “ ¿Puede todavía el inversionista privado
enco n trar alegría en el m ercado?”, pregunta la musa, que luego
de reflexionar responde: “Hoy en día hay docenas de m aneras
distintas de poner a trabajar el capital”. Un banquero de C hicago
inform a lo siguiente: “Parece persistir un sentim iento general en
cuanto a que definitivam ente algo salió mal con lo que se había
llegado a considerar com o el orden natural de la vida económ ica,
financiera y com ercial”. El precio del cobre no guarda ninguna
proporción con el v alor de las m onedas que con él se acuñan; el
vocero de un produ cto r im portante dijen “ M ientras que nuestro
precio de venta nos está m atando, tenem os obligaciones co n trac­
tuales y de otro tipo que cum plir, nos guste o no”. D ividiendo su
tiem po entre N ueva Y ork y su planta de Italia, Joe no puede
perm itirse perder tiem po en trám ites bancarios. A hí es donde
entra Bob. “En lo que a m í concierne”, dice Joe, “B ob es el
Chem ical B ank” . Por eso, “N uestro hombre es su banco: el
C hem ical Bank. Para el hom bre de negocios cuyas necesidades
son de tipo financiero, sus reacciones son quím icas” *
Estas m etáforas son m anifestaciones com unes de lo que M arx
denom inó fetichism o de la m ercancía, que aparecía en las cultu­
ras capitalistas desarrolladas, donde se habla del capital y de los
productos de los trabajadores con términos que se aplican a las
personas y a los objetos anim ados. Es el dinero, en cuanto tiene
que ver con el capital, el que se presta con mayor facilidad a este
tipo de fetichismo. El capital aparenta tener una propiedad innata
de autoexpansión, y esta propiedad se difunde en toda la vida
económ ica, puesto que en el capitalism o, el dinero es el eq u iv a­
lente y m ediador universal entre las personas y los objetos.
Para nosotros, el concepto de fetichismo de la m ercancía
quiere señalar que la sociedad capitalista se presenta en nuestra
conciencia com o una cosa distinta de lo que realm ente es, aun
cuando esa conciencia refleja una configuración de la sociedad
superficial y objetivada. El fetichismo denota la atribución de
vida, autonom ía, poder y hasta dom inación, a objetos de otra
forma inanim ados, y presupone el drenaje de estas cualidades de
los actores hum anos que otorgan la atribución. De esta forma, en
el caso del fetichism o de la mercancía, las relaciones sociales
quedan desm em bradas y parecen disolverse en relaciones entre
sim ples cosas -lo s productos del trabajo que se intercam bian en
el m ercad o -, de m anera que la sociología de la explotación se
* H a y a q u í un j u e g o d e p a la b r a s in tr a d u c ib ie . S e h a c e r c l'c re n c ia al C h e m ic a l
B a n k y s e h a b la d e r e a c c io n e s “ q u í m i c a s ” , C hem ical e n in g lé s . N .D .T .
disfraza de relación natural entre artefactos sistem áticos. Las
relaciones sociales precisas se reducen a la matriz m ágica de las
cosas. Un éter de naturalidad -d e s tin o y corporización- esconde
y envuelve la organización social hum ana, la im portancia hum a­
na histórica del m ercado, y el desarrollo de una clase asalariada
no propietaria. En vez de ser el hom bre el objetivo de la produc­
ción, la producción se ha transform ado en el objetivo del hom bre
y la riqueza el objetivo de la producción; en vez de que las
herram ientas y el m ecanism o productivo en general liberen al
hom bre de la esclavitud de las obras laboriosas, el hom bre se ha
transform ado en un esclavo de las herram ientas y de los procesos
de producción instituidos. C om o observara T hom stein V eblen,
la industria ha pasado a ser sinónim o de los negocios, y la gente,
víctim a del engaño, se pregunta “ ¿Qué es bueno para los nego­
cios?”, en vez de preguntarse “ ¿Para qué sirven los negocios?”
Al revisar la opinión de los econom istas y estadistas ingleses
de los siglos x v m y XIX sobre el tem a del capital y el interés,
Marx señaló sarcásticam ente que para sus ojos, éstos pasan a ser
“una propiedad del dinero para generar valores y producir inte­
reses, lo m ism o que el atributo del peral es producir peras [...]
Así obtenem os la forma de fetiche del capital y la concepción de
capital fetiche [...] una m istificación del capital en su form a más
flagrante” (1 9 6 7 ,3 :3 9 2 ). En otra parte del m ism o capítulo de El
capital, M arx hace num erosas citas de econom istas y de p u b li­
caciones de econom ía de m ediados del siglo XIX. Pone de relieve
las m etáforas biológicas que con tanta fuerza sugieren sus puntos
de vista sobre el dinero: “El dinero está ahora preñado (...] Lo
que para los árboles es el proceso de crecim iento, la generación
de dinero es innata al capital en su forma de dinero-capital”.
El libro A d vice lo a Young Tradesm an (1748) de B enjam ín
Franklin podría tam bién haber sido el blanco de la ironía de
Marx. Dice Franklin:

Recordad que el dinero es de naturaleza prolífica y generadora. El


dinero puede engendrar dinero, y sus vastagos pueden engendrar
más, y así sucesivam ente. Cinco chelines puestos a trabajar se hacen
seis, que puestos a su vez a trabajar se hacen siele con lres centavos
y así sucesivamente, hasta que llegan a ser mil libras. Cuanto más
dinero hay, más produce este con cada inversión, de manera que las
ganancias se elevan cada vez con mayor rapidez. Aquel que mala a
una marrana destruye todos sus vastagos hasta la milésima genera­
ción (citado en Weber, 1958: 49).

AJ mismo tiem po, estas fantasías fabulosas estaban sistem á­


ticamente entretejidas con el concepto del m undo del hom o
aeconom icus, supuesto epítom e de la racionalidad. ¿C óm o p u e­
de coexistir tan sistem áticam ente una com binación que se re­
fuerza recíprocam ente de racionalidad y fantasía? ¿Q ué fue lo
que hizo que estas m etáforas biológicas resultaran convincentes?
La respuesta está en el carácter peculiar y único de las relaciones
sociales corporizadas tanto en el capital como en los bien es de
consum o producidos dentro del m odo de producción capitalista.
Marx planteaba am pliam ente, y desde m uchos puntos de vista
distintos, que estas relaciones sociales de producción se fijaban
en la conciencia cotidiana, de m anera tal que todo el proceso de
producción y la generación de excedentes de los trabajadores
-contexto en el que trabaja el c a p ita l- se pasa por alto, o se lo
minim iza, hasta un grado en que el proceso social de reproduc­
ción y expansión del capital puede aparecer fácilm ente com o una
propiedad inherente al artículo de consum o m ism o, en v ez del
proceso de que es parte. Esta apariencia socialm ente co n d icio ­
nada, es una m istificación en la que conspira la totalidad del
contexto social, digam os, para enm ascararla. En eáte proceso de
descontextualización, la ganancia ya no aparece com o el resul­
tado de una relación social, sino de una cosa: esto es lo que se
quiere significar con concretización.
Marx expresó con m ucha claridad su punto de vista sobre esta
cuestión cuando com paró la fórm ula del capital que produce
intereses con lo que llamó el capital del com erciante.

Las relaciones de capital asumen su forma más externalizada y


fetichista en el capital que devenga intereses. Aquí tenemos D -D ',
dinero que crca más dinero, valores que se autoexpanden, sin el
proceso que efectúan estos dos extremos. En cuanto al capital del
comerciante, D -C -D ', está al menos la forma general del m ovim ien­
to capitalista, aunque se confina únicamente a la esfera de la circu­
lación, de manera que la ganancia aparece simplemente com o ga­
nancia derivada de la alienación; pero por lo menos la considera
producto de una relación social, y no el producto de una mera cosa
(1967, 391).
M arx toca el mism o punto en todos sus escritos; por ejem plo
en este pasaje de G rundrisse, expresa su antipatía por el crudo
m aterialism o que él considera fetichism o.

El crudo materialismo de los economistas que consideran como


propiedades naturales de las cosas lo que son relaciones sociales de
producción entre la gente, y cualidades que las cosas obtienen porque
están sumidas en estas relaciones, es al mismo tiempo un crudo
idealismo, hasta fetichismo, puesto que imputa las relaciones socia­
les a las cosas como características intrínsecas, mistificándolas
(1973,3: 687).

A tractiva para la naturaleza, hasta el extrem o paradójico en


que ciertas cosas sin vida se consideran anim adas, no es más que
una m anifestación histórica específica de esa tendencia proba­
blem ente universal por la cual toda cultura externa sus categorías
sociales en la naturaleza, y luego recurre a ella para validar como
naturales sus normas sociales. D urkheim vio este intento por
invocar el principio del d e tern in ism o biológico en la ideología
de la sociedad prim itiva, y M arx individualizó el mismo fenó­
m eno en la génesis, aceptación y uso del darw tnism o.

Toda la enseñanza darwinista de la lucha por la existencia es sim ­


plemente una transferencia de la sociedad a la naturaleza viva de la
doctrina de Hobbes de “bellum omnium contra om nes”, y de la
doctrina económica burguesa de la competencia, junto con la teoría
de la población de Malthus. Una vez realizado este truco por el
conjurador [...] las mismas teorías se vuelven a transferir de la
naturaleza orgánica a la historia, y ahora se plantea que su validez
como leyes eternas de la sociedad humana ha sido probada (citado
en Schmidt, 1971: 47).

Se puede plantear la misma cuestión con respecte) a los físicos


newtotiianos y el papel jugado por los seres hum anos que están
subordinados a los controles im personales del m ercado que se
autorreglam entan, institución central, por no decir “el sistem a
so lar”, de la economía capitalista. El esquem a de Newton ganó
la adm iración im perecedera de A dam Smitli, el teórico y pane­
girista más notable del m ercado capitalista. Para Smith, el siste­
ma de Newton era “en todas partes, el más preciso y particular
que se puede im aginar, y determ ina el tiem po, el lugar, la
cantidad y la duración de cada fenóm eno en p articular”. Esto
para él cuadraba perfectam ente con el mundo de la experiencia
diaria. “T am poco los principios de la unión que em plea, tales
como la im aginación, podrán encontrar ninguna dificultad para
funcionar b ien ”. Los principios new tonianos de la unión no sólo
eran aplicables a la gravedad y a la inercia de la m ateria, sino
que eran “ los m ism os que tienen lugar en todas las otras cuali­
dades que se propagan com o rayos desde un centro”. T odo esto
llevó “al descubrim iento de una inm ensa cadena de las verdades
más im portantes y sublim es, todas estrecham ente relacionadas
entre sí por un factor capital, de la realidad de la cual tenem os
una experiencia cotidiana” (1967: 107-108). Para W illiam Bla-
ke, Newton era el sím bolo de. la sociedad de m ercado y su uso
opresivo de la tecnología 'y efim p erio , y le atacó esos m ism os
“principios de la unión” que A dam Smith consideró tan cerca­
nos. Los historiadores de la ciencia, com o M argaret Jacob seña­
lara recientem ente, han supuesto con frecuencia que la nueva
filosofía m ecánica triunfó en Inglaterra porque ofrecía la expli­
cación más plausible de la naturaleza; lo haga o no, fue la
correspondencia del new tonianism o con la cosm ología del m er­
cado capitalista lo que m ejor da cuenta de su aceptación. “El
universo de N ew ton, ordenado, guiado providencialm ente, m a­
tem áticam ente regulado, proporcionó el modelo para una políti­
ca estable y próspera, reglam entada por el interés en sí m ism o
de los hom bres” (1976: 17-18). Fue esta réplica alternativa de la
sociedad de m ercado en la naturaleza y de la naturaleza en la
sociedad de m ercado, lo que perm itió que triunfara el new tonia­
nismo, consum ando los “principios de unión” m ecánicos en una
verdad sagrada y científicam ente im perm eable de todo ser. E.A.
Burtt nos llama la atención sobre los siguientes rasgos fenom e-
nológicos de !a m etafísica new toniana, rasgos que tienen una
im plicación directa en nuestra discusión sobre el fetichism o de
la mercancía y su filosofía asociada.

Aquí estaban esas almas residuales de los hombres, distribuidas en


forma irregular entre los átomos de masa que nadaban mecánica­
mente entre los vapores clóreos del riempo y el espacio, aún rete­
niendo vestigios del res cogitans cartesiano. Ellos también deben ser
reducidos a producios mecánicos y a partes del reloj cósmico que se
regula a sí mismo. [...] Allí donde la fórmula universal de la gravi­
tación se enseñaba como cosa cierta, también se insinuaba la forma
de la aureola de una creencia adyacente, que el hombre no es más
que un espectador diminuto y local, y hasta un producto insolente
de un m otor infinito que se propulsa a sí mismo [...] que consiste en
masas en bruto que van y vienen sin ningún propósito en un tiempo
y un espacio imposibles de descubrir, y que en general está totalmente
vacío de cualquier cualidad que pueda brindar satisfacción a los in­
tereses más trascendentes de la naturaleza humana (1954:300-301).

El pu nto crucial es que en el fetichism o de la m ercancía nos


encontram os con una fórm ula general de los principios de la
unión q ue se aplican a la cultura capitalista com o un todo, y que
guían el conocim iento social; y esta fórm ula, según Marx, tiene
sus raíces en las relaciones de producción e intercam bio, cuando
quedan im presas en la conciencia en el m undo del trabajo diario.
En dos palabras, esta fórm ula establece que las relaciones socia­
les se consum an en la relación de una cosa consigo misma, y que
la ontología no yace en un gestalt relacional, sino a grandes
rasgos dentro de la cosa m ism a. Las cosas atom izadas, autoen-
capsuladas, a las que Burtt se refiere com o “m asas en bruto”, se
transform an en los objetos principales de análisis, porque su
significado y sus propiedades parecen yacer sólo dentro de ellas
m ism as. La explicación y la com prensión verdaderas descansan
ahora en una concepción de principios de unión que reduce la
totalidad del fenóm eno a sus partes m ás sim ples y, en últim a
instancia, la causalidad ha de encontrarse en el m ovim iento sin
cam bios de los átom os físicos elem entales. Este predom inio del
carácter de “cosa" tiende a destruir el conocim iento de la gente
y a borrar su capacidad de evaluación moral de las relaciones y
procesos bio-lógicos y socio-lógicos, especialm ente en lo que se
refiere a las actividades y relaciones socioeconóm icas. Esto no
quiere d ec ir que, según este enfoque, las cosas com o tales no se
puedan relacionar con otras cosas, y arm oniosam ente, por lo
dem ás. El esquem a de N ewton de los planetas, y el punto de vista
de A dam Sm ith sobre el m ercado que se autorregula, son los
ejem plos m ás notables de una reciprocidad corpuscular que
forma un todo arm ónico, en gran m edida com o sucede hoy con
las teorías de los sistem as m odernas. Sin em bargo, las relaciones
de enlazam iento se consideran com o externas a las cosas indivi­
duadas, cuya identidad y p oder están dados únicam ente en ellas
m ism as.
D esde otro punto de vista, sin em bargo, esto constituye un
engaño considerable, puesto q u e estas cosas atadas a sí m ism as
y potentes, no son m ás que las corporizaciones y concreciones
de relaciones que las atan a un todo m ás grande. Su identidad,
su existencia y sus propiedades naturales saltan de su p o sició n a
un patrón de organización o rgánico y que todo lo abarca, según
el cual las cosas se com prenden nada m ás com o expresiones
parciales de una totalidad que se organiza a sí m ism a. E ntonces,
las propiedades y las actividades de Jas cosas se pueden explicar
h o lístic a y “estructuralm ente” com o m anifestaciones de intangi-
bilidad reticulada que form an parte de un todo orgánico, y no
como productos de una causalidad m ecánica o de colisiones
corpusculares. Si la atención se concentra en una sola cosa, com o
hasta cierto punto debe ocu rrir en cualquier análisis, entonces la
cosa se ve com o que contiene dentro de sí m ism a su red relacio­
na! y su contexto circunstancial; la cosa es un sistem a de rela­
ciones.
Por otro lado, si prevalece el enfo q u e atom ista, com o ocurre
en nuestra cultura, la cosa aislada en sí m ism a tenderá inevita­
blem ente a parecer anim ada, p orque en la realidad es parte de un
proceso creativo. Si “co sifica m o s” las partes de un sistem a vivo,
si ignoram os el contexto de] que form an parte, y después obser­
vam os que las cosas se m ueven, para decirlo de alguna m anera,
lo que va a seguir por lógica es que las cosas se vean o se hable
de ellas com o si estuvieran v ivas y p o seyeran sus p ropios pode­
res autónom os. Si se las considera m eram ente cosas, aparecerán
por lo tanto com o si fueran cosas en verdad anim adas: fetiches.
Al capital, por ejem plo,.se lo com para con un árbol que da frutos;
la cosa en sí m ism a es la fuente de su propio increm ento. De ahí
que la concreción lleve al fetichism o.

EL FETICHISMO: LO PRECAPITAL1STA VS. LO CAPITALISTA

En contraste con esta subordinación de las personas a las cosas,


en las sociedades p recapitalistas se considera que las personas y
los productos que ellas crean están entrelazados. Sin em bargo,
tam bién en estas sociedades tales productos pueden llegar a
adquirir cualidades de vida. De esta forma, los productos pueden
transform arse en fetiches, pero lo hacen por razones com pleta­
m ente diferentes de aquellas que señalam os m ás arriba, propias
de una sociedad basada en el intercam bio de bienes de consum o.
En el m odo de producción precapitalista no hay una definición
m ercantil o consum ista del valor y de la función de una m ercar
dería, y las conexiones entre productores y entre producción y
consum o, directam ente son inteligibles. Los productos parecen
anim ados o dotados de vida precisam ente porque parecen cor-
porizar el m edio social del que provienen.
Por ejem plo, en su análisis del intercam bio entre los m aoríes,
M auss dijo que era com o si existiera una fuerza vital (hau) dentro
m ism o de las m ercancías y los servicios que se intercam bian, la
cual obligaba a la reciprocidad. Según M auss, los m aoríes creían
que las m ercancías m ism as eran personas o pertenecían a perso­
nas, y que a¡ intercam biar algo, uno, en efecto, estaba intercam ­
biando una parte de sí m ism o (1967). En su trabajo P rim itive
M an a s a P hilosopher, Paul Radin habla del concepto m aorí de
la personalidad junto con ejem plos tom ados de otras culturas
prim itivas, y señala la insistencia en cuanto a las m últiples
dim ensiones del ego y su extensión hacia el pasado y el futuro.
Los diversos elem entos pueden disociarse del cuerpo tem poral­
m ente, para entrar en relación con los elem entos disociados de
otros individuos y con la naturaleza. C oncluye su análisis al
establecer que en una filosofía de ese tipo, el ego es inteligible
únicam ente en tanto y cuanto está en relación con el m undo
externo y con otros egos. Hay im plícita una conexión entre el
ego y el m undo fenom enal, y esta conexión tom a la forma de una
atracción y una com pulsión:

La naturaleza no puede resistirse al hombre, y el hombre no puede


resistirse a la naturaleza. Es impensable una concepción puramente
mecanicisla de la vida. Las partes del cuerpo y las funciones fisioló­
gicas de los órganos, al igual que la forma material que toman los
objetos de la naturaleza, no son más que símbolos, simulacro, de la
entidad esencial lísico-espiriiual que está detrás de ellas (Radin,
1957: 273-274).

En otras palabras, el fetichism o que se encuentra en la econo­


mía de las sociedades precapitalistas surge del sentido de unidad
orgánica entre las personas y sus productos, y esto m arca un
agudo contraste con el fetichism o de los bienes de consum o de
las sociedades capitalistas, resultante de la división entre las
personas y las cosas que éstas producen e intercam bian. El
resultado de esta división es la subordinación de los hom bres a
las cosas que ellos producen, que parece ser indispensable y
poseer poderes propios.
De esta form a, las creencias en el diablo que nos ocupan,
pueden interpretarse com o la reacción indígena a la suplantación
de este fetichism o tradicional por uno nuevo. Según se lo entien ­
de en el viejo sistem a de valores de uso, el diablo es el m ediador
en el choque entre estos dos sistem as muy diferentes de p roduc­
ción e intercam bio. Esto es así no sólo porque el diablo es un
sím bolo adecuado del dolor y los estragos que están causando
las plantaciones y las minas, sino también porque Jas víctim as
de esta expansión de la econom ía de mercado tom an esta econo­
mía en térm inos personales y no de bienes dfe'consumo, y veri en
ella la distorsión más horrible del principio de reciprocidad, un
principio que en todas las sociedades precapitalistas está apoya­
do en sanciones m ísticas y cum plim entado por penalidades
sobrenaturales. En las m inas y los campos de caña, el diablo
refleja la adhesión de la cultura de los trabajadores a los princi­
pios que sustentan el m odo de producción cam pesino, aun cuan­
do estos principios están siendo socavados progresivam ente por
la experiencia cotidiana del trabajo asalariado en condiciones
capitalistas. Pero hasta que las instituciones capitalistas hayan
penetrado todos los aspectos de la vida económ ica, y la revolu­
ción del m odo de producción sea com pleta, las clases bajas
persistirán en considerar los lazos entre las personas en sus
actividades económ icas m odernas como en realidad son asim é­
tricos, no recíprocos, explotadores y destructores de las relacio­
nes entre las personas - y no como relaciones naturales entre
fuerzas supuestam ente inherentes a las cosas potentes.
LAS PLANTACIONES DEL VALLE DEL CAUCA
EN COLOMBIA

¡Cam pesinos! ¡La caña de azúcar lo degenera


a uno; lo vuelve una bestia, y mata! S i no
tenem os tierra no po d em o s contemplar el futuro
bienestar de nuestros hijos yfam ilias. Sin tierra
no puede haber salud, ni cu ltu ra 'n i educación,
ni seguridad para nosotros, los campesinos
marginados. E n todos estos distritos uno en­
cuentra las parcelas de la mayoría amenazadas
p o r el terrible M onstruo Verde, que es la Gran
Caña, el D ios de los am os de la Tierra.

Bando Campesino
del sur del Valle del Cauca, 1972.
3. LA RELIGIÓN ESCLAVA Y EL SURGIMIENTO
DEL CAMPESINADO LIBRE

Para cualquier discusión sobre la religión negra esclava en


A m érica Latina, se hacen necesarias dos generalizaciones. La
prim era: los blancos tenían recelo de los poderes sobrenaturales
de sus vasallos, y viceversa. La segunda: la religión era insepa­
rable de la m agia y ambas penetraban la vida cotidiana: la
agricultura, la m inería, la econom ía, el arte de curar, los asuntos
m aritales y las relaciones sociales en general. La Inquisición, por
ejem plo, no consideraba a las artes ocultas existentes en los tres
continentes com o fantasías vanas, sino com o el ejercicio de
poderes sobrenaturales que incluían un pacto explícito o im plí­
cito con el diablo. Los esclavos africanos trajeron sus m isterios
y brujerías, los indios, por su parte, sus poderes ocultos para curar
o matar, y los colonos su propia creencia en la magia (Lea, 1908:
462).
La erudición m ágica de los europeos se unió a la de los
despreciados africanos e indios, para form ar una sim biosis, una
transform ación y una adaptación de las form as que cada grupo
desconocía. Este proceso fue más obvio en las creencias que
tenían que ver con las enferm edades y las curaciones. Los
europeos tenían pocos recursos m édicos eficaces, y las curacio­
nes dependían en gran medida de la fe religiosa y mágica: misas,
rezos a los santos, rosarios, agua bendita y milagros, todo forjado
por los sacerdotes y los curanderos del pueblo. El adoctrinam ien­
to de los esclavos africanos por parte de los sacerdotes católicos
se concentró en el arte de curar, que aprovechó al m áxim o el
poder m ilagroso del panteón cristiano (Sandoval, 1956). Por el
contrario, los europeos se valieron de la magia de sus vasallos,
que no se diferenciaba de la religión. De hecho, los europeos
definían las religiones africanas e indias no sim plem ente com o
magia, sino como magia negra. “Es en este trance”, escribe
Gustavo Otero, refiriéndose a los primeros días de la C onquista,
“que los conquistadores pasaron a ser los conquistados” (1951:
128). Esa dialéctica inquieta de las contra-atribuciones m ágicas
persiste en la cultura popular hasta el día de hoy.
La colo n izació n y la esclavitud otorgaron inadvertidam ente
un poder m ístico especial a los más débiles de la sociedad
colonial: el p o d er del mal místico, según se corporizará en el
tem or de los cristianos al diablo. La dualidad cosm ológica cuasi
m aniquea de los conquistadores, coexistía con el m onism o poli­
teísta o anim ista de los esclavos africanos e indios, de m anera
que los co n quistadores fueron para los conquistados lo que Dios
para el diablo. D e esta forma, la religión popular de A m érica
H ispánica estu v o marcada por dualism os étnicos y de clase de
este orden trascendental, siem pre susceptible a las inversiones
m ercuriales según las corrientes variantes de la casta y el poder
de clase.
La Inquisición se fundó en Cartagena a principios del siglo x v il
por raz o n e s q u e incluían el ju ic io d e los sa c e rd o tes seg ú n el
cual la C olonia era “lo m ás vicioso y pecam inoso de los D om i­
nios E spañoles (con) su fe a punto de destruirse” (Lea, 1908:
456). Las esclavas servían de curanderas a personajes tan ex a l­
tados com o el obispo de C artagena y los m ism os inquisidores,
m ientras que a otras se las flagelaba cuando sus poderes ocultos
se consideraban malignos, especialm ente durante el auge de las
epidem ias de brujería. Los hechiceros hom bres (brujos) se trans­
form aron en líderes im portantes en los cam pos de esclavos
fugitivos (p a len q u es), lo que causaba a las autoridades una
preocupación perm anente (Borrego Pía, 1963: 27, 83; T ejado
Fernández, 1954: 117-132). Como interm ediarios de Satanás,
dichos líderes supuestam ente iniciaban a sus acólitos con un
ritual que se burlaba del bautism o cristiano y renegaba de Dios,
de los santos y de la Virgen María, para llegar a la salvación en
la otra vida y a la riqueza y a/ poder en el aquí y ahora. Este
sistem a de creencias expresa el espectro de la inversión social.
O rdenadas teológicam ente por el Dios suprem o, las jerarquías
de las form as sociales definidas por la clase, el color y el sexo,
engendraron su im agen reflejada en los temores o esperanzas de
un subm undo aliado con Satanás.
Los negros eran notorios por sus estallidos m ilitantes anticris­
tianos, que se hacían rito en el si/ie qua non de la esclavitud: las
flagelaciones; en esos mom entos no era raro que la víctim a gritara
“ ¡Yo d enuncio a Dios!" (M edina, IS89: 106; cf., Palm er, 1975).
Tam bién destruían sím bolos de la Iglesia, lo que no es de sor­
prender en una sociedad en la que, por ejem plo, una m u jer que
tuviera esclavos podía m edir la duración de ün azo tam ien to por
el tíem po que le tom ara rezar el rosario (M eiklejohn, 1 9 6 8 :2 1 6 ).
En sus escritos de 1662, el in q u isid o rp rin cip al atribuía buena
parte de la brujería y la idolatría existente en los distritos m ineros
¿1 m aterialism o im prudente de los dueños de las m inas, quienes
“sólo viven para el lucro... y están atentos únicam ente a que los
esclavos cum plan su trabajo diario sin que les im porte nada m ás”
("Medina, 1889: 120).
O stensiblem ente, esta brujería podía no sólo m atar y m utilar
a ¡a gente, sino tam bién d estruir los frutos de la tierra; éste es un
reclamo que todavía se escucha en relación con supuestos pactos
conrél!diablo hechos por los trabajadores de las p lantaciones del
Valle del C auca. El pacto aum entará su p roductividad y su
'salario;' pero hará estéril el cam po de cañas. Sin em bargo, los
m ism os trabajadores, trabajando p o rsu cuenta com o cam pesinos
o en parcelas de los vecinos cercanas a la p lantación, o como
habitantes de subsistencia independiente en las selv as de la costa
del Pacífico, según la opinión general, rechazan tales pactos.
Zaragoza, el área minera a que nos referim os, fue escenario de
una de las revueltas de esclavos más g ran d es d£ C olom bia, la
que, según los observadores, estuvo a punto de ex term inar a los
blancos y tam bién de destruir las m inas (V ázq u ez de Espinosa,
1948: 341).
El m om ento espasm ódico que tendió un puente entre el látigo
y el grito de renuncia al Dios del am or, epitom a al diablo de los
esclavos. Este puede transform arse en una figura de consuelo y
p o d e re n esa guerra de desgaste contra la cultura africana y la
hum anidad m ism a. En su adoración al diablo, los esclavos se
adueñaban del enem igo de su enem igo. Irónicam ente, con sus
propios intentos de supresión, la Iglesia validó in d irectam ente el
culto al'diablo y lo invistió de poder. Al d em o strar tem or por los
poderes espirituales de los esclavos, los españoles crédulos
inadvertidam ente entregaron un instrum ento im portante a sus
siervos. Los españoles creían que el diablo había producido
muchos africanos paganos y que los esclavos eran parte de su
ministerio. D espués de todo, los siglos x v i y x v u fueron los años
m ás1intensos del culto a las brujas en E uropa occidental, la
Contrarreform a y la Inquisición; una época en que toda la
cristian d ad tem blaba ante la am enaza de lo diabólico y de la
m anipulación de la naturaleza por parte de los magos.
En form a am bigua pero persistente, los europeos ponían a un
m ism o nivel el folclor y la religión de los esclavos, y la identidad
africana y el diablo (cf., G enovese, 1 9 7 4 :159-284). Pero para el
esclav o africano, el diablo no era necesariam ente el espíritu
ven g ad o r del mal. Tam bién era una im agen de regocijo y un
em bustero poderoso. Según señalara M elville J. H erskovitz, los
african o s occidentales consideraban al diablo europeo com o su
d ivino em baucador, y su filosofía moral resistió la aguda dico­
tom ía del bien y el mal defendida por los m isioneros (1958:253).
H oy en día, a lo largo de los ríos virtualm ente aislados de la costa
del P acífico colom biano, allí donde se dejó que los negros se
instalaran después de su em ancipación, no hay uno sino varios
diablos que, más que am enazar, tientan. La idea del infierno
entre los negros del río Raposo no corresponde sino vagam ente
a la idea cristiana; algunos lo ubican en el cielo (Pavi, 1967:234).
Al v e r que sus espíritus se definían com o diablos o que uno en
particular se definía com o el diablo, los negros no le atribuyeron
inm ediatam ente el mal al “diab lo ”, por lo m enos no al principio.
Y aunque lo hubieran hecho, la atribución podía haber significa­
do hostilidad hacia el nuevo orden.
Al describir la cerem onia entre los ashanti, W illiam Bosm an
escribió hacia fines del siglo x v u :

Los Conjuradores y los Milagreros no son cosa rara entre los Negros;
creen firmemente en ellos, pero de una manera distinta que nuestros
Ridículos Opinionisias Europeos, quienes están convencidos que
ningún Conjurador puede hacer ninguna hazaña sin la ayuda del
Diablo. Pero por el contrario, los Negros no dudan de que “se trata
de un don de Dios”, y aunque en la realidad no es más que un engaño,
ellos, ignorantes del Fraude, se lo toman como un Milagro que está
más allá de los poderes Humanos; pero el Diablo puede no participar
en lo absoluto de tal Honor, que le atribuyen enteramente a Dios
(1967: 157-158).

¡Y en cam bio los españoles se lo atribuían todo al diablo!


Perturbados por el carácter puram ente form al del bautism o y la
conversión, que en realidad im pedía el adoctrinam iento en vez
de apoyarlo, el notable padre jesuíta A lonso de Sandoval escribió
lo siguiente, a principios del siglo XVII, desde su destino en
C artagena: “Ellos adoran al diablo [...] y cuando enferm an
invocan los nombres de Jesús y M aría” (1 9 5 6 :7 1 ,8 2 ). En cuanto
a “G uinea”, escribe, el diablo tenía allí tal influencia y tantos
ayudantes, que las pocas personas que sentían alguna inclinación
hacia la fe cristiana m orían sin rem edio de brujerías o veneno.
Así y todo, según su propio testim onio, era im posible hacer
proselitism o sin reforzar las prem isas paganas de los neófitos
potenciales.
La puesta en vigor del cristianism o tuvo que vérselas con esas
contradicciones casi insuperables, que en todas partes dificu lta­
ban el control social de los colonizadores. Las autoridades lim i­
taron o suprim ieron algunas de las expresiones m ás públicas de
la religión popular-por^ejem plo, los días de fiesta y los funerales
organizados por las cofradías negras (herm andades religiosas),
y los cabildos (consejos)-, lo que aum entó la solidaridad entre
los esclavos y los negros libres, impu-lsó la liberación y m antuvo
una tradición africana en el N uevo M undo (A costa Saignes,
1967: 202-205); Bastide, 1971: 99). Pero, aun así, paradójica­
mente, una de las razones para perm itir la form ación-de tales
cofradías y cabildos había sido la de extender el control sobre la
población negra (Bastide, 1971; O rtiz, 1921).
Las escasas versiones del proceso de cristianización sugieren
que la conversión y la consolidación de la creencia no pasaron
de ser una form alidad durante la época com pleta de la esclavitud.
Sandoval, por su parte (1 956:198), se hizo eco de la observación
común según la cual los dueños de esclavos consideraban que
los esclavos convertidos eran más rebeldes y trabajaban menos
que los que no habían sido adoctrinados, pagando m enos por
ellos (Sandoval, 1956; 198; cf., Bowser, 1974; King, 1939:
16-17). No sólo los blancos no se sentían inclinados a com prar
esclavos cristianizados, sino que trataban de im pedir su co n v er­
sión, diciéndoles a veces que el bautism o era una cósa m ala.
Según José Toribio M edina, los dueños de esclavos que no
deseaban pagar los costos de interrogatorios y penalidades pro­
longadas, alentaban a sus esclavos a que desaparecieran, en caso
de estar en la lista de la Inquisición (1889). Com o resultado, ai
menos durante los prim eros años, parece haber florecido una
oculta religión africana o cuasi africana, sincretizada en una fe
ardiente en los poderes m ilagrosos de Cristo y los santos, esp í­
ritus poderosos a los que se podía recurrir para obtener socorro
terrenal.
En 1771, el obispo de Popayán, capital de la región del Cauca,
ai suroeste de C olom bia, se quejó am argam ente, porque sus
intentos de catequizar a los esclavos y de evitar que trabajaran
los días dom ingos y fiestas de guardar, chocaban con la férrea
oposición de sus dueños. Creía que los clérigos especuladores de
minas se estaban identificando dem asiado con los explotadores
de sus rebaños de esclavos (K ing, 1939: 217). El derecho de los
esclavos a descansar en los días de fiesta, de los cuales por lo
menos había uno a la sem ana (adem ás del domingo), fue acalo ­
radam ente discutido por los dueños de las minas del C auca
durante el siglo XVlll. Sin em bargo, en un estudio sobre la salud
de los esclavos de N ueva G ranada, David Lee C handler llega a
la conclusión que para m uchos esclavos, la insistencia de la
Iglesia en cuanto a los días de descanso, “ podría haberles...
prolongado la vid a” (1972:238). En esos días también podían
ganar el dinero necesario para com prar su libertad, pero m uchos
dueños de esclavos en el C auca respondieron reduciendo la
ración de alim entos y ropa de los esclavos. En estas circunstan­
cias, los días de fiesta podían haber inclinado a los esclavos
favorablem ente hacia la Iglesia, agregándole un factor racional
a la oposición contra sus amos.
Los sacerdotes no abundaban, y eran pocos los que prestaban
alguna atención a la conversión de esclavos. “ Como resultado”,
escribe N orm an M eiklejohn, “ m uchos de los negros colom bia­
nos ignoraban absolutam ente el real sentido del cristianism o y
de sus preceptos m orales” (1968: 287; cf., Pons, 1806, 1: 160).
De todos m odos, esta “ ignorancia” no se puede explicar sola­
mente por la escasez de sacerdotes. La religión popular negra a
duras penas podía aceptar la esclavitud y todo lo que ésta
im plicaba, y los esclavos por su parte no podían sentirse satisfe­
chos con ser ¡guales ante los ojos de Dios pero no ante los
propios. Fue apenas con el colapso de la hegemonía colonial y
del poder de la Iglesia, que pudo aparecer una interpretación
radical del cristianism o, com o ocurrió con la doctrina m ilenaria
adoptada por los radicales liberales desde la década de 1840 en
adelanie.
Según la opinión de Ram ón M ercado, nativo de C a liy g o b er­
nador del Partido Liberal de la región del Cauca entre 1850 y
1852, fue precisam ente el cristianism o en su sentido verdadero
el que estaba activo entre las clases oprim idas, com o resultado
de su condición y del abuso de la doctrina por parte de las
autoridades. Los dueños de los esclavos y sus sacerdotes, en se­
ñaban una versión pervertida del cristianism o, que facilitaba
eventualm ente su propio derrocam iento. Su acusación no estaba
dirigida contra el cristianism o, al que consideraba co m o algo
esencialm ente liberador, sino contra los dueños de esclav o s y
contra la Iglesia, cuya prédica “se reducía a la ¡dea de un D ios
terrorífico para exaltar a los grandes terratenientes, inculcar un
respeto ciego por la clases privilegiadas [...] com batir el afán
libertario que am enazaba su hegem onía con la am enaza del
castigo eterno [...] y para erigir com o pecado la m ás m ínim a
acción por parte de los pobres y de las clases devalu ad as” (1853:
xi, xii, lxxix).
Como M ercado observara astutam ente, se transform ó en un
punto discutido quiénes eran los que practicaban la idolatría, si
los. gobernantes o los gobernados. El poder trem endo d e los
dueños de esclavos, en ninguna parte tan m arcado co m o en el
Cauca, engendró un fanatism o religioso propenso a la violencia.
. Con el im pulso propiciado por las condiciones de conm oción
de la R evolución francesa y las guerras de Independencia de la
Am érica Española, el dios diabólico de los dueños de esclavos
difundió una visión antitética de la causa santa entre las clases
dom inadas: una utopía católica radical, anarquista e igualitaria,
fundada en las m aneras sagradas de la naturaleza. Al suponer
confiadam ente el apo y o de las masas, M ercado declaró: “T en e­
mos que arrastrar a la luz del cristianism o las iniquidades que
cometieron contra el pueblo. El pueblo sabe que sus derechos no
deberían estar a m erced de los gobernantes, sino que son inm a­
nentes por naturaleza, inalienables y sagrados” (1853: lxxix).

'. LA MANUMISIÓN, EL LAISSEZ-FA/RE Y LA DESARTICULACIÓN


REGIONAL

La im portancia de estas reivindicaciones proteticas surge de los


: registros del siglo XIX del Estado esclavo más grande del Valle
del Cauca: el de la fam ilia Arboleda. Estos registros se en cuen­
tran en el A rchivo C entral del Cauca, Popayán, Colom bia, y aún
no han sido clasificados e indexados. Todas las citas siguientes,
salvo indicación en contrario, provienen de esta fuente. En 1695,
el originador del clan, Jacinto de A rboleda, no había dejado más
que cuarenta y siete esclavos (Jaram illo Uribe, 1968: 22). En
1830, sus descendientes, S ergio y Julio A rboleda, se contaban
entre los hom bres m ás acaudalados de la república, con mil
cuatrocientos esclavos que rotaban de las m inas de la costa del
P acífico a los lavaderos de oro y a las haciendas en el límite sur
del V alle del Cauca.
El país era grande, sus habitantes pocos, y el control efectivo
de los fugitivos, difícil. H acia fines del siglo xvm, las fugas y
los levantam ientos constituyeron una fuerza social im portante,
paralela a la creciente inquietud de los negros libres y una ola
general de descontento de toda la Colonia, que culm inó en la
guerra de los com uneros de 1781. En el valle se descubrieron
com plots para llevar a cabo grandes revueltas, algunos de los
cuales incluían alianzas con los indios, y tam bién se descubrie­
ron sociedades secretas de cabildos de esclavos (Jaram illo Uribe,
1968: 68-71).
En la m ism a parte sur del valle, cerca de los dom inios de los
A rboleda, un propietario de m inas y su hijo, en 1761, fueron
asesinados por sus esclavos (A rboleda, 1956, 2: 306-307). O cul­
tos y a salvo en un p a len q u e en lo profundo del bosque, a lo largo
del río Palo que bordeaba las vastas propiedades de ¡os A rboleda,
los esclavos fugitivos com enzaron a cultivar tabaco de alta
graduación durante los últim os veinticinco años del siglo XVIII,
y continuaron haciéndolo hasta la abolición de la esclavitud.
V iviendo com o hom bres al m argen de la ley, producían clan d es­
tinam ente alrededor de una duodécim a parte del total de lo
cosechado en el valle. La policía no se atrevía a adentrarse en la
zona. Los fugitivos tenían relaciones am istosas con los frailes
disolutos del m onasterio cercano, de quienes se decía vivían con
m ulatas, y trabajaban con bandas de traficantes de tabaco en
conflicto constante con el gobierno y su estanco del tabaco
(H arrison, 1951: 33-40, 132-140, 200-202).
El coronel J.P. H am ilton, quien viajó por el Valle del Cauca
en calidad de observador del gobierno británico a m ediados de
la década de 1S20, estuvo un tiem po en Japio, la má.s grande de
las haciendas de los A rboleda. C onsideró que sus esclavos eran
físicam ente superiores y más saludables que los de otras h a d e n -
das y m inas del valle, y tom ó nota con aprobación, de que el
sacerdote los oía en confesión. “Si se tramaba una conspiración
entre los N egros, seguram ente el sacerdote se enteraría desde su
confesionario” (1827, 2: 130). Su suposición resultó errónea. A
principios de la década de 1840 los esclavos de las haciendas de
¡os A rboleda se unieron al ejército rebelde de O bando, quien
estaba asolando el suroeste de C olom bia con la prom esa de la
abolición inm ediata, y saquearon dichas propiedades. Los títulos
de Obando incluían el de “ Protector de Cristo C rucificado”, y al
grito de “Federalism o y R eligión”, levantó el estandarte de la
revolución. En 1841 decretó que todos los esclavos que se
unieran a sus fuerzas serían liberados, y sus dueños recom pen­
sados con el fondo de m anum isión del gobierno o con sus propios
recursos, si los otros no resultaban suficientes. Pero la revolución
fracasó.
- En 1843 el gobierno provincial e stilló en 400 000 pesos las
pérdidas ocasionadas por la fuga o la muerte de los esd a v ó s, y
por la confiscación del ganado. Los dueños de esclavos tem ían
la recurrencia de la guerra racial, e intentaron que en 1843 se
aprobara un código penal perjudicial para los negros (H elguera,
1971: 192-193). La reacción ante la rebelión y el precio a la baja
de los esclavos consistió en venderlos en el extranjero. Julio
Arboleda llevó 99 adultos y 113 niños a través de los A ndes hasta
la costa del Pacífico y los vendió a com erciantes de esclavos
peruanos, por algo así com o 3 1 0 0 0 pesos (H elguera y Lee
López, 1967); una diáspora que los negros nunca podrían olvi-
dar.- De toda la paz de que disfrutaron los A rboleda durante la
mayor parte de la era esclavista, legaron recuerdos am argos que
perduran hasta nuestros días. Los negros dicen habitual mente
que los m uros interiores de las haciendas están m anchados con
la sangre de los esclavos azotados o torturados, y que ninguna
cantidad de pintura la puede borrar. En la m edianoche del
Viernes Santo el pueblo dice oír el traqueteo de una muía que
lleva a Julio A rboleda, quien busca en vano el perdón de sus
pecados.
En 1851, con el ávido apoyo de los dueños de esclavos del
valle, los A rboleda encabezaron una guerra civil que fracasó,
para oponerse a la abolición. Contra la marea creciente del libe­
ralismo radical y el odio de clases, ellos plantearon que la mano
de obra desaparecería. T enían razón. La explotación de las m inas
auríferas en el Valle del Cauca cesó poco después, a excepción
de las prospecciones que realizaban los cam pesinos m arginales.
Pero a p e sar de su derrota y de la pérdida de los esclavos, los
A rboleda m antuvieron una sem ejanza con sus antiguas opera­
ciones en las haciendas; un reajuste facilitado por su estrato y su
fortuna, y por el hecho de estar ubicados entre dos ciudades im ­
portantes y conectadas entre sí: Cali y Popayán. Lo más im por­
tante es q u e Sergio Arboleda, herm ano de Julio y dueño de Japio,
había preparado planes de contingencia para la abolición política
alentada por las vacilaciones del g o bierno nacional. Para la abo­
lición de enero de 1852, la hacienda Japio y su subdivisión de
Q uintero, se había preparado para la transición, institucionali­
zando una nueva categoría de trabajadores: los concertados. É s­
tos eran negros que a cam bio de una pequeña parcela o unas
pocas hectáreas, trabajaban en la hacienda un determ inado nú­
m ero de días. Justo antes de la abolición, alrededor del 40% de
los esclavos adultos habían pasado a ser concertados.
En 1852, Joaquín M osquera, un vecino dueño de esclavos que
en 1830 había sido presidente de C olom bia, escribió: “Hasta
ahora, la abolición general no ha producido ninguna conm oción
seria; pero veo dificultades alarm antes porque los agitadores han
estado aconsejando a los negros que no hicieran contratos con
sus antiguos amos ni que dejaran sus tierras, sino que tom aran
posesión de ellas” (Posada y R estrepo C anal, 1933: 83-85).
L os incidentes de este tipo eran com unes. Gilm ore plantea
que en la provincia minera de C hocó, bien al noroeste del Valle
del C au ca, “ los dueños de propiedades tem ían expropiaciones
com unistas de sus posesiones”. En relación con las m inas de
B arbacoas, al suroeste, el fam oso geógrafo A gustín C odazzi
inform ó que “esos agitadores pervertidos o mal intencionados le
infundieron a esa gente ignorante y rústica (los negros y los
m ulatos), la ¡dea de que no debían trabajar para los blancos, y
que las tierras de estos últimos habían de dividirse entre ello s”
(G ilm ore, 1967: 205).
T res meses m ás tarde M osquera inform ó que sus minas,
ubicadas en el área de Caloto, parecían un pueblo destruido por
un terrem oto. Pasó dos sem anas negociando con los ex esclavos
la reorganización de las minas, gran parte de las cuales rentó a
“ precios viles” a com erciantes blancos de la localidad, y a
negros. Las chozas y los platanales se dividieron entre los ex
esclavos, p o r fam ilia, y se distrib u y ero n gratuitam ente; las pas­
turas se rentaron. Los negros, d ijo, “son ahora los d ueños de mis
propiedades, y m e dejaron una especie .de dom inio, no o torgán­
dom e m ás que la quinta parte de m is ingresos anterio res”. Y con
el mismo dilem a se enfrentaron los am os de la tierra de todo el
valle (Posada y R estrepo C anal, 1933; H olton, 1857: 381-382,
42 0 ,5 1 1 ).
- Al volver a sus propiedades, en 1853, las que tem poralm ente
habían sido confiscadas por el P artido Liberal victorioso, los
A rboleda refinaron el sistem a de concertaje. D ividieron 330
hectáreas de selva virgen entre los negros de Q uintero, y les
dieron “pan, vestido y tech o ”. Los negros tuvieron q u e lim piar
la selva, establecer plantaciones para la hacienda y pagar rentas
(terrajes) de entre cinco y diez días de trabajo por m es. En otro
esfuerzo por solucionar la m erm a de m ano de obra, Sergio
A rboleda com enzó una producción de capital intensivo: em pezó
a destilar brandy, lo que pasó a ser la m ayor fuente de ingresos
de la hacienda, siendo la responsable de buena part^ de su éxito
económ ico en relación con las otras haciendas d el valle, que en
ese entonces declinaban inexorablem ente.
Los A rboleda trataron de co n tro lar firm em ente a sus arrenda­
tarios, restringiendo las reuniones públicas y el trabajo en- las
parcelas rentadas. T uvieron un éxito considerable, pero nunca
llegaron a consolidar la m ano de obra que tan desesperadam ente
necesitaban. A ños m ás tarde, en 1878, Sergio A rboleda describió
sus problem as. M ientras duró la esclav itu d , él consideró de su
propiedad los bosques a lo largo d e los lím ites de la hacienda La
Bolsa_ y el río Palo, que durante tanto tiem po fueran el refugio
de los esclavos fugitivos. Pero cu an d o en 1851 los liberales le
confiscaron sus propiedades, liberaron a los esclavos y él y su
herm ano tuvieron que huir a Perú, “Se desencadenó la anarquía,
y cuando regresé en 1853, el caos p o lítico continuó, hasta 1854,
y.tan grande fue el horror que infestó esos bosques, que nadie se
atrevía a tratar de llegar a un acu erd o con los terrajeros. Yo
mism o sentía dem asiado tem or de m eterm e allí” . C on la revolu­
ción de 1860 los negros libres rechazaron el trabajo asalariado,
aun cuando les fue ofrecido en térm inos generosos. En su resis­
tencia, los blancos sacaron ventaja de la turbulencia política
nacional, que desgarró al V alle del C auca m ás que a ninguna otra
parte de la república. Ya sea bajo el estandarte partidista de los
C onservadores o de los Liberales, las élites feudales lucharon
salv ajem en te por el poder, en una región donde la hostilidad
arisca de la clase form ada por la nueva burguesía, inclinaba el
equilibrio del poder.
M arcada por el antagonism o de siglos de esclavitud, esta
nueva clase de cam pesinos encontró una libertad precaria en la
desunión prevaleciente entre sus ex amos, en una econom ía
dependiente. Los am os de la tierra lucharon vanam ente por
com ercializar sus posesiones y por recuperar sus riquezas duran­
te una reducción económ ica que aisló al Valle del C auca d e los
nuevos m ercados, m ientras que los cam pesinos subsistían g ra­
cias a la generosidad del suelo. A m edida que la república se vio
m ás envuelta en el libre com ercio del m ercado m undial, el
m ercado nacional se fue fragm entando, y cada segm ento del
interior llevó adelante su com ercio principal con Europa. Se
había vuelto más barato llevar m ercaderías a las provincias
occidentales desde Liverpool que desde Bogotá (Safford, 1956:
507-508). M ientras que algunas áreas, com o la región tabacalera
del V alle de la M agdalena, fueron arrastradas por la corriente del
líbre com ercio, el Valle del Cauca se transform ó en un rem anso
económ ico.
En 1857 Sergio A rboleda observó que la econom ía del Cauca
estaba en condiciones m ucho peores que la de com ienzos de
siglo. Las m inas, edificios públicos, acueductos, puentes, igle­
sias y residencias privadas, estaban en ruinas. Era im posible
encontrar artesanos que se ocuparan de su reconstrucción. Los
desechos de las haciendas descuidadas, infestaban los cam pos.
La ex plotación aurífera se había derrum bado. Los precios de los
productos del campo se habían duplicado desde el final defin iti­
vo de la esclavitud en 1852, de m anera que aun cuando los
salarios tam bién habían aum entado, el jornalero estaba en una
situación m ucho peor que la anterior. Sin em bargo, “si perdim os
nuestro com ercio interno”, siguió escribiendo, “ganam os uno
externo. Hoy en día las im portaciones del exterior son seis veces
más grandes que antes”. La industria local no podía com petir con
la extranjera, y el capital local se había desviado hacia la com pra
de productos extranjeros. Exhortó a los dem ás terratenientes a
que invirtieran en exportaciones tropicales y de agricultura:
“ tabaco, vainilla, hule, zarzaparrilla, azúcar y mil productos
m ás”. Pero aún quedaban dos problem as: la escasez de m ano de
obra y la inseguridad de la propiedad. Las clases bajas desdeña­
ban el trabajo asalariado, y no había garantías para “el derecho
sagrado de la propiedad privada”, que había recibido su prim er
ataque con la abolición (1972: 328-331).
T am bién había una falta de confianza total en los negocios.
Sergio A rboled a percibió que la esclavitud había engendrado un
clima m oral antagónico a la ética del trabajo. A pesar de ese
legado y las distorsiones de las inversiones de capital inducidas
por el nuevo im perialism o, culpó enfáticam ente del m alestar
social al debilitam iento de la religión cristiana, única que podía
m antener perezosa e ignorante a la población. “D ebem os devol­
ver al catolicism o su im perio, organizar una vez m ás la fam ilia
cristiana [...] restablecer el derecho a la propiedad [...] y crear un
nuevo ejército perm anente” (Arboleda, 1972: 207). A ños atrás,
los dueños de esclavos sé habían excusado de cristianizar a sus
esclavos, d e quienes dijeron eran muy ignorantes. A hora, uno de
sus ideólogos m ás im portantes hacía un. plan te o análogo contra
la dem ocracia burguesa al establecer que las m asas ignorantes
sólo podían vivir en arm onía si eran cristianas.
La unidad de hacienda y capilla se había lesionado. Los ex
esclavos se retiraron a la selva adyacente para form ar una pobla­
ción autosuficiente de cultivadores independientes, libres de
crear su propia com prensión del cristianism o. El cristianism o,
dei que dependían los amos de la tierra com o A rb o led a para
contener a las masas, no se estaba debilitando; en todo caso, sus
com ponentes folclóricos se estaban liberando. La función latente
de la Iglesia siem pre había sido la de coordinar las distintas
castas y clases alrededor de una base ideológica com ún, donde
congeniaran el m isticism o y la doctrina oficial. La religión de
los M isterios, los milagros, los espíritus de los antepasados y los
santos, ju n to con el tem or a los maleficios, siem pre había conte­
nido el alm a de los negros. Y ahora, a m edida que cam biaba la
percepción de la función de la Iglesia por parte de los terrate­
nientes, cam biaba tam bién la de los negros, quienes ya no tenían
que doblegarse ante el dios de sus amos en las capillas de sus
am os, com o parte de su sagrada familia.
D esde sus com ienzos, y no sólo desde que los jesuítas la
m anejaron, Japio fue un centro tanto cerem onial com o de pro­
ducción. En realidad, su capilla era el centro de la viceparroquia
de N uestra Señora de Loreto. Tan amplia com o la “casa grande”
del dueño, estaba construida de ladrillo y tejas, a diferencia de
todos los dem ás edificios de haciendas, construidos de adobe y
paja, con santos increíblem ente enjoyados y adornados, con
coronas de plata y collares de coral, el valor de la capilla y de los
ornam entos religiosos representaba el 15% del capital total de la
hacienda, incluyendo los esclavos.
E n 1753 el adm inistrador había recibido órdenes de prestar
especial atención a los preceptos religiosos: d ar instrucción, y
hacer que todas las noches se orara y cantara. En 1830 al
sacerdote v isitan te se le contrató para que diera m isa una vez al
mes, para bau tizar, realizar servicios funerarios y casam ientos
entre los esclavos, y para confesar y dar la prim era com unión
una vez por año. Recibía un estipendio anual de 70 pesos, que
representaba las dos terceras partes de lo que percibía el adm i­
nistrador, y una tarifa per cápita por adm inistar los sacram entos.
Después d e los levantam ientos de principios de la década de
1840 ya no se presentó más.
D espués de la abolición, Sergio A rboleda se opuso al d e re ­
cho de la Iglesia de seguir cobrándole las p rim icia s del im puesto
a la P rim era Fruta -q u e por lo general era de una por cada siete
husbel [m edida d e 35 litros] o an im ales-, proclam ó su y a la
capilla, y d en u n ció am argam ente los cam bios en las funciones
religiosas. M ien tras hubo esclavos, dijo, los costos de la religión
le habían p ro d u cid o beneficios, pero la Iglesia ya no tenía a los
negros bajo co n tro l.
El párroco respondió en un tono im pensable para la época
previa a la abolición. Alegó que después de 1833 los dueños de
esclavos habían d ejado de contribuir a los costos de los sacra­
m entos, y que hasta la abolición, los sacerdotes habían estado
obligados a dar una misa por mes. Había continuado haciendo
lo m ejor que podía pero esto se había vuelto im posible por falta
de fieles. Los esclavos tenían tan poco tiempo libre para m ante­
ner a sus fam ilias, que habían tenido que aprovechar los dom in­
gos para cultivar sus propias parcelas. Regañó al dueño por
guardar los o rnam entos de la capilla en su casa, con lo que el
sacerdote estaba perm anentem ente a su m erced para organizar
los servicios. D ijo que era totalm ente falso que la capilla perte­
neciera a los A rboleda, y que éstos la hubieran construido y
pagado los ornam entos. En todo caso, todo esto provenía de los
jesuítas, de cuando fueron los dueños de Japio. El cem enterio
mism o había sido expoliado para que S ergio A rboleda pudiera
am pliar el patio de la hacienda. Finalm ente, y al contrario d e lo
que había dicho A rboleda, los días de fiesta no tenían nada que
ver con las peleas y la inm oralidad gen eral de los negros, el
culpable era el dueño, por sus destilerías de licor, que constituía
la producción más importante de la hacienda y que vendía escru ­
pulosam ente en tanto que con ello ganaba dinero.
La iglesia y la religión adquirieron un nuevo significado
cuando se quebró la atadura de am o-esclavo. Los dueños ya no
podían enarbolar la D ivinidad, y dada la suprem acía de la
teología com o la fuerza sancionadora del m andato señorial,
todas las doctrinas y acciones revolucionarias pasaron necesa­
riam ente a ser herejías religiosas. Por el m ism o cam ino, la clase
baja de la sociedad le adjudicó a los terratenientes la im agen del
anticristo, y las peores calum nias contra su fe. La cultura preser­
vaba su intensa disposición religiosa, pero ahora, inflam ados por
la lucha social por la tierra, el trabajo y la libertad, em ergía una
conciencia m aniquea que reforzaba la división fanática entre el
Partido Liberal y el C onservador, q u e fue lá perdición d e la
sociedad colom biana desde m ediados del siglo XIX en adelante.
Los liberales habían asestado a la esclavitud el golpe final. Los
negros dieron su apoyo ferviente a sus principios más radicales,
mientras que los A rboleda perm anecieron fieles a la causa c o n ­
servadora. Si bien el liderazgo de los partidos era ostensiblem en­
te veleidoso, allí en el antiguo corazón de la esclavitud, las
condiciones sociales garantizaban que las resquebrajaduras ideo­
lógicas tem pestuosas echaran raíces firm es.

LOS ARRENDATARIOS DÍSCOLOS: LOS HOLGAZANES


Y LOS REBELDES

A unque Sergio A rboleda insistía p erm anentem ente en que de sus


inquilinos podía obtener rentas y trabajo sustanciales, se vio
forzado a desarrollar otros m edios para asegurarse el trabajo y
para m antener el control. Rem ó áreas extensas de pastizales a los
ganaderos acom odados, m uchos de los cuales eran clérigos. Los
ganaderos podían tener sus propios inquilinos, siem pre y cuando
él dueño diera perm iso. Estas m edidas aum entaban las gan an ­
cias, y lo que quizás era todavía m ás im portante, facilitaban el
co ntrol social en la vasta prop ied ad .T am b ién estableció una élite
trabajadora de blancos. En sus instrucciones de 1857 al adm inis­
trador de sus propiedades, decía que los negros eran muy lentos
p a ra trabajar y que le arruinaban los anim ales; que en la fábrica
únicam ente debían trabajar blancos. Una v ez puestos a prueba,
in d icab a, a estos blancos se les debía co n tratar por tres años con
base en un salario regular, y se les debía dar una parcela para que
la cultivaran y construyeran allí sus cabañas. No se les debía
c o b ra r renta, pero debían trabajar cuando se les ordenara. Si no
lo hacían se les debía echar, y en ese caso la h acien d a no estaba
oblig ad a a pagar por ninguna de las m ejoras que hubieran hecho
a la tierra. T am poco podrían trabajar para nadie más sin el
perm iso de los A rboleda.
A rboleda recalcó que el pago del día de trabajo de los negros
debía organizarse con base en trabajos realizados, y nunca por
tiem po, y que era m ejor dejar trabajo sin hacer que deber dinero.
P ara la plantación y cosecha de ciertos productos alim enticios,
com o el arroz, sólo debían contratarse peones hom bres que
v iv ieran alejados de la hacienda, “pero haga esto co n gente que
en tien d a que lo hace intencio n alm en te”. Y agregaba, “abata los
sa la rio s de las m u jeres”.
H abía dos tipos de arrendatarios negros: los que pagaban la
renta trabajando en la hacienda un día a la sem ana, y otro grupo
m ás privilegiado de 180 arrendatarios, que pagaban anualm ente
una pitanza en efectivo, sum a que podía ganarse con no más de
cinco a ocho días de trabajo. Para la hacienda habría sido mucho
m ás ventajoso que estos arrendatarios pagaran tam bién con
trabajo, pero los A rboleda carecían del poder necesario. Este
grupo, que pagaba con dinero, tam bién proporcionaba los in­
form antes que m antenían un control de los constantes robos que
plagaban la hacienda.
A l plantar cultivos perennes, com o el cacao, donde antes no
había m ás que selvas densas, y al cercar los pastizales, Sergio
A rboleda trató de encerrar a los inquietos cam pesinos. De esta
form a, la hacienda de esclavos, m onolítica y apretada, dio paso
a una serie de esferas concéntricas de autoridad, con una gran
variedad de relaciones distintas, pero superpuestas con el poder
central. Los grandes ganaderos que rentaban tierras, los peones
blancos, los trabajadores contratados, los arrendatarios que pa­
gaban con dinero y los que pagaban con trabajo, se encontraron
atrapados en una red de trabajo que ineludiblem ente los enfren­
taba entre sí.
Los esclavos habían constituido apenas algo más que la m itad
del inventario total de ¡a hacienda. A hora, el costo de los salarios
representaba la m itad de sus costos de adm inistración; las ventas
anuales de licor y el cacao, producían ganancias generosas, las
cuales sin em bargo, no fueron- constantes. A principios de la
década de 1860, y otra vez en 1876, la hacienda fue confiscada
durante guerras civiles en las que Sergio A rboleda jugó un papel
prom inente y de perdedor.
La lucha recurrente por el control de la tierra está bien
ilustrada en las instrucciones de A rboleda a su adm inistrador de
1867 y 1871, cuando una vez m ás la balanza de| poder se inclinó
a su favor. En 1867 su preocupación principal eran los arrenda­
tarios negros. A éstos había que dividirlos en barrios y se les
debía conm inar a que pagaran sua deudas. A un arrendatario
im portante había de dársele el poder de supervisar el cobro de
las rentas en cada barrio. Según las instrucciones, en cada mes
de septiem bre se iba a necesitar una vigilancia especial para
impedir que los. arrendatarios lim piaran la selva y sem braran
m aíz sin perm iso, y para garantizar que aquellos que lo hicieran
pagaran la renta. No pagar significaba la expulsión inm ediata, y
ningún arrendatario estaba autorizado a subarrendar o a traer
gente de afuera. Los artesaoos debían conseguirse su propia
comida. “D igo esto porque la experiencia me ha enseñado que,
primero, cobran lo mismo los alim ente uno o no; y segundo, que
casi todos ellos, una vez que tienen la com ida asegurada, no
hacen en un mes ni la mitad de lo que cuesta alim entarlos, y al
final del año de trabajo, la tarea apenas si está en sus com ienzos”.
A lgunos cam pesinos respondieron con enojo. En 1867 A rbo­
leda recibió una carta relacionada con los derechos de destilación
de licores:

Señor Arboleda:

¿Quién se cree usted que es? ¿Por casualidad cree usted que todavía
está en Quinamayo con su hermano el granadino Calígula y su
ejercito de bandidos que sacrificaban a los pobres? ¿Cree usted que
vamos a seguirle tolerando su bellaquería? Alerta, Doctor de la
Venganza; es un escándalo que un hombre como usted que tiene
[antas m aneras de ganar dinero le robe a las pobres mujeres su
derecho a hacer licor, que es el único medio de subsistencia que les
queda después que usted y su hermano nos robaron durante la
revolución. ¡Es usted un ladrón cualquiera, un asesino, infame y
desvergonzado! Quítese los pantalones y cúbrase con arbustos. ¿Qué
ha venido a hacer aquí? Robarnos. No crea que hemos olvidado todo
el mal que ha hecho. La hora de la venganza está próxima. Nunca
olvidarem os los pelotones de fusilamiento de San Camilo y Palmira,
ni las horcas de Piendomo, o las órdenes de su hermano de matar de
hambre a los prisioneros. ¿Usted cree que también nos va a m atar de
hambre, quitándole a las mujeres sus ingresos? Si eso es lo que cree
está equivocado, porque aquí nadie le tiene miedo. Tenga cuidado,
no vaya a ser que el licor resulte su forma de pagar sus deudas. Cuide
que su m aldad y su vida criminal no lo hagan terminar como a su
hermano [quien fue asesinado en 1S62); a cada César su-Bruto. Es
mejor robarle 300 000 pesos o más al gobierno, que hacerle la guerra
a las m ujeres por el licor, porque esto es muy ridículo. Tenga
cuidado, o la gente va a reclamar su derecho, porque somos libres y
soberanos; ya no es usted Jefe de Estado de los Godos [los conser­
vadores], que como en 1861 podían robar y matar.

Algunos enmascarados

H acia 1871 las instrucciones de A rboleda referentes a los


arrendatarios se habían vuelto m ás largas y aún m ás belicosas.
Los colonos seguían ocupando tierra y m uchos arrendatarios se
negaban a conform arse. A rboleda dio instrucciones a su ad m i­
nistrador de que hiciera un censo y expulsara a los que no
tuvieran docum entos, si éstos no podían pagar la renta. A consejó
cautela. No sería prudente, dijo, expulsar sim ultáneam ente a
todos los arrendatarios díscolos. Prim ero había que expulsar a
los más rebeldes para que los otros aprendieran la lección. Se
debía e c h a ra los colonos destruyéndoles sus casas, y la lim pieza
de la tierra por parte de los pequeños arrendatarios de Japio que
sem braban maíz, había de cesar. Los cam pesinos se vengaron
quem ando cam pos de caña y saboteando los intentos de A rb o le­
da de exten d er los cultivos de caña de azúcar para com batir el
agotam iento del suelo.
H acia fines de la década de 1870 las ganancias habían dism i­
nuido m ucho. Y así perm anecieron hasta iu defuúciúu de la
fam ilia y el co m ienzo de la agricultura comercial en gran escala,
a com ienzos del siglo XX, cuando el ferrocarril com unicó el Valle
del C auca co'n la costa del Pacífico, y por en d e, con el m ercado
internacional. La intransigencia del cam p esin ad o negro virtual-
m énte im posibilitó la superación de la crisis eco n ó m ica. En 1882
A rboleda trató de vender su finca. Su hijo A lfonso, quien a
m ediados de la década de 1870 se Hizo carg o de la adm inistra­
ción, le escribió desesperadam ente a su pad re acerca de los
robos; Ja falta de m ano de obra, rebeliones arm adas, negativas a
pagar terrajes y del odio incesante de los cam p esin o s por los
terratenientes. “A hora estas haciendas no p ro du cen n ad a [...] La
única esperanza es con los terrajeros, p ero éstos se niegan a
pagar. ¡Y los plátanos! H ay que poner un g u ard ia debajo de cada
árbol para que no los roben!” La producción de cacao estaba
perm anentem ente am enazada por tos robos. 1-os negros abrían
cam inos en m edio de todas las plantaciones, echaban abajo las
cercas constantem ente, y hasta bloqueaban el transporte dentro
y- fuera de la hacienda. La situación política era desesperante: la
facción de H urtado del Partido Liberal “ há tom ado por asalto
nuestros dom inios, robado nuestras arm as, y ahora se'-la toma
con la olig arq u ía” . Los negros de las tierras de los A rboleda, que
vivían a lo largo del río Palo, estaban a rm ad o s y luchaban del
lado de los hurtadistas, aunque no com o títeres. E scribió A lfonso
en 1S79:

Los negros del río Palo están constantem ente en pie de guerra. Si
continúan haciendo todo lo que les plazca, y porque aquí no hay
tuerzas que protejan a los terratenientes y ninguna forma de hacerlos
entrar en razón, deberemos apelar al gobierno liberal para ver si él
puede aplicar la fuerza. Porque estos negros que están atacando a los
oligarcas, también son una amenaza para el gobierno actual.

Los negros tenían una razón personal p ara arm arse y pelear,
puesto que los A rboleda estaban tratando de sacarlos de su
refugio en las m árgenes del río Palo. D esde el siglo XVin, los
cam pam entos de esclavos fugitivos en esta área habían sido un
factor irritante para los A rboleda. C on la p roducción de la
hacienda en declinación constante, los A rb o led a buscaban ahora
estas tierras fértiles, en un intento d esesp erad o por rom per la
independencia de los pequeños pro p ietario s y para, de paso,
vender sus tierras.
Los negros tenían un tem or constante de que los volvieran a
esclavizar. Cuando A lfonso puso a un lado una cierta cantidad
de arroz y plátanos, corrió el rum or de que él y el gobierno estaban
a punto de apoderarse de los hijos de los negros para venderlos
en otro país, como Julio A rboleda había hecho en 1847. “A partir
de esto”, le escribió A lfonso a su padre, “puedes calcular el odio
que hay contra nosotros, y puedes tam bién inferir que el robo de
los d epósitos de cacao no proviene de otro lado que de com pra­
dores de cacao, quienes propagan estas m entiras. Lo peor es que
los negros creen estas historias y están alarm ados”.
A lfonso quería reequipar la fábrica con m aquinaria nueva de
los E stados Unidos, pero la constante am enaza de revolución
paralizó sus negocios. En 1882, con el colapso del boom de la
quinina, única exportación de la región, el dinero dejó de circu­
lar. Los pocos trabajadores que pudo conseguir para la-fábrica lo
hacían enfurecer por su pereza y sus fie sta s constantes. “Es
im posible conseguir trabajadores, aunque uno se encuentra todos
los días con holgazanes”.

La s c o n t r a d ic c io n e s d e l p e r io d o d e t r a n s ic ió n

El Valle del Cauca se encontraba ahora al m argen del m undo


com ercial, puesto que el m ercado había separado el dom inio
nacional en satélites discrim inados selectivam ente. A pesar del
éxito com ercial de la hacienda en relación con las dem ás del
valle, finalm ente tam bién sucum bió. El m ercantilism o y la es­
clavitud habían dado paso a distintos intentos de crear un m er­
cado libre. Sin em bargo, a los ex esclavos no se les podía forzar
a trabajar com o asalariados. Los arrendatarios díscolos, la con­
vulsión de la incesante guerra civil y la naturaleza restringida del
m ercado de exportación, hicieron que la agricultura com erciali­
zada a gran escala fuera insostenible. A trapados entre dos modos
de producción, los terratenientes intentaron recurrir a un “neo-
feudalism o” diluido en el trabajo libre contratado. Pero la tierra
era abundante, ya se había superado la cultura del servilism o, y
el trabajo libre contratado resultó dem asiado caro, con los m er­
cados nacionales y de exportación bloqueados.
Una y otra vez testigos oculares describieron la prom esa
atorm entadora y la ruina general del valle; el problem a radicaba
en asegurar una salida del mercado al Pacífico, y en solucionar
la supuesta pereza y la insolente disposición de las clases bajas.
En 1853 el general T .C . Mosquera, tres veces presidente de la
R epública y. uno de los hijos más prom inentes del C auca, hizo
notar que la m ayoría de los habitantes del Cauca eran negros o
m ulatos. Pero m ientras que los blancos eran “inteligentes, acti­
vos, laboriosos y m orales” , los negros eran “d ébiles para el
trabajo, sufridos y desconfiados” (1853: 77, 97). Felipe Pérez,
un geógrafo colom biano, señaló que no era sim plem ente la
pereza lo que estaba en juego, sino la igualdad. La sorprendente
fertilidad del suelo im plicaba que “para comer, uno no tiene que
trabajar”; por lo tanto, “ la gente no acepta servir a otros, y el
espíritu de igualdad social que predom ina entre los pobres, ahoga
y tortura las pretensiones aristocráticas de la vieja feudocracia
m inera” (1862: 212-213). Pérez insistía en que “ lo único n ece­
sa rio es que las m anos ociosas que hoy existen dejen de ser
ociosas, y que la arm onía social, la m ejor garantía del trabajo y
los negocios, pueda prevalecer" (I b i d 139).
, Pero eso, que era “ lo único necesario” estaba lejos de ser
posible. Las características señaladas por M osquera, en cuanto
a que los negros eran “débiles para el trabajo, sufridos y descon­
fiados” , y el espíritu de igualdad social por el que la gente
rehusaba servir a otros, según lo describiera Pérez, tenía una base
m aterial en el m odo de subsistencia del cam pesinado negro, de
reciente form ación. Ellos buscaron refugio en las riberas fértiles
del río y en las selvas húm edas, plantaron algo de plátano, algo
de maíz y unos pocos cultivos com erciales, com o el cacao y el
tabaco. La pesca y la búsqueda de oro en los ríos eran actividades
suplem entarias. Pérez, quien repetidam ente se refiere a la d eca­
dencia de todas las form as de agricultura y cría de ganado en el
valle, constantem ente señala al plátano y al cacao com o los dos
cultivos que alrededor de 1862 tenían más im portancia. Éstos
eran fundam entalm ente cultivos de los cam pesinos, y se en co n ­
traban en las riberas boscosas, las áreas pantanosas, y en las
regiones muy boscosas, habitadas por cam pesinos negros “ resis­
tentes a los ataques de la m alaria" (G arcía, 1898: 28-29). Este
tipo de zona era rica en anim ales salvajes que los habitantes
cazaban para aprovisionarse de carne (Pérez, 1862: 140). E.
Palau era de la opinión que la “región privilegiada” para el cacao
era la cercana al río Palo, o sea el corazón mismo del cam pesi­
nado negro. Los plátanos se entrem ezclaban con las jó v en es
plantas de cacao para darles som bra. Según García, hacia fines
del siglo XIX, las m ejores plantaciones de plátanos de todo el
valle tam bién eran las de dicha área (G arcía, 1898: 23). Palau
describió al plátano com o “el árbol m ás útil de las Indias” (1889:
32). Es un árbol sem iperenne que produce frutos cada ocho a
doce m eses e n c u a lq u iéré p o c a del año, y com o todos los cultivos
de los cam pesinos, requiere de muy poco trabajo. Hoy en día,
con una ecología bastante sim ilar, la parcela con la que subsiste
un cam pesino no requiere de m ás de cien días de trabajo relati­
vam ente ligero. Evaristo G arcía calculó que una hectárea de
plátanos alcanzaba para la alim entación de veinticuatro adultos.
D escribió cóm o, durante sus viajes por el valle, se había centrado
en las regiones boscosas para encontrar habitantes de “la raza
etíope” que vivían en chozas de paja, rodeadas de plátanos y otras
plantas útiles. A lgunas fam ilias poseían pequeños rebaños de
ganado, caballos y cerdos. C om o así podían subsistir muy fácil­
mente, en su opinión, los cam pesinos no querían trabajar en las
haciendas ganaderas y azucareras. Por esta razón, escribió, hasta
fines de siglo hubo pocas fincas g-randes funcionando (G arcía,
1898: 29).
En m uchos sentidos, estos cam pesinos negros eran proscritos;
eran cam pesinos libres y silvicultores que vivían por sus propios
m edios y no tenían nada que ver con las garantías legales de la
tierra y la ciudadanía. De acuerdo con algunos observadores, el
espectro atem orizante de un Estado negro no se había perdido
de vista. “ En los bosques que encierran al Valle del C auca”,
escribió el viajero alem án Friederich von Schenk en 18S0, “v e­
getan m uchos negros que uno podría com parar con los cim arro­
nes de las Indias O ccidentales”. B uscaban la soledad de los
bosques, “donde lentam ente regresan a las costum bres de su
Africa natal, com o se puede ver en el interior de Haití [...] Esta
gente es trem endam ente peligrosa, especialm ente en tiem pos de
revolución, cu an tíase juntan en bandas y se lanzan a luchar com o
com batientes valientes al servicio de cualquier héroe de la liber­
tad que les prom eta un botín: con la revolución de 1860, las
fuerzas del Partido Liberal habían destruido las últimas restric­
ciones que sujetaban a los negros. La mayoría de las haciendas
del valle se fueron a la bancarrota y sufrieron atrozm ente por las
arrem etidas persistentes de los negros “ fanáticos”. “ Los negros
libres del Valle del C auca”, escribió, “solam ente aceptan trabajar
bajo Ia am enaza de una p o b reza extrem a, pero así y todo, no
dejan de insistir en sus saq u eo s d estru ctiv o s” (1953: 53-54). Y
los negros peores eran los que vivían en la parte sur del valle.
... Los cam pesinos valoraban especialm ente los indivisos y las
tierras com unes, que se usaban en su m ayoría para criar ganado.
Si bien los terratenientes las reclam aron com o de su propiedad
hacia fines del siglo XIX, y lo hicieron m ás vigorosam ente una
vez que el valle se abrió a los m ercados extranjeros en 1914, los
cam pesinos las consideraban com unales e inalienables. En reali­
dad eran, más que nada, la tierra de nadie. M ientras que los indios
d e ja s tierras altas poseían tierras com unales con autorización
gubernam ental, los negros del V alle dél C auca fas poseían infor­
m alm ente, y en todo caso lo que provocaban era el desacuerdo
d'el-gobierno. Perseguidos por gente hostil, sin tener represen­
tación política, carentes de seguridad en.cuanto a la tenencia de
la.tierra, y sin la posibilidad de contar con una estructuro repre-
; sentativa de pueblo dentro del m arco oficial de ía adm inistración,
los.cam pesinos negros form aron una nueva clase social que
quedó fuera de la sociedad. Internam ente, su organización social
parecía infinitam ente flexible y capaz de cam bios y co m binacio­
nes sin fin, como aún lo dem uestra la estructura de parentesco.
Como clase, no habían ev olucionado desde los años de benevo­
lencia patrim onial arraigada en las costum bres solariegas que
brindaban un mínimo de g arantías y protección. Es así que el
nuevo cam pesinado contenía aspectos de dos tradiciones d ife ­
rentes: la de los esclavos y la de los esclav o s proscritos (pulen-
queros). .Violentamente excluidos de la sociedad, los cam pesi­
nos; se.vieron forzados a desafiar sus instituciones y sus ideas.
Al atacar las haciendas, atacaban lo que consideraban la causa
de-;sus sufrim ientos: sabían dem asiado bien que en tanto las
haciendas existieran, sus dueños los perseguirían buscando m a­
no de obra.
Poco después de la abolición, la policía y los “ciudadanos
buenos y patriotas” recibieron am plios poderes para arrestar a
Ios-llamados vagabundos y para obligarlos a trabajar en las
haciendas. Como resultado, las p lanicies del Cauca se transfor­
marán en tierras de bandolerism o y terro r (H arrison, 1952: 173).
En. 1858 Miguel Pombo, un im portante funcionario gub ern a­
mental, describió la necesidad de leyes más estrictas para c o m ­
batir la creciente holgazanería y el alto costo de los alim entos.
Los cam pesinos ya no llevaban sus productos al m ercado y
estaban descuidando sus cultivos. Pombo sugirió que se les
obligara a trabajar, poniéndolos bajo el control de la policía y los
terratenientes. Estas m edidas, que im plicaban inanición y azotes
tam bién se debían aplicar a los jornaleros supuestam ente p ere­
zosos o borrachos (El Tiem po, B ogotá, septiem bre 7 de 1 8 5 8 :1 ;
cf., L om bardi, 1971; E stado del Cauca, 1859).
El Estado, constantem ente acosado, no pudo lograr los obje­
tivos que tanto deseaban los em presarios. M ucho más tarde, en
1874, p or ejem plo, los principales industriales tabacaleros se
quejaron ante los funcionarios de Palm ira, la ciudad rural más
im portante del valle, de que la producción estaba declinando por
la falta de disposición de trabajo m anual. “Lo que es necesario”,
dijeron, “son m edios coercitivos, rápidos, eficaces y seguros”
(E stados U nidos de C olom bia, 1875: 139).
Los m ercaderes que desde 1860 form aban una clase com er­
cial en ascenso en el valle, com enzaron a actuar com o interm e­
diarios en la exportación de los cultivos de los pequeños propie­
tarios y de los productos que reunían los contratistas. M uchos
com erciantes colom bianos tom aron parte en esto, incluyendo a
Rafael Reyes, quien más adelante fue presidente de la República.
El tipo de interm ediario con más posibilidades de éxito, tanto
com o com erciante y com o terrateniente en el Valle del Cauca,
era aquel que tenía recursos de crédito exterior y una buena
inform ación de m ercado. A sí fue Santiago Eder, íntimo am igo
de Reyes, y quien com o ciudadano de los Estados U nidos y
cónsul, con relaciones estrechas con casas com erciales de Lon­
dres, Nueva York, Panam á y G uayaquil, se estableció en 1860
en el sur del valle (Eder, 1959). Al entretejer una red de com ercio
local y exterior exportando tabaco, índigo, quinina, hule y café,
e im portando productos term inados, Eder construyó la planta­
ción de azúcar más grande y eficiente del valle. Su éxito se debió
mucho a la m ecanización. Al mismo tiem po que el dueño de
Japio recom endaba que se trajera m aquinaria moderna de los
Estados U nidos para solucionar el problem a de la falta de traba­
jadores, Eder instalaba una “ Louisiana núm. 1”, que era m uy
superior a la que querían adquirir en Japio. Al m argen de los
problem as perm anentes entre liberales y conservadores, prote­
gido de una posible expropiación por su calidad de extranjero y
cónsul de los Estados U nidos, él y hom bres co m o él controlaban
la econom ía de la región cuando en 1914 el valle se abrió al
P a c ífico . Inm ediatam ente después de la abolición, Sergio A rbo­
leda había propuesto precisam ente este tipo de desarrollo. Pero
la incapacidad de los ex dueños de esclavos para entrar en el
com ercio exterior, su celo ideológico y sus continuos intentos de
m antener una finca agrícola con arrendatarios im posibles de
m anejar, los arruinó.

L a RELIGIÓN Y LA GUERRA DE CLASES

Desde fines de la década de 1840 las violentas guerras civiles


regionales y nacionales entre el Partido Conservador y.el Partido
L iberal habían asolado.a la sociedad colom biana, siendo la
últim a la “ violencia" de 1948-1958. En realidad, los partidos no
parecían organizaciones políticas sino “odios hereditario?”, y la
cultura política fom entaba una visión absolutista del mundo,
donde toda controversia se m anejaba en térm inos cuasi religio­
sos o m oralistas (Dix, 1967: 211-212). Prácticam ente todas las
explicaciones de la violencia se centran en las élites com petitivas
y la relación patrón-cliente. El patrón es un tipo de señor feudal
o caudillo que actúa por m edio de su segundo, o g a m o n a l, quien
moviliza a sus clientes, los cam pesinos, para que luchen contra
otra facción patrón-cliente. El intenso sentim iento de unión
partidista atribuido al cam pesinado se explica como el resultado
de su dependencia del patrón, transm itido durante generaciones
y reforzado p o r la socialización primaria de la vida familiar.
El punto de vista hobbesiano de la sociedad y de la naturaleza
hum ana, quintaesencia de la experiencia burguesa de alienación
y esencialización, interpreta la ideología política com o la expre­
sión m ecánica del interés propio de los caudillos oportunistas.
Sin em bargo, éste carece de fundam ento en la historia social de
Japio. En el sureño Valle del Cauca, los cam pesinos no siguieron
a sus señores de antaño. En vez de seguir ciegam ente una ideo­
logía m istificadora que les era impuesta por una élite o de dejarse
enviar a la lucha sin una conciencia moral, forzaron a la élite a
responder a un anarquism o cam pesino encendido por el odio a
los terratenientes y abanicado por sueños milenarios. E stim ula­
dos heroicam ente pero m utilados para siempre por la vaguedad
de la doctrina, ésta es la base social que explica am pliam ente los
tum ultos d esatin ad o s de la realpolitik de los caudillos. El- anar­
quism o se ve con toda claridad en la época de la abolición y del
fervor m ilen arista de la guerra de 1876-1877. La ausencia de una
burguesía vigorosa inclinó la lucha social hacia una form a po­
pulista: el “ p u eb lo ” contra la aristocracia. Q ue el cam pesinado
no se h aya p o d id o constituir en una clase en sí m ism a, aunque
se aproxim ó a ello, no justifica las teorías que excluyen los con­
flictos de clases y los alineam ientos de clase.
C on m ucha percepción, Frank Safford planteó que sin estu­
dios regionales detallados, las explicaciones convencionales,
ocupacionales y de clase económ ica sobre la afiliación partidista
y la g uerra civil del siglo XIX en C olom bia, seguirán siendo
inadecuadas. P ero de todas formas concede que en el área del
C auca, “el liberalism o terminó siendo un instrum ento para el
conflicto de clases, representando a los carentes de tierra o
desposeídos en su lucha contra los grandes terratenientes, y con
frecuencia lidercado por un estrato inferior de la clase alta”
(1972: 361; cf., B ergquist, 1976).
Estas luchas de clase asum ieron un carácter religioso. O rlan­
do Fals B orda, resum iendo gran cantidad de opiniones de estu­
diosos, escribe: “ Los conflictos internos después de 1853 que se
peleaban ostensiblem ente para obtener el control del presupues­
to, o para cam b iar la constitución, se peleaban en realidad en el
terreno relig io so ” (1 969:108). Los dos partidos se definieron en
térm inos m aniqueos. “Una estaba a favor o en contra de la
Iglesia, del lado de Dios o del D iablo” (Ibid.: 105). Al contrario
de lo que se supone generalm ente, los conservadores no tenían
el m onopolio sobre la pasión religiosa. Los liberales extrem istas
invocaban una especie de socialism o cristiano rom ántico, como
reconocieron los conservadores. Un conservador prom inente
escribió lo siguiente sobre los levantam ientos en la época de la
abolición:

He visto que en algunas parles apareció un socialism o demagógico


como en el hermoso Valle del Cauca, con el furor fatal con que los
anabaptistas desearon establecerlo en el siglo xvi. Estoy viendo la
alarma que causan los avances del comunismo en los mismos
hom bres que lo fomentaron en satisfacción de sus venganzas, olvi­
dando que a ningún agitador le es dado contener el movimiento
revolucionario una vez impreso en las m ultitudes descarriadas (Gil-
more, 1967:206).

En 1850, E l C atolicismo, diario oficial de la A rquidiócesis,


adm itió en uno de sus principales artículos titulado “El com unis­
m o del Evangelio y el com unism o de P ro u dh on ”, que los an ar­
quistas habían hecho mal uso de los evan gelios para persuadir al
pueblo de que el “com unism o es el p rincipio fundam ental de
Jesucristo” . D enuncia a un p olítico radical de enem igo de la
propiedad, “ que proclam a el com unism o com o la ley de D ios”,
y afirm a que: “ Los liberales reverencian profundam ente los
derechos sagrados del com unism o y las sagradas doctrinas de
Proudhon” (G ilm ore, 1967: 207-208). Los liberales radicales,
quienes a m ediados del siglo p ropusieran una forma confusa de
socialism o libertario, adquirieron el nom bre de “ G ólgotas” por
el hábito de sus oradores de referirse a Jesús com o el M ártir del
G ólgota. “El socialism o no es m ás que la lágrim a caída del sabio
en las colinas del G ólgota”, d eclaró uno de sus voceros, José
M aría C am per (G ilm ore, 1 9 6 7 ,1 9 6 7 :2 0 2 ). El populism o liberal
tenía raíces firmes en un ferviente an ticlericalism o heredero cié
la ideología de la R evolución francesa y de las guerras de
Independencia (G im énez Fernández, 1947). Los diplom áticos
estad u n id en ses en C olom bia no ten ían d u d a s en cuanto a que
las guerras civiles eran básicam ente relig iosas. El Partido C o n ­
servador era el partido que representaba a la Iglesia, y el control
de la Iglesia sobre los asuntos civiles proporcionaba “el único
punto político interno vital para el pueblo co lo m b ian o ” (Shaw ,
1941:598).
: La revolución de 1860 cuim inó con la separación total de la
Iglesia y el gobierno, y con la privación de los derechos civiles
del clero. M uchos sacerdotes fueron expulsados del país. Se con­
fiscaron m ás de las dos terceras partes de las propiedades de la
Iglesia. La educación cayó bajo el control gubernam ental, au n ­
que los obispos del Cauca, viendo las crecientes divisiones entre
los liberales, organizaron con desafío sus propias escuelas. La
Iglesia advirtió que la asistencia a escuelas públicas y la adhesión
a sus principios políticos se castigaría con la excom unión. En­
tonces el gobierno cerró por la tuerza la S ociedad C atólica de
Popayán, y algunos grupos independientes del gobierno cerraron
tam bién otras sociedades sim ilares. G uiados por Sergio A rbole­
da, la figura más popular de su partido, los conservadores del
C auca, “en defensa de nuestras creencias religiosas”, en 1876
in iciaro n la guerra. Al grito de “Viva la religión. V iva el padre
H o lg u ín y el Partido C onservador”, y con vivas a la Santísim a
T rin id ad , al obispo de Popayán y al papa Pío XI, quien en 1864
había condenado el liberalism o, atacaron la ciudad de Palm ira.
A lg u n o s sacerdotes, arm ados únicam ente con la cruz y el rosario,
co n d u cía n los batallones insurgentes llam ados “O bispo de Po­
p a y á n ” y “O bispo de Pasto". En la m ás fam osa de todas las
batallas, ocurrida en Los Chancos, al norte del valle, que dejó
alred ed o r de 400 m uertos de 750 com batientes, los conservado­
res estuvieron bajo el m ando de Sergio A rboleda (B riceño, 1878:
241). Sus soldados llevaban estandartes con la im agen del papa
Pío XI y de Cristo (Eder, 1959: 267-286; Shaw , 1941: 597;
B riceño, 1878: 228).
L os relatos del saqueo de Cali, principal ciudad del Valle del
C auca, por las tropas liberales en diciem bre de 1876, aportan una
nueva visión reveladora de las clases, los partidos y la religión
(E der, 1959: 283-299). A lrededor de las dos terceras partes de
los 20 000 habitantes fueron descritos com o una población va­
g ab u n d a de negros y m estizos im buidos en doctrinas intensa­
m ente com unistas. AI contrario de esta chusm a, el tercio restan­
te, cuyas propiedades fueron devastadas, era de origen hispano
y pertenecía al Partido Conservador. Del líder de las tropas
liberales, David Peña, se decía que era un com unista visionario,
un m ístico lunático, y un asesino ciegam ente devoto a las m áxi­
m as de la Revolución francesa y de los Clubes D em ocráticos
C o lom bianos fundados en la década de 1840. Supuestam ente
inició el m ovim iento para enviar a los obispos al exilio. Sin
em bargo, era un católico devoto. Luchó, según dijo supuesta­
m ente, por la gloria y para exterm inar a todos los G odos (con­
serv ad o res), quienes habían de ser arrojados de su ciudad natal
en un torrente de venganza. Sus tropas y la turba exaltada
destruyeron tanto las propiedades de los liberales com o las de
los conservadores; una falta de discrim inación que le puso al
gob iern o liberal en contra. Pero no era m ucho lo que podía hacer,
porque éste com andaba una fuerza inm ensa y contaba con la
lealtad de las clases bajas. O cho m eses después todavía había
bandas arm adas recorriendo las calles. Él dirigió un levanta­
m iento de las clases bajas de tipo populista, con algunos toques
tnilenaristas, el que estuvo dirigido contra la clase propietaria y
la.fnaquinaria gubernam ental que la apoyaba.
Un profesor suizo, quien había ensenado algunos años en
Bogotá, visitó el V alle del Cauca en 1884, el m ism o año en que
Santiago E der inform ó al em bajador de los Estados U nidos que
“el. valle se estaba ahogando en sectarism os políticos y religio­
sos” (Ibid.: 304). Para el profesor, el caucano típico era un
“fanático de su religión, dispuesto a sacrificarlo todo, fam ilia,
vida y posesiones, solam ente por el triunfo. Por esta razón son
crueles en todos los conflictos y no conocen la com pasión. Ésta
es la cuna de todas las revoluciones, y por lo general aquí
term inan” (R othlisberger, citado en Eder, 1959: 265).
En 1S75, Sergio A rboleda recibió una carta de su hijo, quien
en ése m om ento adm inistraba Japio:

En la última sesión del Club Democrático local, a la que asistieron


principalmente negros, se dccía que el objeiivo de los conservadores
era hacer una nueva revolución con el fin de volver a esclavizar a
todos los negros. Se cree que los conservadores dicen: “La esclavitud
o la horca para todos los negros”. Lo que es más, aseguran que los
conservadores no son verdaderos creyentes sino que se fingen cató­
licos para poder engañar; los únicos católicos verdaderos son los
liberales. Al pasar por un negocio pequeño [...] 1c oí decir a un negro
“Allí en Mondmo les vamos a poner la soga al cuello, los vamos a
azotar (haciendo un gesto hacia el cielo) y después ahí los vamos a
dejar colgando" [...] Temo por ti. No puedes regresar.

Los L iberales siguieron representando a Dios, y los C onser­


vadores al diablo. Las ideas religiosas y los sentim ientos m ísticos
formaban el núcleo esencial de los otros ideales políticos. D ifí­
cilm ente podía ser de otro modo en esta sociedad saturada de
religión y m agia, y con las heridas de la esclavitud aún quem ando
en las alm as del cam pesinado, ahora relativam ente indepen­
diente pero constantem ente perseguido.
D espués de todo, ia carta de Japio estaba dirigida al líder
conservador m ás popular del Cauca, com andante de las tropas
conservadoras, y uno de los más ardientes, inteligentes y escru­
pulosos devotos de la Iglesia - e l “caudillo de la causa d ivina”,
como se dijo en su oración fúnebre en 1888. La carta reflejaba
la crisis moral de la sociedad, concebida por el anticatolicism o
y los ideales de la R evolución francesa, y espoleada por el
estancam iento económ ico y el caos político. T iem po atrás, S e r­
gio A rboleda había hablado en contra de la teoría económ ica
liberal de la “ m ano invisible” . N ada vio en ella, excepto, com o
dijera, una relación egoísta incapaz de restringir la v iolencia de
la pasión. La única esperanza estaba en que la Iglesia ejerciera
su dom inio so b re una sociedad organizada jerárquicam ente. El
origen d ivino y la sabiduría infinita evitarían que la Iglesia se
volviera tiránica. La verdad, y en eso A rboleda estaba de a cu er­
do, la co nstitución de la Iglesia era m onárquica y despótica, pero
la ley de la Iglesia era moral y así protegía y regulaba la d e m o ­
cracia. “En resu m en ”, concluyó en su discurso m ás fam oso,
pronunciado en 1857 en Popayán, en respuesta a la crisis eco nó ­
mica, la Iglesia “ es la fundadora de la libertad en el m undo. Para
ella no hay ni razas ni clases, ni vasallos ni reyes, ni libres ni
esclavos. A todos reconoce y a todos deja en su lugar. T odos son
¡guales ante los ojos de D ios. Tal es el clero católico. El clero
nos puede salv ar, y nadie puede salvarnos sino el clero ” (1972:
364).
Los dueños de esclavos del C auca habían usado este tipo de
doctrina cristiana com o un argum ento contra la abolición. “ La
esclavitud está respaldada por las Sagradas E scrituras”; así c o ­
m enzaba un pasaje especialm ente revelador de un folleto que
circuló en C ali en 1847, el cual citaba !a fam osa epístola de P ablo
a los efesios (Jaram illo (Jribe, 1968: 264).
Los negros tem ían que se los esclavizara nuevam ente, y el
catolicism o de la Iglesia era la religión de la re-esclavitud. Y sin
em bargo ellos tam bién tenían su propia tradición religiosa: de
creencias populares, ritos rurales y m agia. Com o había ocurrido
en los palenques de los prim eros tiempos de la C olonia, entre sus
líderes se contaban hechiceros com o José C enecio M ina, su
com andante g uerrillero durante la Guerra de los Mil D ías (1899-
1902), quien m ás tarde m anejó tan hábilm ente la resistencia
negra contra la usurpación de sus tierras por los A rboleda. Los
cam pesinos creían que él se podía transform ar en anim al o planta
cuando lo perseguían, y que era inmune a las balas. A l alabar su
mem oria, ellos se regocijan con el p o d e rd e su s héroes populares,
lo m ism o que con su autonom ía cultural de la sociedad en
general, la clase alta y el Estado.
Los negros de C olom bia no desarrollaron cultos sincréticos
claram ente definidos com o el vudú, la santería o el candom be.
Sin em bargo, T hom as Price, quien estu dió la religión popular
negra en C olom bia a principios de la d écad a de 1950, escribió:

Desarrollaron un complejo integrado de catolicism o español y usan­


zas africanas, que la gente misma consideraba como catolicismo
puro, haciéndolos particularmente inm unes a los esfuerzos de los
sacerdotes, quienes deseaban elim inar los elem entos “paganos”.
Eslc com plejo es un aspecto fundamental y funcional de su modo
total de vida, y el ajuste que realizaron a sus necesidades prácticas y
espirituales, es un ajuste que no podían elim inar ni los misioneros
católicos ni los protestantes (1955: 7).

E sta “pequeña tradición” del cam pesinado negro se relacio­


naba con la “gran trad ició n ” de la ciu d ad y los eruditos, princi­
palm ente por m edio de la doctrina rad ical.d el catolicism o, asi­
d uam ente expuesta por lo s'lib e ra les' radicales com o Ramón
M ercado, quien una vez fuera g o bernador de la provincia.
Para M ercado, las corrientes id eo ló g icas del Iluminisrrio
europeo y los cam b io s sociales o cu rrid o s p o r las guerras latino­
am erican as de independencia, fo rm aro n una am enaza explosiva
para las antiguas instituciones, que en ninguna parte perm ane­
cían tan tenazm ente com o en el Cauca. C om o Sergio A rboleda,
vio la raíz del caos social en una crisis m oral. Pero para él, esta
crisis era resultado de la com prensión d e las clases bajas de que
la esencia evolutiva del hom bre estaba sien d o negada. En las
nuevas condiciones sociales, los trab ajado res ya no serían explo­
tados ni por la aristocracia, ni por el ejército ni por el clero.
E sencialm ente, él planteaba que el cristianism o poseía un poten­
cial tan revolucionario com o reaccionario. El cristianism o revo­
lucionario - y v e rd a d e ro - se había o rig in ad o antes de la Edad
M edia com o la religión de la ju sticia y la fraternidad. La forma
reaccionaria de la doctrina derivaba de la Edad M edia y el
feudalism o, en el que la Iglesia se había aliado con la aristrocra-
cia en contra de la gente com ún, a la que definía com o brutos o
com o cosas, carentes de razón. Pero au n q u e las im plicaciones
revolucionarias del cristianism o pudieran desviarse a partir de
ahí, estaban listas para resurgir cuando el m om ento fuera propi­
cio, para clarificar la lucha social y estim u lar la acción.
El instinto del que hablamos proviene de la antigua revolución
cristiana. Esta es la luz emanada de un orden superior para ¡luminar
y desenmarañar el caos oscuro de injusticias y abominaciones horri­
bles al que llamaban mundo rom ano. La revolución cristiana es la
explosión celestial, la revelación de la igualdad; es la verdad provi­
dencial en el corazón de una sociedad que descansa en el privilegio
y la esclavitud (M ercado, 1853: iii).

C om o siguió diciendo M ercado, era el am anecer de una nueva


era, preordenada inexorablem ente en la m archa de la razón y la
esencia del hom bre, am bas corporizadas en C risto, quien perso­
nificaba al credo liberal. Esta visión m esiánica anticipó la igual­
dad social en la inexorabilidad divina de la conquista del mal por
D ios. El D ios del statu quo, el D ios falso de la clase dom inante
y un clero corrupto, niegan sistem áticam ente la hum anidad.
A hora ha llegado el m om ento para que las dos fuerzas que
com ponen el orden social elim inen la contradicción cosm ológica
que lo ahoga. Igualdad contra privilegio, libre albedrío contra
autoritarism o; naturaleza contra artificio cultural; razón versus
dogm a. Las clases bajas, encabezadas por los liberales radicales,
luchaban contra los dueños de esclavos, o ex dueños de esclavos,
y el clero; esos conservadores, que estaban conteniendo la his­
toria y la verdad. Ser conservador quería decir conservar la vieja
civilización. Ser liberal quería decir seguir las verdaderas ense­
ñanzas de Cristo -d em o cracia y lib ertad - com o las resumiera
M ercado:

Durante esos días solemnes vi personas mayores, de ochenta años,


armarse espontáneamente y m archar.a la batalla para defender la
legitimidad y la regeneración de la Democracia; gente anciana
apenas vestida y temblando por sus muchos años, pero fuertes en su
fe y palpitantes de entusiasmo por la República. He visto cientos de
jóvenes y adolescentes dejar sus casas, esposas, hijos y pertenencias
para ofrecer sus vidas al holocausto en la Causa Santa, para contri­
buir al triunfo de la democracia y a la redención de la gente [...]
Nosotros extinguimos todas las distinciones de rango porque todos
los hombres son hermanos, y todos tenemos el mismo derecho de
disfrutar de los beneficios de una sociedad organizada para el
bienestar, bajo la protección y guía de la Providencia (1S53: lxxviii-
Ixxix).
Las escaram uzas, tum ultos,.golpizas y guerras abiertas que
palpitaban por todo el valle durante la segunda mitad del siglo
XIX, parecen haber estado anim adas por tales ideas y visiones del
mundo. E stos conflictos entre dos partidos multiclasistas, o scu ­
recidos por el faccionalism o de los caudillos en com petencia y
de sus clientes, tam bién eran genuinos conflictos de clase, c an a ­
lizados con persistencia m ediante alianzas interclasistas inesta­
bles. T anto las condiciones socioeconóm icas com o la ideología,
sustentaban el vigor del antagonism o de clases subyacente. Los
cam pesinos negros se veían forzados constantem ente a defender
lo' que consideraban sus derechos a la tierra, contra una élite
blanca que luchaba desesperadam ente para desarrollar una ag ri­
cultura com ercializada basada en el trabajo asalariado y la tenen­
cia. La élite poseedora de tierras no podía obligar m ás que a una
pequeña m inoría cam pesina a que trabajara en calidad de peones.
La batalla rugía incesantem ente.
La religión popular y el odio de clases, aunque no la concien­
cia de clase, se habían fusionado sim bióticam ente. El odio hacia
los privilegios raciales y de clase se alim entaban de una inter­
pretación radical del catolicism o, donde la lucha de los cam pe­
sinos por la tierra quedaba santificada por una com pleja trad ición
cultural surgida de la experiencia de la esclavitud, el pulcnque,
y las clases de cam pesinos proscritos que se refugiaban en las
selvas a todo lo largo de las fincas en decadencia. La relación de
Dios con el infram undo quedó preñada para siem pre por la
violencia de las ataduras am o-esclavo. Cuando los negros rom ­
pieron esas ataduras, reclutaron a Dios de su lado y dejaron que
sus amos se fueran con el diablo.

POSDATA ETNOGRÁFICA: 1970

Aún hoy, los cam pesinos del austral Valle del Cauca, d escen­
dientes de los esclavos de A rboleda, hablan de los partidos
políticos y de la Iglesia en térm inos de la estructura de sentim ien­
tos forjada en el yunque de las form aciones sociales en contien­
da, cuando la historia aportaba un destello de posibilidades y
transform aciones alternativas. “¿Los sacerdotes? algunos son
menos repulsivos que otros”. Cristo fue generoso y fundó la
doctrina liberal. Los conservadores deseaban conservar el mal y
esclavizar nuevam ente a los negros. Un anciano cam pesino,
Felipe C arbonero, cuando en 1972 se le pidió que explicara las
diferencias entre los dos partidos, respondió con acentos p areci­
dos a los de los liberales radicales intelectuales de m ediados del
siglo XIX.

Los conservadores deseaban conservar la Ley de los Españoles [...]


matar y esclavizar [...] atrapar negros y venderlos [...] venderlos de
una hacienda a otra [...] atrapar a los esclavos negros y hacerlos
trabajar noche y día sin pagarles nada, como no fuera su comida y
nada más. Esto es !o que se ¡lama Conservar, conservar la ley dañina
del español. De ahí viene la palabra “conservador”. Los conserva­
dores querían esclavizamos otra vez. Por eso había tantas guerras.
La palabra “liberal” viene de la palabra “libre” , que Jesucristo predicó
cuando vino al mundo; libertad para lodos, Jesucristo trajo eso cuan­
do vino; libertad para todo el mundo. Esto es loque llaman “ liberal”,
un mundo de libertad y pensamiento [...] El negro nunca puede ser
conservador; como tampoco puede humillarse. El negro sólo puede
ser un Patriota; nunca un conservador. Pero no son los ricos los que
nos guían. A quí hay pobreza. Aquí, en esta región, es la pobreza la
que mueve a la gente, sean liberales o conservadores; es la pobreza.

El tem or a la vuelta a la esclavitud, o algo peor, todavía era


un factor de la violencia de 1948-1958. Al leer la carta de
A lfonso A rboleda a su padre, otro anciano com entó;

Hasta hoy esto existe. En una carta, el doctor Laureano Gómez (el
líder conservador a quien se considera como instigador de la violen­
cia), dijo que iba a terminar con los negros porque casi todos ellos
eran liberales. Que los mataría o los transformaría en conservadores.
Es por eso que empezó la violencia, y golpeó sobre todo a la raza
negra. Es por esto que hasta lioy en día la carta de Arboleda es
significativa.

La relación entre religión y política, con énfasis en el libre


albedrío y la inalienabilidad de la tierra, surgió en 1971 en una
conversación con otro viejo cam pesino, Eusebio C am bindo, hoy
fabricante de cigarros;

Aquí la Biblia era “aristocrilicada” o mala y excomulgaba, como


esas gentes decían. La Biblia era buena, pero solamente para ellos;
solamente para los sacerdotes. Cualquier otra persona que tuviera
u n a Biblia quedaba excomulgada; iba al infierno. ¡Escuchen! ¿De

dónde vino la ignorancia de la gente, y la falta de entendim iento entre


los pueblos, el odio entre negros y blancos, los grandes contra los
pequeños? ¿De dónde viene este egoísmo? Viene de la explotación
de una parte que no quiere que la otra sepa la verdad de las cosas; la
verdad de la Biblia, Ja verdad de la vida [...] Bien, Dios le dio la tierra
al mundo entero, a todos [...] dice que Dios dijo, mi tierra no se puede
vender ni negociar.

Tom ás Z apata, un anciano de ochenta y cuatro años, poeta y


actualm ente ciego, quien trabajó toda su vida en u n a pequeña
parcela, com entó las d iferencias entre los dos p artid o s políticos
cuyas luchas habían torturado a la sociedad colom biana dufante
un siglo. S eñalando prim ero que las presiones físicas de la guerra
obligaban a que uno se involucrara com o un celoso partisano,
siguió:

Todo es uno
Y uno está en todo.
En lo uno va todo.
Puesto que todo se divide en dos;
Una sola cosa está siempre dividida.

A lo que agregó com o pensam iento secundario: “C uando


Jesucristo vino, dijo ‘A lgunos de ustedes están conm igo, y
algunos de ustedes contra m í’. Pero en verdad es la m ism a cosa,
porque todos venim os de D ios.”
A hí hay una dim ensión m aniquea. El m undo está dividido en
dos partes hostiles y opuestas: el Bien contra el M al, los liberales
contra los conservadores, la Igualdad contra la D esigualdad. Es
una ley natural que las cosas se dividan en dos. S in em bargo,
“Todo está en uno, y uno está en todo”. La división será trascen­
dida por una unidad más grande. Los conjuntos están destinados
a transform arse en subdivisiones autoalienadas. Las relaciones
se separan en partes antagónicas. Pero eso es sólo un m om ento
en un proceso m ás grande e inclusivo, por m edio del cual se forja
la unidad. El sentido de la vida y la fuerza que anim a al cosm os
pueden considerarse com o un duelo entre D ios y el D iablo, los
liberales y los conservadores, pero no son m ás qu e facetas y
representaciones oblicuas de ¡a verdad subyacente de ia unidad
y un destino hum ano com ún. “Pero no son los ricos los que nos
m anejan. A quí hay pobreza. A quí, en esta región, es la pobreza
la que m ueve a la gente, ya sean liberales o conservadores, es la
po b reza” .
4. DUEÑOS Y CERCAS

Som os los dueños y nuestras cercas son nues­


tros títulos.

R ic a r d o H o lg u ín ,
dueño de la hacienda Perico Negro.

El siglo XX le abrió las puertas a una gran transform ación que


virtualm ente quebró la espalda de la clase cam pesina. C on el fin
de la devastadora guerra civil, la G uerra d e los M ifD ías en 1902.
el Partido C onservador triunfador pudo crear.un clim a d e “esta­
bilidad y p ro greso ”, estableciendo las seguridades para la inver­
sión extranjera, que ingresó a Colom bia en una escala que no
tuvo igual en ningún otro país latinoam ericano (R ippy, 1931:
152). Gran parte de este capital se invirtió en el V alle del Cauca.
El presidente R eyes, am igo íntimo de Santiago E der, necesitaba
urgentem ente fondos para desarrollar e) valle donde él m ism o
tenía im portantes intereses (Rippy, 1931: 104; E der, 1959: 221,
405). En 1914 el valle se a b rió 'a l m ercado-m undial con el
ferrocarril que cruzaba los Andes hacia el Pacífico, y con el canal
de Panam á. Los asesores estadunidenses instituyeron una nueva
estructura bancaria y de im puestos. En la parte sur del V alle del
C auca había un aum ento natural agudo de la población rural, y
un aum ento aún m ayor de la urbana, lo cual increm entaba la
dem anda de alim entos.
Com o resultado, se elevó el valor de la tierra, y sim ultánea­
mente, todos los grandes terratenientes aseguraron el poder para
desalojar al cam pesinado y para iniciar la agricultura com ercial
a gran escala. Los cam pesinos vieron cómo les expropiaban sus
parcelas, prim ero para la cría de ganado y después para sem brar,
y que a ellos m ism os se les obligaba a trabajar com o asalariados
y a cultivar productos para la venta en sus reducidas posesiones.
Ahora los grandes terratenientes tenían la oportunidad de
hacer dinero con la tierra, siempre y cuando pudieran asegurarse
el trabajo y la sum isión de los cam pesinos revoltosos. Los
su cesivo s vallados de tierras no sólo eran un pretexto para ganar
hectáreas; tam bién eran un intento de solucionar el problem a de
la discip lin a laboral que en 1882 afligía al adm inistrador de
Japio. “ N o podem os encontrar trabajadores aunque a diario nos
cruzam os con holgazanes”. Según las palabras del viejo m ayor­
dom o de la finca m ás grande del V alle del Cauca, la de los
H olguín, cuando describía el regreso de los dueños en 1913,
“V inieron a dom inar a los negros y a expandir su hacienda”. La
proletarización rural com enzó form alm ente. Los censos nacio­
nales indican que los trabajadores asalariados en 1912 consti­
tuían únicam ente la quinta parte de los pequeños propietarios.
Pero hacia 1938 las proporciones se habían invertido. Los traba­
ja d o re s asalariados eran un tercio m ás que el núm ero de peque­
ños propietarios y que se habían quintuplicado.
¿Por qué no se ha desarrollado una econom ía capitalista
basada en granjeros que com ercian? ¿Por qué se desarrolló por
m edio de las grandes fincas y del trabajo asalariado? La organi­
zación social de los cam pesinos presentó un obstáculo para las
instituciones capitalistas. El trabajo de la tierra quedó ahogado
en un laberinto de relaciones intensam ente personalistas, basa­
das en diferentes derechos y obligaciones, entretejidos en un
sistem a de parentesco de m últiples relaciones maritales. Hasta
cierto punto, los cam pesinos producían para el m ercado nacio­
nal, pero consum ían pocas m ercancías del m ercado. No tenían
dem asiadas facilidades para increm entar el excedente, ni les
interesaba m ucho, tam poco. Sin los lincam ientos claram ente
estab lecid o s de la propiedad privada en el m oderno sentido
burgués, se m ostraban reticentes ante las instituciones financie­
ras y los alicientes que resultaron atractivos a las clases dom i­
nantes. Los lazos de parentesco y grupo de los cam pesinos
significaban que la acum ulación de capital era virtualm ente
im posible. Se podía am asar una fortuna, pero no capital, y
solam ente para que se dividiera entre las generaciones futuras.
Por supuesto, el capital mercantil podía coexistir con esta form a
de organización social, pero com o la acum ulación nacional de
capital exigía un m ercado local en constante expansión, los
cam pesin o s que aún continuaban practicando la autosubsistencia
representaban un obstáculo para el progreso. Cualquiera que
fuera el cálculo intrincado del sistem a en surgim iento, su im pul­
so in icial tenía que d estru ir una form a de o rg an izació n social
incrustada en un m odo no m ercan til de u tiliza r y c o m p a rtir la
tierra.
A í describir el com ienzo de los tapiados, un viejo cam pesino
nos cuenta cóm o llegó Jaim e G óm ez. “C om enzó a usurpar, a
dañar, a robar y a inquietar a los residentes de B arragán, Q u in ­
tero, O bando y otros. E ntonces uno tenía que irse o vender. En
Barragán destruyó las casas y borró el com unism o, los co m u n e­
ros, porque había com uneros ahí” . E staban en vigencia los
sistem as de trabajo en equipo, las fiestas de trabajo y el inter­
cam bio recíproco de trabajo.

La minga [fiesta de trabajo]. En esa semana uno mata un cerdo, un


pollo,-un ternero o lo que sea, e invita a sus vecinos a trabajar. Unos
trabajan y oíros preparan laxom ida con esos animales. Uno o dos
días, lo que sea. Un mes o una semana después yo hago lo mismo.
Esto es lo que llamamos la m inga. Es como [...] una unión proletaria.
Era cosa común. Pero hoy no hay nada porque en este sector los
campesinos propietarios nó tienen dónde trabajar, no tienen trabajo
para [...] hacer una minga.

Un anciano nacido en 1890 nos refiere lo siguiente;

Hacia 1900 había cientos de terrazgueros [arrendatarios]. Había


odio entre pobres y ricos. Los pobres no tenían títulos y los ricos,
junto coi; los jueces, echaban a la gente de sus fincas [granjas]. Esto
empeoró mucho en la Guerra de los Mil Días. Casi todo lo hacían
[os Holguín y los Arboleda. Para la época en que llegó Jaime Gómez
como hacendado, ya no quedaban dem asiados terrazgueros. Mi
padre tenía 150 plazas al otro lado del río Palo [una plaza equivale
a G.64 hectáreas]. Pero echaron a patadas a los terrazgueros y les
dieron unas parcelas muy chicas de más o menos media plaza en las
praderas de Los Llanos, y los transformaron en jornaleros de la
hacienda. Vinieron con caballos y lazos y echaron abajo las casas
sin previo aviso. Yo conseguí trabajo dándole de com erá los caballos
y acarreando agua. Después corté caña para los animales. Más
adelanie fui a trabajar para Jaime Góm ez como lechero y después
Irabajé de muletero llevando las cosechas de cacao y café a Cali y
. Jamundi. Me llevaba doce muías por vez, cada dos o tres meses, y
Iraía de vuella alambre de púas y sal. Cuando construyeron el
ferrocarril sólo tenía que viajar hasla Jam undi. Otro lerralenicnle fue
Benjamín Mera, y el lambicn le com pró lierras a los Arboleda. Era
negro y liberal, mientras que Jaime Gómez era blanco y conservador.
Pero era io mismo. Muchos liberales hicieron lo mismo que los
conservadores. A quí en Quintero no hubo mucha resistencia. Los
ricos trajeron la ley, las autoridades, para librarse de los negros, y no
pagaron ni cinco centavos por la tierra.

“ El hom bre es una cosa, la ley es otra; dos cosas muy


d iferentes. Una cosa es la ley, y otra es el hom bre”, dice T om ás
Z apata, el viejo cam pesino ciego, analfabeta y poeta.

En la Guerra de Independencia todos lucharon juntos; ricos y pobres,


negros y blancos, conservadores y liberales. Pero después de haber
triunfado, los pobres se quedaron esperando en la puerta y la tierra
se dividió entre los grandes ricos. Los pobres se quedaron en la eslíe.
Nada. Y entonces los pobres empezaron a rebelarse. Pero cuando los
ricos se dieron cuenta de que los negros querían recuperar la tierra,
impusieron la política, para que no hubiera unión entre los pobres.

La clase em presarial, cada vez más vigorosa, tam bién se


apoderó de las llam adas tierras com unes, esas extensas praderas
que la gente usaba con un tipo de tenencia com unal, cuyo estrato
legal era sum am ente com plejo. A m enudo a estas tierras com u­
nes se las llamaba indivisos, porque no se podían dividir y porque
los derechos de uso se heredaban de generación en generación
sin particiones, de m anera que hacia el año 1900 había cientos
de fam ilias que tenían derecho a su uso. Desde com ienzos de la
década de 1900 en adelante, los periódicos locales contienen
inform es y avisos oficiales sobre la partición de tales tierras. Un
caso típico fue el “ in diviso” “B olo de E scobares”, en el que
estuvieron involucrados alrededor de 440 “propietarios” . Estaba
ubicado al norte del área de-Puerto Tejada, y tenía un valor de
40 000 pesos. El periódico É ÍC o m ercio anunciaba a los “copro­
pietario s” de este indiviso, el 16 de junio de 1904, que estaban a
la venta lotes de veinticinco a cien hectáreas. La tierra inaliena­
ble pasó a ser alienable. Com o nunca antes, la tierra pasó a ser
una m ercancía, y ¿qué cam pesino la podía pagar? H abitualm ente
los cam pesinos habían intercam biado tierras por medio de la
com pra y venta de m ejoras, aunque no de la tierra en sí. Pero
ahora la propiedad segura im ponía h compra de la tierra, y eran
pocos los que se lo podían perm itir. Al m ism o tiem po, los
grandes terratenientes raram ente estaban dispuestos a pagar por
las m ejoras. De esta form a, am bos partidos quedaron trabados
en conflicto. Cada vez más se encuentra uno con anuncios de
alam bre de púas. Éste había sido introducido en el valle a fines
de la década de 1870, junto con nuevos tipos de pastos. Es
curioso que uno de los anuncios m ás com unes en los periódicos
durante el cam bio de siglo, dijera: “El libro m ás útil jam ás
publicado en Colom bia, es E l abogado casero”. Y com o dijera
Phanor E der en 1913, “Los precios del ganado suben constante­
mente. Las ganancias son abundantes”.
T om ás Z apata habla de los indivisos:

La tierra en indiviso es lo siguiente. Cuando los descubridores


encontraron América, la tierra estaba guardada por indios que esta­
ban aquí en ese momento. Entonces los descubridores comenzaron
a quitarles sus tierras, porque ellos tomaron como esclavos a toda la
gente pobre. Toda la clase pobre fue esclavizada por las personas
que se apoderaron de la tierra. Este dueño tenía la tierra por allá, y
otro dueño tenía otra porción de tierra por allá, y todavía quedaba
mucha tierra que no tenía dueño. Así fue que desarraigaron a los que
estaban aquí primero, los indios, pero nunca consiguieron vender
toda la tierra que quedaba. Solamente se sentaron satisfechos, con
los brazos cruzados, y un montón de tierra de la que poseían nunca
se vendió y fue imposible venderla. Esto es lo que ellos llamaron un
indiviso, y dicha tierra nunca se pudo alienar. A estas tierras también
las llamaron comuneros: ésa era la lierra donde usted y yo, y él y
algún otro, y otro más, y así, tenían derecho a tener nuestros anima­
les. Los animales estaban separados por sus marcas; no se usaba
ningún tipo de cerca para separar las tierras. Había algunos comune­
ros con ochenta familias. Eran tierras en las que uno estaba de igual
a igual con todos. Aquí casi toda la tierra era así. Pero después de la
Guena de los Mil Días vinieron los ricos y cerraron las tieiTas con
alambres de púas. De ahí en adelante empezaron a adueñarse de las
tierras, aunque no eran de ellos. Si usted tenía su porción o su parte
de tierra y no estaba cercada, ellos venían de lejos, y como tenían
alambre hacían la cerca y entonces uno tenía que irse porque ¡a ley
no lo protegía a uno para nada. Así es como empezó; los ricos seguían
viniendo y viniendo, echando a la gente de la tierra y quitándole todas
sus posesiones a los pobres. Entonces plantaban pasto para pasturas.
Por eso es que la gente que estaba aquí tenía que marcharse o ir a
trabajar para los ricos, porque no había leyes para los pobres. Ellos
desposeyeron a los pobres. Ni las mejoras tenían valor; cuando ellos
lo encerraban, uno tenía que irse. Y así las m ejoras que uno tenía,
ellos las arrebataban sin pagar.

El recuerdo de las tomas por asalto es vivido y perdura en las


leyendas p o p u lares com o un holocausto. Igualm ente tenaz es e!
recuerdo de una É poca de Oro, que rem em ora una época de
plenitud, autosuficiencia y buena vecindad. U na m ujer que d es­
cribió la década de 1920, puso en evidencia esta sensación de
pérdida irreparable.

Antes que los ricos invadieran aquí, sólo estábamos nosotros los
cam pesinos. Cada familia tenía su ganado, dos o cinco. Había mucha
carne y leche y plantaciones de arroz, maíz, plátanos, y un poco de
cacao y café. No había máquinas para moler el café. Lo hacíamos
con una piedra. Hacíamos muy poco chocolate porque daba cólicos.
Cultivábam os tomates cerca de la casa, cebollas y también m andio­
ca. ¡Pero hoy! ¡No! ¿Dónde podríamos plantar?

E usebio C am bindo habla del pasado m ientras lo escucham os


sentados en su choza de una sola habitación en el m unicipio de
Puerto T ejad a, que m ira al lodo verde de la cloaca abierta. Sus
nietos lo ayudan a enrollar cigarros, su único m edio de subsis­
tencia ahora que ya no tienen tierras. M ientras la llama de la vela
parpadea contra las paredes de barro que se desm oronan, insiste
en que la versión d e don T om ás Zapata tiene que com plem en­
tarse con la su y a propia, porque Zapata es un filósofo y por ende
vive para la literatura.

Antes de que los ricos entraran por la fuerza, los campesinos tenían
grandes tincas. Eran grandes plantaciones de cacao. Ya todo se ha
ido, todo. La leche era muy abundante. La carne era abundante sin
preparación. No había que cocinarla. Uno se servía una rodaja. Los
plátanos, grandes y más que suficientes. Fruta, toda la que uno
quisiera. Si uno no la quería, entonces otro podía llevársela. La vida
era más que fácil. Uno llegaba a cualquier parte y ahí le servían
comida, le daban hospitalidad y le pedían a uno que se quedara. La
única cosa que comprábamos aquí era la sal, y a veccs ropa y algo
con qué cubrirnos. De aquí a allá no había nada más porque el
cam pesino producía lodo. Nunca se compraba comida. El jabón se
hacía con cenizas y sebo. Las velas se hacían en casa. ¿Animales,
como los caballos? Si alguien necesitaba uno, se lo prestaban. En
esos tiempos casi no había explotación; la gente se prestaba todo.
¿Yo necesitaba su toro para reproducir la leche de vaca? Usted me
lo prestaba. Usted necesitaba mi caballo. Y o se lo prestaba, y así con
todo.

.Agrega, “D ios dio la tierra en com ún a toda la gente, ¿p o r qué


tenía qu e pasar que uno o dos o tres ladrones pasaran a ser los
dueños de cantidades enorm es, cu an d o tam bién había otras
■personas que necesitaban ia tierra?”
La fam ilia H oiguín, cuyos hijos asu m iero n tres veces la
presidencia de la república, regresaron en 1913 a retom ar el
control de sus dom inios: “para d om inar a los negros y am pliar
su hacienda” heredada de los A rboleda. M aría C ruz Zappe, hija
de Juan Zappe, un general fam oso por sus h azañas com o jefe
guerrillero en la G uerra de los Mil D ías, lo vio todo.

Empezaron a sacarse de encima las granjas de los campesinos. Hasta


en las riberas del Cauca había cacao. Lo echaron todo abajo, fuera,
i fuera, no más dueños. Vinieron con sus peones y plantaron pasto
todo alrededor de la casa y cortaron la granja, y como el gobierno
conservador de Calato vino a protegerlos, no había leyes para
nosotros. Quería ampliarse, tener pasturas. Había negros con pastu­
ras y a todos los echaron. Tenían sus pasturas para sus animales, y
tenían sus granjas y a todos los echaron. A esc lugar le llamaban
Paiito. Era un puebüfü al costado del río. La tiraron todo abajo sin
reconocer nada, sin pagar ni un solo centavo. Nos pusieron la pastura
en la cama porque Popayán no quiso ayudar a la raza. Caloto
tampoco. Estaban contra nosotros.

A hí donde no podían o no querían d e sa lo ja ra los cam pesinos,


los H oiguín cobraban rentas sobre la tierra y sobre cada árbol de
cacao. El bandido C enecio M ina asum ió el liderazgo de los
grupos que form aban la resistencia, co n tin ú a Zappe:

Por ejemplo, hubo una lucha contra los C am bindo, en Barragán.


Ellos no querían pagar renta, m ientras que al mismo tiempo llegaron
otros grupos aquí a Puerto Tejada; del lado de Serafina, un señor
Balanta; del lado de Guachene, un señor Santiago; de Sabanelas, otro
señor; y así sucesivamente. Y entonces entre los negros más sabios
se formaron grupos para deliberar. Eran grupos defensivos cuyo
objetivo era liberar a los arrendatarios para que no los echaran y para
que así ej ganado no pasara a sus fincas y la gente pudiera mantener
lo que tenía.

P or m edio de esta organización ios cam pesinos podían revo­


car las rentas im puestas a los árboles de cacao; el objetivo final
era que sus derechos de uso y las m ejoras les fueran rentables.
M ina era un hechicero poderoso. Se podía transform ar en
anim al o planta para eludir a la policía o los guardias de la
hacien d a, y era invulnerable a las balas. T odo esto le era posible
gracias a la ciencia cabalística, la doctrina ju d ía de la Cábala,
que entró en el pensam iento y la m agia renacentista, vía la
trad ició n herm ética. Escondido en lo profundo del bosque, vivía
en sus grandes fincas con m uchas concubinas. Un viejo cam pe­
sino nos refiere la leyenda.

Cuando empezaron a tirar abajo los árboles de los campesinos


alrededor de la vereda de Palito, la gente llamó a Cenecio Mina para
que la defendiera, porque todos los abogados de varias millas a la
redonda estaban de parte de los Holguín y no nos querían ayudar.
Entonces, como él era negro, lo fueron a buscar. Los Holguín trataron
de cobrar rentas pidiendo una cantidad por cad¿ aiuvl de cacao;
cuatro pesos por árbol. La gente no estaba de acuerdo con eso Dorque
ellos mismos habían plantado esos árboles. Sí estaban dispuestos a
pagar por el derecho a usar la tierra, ¡pero no por los árboles! Y
entonces la gente se reunió y todos dijeron que no iban a hacer nada.
Cenecio Mina no tenía educación universitaria, pero era un
hombre de talento natural, dotado de conocim ientos científicos, de
ciencias naturales. No había pasado ni una sem ana en la escuela. En
la Guerra de los Mil Días había sido coronel. La gente de por aquí
lo estim aba mucho y tenía una banda de más de cien hombres. Es
así que nos vino a defender de la hacienda de Periconegro, la
hacienda de los Holguín, y aquellos a quienes defendía se iban con
él para defender a otros negros en apuros por el rumbo de Ortigal.
Lo capturaran y lo llevaran prisionero a la capital, Popayán, pero
com o era un hombre de recursos, supongo que sobornó a la policía,
porque poco después salió. Esc hombre podía abrir las montañas e
ir donde quisiera y nadie sabía cómo lo hacia o dónde estaba. El día
que se fue de la prisión se celebró por aquí como el nacimiento de
un nuevo niño [...] Conocía la ley. Sabía cómo defenderse y nos
defendió a lodos nosotros. Lo persiguieron y lo persiguieran. Otra
vez lo atraparon pero el no permitió que lo encerraran. No los dejó.
Se les escapaba siempre. AJ final fueron los ricos los que lo atrapa­
ron. Le pagaron a un amigo para que lo envenenara en una fiesta.

Una nieta de los H olguín, que en esa época estaba sup erv i­
sando la finca, cuenta que en venganza por cercar la tierra y
quedarse con las pasturas, M ina y sus seguidores m ataban el
ganado y dejaban los esqueletos con una marca que decía “esto
lo hizo M in a”. Esos hom bres se habían hecho fam osos y habían
dem ostrado sus dotes de jefes guerrilleros durante la G uerra de
los Mil D ías, casi siem pre del lado del Partido Liberal.
En 1915, unos dos años después que los H olguín regresaran
a la región para reclam ar su patrim onio, fue tan grande la alarm a
por las atrocidades de M iña, que el gobierno despachó un cuerpo
perm anente de la Policía N acional para que se quedara en el área
de Puerto T ejada y tratara de seguirle el rastro (G obernador del
Cauca, 1915: 2).
En su inform e anual de 1919, el gobernador del departam ento
del,C auca se quejaba am argam ente del nivel de inestabilidad
social en el área de Puerto T ejada, que atribuía a “la anorm alidad
económ ica” del m om ento, a las dificultades con que la gente
debía enfrentarse para poder alim entarse, y a la falta de una
colonia penal. Instaba a la form ación de un cuerpo especial de
policía que “diera garantías a los hacendados y al negocio del
com ercio g anadero” (G obernador del Cauca, 1919: 4).
D urante las elecciones provinciales de 1922 (según los in­
formes del gobierno), la policía apenas si pudo evitar el asesi­
nato de blancos conservadores planeado por cam pesinos negros
del distrito de G uachene, unas cinco m illas al sudeste del
m unicipio de Puerto Tejada. Ese m ism o año la policía recibió
instrucciones de contener los ataques co ntra los terratenientes
del distrito de T ierradura, seis m illas al este. Los cam pesinos se
habían propuesto invadir y ocupar las tierras que habían sido
cercadas (G obernador del C auca, 1922: 4, 6). La tierra en
cuestión había sido ocupada por la em presa de Eder, La C o m ­
pañía A grícola del Cauca, y hoy en día esta tierra es una de las
plantaciones de azúcar m ás grandes de toda la república: El
Ingenio C auca, propiedad de la fam ilia Eder. Los cam pesinos
planteaban (y ¡o siguen haciendo) que la tierra pertenecía a los
pequeños propietarios locales porque era tierra de indiviso, y
desde 1922 el área sufrió rep etid as invasiones p o r parte de estos
cam pesinos y sus d escen d ien tes; esto ocurrió, p or ejem plo, a
m ediados d e los años cuarenta, y luego en 1961 (cf., Instituto
de P arcelaciones, 1950).

La c o m e r c ia l iz a c ió n d e l a AGRICULTURA c a m p e s in a :

La lucha encabezada por los bandidos se transform ó en la décacfaí


de 1920 en un m ovim iento político más m oderno, cuando los
cam pesinos crearon sindicatos m ilitantes. Estos se extendieron
por toda C olom bia en la década de 1920 y al com ienzo de los
años treinta, pero m ás tarde se apaciguaron como consecuencia’;
de la elección de un gobierno nacional reform ista (G ilhodes,
1970: 411-422). Al m ism o tiem po, los cultivos de los campesi-i
nos pasaron a ser cada v ez m ás de cosechas com erciales. En;'
1S33, de acuerdo con un censo de la provincia de Popayán’; la- ;
producción anual de cacao en la región de Puerto Tejada ascen­
día únicam ente a 11.4 toneladas m étricas, y no había café (com ­
párese esto con las cifras correspondientes a la década de 1850,'
en C odazzi, 1959: 2, 69). En 1950 todas las parcelas de los-
cam pesinos estab an p lantadas con cacao y café, y, por supuesto,
con algunos plátanos. A nualm ente se producían unas 6 000
toneladas de cacao, todo de las propiedades de los campesinos.
El censo (m uy criticado) de M onsaive, de 1925, reportó 59 000
árboles de café en la m unicipalidad de Puerto T ejada. La Fede­
ración N acional de P lantadores de Café reportó 576 000 en 1932;-
un aum ento de casi 1000% en siete años. A medida que los;
cam pesinos cultivaban m ás productos com erciales, se volvieron1
tam bién m ás d ependientes del dinero, en detrim ento de su añte->
rior autarquía; alquilaron un m olino de rueda de andar dondé
vendían casi todo lo que producían y com praban gran parte de
lo que consum ían. La creciente producción de cosechas com er-'
cíales fue consecuencia de la dism inución del tam año de las?
parcelas por las nuevas exigencias m onetarias de los terratenien­
tes, determ inados a o btener de las rentas lo que no podían
conseguir d esposeyéndolos, y por las seguridades legales y d e
facto de la tierra que conferían las plantaciones perennes. Las'
cosechas com erciales tam bién fueron una respuesta a los m óvi­
les y las presiones de los com erciantes que iban llegando, y que¡
representaban a im portantes casas de negocios, cuyos tentáculos
brotaban del capital n acio n al y del hem isferio norte.
.Phanor Eder, un residente esporádico del valle y d escendiente
rdé;la fam ilia Eder, nos ha dejado la descripción siguiente del
comercio rural hacia 1910. D ijo que el grueso de los negocios
del' país estaba m anejado p or los alm acenes generales, que
funcionaban com o ex p o rtad o res e im portadores, m ayoristas y
minoristas'. El com ercio e x terio r se desarrollaba m ediante co m i­
sionistas de los E stados U nidos y Europa. Incluso gran parte del
ora y la plata pasaba por las m ism as firm as. En el co m ercio del
■café;..los plantadores m ás im portantes hacían los em barques
directam ente a los com isionistas, con quienes a m enudo estaban
endeudados por los anticip o s que solicitaban. Los plantadores
más,modestos le vendían a los alm acenes generales, que finan-
eiabanilas com pras con d o cu m en to a sesenta y noventa días sobre
Las firmas de los com isionistas. Los com erciantes locales tenían
agentes.que recorrían el cam po. En algunos casos estos co m er­
ciantes locales eran independientes, pero casi siem pre estaban
en.:estrécha relación con los agentes de com pras de las firm as
extranjeras, m uchos de los cu ales eran dueños de varias p lanta­
ciones de las que se habían apropiado por incum plim iento en el
pago'de.deudas (Eder, 1913: 124-125).
Para la. segunda d écad a de este siglo, el centro com ercial y
poblaeional de la parte sur del valle se había trasladado a terri­
torio negro, en las p ro fu n d id ad es del “m onte oscuro”, com o lo
llamaban los de afuera (S endoya, s/f: 83). A quí, en la conjunción
de dos: tributarios del C auca, los negros crearon un m ercado
floreciente, conectado p o r el sistem a de ríos con la ciudad de
C ali..En:19l8 el gobierno le otorgó categoría m unicipal. H acia
Afínes de la década de 1920, este centro, llam ado Puerto T ejada,
pasó; a 'lo rm a r parte de la red de cam inos, lo que perm itió un
-movimiénto de m ercaderías m ás libre y diferente, q uitó a los
negros-buena parte de los transportes, puesto que ellos habían
manejado el transporte fluvial, y m arcó, sobre todo, la m ayoría
de edacl del com ercio en la región. D urante la década de 1920
los informes anuales deí gob ern ad o r del C auca tenían que ver
más,que: nada con la construcción de puentes y cam inos que
: conectaban la región de Puerto T ejada con los principales centros
de; comercio. Pero apo y ad o s principalm ente en el dinero que
pagó: el.gobierno de los E stados U nidos por la “secesió n ” de
Panam á, el ferrocarril entre Cali y Popayán había llegado, a
m ediados de los años veinte, a una distancia de Puerto T ejada
que se podía cubrir a pie (O rtega, 1932: 198-206). La construc­
ción de cam inos y líneas férreas se transform ó en la obsesión de
ios em presarios, quienes se quejaban constantem ente del alto
costo de los transportes (Eder, 1913: 151).
El plátano era la base de la subsistencia de los cam pesinos.
Los excedentes se llevaban a Cali en canoas de bambú, y durante
las últim as décadas del siglo XIX la región fue fam osa por la
abundancia de plátano. Hoy en día, la mayoría de los plátanos se
im portan de áreas muy alejadas. El cacao pasó a ser el sostén
principal de los cam pesinos. Florecía bajo el suelo local y las
condiciones clim áticas com o pocas otras siem bras, y los cam p e­
sinos estaban habituados a cultivarlo desde la época de la escla­
vitud. Tenía un buen precio de venta y constituía un im pedim en­
to natural y legal ante los terratenientes depredadores, ham brien­
tos de pasturas y tierras azucareras. El cacao poco a poco surgió
com o un cultivo com ercial, en proporción pareja con la dism i­
nución de las siem bras de subsistencia de las que vivían los
cam pesinos, m ientras esp etab an los cinco años que tardaba en
m adurar el cacao. Pero a partir de los años de 1930 a 1940,
plantar cacao sin capital se hizo cada vez más difícil, puesto que
las parcelas por lo general eran dem asiado pequeñas para brindar
e¡ equilibrio requerido.
Tam bién se debería tener en cuenta que cuando la tierra era
abundante y barata, el cacao era una variante m ejor pagada que
el café. Pero cuando la tierra pasó a ser escasa y cara, el café se
transform ó en ¡a alternativa de más lucro. La respuesta a esto fue
que a partir de la década de 1920 los cam pesinos com enzaron a
plantar café.
Los com erciantes que en la década de 1930 y 1940 afluían a
Puerto T ejada para com prar los productos agrícolas de los cam ­
pesinos, adquirieron tam bién un gran control político. Eran
blancos, por lo general de A ntioquía, y m iem bros del Partido
Conservador. Los negocios propiedad de negros, ubicados alre­
dedor de la plaza central, fueron rem plazados por los de ellos.
Estos interm ediarios m anejaban agencias de com isiones de las
grandes firmas com pradoras de cacao y café, se entendían con
estas firmas poderosas y se desentendían convenientem ente de
los productores cam pesinos, a quienes podían explotar sin mayor
temor. Si bien los de afuera podían actuar com o hom bres de
negocios, había algunas razones para que a los hom bres de la
localidad no les resultara tan fácil. Esto es lo que dice un viejo
campesino:

El negro tiene más miedo a hacer grandes negocios. Hasta teme


poner 20 centavos en un negocio porque cree que los va a perder. El
negro tiene menos de financiero que el blanco. No es lo mismo que
un "Paisa” (antioqueño). El "Paisa”, si tiene 20 centavos, ¡os invierte
y saca 40 o nada. A quí los negros son agricultores. No saben de
negocios, de traer un montón de ropa o de establecer una agencia
para comprar cacao. Y lo que es más, si yo abro un negocio aquí, a
corto plazo van a em pezar las murmuraciones y m aledicencias; la
envidia del hombre contra el hombre. Y poco a poco me voy a quedar
en la ruina porque tengo que vivir fiando. “Oye, ¡llévatelo, me lo
pagas mañana! ¡Anda, llévalo, mañana está bien!” [...] Y eqtonces
uno, por cuestiones de raza, o porque usted es un compadre, o por
amistad, nunca me paga. Y de esa forma yo termino arruinado;
porque me da crédito dentro de Jas.normas de los negocios; me da
crédito por 40 centavos porque ya ma robó 80 en el mismo trato. Ya
liene una ganancia de 80 ceniavos. Entonces me da 40. ¡Y si se
pierden, en realidad no pierde nada!

Hacia fines de la década de 1930, la presión p or la tierra p a­


reció agudizarse. La industria del azúcar y la agricultura com er­
cializada a gran escala se estaban institucionalizando firm em ente
en la trama social a través de los financiam ientos estables y las
poderosas asociaciones de terratenientes, unificadas por el temor
común al cam pesinado y la necesidad de controlar la com ercia­
lización y el desarrollo de la infraestructura (cf., G ilhodes, 1970:
417; Fals Borda, 1969: 141; Dix, 1967: 323-326). El levanta­
miento tecnológico con variedades m ejoradas de caña de azúcar
y otros cultivos, ju n to con nuevas especies de ganado en pie y
métodos ele cría, fue introducido o reestim ulado por la m isión
Charden y la apertura de la escuela de agricultura Palm ira, a
com ienzos de la década de 1930, en el Valle del Cauca (C harden,
1930). La Fundación R ockefeller también estimuló la agricultura
enérgica de capital intensivo, estableciendo en 1941 el instituto
de agronom ía del gobierno nacional.
En 1945, un negro,m aestro de escuela de la localidad, escribió
un llam am iento conm ovedor al gobierno:
Desde hace va tiempo, a mucha gente se le obliga a irse de su tierra.
La m ayoría de ellos sólo tienen entre dos y diez acres y casi todos
cultivan el cacao con exclusividad. La mayor parte de los campesinos
son analfabetos y sólo saben trabajar sus parcelas. Durante las
prim eras décadas las cosas fueron bien porque el suelo era muy rico
y no había plagas. Pero ahora hay demasiada gente. Los minifundios
y la m onoproducción aparecieron, con todas sus temibles consecuen­
cias. Los ocupantes de cada parcela se duplicaron o triplicaron en
corto tiempo, y éstas a su vez se hicieron más pequeñas. En los
últim os 15 años la situación cambió amenazadoramente. Hoy en día
los cultivos son cada vez más reducidos y a la cosecha le precede
una larga espera; miles de personas físicamente activas se ven
em pujadas a la pereza [...] La usura aumenta, los robos aumentan; la
vida ahora es un péndulo que oscila entre la miseria y las empresas
desesperadas. Los campesinos de Puerto Tejada están sufriendo una
situación sin paralelo. Es obvio que no es posible ponerle un límite
a la situación, porque cada vez son más los que se ven privados de
su patrimonio.

La v io l e n c ia

La horrenda guerra civil colom biana ocurrida entre 1948 y 1958.


conocida com o la violencia, aceleró aún m ás los cercos de las
tierras de los cam pesinos para las plantaciones de !a burguesía,
puesto que sus propietarios aprovecharon la tem ible inseguridad
de esos tiem pos. Los cam pesinos aseguran que ios grandes
terratenientes em pleaban la fum igación de herbicidas para des­
truir su cacao, una táctica que tam bién se usó en otras partes de
C olom bia en ia década de 1960 (cf., Patiño, 1975:181-183). Las
parcelas de los cam pesinos quedaron inundadas, porque los
grandes terratenientes m anipulaban los canales de irrigación y
drenaje, y la caña de azúcar bloqueó el acceso a las parcelas.
Como resultado, la producción de cacao, principal fuente de
ingresos de los cam pesinos, cayó en un 80% entre 1950 y 1958
(W ood, 1962).
La chispa que encendió la llama de la violencia en toda
C olom bia fue el asesinato del caudillo del Partido Liberal, Gai-
tán, ocurrido en Bogotá el fam oso 9 de abril de 1948. Ciudades
com o Bogotá y Cali entraron en erupción, y Puerto Tejada fue
el único asentam iento rural que reaccionó de la m ism a form a.
U na turba incontrolable saqueó los alm acen es durante la tarde y
la noche, pero hubo pocos daños p ersonales. A pesar de ello, los
inform es que llegaron al exterior fu ero n grotescos. S u p u esta­
m ente hubo m onjas violadas, co n se rv ad o res (generalm ente
blancos) decapitados, y los negros ju g ab an al fútbol con sus
cabezas en la plaza. T a le s fantasías de Puerto T ejad a co m p le­
m entan su imagen de infierno de lad ro n es y vagabundos v io len ­
tos; un “depósito” cada vez m ás co m p acto de negros d escon ten ­
tos, en una geografía política d om inada por gobernantes blancos.
Las fantasías perpetradas por la v io le n c ia en Puerto T ejada,
surgieron del tem or generado por la explotación y el racism o.
U n testigo presencial nos relata lo siguiente:

Estaba preparando adobe cuando escuché en el radio que el líder dcl-


pueblo, el doctor Jorge Eliécer Gaitán, había sido asesinado. En ese
m omento NatanieJ D íaz (un líder negro de Puerto Tejada) estaba en
Bogotá, y con un grupo de estudiantes tomó la radioemisora nacio­
nal. Fue entonces cuando Natanicl Díaz dijo por radio, “ ¡Alerta,
macheteros del Cauca! Cobren venganza por la sangre del caudillo
Jorge Eliécer Gaitán”. Casi todas las tiendas eran propiedad de
blancos conservadores, quienes huyeron o se protegieron con barri­
cadas. En pocos momentos se encendieron cohetes llamando a los
cam pesinos de los alrededores de! pueblo. Partieron de cualquier
lado que estuvieran. Llegaron de lodos los barrios rurales. A las
cuatro de las larde tomaron el alm acén oficial de licores. Tom aron
ron, aguardiente y todo eso. Todos se emborracharon. Cada quien
tomó una botella y se puso otras dos en los bolsillos, y entonces
empezaron a saquear los alm acenes. Fue increíble. Principalmente
buscaron los almacenes de los jefes políticos del pueblo. Se llevaron
azúcar, arroz, velas, jabón [...] Pero estas personas no querían sangre,
como en otros lugares donde mataban conservadores. ¡No! Aquí
querían robar, nada más. También les robaron a los liberales ricos.

É ste no fue un levantam iento o rganizado. Fue un estallido


espontáneo del pueblo, cansado por años de hum illaciones y
ultrajes. Esto fue una anarquía, pero fundada en generaciones de
opresión y claram ente enfocada desde el punto de vista m oral.
El pueblo siem pre estuvo gobernado desde afuera y desde la
ciudad más im portante. No existían o rg anizaciones form ales que
el pueblo pudiera co nsid erar com o propias. No resulta extraño
que, cuando cedió el dique del control estatal, la inundación que
se había estado gestando durante tantos años brotara salvajem en­
te, llevando consigo las m ercaderías que hasta no hacía m uchos
años el pueblo había preparado en sus propias parcelas: “ Se
llevaron azúcar; se llevaron arroz; se llevaron velas; se llevaron
ja b ó n ”.
En el transcurso de pocos días el ejército sofocó el motín' y, la
ley m ilitar aportó la cubierta con la cual las plantaciones se
pudieron apropiar de las granjas de los cam pesinos. Con la ayuda
del B anco M undial y el financiam iento de los E stados Unidos,
las plantaciones continuaron su expansión sin rem ordim ientos,
por las tierras llanas (Fedesarrollo, 1976: 344). M ientras que en
1938 sólo se producían 2 000 toneladas de azúcar en la región,
para 1969 ya se producían alrededor de 91 000.
Las ventas locales de tierras y los registros de im puestos
(reforzados por historias orales de los cam pesinos), m uestran
que las propiedades prom edio de los cam pesinos dism inuyeron
de 4.8 hectáreas en 1933, a 0.32 en 1967. Esta dism inución de
quince veces se vio acom pañada por solam ente la duplicación
de la población local. La escasez de tierra no se le puede
adjudicar a la “explosión poblacional”, que es lo que los expertos
de la Fundación R ockefeller tratan de establecer (por ejem plo,
W ray y A guirre, 1969).
Los censos del gobierno m uestran que hacia 1970, m ientras
que alrededor del 80% de la lien a cultivable estaba ocupada por
cuatro plantaciones de azúcar y unas pocas fincas grandes, el
85% de las tenencias ocupa m enos de seis hectáreas y la propie­
dad se concentra cada vez más. La mayoría de las tenencias son
tan pequeñas que sus dueños cam pesinos se ven forzados a
trabajar en las grandes haciendas. De acuerdo con mi propio
censo de 1971, el 8% de los habitantes rurales virtualm ente está
sin tierras, y otro 63% tiene menos de las dos hectáreas n ecesa­
rias para la subsistencia.
Un agrónom o local señaló la función económ ica de este
m odelo de distribución de 1a tierra, donde el modo de producción
cam pesino coexiste con el capitalism o a gran escala. “Los cam ­
pesinos pobres aportan su trabajo a las plantaciones m ás próxi­
mas. Com o poseen sus propias casas, le ahorran a la plantación
el costo de construir viviendas y ocuparse del transporte de un
núm ero alio de personas. Lo que es más, sus necesidades eco n ó ­
m icas los atan indefinidam ente a la plantación, fuera de la cual
les resultaría difícil conseguir trabajo” (M ancini, 1954: 30).

La n a t u r a l e z a d u a l d e l p r o l e t a r ia d o

Al contrario de las condiciones im perantes en la m ayoría de las


áreas productoras de azúcar del mundo, las condiciones clim áti­
cas y del suelo del Valle del Cauca perm iten la producción
durante todo el año, no im porta en qué estación se esté. La
inestabilidad notoria de la situación laboral no se le puede
adjudicar a la ecología, sino a la acción política de los dueños de
las plantaciones, que se aprovechan del hecho de que m uchos de
sus trabajadores tienen parcelas propias.
A principios de la década de 1960, la estructura m ilitante del
sindicato de trabajadores fue quebrada ppr los plantadores, quie­
nes establecieron un sistem a dual de reclutam iento de trabajado­
res y de em pleo. Lo anterior estuvo acom pañado por un cambio:
de cultivar toda la caña ellos mism os, a com prar más de la mitad
a los grandes hacendados independientes; esto hacia 1974. Fren­
te a una seria inquietud laboral y a la necesidad de expandir la
producción com o nunca antes -p ara llenar la brecha de la cuota
de im portaciones azucareras de ios Estados U nidos, subsecuente
al em bargo del azúcar de C u b a-, los plantadores de caña del
V alle del C auca estim ularon el desarrollo de un sistem a de
contratación laboral, por m edio del cual se pagaba a los interm e­
diarios independientes para que reclutaran grupos reducidos de
trabajadores tem porales para realizar tareas específicas.
A cerca de la tercera parte de los trabajadores de las planta­
ciones de azúcar, y a casi todos los de las grandes fincas, los
reclutan y supervisan los contratistas laborales. Estos contratis­
tas pueden evitar, en gran m edida, los altos costos de los bene­
ficios sociales, y pueden pagar tasas aún m ás bajas de las que ¡a
agroindustria paga a los trabajadores perm anentes. El trabajo
eventual com o éste no puede formar o agrupar sindicatos; por
esto se los contrata con frecuencia como esquiroles para rom per
huelgas. El sistem a de contrataciones atom iza la fuerza de tra­
bajo, facilita el control de los trabajadores, baja el costo de su
paga, socava la fuerza política de iodos los trabajadores, ya sean
eventuales o perm anentes, y ayuda a asegurar una reserva elás­
tica de fuerza de trabajo para solucionar las fluctuaciones de la
dem anda -flu c tu a cio n e s bastante m arcadas incluso en la indus­
tria azucarera.
Las facilidades de reclutam iento y organización del trabajo
contratado se apoyan pesadam ente en la cooptación de las redes
sociales existentes entre los pobres. La fuente de fuerza oculta
del sistem a de contrataciones es la capacidad de la gente pobre
para organizarse en grupitos que trabajan por un salario. Los
servicios activos eficientes para el m ercado laboral están en d eu ­
dados con m odos no m ercantiles.de relaciones sociales. Y aún
más, el sistem a de contrataciones facilita el predom inio del
sistem a de trabajo a destajo en la agricultura capitalista, lo que
a su v ez refuerza el sistem a de contratistas. C om parado con un
sistem a de pago por tiempo, el sistem a de trabajo a destajo le da
al em plead o r m uchas más oportunidades de bajar el salario
diario, intensificar el trabajo, y fom entar el individualism o y la
com petencia entre los trabajadores. Esto crea un círculo vicioso
donde la d ism inución de la ganancia diaria hace que el m odo de
pago por trabajo a destajo y el sistem a de contratistas, sea más
atrayente para los trabajadores. Como no pueden actuar colecti­
vam ente en una estructura salarial, los trabajadores tienen por lo
m enos, dentro del sistem a de contratación para trabajar a destajo,
la oportunidad de exceder la ganancia diaria intensificando su
trabajo. Y porque m uchos de los trabajadores contratados p re­
fieren alternar entre la esfera cam pesina y las plantaciones, el
sistem a de co ntratistas se hace más atractivo. Un cavador de
zanjas al que se le pagaba a destajo -p o r m etro cúbico c a v ad o -,
relata lo siguiente:

Con los precios tan altos de ¡a comida y los salarios tan bajos, los
trabajadores no tienen más remedio que trabajar muy duramente para
poder pagar sus necesidades. Algunos ni siquiera interrumpen para
comer. Cuando el otro día, un sábado, un hombre cayó al suelo con
dolores de estóm ago, los demás casi no le prestaron atención. El
capataz le exigió que siguiera trabajando. El hombre pidió un poco
de agua, pero el jefe le dijo que se tenía que levantar y trabajar. Aún
seguía caído en el campo de caña cuando llegó el camión que llevaba
a los trabajadores de vuelta al puchlo, y lo dejaron. Ahí se quedó
todo el fin de sem ana; cuando regresaron el lunes estaba casi muerto,
lo llevaron al hospital y le dieron suero, pero poco después murió.
Los trabajadores están tan ocupados en sacar el dinero suficiente para
vivir que únicamente se concentran en lo que están haciendo. No
tienen tiempo para pensar en nadie o nada que no sea lo que están
haciendo.

Poco después, el hom bre que me relató lo anterior dejó la


plantación y se dedicó por co m p leto a la parcela de su madre.
P ensó que aunque gan ab a m enos dinero, valía la pena, porque la
intensidad del trabajo era m u ch o m enor.
En los últim os quince años se d io en el valle un increm ento
de cinco o diez veces del cultivo a gran -escala de siem bras
distintas a la caña de azúcar, y estos cultivos se trabajan exclu­
sivam ente con el sistem a de co n tratación; la diferencia con la
caña radica en que una gran parte de los trabajadores son m ujeres
del lugar y sus hijos. Dicen que son “ m ás m ansos”, que trabajan
por m enos y que hacen lo que se Jes ordena. No' tes (pi'eda m ás
rem edio, porque la carga de cu id ar y alim entar un niño recae
cada vez más en las m ujeres, q uienes tienen una dolorosa co n ­
ciencia de las criaturas ham b rien tas que esperan su arroz al caer
la noche. Las historias de vidas y genealogías indican que el
m anejo de la casa a cargo de dos generaciones de m ujeres
solteras, y las relaciones de corta duración entre hom bres y
m ujeres, han pasado a ser cada vez m ás com unes en los últim os
treinta anos. La tasa de m atrim onios ha bajado a la m itad desde
1938. A estas mujeres y niños trabajadores les llaman con frecuen­
cia iguazas, com o a los patos m igratorios que recogen las sem i­
llas que quedan en los cam pos. A lgunos obtienen así la m ayor
parte de sus ingresos, porque com en o venden el grano que
encuentran suelto en el suelo. Pero a pesar de lo que dicen los
contratistas, estas m ujeres o casionalm ente hacen huelgas, y las
hacen espontánea y d irectam ente, sin un liderazgo organizado;
cuando el pago que se les ofrece es insultantem ente bajo, se van
de los cam pos.
La mayoría de los trabajadores tem porales son gente del
lugar, hijos de cam pesinos y nacidos en ese sitio. En distintos
grados, sacan de sus parcelas parte de lo que necesitan para
subsistir. Muchos alternan entre su trabajo de cam pesinos y el
trabajo para los contratistas, m ientras que otros cuentan con sus
fam iliares cercanos, que aportan parte de su subsistencia con las
parcelas. A lrededor de las tres cuartas partes de la llamada fracción
perm an en te de la fuerza de trabajo asalariada está com puesta por
n eg ro s inm igrantes de las selvas relativam ente aisladas de la
costa del Pacífico. Casi todos ellos alternan entre Ja costa y las
p lantaciones; en estas últimas se quedan de uno a tres años, y
luego regresan a sus hogares, apareciendo otra vez en las plan­
taciones después de más o menos un año, y por lo general
d ejand o atrás a sus esposas e hijos.
Los asalariados de las plantaciones y las grandes fincas no
son proletarios “p u ro s”, sin nada de qué subsistir aparte de la
v enta de su tiem po de trabajo. Ya sean tem porales o perm anen­
tes, lugareños o inm igrantes, son por lo general proletarios de
m ed io tiem po, cuya subsistencia y la de los que de ellos dep en ­
den d escan sa en com plem entar su trabajo de proletarios con los
frutos de lo que cultivan como cam pesinos o con tipos sim ilares
de o p ortunidades de obtener ingresos.

El a r t e d e l t r a b a jo c a m p e s in o

Los surcos frescos de las granjas de los cam pesinos contrastan


agudam ente con los cam pos enorm es, abrasadores y sin árboles
de los que se dedican al negocio de la agricultura. C om o extra­
viadas islitas de vida selvática, las parcelas viven ahogadas por
la caña de azúcar de las plantaciones. Están com puestas de cacao,
café, cítricos y plátanos, plantado todo junto en m edio de una
profusión de arbustos, plantas, y árboles de som bra de flores
rojas. La diferencia de la forma estética entre los cam pesinos y
las plantaciones se reduce a esto: los cam pesinos tienen algún
control de los m ateriales, las herramientas, el tiem po y la tierra;
los trabajadores asalariados no controlan nada de esto. Tom ás
Z apata lo expresó con claridad: “ Mis hijos e hijas son d esin tere­
sados. Sólo les im porta pasar el día y tom ar el dinero por la tarde;
ir a trabajar al alba y volver cuando cae la noche. V iven al día.
Pero la agricultura es un arte, y ellos no lo entienden. Para este
arte, lo prim ero es la constancia y la tierra”.
Es más, si se juzga estrictam ente con un criterio económ ico,
la form a cam pesina de trabajar el cam po es en v an o s aspectos
m ucho má.s eficiente que la de las grandes fincas capitalistas. La
pobreza que tan cruelm ente aflige a los cam pesinos no radica ni
en su m odo de producción ni en su ritm o de reproducción. En
cam bio, está originada por la ineficacia de los negocios capita­
listas a gran escala con la agricultura. A causa de su m ayor poder
político, la agroindustria puede com pensar sus ineficiencias
sacándole buen provecho a la eficacia del trabajo de cam po
cam pesino.
Las tareas m ás im portantes en la agricultura cam pesina son
las cosechas, que se recogen cada dos sem anas, y las deshierbas,
que se realizan una a dos veces al año. A m bas tareas son livianas,
y requieren de poco tiempo. A lrededor de dos hectáreas cu ltiv a­
das de esta form a, proveen los medios de subsistencia para la
fam ilia del cam pesino, y no exigen más que cien días de trabajo
por año. Sólo se usa un m achete y una pala ligera. De la parcela
tam bién sé obtiene leña, m ateriales para construir la casa, cuer­
das, hojas para envolver, enfardar, calabazas, un poco de maíz y
m andioca y m uchas plantas m edicinales, m ientras que por otro
lado se crían aves y cerdos. Con todo lo que tiene de com ercial,
este tipo de agricultura preserva gran parte del ecosistem a p re­
existente en su amplia variedad de cultígenos, y el suelo se
alim enta constantem ente con el abono de las hojas caídas, que
es igual al que se encuentra en las selvas con lluvias tropicales.
Los árboles de som bra con flores parecen ser esenciales para la
salud de los cultivos perennes, y al bloquear el sol inhiben el
crecim iento de las hierbas que proliferan en los cam pos tropica­
les abiertos, y que dan m ucho trabajo. La abundancia de árboles
corta los vientos y absorbe las fuertes lluvias; y adem ás, los
árboles retienen la hum edad y la van liberando lentam ente'en las
estaciones secas.
Los plátanos dan fruto de ocho a diez meses después de plan ­
tados, no im porta la época de! año, y por m edio de sus retoños
continúan produciendo durante cinco años o más. El cacao y el
café se recogen cada dos sem anas. A m bos tienen un ciclo de seis
meses, y los ciclos son com plem entarios: cuando decae el café,
se da el cacao, y viceversa. De esta forma, se mantiene durante
todo el año un ritm o constante de trabajo y ganancias. Hay muy
poco m antenim iento de capital, si es que lo hay.
Las m ujeres adm inistran y son propietarias de un tercio de las
granjas cam pesinas, y no existe una división m arcada del trabajo
en el cam po por edades o sexos, com o existe en la agroindustria.
Las áreas tienden a dividirse por parentesco, centradas en un
cam pesino varón rico, con diez o más hectáreas de tierra. Éste
solicita la ayuda de sus herm anos vecinos, prim os, concubinas y
sus hijos, para cum plim entar los trabajos que su fam ilia no
alcanza a realizar, les paga por día, y siem pre está dispuesto a
oír sus peticiones de préstam os y regalos. A su m uerte, la gran
finca por lo general se divide entre estas personas, y la pirám ide
de clase se d errum ba, para rearm arse más adelante con el surgi­
m iento de otra casta jerárquica. Los lazos recíprocos basados en
la fam ilia m oldean la estructura de clases. El m ercado nacional
afecta el trab ajo y la distribución de riquezas dentro de la esfera
del cam pesinado, pero no es un factor constitutivo de la estru c­
tura interna y del funcionam iento de esa esfera. C on todo lo que
puede tener de com ercial, este modo de subsistencia cam pesino
no es un m icrocosm os de la econom ía de m ercado. No está
racionalizado en el sentido capitalista, donde la regla y el peso
de la form ación de bienes de consum o afecta al m etabolism o de
la vida social en el proceso productivo y coloniza la vida fuera
tam bién del lugar de trabajo.
D esde 1971, cuando muchos cam pesinos y trabajadores sin
tierras organizaban invasiones de plantaciones para apoderarse
de la tierra por la fuerza, este estilo tradicional de trabajo cam ­
pesino pasó a estar sujeto a una “ revolución verde" forjada por
el gobierno colom biano y la A gencia para el D esarrollo Interna­
cional de les E stados U nidos (USAID). Esta sabiduría nueva y
conveniente de las agencias de desarrollo fue m ás un iniento de
increm entar la productividad cam pesina que de instituir una
reform a agraria com o solución a la pobreza rural. En efecto, esto
significó arran car los cultivos perennes para reem plazarlos por
un sistem a caro, riesgoso, m ecanizado y abierto de m onocultivos
de soya, frijoles o m aíz. A lrededor de un tercio de los granjeros
cam pesinos aceptó los préstam os para desarrollar este nuevo
sistem a. Invariablem ente.se trataba de varones, porque los ser­
vicios financieros y de extensión rural gravitaban de m anera
natural en torno a ellos, y porque las mujeres por lo general eran
hostiles a esta idea. El resultado de la innovación fue el creci­
m iento astronóm ico del endeudam iento del cam pesinado, hasta
que elim inó virtualm ente la base de subsistencia local que repre­
sentaba el plátano, y aum entó la tasa de adquisición de tierras
por parte de las plantaciones. Con el nuevo.sistema, las ganancias
se ven expuestas, porque el m onocultivo es susceptible a las
plagas, los vientos y las inundaciones. A dem ás, los ingresos se
producen cada cuatro o seis m eses. Los gastos de capital se
elevan d ram áticam ente por la necesidad de nuevas variedades
de sem illas, tractores, fertilizantes, p esticidas, y por los m ayores
gastos p ara pagar el trabajo, que es necesario a pesar del em pleo
de m aquinarias. Al cultivar de esta m anera nueva, los cam pesi­
nos, com o nunca antes, se transform aron en em pleadores, y el
carácter de la estructura cam pesina de clases evolucionó de la
form ación de parentesco, a una estructura estereotipada de tra­
bajo/capital. Los cam pesinos ricos absorben las tierras de sus
vecinos, y el equilibrio económ ico que so lía darse cuando moría
un cam pesino rico, hoy ocurre m uy raram ente, porque éstos
venden o rentan sus tierras a las plantaciones. Las m ujeres
perdieron la provisión de com ida tradicional que acostum braban
tener en las antiguas parcelas porque la v en d en en las ciudades,
y se han vuelto más dependientes que nunca de los hom bres.
A hora constituyen una reserva d isponible de trabajo para los
contratistas y para las fam ilias urbanas acaudaladas, q u e 'la s
em plean para el servicio dom éstico.

La a r t ic u l a c ió n d e l o s m o d o s d e p r o d u c c ió n

C iertam ente no se puede decir que el d esarrollo agroindustrial


en esta área, rica en alim entos, haya m ejorado el estándar de vida.
Dicho desarrollo significó una ruptura creciente entre la agricul­
tura y la nutrición. M ientras que los cultivos de subsistencia y la
agricultura cam pesina se han m architado, las ganancias de las
plantaciones de azúcar en expansión son m uy altas (prom edian­
do alrededor del 40% entre 1970 y 1974, exp resado en ingresos
netos sobre costos [Fedesarrollo, 1976: 340-346]). Sin em bargo,
se dice que el 50% de los niños está mal alim entado (Fundación
de Sistem as C om unitarios, 1979); adem ás, se pone en evidencia
que el equilibrio nutricional que deben m antener los adultos que
trabajan, se logra a expensas de las m ujeres em barazadas y los
niños, y que ahora la gente com e m ucho m enos que antes del
desarrollo de la agroindustria. Los peligros que el m edio am bien­
te representa para la salud y que se atribuyen a este desarrollo,
se com binan con el problem a de la nutrición. Las fábricas
descargan sus afluentes en los ríos, abastecedores principales de
agua potable, y todas las fuentes de agua están terriblem ente
co n tam in ad as con materia fecal, según los estudios repetidos,
realizad o s por bacteriólogos. A bundan las infecciones causadas
p o r el an q u ilo sto m a (en el 50% de la p o b lació n ), la E ntam oeba
h isto ly tic a (en el 25% ), el S tro ng ylo id es (en el 20% ) y la A scaris
(en el 70% ). El sistem a de alcan tarillad o es abism al, y la gente
p o r lo general anda descalza. N ad a de la riq u e z a producida por
la agro in d u stria se invierte en los servicios públicos que son
n e c e sa rio s para reparar el daño p ro d u cid o p or ella.
La tensión política y el crim en son una preocupación cons­
tante. Los “ estados de em ergencia” oficiales están en vigencia
la m ay o r parte del tiempo. En tales situaciones, que son cosa
co m ú n en casi toda Colom bia, aunque el país form alm ente es
una dem ocracia, la ley militar prevalece casi perm anentem ente,
im pid ien d o , por ejem plo, las asam bleas populares y las reunio­
nes de grupos. Los dueños de fincas grandes, com o las dos
p lan tacio n es de azúcar más cercanas a la ciudad, deben viajar
con escolta arm ada de policías y soldados por tem or a un
secu estro . Por la m ism a razón, los adm inistradores de alto nivel
tienen su s jee p s equipados con radíos especiales que los com u­
nican directam ene con el ejército de Cali. En ninguna otra área
los sin d icato s de trabajadores de las plantaciones son más débi­
les, y los agentes de ventas de John D eere dicen que el nivel de
sabotaje contra las m aquinarias y los equipos para el cam po es
im presionante; es m ás alto aquí que en el resto del valle, donde
hay m uchos menos campesinos.
C ontrariam ente a toda la propaganda de los grandes terrate­
nientes, no es de ninguna manera cierto que esta agricultura en
gran escala significa un uso m ás eficiente de la tierra, el trabajo,
la energía o el capital, que la agricultura cam pesina, aunque el
rendim iento por lo general es m ás alto deb id o al capital y al
carácter enérgico e intenso de los gastos. La eficiencia se puede
m edir de m uchas formas distintas, pero sin duda es im portante
el hecho de que las plantaciones de azúcar dan m enos trabajo por
hectárea, m enos ganancia al trabajador (y al propietario) por
hectárea, y que exigen un mayor desgaste de energía hum ana por
día que las granjas de los cam pesinos, tradicionales o modernas
(véase el cuadro 1). La agricultura cam pesina tradicional en esta
área es alrededor de seis veces m ás eficiente que la de las
plantaciones de azúcar en energía redituada en com ida, en com ­
paración con el gasto de energía requerido para producir dicha
com ida. A dem ás, aunque el rendim iento por hectárea de los
cam pesinos que siem bran cultivos m odernos (com o la soya)
representa más o menos la mitad que el de los agricultores a gran
escala que cultivan lo m ism o, los costos de producción del
cam pesino son tanto m ás bajos, que sus ganancias sobre el
capital invertido -s u “eficiencia de capital”- es igual o más alta
que la de los grandes agricultores (dependiendo o no de si uno
tom a en cuenta el propio trabajo de los terratenientes cam pesinos
como un costo).
Esto es igualmente cierto cuando com param os las tasas de
ganancia de los cam pesinos sobre los nuevos cultivos con las de
las plantaciones de azúcar. Si tuviéram os que establecer la
com paración con el modo de producción cam pesino tradicional,
basado en los cultivos perennes, la eficiencia capital del cam pe­
sinado resulta infinitam ente m ejor que la de la agroindustria,
puesto que los gastos de capital son insignificantes. A quí, la
agricultura a gran escala no es en sí m ism a .más eficiente que la
agricultura cam pesina, ya sea que la eficiencia se m ida en
producto sobre inversión, en moneda corriente o en calorías.
En tanto y cuanto una proporción sustancial de la fuerza de
trabajo de la agroindustria esté com puesta por trabajadores que
posean o com partan pequeñas parcelas, los costos para el sector
de la agroindustria de m antener y reproducir el trabajo asalaria­
do, serán m ás bajos de lo que resultarían si dicho sector tuviera
que pagar tales costos por su cuenta, porque no sólo el autoapro-
visionam iento de los trabajadores cubre parte de estos costos,
sino que, como dijimos, los trabajadores ponen el capital a
trabajar en sus propias fincas de una form a más eficiente que la
de la agroindustria.
D ebem os desprendernos entonces de esos prejuicios popula­
res que exaltan ingenuam ente las eficiencias de la escalada y
postulan un motor puram ente económ ico de relaciones m ateria­
les de “eficiencia”, desplazando un m odo de producción por otro
supuestam ente m ás eficaz. En cam bio, debem os prestar atención
al papel que juegan las relaciones sociales y la fuerza política
para forjar un aparato funcional entre dos modos de producción
existentes, el de la agroindustria y el cam pesino, y al hacerlo,
estar alertas a las múltiples contradicciones sociales que puede
engendrar una articulación de ese tipo.
En la evolución de la relación entre la agroindustria y la
C u a d ro 1. COMPARACIONES ENTRE LOS GRANJEROS
CAMPESINOS Y LOS TRABAJADORES DE LAS PLANTACIONES
d e l V a l l e d e l C a u c a , C o lo m b ia , 1970-76
Granjero campesino en Trabajador
parcela de dos hectáreas de una
Tradicional M oderno plantación
Ingreso anual neto, 1971
(pesos colom bianos) S I0 000 S 8 000 $10 000
Número de hectáreas por
trabajador 1.0-2.0 1.0-2.0 3.2
Días de trabajo necesarios
por ano 105 243 275 .
Rendim iento de energía
laboral del individuo por
día de trabajo (Kcal) 1 700 1 700 3 500
Rendimiento de energía
laboral del individuo por
año (Kcal) 173 000 415 000 S04 000

Nota: los datos sobre el trabajo en ias granjas campesinas provienen de mi


monitorco de cuatro parcelas cada dos semanas durante nueve meses en el año
de 1971. Los datos sobre e) trabajo campesino moderno provienen del mismo
tipo de trabajo de campo en el sitio en seis parcelas, en 1972 y 1976. Los datos
sobre las plantaciones son de Fedesarrollo (l97fi) y de entrevistas personales
con empleados de las plantaciones. Los gastos de energía de trabajo (7.4 Kcal
por minuto) de los trabajadores de las plantaciones fueron calculados por SpurT
y otros (197S: 992) usando técnicas rcspirométricas con cortadores locales de
caña y cargadores; los del trabajo campesino se calcularon indirectamente con
los cuadros de Durnin y Passmorc (19(57). Un cálculo alternativo más bajo para
los trabajadores de plantaciones, de SpurT y otros no fue tomado en cuenta,
puesto que derivaban de métodos que entraban en conflicto con los de Dumin
y Passmore y no permitían establecer comparaciones. La eficiencia de energía
de las plantaciones de azúcar se calculó sólo con base en sus tres orígenes de
energía rpás importantes (y por lo tanto se sobreslimó): a) |rabajo humano,
197 000 Kcal por tonelada de azúcar; b) electricidad 112 000 Kcal por tonelada
de azúcar; c) combustible, 452 (XX) Kcalpor tonelada de azúcar. La eficiencia
de energía del trabajo de campo tradicional campesino se calculó sólo sobre la
tasa de carga y descarga de energía que tiene que ver directamente con la
producción del cacao, suponiendo un rendimiento más bajo de 290 kg por
hectárea intcrplantada, según lo determinaran los trabajos de campo. Las tareas
hogareñas, tales como el acarreo de agua, no se incluyeron como cargas de
energía. Las lasas llegaron a 5:1 para las plantaciones de azúcar, y a 30:1 para
los cultivos de cacao de los campesinos.
agricultura cam p e sin a del austral V alle del C auca, la agroindus­
tria es m enos eficien te que la producción cam p esin a, en ciertos
criterios cruciales. P ero a causa de su m onopolio de la tierra, la
agroindustria pu ed e com pensar sus propias ineficiencias sacan­
do ventajas de esas eficiencias de los cam pesinos. A l reducir el
tam año de las gra n jas cam pesinas por debajo de un cierto m íni­
m o, la clase capitalista tiene la capacidad de acu m u lar exceden­
tes. La am plitud y la m oderna tecnología no son por sí m jsm as
esencialm ente m ás eficientes; m ás bien representan la fuerza
necesaria para h acer que exista una fuerza de trabajo, lo m ism o
que la disciplina y autoridad necesarias para im poner un exce­
dente de valor a ese trabajo.
H asta que la clase capitalista pudo o b ten er el p od er político
necesario para red u cir las posesiones de los cam pesinos a un
determ inado tam añ o chico, m enor de lo necesario para su sub­
sistencia, los salario s en el sector capitalista de Ia agricultura eran
altos, porque los cam pesinos podían subsistir con el valor de uso
de sus propias parcelas. Aquí, el alto costo del trabajo se debía
al bajo valor del trabajo, definiendo el valor del trabajo com o el
valor de las m ercancías necesarias para m antenerlo y reprodu­
cirlo. Com o los agricultores capitalistas usaban el p oder que se
había canalizado hacia ellos con la entrada del capital estad u n i­
dense y po r las aperturas en los m ercados extranjeros, que
com enzaron hacia el año 1900, pudieron exp an dirse y apropiarse
enérgicam ente de las tierras de los cam pesinos. Estaban m otiva­
dos por el deseo de tener más hectáreas para sus cultivos, y por
la necesidad de red ucir las posesiones de los cam pesinos, de
m anera que éstos se vieran obligados a transform arse en traba­
jad o res asalariados -s e m ip ro le ta rio s- que o b ten ían parte de lo
necesario para su subsistencia de sus pro p io s cultivos, y, en
algunos casos, usaban sus salarios com o rem esas para sostener
la agricultura cam pesina.
Este tipo de articulación entre los dos m odos de producción
es parte de un contexto determ inante m ás am plio de subdesarro-
llo neocolonial: específicam ente, la p eq u enez del m ercado local
y la división subdesarrollada del trabajo. Este rasgo estructural
de las econom ías periféricas, cuyos m ercados se encuentran en
los centros de los sistem as capitalistas del m undo, significa que
la preocupación por el creciente poder adquisitivo de los traba­
jadores es cosa secundaria para el im pulso de ex p an sió n ¡lim ita­
da de la producción. Por lo tanto, reducir el valor del trabajo y
del poder adquisitivo o m antenerlo a un nivel bajo, im plica
m enos problem as de los que se presentarían en las econom ías
capitalistas desarrolladas. La sem iproletarización del cam pesi­
nado, al contrario que la proletarización com pleta, está en arm o­
nía con dicha estructura. M ás aún, este m ism o rasgo estructural
excluye las condiciones necesarias para sostener un proletariado
“ puro” (especialm ente en el cam po); esto es, una clase de gente
q u e no tiene otro apoyo que su fuerza de trabajo, la que está
oblig ad a a intercam biar en el m ercado de los salarios. La
subo rdinación del cam pesino al trabajo asalariado es, por eso,
necesaria, tanto para los cap italistas com o para los trabajadores
asalariados, a quienes un salario capitalista difícilm ente les
alcan za para sobrevivir.
Este m om ento de la historia social y esta realidad de la
estructura social, deben asim ilarse firm em ente, si lo que desea­
m os es apreciar la naturaleza moral y la im portancia social de
los sentim ientos que sub.yacen en la existencia del trabajador
cam pesino; la historia es de cercas, alam bres de púas, caña de
azú car y hambre; el com ponente im portante de la estructura
social es el trabajador, que se halla entre dos épocas y en dos
m undos: el proletario y el cam pesino. Es dem asiado fácil idea­
lizar el margen de independencia precaria que em bota la acción
com pleta de las fuerzas del m ercado sobre el cam pesino. Sin
em bargo, según nos recuerda Raym ond W illiam s, debem os estar
alertas a las im plicaciones de un ám bito de ese tipo para poner
una distancia crítica de la econom ía salarial siem pre dom inante
(1973: 107). La experiencia conocida de generaciones de lucha
contra las apropiaciones de la tierra está relacionada con la
experiencia cotidiana en los campos' y en los bosques, de dos
form as de vida enteram ente distintas; este patrón de la historia y
el contraste que se vive en el marco de dos modos de producción
antitéticos, im piden el desarrollo de una clase obrera capitalista,
“ la que por educación, tradición, hábitos, considera las condicio­
nes de ese m odo de producción com o leyes de la Naturaleza
evidentes en sí mism as ” (M arx, 1967, 1: 737).
5. EL DIABLO Y LA COSMOGÉNESIS
DEL CAPITALISMO

De todas las tareas que es posible realizar en la región, el trabajo


asalariado está considerado com o el más arduo y el m enos
deseable, aun cuando el pago diario es alto. Sobre todo, es la
hum illación, el autoritarism o vejador lo que agita a los trabaja­
dores, mientras que los grandes terratenientes y sus capataces se
quejan de la intransigencia de los trabajadores y tem en sus
esporádicos brotes de violencia.
La gente de la clase baja siente que de alguna m anera el
trabajo se ha transform ado en algo que no tiene que ver con la
vida. “En la costa tenem os com ida pero no tenem os d in ero ”, se
quejan los trabajadores inm igrantes de la costa del Pacífico.
“A quí tenem os dinero pero no tenem os com ida”. Los lugareños
com paran el trabajo en la esfera del cam pesino, golpeada por la
pobreza, con el de las plantaciones, diciendo: “Es m ejor estar
gordo y no tener dinero, que tener dinero y ser viejo y esq uelé­
tico". Ellos dicen que pueden ver cómo el trabajo en la plantación
hace que la gente adelgace y envejezca prem aturam ente, lo que
no sucede ni con la ocupación peor rem unerada de un cam pesino.
Hacen un fetiche de la caña de azúcar, describiéndola com o una
planta que lo seca a uno o se lo come.
En 1972 la gente, por su propia iniciativa, organizó invasiones
a plantaciones y grandes fincas. Esto es lo que dice un d esplega­
do que preparó un grupo de personas que combinaban el trabajo
en las plantaciones con el trabajo en las parcelas cam pesinas,
para ser distribuido públicam ente:

Nosotros los campesinos rechazamos la cana de azúcar porque es la


materia prima de la esclavitud del pueblo campesino. Nosotros los
campesinos estamos bien dispuestos a cambiar la cana de azúcar por
cultivos que podamos comer aquí, como el plátano, el cacao, el cale,
el arroz, las papas y el maíz. La caña de azúcar sólo ayuda a que los
ricos y el gobierno compren más y más tractores para darse lujos
ellos y sus familias. ¡Campesinos! ¡La caña de azúcar nos degenera;
nos transforma en bestias, y mala! Si no tenem os tierra no podemos
contem plar el futuro bienestar de nuestros hijos y de nuestras fami­
lias. Sin tierra no puede haber salud, ni cultura, ni educación, ni
seguridad para nosotros, los campesinos marginales. En todos estos
distritos, uno encuentra que las parcelas de la mayoría de los cam­
pesinos están amenazadas por el terrible Monstruo Verde, que es la
Gran Caña, el Dios de los terratenientes. Rechazam os enérgicamente
el cultivo de la caña de azúcar, por las siguientes razones:
- la mala fe que muestran estos capitanes cuando inundan nuestras
parcelas con el agua que usan para su caña.
- ¡y más aún! La fumigación que hace daño a los cultivos de los
cam pesinos, dejándonos en la miseria más tremenda, lo que prepara
el terreno para que envíen a su gente a comprarnos la tierra.
- los terratenientes nos quitan la tierra con este propósito.
Todavía existen ancianos nacidos a principios de siglo, que pueden
narrarnos en persona la historia imperialista de estos salares terra­
tenientes. Las posesiones de nuestros antepasados se concentran hoy
en grandes latifundios y reducen al recién nacido a la peor miseria.

EL DIABLO Y EL TRABAJO PROLETARIO

Según una creencia am pliam ente difundida entre los cam pesinos
de esta región, los trabajadores varones de las plantaciones hacen
a vcces contratos secretos con el diablo con el fin de increm entar
la productividad, y por lo tanto, sus jornales. A demás, se cree
que el individuo que hace el contrato va a m orir prem aturam ente
y con grandes sufrim ientos. M ientras viva, no será más que un
títere en m anos deí diablo, y el dinero obtenido de dicho contrato
será estéril. No puede servir com o capital productivo, sino que
se lo debe gastar inm ediatam ente en artículos que se consideran
lujosos, tales com o las ropas finas, licor, m antequilla y demás.
Invertir este dinero para que produzca m ás dinero -o sea usarlo
com o c a p ita l- es llam ar a la ruina. Si uno com pra o renta algo
de tierra, ésta no producirá. Si uno com pra un leclión para
engordarlo o venderlo, el anim al enferm ará y morirá. A dem ás,
se dice que la caña de azúcar cortada así, ya no vuelve a crecer.
La raíz morirá y la tierra de la plantación dejará de producir hasta
que se le haga un exorcism o, se vuelva a arar y se plante
nuevam ente. A lgunas personas dicen que si bien el dinero que
se obtiene con la ayuda del diablo n o ,sirv e para co m prar las
m ercaderías que ya m encionam os, se le debe com partir con los
am igos, que sí lo pueden usar com o dinero com ún y corriente.
Se supone que ei co ntrato se lleva a cabo en el secreto más
absoluto, individualm ente, y con la ayuda de un brujo. Se prepara
una figurita antropom órfica, a la que llam an m uñeco, usualm ente
con harina, y se hacen conjuros. E ntonces el trabajador varón
esconde la figurita en un lugar estratégico, en su lugar de trabajo.
Si es un cortador de caña, por ejem p lo , la pone en el lugar m ás
alejado de las hileras de caña que tiene que cortar, y va trabajando
en dirección a ella, y a m enudo canta m ientras va cortando su
ringlera. A veces, ju sto antes de co m en zar su trabajo, se dice jiña
oración especial. O tro aspecto de la creencia es que el JiomjDní
que trabaja con el m uñeco no necesita trabajar m ás duro que los
dem ás com pañeros.
M uchos capataces y hasta adm inistradores creen en el u so del
m uñeco; tienen m iedo, y si sospechan de alguien lo despiden
inm ediatam ente. C uando esto ha ocurrido, se cuenta, el trabaja­
dor no opuso resistencia. T odos los capataces m antienen un ojo
avizor, y desconfían m ucho de todo aquel que produzca m ás de
lo habitual. A lgunas personas notan que a los industriales de la
agricultura no les gusta que los trabajadores hagan más de una
pequeña cantidad prefijada. La sensibilidad de todos los in v o lu ­
crados puede ser aguda, y la creencia afecta la actividad diaria
de diversas m aneras. Los trabajadores de las plantaciones le
hacen brom as a aquel m iem bro de la cuadrilla que aventaja a los
demás, diciéndole: “ ¡C óm o te viniste hoy con los m uñecos'.’’ De
paso, hay que tener en cuenta que esta creencia no es sólo de los
m ás ignorantes y crédulos: los trabajadores campesino.s m ilitan ­
tes, líderes de m odernos grupos políticos, tam bién creen en estos
contratos con el diablo.
Como las historias y relatos sobre los pactos con el d iablo se
cuentan con mucha circunspección y en un estilo narrativo que
habla de tales contratos com o activ id ad es de terceras personas,
un observador cultural de fuera, com o un etnógrafo, no puede
tener la certeza de que dichos co ntratos realm ente se efectúen o
si solam ente se cree que ocurren. Para mis propósitos esto no
importa, porque lo que me interesa es la creencia colectiva. Sin
em bargo, se puede afirm ar que los contratos con el diablo sí se
llevan a cabo, aunque sospecho que no con tanta frecuencia
com o la gente cree. C onozco bastante bien a dos curanderos que
se ocupan de arreglar esos contratos, y uno de mis mejores
am igos m e contó la siguiente historia referente a su prim o, de
veintidós años de edad, quien hacía no m ucho había hecho un
p acto con el diablo. N o tengo dudas sobre la autenticidad de esta
historia. Este prim o era oriundo de la costa del Pacífico, y siendo
un m uchacho jo v en llegó a la plantación del pueblo de Puerto
T ejada; durante su adolescencia trabajó interm itentem ente en las
plantaciones y tambie'n visitó algunas veces a su padre, en la
costa del Pacífico, donde adquirió conocim ientos de magia.
C ada vez le disgustaba más el trabajo en las plantaciones, por lo
q u e d ecidió hacer un pacto con el diablo. Para acrecentar su ya
considerable acervo cultural sobre la m agia, com pró varios
libros sobre el (ema en el m ercado local y los estudió. U n día se
fue a un cam po de caña de azúcar y le arrancó a un gato negro
su corazón palpitante, sobre el cual recitó una oración. A penas
lo hubo hecho, se desencadenó un viento trem endo que rugió por
toda la plantación. A terrorizado, huyó. “ Lo hizo para venderle
su alm a al diablo, para poder tener dinero sin trabajar”, dijo mi
inform ante.

M odos d e in t e r p r e t a c ió n

¿Cuál es, pues, el significado de esto? Este suceso secreto,


individualizado y extraño, no es más que una suposición por
parte de la gente. N adie dice haberlo visto nunca, pero casi todos
tienen alguna evidencia de oídas, y creen firm em ente que tal cosa
sucede, aunque muy de vez en cuando. Siendo un arte desde los
com ienzos de la historia, la m agia y los rituales son una e x p e ­
riencia separada del resto de la vida, para poder ejercer su poder
sobre ella. Al igual que las circunstancias del nacim iento y la
m uerte, la situación del trabajo, según la presenta el supuesto
pacto con el diablo por parte del proletariado, es una de aquellas
situaciones a las que p uede aferrarse una sociedad para expresar
su carácter.
Entonces debem os ver la creencia en el diablo no com o una
obsesión o com o una norm a que guía ineluctable y directam ente
las actividades de todos los días, sino más bien com o una im agen
que ilum ina ia auto co n cien d a de úna cultura de la am enaza
planteada contra su integridad. Una im agen de este tipo rio se
puede ensam blar com o una rueda dentada en un “lugar” estruc-
lural-funcional de la sociedad. En cam bio, la creencia en el
contrato con-el diablo de los proletarios es un tipo de “texto” en
et que está inscrito el intento de una sociedad por redim ir su
historia, reconstituyendo la im portancia del pasado en los térmi­
nos de las tensiones del presente. Escribe W aiter Benjam ín:

Articular históricamente el pasado significa apoderarse de un recuer­


do tal cualsurge en un momento de peligro. Este peligro afecta tanto
al contenido de una iradición como a sus receptores: y es el de
transform arse en una herramienta de las clases gobernantes. En cada
era debe hacerse un intento nuevo por arrancar a la iradición dq,un
conformismo que está a punto de ahogarla. El Mesías viene no sólo
como redentor, sino también como Anlicrisio (Benjamín, 1969:
. 255). .

En el caso del pacto con el diablo en- los cañaverales, esta


tradición en peligro explota al anticristo para redim ir el modo de
producción de valores de uso y para arrebatarlo de la alienación
de los m edios a partir de los fines del capitalism o.
N uestra lectura del texto que nos fue ofrecida en la form a del
supuesto contrato con el diablo realizado por los proletarios
varones, se concentrará en el concepto cultural de la cosm ogonía,
y en el sentido que crea este concepto cuando se confronta con
la transform ación radical del modo de producción de la sociedad.
C onsiderem os en prim er lugar las situaciones en que se
supone que dicho contrato no tiene lugar: cuando los cam pesinos
trabajan sus propias parcelas o las de otros cam pesinos por un
jornal; en el caso de las mujeres, aun cuando realizan un trabajo
proletario; en el de los vendedores de mercado; y en el caso de
inm igrantes de la costa del Pacífico que regresan a su hogar y a
la econom ía no m ercantil de relativa autosubsistencia de la costa.

La cosía

Los m uñ ecos son un objeto típico de la magia de la costa


colom biana del Pacífico, de donde provienen m uchos inm igran­
tes que trabajan en el valle. Pero no se los usa com o se supone
que lo hacen en las plantaciones del valle. La gente ios em plea,
por el contrario, en ritos de curación, com o una protección contra
los robos y contra la brujería. No se los usa para ganar dinero
sino para aliviar las desgracias, y como protección. En realidad,
el lucro es lo q u e lleva a la enferm edad y a la desgracia. Com o
dijo un antro p ó lo go que describía la cultura negra de la costa,
“la ética resultante es la antítesis del triunfo” (Pavy, 1967: 279),
entendiéndose el “é x ito ” com o un logro m ercantil.
En la costa, los negros a veces ayudan a los cham anes indios,
y parece q ue los indígenas han absorbido tam bién algo de la
m agia africana. S. Henry W assén afirma haber identificado ras­
gos africanos en el equ ip o que utilizan loscham anes de los indios
Chocó, esp ecialm en te en lo que se refiere a las figuritas para
realizar curacio n es (1940: 75-76). Las figuritas ofrecen un testi­
monio poderoso de Ja plasticidad de la tradición y de! poder m á­
gico de la influencia extranjera, porque adem ás de los m uñecos
con rasgos african o s, hay m uñecos tallados en form a de europeos
del periodo colo nial, lo mism o que otros, influenciados por ¡co­
nos de san to s católicos. Es probable que los m uñecos a q u e nos
referim os, u tiliz a d o sp a ra que los proletarios del V alle del C auca
hagan su contrato con el diablo, sean descendientes o transfor­
maciones de estas m ism as figuritas, que corporizan los espíritus
tutelares del ch am án . Corresponde destacar que en el área cu l­
tural general que rodeaba al Valle del Cauca en el m om ento en
que se introdujeron los esclavos africanos, el uso de d ichas figu­
ritas era cosa com ún. A dem ás, Nils M. Holm er y W assén notaron
su am plia d istrib u ción entre las culturas indígenas, por todo el
norte de A m érica del Sur, desde la costa del Pacífico hasta el
A tlántico (1953: 84-90), y G erardo R eichel-D olm atoff afirm a
que los indios C h o có , que habitan en la mitad norte de la costa
colom biana del P acífico, habitaron anteriorm ente en m uchas re­
giones tierra adentro, y que aún hoy sobreviven algunos grupos
reducidos, al este del río Cauca (1961: 230).
A poyándose en el trabajo pionero de H olm er y W assén,
R eichel-D olm atoff describe el uso de m uñecos por parte de los
cham anes indios C hocó y Cuna. Los muñecos, hechas de m adera
o yeso y con form a hum ana, o m enos com únm ente de anim ales
(a m enudo distorsionados), juegan un papel fundam ental en las
curaciones al ex o rc iz ar los espíritus anim ales o la influencia de
un cham án vengativo que robara el alm a de un paciente. Entre
los indios C hocó m ás aculturados, se cree que casi todos los
espíritus que provocan enferm edades son espíritus de los m uer­
tos, y los indígenas que están influidos por las m isiones los
consideran com o espíritus del diablo (Jbid.: 229-241, 494).
R eichel-D olm atoff no está de acuerdo con los antropólogos
que atribuyen una función de fertilidad al uso de estos m uñecos.
En su opinión, el utilizarlos durante el em barazo no es para
aum entar la fertilidad o para inducir m ágicam ente la reproduc­
ción. Por el contrario, no están de acuerdo con la regulación ritual
del proceso, en cuanto a evitar las malform aciones- durante la
reproducción. La canción y el rito de los Cuna para las curacio­
nes, em pleados para aliviar la obstrucción de los nacim ientos,
publicada por H olm er y W assén (1953) y que C laude Lévi-
Strauss hizo fam osa en su ensayo The E ffecU veness o f Sym bols,
apoya totalm ente este planteam iento. A sí, hasta donde existe un
parecido, debem os estar alertas ante la im plicación de q u e e l uso
de los m uñecos en las plantaciones del V alle del C auca no se
debe ex plicar fundam entalm ente co m o un deseo de increm entar
las ganancias; lo que se ju e g a es la regulación de un proceso
peligroso.
Esto eleva la im portancia de la analogía entre producción y
reproducción. En las econom ías de valores de uso, la producción
es m etáfora a m enudo de la reproducción, y am bas esferas se
entienden o expresan en los m ism os conceptos ontogénicos.
A ristóteles y los escolásticos extendían constantem ente los con­
ceptos de reproducción biológica a las esferas de reproducción
m aterial, intercam bio, e intercam bio m onetario. C om o estos
filósofos, las clases bajas del sureño Valle del C auca encuentran
que las metáforas- y los sím bolos de una esfera autom áticam ente
pertenecen a la otra: por ejem plo, la producción creciente dentro
de las incipientes relaciones capitalistas de producción provocan
la esterilidad de la naturaleza y la falta de p oder reproductivo en
los salarios ganados. Lo que es interesante: en el lenguaje coti­
diano de la econom ía capitalista m adura tam bién se utilizan
m etáforas biológicas (el “crecim iento” del capital, las fábricas
que son llam adas “p lantas”, y así sucesivam ente), aunque estas
m etáforas exaltan el capital dolándolo de fertilidad.
Es esencial tener en cuenta que no se cree que el cam pesinado
local haga contratos con el diablo para aum entar la productividad
d e sus parcelas. Esto lo predestina la lógica de la creencia. Com o
señalan los cam pesinos, tal práctica sólo causaría una derrota,
p o rq u e el dinero ganado de esta form a no se puede reinvertir en
eq u ip o s o tierra y porque el contrato vuelve estéril la tierra. A
p esa r de ]a pobreza que los aflige cruelm ente, y a pesar de su
d eseo de mayores ingresos, se dice que los cam pesinos propie­
tarios, por lo tanto, no realizan contratos con el diablo. Se cree
qu e los hacen sólo cuando están com prom etidos en el trabajo
p ro letario m oderno en las grandes fincas capitalistas. Incluso
aquellas personas que trabajan por un jo rn al para otros cam pe­
sinos, no están considerados entre los que hacen este tipo de
con trato s.
Supuestam ente, la única magia usada en relación con las
p arcelas de los cam pesinos es la magia blanca, relacionada con
las alm as de los m uertos virtuosos y los santos católicos, y esa
m agia apunta a proteger la parcela contra robos y contra influen­
cias m ísticas malignas. No se recurre a ella para aum entar la
producción. Por ejem plo, un rito garantiza que cuando un ladrón
entra en un terreno, se quedará dorm ido hasta que lo encuentre
el dueño. En otro rito, el dueño deja una piedra de afilar, un
m achete y una cubeta de agua, y el ladrón se ve com pelido a
afilar la herram ienta y ponerse a trabajar hasta que es aprehen­
d id o . En otro rito más, el dueño puede tener una serpiente -u n a
serp ien te fantástica y aterradora que sólo el ladrón puede v e r -
para evitar las intrusiones y los robos.

Las m ujeres

Se cree generalm ente que las m ujeres que trabajan en ías plan­
taciones por un jornal no hacen pactos con el diablo. Una vez
m ás, esto sigue la lógica de la creencia, porque las m ujeres son
las principales (si no las únicas) encargadas del hogar en general
y de los hijos en particular. Como aquellas pertenecientes a la
categoría arístoteliana de una “econom ía dc¡ hogar” (oecono-
m ia), se entiende que están involucradas en una em presa pro d u c­
tiva cuyo objetivo no es la ganancia pura. “En la adm inistración
de la econom ía del hogar, las personas son m ás im portantes que
la propiedad m aterial, y sus cualidades tienen m ás peso que el
de las m ercaderías que representan su fortuna” (A ristóteles,
1962: 50-51). Como el dinero obtenido de las plantaciones a
través de contratos con el diablo induce a la esterilidad y destruye
el crecim iento, uno obviam ente no lo puede usar para criar a los
hijos.
Se dice que las mujeres están muy im plicadas con la m agia
porque em plean la brujería contra las am antes de sus consortes
y, con m enos frecuencia, contra los m ism os consortes infieles.
En la m ayoría de dichos casos, la brujería tiene lugar cuando una
de las m ujeres involucradas está em barazada o dando a luz. Esta
brujería redentora está dirigida al proceso de reproducción y no
a la producción m aterial, com o ocurre con el contrato con el
diablo que realizan los proletarios varones. Cuando un hom bre
se ve directam ente afligido por esta magia del amor, se transfor­
ma en un tonto enferm o de amor, atado para siem pre a la m ujer
que le hizo el hechizo.
Lo que sigue es un ejem plo de este rito secreto cuyo objetivo
es “atar” a un am ante desleal, el cual, com o sucede tan a m enudo,
com ienza a fallar en aportar el sustento eje sus hijos: I-a m ujer se
consigue un cigarro, una vela com pleta, cuatro fósforos y un
cabo de otra vela. El ritual es más eficaz si el cigarro y la vela
entera se com pran con el dinero del esposo infiel y si los dem ás
objetos se com pran con dinero que presta alguien ostensiblem en­
te perverso; tres de los fósforos se usan a la vez para encender el
cigarro; cuando la m ujer lo com ienza a fum ar, la vela entera se
corta por )a m itad; cuando ya ha fum ado la mitad del cigarro,
enciende el cabo de vela y luego la m itad de la otra; entonces
tiene que fum ar lo que queda del cigarro a la m ayor velocidad
posible, em itiendo grandes nubes de humo sobre las velas, y
concentrándose profundam ente en el hom bre en cuestión, cuyo
nom bre era C a ta lin a Cuando la ceniza caía, ella la pisaba,
cantando, “Caiai'mo, hijepula, Catalina, hijcpuia, Catalino, hi-
je p u ia ”. A lgunas variantes de este procedim iento incluyen dar
vuelta al cigarro de manera que el extrem o encendido quede
adentro de la boca mientras se echan bocanadas, usar cuatro
cigarros pero fumar solam ente dos, arrojarlos al aire para que
hagan una voltereta y cantar "V enite hijepuía, Venite hijeputa;
párete hijeputa; p á re te hijeputa
Si bien una parte del sim bolism o es oscuro, buena parte de él
es obvio. Está presente la m agia contagiosa en la com pra de los
objetos con el d inero del hom bre que se quiere hechizar, y
tam bién con el dinero de alguien notoriam ente malo. D etrás del
principio de la m agia contagiosa, uno saca en limpio que en
ciertas situaciones, el intercam bio de m ercaderías y dinero im ­
plica una noción de que corporizan y transm iten la esencia
espiritual de una persona. La inversión y el hecho de cortar por
la m itad los ob jeto s rituales tam bién responde a leyes de la m agia
sim pática, cuyo objetivo es invertir la situación social en la que
están inm ersos la m ujer y el hom bre. La vela y el cigarro, am bos
encendidos, presum iblem ente sim bolizan la potencia sexual del
hom bre. La vela se corta por la m itad y se aplasta la ceniza o
sim iente que cae dei cigarro encendido, lo que sim bólicam ente
destruye su po tencia y sim iente con otras m ujeres. Ai m ism o
tiem po el rezo lo m aldice en térm inos claros, y exige su regreso.
La m agia no tiene cóm o aum entar las ganancias. El rito está
dirigido a d estru ir la potencia del hom bre que va más allá de su
com pañera en la reproducción, y en dicho m om ento pasa a
relacionarse con la inversión de capital que busca sim plem ente
la ganancia. Este hom bre puede y debe quedarse dentro de los
lím ites de la oeconnm ia para m antener a su esposa e hijos, y para
que no incurra en m ultiplicaciones irresponsables. El sistem a de
intercam bio entre un hom bre, una m ujer y sus hijos, se ve
am enazado si el hom bre se em barca en un sistem a distinto de
intercam bio, basado en las ganancias o provechos sin fin. La fe
en el rito m ágico es una m anifestación de la virtud del antiguo
sistem a y de la falta de legitim idad del nuevo.

La c o s m o g o n ía

Si el éxito económ ico se considera peligroso en la costa, y sí la


envidia canalizada por la brujería es exuberante no sólo allí.sino
tam bién en la zona de las plantaciones, com o un m edio para
coartar dicho éxito, entonces el recordatorio de Taw ney de la
revolución moral que está atrás del nacim iento del capitalism o,
->asa a ser sum am ente oportuno. “ La vida de los negocios, que
una vez se consideraran peligrosos para el alm a ” , escribe, “a d ­
quiere una nueva santidad” . Lo que es im portante, dice, “es el
cam bio de las norm as m orales que conv irtiero n a una flaqueza
natural en un adornó del espíritu, can o n izán d o la com o los h áb i­
tos virtuosos económ icos que en épocas m ás tem p ran as se habían
denunciado com o v icio s” (1958: 2-3).
El punto está claram ente establecido. Se está dando un h o lo ­
causto m oral en el alm a de una sociedad que sufre la transición
de un orden precapitalista a uno capitalista. Y en esta transición
deben forjarse nuevam ente el código m oral y la form a de ver el
m undo. A m edida que la nueva form a de la sociedad lucha por
im ponerse a la anterior, a m edida que las clases gobernantes
intentan su jetar los principios rectores a una nueva tradición, la
cosm ogonía preexistente de los trabajadores se transform a en
un frente de resistencia crítico, o de m ediación, o de am bos.
La cosm ogonía tiene que ver con las b ases fun d am en tales de
la creación: el cam bio, y el com ienzo y fin de-la existencia. Según
nos recuerda M ircea Eliade, se le debe en co n trar en la form a de
un recuerdo viviente, en los m itos del origen y la salvación. Estos
pueden tom ar una m iríada d e form as, g randes y p e q u e ñ a s, tales
com o la celebración del A ño N uevo, cuando el m undo sim bóli­
cam ente se vuelve a crear, la coronación de un nuevo rey o reina,
la cerem onia del m atrim onio, o ,las fo rm alidades de la guerra y
la paz. Los m itos se aplican tam bién a cu estio n es m ás cotidianas:
salvar una cosecha en peligro o curar a los enferm os. Eliade
destaca que la profunda im portancia de estos rito s radica en que
“para h a cer algo bien, o para reh a cer una entidad viviente
am enazada por la enferm edad, es necesario p rim ero volver ad
origenem , para luego repetir la cosm o g o n ía” (1 9 7 1 :1 5 7 ).
R efiriéndonos a la cultura del Valle del C auca, hay que
recordar la advertencia de E vans-Pritchard contra el hecho de
asim ilar el llam ado p en sa m ien to prim itivo al d om inio del m o­
derno m isticism o occidental. En la m ayor parte d e la vida prim i­
tiva y cam pesina cotidiana, los poderes sobrenaturales no se le
atribuyen ni a personas ni a cosas, y las su p o sicio n es m ísticas y
las conexiones supuestas no son producto de la m en te sino de un
rito y de representaciones colectivas heredadas de generación en
generación com o una cultura. Sobre todo, “ no debem os d ejar­
nos co n fu n d irp o r Lévy-B ruhl y su p o n e rq u e , al introducir causas
místicas, el hom bre prim itivo quiere explicar efectos físicos; en
todo caso está explicando su im portancia hum ana, la im portancia
qu e tiene para él” (E vans-Pritchard, 1965: 115; 1933; 1934).
Sólo con estas im portantes calificaciones podem os estar de
acuerdo con el punto de vista de E liade, según el cual la concep­
ción ontológica prim itiva es aquella en que un objeto o acto se
hacen reales únicam ente en tanto y cuanto imiten o repitan un
arq u etip o de la creación original, y que todo aquello que carezca
de este m odelo ejem plar no tiene sentido y por lo tanto carece
d e realidad.
A un así, lo que tiende a repetirse m ucho en la form ulación de
E líade es que la im itación involucrada es sim plem ente una
repetición pasiva de un arquetipo. Para rectificar lo anterior,
necesitam os subrayar que los ritos cosm ogónicos crean activa­
m en te la realidad, y que su p oder persuasivo radica precisam ente
en el tipo especial de conocim ientos que se adquieren con la
creación.
A q u í puede resultar apropiada la N ueva Ciencia de Giambat-
tista Vico. Fue una ciencia de la historia que se form ó en los
albores de la magia renacentista y contra el poder creciente de
d octrin as de tipo positivista. C ontra el atom ism o y el carácter
utilitario del positivism o, donde la sociedad se entiende por
m ed io de una racionalidad instrum ental que utiliza ¡a epistem o­
logía de las ciencias físicas que despliega la lógica de la r;.:casez
y m axim iza los esfuerzos, Vico vio al hom bre com o un ser
colectivo, com o el conjunto de las relaciones sociales. La gente
actúa como lo hace porque es un m iem bro de la sociedad, y su
sen tid o de esta relación es tan básico com o lo son sus necesida­
des m ateriales. Su experiencia de la vida diaria, sus m odos de
expresión, su sentido de propósito, sus tem ores y esperanzas,
todos estos aspectos im portantes de la experiencia humana, caen
m uy fuera de la red acunada por la ciencia natural. Como los
m a g is del Renacim iento, V ico vio al hom bre com o el creador de
sí m ism o y del m undo social. Com o los escolásticos, Vico fue
de la opinión que uno sólo conoce realm ente lo que ha creado, y
que conocer algo es de alguna m anera im portante, serlo, estar
unido a ello. Esto se equipara con la adquisición de poder del
m ag o sobre el objeto cuando entra en el m ism o, adquiriendo la
unid ad de experiencia que es idéntica a la creación (Berlín, 1977:
14). Fue Dios quien creó la naturaleza, y nuestro conocim iento
de ella siem pre será ''‘extern o ”, un juego en la superficie de las
cosas. Pero lo que sí podríam os conocer desde “ aden tro ” era la
historia y la sociedad, puesto que nosotros las habíam os creado.
He aquí lo que nos dice Vico:

En la noche de las oscuridades espesas que envuelven a las primeras


antigüedades, tan lejanas de nosotros, brilla la llama eterna e impe­
recedera de una verdad que está más allá de toda duda: que el mundo
de la sociedad ciertamente ha sido hecho por los hombres y por lo
tanto, sus principios deben encontrarse en la modificación de nuestra
propia mente humana. Todo aquel que reflexione sobre esto no
puede sino maravillarse de que los filósofos hayan dedicado todas
sus energías al estudio del mundo de la naturaleza, el cual, al haber
sido hecho por Dios, El sólo conoce: y que hayan dejado del lado el
estudio del mundo de las naciones o mundo civil, que al haberlo
hecho los hombres, lo podrían llegar a conocer (1970: 52-53).

A hora, a más de dos s ig lo s’de distancia, no es la falta de


atención para él m undo civil por parte de las filósofos naturales
lo que nos debería m aravillar; en cam bio, deberíam os m aravi­
llarnos por el hundim iento en la com prensión del m undo civil,
causado por los cánones del conocim iento utilizados en las
ciencias físicas, de m anera que, por ejem plo, la relación de
explotación entre los capitalistas y los trabajadores resurge en
las categorías de capital y tiem po de trabajo, o sim plem ente de
capital. Como recalcara W eber, esta m anera de ver la sociedad
a través de los ojos de la “ racionalidad form al", coincidió con el
surgim iento del capitalism o y con su forma propia, según la cual
la causa producía su efecto dentro de un ju eg o autoencerrado de
significado: el m ercado capitalista, la separación de los negocios
de la econom ía del hogar, la contabilidad racional y, sobre todo,
la organización y explotación capitalista del “trabajo lib re”. La
proietarización nos introduce a un nuevo orden de la naturaleza:
“ un cosm os inm enso en el que nace el individuo, y al que se le
presenta, al menos com o individuo, en la forma de un orden de
cosas inalterable en el que debe vivir” (1958: 54).
La creación, la vida y la muerte, el crecim iento, la producción
y la reproducción: éstos son los temas de los que se ocupa la
cosm ogonía. Tam bién son los procesos suprem os con los ritos
de curación, en la brujería, y en el supuesto contrato con el diablo
de los proletarios del V alle del Cauca, donde los cam pesinos
están siendo proletarizados. Sin em bargo, este nuevo cosm os
todavía está en proceso de form ación. En este proceso, las clases
bajas son seres que están en los um brales; ni son cam pesinos ni
son enteram ente proletarios. Al igual que los personajes de los
um brales en los ritos de transición que V íctor T um er (1967:
93-112) hizo fam osos, su condición es de contradicción y am bi­
güedad, porque la sim bolización extraña de la muerte y el
nacim iento es prim ordial; sím bolos que son isomórficos con el
estrato histórico de los cam pesinos proletarizados. Como seres
transicionales - n i lo que son ni tam poco lo que llegarán a ser-,
la posición de estos mitad cam pesinos m itad proletarios, es la de
negar y afirm ar al m ism o tiem po todas las posiciones estructu­
rales. Por lo tanto, deberíam os esperar que pongan en prim er
plano los contrastes notables de las estructuras que ios encierran;
la del m odo de vida cam pesino y los m odos proletarios, y que el
suyo sea el reino, com o dice T urner, “de la posibilidad pura de
la que pueden su rgir configuraciones nuevas” (Jbid.: 97). La
creación del contrato con el diablo por parte de los proletarios es
una de tales configuraciones nuevas. Para entenderlo m ejor,
tenem os prim ero que trazar los contornos generales de la cosm o­
logía local y de sus ritos cosm ogónicos.

L a COSMOLOGÍA ESTABLECIDA

La cosm ología popular del V alle del Cauca deriva de la Iglesia


católica. No im porta cuánta antipatía se le tenga a la Iglesia, su
im presión religiosa fue y sigue siendo firme. Es preem inente el
mito cristiano de la creación y la salvación. Esto se revalora
constantem ente en los ritos de la Iglesia, de la Pascua y el
bautism o, lo m ism o que en los ritos populares de la m uerte, las
curaciones y la brujería. En verdad, a este aspecto fundam ental
de la cosm ogonía católica lo repiten m ás personas y con m ayor
intensidad, en los ritos populares que en la Iglesia mism a. La
Caída y la trascendencia del mal según surgen en la R esurrec­
ción, se pueden considerar las bases de los ritos de la magia
popular.
La visión oficial del cosm os por parte de la Iglesia, dividida
en el infierno, la tierra y el cielo, está muy modificada por la
creencia en los espíritus de los antepasados y la creencia muy
literal en las fuerzas del espíritu. Estos espíritus de los an tep asa­
dos se conocen co m o ánim as o a lm as, o sim plem ente com o
espíritus. Si son m alos sin lugar a dudas, existen en el infierno
o se pasean por el aire, aunque la m ayoría habita en un cu arto o
parte especial del cielo. Cada persona tiene un espíritu, que
puede abandonar el cu erp o y vagar, especialm ente por la noche.
Un jo v en amigo m ío bebe agua por la noche an tesd e irse a dorm ir
para que su espíritu no sienta sed y se vaya por ahí. En el
m om ento de la m uerte, el espíritu de uno tiende a quedarse cerca
o a regresar a los rein o s terrenales. Los elaborados ritos fu n era­
rios para los m uertos y sus aniversarios se llevan a cabo para
purificar el espíritu y para lograr que obtenga y retenga su destino
en el cielo. Si la persona era irrem ediablem ente mala (com o Julio
A rboleda, el infam e h acendado dueño de esclavos de principios
del siglo XIX) su espíritu vagaría sin cesar. R egresa especialmen^-
te durante la S em ana Santa, y entonces se le puede ver andando
en su tren tirado por una m uía, cerca de Viiía Rica. Las ánim as
del árbol genealógico de uno, en particular de la m adre de uno y
de la m adre de ésta, sirven de interm ediarias con Dios, fuente de
la naturaleza, com o d ice la gente. C uando uno está en peligro,
pide ayuda a las ánim as. Este llam ado se hace para ev itar el
peligro y no para tener buena fortuna; este últim o p ed id o se le
hace casi siem pre a los santos, com o cuando uno co m p ra un
billete de lotería. L os santos, se dice, tienen más “resp e to ”, pero
si, por ejem plo, a uno le roban, uno pide ayuda a las ánim as: su
papel es redentor, son de la gente, se dice, “ los santos viven en
la Iglesia; las ánim as viven con nosotros” . No está clara la
m anera com o funcionan las ánim as en la m agia y la brujería, pero
los especialistas av en tu ran la opinión de que establecen algún
tipo de lazo entre el espíritu del m ago o hechicero, los espíritus
como las ánim as o los espíritus m alignos, incluyendo p o sib le­
mente al diablo, y el espíritu de la víctim a.
Los ritos de m uerte articulan estas ideas sobre las án im as con
el arquetipo de la m uerte de Cristo. Son los ritos de m ayor
com unión pública y arrastran a gran cantidad de personas a la
casa del difunto, esp ecialm ente la prim era noche y la últim a (la
novena). La prim era noche el cuerpo está a la vista en un cajón
abierto, para el que hasta las fam ilias m ás pobres gastan una
suma enorm e, y a veces hasta venden la granja de la fam ilia. Los
cantos dirigidos p or las parientes m ujeres duran toda la prim era
noche y las ocho siguientes. Las canciones derivan de la Iglesia
y se centran en la m uerte y ascensión de Cristo, reiterando
infinitam ente el dram a de la salvación y la analogía entre la
m uerte del d ifunto y el p aso triunfal de Cristo sobre la m uerte y
la vida, el sufrim iento y el mal.
Los ritos de Pascua atraen una concurrencia m ucho m ás
num erosa que cualquier otro ritual de la Iglesia. El V iernes Santo
es la ocasión de m uchos tabúes. A quellos que desafían las
prohibiciones de trabajar corren el riesgo de sufrir daños, y de
las plantas que corten puede correr sangre. Se debe evitar el río.
El silencio pavoroso y sum am ente extraño que cubre al pueblo
se corta a la m edianoche del Sábado de Gloria, cuando nueva­
m ente se abren los bares y salones de baile, al chillido exultante
de los sonidos y la alegría. -
En los ritos folclóricos para curar casas o fam ilias, se ve
claram ente la cosm ogonía restablecida. Estos ritos son la forma
más com ún de m agia. Aun cuando sólo una persona de la casa
ha recibido el toque del brujo, la casa entera se ve afligida com o
una entidad viviente o com o una pequeña com unidad. La casa
no es sólo la célula social de la forma económ ica, oeconom ia,
sino tam bién la entidad moral apropiada para la envida del brujo.
Las personas de una casa em brujada se quejan por lo general de
una o más de estas cosas: trabajan mucho y no ganan nada; les
roban constantem ente, o están siempre enferm as.
Hay m uchos especialistas en curar casas, y casi todos pueden
realizar curas m enores por su cuenta. Tam bién son com unes las
curas profilácticas. Hasta la gente de las clases media y alta citadi-
nas hacen curar sus casas, y para A ño Nuevo, las m ujeres del
austral Valle del C auca venden grandes cantidades de Jas plantas
arom áticas que se usan en los ritos. Las fábricas y las grandes
tiendas de la ciudad tam bién recurren a estas curas, según dicen
estas m ujeres.
Fue sólo cuando tuve la oportunidad de ver al arzobispo de
C olom bia con varios de sus obispos y muchos sacerdotes consa­
grando una nueva catedral en (as tierras altas del occidente de
C olom bia, que me di cuerna de que el rito folclórico de curar las
casas no era más que una versión en pequeña escala de la
consagración de la Iglesia. (¿O podría ser que el rito de la iglesia
proviniera del folclor?) La forma de las fases de los eventos, los
elem entos rituales de la sal, el agua bendita y el incienso, los
cánticos, y sobre todo, el exorcism o del espíritu del m al, son
todos m ás o m enos idénticos. N o es raro que los in d io s de allí
consideren a Cristo com o uno de sus cham anes originales. El
tem a del exorcism o, agresivam ente dirigido contra el diablo, los
dem onios y “el enem igo”, para lograr la salud del cuerpo y del
alm a, la protección y la salvación, es particularm ente fuerte. Por
ejem plo, a la entrada de la catedral el arzobispo bendice la sal:
“Yo te exorcizo, sal, en el nombré de nuestro Padre Jesucristo,
quien dijo a sus apóstoles: ‘Vosotros sois la sal de la tierra’, y
repetido po r el apóstol: ‘N uestra conversación está siempre
salpicada con la sal de la g racia’. Está santificada para la consa­
gración de este tem plo y este altar con el fin de repeler todas las
tentaciones de los dem onios para así defender el cu erp o y el
alm a, salud, protección, y la seguridad de la salvación... Bendice
esta sal para que el enem igo huya, e im parte m edicina saludable
para beneficio del cuerpo y alm a de todo aquel que la beba. Por
C risto nuestro Padre, A m én". El agua bendita se prepara con
cenizas y vino, y el arzobispo la salpica por las paredes interiores,
m ientras la asam blea entona el siguiente cántico: “V ayam os a la
casa del Señor... Que este tem plo sea .santificado y consagrado
en el nom bre de nuestro Padre”. M ientras bendice el incienso
encendido, el arzobispo canta: “Señor, bendice este incienso para
que con Su fragancia desaparezca todo dolor, toda enferm edad y
todos los insidiosos ataques del enemigo se alejan de tu hijo a
quien redim iste con Su preciosa sangre. D éjalo ser libre de todas
las m ordidas de la serpiente infernal”.
T om ando en cuenta nada más que dos de los elem entos
críticos involucrados en el Valle del Cauca, la sal y el agua
bendita, uno puede em pezar a ver lo que sucede en la conversión
de la religión oficial en ritos folclóricos. E¡ ingrediente principal
para em brujar una casa es la “sal". Esta consiste en una mezcla
de polvo, huesos y calaveras desenterrados del cem enterio, que
más tarde se “p lan ta” en las cercanías de la casa que va a ser
em brujada. El agua bendita es esencial para curar la brujería. Se
la obtiene del sacerdote durante la Pascua, después del bautism o,
a pedido o ilícitam ente. Los sacerdotes pueden bendecir el agua
que les lleve cualquier persona en cualquier m om ento, pero se
m uestran .reacios a hacerlo. Según sus propias palabras, tales
costum bres pueden ser fetichistas. Y sin em bargo se ven forza­
dos a acceder com o una manera de afianzar su poder, y al hacerlo
estim ulan las raíces paganas de su religión. Un adolescente, hijo
de un cortador de caña, hace la siguiente lista de los usos del agua
bendita.

Se salpica en una casa donde está presente un mal espíritu como el


diablo; se usa con incienso para hacer en una casa ‘un riego’ para la
buena suerte; se usa en los bautismos; se usa para bendecir a una
persona que está embrujada; se usa para curar una casa salada con
un hechizo^ se usa para preparar medicinas, especialmente cuando
una persona sufre algún embrujo; se usa en cualquiersituación contra
la brujería.

L as casas se pueden proteger contra la brujería “ plantando”


tres cruces en el frente y tres en la parte de atrás: “U no nunca
sabe por dónde va a venir la envidia, si por el frente o por d etrás”.
Las cruces vienen de un árbol que se llam a “el árbol de la cru z”
por su veta en form a de cruz. Se les p lanta con “ esencias”,
perfum es costosos que se com pran'e'n el m ercado. El rito de
curación a toda escala está sincronizado con los m om entos
críticos asociados con la muerte de Cristo. T iene que haber nueve
purificaciones, al igual que deben haber nueve noches para ¡os
ritos funerarios, y se supone que esta cifra está asociada con su
m uerte. “Jesús sufrió un castigo de nueve días: de ju ev es a
dom ingo, m ás otros cinco grandes sufrim ientos”. A dem ás, las
purificaciones sólo deben hacerse los viernes y ¡os martes, o sea
los días que la gente asocia con la crucifixión y la resurrección.
Éstos son los días más propicios para la m agia y la brujería en
toda A m érica L atina (Stein, 1961: 324; M adsen, 1960: 146; La
Barre, 194S: 178; M étraux, 1934: 90), y es en estos días que los
brujos y las brujas no sólo realizan sus actos m alignos, sino que
pueden d iscernir con más claridad las acciones llevadas a cabo
en su contra. La gente de edad dice que tam bién estos son los
d ía s p re fe rid o s p a ra p la n ta r c u ltiv o s. Al m ism o tie m p o se
les considera com o “días privilegiados”, porque en ellos “ ¡os
santos y los p lanetas brindan gran beneficencia a las fam ilias que
creen en esto". A dem ás, las horas más propicias para las cura­
ciones que son el m ediodía y las tres de la larde, son supuesta­
mente las horas críticas del dram a de Cristo en la cruz.
Al adivinar que la casa o la persona sufren un hechizo, el
curandero p repara medicinas e incienso. Las m edicinas, conocí-
das com o el “rie g o ”, contienen m uchos ingredientes y varían
según el practicante. Las plantas aro m áticas son de uso com ún,
y p ueden ser las siete variedades de a lb a h a ca , la verbena, y a
veces el alucinógeno datura. La v erb en a se m acera el V iernes
Santo y se le llam a la “ceniza del V iern es Santo”; tiene la
pro piedad de exorcizar el m al. E líade llam a la atención sobre la
idea de que la potencia de algunas m ed icin as se puede rastrear
hasta prototipos que se d escubrieron en un m om ento cósm ico
decisivo en el M onte C alvario; éstas recibieron su consagración
por h ab er curado las heridas del R edentor. Elíade cita un rezo
que se le hacía a la verbena a c o m ien zo s del siglo XVII en
Inglaterra. “Santificada seas tú, V erb en a, p or crecer en el suelo,
' P u e sto que en el M onte Calvario, se te encontró por primera vez. /
Tú curaste a n u e stro S alvador Jesu cristo , y restañaste su h erid a
sangrante; / En el nom bre del [Padre, del H ijo y del Espíritu
Santo], te tomo del suelo" (1959; 30), Se agrega agua bendita y
nueye gotas de un desinfectante fuerte, ju n to con nueve g otas de
quérem e, un perfum e muy raro y de alg u n a form a m ítico, del que
se dice que atrae a los m iem bros del sexo opuesto. T am bién se
le puede m ezclar azúcar, ju g o de lim ón y m ejoral (o aspirina).
Se le hace un rezo (co n ju ro ), to m ad o u su alm en te de viejos
libros de m agia, a la m ezcla, ju n to con u n a estrofa com o la que
sigue, referida a las plantas: “A ti a qu ien D ios dejó y ¡a Virgen
bendijo, por los siglos de los sig lo s, A m én ”. Un practicante
com enta: “Las plantas tienen g ran d es virtudes. T ienen espíritu.
R eproducen las sem illas y se rep ro d u cen ellas mism as. Por esto
es que tienen virtud. Producen arom a. E sta es una parte im por­
tante de su poder” . A lgunos de los co n ju ro s típicos son los del
libro L os m ás raros secreto s d e la m a g ia y los celebrados
exorcism os de Salom ón. Un curan d ero am igo me dijo: “Salom ón
es un gran mago que nació en los co m ien zo s del m undo” .
Seguido por un séquito de m iem bros de la fam ilia, el curan­
dero exorciza la casa, salpicando m ed icin as en las paredes y los
pisos, a m enudo siguiendo la form a de la cruz, y teniendo
especial cuidado con las puertas, las ventanas y las cam as.
Prim ero, la casa se purifica de aden tro hacia afuera, y después
de afuera hacia adentro. La casa d esp u és no se puede lim piar por
tres días, “hasta que la m edicina p e n e tre”. El incienso com prado
en la farmacia se quem a y distrib u y e de la m ism a m anera;
sim ultáneam ente, el curandero en to n a cánticos referidos a la
creació n , la m uerte y la resurrección de C risto, y se repite el
sig u ien te refrán: “V ete mal, entra B ondad, así entró Jesucristo
en la casa de Jerusalén” . O tro cántico dice así: “C asa de Jerusalén
en qu e entró Jesús, le pido a nuestro S eñ o r, vete mal y entra
B o n d ad , porque así entró Jesús triunfante en la casa santificada
de Jerusalén, con estas plantas que el m ism o D io s nos dio, y la
V irgen bendijo. D ios ayuda mi intercesión, porque D ios es para
todos sus hijos y por todos los siglos.”
El curandero usualm ente tiene una botella con otras m edici­
nas, q u e bebe con los m iem bros de la fam ilia. El jefe de fam ilia
trae brandy, que se agrega a una mezcla q u e contiene m uchos de
los ingredientes que se usan en el riego, adem ás de otras plantas
que a v ec e s incluyen chondur, una raíz arom ática obten id a de
los h erb o lario s y m agos putum ayos que van de p aso , en cuyos
ritos de curación tiene una im portancia capital. El puesto más
gran d e de hierbas del m ercado local de esta región predom inan­
tem en te negra, está m anejado por un indio putum ayo, y en la
je ra rq u ía existente de curanderos, los ind io s putu m ay o s están
la cim a. N o solam ente los curanderos negros de la localidad
ob tien en plantas y encantam ientos de estos indios, sino que
m u ch o s de ellos fueron curados y por lo tanto educados y
san tificad o s por los indios, cuyos ritos entonces im itan parcial­
m ente. T an to negros com o blancos le atribuyen grandes poderes
m ágicos a estos indios de fuera, porque los ven com o prim itivos,
ligados al m undo natural y a la creación de las prim eras cosas.
La tradición local puede tam bién asociar a estos indios con la
m agia del R enacim iento y con el m isticism o de la antigüedad
m ed iterrán ea de la C ábala.
Por m edio de estas y otras conexiones diversas, la cosm ología
local, según está establecida en los ritos de la cosm ogonía, recrea
la historia de la C onquista europea en la q u e blancos, negros e
indios forjaron una religión p o p u lara partir del cristianism o y el
paganism o. Desde sus inicios, esta religión sostuvo creencias
que atribuían poderes m ágicos a los distintos grupos étnicos y
clases sociales, de acuerdo con el papel que ju g aro n en la
C onquista y en la sociedad de ahí en adelante. T om ada com o un
todo, esta religión p o p u lare s un com plejo d inám ico de represen­
taciones colectivas -d in ám ico porque refleja el interjuego dia­
léctico d e atribución y contra-atribución que se im ponen entre sí
los d istintos grupos y clases. Así, en una dialéctica inquieta de
los conquistadores, que trasciende su conquista, la im portancia
social de la desigualdad y el mal, se m ediatiza por la inm ersión
en el paganism o del mito de la salvación de los conquistadores.

La in c r e d u l id a d y l a s o c io l o g ía d e l m a l

Los pueblos en donde existe la agroindustria de la caña de azúcar


son notorios por la cantidad de brujería que, se dice, existe en su
seno. Por esta razón, los curanderos en todas partes se refieren a
estos centros com o “pocilgas”, puesto que a la brujería se le
llam a com únm ente porquería, m ugre de cerdo. La brujería (y su
duración) elim ina las desigualdades en esta sociedad de asala­
riados inseguros, donde la com petencia aguijonea al individua­
lismo y al com unalism o a enfrentarse entre sí.
El m otivo citado más com únm ente para la brujería es la
envidia. La gente le teme al veneno de la brujería cuando sienten
que tienen más las cosas buenas que los dem ás. La brujería es el
m al, pero puede ser el mal m enor cuando está dirig id a contra
el mal m ayor de la explotación, la incapacidad d a corresponder
y el hecho de am asar ganancias mal obtenidas. A quellos que
están en m ejor situación temen constantem ente a las brujerías y
toman m edidas de tipo mágico para im pedir su penetración. Y
razón no les falta. Un íntimo amigo mío m e contó cóm o su
madre, desesperadam ente pobre, y sus tres hijos, fueron echados
por un terrateniente por no pagar la renta; furiosa, ella se vengó
em brujando la casa. Desde ese mom ento nadie se atrevió a vivir
en ella. Otro caso es el de un am igo mío y su com pañero de
trabajo, que intentaron sobornar a uno de los controladores para
que registrara más cantidad de trabajo del que habían hecho; el
controlador se negó, y ellos recurrieron a un m ago indio para
disponer de él por m edio de la brujería.
Si bien pueden verse prem oniciones lóbregas de lucha de
clases en esta brujería cargada de envidia, no todos los hechizos
los realizan los pobres contra los que están en m ejor posición; la
brujería tam poco está dirigida contra la verdadera clase gober­
nante, o sea los dueños de las plantaciones o los jetes del
gobierno, por ejem plo. La gente da dos razones para la ausencia
de brujerías contra la clase gobernante, tan tem ida y odiada.
Primero, los gobernantes no creen en brujerías. Segundo, aunque
creyeran, po d rían contratar a magos m ejores porque su fortuna
se los perm itiría. Éstos son argum entos interesantes, p orque en
algunas áreas del sudoeste de Colom bia que tienen un m enor
desarrollo cap italista, com o por ejem plo las áreas de ha cien da s
en las m ontañas, los hacendados de hecho creen que buena parte
de sus desg racias se las deben a las brujerías de sus peones. Estos
hacendados co m b aten las brujerías realizando costosas peregri­
naciones a los lugares en que habitan los cham anes indios, cuyas
tarifas o lejanía los ponen fuera del alcance de los peones
(quienes, no obstante, persisten en su forma m ística de g uerra de
clases). Esto no ocurre en el área de la agroindustria; por io tanto,
saco en co n clu sió n que la más crítica de las dos razones m encio­
nadas es la que m ás recalca la gente: los dueños de agroindustrias
no creen en este tipo de brujería.
Esto indica que la gente que. cree en brujerías reconoce que
el p o d er del brujo depende de la existencia de una cultura
com partida, por m edio de la cual 1a brujería norm al logra sus
objetivos. AI e star conscientes de la incredulidad, y por ende de
la inm unidad de sus gobernantes, la clase trabajadora de las
plantaciones co noce y discrim ina los cam bios en las culturas de
las clases, en la m edida en que tales culturas cam bian según las
transfo rm acio n es de los m odos de producción (de la producción
de una h acienda a la agroindustria).
En los con trato s con el diablo realizados por los proletarios,
los dueños de las plantaciones no son el blanco ni se busca
afligirlos, al m enos no directam ente. Se dice que por m edio del
contrato, el trab ajad o r inserto en el m odo de producción cap ita­
lista, y ún icam ente en este modo, se hace más productivo: m ás
productivo en cuanto a ganancias e infecundidad. Como verem os
en el capítu lo 7, tal creencia es el producto lógico de la con fro n ­
tación de una filosofía basada en los valores de uso con el m odo
de producción capitalista. En el contrato con el diablo, la magia
no está d irigida a los dueños de las plantaciones, sino al sistem a
sociohistórico del que forman parte. Los neófitos proletarios
perdieron un enem ig o de clase susceptible a la influencia de la
magia, pero buscan gan ar un nuevo mundo a partir de su co n o ­
cim iento del d escreim iento de ese enemigo.
6. LA POLUCIÓN, LA CONTRADICCIÓN
Y LA SALVACIÓN

En el idiom a de la brujería hay dos im ágenes seculares que


m aterializan su alm a m ágica: la brujería es realizada por perso­
nas, y es “sucia” . A unque son prom inentes los p o d eres invisibles
que form an una jerarquía indistinta d irigida por e l diablo, el
énfasis de la brujería radica en la voluntad cread o ra de las
personas. La brujería es el m aleficio, el mal realizado, o es
dram ática y sim plem ente, la “cosa h ech a”. N o se la considera
com o destino o com o un “ accidente de D io s”. El alma de la
brujería nace en el sano envenenado por la env id ia, y su m otivo
dom inante es la suciedad.
Siguiendo (a interpretación de D ouglas (1966), /as ideas de
suciedad y polución son una reacción que protege- los principios
y las categorías respetadas de la contradicción. Q ué es lo que se
purifica en el V alle del C auca por m edio de los ritos curativos
que evocan la reacción, la m uerte y la salvación, no está claro, o
es algo contradictorio, o am bas cosas a la vez. V er lo “sucio”
com o una contradicción nos perm ite p ro fu n d izar nuestra co m ­
prensión e ir m ás allá cié la superficie arrobadora de las sensa­
cionales palabras clave: suciedad, envidia y diablo.
Sin em bargo, antes de hacerlo, es esencial en ten d er la im por­
tancia del concepto de “co n tradicción” en este contexto, porque
si no se entiende claram ente, la iconografía del diablo y otros
sím bolos de la cultura popular nos estarán vedados. A quí puede
sernos útil referirnos al m étodo de análisis de M arx. C om o señala
Karí K orsch, aquel que lee E l capital, de Marx, “ no tiene un solo
m om ento para la contem plación tranquila de las realidades y
conexiones dadas inm ediata mente; en todas partes, el m odo de
presentación m arxista señala la inquietud in m anente de todas las
cosas que ex isten ” . El concepto de co ntradicción está aquí in­
merso en un m étodo que incluye en su reconocim iento afirm ati­
vo del estado de cosas existente, el reconocim iento sim ultáneo
de la negación de tal estado, de su disolución inevitable (K orsch,
1971: 55-56). La sensibilidad ante la contradicción perm ite que
nos d em o s cuenta del jueg o inestable y tenso entre los opuestos,
el cual de otro modo asum e el aura de cosas fijas y con signifi­
cado en sí mism as. Este es el caso con las d icotom ías de la Iglesia
occiden tal, que reduce a lo más esencial el bien y el mal com o
esen cias sim bolizadas por D ios y Satanás, con una visión del
m undo cuasi m aniquea. El concepto de contradicción nos obliga
a considerar, como un principio cardinal, que D ios y Satanás no
son e sen cias opuestas. En todo caso representan dos operaciones
d e lo D ivino, “ la som bra y la luz del dram a del m undo” (W atts,
1968: 80-81). Según la idea de Blake del m atrim onio del bien y
el mal, “el b ien ” y “el m al" están reunidos com o ángel y dem onio
en las profundidades m ás hondas. El divorcio del cielo y el
infierno es equivalente a la supresión de las energías de la vida
por reglam entaciones sin vida, y refleja con precisión la d iferen­
cia entre la Iglesia y la religión popular. Según las palabras de
B lake: “ Sin contrarios no hay progresión. La A tracción y la
R epulsión, la R azón y la Energía, el A m or y el Odio, son
n ecesarios para la existencia hu m an a” (B lake, 1968: 23).
B asadas en la mitología de la C aída y la Salvación, la religión
p opu lar y las curas m ágicas del sureño V alle del Cauca son
precisam ente esta afirm ación de la unidad dialéctica del bien y
el mal. El diablo.sim boliza los procesos antitéticos de disolución
y descom posición por un lado, y el crecim iento, transform ación
y reform ulación de los antiguos elem entos a m odelos nuevos,
por el otro. De esta forma, en el diablo encontram os el proceso
m ás p aradójico y contradictorio, y es esta dialéctica de destruc­
ción y producción la que forma la base de la asociación del diablo
con la producción agroindustria!: la m uerte viviente y la flore­
ciente esterilidad. Con el contrato proletario con el diablo, los
salarios crecen , aunque sean estériles y huelan a m uerte. En
estas condiciones, la producción y la destrucción pasan a ser
térm inos intercam biables e intercam biantes.
El supuesto contrato proletario con el diablo es más que una
atribución de! mal a la agroindustria. Por encim a y m ás allá de
eso, es una reacción a la manera en que el sistem a de organiza­
ción de m ercado reestructura la vida cotidiana y las bases m eta­
físicas para com prender al mundo. Esta reacción registra no sólo
una alienación, sino tam bién su m ediación de la contradicción
entre los m odos de producción antitéticos y el intercam bio. Esta
m ediación se puede expresar de muchas m aneras. Y o elijo
analizarla com o la antítesis entre el valor de uso y el vaJor de
intercam bio, y com o una respuesta a los modos contrastantes del
fetichism o precapitalista y m ercantil.

Las a n t in o m ia s d e l a p r o d u c c ió n

La sociedad de las plantaciones y la agricultura cam pesina del


Valle del Cauca se com pone de dos sistem as de intercam bio
antitéticos que operan sim ultáneam ente: por un lado, el sistem a
de reciprocidad y autorrenovación; por el otro, el del intercam bio
desigual y la autoextinción.
A unque se le ha com ercializado de diversas m aneras, la
agricultura cam pesina basada en los cultivos perennes todavía
responde a la ecología natural de la selva tropical, provee la
alim entación de la fam ilia que los cultiva y genera producción
durante todo el año. El trabajo en el cam po se realiza sin una
estricta división de las tareas por sexos o edades, y es, en el
sentido más am plio de la frase, una “econom ía fam iliar”. C o m ­
parado con el trabajo en las plantaciones agroindustriales, el
trabajo en las parcelas de los cam pesinos parece ser m ucho
menos intenso y m ucho m ás agradable, tanto por razones físicas
com o sociales. Lo que es más, esta percepción se aplica incluso
a los jornaleros -llam ad o s p e o n e s-q u e trabajan para los cam p e­
sinos. Por ejemplo, cuando a un peón se le emplea para el d e sh ier­
be, éste cubre alrededor de una décim a de acre por día, y en 1970
recibía aproxim adam ente 20 pesos diarios. Por el contrario,
cuando trabaja para la agroindustria la misma persona cubre
alrededor de un tercio de acre, y recibe aproxim adam ente 30
pesos. En otras palabras (com o se calculó más elaboradam ente
en el capítulo 4), el trabajador agroindustrial puede ganar un
jornal diario más alto, pero tiene que trabajar m ucho más d u ra­
mente por cada peso que gana. La decisión que confronta un
trabajador con apuros económ icos, que debe elegir entre trabajar
para un cam pesino o trabajar para un agroindustrial, es p enosí­
sima. Tarde o tem prano el trabajador llega a la conclusión de que
ño tiene m ucho para elegir: o el trabajo para la agroindustria se
debe abandonar porque el sistem a de trabajo a destajo lo lleva a
uno hasta ¿I límite de sus capacidades, o dicho trabajo se debe
soportar como un tipo de m uerte lenta provocada por la fatiga
crónica y la enferm edad. El trabajador de la agroindustria enve­
jece rápido. La buena disposición de la juventud se evapora
velozmente ante la desilusión de un presente que nada prom ete
para el futuro. Al principio, los adolescentes pueden desear
trabajar en las plantaciones por la oportunidad de ganar más
dinero, pero a los pocos m eses, o a m ás tardar a! año, están de
vuelta trabajando en las parcelas de los cam pesinos, porque,
como ellos dicen: “Prefiero estar gordo y no tener dinero a
tenerlo y ser viejo y esquelético”. Los trabajadores que tienen
familias que m antener llegan a la m ism a conclusión cuando se
ven agotados por el cansancio y la enferm edad y por la lucha
constante con los capataces por la paga del trabajo a destajo en
los campos de las plantaciones. El estado de sus cuerpos, como
lo indica su preocupación por la gordura o la delgadez, y por las
enfermedades causadas por sem ejante explotación, les dice de
qué se tratan los dos m odos de producción. Para ellos, la auto-
rrenovación y la autoextinción son algo más que sim ples m etá­
foras para com parar am bos sistem as. Estos principios quedan
grabados en su carne y en los contornos de sus cuerpos, y ellos
mismos los perciben. El contraste es evidente y autocrítico,
precisamente porque ellos experim entan directam ente la contra­
dicción sin salida entre el trabajo cam pesino y el agroindustrial.
Cada uno es necesario, y sin embargo ninguno de los dos es suficien­
te para la vida.
Las diferencias sociales, lo m ism o q u e las físicas, distinguen
los dos sistemas. D entro de la esfera de producción cam pesina,
las personas están unidas directam ente a través de sus propios
lazos personales, que abarcan un parentesco com ún, la vecindad
y la cultura. Las relaciones de trabajo son la dim ensión de estos
lazos personales, que canaliza el trabajo, la paga y el control del
trabajo. Como dice Marx en su capítulo sobre el fetichism o de
la mercancía: “A quí, la d ependencia personal caracteriza las
relaciones sociales de producción [...] en razón de que la depen­
dencia personal forma la base de trabajo de la sociedad, de los
trabajadores y sus productos, no tienen necesidad de asum ir una
forma fan tástica d ife re n te de su re a lid a d ”. En c o n tra ste con
la forma concreta que adquiere el trabajo como m ercancía en
tundiciones m aduras de m ercado, “ las relaciones sociales entre
los individuos que realizan su trabajo aparecen en todo mom ento
com o sus propias relaciones m utuas, y no están escondidas bajo
la form a de relaciones sociales entre los productos del trabajo”
(1967: 1-77).
Los contratos laborales entre los peones y los cam pesinos
em pleadores expresan relaciones personales, no relaciones de
m ercado, y están sujetas a cam bios previo acuerdo, según histo­
rias codeterm inadas de vida, lazos fam iliares, problem as p erso­
nales y fluctuaciones de las condiciones físicas de la situación
de trabajo. Los cam pesinos em pleadores no se atreven a presio­
nar dem asiado a sus trabajadores. A los peones se Ies paga por
día o por contrato, rara v ez sobre la base de trabajo a destajo, y
la puntualidad y la disciplina no tienen la im portancia que tienen
en las plantaciones. En ellas, m arcando un agudo contraste, la
relación se siente com o una cosa im personal y opresiva. Los
trabajadores son víctim as de los capataces, quienes los m ultan o
les prohíben trabajar si llegan tarde, y están sujetos á caídas
repentinas de la escala de pagos, sobre la cual no tienen ningún
control. A m enudo los trabajadores no tienen nom bre, o existen
únicam ente com o núm eros en la nóm ina y para ellos no es
inusual dar un nom bre falso, com o un seguro contra la justicia.
A un cuando pueden hacer m ás dinero, los trabajadores dicen
constantem ente que se Ies estafa, pero nunca dicen lo m ism o
acerca del trabajo con los cam pesinos. Sobre todo, el trabajo en
la agroindustria se considera hum illante y m u y fo rza d o , idea que
proviene de las ex periencias contrastantes de las dos situaciones,
ia cam pesina y la proletaria.
Por supuesto, existen conflictos e injusticias entre los cam p e­
sinos, puesto que n o só lo se dan en la relación agroindustria-cam -
pesino. Sin em bargo, en la esfera del cam pesino tienen un
carácter totalm ente distinto. Las diferencias de posición econó­
mica entre los cam pesinos están m itigadas por m ecanism os
redistributivos y recíprocos, que el conflicto perm ite regular, y
la distinción ideológica entre un cam pesino rico y uno pobre se
diluye aún más, porque todos los cam pesinos se definen com o
pobres, en contraposición con los ricos que m anejan la esfera de
la agroindustria. Este com ún sentido de un opresor existe porque
nadie espera que los ricos se preocupen por la reciprocidad o la
redistribución, y porque prácticam ente no se puede hacer nada
para ponerse a su nivel.
El sentido penetrante de injusticia histórica refuerza estos
contrastes. El desarrollo de las plantaciones le robó y le sigue
robando la tierra a los cam pesinos.

Los terratenientes nos quitaron la tierra con este propósito. Aún


existen ancianos que nacieron a principios de siglo y que nos pueden
narrar en persona la historia imperialista de los señores terratenien­
tes. Las posesiones de nuestros antepasados se concentran actual­
mente en grandes latifundios, dejando a los nacidos recientemente
en la peor de las miserias.

Este sentido de la injusticia va más allá del tema inm ediato


de la tierra p er se. La tierra es una m anera de referirse a un modo
de vida; su apropiación por parte de la agroindustria significa un
saqueo tanto moral com o m aterial; se pueden dar ejem plos
incontables, pero creo que bastará con el siguiente texto, extraído
de una carta escrita por un grupo de cam pesinos a una dependen­
cia del gobierno, en 1972:

Hace mucho tiempo que padecemos los enormes daños que nos
infligieron los señores de la industria dedicados a beneficiarse con
la caña de azúcar [...] para la cual toman agua del río Palo sin ningún
tipo de control [...] sin poner en práctica ni respetar las normas
sagradas que están escritas en los libros de leyes. Mientras esté en
vigencia la justicia basada en la igualdad, la justicia como la voz de
Dios, solicitamos su atención.

Por supuesto esto es retórico. Los llam am ientos a las “norm as


sagradas” , a “ la justicia basada en la igualdad” y “la justicia
com o la voz de D ios”, son un medio para que el argum ento sea
más persuasivo. Pero despreciar estas m etáforas por considerar­
las una m anipulación cínica, es olvidar que se eligió este m odo
de expresión porque se creyó efectivo. El tem a tiene que ver con
el uso de la tierra y del agua de una forma que viola las norm as
sagradas, la justicia, la igualdad, y Dios. En otras palabras, el
tema tiene que ver con la revolución moral que, según Taw ney,
es necesaria para el nacim iento del sistem a capitalista moderno:
“ Es el cam bio de norm as morales que [...] canonizaron com o
virtudes económ icas, hábitos que en edades anteriores se habían
denunciado como vicios” (1958: 2).
Sim ilar a esta ca n a de protesta cam pesina es el principio de
M ercado, expresado en los días violentos de los levantam ientos
anarco-religiosos de 1849: “El pueblo sabe que sus derechos no
deberían estar a m erced de los gobernantes, sino que son inm a­
nentes por naturaleza, inalienables y sagrados”. Las plantacio­
nes, propiedad de los “amos industriales”, no m uestran ningún
respeto por estos derechos. Lo que es más, los am os industriales
están dedicados a la caña de azúcar —que es “ una co sa”- y no a
la gente. R epetidam ente se oye este refrán en boca de los
cam pesinos que relatan su historia: “Dios le dio la tierra en
com ún a todo el m undo, a todos. Dios dijo ‘Mi tierra no se puede
vender ni nego ciar’”
Estos ideales y los que tienen que ver con com partir la fortuna
y el trabajo, divergen cada vez más de las prácticas de la vida
diaria. A la edad de oro de la abundancia de tierra y alim entos,
ayuda m utua, intercam bio laboral y fiestas de trabajo, se le
invoca tanto más desgarradoram ente por cuanto los ideales de
igualdad y reciprocidad están subvertidos. Pero son estos ideales
los que dan fuerza al ultraje moral y a la censura de la com unidad.
La brujería no es sino una m anifestación de.sste código moral
de acción. La fortuna se debería com partir, lo m ism o que los
medios de producción. El miedo a la brujería equivale ai miedo
a tener m ás que los dem ás, y el hecho de tener m ás indica no
poder com partir. La brujería es el mal. Pero sus raíces están
incrustadas en preocupaciones legítim as en áreas donde la com ­
petencia instiga al enfrentam iento del individualism o con el
com unalism o. Los dueños de tiendas que em plean co nstan te­
mente la m agia para exorcizar sus negocios por tem or a los
rivales y a los pobres, son un ejem plo claro de lo anterior. Este
supuesto contrato proletario con el diablo es una m anifestación
diferente del m ism o repertorio de preocupaciones. C om o las
injusticias son inevitables, especialm ente bajo las nuevas condi­
ciones económ icas, la contradicción entre ganarse la vida y ser
justos no tiene escapatoria. Tal es la naturaleza básica de la
suciedad que se exorciza con los ritos de curación; la suciedad
es la contradicción que tom a por asalto los principios idealizados
de igualdad.
¿Pero,qué se quiere decir con igualdad? En su ensayo “ Ideo­
logía y conflicto en las com unidades de clase b aja”, Jayaw ardena
hace una distinción entre dos concepciones de la realidad radi­
calm ente diferentes. Por un lado, presenta la igualdad de las
personas com o algo derivado de su valor personal o hum ano
intrínseco, enraizado en las condiciones hum anas y en la cap a­
cidad de todos los seres hum anos de sentir, de sufrir y de
disfrutar; plantea que esta id ead e igualdad hum ana es usualm en­
te dom inan te en un subgrupo, hasta el punto que a ese grupo, la
sociedad m ás am plia o su clase dom inante le niegan la igualdad
social. P or otro lado, nos presenta la igualdad de derechos y
oportu nidad es según el análisis de A lexis de T ocqueville en su
discusión sobre el igualitarism o en los Estados Unidos. La idea
de igualdad ignora al ser hum ano total, y en cam bio se concentra
en una faceta de la existencia de una persona; así, la igualdad se
puede m ed ir cuantitativam ente. C om o hace notar Jayaw ardena,
M arx planteó el mism o punto en su “ Crítica del Program a
G otha”, don d e atacaba el principio de “igual salario por igual
trabajo” , ad o p tad o por los socialistas alem anes, porque éste
evaluaba al trabajador por solam ente un aspecto de su existencia.
A raíz de la diversidad de capacidades y condiciones individua­
les, M arx consideraba que este principio era una fórmula b u r­
guesa para perpetuar la desigualdad. Ésta se podría superar
únicam ente si la igualdad se basara exclusivam ente en las nece­
sidades hum anas (Jayaw ardena, 196S). La diferencia entre estas
dos form as de evaluar la igualdad, surge de la diferencia entre el
valor de uso y el valor de intercam bio. Sólo con ei paradigm a
del valor de intercam bio se puede reducir el criterio de igualdad
a precios y dinero, a costa de reducir las cosas a lo más esencial.
En una situación donde la econom ía de valores de uso de los
grupos cam pesinos coexiste y se le siente en peligro frente a un
sistem a de valores de intercam bio, estos m odos de evaluar la
igualdad van en desacuerdo. De ahí que la contradicción exp re­
sada por la “suciedad” no es únicam ente un tem a que tenga que
ver con la desigualdad: la suciedad tam bién cuestiona el para­
digm a de m ercado de la equivalencia.

El principio fundam ental de la oeconom ia -e l m odo de p ro d u c­


ción fa m ilia r- es cubrir las necesidades de la familia. La venta
de exced en tes no tiene por qué destruir la autosuficiencia ni poner
en p eligro la integridad del principio de producir para usar. Al
denunciar la producción que tiene por objetivo el lucro, A ristó­
teles plan teó este problem a crucial: la producción de orientación
capitalista (crem atística) am enaza la base m ism a de la sociedad.
Los fundam entos de la asociación entre los seres hum anos no
deberían estar sujetos al crudo m otivo económ ico de lucrar, en,
y por sí mismo.
H oy se puede en co n trar una filosofía económ ica idéntica en
el patrón de m otivos que presenta el V alle del C auca. Los
cultivos cam pesinos dan poco, pero lo dan en form a constante y
regular dentro de un nexo social y ecológico que continuam ente
vuelve a lim piar sus propias raíces. Sin em bargo, para los traba­
jadores de las plantaciones, la estructura de intercam bio arque-
típica, según la sim boliza el contrato proletario con el diablo, es
radicalm ente diferente. El trabajador gana m ucho dinero ven ­
diéndole el alm a al diablo, pero éste le corresponde con actos no
repetitivos y finales: una m uerte prem atura y dolorosa, y la
esterilidad de las tierras y los salarios. En vez de ser un intercam ­
bio que refuerza y perpetúa un conjunto de intercam bios recípro­
cos y perennes, com o la relación del cam pesino con los árboles
que cultiva, el contrato con el diablo es el intercam bio que
term ina con todos los intercam bios: el contrato con el dinero,
que absuelve el contrato social y el alm a del hom bre.

Ésta es sólo una form a de la contradicción fundam ental que es­


tructura la sociedad local desde el p u nto de vista de las clases
bajas. O peran sim ultáneam ente dos sistem as de producción e
intercam bio opuestos: un sistem a de reciprocidad y autorreno-
vación, junto a un sistem a de intercam bio desigual y de autoex-
tinción.
Esta estructura de oposición tam bién se puede ver dentro de
la estén» de producción cam pesina. S urge con claridad en la
oposición entre m ujeres y hom bres, en la procreación de los hijos
y en el rechazo o aceptación de la tecn o lo g ía de la “ revolución
v erde”, que está rem plazando las p rácticas tradicionales. La
obligación de criar a los hijos recae en las m ujeres, pero los hijos,
m ás adelante en la vid a, corresponden estos cuidados; pero de
los padres se dice que son com o las m oscas, “que pican y se van,
dejando sus huevos en la carne p asad a”. Los pocos defensores
de las técnicas de la revolución verde y de la posterior co m ercia­
lización de la agricultura cam pesina son los hom bres. Las m uje­
res se oponen am argam ente a arrancar los árboles perennes que
dicha innovación exige. “ ¡N os dan poco, pero nos d an !” , dicen
las m ujeres, que están alienadas con la nueva tecnología. Sólo
los ho m b res m anejan y poseen tractores, y ios hom bres se ven
fav o recid o s por préstam os y tratos con el gobierno. Las m ujeres
le tem en a las nuevas ataduras financieras, le tem en al endeuda­
m iento, y le temen al modo de cultivar para la venta, que
pro p o rcio n a ingresos sólo una o dos veces al año, com o m ucho.
T em en que sus pequeños m ueran de ham bre m ientras esperan la
cosecha, y le tem en a la posible pérdida de sus tierras. El ciclo
de desarrollo del grupo familiar campesino se centra en la repro­
ducción de la línea m aterna. A m edida que un grupo fam iliar
crece en ed ad , la proporción de m ujeres que viven en él aum enta,
co n cen tran d o a las m ujeres y a la tierra en una unidad productiva.
Los v a ro n es tienen ocupaciones fuera de la casa y residen
tam bién fu era, m ientras que las m ujeres se atienen a los cultivos
de los perennes. Las m ujeres prestan y reciben entre los grupos
fam iliares, y adm inistran la distribución de alim entos. G racias a
las m ujeres, las fam ilias se mantienen unidas por los lazos de los
hijos de distintos p ad res.T an to el patrón de producción m aterial
que las m ujeres desean mantener, com o el patrón social de
reproducción de hijos en el que están involucradas, son estruc­
turas de intercam bio cíclicas y que se autoperpetúan. Sin em b ar­
go, el p atrón de intercam bio de los cam pesinos varones, tanto en
la p rocreación com o en el nuevo modo de producción m aterial
que abrazan, es m ucho m enos cíclico y recíproco, y tiende a l
extrem o que se retrata en el contrato con el diablo de los
proletarios varones: el intercam bio que term ina con todos los
intercam bios.
Pero sólo cuando la región se considera com o un todo, esta
antítesis se establece claram ente, se le experim enta totalm ente y
se p ro y e c ta en el co n traste entre el grupo fam iliar cam p e sin o
y la p roducción agroindustrial. El patrón de ideas preexistente,
inm anente en la cultura, aunque sólo ha nacido en la conciencia
com o algo incipiente y confuso, se fija con m ucha m ás seguridad
con la experiencia nueva que amenaza las raíces de ese patrón.
La experiencia, com o sugiere Lévi-Strauss, será difusa en lo
intelectual e intolerable en lo em ocional, a m enos que incorpore'
uno u otro de los patrones presentes en la cultura del grupo. “La-
asim ilación de tales patrones”, propone, “es el único m edio de
o bjetivar los estados subjetivos, de form ular sentim ientos in ex ­
presables, y de integrar las experiencias desarticuladas en un;
sistem a (1 9 6 7 a : 166).
En este caso, el sistem a es una contradicción organizada,
cuyos polos opuestos se animan m utuam ente a través de la
reflexión contrastada entre uno y otro. Del lado cam pesino, es el
ideal de reciprocidad e intercam bio cíclico, que garantiza la
producción, la reproducción y la fertilidad. Por el contrario, por
el lado de las plantaciones, la explotación, la esterilidad de las
relaciones hum anas y la muerte, coexisten con la producción de
riquezas. El m odo prim ero se considera de autoperpetuación,
m ientras que este últim o es de autoextinción. Es la transacción
que term ina con la interacción social negociando la sociabilidad
con la servidum bre al reino de las cosas. A m edida que se va
quitando capa tras capa de sus varias m anifestaciones, se revela
la naturaleza subyacente de la contradicción: el significado de lo
que es la persona y lo que es la cosa está en djsputa, en la m edida
en que el desarrollo capitalista rem ueve las bases de la interac­
ción social y sujeta tal interacción a la fantástica form a de
relaciones entre cosas.
Lo que Polanyi quiso significar con “ ficción de la m ercancía”
es precisam ente esta confusión socialm ente organizada de p er­
sonas y cosas, que se establece por la fuerza en las clases bajas
del austral VaIJe del C auca, obedeciendo las leyes de consum o.
Pero a pesar de su naturaleza ficticia, la ficción del artículo de
consum o es real y efectiva en una forma específica de'organiza-
ción social: aporta el principio organizativo vital de una sociedad
de m ercado. Es el principio social que organiza y corroe sim ul­
táneam ente la sociedad del hombre y, com o nos recuerda Marx,
drena el poder creativo del hombre socialm ente activo, en un
m undo que se percibe com o fragante de cosas m ágicam ente
activas, el fetichism o de la mercancía. Esta crítica del m ercado
y los artículos de consum o es paralela a una antigua crítica a
Dios. El hom bre crea a Dios en un acto de autoalienación, cuya
consecuencia es tal que se termina por considerar que Dios creó
al hom bre. El producto de la creación im aginativa del hombre
subyuga el ánim o del creador. El hombre se transform a en el
vastago pasivo de un poder que se hace antropom órfico y se
anim a hasta el grado en que el hombre niega la autoría de su
propia creación. Y com o Dios, lo misino vale para el m ercado y
los artículos de consum o: son entidades sociales creadas por el
hom bre, aunque trabajan en ia im aginación colectiva com o seres
anim ados con la vida que los hombres se niegan a ellos mismos.
Los productos creados colectivam ente por el hombre ocultan su
vida con una objetividad quim érica.
Pero en la cultura popular del V alle del Cauca, la objetividad
quim érica de las estructuras de consum o que le restringen al
m undo las relaciones sociales no distorsiona la conciencia co­
lectiva en este sentido. Cuando se dice que los industriales am os
de la tierra se dedican a la caña de azúcar en vez de a la gente,
cuando “ nosotros los cam pesinos rechazam os la caña de azúcar
porque es la m ateria p rim a de la esclavitud del pueblo cam p esi­
no”, y cuando se fetichiza a la caña com o “el terrible M onstruo
Verde que es la G ran Caña, el Dios de los am os de la tierra”, el
sistem a por el que la producción pasó a ser el objetivo del hom bre
se desacredita y se le pone en contraste con los ideales de la
econom ía d e los valores de uso, en donde el hom bre es el am o
de la producción.
En lugar de un cosm os centrado en las personas, encontram os
un sistem a centrado en la Gran Caña, el Dios de los am os de la
tierra, que hace del hom bre un esclavo. Las personas quedan
reducidas a cosas. S egún la descripción de Burtt de las m etafísi­
cas de la revolución científica que acom pañaron al nacim iento
del capitalism o: “ El hom bre no es más que el dim inuto o b serv a­
dor local, y de ningún m odo el producto fuera de lugar de un
motor infinito que se m ueve por sí solo, que existió eternam ente
antes que él y que existirá eternam ente después de él, guardando
como reliquias el rigor de las relaciones m atem áticas m ientras
que confina a la im potencia todas las im aginaciones id eales”
(1954: 301). El punto es más que la form ulación de T aw ney
referente a (a canonización de los hábitos económ icos que en una
edad anterior se habían denunciado com o vicios. Lo que tam bién
se cuestiona es la transform ación moral de la cognición m ism a.
El avance de la organización de m ercado no sólo desgarra los
lazos feudales y le arranca al cam pesino su medio de producción,
sino que desgarra tam bién una manera de ver. Un cam bio en el
modo de producción es también un cam bio en el modo de p e r­
cepción. La organización de la percepción del sentido hum ano
está determ inada por circunstancias tanto históricas como natu ­
rales. El cam bio a la sociedad capitalista guarda como reliquia
el rigor de las relaciones m atem áticas y reduce a la im potencia
todas las im aginaciones ideales, hasta el punto de que la p erso ­
nificación es reflejo de la cosificación. En esta transform ación
de la sociedad y las m etafísicas, la p ercep ció n del yo socialm ente
constituida deja lugar a la percepción ato m izad a del individuo
aislado y m axim izado com o una unidad de m asa-espacio: un
■producto m ecánico que m axim iza la utilid ad a través del motor
infinito que se m ueve solo, el m ercado, de una sociedad meca-
nom órfíca.
A m edida qu e se despliega esta transform ación, la intención
hum ana, la im aginación y la com p ren sió n -c a p a c id a d e s que
d ependen de la interacción social y que están m ás allá del alcance
de las leyes que corresponden a cosas no h u m a n a s-, son irrele­
vantes e inferiores y sin em bargo profundam ente sospechosas.
A l igual que los vicios económ icos que preo cu p an a T aw ney, el
nuevo m odo de percepción tam bién ha de ser canonizado y
g uardad o com o reliquia; el antiguo fetichism o de la religión se
rem plaza con el fetichism o de las m ercan cías. El nuevo modo de
percepción no es m ás natural que el m odo al cual desplaza.
T am bién él no es más que una de las m uchas m aneras de ver al
m undo, donde las concesiones arregladas convencionalm ente se
disfrazan de hechos de la naturaleza. En últim a instancia, esta
construcción se revela com o un m undo m ágico-religioso, en el
cual el carácter arbitrario pero convencional del signo se consa­
gra diariam ente en rituales que afirm an su naturalidad, de m ane­
ra que la participación diaria de la gente en el m ercado, pas^ a
ser la guardiana de su coherencia espiritual.
Pero nunca se logra esta coherencia. La búsqueda de la
im portancia de las cosas es tenaz, y llega m ás allá de los desfi­
laderos extrem adam ente angostos de la nueva estructura axio­
m ática que define la cosificación. La racionalidad del mercado
sucum be a su irracionalidad au to in d u cid a, y las m ercancías
cobran vida con sentido humano.
La nueva form a social puede h acer d e los hom bres números,
pero tam bién transform a a los cultivos com o la caña de azúcar
en m onstruos o dioses. La vida, d istorsionada con seguridad,
pero vida al fin, surge en las cosas, transform ando los productos
sociales en seres anim ados. T o d as las im aginaciones ideales,
escribe Burtt, quedan reducidas a la im potencia. ¿Pero lo son?
En su subyugación, estas im aginaciones ideales luchan contra el
fetichism o de las m ercancías: la caña de azúcar d e las plantacio­
nes se transform a en el “ terrible M onstruo V erd e”, “ la gran
C aña”, el “ Dios de los am os de la tierra”, en un ser anim ado del
que se dice que devora lentam ente a los hom bres que le dan la
vida.

El f e t ic h is m o y l a h e r m e n é u t ic a

C o n tra la mística racionalizadora de nuestros tiem pos, B enjam ín


insistía en aplicar su necesidad herm enéutica para leer y entender
“te x to s” que no son tales en ningún sentido convencional. “Los
an tig u o s", según el ensayo de Peter Dem etz, “ podían ‘leer’ las
entrañ as abiertas de los anim ales, los cielos estrellados, las
danzas, los m isterios y los jeroglíficos, y B enjam ín, en una era
sin m agia, continúa ‘leyendo’ cosas, ciudades e instituciones
sociales com o si fueran textos sagrados” (1978: xxii). Lo hizo,
y es necesario destacarlo, m otivado por el punto de vista del
m aterialism o histórico. Si su em presa parecía oscilar constante­
m ente entre la magia y el positivism o, com o le reclam aba su
am igo A dorno, entonces la com paración de este tipo de herm e­
néutica con la de los proletarios neófitos del V alle del Cauca es
tanto m ás apropiada.
E sta lectura de las cosas como si fueran textos sagrados, esta
penetración en una articulación de lo que Benjam ín llamaba “el
lenguaje silencioso de las cosas”, estaba, a sus propios ojos, con­
d icio n ad o por la m elancolía, y que esto era algo más que una
autoindulgencia neurótica. Era un tono intelectualizante que se
im ponía a aquel que confrontaba la dialéctica de la libertad y la
n ecesidad escrita en un m aterialism o histórico. A quí uno piensa
en la consigna que se adelantó contra el m isticism o paralizante
que es intrínseco a la posición m arxista evolucionista-determ i­
nista -e l adagio com bativo de A ntonio Gramsci: “Pesim ism o del
intelecto, optim ism o de la voluntad”- com o un intento similar,
de alguna m anera, de ubicar una postura que privilegiara tanto
el m ovim iento inexorable de la historia como la necesidad de
una intervención humana activa en ese m ovim iento. El m ateria­
lism o histórico es un m odo de historiografía en el cual la con­
cienzuda m entalidad científica se ve im pulsada por una pasión
que tiene sus raíces en la tristeza, a estructurar una concepción
del m undo que lo define com o una totalidad de partes coherentes
que se activan a sí mism as. La m elancolía establece y confirm a
la distancia que es necesaria para el análisis objetivo, mientras
que registra sim ultáneam ente la necesidad de trascender esa alie­
nación, que también es la alienación del hom bre com o lo creó la
historia. L a melancolía es la m irada que penetra las im ágenes del
pasado, transform ándolas de objetos m uertos en im ágenes vi­
brantes de significado para el encuentro revolucionario con el
presente, cuya historia de otro m odo se transform aría en una
herram ienta de la clase gobernante para m istificar a las víctim as
de la historia. En todas las edades, afirm aba Benjam ín, se debe
realizar el intento de arrancar a la tradición del conform ism o que
está a punto de ahogarla. N ada podría sobreponer a la nostalgia
conservadora por el pasado. El punto es que una clase desarrai­
gada de su propia historia es m ucho m enos capaz de actuar com o
una clase, que otra que sí logra situarse en la historia. Sin em bargo
la historia es esencialm ente catastrófica; triunfa a expensas de
sus agentes humanos. El reclam o que. el pasado ejerce en el fu ­
turo, escribía Benjam ín, es m esiánico, y no se puede pagar a un
precio bajo y, agregaba, los m aterialistas históricos lo saben.
Frederic Jam eson describe el tono con que B enjam ín revisa
el pasado buscando un objeto adecuado que redim a el presente,
sin caer ni en mitopoesías fascistas que consagren lo irracional,
ni en la consum ación de la historia a través del procesam iento
de datos estadísticos. Es la m entalidad de las depresiones p riv a­
das, de desalentar al de afuera y de la angustia frente a una
pesadilla política e histórica (1971: 60). .
Leer las cosas como si fueran textos sagrados, llenarlas de la
tristeza penetrante del foráneo perdedor y rechazado, proyectar
la angustia que aparece frente a una pesadilla política e histórica,
es tam bién el lam ento de la m uerte de una clase cam pesina que
está por ser arrollada por la ola del “ progreso”. Como sugiere
B arríngton M oore, es en este lam ento y no en las aspiraciones
de las clases que están a punto dé tom ar el poder, donde yacen
los m anantiales de la libertad hum ana (1967: 505). Y no todos
los m aterialistas históricos son conscientes de ello.
Leer las cosas de esta manera, com o si fueran textos sagrados,
es tam bién caer en una especie de m agia que podem os llamar
“ fetichism o precapitalista”. Es luchar por una unificación de
experiencias que de otro modo no se puede obtener. Es la com pul­
sión em pecinada de ver a las personas y a las cosas como si
estuvieran entretejidas recíprocam ente, hasta un punto en que las
cosas tienen sentido porque corporizan relaciones interpersuna-
les, aun cuando (en una edad sin magia) esas relaciones yazgan
escondidas tras un exterior esencializado.
En cu an to al intercam bio en las sociedades p recapitalistas,
M auss pregunta en su ensayo ‘T h e G ift” (La dádiva), ¿cu ál es
la fuerza del o bjeto in tercam biado que hace que la reciprocidad
sea tan ap rem ian te? “E ste lazo creado por las co sas”, contesta,
“es de hecho un lazo entre personas, puesto que la cosa m ism a
es una p ersona o le p erten ece a una persona." Y sigue h aciendo
elaboraciones sobre esta confusión aparente de personas y co ­
sas: “en este sistem a de ideas uno da lo que en realidad es parte
de la naturaleza y la esencia de uno, m ientras que recib ir alg o
es recibir p arte d e la esen cia espiritual de a lg u ien ” (19617: 10).
La práctica del sistem a m oderno de m ercado lucha por negar
esta m etafísica de personas y cosas que se reflejan en el in ter­
cam bio social, y por rem plazar el tipo de fetichismo descrito por
M auss, a cam bio del fetichism o de la m ercancía del capitalism o,
como lo interpreta M arx. El tipo anterior de fetichismo proviene
de la anticuada idea de reciprocidad, cuyas profundidades m eta­
físicas sugieren M auss y cuya nota clave yace en la unidad su ­
puestam ente existente entre las personas y las cosas que éstas
producen e intercam bian. C odificada por la ley, lo m ism o que la
práctica diaria, esta alienación resulta ser en la fenom enología
del artículo de consum o, com o una entidad autoenm arcada que
conm ina a sus creadores y que es autónom a y vive con su propio
poder.
El destino del cam pesino que queda atrapado en la co m ercia­
lización de la agricultura, particularm ente cuando ésta im plica
la producción de agroindustrias im portantes, es ser testigo del
choque entre estas dos form as de fetichismo. La creencia en el
contrato proletario con el diablo, lo mism o que otras instancias
del fetichism o, es el resultado de este choque. El diablo es m ás
que un sím bolo de la nueva econom ía: éste m ediatiza los sig n i­
ficados y sentim ientos opuestos que engendra el desarrollo de
esta econom ía; porque si el cam pesino o el enfoque de valor de
uso fueran rebasados por la cultura de mercado, no habrían bases
para tabulaciones tales com o el contrato con el diablo. El su rg i­
miento de esta m etáfora está ocasionado por el significado que
una cultura de valores de uso le adjudica a las m etáforas g en e­
radas por la organización mercantil de la sociedad, la producción
y el intercam bio. El contrato con el diablo registra el significado
humano d e este tipo de organización, y le pone el sello de cosa
mala y destructiva, en vez de verlo com o el resultado de fuerzas
m oralm ente neutras que son inherentes p o r naturaleza a las cosas
sociales descorporizadas.
Las m anifestaciones de la cultura en lo m ágico, en las creen ­
cias sobre los cultivos de las plantaciones, y en el co ntraste entre
la producción cam p esin a y la agroindustrial, están sujetas a una
lectura dialéctica de las cosas com o si fueran textos sagrarios.
Por un lado, está la lectura realizada p or las clases bajas m ism as,
una lectura agradecida a los principios m etafísicos de los valores
de uso, en tanto que esos principios se confrontan con la cultura
de la m ercancía. Por el otro, está la lectura im puesta por el
analista, y ésta es una actividad para la que no hay escapatoria.
Las dos lecturas convergen, blasonadas en los textos que Jo s
m ismos proletarios neófitos proporcionaron.
7. EL BAUTISMO DEL DINERO Y EL SECRETO
DEL CAPITAL

El b a u t is m o d e l d in e r o y e l NACIMIENTO d e l c a p it a l

Según la creencia del bautizo d el billete, en el austral Valle del


C auca, el futuro padrino esconde en la m ano del bautizado un
billete de un peso, m ientras el sacerdote católico realiza el bau­
tism o. De esta forma, se cree que ei bautizado es el billete, y no
la criatura. C uando este billete recién bautizado entra en circu­
lación, se cree que volverá continuam ente a su dueño, con in te­
reses, enriqueciéndolo y em pobreciendo a las otras partes de los
tratos pactados por el dueño del billete. El dueño es ahora padrino
del billete de un peso. La criatura queda sin bautizar, lo cual, de
saberlo los padres o cualquier otra persona, sería causa de gran
preocupación, dado que el alm a de la criatura no es acreedora a
una legitim idad sobrenatural, y no tiene oportunidad de escapar
del lim bo o del purgatorio, dependiendo de cuándo m uera. Esta
práctica es severam ente castigada tanto por la Iglesia com o por
el gobierno.
El billete bautizado recibe el nom bre -e l “nom bre cristiano”,
com o decim os en in g lé s-q u e el ritual del bautism o debía otorgar
al niño. A hora el billete se llam a M aría, Jorge, T om ás, Pedro, o
cualquiera que fuera el nom bre que los padres hubieran elegido
para la criatura. Para que el billete bautizado em piece a trabajar,
el padrino p aga el billete com o parte de una transacción
m o n etaria de rutina, com o cuando en una tienda uno paga por
ciertas m ercancías, m ientras que m urm ura un estribillo com o el
siguiente:

José,
¿te vas o te quedas?
¿te vas o le quedas?
¿le vas o te quedas?
Llam ándolo por su nom bre, se le pregunta al billete tres veces
si va a regresar a su dueño o no. Si todo funciona com o debe, el
billete pronto volverá a su padrino, llevando consigo una gran
cantidad de dinero. Esta transferencia se lleva a cabo en forma
invisible.
Una fam ilia negra de clase m edia era propietaria de una tienda
del pueblo, ubicada en una esquina. A tíledia m añana, cuando la
esposa se encontraba sola, se dirigió a la parte de atrás, pero
regresó rápidam ente porque creyó oír un ruido en la .gaveta del
dinero. C uando la abrió, vio que todo el efectivo había-desapa­
recido. E ntonces recordó el com portam iento peculiar de uno de
los clientes de esa m añana,y sed io cuenta d e q u e le había pasado
un billete bautizado. Tan pronto le dio la espalda, el billete había
desaparecido con todo el dinero de la caja registradora.
En un concurrido superm ercado, en la gran ciudad vecina, un
guardia de la tienda oyó que una mujer que estaba de -pie junto
a una de las cajas canturreaba para sí “¿G uillerm o? ¿Te vas o te
quedas? ¿Te vas o te quedas? ¿Te vas o te quedas?” . Inm ediata­
mente se dio cuenta de que había pasado un billete bautizado y
que estaba esperando que éste regresara, junto con el resto del
dinero de la caja, y la arrestó. Se la llevaron, y nadie sabe qué
fue lo que pasó después.
U no de ios pocos negros dueños de tiendas del pueblo a quien
le ¡ba bien, se salvó de una gran pérdida únicam ente p or una
coincidencia poco com ún. M ientras atendía en la tienda, le llam ó
la atención un extraño ruido en la caja registradora. C uando fue
a espiar vio dos billetes peleándose por adueñarse de todo su
contenido, y cayó en la cuenta de que dos clientes, cada cual con
su billete bautizado, acababan de hacerle un pago y estaban
esperando su regreso. .E sta extraña coincidencia le perm itió
evitar que se desvaneciese todo el contenido de la caja.

En las sociedades precapitalistas, no existe el intercam bio de


artículos de consum o ni el mercado; florece el anim ism o, la
m agia, y diversas formas de fetichismo. ¿Pero es ese fetichism o,
igual al fetichism o de las mercancías que aparece en un sistem a
capitalista de organización socioeconóm ica? Marx, por nom brar
a alguien, era de la opinión de que lo dos eran distintos, y que al
plantear la pregunta, uno estaba en camino de desm itíficar las
ilusiones inducidas por la form a de intercam bios de artículos de
consum o. “T odo el m isterio de las m ercancías , toda la m agia y
la necrom ancia que rodea a los productos del trabajo en tanto
que tom en la forma de m ercancías, se desvanecen por lo tanto,
tan pronto com o llegam os a otras form as de producción” (1967:
76). Sin em bargo, deberíam os añadir que cuando el sistem a de
m ercancías se inm iscuye en una form ación social precapitalista,
las dos form as de fetichism o, la m agia del intercam bio recíproco
y la m agia de m ercancías, chocan entre sí y toman una forma
nueva.
La creencia del bautism o del dinero en ei Valle del C auca
consiste en que por m edio de este m ecanism o religioso ilícito
-ilíc ito por cuanto engaña a los padres, a la criatura y al sacer­
dote, y mutila espiritualm ente a la criatura im pidiendo su acep­
tación en la masa de ciudadanos de D io s - el dinero atraerá al
dinero; el dinero crecerá. Esta no es m ás que una expresión
exótica de la fórm ula m arxista clásica de la circulación capita­
lista, D -M -D ' (dinero-m ercancía-m ás dinero), o sim plem ente
D -D ' com o contraposición a la circulación que se asocia con el
valor de uso y el modo de producción cam pesino, M -D -M
(m ercancía A -dinero-m ercancía B, o sea vender para com prar).
El problem a que se planteó M arx, el m isterio del crecim iento
económ ico capitalista y la acum ulación de capital, donde el
capital parecía crecer por sí solo, en esta situación parece ocurrir
con la ayuda de las fuerzas sobrenaturales que se invocan en el
bautism o cristiano del billete. Una vez activado de esta m anera,
el dinero se transform a en productor de capital. Un m edio de
intercam bio inerte pasa a ser una cantidad que se reproduce sola,
y en este sentido pasa a ser un fetiche: una cosa con poderes
vivos.
Esta es realm ente una creencia extraña. Pero uno tiene que
considerar que el sistem a con el cual se le compara ciertam ente
no es m enos extraño. N osotros, que nos hem os ido acostum bran­
do durante siglos a las leyes de las econom ías capitalistas, hem os
llegado a aceptar de manera com placiente las m anifestaciones
de estas leyes com o algo totalm ente natural y como un lugar
com ún. Los prim eros profetas y analistas del capitalism o, tales
com o B enjam ín Franklin, ya consideraban que las operaciones
de la econom ía eran absolutam ente naturales; de ahí que pudie­
ran referirse a los intereses com o una propiedad Inherente al
capital mism o (véase el capítulo 2).
Sin em bargo, según lo ex p resa en su folclor relativo al b au ­
tismo del dinero, el cam p esin ad o del V alle del C auca lo toma
como una cosa absolutam ente irreal y sobrenatural. M ás aún, el
bautism o del billete se lleva a cabo a costa de un precio alto para
la criatura: le niega un lugar legítim o en los ritos del ciclo de vida
y del orden cosm ológico, y por lo tanto conlleva el m ism o
estigm a que el contrato proletario con el diablo que realizan los
trabajadores asalariados de la zona. Esta inm oralidad del p ro ce­
so, distingue el billete b autizado de un fetiche m ercantil “ pu ro ”
o capitalista.
A dem ás, el bautism o del billete todavía está considerado
com o el producto de una cad en a de eventos que inicia e l hom bre.
Es cierto que la relación está aún m istificada, puesto que se
considera que el poder sobrenatural es necesario para que el
dinero produzca intereses; pero por otro lado está claram ente
entendido que el d inero no sería capa? de p roducirlos por su
cuenta. La m ultiplicación del d inero com o capital no está consi­
derada com o un poder inherente al dinero. A sí, no se trata de
fetichism o de la m ercancía, d ad o que estas personas no piensan
que reproducirse es una pro p ied ad na tu ra l del dinero. En reali­
dad se la considera tan antinatural que se deben invocar los
poderes sobrenaturales p or los m edios más tortuosos y destruc­
tivos. Si bien la verdadera relación de capital y trabajo está
m istificada, todavía se considera que el hom bre es necesario para
detonar los ciclos m ágicos; esto concuerda con el hecho de que
en una econom ía de valores, de uso, las relaciones que las
personas inician en sus trabajos son para ellas relaciones recí­
procas, directas y personales, y no las ven com o actividades
controladas por las relaciones d e sus productos. De hecho, las
formas específicas de fetichism o precapitalista que nos preocu­
pan, surgen precisam ente de esta conciencia de interdependencia
y reciprocidad hum ana, donde se considera que am bas personas
y sus productos form an una unidad. C uando la gente se confronta
con el m ercado de los artículos de consum o en sus prim eras
etapas de penetración, la u rdidura y desequilibrio de esa in terd e­
pendencia colocan el fetiche en los dom inios de lo antinatural y
maligno: el bautism o ilícito del dinero y el contrato de los
proletarios con el diablo.
R a z o n e s a n a l ó g ic a s y l a f il o s o f ía
DE LOS VALORES DE USO

Es sorprendente lo sim ilar que son los principios que subyacen


en la creencia del billete bautizado, los del dinero, y el intercam ­
bio en la Política de A ristóteles, y los de la teoría económ ica de
fines de la Edad M edia. B ásica para este enfoque es la distinción
que m arcó A ristóteles entre lo que hoy se llama valor de uso y
valor de intercam bio, distinción que ocupa también un lugar
central en la teoría m arxista. En el libro prim ero de la Política,
A ristóteles escribe:

T odo artículo o propiedad licnc un doble uso: ambos son usos de la


cosa misma, pero no son usos similares; porque uno es el uso
adecuado del artículo en cuestión, y el olro no lo es. Por ejemplo, un
zapato se puede usar ya sea para ponérselo en el pie o para ofrecerlo
en intercambio. Am bos son usos del zapato, porque hasta aquel que
le da un zapato a alguien que necesita un zapato, y que recibe a
cam bio efectivo o alimentos, está haciendo uso del zapato como
zapato, pero no el uso que le es propio, porque un zapato no está
hecho expresamente para propósitos de intercambio. Igual es el caso
de otros artículos de propiedad (1962: 41)

A unque la función de intercam bio de cualquier artículo se


pudiera utilizar legítim am ente dentro de una econom ía fam iliar
o de subsistencia, fue a partir de esta función de intercam bio que
surgió la actividad de hacer dinero, o capitalism o, en detrim ento
de la “econom ía natural” o fam iliar. Com o destaca Roll en A
H istory ofE co no m ic Thoughi, esta distinción entre las dos partes,
de hacer dinero

No fue simplemente un intento de llevar a casa una distinción ética.


También l'ue un análisis real de dos form asdiferentesen que el dinero
actúa en el proceso económico; como un medio de intercambio cuya
función se completa con la adquisición de la mercancía requerida
para la satisfacción de un deseo, y bajo la forma de dinero como
capital, que lleva a los hombres al deseo de una acumulación sin
límites (1973: 33).
En su ensayo sobre A ristóteles, Roll recalca la idea de que el
dinero usado en la circulación de valores de uso - la econom ía
natural y de fam ilia de A ristó teles- es estéril. “El dinero tiene
por fin ser usado como intercam bio, pero no aum entar con
intereses; por naturaleza es estéril; por m edio de la usura crece,
y éste debe ser el m ás antinatural de todos los m edios de hacer
d inero” (1973: 33). Esta inform ación se puede organizar en
form a tabular (véase el cuadro 2).
Del conjunto de contrastes volcados en el cuadro, surgen
varias analogías, a saber:

Valor de uso del dinero Valor de cambio del dinero


(dinero) (capital)
natural antinatural
estéril fértil

Pero en la naturaleza, por ejem plo en el m undo biológico, las


cosas son naturalm ente fértiles. A ristóteles dijo: “El dinero tenía
por fin ser un m edio de intercam bio, y el interés representa un
aum ento del dinero mismo. H ablam os de él com o un producto,
com o un cultivo o una cría, porque cada anim al produce su
congénere, y el interés es el dinero producido por el dinero. Así,
de todas las m aneras de obtener riquezas, ésta es la m ás contraria
a la naturaleza” (1962: 46).
U sando el m étodo propuesto por Mary Hesse en su ensayo
sobre la analogía, esto se puede expresar com o un conjunto de
analogías positivas y negativas, donde hay un reconocim iento
explícito tanto de las sim ilitudes com o de las diferencias entre
los términos com parados que constituyen la analogía (1963).

Valor de uso del Valor de cambio


Reino biológico dinero del dinero
(natural) (natural) (antinatural)
animal D D
cría D

La analogía entre anim ales y dinero en cuanto a valores de


uso, expresa relaciones tanto de similitud com o de diferencia.
Son sim ilares porque am bos son parte del m undo natural y sus
C u a d r o 2. CARACTERÍSTICAS DEL DINERO
Tipo de valor Valor de uso Valor de cambio
Objetivo de la Satisfacer Ganar dinero como
circulación necesidades naturales un fin en sí mismo
Medios para hacer
Características del M edios de más dinero (medios
dinero intercambio com o fines; capital)
C-D-C D-C-D'
Natural No natural
Estéril Fértil

Nota: D = Dinero; D' = Dinero más intereses sobre ese dinero, o sea, capital.

propiedades funcionan para asegurar el propósito original de la


so c ie d ad id e a l: “restab lecer el eq u ilib rio de au to su fic ie n c ia
de la n atu raleza” , según plantea A ristóteles. Son diferentes por­
que es p rop ied ad natural de los anim ales crear m ás de su m ism a
especie, m ientras que por naturaleza el dinero.es estéril.
Las an alo g ías entre los anim ales y el capital y entre el dinero
y el capital, tam bién están basadas en un conjunto de sim ilitudes
y diferencias. Por ejem plo, el capital se reproduce, al igual que
los anim ales; pero mientras que una cosa es natural, la otra es
antinatural. De igual forma el dinero, en el paradigm a de los
valores de uso, es sim ilar al dinero com o capital, pero m ientras
que el prim ero es estéril, el último es fértil.
Por lo tanto, la tarea que enfrentan los habitantes de la zona
de las plantacio nes en el austral Valle del Cauca, es la de poder
explicar, y en algunos casos llevar a cabo, la transform ación de
las propied ad es de sim ilitud en las de diferencias, y las de
diferencias en las de similitud. Deben explicar cóm o las carac­
terísticas que an tes eran una propiedad exclusiva de los anim ales
se atribuyen ahora el dinero, cuya propiedad natural es la de
p erm anecer estéril. Deben explicar la transform ación del dinero
en capital que produce intereses, y la conversión de los valores
de uso en valores de cambio.
Esto se hace mediante el rito ilícito de bautizar el dinero. El
dinero no bautizado o natural no es y no debería ser capital: no
puede y no d ebería producir intereses en la forma en que el
capital o los anim ales se reproducen. El dinero puede lograr esta
propiedad antinatural sólo si se le so m ete a un ritual com o el del
bautism o. El dinero estéril p uede volverse antinaturalm ente fértil
cuando se lo transfiere a los dom inios de D ios y es sellado con
sus pro piedad es dadoras de vida.
La eficacia y racionalidad del acto m ágico parecen entenderse
a través de una com paración entre las relaciones observadas de
sim ilitudes y diferencias en esferas sep arad as de existencia, y el
rito se utiliza para m anipular y tran sm u tar las relaciones de
diferencia en relaciones de sim ilitud.

Natural Antinatural
animal D
cría

La cría es el producto natural del anim al, m ientras que el au m en ­


to de capital (D ') es antinatural.
La analogía negativa (la co m paración de la diferencia) p u e­
den solucionarse y sujetarse a la co m p aració n de [a sim ilitud
(ana-logia positiva) por m ed io del rito bautism al:

bautism o del niño/a bautism o ilícito del dinero


legitimación y crecimiento desicgitiinación y crecim iento

A sí y todo, la transferencia se logra m ediante un rito ilícito


aplicado al dinero, y ese rito es un sacrilegio, que priva a un
infante de recibir la san tificación y el respaldo que es necesario
para el cum plim iento del potencial hum ano. A sí, aunque el
dinero se puede convertir en capital q u e produce intereses, el
hecho está considerado co m o aígo sobrenatural y al m ism o
tiem po antinatural. El d inero no puede lograr esto por su cuenta,
porque no es una facultad inherente a él. Se le debe activar desde
lo sobrenatural, y la única m anera de realizar esta activación es
ilegal y va contra las norm as de la cultura. El capital se explica
así en térm inos que lo revelan com o antinatural e inm oral. El
paradigm a analógico basado en una orientación de valores de
uso se puede restructurar por m edio de m edios sobrenaturales,
pero a pesar de cualquier restructuración, el significado original
de la econom ía de valores de uso aún se sostiene.
E l CONTRATO CON EL DIABLO Y LA MAGIA
DE LA PRODUCCIÓN CAPITALISTA

En el caso del contrato con el diablo realizado por los trabajado­


res asalariados de las plantaciones con el fin de aum entar la
p ro d u cció n , se entiende que el dinero ganado es estéril. Sólo se
lo p u ed e gastar en artículos de lujo, que deben consum irse de
inm ediato; si el dinero se invierte en la tierra, ésta no dará frutos,
si se com pra un anim al para engordarlo y venderlo, el anim al
m orirá. A dem ás, los cultivos que se trabajan bajo un contrato
con el d iablo tam bién morirán: la soca de la caña de azúcar, por
ejem p lo , cesará de nacer y de crecer. Así, en este caso, aunque
la pro d u cció n del proletariado pueda crecer, el dinero no será
fértil; de hecho, estará cargado de infertilidad (la antítesis del
d in ero bautizado).
¿Q ué significa esto? Desde un punto de vista, se puede
ex p lica r p o r el hecho de que el contrato se lleva a cabo con la
antítesis de Dios: el diablo. Pero se puede cavar m ás hondo detrás
de los sím bolos y revisar un poco m ás las distinciones de
A ristó teles y Marx. A ristóteles hace la conexión entre la produc­
ción y las diferentes formas del dinero, de la siguiente manera:

A quí tratamos de definir la riqueza y el hecho de hacer dinero de


diferentes maneras; por un lado la riqueza verdadera, de acuerdo con
la naturaleza, que corresponde a la administración del hogar, pro­
ductiva, por el otro, hacer dinero, lo que carece de un lugar en la
naturaleza, que corresponde al eomereio y que no produce m ercade­
rías en todo el sentido de la palabra (1962: 43).

A quí, la antítesis entre el dinero com o sim ple medio de


intercam bio y el dinero com o capital, se equipara con el contraste
entre las m ercaderías y actividades productivas y no productivas.
En realidad, para A ristóteles el contraste es aún m ás marcado
que esto, dado que el hacer dinero, o capitalism o, es esencial­
m ente algo destructivo para la econom ía natural o de familia: es
destru cto r del interjuego recíproco de las fuerzas naturales que
son responsables de la producción y el crecim iento.
Así, la referencia inicial a las características de esterilidad y
fertilidad del dinero como un m edio de intercam bio, se ubica en
el contexto de la producción y de un sentido m ás profundo de la
fertilidad. La analogía entre los anim ales y sus crías por un lado,
y el dinero y como creador de dinero, por el otro, es totalm ente
antinatural a los ojos de A ristóteles: antinatural m ás especial­
m ente en cuanto que la form a estéril natural del dinero está
fundam entada en la actividad productiva - “en todo su sentido”-
mientras que la forma fértil del dinero no lo está. Sólo en su forma
naturalm ente.estéril “el dinero se atiene a su propósito original:
restablecer el equilibrio de autosuficiencia de la naturaleza”. De
ahí que los valores de uso, el dinero com o una form a neutra de
intercam bio, el equilibrio de autosuficiencia de la naturaleza y
la productividad en .su sentido m ás am plio,,están relacionados
intrínsecam ente y se necesitan entre sí.
Lo que sigue es unconjunto de analogías positivas y negativas
que pueden derivar de este punto de vista:

dinero , capacidad productiva


■ capital- destructiva

' Por lo tanto, el problem a que enfrenta la gente de esta cultura


es el de exp licar y llevar a cabo la’ inversión de estas analogías
naturales, puesto que el hecho em pírico de la cuestión es que la
producción se puede m antener y acrecentar dentro de la esfera
de la producción capitalista. Al hacer la inversión tenem os lo
siguiente:

dinero _ destructivo
capital productivo

En el contrato con. el diablo, la inversión se realiza y se


explica: a través de la intervención de esta fuerza m aligna y
destructiva,se.puede increm entar la producción en las plantacio-
nes de azúcar dentro de las relaciones capitalistas. Al m ism o
tiempo, com o muestra la analogía con tanta claridad, el salario
ganado es im productivo: mata todo lo que con él se com pra, a
menos que se trate de artículos de lujo que se consum an de
inm ediato. El conjunto natural de relaciones que se deberían
obtener de acuerdo con el paradigm a de los valores de uso, se
puede transform ar en relaciones capitalistas que desafien las
analogías de los valores de uso. Pero estas relaciones capitalistas
no se consideran ni naturales, ni buenas, puesto que necesitan de
la intervención del diablo.

C o n c l u s ió n

Las supersticiones del V alle del C auca que nos ocupan, esto es,
el contrato con el diablo y el bautism o del dinero, se revelan
com o creencias que respaldan sistem áticam ente la lógica de la
contradicción entre el v alor de uso y el valor de intercam bio. Al
hacerlo, estas creencias son idénticas a los postulados básicos dé
la econom ía aristotélica, a la doctrina dom inante de la econom ía
postulada por A quinas y otros de fines de la Edad M edia, y son
prem isas básicas del m arxism o. Estas supersticiones no son
vestigios confusos d erivados de una era anterior donde la vida
cam pesina o 1a influencia de la Iglesia estaban más intactas, sino
form ulaciones precisas que trasm iten una crítica sistem ática de
la intrusión del m odo de producción capitalista. Como se m ani­
fiesta en estas creencias, la sensibilidad ante la distinción entre
el valor de uso y el valor de intercam bio no es resultado de la
nostalgia o de ideales m om ificados de los días en que florecía el
m odo de producción cam pesino, ni se puede explicar únicam ente
como resultado de [a coexistencia de cierta producción c am p e­
sina con el m odo de producción capitalista en desarrollo; tam ­
bién se debe al hecho de que la “ econom ía de barrios b ajo s” de
los cam pesinos recientem ente urbanizados es igualm ente una
econom ía basada en un m ayor grado en las prácticas de los
valores de uso.
El paradigm a de racionalidad implícito en estas form ulacio­
nes depende en gran m edida de la razón análoga. Las ex p lica­
ciones analógicas im plican una versión de lo no fam iliar en
térm inos de lo fam iliar, y el m odo de razonam iento analógico
que se cuestiona aquí es esencialm ente holístico y dependiente
del hecho de identificar las cosas por sus relaciones con con ju n ­
tos m ás grandes. Por otro lado, el paradigm a causal que tan
concienzudam ente lia penetrado en las m odernas ciencias socia­
les de O ccidente, y en la co rriente principal de lo que se llam a
pensam iento occidental desde el si^lo XVII, es esencialm ente
atom ista y reduccionista; define la identidad pui la cosa m ism a
y no por la relación con el contexto de que tal cosa es parte.
El m odo de razón analógica de que ya hablam os, parece
usarse m ás prolífica y conscientem ente en las culturas guiadas
por una economía de valores de uso, y com o S J . Tam bíah explicara
tan elegantem ente en su interpretación de la m agia Zande, el
conocim iento de su lógica y su sistem atización, disipa [as con­
fusiones peyorativas que están im plícitas, cuando tales creencias
se sujetan a los cán o n es de validez que están corporizados en la
m oderna m itología positivista y en la filosofía social utilitaria
(1973). Sin em bargo, en lo que T am biah se queda corto, es en
no haber considerado el sistem a m etafísico subyacente, del que
extraen su significado los términos de tales analogías. A unque
ya representa un gran servicio haber d em ostrado cóm o se pueden
postular conexiones e influencias aparentem ente fantásticas en­
tre fenóm enos, sosteniéndolas en las propiedades puram ente
form ales de un conjunto analógico, la ontología indígena tam ­
bién se debe tener en cuenta. Al subrayar las características
form ales de la racionalidad analógica, nos da una com prensión
de la precisión sistem ática que está'vinculada con los m odos de
explicar que no está basada únicam ente en el paradigm a de causa
y efecto. Pero esto no nos lleva m ucho más allá del anáfisis del
siglo XIX, de T y lo r y Frazer, quienes expusieron sus logros
intelectuales y tam bién lo que consideraron el error fatal vincu­
lado con las fórm ulas analógicas de la m agia: esto es, el error,
si se tom aran estas fórm ulas com o m edios instrum entales para
adquirir algún bien concreto. Pero si no supeditam os estas fór­
m ulas a la exigencia m oderna de explicar tales cosas a partir de
su utilidad, entonces no es una ciencia errónea sino una afirm a­
ción sobre el significado del m undo lo que confrontam os en estas
expresiones m ágicas. E vans-Pritchard habló en contra del reduc-
cionism o psicológico y el utilitarism o de T ylor y Frazer, dicien­
do que las fórm ulas m ágicas no son hechos psicológicos sino
sociales, cuyo verdadero valor radica en el lenguaje de las
relaciones sociales y en el legado ineludible de la cultura (1933).
Para parafrasear el fam oso aforism o de D urkheim relativo a la
religión, la m agia es la sociedad que se hechiza a sí misma.
V olviendo a las analogías que constituyen creencias mágicas,
tenem os por lo tanto que preguntar: ¿por qué, en prim er lugar,
ciertas propiedades, y no otras, se consideran relacionadas ana­
lógicam ente? A unque podem os m arcar la relación analógica
entre dinero y capital, por ejem plo, y dem ostrar el problem a y la
solución a que conduce tal analogía, aún no estarem os sino
apuntando a un conjunto de supuestos, cuyo significado en
últim a instancia se apoya en una base distinta de las presentes en
las propias reglas de razonam iento formal. A esta base se le ha
de encontrar en la m etafísica y en la filosofía social del grupo en
cuestión, y en este caso específico, una dim ensión im portante de
esa filosofía está transm itida en el paradigm a de la econom ía de
valores de uso, en tanto y cuanto dicho paradigm a transm ita el
significado de la m ercantilización y la concretización.
El m odo de razonam iento analógico es obligatorio en las
econom ías de valores de uso, porque las cosas no se ven com o
sus factores constitutivos sino com o las corporizaciones de redes
que guardan una relación entre sí. Las cosas interactúan por los
significados que com portan, significados transitorios, sensorios,
interactivos, a n im ad o s-y n o p o rlo ssig n ific a d o sd e fuerza física,
prisioneros en la celda privatizada de la cosificación encerrada
en sí misma.
Los tipos de analogía que se tom aron de los ejem plos extraí­
dos del V alle del C auca son interesantes en el sentido que la
relación de causa y sim ilitud entre los térm inos aislados que
form an estas analogías, dependen del conjunto total, y no se dan
en los térm inos mism os. El concepto de “ causa” vinculado con
esto no es el de causalidad m ecánica, sino el de patrón, asocia­
ción y propósito. N ada m ás que una inm ensa confusión puede
resultar de supeditar este concepto al paradigm a mecánico de
fuerzas interactuantes, lo que es sim ilar a hacer rebotar bolas de
billar o a engranar ruedas dentadas; de ah í que al ser presentada
bajo tales form as de razón, la óptica de concretización las co n ­
sidera irracionales. Al describ ir las propiedades del siguiente
tipo de analogía, que es el m ism o tipo que tocam os antes, Hesse
señala que las relaciones de sim ilitud en un nivel horizontal son
dependientes del particular sentido establecido por las relaciones
verticales (1963).

padre estado
hijo ciudadanos

A dem ás, las mismas relaciones verticales no son causales en


ningún sentido específico e, incluso, si los térm inos individuales
se consideran separadam ente de todo el conjunto analógico, cada
uno de ellos posee una variedad de connotaciones^ Así, el
significado específico de cualquiera de los térm inos dentro de la
estructura total, depende del conjunto total de relaciones. Esto
quiere decir que la im portancia de los términos individuales no
es resultado de su significado com o términos aislados, d esconec­
tados de otros aislados. M ás bien son términos relaciónales que
corporizan el significado establecido por el conjunto de relacio­
nes de la que cualquier térm ino forma parte. Las cosas son rela­
ciones, y son m ás ontológicas que lógicas.
Una analogía selecciona una variedad de posibilidades con el
fin de que una resulte persuasiva y significativa. En los ejem plos
del Valle del Cauca, el significado tiene que ver con las precon­
diciones sociales de crecim iento e intercambio. E sta no es una
ciencia de las cosas, sino una ciencia de la retórica, cuyo medio
son las condiciones y relaciones sociales que están am enazadas
con transform arse en cosas.
Los térm inos individuales no se tom an en cuenta atom ística­
mente. No se atienen al paradigm a corpuscular new toniano o a
lo que A. N. W hitehead llama una filosofía de relaciones ex ter­
nas. En cam bio se atiene a una filosofía orgánica de relaciones
internas, donde cada uno de los térm inos por separado corporiza
el conjunto total de relaciones de la que se parte '("Whitehead,
1967: 111-18; Ollrnan, 1971: 27-42).
Para decirlo brevem ente, la doctrina metafísica de las relacio­
nes externas es el fundam ento del método analítico y reductivo;
en este m étodo, las explicaciones analizan cualquier fenóm eno
dado por sus com ponentes atom ísticos supuestam ente irreducti­
bles, y term ina por ilustrar las leyes m atem áticas de causa y
efecto que supuestam ente están entre estos átom os, lo que en
sum a constituye la totalidad del fenómeno. Esta doctrina es
básica en la tradición cartesiana y en la visión de la naturaleza
que G alileo, D escartes y Newton le inculcaron a la ciencia
moderna y ai positivism o en su curso exitoso. A unque desesti­
madas por los físicos teóricos desde principios del siglo XX, estas
ideas continúan aportando las bases de las ciencias sociales
modernas y de las ideologías populares de O ccidente que se
refieren a la sociedad. Dos de sus particularidades nos concier­
nen: prim ero, com o dice W hitehead: “ El carácter de cada una de
estas cosas fundam entales se concibe así como su propia califi­
cación particular. Tal existente es com prensible en com pleta
desconexión de cualquier otro existente del m ism o tipo: la
verdad fundam ental es que para existir no requiere otra cosa que
a sí m ism o ” (1967: 113). En otras palabras, el significado o
identidad de una cosa se da sólo en sí m ism a, más que en el
contexto del que es parte. Segundo, com o tam bién señala W hite-
head, a c a u sa de la d esco n tex tu alizació n , las relaciones entre
las cosas (y los cam bios de cosas o de sus relaciones) se conciben
com o algo ex tem o a la cosa misma. Estos conceptos requieren
del auxilio de un tipo de deísm o y fetichism o, que es como
New ton m ism o conceptualizó el cosm os de las cosas, que de otro
m odo hubieran sido atom izadas.
El fetichism o inherente a las creencias del Valle del Cauca,,
surge de una m etafísica y de un conjunto de precondiciones
sociales bastante distintas. En la epistem ología cam pesina y de
laclase trabajadora, los términos o cosas individuales se con cep -'
tualizan com o los “m om entos” de Hegel: cada uno expresa la
to talid ad de lo que es su m an ifestació n . Las cosas con tien en
la totalidad dentro de sí m ism as, por así decirlo, y se les puede
ver casualm ente, actuando sobre otros com ponentes bajo la
influencia de éstos. Pero para nosotros son de interés m ás que
nada com o cifras y signos que hacen eco del significado del
sistem a que la sociedad forma con ellos.
T am bién elegí (y realm ente me vi obligado a ello) interpre­
tarlos en este sentido, en vez de ver un m undo de átomos nadando
m ecánicam ente en los vapores etéreos del tiempo y el espacio.
El m arxism o m ism o descansa en una apreciación aguda de dicha
perspectiva (cf., O llm an, 1971), aunque esto se ignora habitual-
inente, porque los intérpretes posteriores entendieron que su idea
del m aterialism o era la m ism a que la de la ciencia burguesa,
m ecánica y em pírica.
C om o conclusión, vale la pena repetir que aunque las estruc­
turas analógicas pueden invertirse y las relaciones se pueden
transform ar, en los ejem plos tom ados en el Valle del Cauca,
donde un m odo de producción está desplazando a otro, la ética
y la razón del v a lo r de u só se siguen m anteniendo. Las m etafísi­
cas que subyacen en el m odo analógico no se han repudiado,
aunque hoy en d ía los cam pesinos casi no poseen otra cosa que
su fuerza de trabajo abstracta. Las analogías no son neutrales, a
pesar d e la influencia n e u tra liz a d o s de la distinción de v alor de
hecho que es intrínseca a la ciencia m oderna y la teoría eco n ó ­
mica, donde se sostien e que “ la econom ía es enteram ente neutral
entre los extrem os; que en tanto y cuanto el logro de cu alq u ier
fin dependa de m edios escasos, es afín.a las p reocupaciones del
econom ista. A la eco n o m ía no le preocupan los fines com o tales”
(R obbins, 1935: 24).
N ada podría estar más lejos de la teoría económ ica y del
com portam iento de (os cam pesinos y de los peones del cam po
del austral V alle del C auca, para quienes la eco n o m ía está
absolutam ente relacionada con los fines. Ya sea eco n ó m ica o lo
que fuere, la razón es para ellos m ucho m ás que la m ezquina
preocupación con la m áxim a co ordinación de m edios escasos
para alternar fines. En cam bio, la razón es aquello que corporiza
las condiciones de la existencia o bjetiva. Su com prensión de la
razón capitalista y la praxis que ésta corporiza, los lleva a sacar
en conclusión que el sistem a es contrario a las leyes de la
naturaleza, que es m aligno y fundam entalm ente destructivo para
las condiciones de existencia objetiva.
S upeditar su razón a la instrum entalidad de m edios y fines, y
vaciar a la form alidad de las analogías consideradas sep arad a­
m ente de sus contenidos y propósitos, no es más que ap resu rar
la m uerte de esas condiciones. U na sociedad o com unidad ca m ­
pesina puede verse involucrada en la producción de bienes de
consum o, pero esto no tiene forzosam ente que constituirla en una
cultura esencializada. Una com unidad puede verse afectada y
controlada por el m undo capitalista m ás am plio, pero esto en sí
m ism o no hace necesariam ente de d ich a com unidad una réplica
de la sociedad m ás am plia y de la econom ía global. Los intentos
de interpretar las form aciones sociales precapitalistas m ediante
lo que Polaniu llame) nuestra m entalidad m ercantil obsoleta, son
ejercicios desafortunados en un e g o c e n trism o ingenuo, que en
realidad ni siq uiera es aplicable a la sociedad m ercantil m ism a,
sino que es sim plem ente una réplica de su apariencia.
Parte III

LAS MINAS DE ESTAÑO BOLIVIANAS

Ellos no conocían el poder inflacionario del


dinero. Su moneda era el Sol que brilla para
iodos, el Sol que a todos pertenece y que a todo
hace crecer, el Sol sin inflación ni deflación: y
nQ esos sucios “soles ’’ con que se le paga al
peón (quien te mostrará sus ruinas p o r un sol
peruano). Y durante todo ellm perio comían dos
veces p o r día.
Los financistas no fueron los creadores de sus
mitos.

E rn e s to C a rd e n a l,
“La economía de Tahuantinsuyu”
En el tiro de las m inas de estaño que se encuentran en las
m ontañas de alrededor de la ciudad de O ruro, Bolivia, lo?
m ineros tienen estatuas que representan al espíritu que es dueño
de las m inas y el estaño. Estos iconos, co n o cid o s com o el diablo
o el T ío, pueden ser tan pequeños com o una m ano o tan grandes
como un ser hum ano. T iene el poder de la vida y la m uerte sobre
las m inas y los m ineros, quienes hacen ritos de sacrificios e
intercam bio de ofrendas al espíritu que representan los ¡conos;
la m anifestación contem poránea del poder precolonial de la
m ontaña (N ash, 1976: 27; C ostas A rguedas, 1961, 2: 303-304).
El cuerpo está esculpido con m ineral. Las m anos, rostro y
piernas están hechos de barro. A m enudo, los ojos se forman con
trozos brillantes de metal o focos de luz de los cascos de los
m ineros. Los dientes p u ed en 'ser de vidrio o de cristal, afilados
com o clavos, y la boca está entreabierta, a la espera de las
ofrendas de coca y cigarrillos. Las m anos están extendidas para
recibir al licor. En la mina "Siglo XX”, el icono tiene un enorm e
pene erecto. El espíritu tam bién puede tener la forma de una
aparición: un gringo rubio, barbado, de cara roja, con som brero
vaquero, parecido a los técnicos y adm inistradores que controlan
las decenas de miles de m ineros que extraen el estaño que, desde
fines del siglo x t x , ha hecho de B olivia un satélite del m ercado
m undial del consum o. Tam bién puede tom ar la forma de un
súcubo que ofrece riquezas a cam bio de la vida o el alm a del
individuo (N ash, 1972).
Sin la buena voluntad de este espíritu, que se gana por m edio
de rituales, tanto la producción m inera com o la vida de los
m ineros corren peligro. En el m ejor de los casos, el espíritu
dueño de las minas es extraordinariam ente am bivalente, porque
representa la fuerza de la vida y la fuerza de la m uerte; a m edida
que cam bia el contexto político y económ ico, cam bia tam bién
su am bivalencia. Después de los cam bios revolucionarios y de
la nacionalización de las m inas de 1952, la propiedad personal
y privada de los barones de) estaño fue rem plazada por un torpe
c o n tro l burocrático y por una dictadura m ilitar, la que de alguna
m anera, hizo que la lucha de los trabajadores por el control fuera
m ás ardua y crítica d é lo que había sido en los días de los barones
del estaño. Desde el golpe m ilitar de 1964 se suprim ieron los
rito s de los m ineros al espíritu dueño de la m ina. A firm ando que
im piden el progreso, algunos m ineros creen que es m ejor olvi­
d arse de los ritos. Otros dicen lo contrario, y sostienen que el
go bierno suprim ió los ritos porque éstos m antenían la solidari­
dad entre los proletarios y el alto nivel de conciencia revolucio­
naria, por la que son fam osas las áreas m ineras.
C ada cam bio en el modo de producción y cada nuevo d esa­
rrollo de lucha política, le agrega nuevos significados y trans­
form aciones a la sim bolización y com prensión del espíritu dueño
de la naturaleza. En las com unidades cam pesinas de la altiplani­
cie andina, donde individual o comunalmente los labradores ejer­
cen una m edida de control real sobre los m edios de producción,
los espíritus dueños de la naturaleza difieren de los de las m inas,
do n d e reina el modo de producción capitalista. En las com uni­
dad es cam pesinas, tam bién, los espíritus dueños tienen el poder
de la vida y la m uerte sobre los seres hum anos y sobre los
recursos. E specialm ente im portantes son los espíritus dueños de
las m ontañas, a quienes se personifica con frecuencia, aunque
nunca se les erigen esculturas; ellos no tienen el carácter activa­
m ente m aligno del espíritu de las m inas, y los ritos en su honor
son m ucho m enos frecuentes. En la vida cam pesina, los espíritus
du eñ o s de la m ontaña se corporizan en ¡conos naturales, tales
co m o los riscos o los cantos rodados, cuya vitalidad y entereza
garantizan la vitalidad y solidaridad de la com unidad que reside
en las laderas montañosas. Los ritos de sacrificio y de intercam ­
bio de ofrendas para los espíritus dueños de la m ontaña ejem pli­
fican y ratifican estas creencias: garantizan el suave flujo de la
producción, cuyo objetivo principal es la autosubsistencia, y
existen fundam entalm ente fuera del intercam bio m ercantil capi­
talista. Al alim entar al espíritu de la m ontaña, los productores
cam pesinos se aseguran que los espíritus de la m ontaña los
alim entarán a ellos. Los intercam bios de ofrendas con los espí­
ritus garantizan que ellos les van a corresponder con dones de
vida para los cam pesinos. En las com unidades que están relati­
vam ente aisladas del m ercado com ercial y de la cultura com er­
cial, la com prensión y la representación de los espíritus dueños
de las m ontañas responden m ás a los m otivos y benevolencia
indios que en las com unidades cam pesinas que no están tan
alejadas. La am bivalencia de los espíritus dueños está siem pre
presente, pueden por igual hacer daño o ayudar, pero el inter­
cam bio ritual de ofrendas puede canalizar esta am bivalencia
hacia una salida favorable.
Ú nicam ente en las m inas, m ontañas apanaladas de organiza­
ción capitalista, el espíritu dueño parece ser predom inante y
activam ente m aligno. A llí, los ritos para el espíritu dueño son
necesarios y frecuentes; sin em bargo, los m ineros están constan­
tem ente al borde del fracaso, a pesar de los ritos propiciatorios.
H asta com ienzos de la década de 1950, bajo el control persona­
lista de los barones del estaño, com o Sim ón Patino, los ritos de
los m ineros tenían un alto grado de legitim idad; Patiño m ism o
participaba de algunos. D espués de la nacionalización y la
reorganización de las minas bajo la égida del capitalism o estatal,
los m ineros se vieron expuestos a una situación diferente, con
contradicciones nuevas, com o parte de la nación boliviana,
teóricam ente com partían la propiedad de las minas, en sus sin ­
dicatos izquierdistas se luchaba continuam ente por este derecho;
sin em bargo, la adm inistración cotidiana del proceso laboral y
la reivindicación real por la distribución de la riqueza minera, no
pasaron p or sus m anos, y la dom inación burocrática, en algunos
aspectos, puede haber em peorado la situación. Ciertam ente pa­
rece haber hecho su em peño aún m ás arbitrario y más anónim o,
y la violencia sangrienta del estado contra ellos no ha cesado en
lo absoluto. Con la mente en este desarrollo histórico reciente
uno percibe con m ayor agudeza las transform aciones y la am bi­
valencia que marca la figura del diablo dueño de las minas, el
Tío. “Todo aquel que juega con el Tío se transforma en un
dem onio”, dijo la mujer de un m inero a fines de la década de
1960. Las m ujeres se mostraron especialm ente prejuiciosas fren­
te a los cam bios organizativos, la m ecanización y las críticas
severas contra sus rebuscos m inerales. La misma mujer dijo:

Por lo tanto, ya no le consultamos más al Titilo (tiíto querido). Antes


solía aparecerse, pero ahora no puede. Está completamente acabado
y no puede. Es en vano que hagan el ch'alla (ritual) para el Tío.
Nosotros lo hicimos con piedras grandes que contenían metal. Se
parecía a una persona que fumaba su cigarro, igual a nosotros.
Después que terminaba el cigarro, masticaba coca, masticaba con las
m ujeres de sus bolsas de coca. Nosotros solíamos presentam os ante
el Tío con nuestros rebozos de seda. Solíamos hacerle consultas.
Tocábam os el metal de sus manos. Era hermoso, como azúcar en
bruto (Nash, 1976: 81).

A i igual que los m ineros europeos de fines del M edioevo y


principios de la era m oderna, los m ineros bolivianos hoy en día
le atribuyen a la mina una vida orgánica y espiritual. T ien en que
entender el m etabolism o de esta vida y trabajar con él, y para
hacerlo, deben sobre todo realizar intercam bios. Esto se logra
por m edio de un ritual que dram atiza el intercam bio y da a su
significado específico un buen nivel de com prensión.
A ntes de la nacionalización, los salarios se com partían entre
los diez o q u in ce m iem bros de una cuadrilla de trabajadores,
quienes estaban sujetos a contratos que se basaban en la cantidad
de m etal excavado. D espués de la nacionalización, las cuadrillas
se desm em braron y se form aron unidades de dos personas, y los
salarios se fijaron por m etro cúbico excavado y no por la cantidad
de m etal extraída. Hasta cierto punto, la intensa solidaridad del
pequeño grupo de trabajo fue rem plazada por el sindicato nacio­
nal de trabajadores, la C entral O brera B oliviana, pero J^.'.pués
del golpe m ilitar y la tom a de las minas en 1964, e! sindicato
perdió buena parte de su poder. A ctualm ente, los trabajadores
no tienen ni la fuerza de sus antiguos grupos de trabajo, ni la del
sindicato m onolítico.
De conform idad con la estructura de pagos y la organización
del trabajo an terior a la nacionalización, los ritos de los m ineros
para el espíritu dueño de las m inas y el estaño, llevado a cabo
todos los m artes y viernes, acentuaba el deseo de m ineral y la
m itigación del peligro. A hora los ritos han sido prohibidos por
la adm inistración, pero los m ineros persisten en realizarlos (aun­
que en una escala muy reducida), aun cuando el grupo prim itivo
de trabajo ya no existe y gana sus salarios por volum en ex ca­
vado y no por la cantidad de estaño extraído. A pesar de esta
alteración radical en la form a de calcular la paga, los m ineros y
sus persistentes ritos continúan relacionados con la vida de la
mina.
Esta preocupación trasciende el m ezquino econom ism o de
ios adm inistrad o res y del trabajador realm ente alienado, típico
de la industria m oderna. Los m ineros consideran que son ellos,
y no los adm inistradores, quienes entien d en a la m ina y se
preocupan por ella. En la autobiografía del m inero Ju a n Rojas,
surge con notable claridad que a los m ineros les p reocupa la vida
de ía m ina com o-si fuera una entidad viva, p o r así d ecirlo. Del
relato d etallado de Rojas, el lector ve y siente, una y o tra vez,
que el trabajo del m inero es un proceso de em p atia con la mina,
que la alim enta al m ism o tiem po que la excava; se ven forzados
por la jerarquía adm inistrativa a luchar con la pared rocosa y a
od iar el trabajo qu e les destruye los pulm ones y les aco rta la vida,
pero, al m ism o tiem po, se preocupan por la mina. Su actitud
im plica algo m á s-q u e respeto: es reverencial, y surge de la
interacción de la que dependen los m ineros. Este sen tid o de
m utualidad es una práctica que se vive cotid ianam en te, de co­
participación con otros trabajadores en una em presa altam ente
riesgosa que requiere de la confianza com ún y de u n a'b u en a
coordinación. Es tam bién la sensibilidad de la coparticipación
con los m odos m ism os de la mina. Este sentitio de afiliación con
la m ina viene de la experiencia y de las h abilidades que se ganan
afanosam ente frente a la pared rocosa, a m edida que se introduce
gradualm ente en el m etabolism o de la m ina (R ojas y Nash,
1976).
Joseph W. B astien describe una sensibilidad sim ilar por parte
de los cam pesinos del norte de B olivia hacia las m ontañas en que
habitan. Esta gente dice estar unida porque sus com unidades
corresponden a partes diferentes, pero entrelazad as de la m onta­
ña, a la que consideran com o un cuerpo hum ano. T rab ajan con
las tierras de la m ontaña; la m ontaña les d a la vida; alim entan a
ja m ontaña con ofrendas rituales y le dan vida e integridad.
M ientras que ellos sostienen su vida, la m ontaña les sostien e la
suya (1978: 190-191). Es este sentido de reciprocidad entre el
trabajo, entre la gente y entre las personas y la naturaleza, lo que
se cum plim enta con los rituales, aun cuando la producción
com ercial y el intercam bio m oderno se oponen a d ich a recipro­
cidad. De hecho, al am enazar su integridad, la producción de
artículos de consum o y el intercam bio m ercantil parecen ex acer­
bar extrañam ente este sentido de la m utualidad viva.
De acuerdo con una vasta serie de sig n ificad o s inscritos en la
m itología, la m agia, y el d e sp e n a r de los poderes d o rm id o s de la
naturaleza, se habla a m enudo de los productos m inerales com o
si estuvieran vivos, fulgurantes de m ovim iento, color y sonido.
Se puede decir de ellos que fluyen com o el agua, que se m ueven,
duerm en, que son puros, herm osos, que crecen com o una papa,
que son com o el azúcar en bruto, suaves, que gritan en las
profundidades de la tierra. La esposa de! m inero, a quien citam os
antes, describe cóm o la V irgen del T iro está arriba del oro, en el
pozo, y la m ujer com para la belleza de! metal con el azúcar en
bruto. Este oro no puede ser m ovido, aunque él m ism o está en
m ovim iento. La V irgen detesta que la m uevan. Si la m ovieran,
la ciudad de O ruro estaría perdida, porque entonces el agua sobre
la que ella cam ina, se la llevaría lejos. Uno debe propiciar a la
V irgen, porque de otro m odo podría comerse, a la gente (N ash,
1976: 77-78). En toda la m itología de las tierras altas latinoam e­
ricanas, la Virgen se asocia por lo com ún con la fertilidad y el
agua, y se la opone a la deidad im portante de un varón, asociado
con la destrucción y el calor. La antítesis de movilidad e inm o­
vilidad corresponde a ¡a codicia por el oro y a los peligros de
retirarlo del lugar en que se encuentra. Las m ism as creencias se
aplican al oro y la plata en la m ontaña que San Pedro custodia’.
Si se lo m oviera de su lugar, la m ontaña ardería, y el pueblo con
ella. Se dice que los vendedores de coca llevan un recién nacido
cad a C arnaval y lo arrojan vivo al pozo. A cam bio, el diablo les
da plata. Este contrato se hacía por m edio del m ism o ritual de
sacrificio, el k ’araku, que los m ineros del estaño le hacen con
una llama al espíritu dueño de las minas de estaño, el Tío. La
m ontaña de San Pedro es muy rica en m ineral, pero la gente no
p uede m overlo para nada. La mina de San José tam bién tiene
buen m etal, pero la gente dice que está dorm ido, y que por el
m om ento no lo pueden trabajar. Esa mina está habitada por
m uchos espíritus encantados.
La mina está encantada, pero se trata de la antítesis de lo que
es un encantam iento cristiano. En realidad, su m ism o poder
parece derivar de dicha antítesis. Es lo opuesto al m undo de
C risto; es el del anticristo. En la entrada de la mina uno puede
rezarle a D ios y hacer la señal de la cruz, pero una vez dentro,
nada de esto se debe hacer. Uno ni siquiera puede usar el pico
cuando se trabaja cerca del m ineral, porque el pico tiene la forma
de la cruz. De hacer lo contrario, se puede perder la veta (Rojas
y N ash, 1976: 371). Dios reina en la superficie, pero el Tío es el
rey de la m ina. “N o nos arrodillam os ante él com o lo haríam os
ante un santo”, dice un minero, “porque eso sería sacrileg o ”
(Nash, 1972: 226). El padre M onast, quien trabajó en B olivia,
nos dice que los m ineros le prohibieron al obispo de Potosí
celebrar misa en el interior de la mina. Como cualquier otro
sacerdote, al obispo se le considera enem igo del T ío, y su
presencia podría provocar la desaparición del estaño. El T ío es
Lucifer, el diablo, y la obtención del estaño depende de que se
le rinda hom enaje. En la entrada de la mina “Siglo XX” se
encuentran dos iconos: a un lado, San M iguel; al otro, el Tío
(M onast, 1969: 100-101). “No debem os decir Jesús, M aría y
José y hacer la señal de ¡a Cruz, porque el metal desaparecería",
dice la m ujer que citam os anteriorm ente (N ash, 1976: 126).
De la m ism a form a que la mina está en contraposición con el
poder sagrado del cristianism o, y el Tío con Dios, existe otra
contraposición entre el T ío y la Pacham am a (la Madre T ierra).
El Tío es una figura m asculina, m onstruosam ente tal, com o lo
representa su gigantesco pene. Los peligros de la minería pueden
hacer que los m ineros pierdan su virilidad, y cuando esto sucede,
le piden al Tío que los haga potentes como él..En todos los A ndes,
la Pacham am a representa la fertilidad, y ella recibe las ofrendas
rituales de licor que se riega en el suelo.. Antes de ofrecerle licor
al Tío, los m ineros dejan caer un poco en el suelo para ella. D icen
que cuando ellos acham am a (m astican coca), ingieren su espíritu
(Nash, 1972: 226). Antes de entrar en la mina, los m ineros la
saludan: “ Buenos días, vieja, no dejes que nada me suceda ho y ” ;
cuando se van, le agradecen por cuidar sus vidas. C uando se
sienten en peligro, le piden que interceda ante el Tío, y cuando
utilizan dinam ita, le piden que no se enoje con ellos.
Antes que la adm inistración los suprim iera, los ritos para el
Tío se realizaban regularm ente los martes y los viernes, los días
para los ritos de brujería y sus exorcism os en toda A m érica
Latina. “C om enzam os a cha'alla en las áreas de trabajo dentro
de las m inas”, explica un minero. “ Llevamos estandartes, co n ­
feti y carteles de papel, todo. Primero em pezam os con el Tío.
Le ponem os un cigarro en la boca. Después derram am os alcohol
en el suelo para la Pacham am a. Yo y mi socio lo hacem os, som os
‘políticos’; una especie de equipo. Regamos el alcohol y después
le dam os un poco al Tío. D espués sacam os nuestra coca y
em pezam os a m asticar, y fum am os. Servimos licor de las bote-
lias que cada uno lleva. E ncendem os el cigarro del Tío y deci­
mos, ‘T ío, ayúdanos en nuestro trabajo. No dejes que ocurra
ningún accid en te’” (Jbid.)
B eben licor, hablan y cantan cosas sobre su trabajo y su
historia política. Enrollan fajas de papel con inscripciones en el
cuello del Tío y preparan un altar con ofrendas: hierbas, el feto
de una llam a, y pasteles con dibujos de objetos deseados como,
por ejem plo, casas, o anim ales, o con dibujos de monstruos. A
éstos los quem an delante del T ío. Entonces se van medio borra­
chos hasta donde se cam bian las ropas, después de lo cual le
hace m ás ofrendas al T ío, enroscándoselas en el cuello, entre
ellas, fajas de papel.
Los accidentes son frecuentes y a m enudo mortales, y están
íntim am ente ligados a la m alevolencia del Tío y a su propicia­
ción. N ash cita a un m inero que describía cómo cuando los
mineros se asustan, gritan: “¿Qué haces, T ío ?” Después de haber
estado a punto de ocurrir un accidente, le ofrecen al Tío licor y
coca, y le agradecen haberlos salvado. C uando hace un año
m urieron tres hom bres en un accidente, los mineros estaban
convencidos de que el T ío estaba sediento de sangre. Le pidieron
a la adm inistración algún tiem po libre para efectuar un rito.
Com praron tres llam as y contrataron a un cham án. Los hombres
le hicieron al T ío una ofrenda de sangre, mientras decían, “ ¡To­
ma esto! ¡No te com as mi sangre!” (Jbid.: 229-230).
Si bien en este caso la causa inm ediata para llevar a cabo un
rito fue un accidente físico específico, los mineros no le rogaron
al T ío que rectificara las prácticas m ineras defectuosas, sino que
no se com iera su sangre. En las minas el peligro es constante.
Los túneles se pueden derrum bar, la dinam ita puede causar
daños al explotar y dem ás. A este peligro real hay que sum arle
el peligro del espíritu dueño, quien representa todos estos peli­
gros físicos, porque el T ío es básico para la vida de la mina. El
contacto con los dioses siem pre es riesgoso y está viciado de una
am enaza de m uerte. Los sacrificios perm iten que los hombres se
acerquen a los dioses m ediante la m ediación de la víctim a del
sacrificio. De esta forma se puede com prar la paz, pero no puede
quedar acordada. El sacrificador puede term inar siendo el sacri­
ficado. El ruego al Tío de “ ¡Toma esto! ¡No te com as mi
sangre!”, es un ruego que ilustra esta posibilidad siem pre pre­
sente. En otro nivel, esta posibilidad es testim onio de la am biva­
lencia de los dioses, du eñ o s v erdaderos de la riqueza de la m ina.
T am bién es testim onio de los pelig ro s que m anifiesta el in ter­
cam bio desigual y del tem or de que el intercam bio entre los
m ineros y la mina está siem p re desequilibrado. Cuando el m in e­
ro Juan Rojas nos relata un rito de sacrificio al Tío, efectuado
después de un accidente, d escribe có m o los m ineros se ponen
felices (Rojas y N ash, 1976: 366-369). Ellos declaran que ali­
m entan al Tío con todo su corazón para que la mina prospere.
Los ritos no evitan d em asiad o los accidentes: se realizan desp u és
de ocurridos. Los p elig ro s que corren los m ineros representan la
preocupación que sienten por la p rosperidad de la mina.
Un com pañero de trabajo de R ojas sufrió un accidente serio
en 1966. Rojas m ism o sintió que la suerte lo había abandonado.
El ingeniero le negó el perm iso de renunciar com o jefe de la
cuadrí/la. Cuando su c o m p añ e ro regresó al trabajo, le su g irió a
Rojas que le hicieran un rito al T ío. A m bos com praron las
ofrendas de azúcar, m aíz duro, m aíz dulce, cerveza, vino blanco,
vino tinto, pisco y una oveja. C ontrataron á un cham án visitante.
En lugar de perm itirle al cham án que le atravesara el corazón
con alam bre, lo que lo en su ciaría y m ataría, los m ineros in sistie­
ron en que le cortara la garg an ta al anim al y salpicara con su
sangre la pared rocosa, en lo profundo de la mina. Más tarde se
fueron a com er la o veja. El cham án había preparado la m asa
(aitar) ju nto al fuego, con diferen tes variedades de golosinas,
azúcar, granos, grasa de llama y seis llam as en m iniatura hechas
con grasa de llama, q ueriendo significar que el sacrificio iba a
ser equivalente a seis llam as de verdad. El azúcar, que en los
rituales es lo opuesto a la sal, era para la com pañera del Tío.
D espués que el peq u eñ o g rupo se hubo com ido la oveja, llegó
sin anunciarse un hom bre que trabajaba en otro lado. Esta era
buena señal. Se le dio el nom bre de M allku, que es tam bién el
término sagrado que se aplica a los santuarios sagrados terrenales
de las montañas, los san tu ario s de los sitios de sus antepasados.
En quechua, el grupo dijo: “ El cóndor ha venido a ayudarnos a
com er” (los espíritus de la m ontaña pueden asum ir la form a del
cóndor). El hombre q u ería llevarse la carne a su casa y com erla
allí, pero el chamán no se lo perm itió. “T iene que co m er” , dijo.
“ ¡Si no lo hace, la co m p añ era del Tío se lo va a co m e r!”
Asustado, el hombre com ió. C uando term inaron, envolvieron los
huesos en lana roja y regresaron a la mina. En la entrada de la
m ina rociaron infusiones rituales. Estaban contentos, y decían
que ofrecían esa com ida de todo corazón; que la mina pro sp era­
ría. E ntraron en el sitio donde pensaban colocar el corazón y los
huesos. Al corazón lo pusieron en el centro de las golosinas
azu caradas y las flores, y arriba colocaron los huesos form ando
un esqueleto com pleto, al que después cubrieron con la piel. En
las cuatro esquinas pusieron vino blanco, vino tinto, alcohol,
cerveza, p a w paw , y unas pequeñas vasijas de barro. H icieron
un brindis, “por el recuerdo del sacrificio que le hicim os al T ío ”.
E ntonces, se alejaron rápidam ente, sin atreverse a m irar atrás.
D espués de quedarse dos horas en el nivel del elevador, subieron
hasta la superficie y continuaron bebiendo hasta que cayó la
noche del siguiente día (R ojas y Nash, 1976: 366-369).
Ese rito es sorprendentem ente sim ilar al sacrificio de la llam a
que registró Bastien, en su relato de las cerem onias de la T ierra
N ueva, que realizaban los cam pesinos kaata antes de plantar
papas. A los espíritus dueños del cam po, del ciclo de la agricul­
tura, de los cultivos y del grupo fam iliar del territorio, se les
alim enta con regalos especiales: coca, grasa d e llam a, flores,
incienso y sangre. A la llama se le abraza y se le besa; lo m ism o
que decía Bernabé C obo en su relato escrito alrededor de 1653,
que los m ineros besaban el metal y los instrum entos de fundi­
ción. Se le corta profundam ente la garganta, e inm ediatam ente
se le extrae el corazón. M ientras que el corazón aún palpita, se
recoge la sangre y se rocía el suelo en todas direcciones. Los
participantes llaman al espíritu dueño de la llama, del ayllu
(grupo social) y del ciclo de la agricultura: “ Recibe esta sangre
de la llama sacrificada. D anos una cosecha abundante, perm ite
que nuestros rebaños crezcan, y danos buena suerte en todo.
M adre tierra, bebe esta san g re”. El corazón de la llama se corta
en pequeños trozos, y a cada espíritu dueño se ¡e entrega uno.
M ás tarde, a los participantes más im portantes se les ofrece grasa
de llama. Resum iendo, Bastien escribe: “ La sangre del anim al
más preciado del ayllu fluyó a todas las partes del cuerpo del
ayllu y vitalizó sus estratos geográficos para producir m ás vida"
(1 9 7 8 :5 1 -8 3 ).
En las com unidades m ineras hay dos ocasiones en que se le
realiza un rito al Tío: el 1 de agosto (mes del diablo), que es
cuando tuvo lugar el rito que describim os antes y el prim er vier­
nes de Carnaval. Hasta 1952, cuando los poderosos barones del
estaño todavía tenían el control, los m ineros le ofrecieron alre­
dedor de cien libras del m ineral más rico, como parte de un rito
en el que le sacrificaban al Tío una llama blanca. A cam bio, los
barones del.estaño le regalaban coca, licor y ropas. Es muy pro­
bable que esto provenga de los ritos que tenían lugar antes de la
C onquista, entre los m ineros y su jefe, el curaca, o el m ism o rey
Inca. H oy en día, los m ineros viejos dicen que Patiño, uno de los
m ás fam osos barones del estaño, creía firm em ente en el T ío y le
hacía im portantes ofrendas (Nash, 1972:227). La breve descrip­
ción de ese rito que fue profesado por un m inero veterano, tiene
ternas que son paralelos a los de los ritos registrados por el cro­
nista español del siglo XVII, Bernabé C obo (1 8 9 0 -1 8 9 5 ,3 : 345).
D urante el C arnaval, cuando tenía lugar el rito público para
el T ío y los barones del estaño, tam bién se realizaban dos pro ce­
siones donde se dram atizaba la historia de ¡a C onquista y de la
explotación m inera. Estos dram as presentan de m anera especta­
cular el significado de la minería y de las relaciones de clase.
En uno de ellos, M ahuari, que era el espíritu de la m ontaña
hoy es identificado con el Tío, o diablo de las m inas de estaño,
aparece seduciendo a los cam pesinos virtuosos para que aban­
donen los cam pos y entren en la m ontaña, a buscar los ricos
m inerales que guarda en sus entrañas. La gente se transform a en
borrachínes disolutos que se dejan engañar.por.la riqueza de la
m ontaña. E ntonces aparecen m onstruos que se los quieren co­
mer, pero que son detenidos por un relám pago que envía una
princesa inca, a la que más tarde se identificó con la V irgen del
Tiro. H oy en día se pueden ver estos m onstruos bajo la form a de
iconos de riscos, dunas arenosas, piedras y lagos. Según Nash,
se los debe prop iciar durante el Carnaval (y en agosto), cuando
cientos de danzantes se lanzan a la calle, vestidos de diablos
(1972 :22 4).
La segunda procesión es La conquista de los españoles, que
tiene lugar el dom ingo y lunes de Carnaval, en O ruro, Tam bién
es parte de la celebración de la Virgen del Tiro, identificada
como una princesa inca. Nathan Wachtel lo considera com o una
clara m anifestación del m esianism o andino (1977). Los actores
de esta procesión tienen un guión escrito, que Ena Dargen
registró en su totalidad en quechua y e s p a ñ o le n 1942 (H ernando
Bahm ori, 1955). D espliega vividam ente el drama de la conquista
europea: su crueldad, engaños y avidez por los metales preciosos.
Se sub ray a especialm ente el asom bro y Ja total falta de com pren­
sión del rey inca ante las exigencias de oro y plata. El capellán
de los españoles trata de explicar los m isterios del cristianism o
y de p ersu ad ir al rey inca que se som eta ai rey de E spaña; el inca
responde d icien d o que él es el dueño legítim o de sus dom inios,
y que no abandonará ni a éstos ni a su religión; le pide al
sacerdote alguna señal de su religión, y le m uestra entonces una
B iblia, que arroja al suelo. Enfurecidos, los españoles asesinan
a los indios y tom an prisionero al rey inca, lo decapitan, y los
pueblos a n d in o s son conquistados. U n m iem bro de la nobleza
inca m ald ice todo el oro y la plata para que desaparezcan y para
que los esp añ o les se vean obligados a vivir de su trabajo. Una
princesa inca reza: “Padre eterno, deja que venga el jo v e n inca
poderoso. ¡R esucítalo!” Como hace notar C lem ente H ernando
B alm ori en este punto de la narrativa, el prim o de Pizarro, líder
conq uistad o r, escribió en 1571 que cuando m ataron al rey inca
A tahualpa, sus herm anos y esposas afirm aron que él volvería a
este m undo (Ibid.: 46). Al final de la procesión, Pizarro vuelve
a España y le ofrece al rey de España la cabeza y la corona del
inca. “ ¡Oh! g eneral Pizarro”, exclam a el rey, “¿qué dice usted?
¡M is ó rd en es fueron de no tom ar la vida de un gran rey, uno
quizás m ás grande que yo m ism o!” D espués de un largo discurso
só b re la cru eld ad y la desobediencia de Pizarro, el rey lo condena
a m orir de la m ism a forma que el inca, con lo que todos sus
descend ien tes tam bién serán destruidos.
El pedido de vida es predom inante en los ritos de los m ineros
al T ío, espíritu diabólico dueño de las minas de estaño. El deseo
del m ineral y la mitigación de los peligros físicos son com por
nentes im portantes de este ruego, pero únicam ente dentro de un
propósito m ás am plio. Con todo, los m ineros están co n stan te­
mente al borde d e ser destruidos. El T ío parece im placablem ente
resuelto a hacerlos desaparecer. Sin em bargo, com o sugieren los
ritos para él y com o evidencian las procesiones, él coexiste con
una historia sim bolizada de conquista y m inería, cuya m aldad
está cargada con la prom esa de revocación. Los m ineros ab an ­
donaron la vida cam pesina para entraren la econom ía antinatural
del trabajo asalariado; ahora, arrancan de las entrañas de la
m ontaña sus m etales preciosos. Sin em bargo, su destrucción
inm inente está retardada por la acción de la princesa inca, a lá
que agasajan públicam ente. El rey inca y el universo indio fueron
destruidos por los españoles en obsequio de los m etales precio­
sos y del cristianism o. La nobleza inca le echó u n a m aldición a
los m etales preciosos, haciendo que d esaparecieran. Los hom ­
bres y m ujeres que los buscan con su su d o r y con rituales en sus
escondrijos, enterrados bajo estratos y m ás estratos de atrinche­
rados sim bolism os, colores, m itos, m ovim iento, sonido, drogas
y sacrificios, deben saber por qué es difícil y qué significa
persistir. Pero en todo caso, se ven oblig ad o s a ello. El T ío es un
custod io del significado de la sum isión india y de Ja pérdida de
control sobre la vida que reclam an constantem ente. Así, p o r esa
m ism a m aldición, los españoles y por ende todos los no indios,
están condenados a perder su poder de expíotar e¡ trabajo indí­
gena, y deberán vivir d e su pro p io su d o r y afán. AJ m undo
prevaleciente no se le acepta com o bueno o natural. El Inca
volverá, y la herencia de Pizarro será d estruida.
Esto es fantasía, p o r supuesto, p ero es de las que penetran el
universo andino. T am bién en las co m u n id ad es cam pesinas existe
el m ito m esiánico del retorno del Inca, pero en ningún lado, en
la so cied ad cam pesina, ios espíritus d ueños de la naturaleza to­
m an la m ism a realidad esculpida o la m alevolencia activa que el
espíritu dueño que vigila la vid a agotadora de los trabajadores
asalariados de las m inas. L/n elem en to que no se encuentra en ia
vida cam pesina se ha sum ado a la im agen horrenda del español
y al brillo de los m etales preciosos: la proletarización de los in­
dios, asociada con una extraña fetichización de las m ercancías.
E stas extrañas fantasías no se escapan tanto de la vida, en
cuanto que se oponen a la forma ex p lo tad o ra y fragm entaria que
ha tom ado; el evasivo “factor su b jetiv o ” de la conciencia política
se inflam a y se vuelve a inflam ar aq u í en m itos de creación y en
rituales de trabajo que se oponen a la form a que tom ó la p roduc­
ción m oderna frente a una form a an terio r orgánica. Sigue vivien­
do una visión m ítica del p asad o que com pite con el presente,
n egando las afirm aciones de norm alidad de esta últim a y sus
reclam os de perpetuidad.
El m aterialism o histórico, escribe B enjam ín, desea retener
esa im agen del pasado que inesperadam ente se le aparece al
hom bre señalado por la historia en un m om ento de peligro. Este
peligro am enaza el contenido de la tradición, y a la gente que la
sostiene, con transform arse en h erram ientas de la clase g ober­
nante. La lucha política com ienza con la determ inación de
resistirse a esta intrusión ideológica. En cada era, sigue diciendo,
d eb e ren o v arse el intento de arrancar a la tradición de un confor­
m ism o q u e está a punto de ahogarla, es esta m em orización
p o líticam en te inspirada, esta historiografía activa, la que los
m in ero s expresan en sus ritos al T ío y a la vida de la mina. En la
o scu rid ad de las m ontañas apanaladas presentan su historia
com o Ja ven; un líder del sindicato m inero afirma:

Esta tradición dentro de la montaña debe continuarse porque no hay


com unicación más íntima, más sincera o más hermosa que la que
ocurre en el momento del c/i 'alia, c] momento en que los trabajado­
res m astican coca juntos y se la ofrecen al Tío. Allí dan rienda suelta
a sus problem as sociales, dan rienda suelta a sus problemas laborales,
dan rienda suelta a todos los problemas que tienen, y allí ha nacido
una nueva generación tan revolucionaria, que los trabajadores co­
m ienzan a pensar en realizar cambios estructurales. Ésta es su
universidad (Nash, 1972: 231-232).

R ealizar cam bios estructurales, cam b iar la sociedad, es hacer


historia. P ara hacer historia es necesario retener la im aginería
auto rizad a del pasado, que condena las distorsiones de la hum a­
nidad que las pretensiones objetivas del presente tom an como
norm ales. Para esto se requiere, como dice Benjam ín, apoderarse
de un recuerdo cuando éste destella en un m om ento de peligro.
P orque, com o nos recuerda Herbert M arcuse, ‘“ T oda concreti­
zación es un proceso de o lv id o ’. El arte com bate a la concretiza­
ción, hacien d o que el m undo petrificado hable, cante y hasta
b a ile ” (1977:73). Al final de su autobiografía, dice el m inero
Juan Rojas:

Por ahora sé lo que hago y recuerdo lo que he hccho y sé también lo


que voy a hacer. Pero para hablar con la verdad, un minero es
desm em oriado. Se han perdido los recuerdos de los mineros. De
manera que cuando un minero habla no lo hace con fidelidad. La
memoria del minero no está fija. Muchas veces habla y no recuerda.
Si recuerda por un instan le, casi siempre se olvida después. ¿Porqué?
Porque el cerebro del minero eslá perturbado por el crujido de la
maquinaria, debilitado por las explosiones de la dinamita y el gas de
estaño. Esto es lo que quiero explicar sobre mi situación (Rojas y
Nash, 1976: 478).
9. LA ADORACIÓN DE LA NATURALEZA

Los rituales m ineros y las esculturas del diablo son form as de


arte. Si aceptam os la sugerencia de M arcuse de que el arte
com bate la am nesia de la concretización haciendo que el m undo
petrificado hable y cante contra una realidad represiva, co m en ­
zam os entonces a entender cóm o y por qué el arte de los m ineros
está inform ado por su historia, que va retrocediendo a través de
la vida cam pesina hasta los tiem pos previos a la C onquista.
Com o arte, estos ritos y estatuas dram atizan y m oldean e4 signi­
ficado del presente con las esperanzas de liberarse de él. Por
m edio de los rituales, los espíritus de la naturaleza se alinean con
el hom bre, y viceversa, en su ayuda. La proletarización d e los
cam pesinos transform ados en m ineros, y la m odernización de
los indios, no han llevado a un desengaño del m undo sino a un
creciente sentido de su destructividad y m alignidad, según la
figura del diablo; los ritos m ineros corporizan e intentan trascen ­
der esta transform ación; actúan la historia y son rituales de los
oprim idos, y lo hacen bajo el hechizo de una magia que apunta
a la com plicidad de la naturaleza con el hom bíe liberado.
Para los indios de ¡os Andes, la naturaleza está anim ada, y las
personas y la naturaleza forman una unidad inrrincadam ente
organizada. Están ligadas entre sí por m edio de orígenes co m u ­
nes, y se corresponden una a otra. Esta unidad depende de un
equilibrio en las fuerzas de la naturaleza y de un equilibrio
com plem entario en las actividades sociales. Estas reciprocida­
des se ven con toda claridad en los rituales que tienen que ver
con el nacim iento, la muerte, los esponsales, la desgracia, la
agricultura y las curaciones. Estos rituales ejem plifican sim u ltá­
neam ente los principios metafísicos, instruyen a la gente en estos
principios y los crean nuevam ente. En caso de ser severas y
sostenidas, las distorsiones tanto de la esfera natural como de la
esfera social, m odificarán enorm em ente la frecuencia, el tiem po,
el contenido y el significado de los rituales, sin m odificar n ece­
sariam ente la base metafísica subyacente. Este parece ser el caso
de los extraños ritos de los m ineros al diablo. La naturaleza y las
relaciones so ciales han estado y continúan estando d istorsiona­
das. A m bas están alienadas por el equilibrio que deberían lograr
en condiciones ideales, com o a las que se aproxim an las co m u ­
nidades cam pesinas contem poráneas de los Andes. Los ritos de
producción y de desgracias de los m ineros ejem plifican esta
alienación y la exigencia de trascenderla. Pueden verse com o
ritos de curación, tanto en su sentido literal com o en el sentido
m etafórico de curar las heridas y contradicciones que le fueron
infligidas a la cultura andina.
La cultura de la C onquista y la cultura indígena se fusionaron,
form ando una estructura antagónica de oposiciones. E sta fusión
es un proceso activo y d inám ico de yuxtaposición, reflexión y
creación, cuyas am bigüedades y dualism os m anifiestan d ivisio­
nes profundam ente arraigadas en el alm a de la sociedad colonial
y neocolonial. A sí, el diablo de las minas no es idéntico al diablo
del cristianism o de fines del m edioevo, y puede ser p o r igual un
aliado o un enem igo. Por el m ism o juego, según el cual la
superficie d e la tierra atrae una obediencia de tipo cristiana, las
profundidades d e la m ina im pelen a la adoración del anticristo.
Los interiores de las m inas, oscuros y traicioneros, son bien
conocidos de los trabajadores, quienes sienten que sólo ellos
saben realm ente cóm o trabajar las minas en forma productiva, y
que los ad m inistradores son superfluos y explotadores.
La unificación de la persona con la naturaleza, que era la
m arca de p u reza de la cultura andina previa a la conquista
española, al igual que lo es hoy, tiene dos com ponentes asociados
a los que no se debe dejar de lado: un tipo específico de econom ía
política y un tipo específico de epistem ología. El anterior es un
sistema de producción e intercambio en el cual la gente se com pro­
mete entre sí m ediante los principios com unales de propiedad e
intercam bio: las precondiciones m ateriales de subsistencia son
extensiones tan to de la persona como del cuerpo com unal. Este
parentesco de recursos, personas y sociedad, encuentra su expre­
sión y ratificación en una serie de ideas que animan a la natura­
leza con una p erso n a social y una em patia de tipo hum ano. Como
observan H ans C. B uechler y J.M. Buechler, los cam pesinos
aym ará de las orillas del lago T iticaca entienden la relación de
las esferas de lo natural y lo sobrenatural com o una m utualidad.
Un hecho de la vida hum ana se refleja en la naturaleza. C onti­
núan diciendo que en el co ncepto de los aym ará, esta reflexión
de la vida hum ana en la naturaleza no es una relación d e causa
y efecto, sino de analogías (1971). Este m odo d e com p ren d er las
conexiones no se debe con fu n d ir con la epistem o lo g ía que
subyace en los p arad ig m as atom ísticos y m ecánicos de la e x p li­
cación causal. En cam bio, com o dice Joseph N eedham , es una
ep istem o lo g ía que trata de “siste m a tiz a r el u n iv e rso d e co sas
y ev en to s en un p a tró n de e stru ctu ra, p o r el cual to d a s ¡as
in flu en cias m u tu a s de su parte estab an c o n d ic io n a d a s” (1956:
285).
Este patrón de estructura es el patrón del organism o universal,
tanto de las relaciones sociales com o de las naturales. “ Los
paralelism os de las esferas hum ana y natural representan m ás
que sim plem ente la identidad o asociación de elem entos d esi­
guales”, escriben los B uechler.

Lo que está relacionado no son lanío las características sino las


relaciones similares. Por ejem plo, el aborto eslá relacionado con el
nacim iento norm al, como el granizo está relacionado con las condi­
ciones clim áticas propicias. El aborto no provoca granizo, ni el
nacimiento normal propicia la fertilidad de los cam pos, pero para
poder lograr un equilibrio de las fuerzas de la naturaleza, se debe
mantener una norm alidad com plcmeniaria de la reproducción hum a­
na (1971:93).

Para los indios andinos que residen en las laderas del M onte
K aata, la m ontaña es un cu erp o hum ano. Sus cam p o s se usan, y
sus diferentes productos se intercam bian según las d iferentes
partes funcionales de ese cuerpo. La concepción de naturaleza y
sociedad fusionada en ese solo organism o, es sum am ente exp lí­
cita aquí. A la tierra se le entiende en térm inos del cuerpo
hum ano, y al cuerp o hum ano se le entiende en térm inos de la
configuración de la tierra, culturalm ente percibida. La tierra
forma una g estalt, la gestalt del cuerpo hum ano. El pueblo
alim enta el cuerpo de la m ontaña con ofrendas y sacrificios, y la
m ontaña corresponde con alim entos para todo el pueblo. El
carácter sagrado de la m ontaña es dependiente de su totalidad:
de la naturaleza, del grupo social, de la persona, y de las tres
cosas juntas. Los rituales perm iten el desp ertar constante de la
gestalt del cuerpo, y esta gesta lt garantiza el cum plim iento de
los ciclos del intercam bio económ ico recíproco que une a la
gente entre sí y con la tierra.
C orrespondiendo a esta cosm ología, la epistem ología y onto-
logía de los habitantes de Kaata no conciben al cuerpo y la m ente,
a [a m ateria y al pensam iento, com o una dualidad. Los kaatanos
no son kantianos. “ El cuerpo incluye el yo interior”, dice B astien,
“ y las experiencias no se perciben dualísticam ente como aq u e­
llas de Ja psiquis y aquellas del c u e rp o ” (1978: 43). Esto está
agradablem ente ¡lustrado por el significado de yachay (saber),
asociado con los ritualistas y con el hecho de tom ar coca. Este
no es el conocim iento de un m undo exterior a través del pensa­
m iento interior, com o pretende hacérnoslo entender la epistem o­
logía cartesiana y todo su legado. En cam bio, es “la om nisapien-
cia para entender los secretos del cuerpo de la m ontaña, en
térm inos del cuerpo corporal [,..] La tierra y los humanos ya no
existen com o dicotom ías, sino m ás bien com o reflejos sin fin de
espejos de formas d istintas” (Ibid: 56). Saber es estar asociado
con todo lo de alrededor de uno, y es entrar en la tierra y ser parte
de ella.
De aquí se supone que los ritos de sacrificios y de intercam ­
bios de ofrendas con los espíritus de la montaña no causan, de
ninguna m anera directa o m ecánica, la fertilidad y Ja prosperidad
de los cam pos. Estos ritos despiertan el p oder dorm idu de la
m ontaña, “no para controlarlo sino para experim entarlo y estar
en situación de intercam bio con é l” (Ibid: 81). En este sentido,
el intercam bio con los espíritus de la naturaleza no es un instru­
m ento de utilidad, sin o una tautología y un fin en sí m ism o,
renovando los im portantes significados que los rituales hacen
visibles.
Sería igualmente un error elaborar un diccionario de las
propiedades taxonóm icas de los espíritus, sin establecer con
anterioridad el sistema total de parentesco m etafórico que une a
la naturaleza, la sociedad y los espíritus. Com o destacan los
B uechler, la identidad no es inherente a las cosas mismas sino a
las relaciones sim ilares o a las analogías que constituyen las
cosas. El hecho de adoptar el punto de vista atom ístico de la
identidad com o residente en las cosas mism as, sólo puede causar
el incurrir en el riesgo de retratar tales culturas como misceláneas
confusas de una m ezcolanza de afirm aciones de diferentes in­
form antes. Frente a este resultado inevitable de la metodología
del atom ism o, el etnógrafo llega inevitablem ente a la conclusión,
con un aire de realism o funesto, de que un sistem a tradicional,
alguna vez intacto, se encuentra ahora en un desorden heterogé­
neo, com o resultado de la aculturación, la m odernización, etcé­
tera (cf., T shopik, 1968). Esta conclusión, que depende de los
mism os edictos del individualism o m etodológico que han lleva­
do la conquista y la opresión a los A ndes, exagera hasta el grado
donde todos pensaban lo m ism o antes de la aculturación, y, por
el m ism o m ecanism o, e x a g e ra igualm ente las b rech as abiertas
por la m o d ern izació n que vendría a' frag m en tar la cultura
andina.
Es im portante notar que las analogías entre el cuerpo hum ano,
el cuerpo social y la naturaleza, forman un sistem a cultural que
es com o un idioma, con su propia autonom ía e integridad. Una
sola persona puede, y a decir verdad debe, hablar ese idioma;
pero su conocim iento de ese sistem a por fuerza es incom pleto y
está individualizado. Esto es com o la relación que Ferdinand de
Saussure planteaba entre “ idiom a” y “palabra” (langue y p a ro ­
la), o lo que N oam C hom sky acuñó entre “com petencia” y
“actuación”. Com o un sistem a de idioma, la cultura se hereda de
generación en generación, y es ineludible. Y com o idiom a, la
cultura cam bia sistem áticam ente, y la gente, com o seres sociales,
crean activam ente con el legado que les ha sido transm itido. De
esta forma dialéctica, el sistem a de analogías que se obtiene entre
el cuerpo hum ano, el cuerpo social y la naturaleza, nunca es
com pletam ente fijo o isom órfico. En todas ¡as esferas ocurren
cam bios. La cultura andina prueba su dinam ismo e im aginación
en la restauración constante de las asociaciones que constituyen
esta red de analogía, particularm ente cuando se le ha distorisio-
nado con la intrusión de fuerzas políticas y económ icas tales,
com o aquellas que provocan que las com unidades cedan a los
blancos tierras y recursos. Com o resultado de tales discrepancias
entre la m etáfora de la m ontana y la metáfora del cuerpo, dice
Bastien, “la lucha en los A ndes es un intento de elim inar las
discrepancias entre los térm inos análogos. Esto brinda una ex ­
plicación cultural para la violencia en los Andes” (1978: 194).
“Esta violencia constante es un sím bolo de la tensión dentro de
la metáfora, cuando el pueblo y la tierra no son análogos” (Ibid:
197). John Earls analizó de m anera sim ilar el resurgim iento del
mesianismo andino, y lo consideró com o una respuesta dialécti­
ca a la antítesis planteada entre la form a indígena y el contenido
im puesto desde el exterior. La respuesta m esiánica es un medio
de solucion ar ese contenido im puesto y de restaurar las form as
indígenas equilibradam ente (1969). En esta conexión, las versio­
nes de Earls y B astien confirm an el trabajo pionero de José M aría
A rguedas, quien dedicó su vida a ex p licare) m undo quechua, del
cual form ó parte. C om o novelista, etnógrafo y folclorista, des­
plegó las im plicaciones políticas del cripto-paganism o que ha
persistido en los A ndes com o una respuesta a la colonización por
parte de O ccidente. Precisam ente por su form a de organización
destructora del alm a, los intentos capitalistas y dei Estado capi­
talista de sub y u g ar al indio, abren nuevos canales para Ja expre­
sión de la cultura indígena y la resistencia de sus participantes.
Se m ostró especialm ente desdeñoso hacia el argum ento según el
cual las ideologías indigenistas o pro indias de indigenismo.
pudieran transform arse en herram ientas para el beneficio de las
clases gobernantes. T anto aquellos que abogan por el im peria­
lismo cultural capitalista, com o aquellos que le temen, afirmó,
com eten un error, porque están olvidando “ que el hombre real­
mente posee un alm a, y que ésta raram ente es negociable” (1975:
13S).

EL CRIPTO-PAGANISMO

A pesar de los cuatro siglos de hum illaciones y sojuzgam iento


vicioso, en los A ndes aún florecen instituciones previas a la
C onquista. H. C astro Pozo (1924: 156), José C arlos M ariátegui
(1971), y Luis E. Valcarcel (1967) apoyan lo anterior, cuando
escriben que m ientras la realización pública de los ritos que se
llevaban a cabo antes de la C onquista ha quedado suprim ida, los
indios, que form an el grueso de la población de Ecuador, Perú y
Bolivia, aún los realizan con gran fuerza, subrepticiam ente o
bajo la m áscara del catolicism o. H erm án T rim born afirma que
hoy en día sobrevive buena parte de la religión anterior a la
C onquista (196S: 146). R.T. Zuidem a sostiene que la forma
básica de organización sociocultural actual es la misma que
existía antes de la colonización europea (1968). Bastien destaca
que a raíz de que el grueso de las investigaciones académ icas ha
tenido que ver con aquello que ha cam biado, le sorprendió
m ucho descubrir en 1972 que el pueblo de Kaata m antenía la
mism a idea de la m ontaña, com o una m etáfora del cuerpo
hum ano de su organización social, que la descrita en las leyendas
H uarochirí anteriores a la C onquista. C ontinúa explicando que
al m antenerse actualm ente com o un principio organizativo vital,
este antiguo concepto ap o rtó el espíritu com bativo que existía
detrás de la lucha, sum am ente exitosa, contra la apropiación de
la tierra (1978: XVII). En térm inos generales, las instituciones
anteriores a la C onquista sobrevivieron p o rq u e las com unidades
indígenas se las arreglaron para am urallarse contra la intrusión
de las influencias culturales. Pero tam bién sobrevivieron porque
la fuerza de la intrusión cultura] estim uló una cultura de resis­
tencia.
En este sentido, W eston LaBarre escribe acerca de la h o stili­
dad que sienten los aym ará, de la región del lago T iticaca, hacia
el cristianism o:

Los siglos de cristianismo nominal no han sino agregado otra m ito­


logía extraña al cucrpo de la creencia aym ará. Como pueblo brutal­
mente oprimido y amargam ente explotado, m uchos de ellos se han
volcado fanáticamente a los sím bolos sadom asoquistas de la sangre
que chorrea, y de la figura coronada de espinas en la cruz de la
iconografía ibérica más exlravaganle de los tiempos coloniales, y de
la madre todomiscricordiosa de rostro trágico a la que algunos de
ellos identifican con su propia y antigua diosa de la tierra. A unque
todos son cristianos, m uchos de los aym ará, sin embargo, odian a la
religión con la misma vehem encia que odian a sus representantes
(194S: 171).

Juan V íctor N úñez del Prado B. se refirió hace poco tiem po


a la cultura de resistencia que fue form ada por este cripto-paga-
nismo:

Encontramos que el m undo sobrenatural tiene características muy


similares a las que tenía durante ci imperio inca, aunque la adoración
de ciertas deidades ha m uerto y ha aparecido la veneración de otras.
Sin embargo, lo sorprendente no es que el m undo sobrenatural haya
cambiado, sino más bien que no haya desaparecido por completo,
considerando que la cultura que estudiam os ha coexistido 400 años
con otra que ha intentado perm anentem ente elim inar las creencias
nativas para reemplazarlas por las suyas. Podem os atribuirle este
fenóm eno de persistencia al hecho de que la presión, la discrim ina­
ción y la segregación aplicada a los indios, primero por los invasores
y después por el grupo mestizo dominante, generaron una barrera
protectora detrás de la cual la tradición y los rituales nativos se
pudieron mantener, gracias a su práctica clandestina (1974: 250).

A d o lp h F. B andelier ve la intensidad del paganism o com o


algo d irectam ente relacionado con los intentos de suprim irlo, y
su su rg im ien to público com o algo igualmente relacionado con
la rebelión: “El indio de Bolivia es católico; al m enos n om inal­
m ente [...] Pero en el caso de un levantam iento general, dudo
m ucho (y esto me lo confirm a la opinión de párrocos de confian­
za), que los indios no vuelvan abiertam ente al paganism o que
todavía profesan de corazón y que actualm ente practican en se­
creto " (1910: 91).

LA COSMOLOGÍA: EL ESTRUCTURALISMO ANIMADO

A unque la m etafísica andina acentúa la unidad que todo lo abarca


existente entre la.s personas, los espíritus y la tierra, esta unidad
no es, en definitiva, la totalidad exageradam ente sentim ental que
sugieren las frases del tipo “ la uuidad del universo” o “ la unidad
de todo” . Por el contrario, esta unidad está com puesta por un
sistem a de dualidades altam ente diferenciado, cuyas partes están
unidas por la malla dialéctica de oposiciones binarias. Com o
resultado de sus investigaciones exhaustivas, Javier Albo escribe
que un tem a recurrente en la organización social y en la organi­
zación sim bólica de los aym ará, “es la unión de los contrarios
con una coherencia interna que encantaría a los partidarios de la
filosofía d ialéctica” (1974-76: 92).
En los A ndes, “casi todo se entiende en yuxtaposición con su
opuesto”, observa Bastien, cuya m onografía contiene m uchos
ejem plos de la im portancia de los pares opuestos (1975: 58): las
co m u n id ad es tienen “m itades" superiores e inferiores; los san­
tuarios del M onte Kaata están divididos entre los que están
asociados con la m uerte y los que están asociados con la vida;
los linajes se com pletan realizando divisiones de parentesco
entre grupos de m ujeres y grupos de varones; los santuarios
surgen en pares: m acho/hem bra, joven/viejo, m ontaña/lago,
ayudante/dueño, y así sucesivam ente. El dualism o inherente a
este esquem a no tiene parecidos con el dualism o cartesiano.
B asado en un m onism o de dialécticas subyacentes, es ontológica
y epistem ológicam ente opuesto. Al cosm os lo ven com o una
serie de relaciones macro-m icrocósm icas. Por ejem plo, Bastien
sostiene que el ayllu o la célula territorial de parentesco de Kaata
“está form ado por un proceso continuo de térm inos afines, que
constituyen partes separadas dentro de un todo; es la m ontaña,
las com u n idades a tres niveles, y sus cuerpos, en tanto y cuanto
se reflejan unos a otros y se unen para form ar la m etáfora
m on tañ a/cu erpo ” (1978: 192). En este caso, el cuerpo hum ano
es el cosm os en pequeño, y viceversa. Ni idealista ni m aterialis­
tam ente, com o nosotros entendem os estos térm inos vaga y co ­
m únm ente, la form ulación india de relación entre persona y
naturaleza es una en que el patrón y el equilibrio no solam ente
existen sino que se han de preservar continuam ente. Las p ro p ie­
dades naturales y la existencia de toda cosa, son los resultados
de su lugar dentro del patrón. Más que una filosofía de atom ism o
m ecanicista, que se concentra en los antecedentes de las causas
y los efectos subsecuentes, para unir las cadenas de fuerza física
entre las cosas discretas, la posición en la estructura y el lugar
en la relación con el todo, sirven como foco de entendim iento.
Por ejem plo, anotan los Buechler, las esferas de lo natural y lo
sobrenatural se ven en una relación de m utualidad y no de
causalidad, y así se logra el equilibrio de las fuerzas de la
naturaleza (1971: 90-93).
Es a este concepto de movimiento circular al que responde el
cosm os andino, sin un impulso m ecánico ni un liderazgo de
hom bre o cosa. Por ejem plo, en el rito de la fertilidad de la Nueva
T ierra, en K aata, se circula grasa y sangre de llam a desde el
centro del cuerpo de la montaña hasta sus extrem idades. La vida
de la com unidad y la energía presente en todas las partes ha de
circular y com partirse. La autoridad política se apoya en el
sistem a de las partes y el todo, y no en un líder, hom bre, dios o
cosa. N eedham describe esto en el taoísmo chino, donde los
órdenes naturales o políticos son isomórficos. La regularidad de
los procesos naturales no le corresponde al gobierno por la ley,
sino a las adaptaciones mutuas de la vida com unitaria. La idea
es que en todo el ámbito de la sociedad humana, lo m ism o que
en la n aturaleza, según escribe, “hay un constante dar y tom ar,
una especie d e cortesía m utua” (1956: 283).
Tal esq u em a sólo podría encajar con dificultad en un orden;
jerárquico com o el del Estado inca. El gobierno inca era una;
form ulación social de pago de tributos que le eran im puestos &
las com unidades. Se caracterizaba por la contradicción entre la-
existencia continuada de la com unidad autónom a, y la negación*
de la com unidad por parte del Estado (cf., B audin, 1961: XIX"-
Murra, 1956: 163; Katz, 1972: 292). El concepto de un dios,
suprem o era, se g ú n todas las apariencias, un artificio impuesto;
por la nobleza inca. LaBarre cita, para los aym ará, al cronista de
sangre india de principios del siglo x v n , G arcilaso de la V ega:;
“El rey inca le puso Fin a todas estas cosas, pero fundam ental­
mente a la adoración de muchos dioses, persuadiendo al pueblo
de que sólo el sol, por su belleza y excelencia, y porque su sten ­
taba todas las cosas, m erecía adoración” (1948: 169). La C on­
quista españ ola destruyó la jerarquía del Estado inca, pero dejó:
la estructura de la religión andina relativam ente intacta “cuyos,
fundam entos, por supuesto, descansaban en la com unidad que-j
chua” (K ubler, 1963: 345).
Aun cuando el Estado inca creó una jerarquía, prevaleció, el;
concepto de m acro-m icrocosm os. Según G arcilaso de la V ega,
el rey inca dividió el im perio en cuatro partes; el nombre que le.
dio al im perio, Taw antinsuyu, quiere decir cuatro partes distintas
unidas en una sola. El centro fue el Cuzco, que quiere decir
“om bligo del m u n d o ”. Este nombre, decía G arcilaso de la Vega,,
estuvo bien elegido porque Perú es largo y angosto com o un
cuerpo hum ano, y el Cuzco está situado en el centro de su vientre..
Los residentes del Cuzco superior eran los herm anos m ayores de
los residentes en el Cuzco inferior. En verdad, seguía diciendo,-
“era igual que en el caso de un cuerpo hum ano, donde siempre:
existe una diferencia entre las manos izquierda y derecha. Todas,
ias ciudades y aldeas de nuestro imperio se dividieron su b s e y
cuentem ente de esta m anera” (Bastien, 1978: 45). De igual-
forma, Z uidem a analizó la intrincada estructura del m icro-m a-
crocosm os que es com ún a la estructura adm inistrativa y cosm o­
lógica del im perio y a su organización com unitaria (1964,1968):,
La unión sexual -e l m acho y la hembra que forman un to d o -
es un tem a recurrente que pertenece al carácter de la relación,
entre parte y todo. En su estudio de la cosm ología aym ará
contem poránea, A lbo encuentra que la base de su form a es la
unión dialéctica de contrarios estab lecid a p o r el casam iento del
hom bre y la m ujer. E ste dualism o, so stien e, d eja su huella en
todo el sim bolism o ay m ará (1 9 7 4 -7 6 :9 2 -9 4 ). P odríam os agregar
que en todas partes el m atrim onio se co n sid era com o una ocasión
especialm ente favorable para la apertura de un ciclo de intercam ­
bio (L évi-Strauss, 1964: 46). En otras palabras, la unión sexual
expresada en el m atrim onio y en la estru ctu ra subyacente de los
sím bolos, tam bién expresa el principio de reciprocidad. Esto
tam bién está ilustrado com o un esquem a del orden m acrocósm i-
g o presentado por Zuidem a, sacado del cro n ista de principios del

siglo x v ii Joan de S antacruz Pachacuti Y auqui, quien lo descu­


brió en un tem plo del C uzco. En este esq uem a, el universo está
constituido por dos im ágenes de espejo sim étricas, el hom bre a
la derecha, la mujer a la izquierda; estas mitades se combinan en una
forma circular; el espíritu creador andrógino conecta la parte supe­
rior; la actividad productiva de los hum anos conecta la parte
inferior; los elem entos del universo, tales com o el sol y la luna,
la estrella m atutina y la estrella v esp ertin a, la tierra y el mar,
corresponden a líneas m asculinas o fem en in as, y constituyen
oposiciones duales, todas conectadas d en tro del esquem a de
m ovim iento circular. Z uidem a intentó ilustrar de qué m anera
esta form a básica subyace en m u ch as co m p o sicio n es y situacio­
nes diferentes, y ubicó un m odelo id én tico que observó el cro­
nista P érez B ocanegra, perteneciente a la estru ctu ra de parentes­
co andina (Zuidem a, 1968: 27).
D e m anera muy independiente de los académ icos, com o
Zuidem a o Albo, T rim b o m apoya sistem áticam en te su análisis
de la religión andina previa a la co n q u ista en el principio de los
pares opuestos de lo m asculino y fem enino. En su opinión, el
culto al sol y a la luna era cosa com ún a todos los andinos. Las
dos deidades estaban consideradas com o un par prístino creado
por un ser suprem o. Este ser corporizaba todas las dualidades en
la unidad única, representando la unión del sol y la luna, lo
m asculino y lo fem enino, de las estrellas m atutina y vespertina,
y así sucesivam ente. Estos pares form aban un todo en el cual el
creador y “el tem a central g en eralizado era la unión sexual entre
el dios sol y la diosa luna" (1968: 124). E sta unidad dialéctica es
subyacente a la fertilidad. En ciertos sitios arqueológicos, el sol
y la luna aparecen con forma hum ana em itiendo rayos que
term inan en cabezas de serpientes. Su unión se consum a en un
lugar sagrado, que usualm ente se representa en las alturas de las
laderas m ontañosas y rodeado de plantas y anim ales específicos,
sím b o lo s de fertilidad (Jbid: 124-126).
Inevitablem ente, se debe llegar a la conclusión de que el
estructuralism o de la cultura andina no es una heliografía geo­
m étrica estática, im presa com o un m apa cognoscitivo en el
espacio en blanco del m undo exterior. En cam b io es un estuctu-
ralism o v iv o y anim ado, que coordina elem entos y los corporiza
co m o relaciones en un universo orgánico. N ingún elem ento tiene
existencia, poder o significado, fuera de su sitio en los ciclos
org án ico s de la unidad, tanto entre los elem en to s com o entre los
individuos y el resto del universo. Sobre todo, es el intercam bio
recíproco y la experiencia de tal intercam bio lo que persiguen
los andinos para estar a m ano con la vida.

La ic o n o g r a f ía d e la n a t u r a l e z a

S egún B andelier, los aym ará creen que todo objeto conspicuo de
la naturaleza posee su propio núcleo espiritual que ju eg a un papel
activo en la vida de las cosas que lo ro d ean (1910: 94). Los
aym ará denom inan frecuentem ente a esos objetos achachilas,
sinónim o d e los warnanis, apus, aukis y h u a ca s que se en cu en ­
tran a lo largo de toda la cultura andina. T o d o s estos térm inos
pueden significar “abuelo” o antepasados. Los prim eros cronis­
tas m encionaban repetidam ente que los indios consideraban a
los picos de las m ontañas entre sus p rin cip ales deidades. Es
necesario destacar que no hay ningún rastro de m aldad en los
nom bres que poseían dichos picos antes de la C onquista, aunque
los españoles se referían a ellos com o diab lo s o dem onios (cf.,
A rriaga, 1968; A rguedas, 1966).
Según W illiam Stein, el elem ento b ásico de la religión co n ­
tem poránea hualcan, “es su visión del m u ndo penetrado por
poderes sobrenaturales. Estas fuerzas se irradian por todo el
universo, pero al m ism o tiem po pueden estar m ás o m enos
confinadas a objetos que están ‘carg ad o s’ de ellas. Casi siem pre
estos poderes están en equilibrio, pero cu an d o alguien rom pe una
regla, se crea el deseq u ilib rio ” (1961: 295). Por m edio de estos
objetos cargados de poder, particularm ente en sitios de la natu­
raleza, estas fuerzas sobrenaturales se relacionan de cerca con la
actividad y la organización social. T an im portante es este patrón
de interconexiones, que LaBarre dice, haciendo referencia a los
aym ará, que: “B ásicam ente, su religión fue y es una adoración
y una súplica a lugares-deidades fuertem ente localizadas, a veces
ancestrales y totém icas”. La consecuencia o asociación no m e­
nos im portante de esto es el fuerte apego de los indios a sus tierras
ancestrales, según se evidencia por la ubicación geográfica de
sus ayllus, o grupos de parentesco. “ Es com o si” , continúa el
autor, “ los aym ará en su religión hubieran proyectado al m undo
exterior la m arcada tendencia localizada presente en su propia
organización social interna” (1 9 4 8 :1 6 5 ). El patrón d e la natura­
leza es el patrón de la sociedad.
T anto antes de la C onquista como hoy en día, los m uertos y
los antepasados de linaje pueblan los iconos naturales, tales
com o los picos montañosos.. Este culto a los m uertos causó
m ucho disgusto a los m isioneros del siglo xvn, quienes no
pudieron convencer a los indios de que los entierros cristianos
en cem enterios cristianos eran una opción conveniente (cf.,
A costa, 1880: 314-315). “En muchos lugares”, escribió el padre
jesu íta Pablo José Arriaga, en 1621, “ retiraron los cuerpos de sus
m uertos de la iglesia y los llevaron a los cam pos, a sus m achays,
o lugares de entierro de sus ancestros. La razón que dan para esto
se expresa con la palabra cuyaspa, o am or que sienten por ellos”
(1968: 18). Estos m achays eran cuevas o nichos que los indios
cavaban en la roca para sus m om ias u ofrendas funerarias.
Contenían altares e im itaciones de puertas y ventanas para
com unicarse con los espíritus de sus antepasados. Los m isione­
ros destruyeron las m om ias, pero los santuarios siguen existien­
do. Los quechua contem poráneos describen las m om ias com o si
todavía existieran; dicen que son gente dim inuta que baila y toca
la flauta, que com e en el interior de la tierra cerca de los sitios
de las mom ias. Más aún, hay ciudades para esta gentecita (Bas­
tien, 1973: 118). Los quechuas de las lierras bajas, y otras
sociedades indias de la m ontaña, describen de igual m anera a ¡os
espíritus del alucinógeno Bunistereopsis coapi. Los ven cuando
tom an la droga durante los ritos dirigidos por sus cham anes y
m odelan sus costum bres según las de los espíritus de esta gente
pequeñita.
A rriaga notó con am argura que los indios adoraban las colinas
altas, las m ontañas, y las piedras de gran tamaño. D ecían que
estos iconos n aturales una vez fueron personas, y tenían nom bre
para ellos y m uchas fábulas relativas a sus m etam orfosis. Com o
no podían qu itarlo s de la vista, la Iglesia sólo podía tratar de
arrancarlos del corazón de los indios.
Un mito de origen registrado por Cristóbal de M olina, de
Cuzco (1943: 9) (que según R owe es una elaboración d e mitos
más antiguos de los colla-aym ará, a quienes los incas con qu is­
taron), relata que el creador hizo con barro los prim eros seres
hum anos. Los pintó con diferentes ropajes para los distintos
sexos, edades y grados de categoría social, le dio a cada grupo
su idiom a, alm a y ser, y los puso bajo la tierra. Finalm ente, cada
uno em ergió en su propio sitio, algunos de las cuevas, o tro s de
¡as m ontañas, otros de fuentes, lagos, árboles, y así sucesivam en­
te. A partir de ah í se m ultiplicaron, y sus descendientes adoraron
estos sitios por ser los principios de sus linajes y su vida. Las prim eras
personas que em ergieron fueron convertidas en piedras, m on ta­
ñas, cóndores, halcones y otros anim ales y pájaros. A todas estas
cosas se las llam ó huacas. Dice G arcilaso de la V ega, “ esta
nación vanam ente creía y hacía alardes de que sus antepasados
venían de un lago, al que supuestam ente regresaban las alm as de
los que m orían, para luego aparecer nuevam ente en los cuerpos
de los que n acían ” (1966: 52).
A rriaga observó que los ritos a los m uertos seguían el patrón
de principios de los linajes respectivos: “se agrupan alreded orde
la plaza en clanes y facciones, y llevan los cuerpos m om ificados
Je sus ancestros [...] ju n ta con los cuerpos retirados de la iglesia,
y tal parece que los vivos y los muertos vienen a ju zg a r” (196S:
19).
En la versión d e los m itos de H uarochirí del jesuita Francisco
de Á vila, queda claro que las huacas estaban ordenadas entre sí
de m anera sistem ática, y que este orden copiaba la organización
social hum ana. Este corpas de mitos es im portante porque los
huarochirí habían sido conquistados por el Estado inca pocas
generaciones antes de la llegada de los españoles. En el m ito del
asentam iento en el área perteneciente a la época preincaica, cada
ayllu o grupo de parentesco recibía, adem ás de la tierra, una
huaca com o nuevo antepasado o guardián mítico (Spalding,
1967: 72-73). En form a análoga a la escisión de los ayllus, hubo
una escisión de las huacas a partir de un tronco original. Al igual
que los ayllus, estas huacas estaban clasificadas con un sistem a
am plio y m ás inclusivo, que iba desde la persona individual hasta
el m ism o nivel regional, de m iniestado y E stado. E! uso de la
tierra y el agua se regulaba de acuerdo con esta clasificación, y
dicho uso no estaba precedido por ritos a la hu a ca co rresp o n ­
diente (cf., A rguedas, 1966: 113). En H uarochirí no había una
única deidad suprem a antes de la conquista incaica. H abía un par
de huacas: Pariacaca, una m ontaña nevada, y su herm ana o
cuñada C haupiñam ca, una gran roca con cinco “a la s”. Las h u a ­
cas com o éstas no estaban consideradas com o sim ples creadoras
de determ inadas personas, grupos fam iliares o a yllu s, sino com o
las creadoras y guardianas de todas las personas y del m undo en
general, incluyendo las m ontañas m ás pequeñas, los árboles, los
ríos, los anim ales y los cam pos (cf., G ilm er, 1952: 65). Los ritos
específicos para Pariacaca tenían lugar en toda la región, m ás o
m enos cada cinco años. Los habitantes de toda el área confluían
a su hogar de la m ontaña. A lgunos afirm aban que Pariacaca y
C haupiñam ca fueron, en tiem pos antiguos, las hijas de una huaca
anterior, y que C haupiñarH taera la creadora de am bos sexos. Su
fiesta, decían, era Ja fiesta de su m adre (G ilm er, 1952: 72). A nte
estas huacas se presentaban sacerdotes y sacerd o tisas especiales,
y las podían desposar. Cada ayllu tenía su correspondiente
huaca, y siem pre se reservaba una parte de las tierras de- la
com unidad paru cultivar la cerveza de m aíz n ecesaria para sus
libaciones. Setenta años después de la C onquista española, cuan­
do el sistem a de tenencia de la tierra del E stado inca estaba en
ruinas, estas tierras todavía se trabajaban en secreto para las
huacas locales. D ichas tierras siem pre eran las que prim ero se
plantaban, y nadie podía arar su parcela hasta que esto no estuviera
hecho (M urra, 1956: 15-58).
C om o sucedía antes de la conquista española, la adoración de
la naturaleza en la configuración concreta de las liuacas, testi­
m onia el origen de la vida y la civilización. T estim o n ia tam bién
la recreación constante de la vida y la sociedad, donde los ciclos
de nacim iento y m uerte y de los seres hum anos, circulan dentro
de los ciclos m ás am plios de los ritos com unales al paisaje, y más
allá de ellos, de los orígenes de la hum anidad. Lo vivo surge de
la naturaleza, la que por fuerza se transform a en una geografía
sagrada de m ontañas, lagos y laderas, y las cabezas del linaje
pasan nuevam ente por las huacas, com pletando así el círculo en
el cual las autobiografías individuales se unen a la biografía de
la com unidad en la iconografía de la naturaleza.
El isom orfism o estructural y la unidad existencial entre la
persona, el patrón social y lo sobrenatural, quizás en ninguna otra
parte sean tan obvios com o en las m ontañas. A las montañas se
les consideraba y se les considera aún com o las cuidadoras de
las regiones que rodean sus picos, y de la gente y los recursos
naturales de dichas regiones. Existe un parentesco definitivo
entre el paisaje de los sím bolos y los seres hum anos que los
ubican dentro de su sistem a de parentesco: se dice que una
person a es “propiedad” del objeto de la naturaleza que a partir
de ah í se transform a en su santuario (Bastien, 1978: 91). Hoy en
K aata se cree que una persona se origina en el pico de la m ontaña
y que después de la m uerte regresa a él, no al cielo. Los antepa­
sad o s m ediatizan en los reinos de la naturaleza y la sociedad, de
los vivos y los m uertos. A pesar de las depredaciones de los
m isioneros, sus sitios de tum bas siguen siendo hoy los santuarios
donde se realizan los ritos que rinden hom enaje a esos profundos
principios, y se dice que los especialistas en rituales obtienen su
p o d er de estos sitios. La iconografía de la m ontaña asum e en
K aata la forma de un cuerpo hum ano, lo m ism o que en la antigua
H uarochirí, por lo cual, según A lbo, la montaña con forma de
pum a unifica el ayllu en los pueblos cercanos a Tiahuanaco
(1972).

A sí, el encantam iento de la naturaleza y la alianza de los espíritus


de la hum anidad forman una resonancia orgánica de represen­
taciones orquestadas. La organización de parientes y amigos, la
organización política, el uso de la ecoesfera, las curaciones, y el
ritm o de la producción y la reproducción, se reflejan entre sí
d en tro de la única estructura viva, que es el idioma del paisaje
m ágico. Las formas orgánicas, com o el cuerpo hum ano o el d e l 1
pum a, que están escritas en el paisaje, guían y dan energía a este
patrón de intercam bio mental que es la com plicidad de la natu­
raleza con la humanidad. Por medio de su sistem a de intercambio
em palico, la magia del ritual ilum ina este patrón de intercam ­
bio y le da su aura y autoridad. De esta m anera, para los cam pe­
sinos que controlan su trabajo y su vida, y que m antienen alguna
clase de arm onía con la iconografía de la naturaleza, ser dueños
de la montaña es pertenecerle a ella.
Pero para los m ineros, que ni controlan su trabajo ni son
dueños de la m ontaña, los rituales iluminan un patrón de inter­
cam bio diferente y portan un aura distinta. A quí, la iconografía
de la naturaleza está labrada con la paleta que usan los artesanos
de los rituales cam pesinos, pero la iconografía ha su frid o una
im portante transform ación histórica, con el surgim iento del dia­
blo dueño de las m inas. El arte de los mineros hace que el m undo
petrificado hable y viva, pero la sombra de la muerte y la esterilidad
am enaza constantem ente con consum ir su destello de vida.
En contraposición con la religión y el folclor del im perialism o
español, en la figuración andina del m undo de los espíritus no
había ningún espíritu todopoderoso del mal. El mal no estaba
concretado ni fetichizado, a sí com o tam poco había ninguna cosa
que se opusiera al bien ni ninguna cosa espiritualizada com o el
diablo. En cam bio, la filosofía moral tomaba parte de.una cu ali­
dad relaciona! orgánica, que reflejaba la epistem ología de las
relaciones sociales transitivas, la m utualidad y la reciprocidad.
Sin em bargo, en la m edida en que el catolicism o español y la
adoración andina de la naturaleza se m ezclaron, el espíritu del
mal pudo surgir en la vida sim bólica andina, como la sum a de
contradicciones que consum ió la com prensión mutua de los
españoles y los indios. Esta fetichización del mal en la forma del
diablo nace de la estructura de castas y la opresión de clases que
creó la C onquista española.
Junto con su codicia por el oro y la plata, los españoles
trajeron al N uevo M undo su tem or al diablo: el Príncipe de las
Tinieblas, principio activo de todo mal, crueldad, suciedad y
locura, cuyo triunfo fue abortado en la dem encia de brujas de la
Europa del siglo x vil. Se pod ía decir que para los españoles, su
m undo estaba dividido en dos partes opuestas: las virtudes y los
vicios. Los cristianos cultivaban la virtud, los infieles fom enta­
ban el mal (los siervos de D ios y los agentes del dem onio,
trabados en una lucha a m uerte). Si bien el poder de los evange­
lios había vencido y desarm ado al diablo “en los lugares más
im portantes y poderosos de su reino [...] éste se ha retirado a las
partes más rem otas, y ha gobernado en esa otra parte del mundo,
la cual, si bien e s muy inferior en nobleza no es de menor
alcance” (A costa, 18S0: 299). Este esquem a cósm ico está lejos
de ser estático. El dualism o es urgente y se lo anima frenética­
mente. Bajo esta égida, el espíritu del mal cobró vida en los
Andes.
Los españoles hicieron un paralelo entre los dioses de la

2 ts
religión andina y su propio diablo. V ieron a los indios com o el
fruto del dem onio y a sus ritos com o la adoración a él. Incluso
las extrañas sim ilitudes entre los sacram entos cristianos del
bautism o y la confesión y los ritos indígenas, se explicaron com o
inversiones satánicas de la verdad divina, testim onio de la artera
bellaquería del diablo y d e su traición elaborada al im itar a D ios.
Los españoles crédulos tem ían a las d eid ad es indígenas, no se
burlaban de ellas. Sin d u d a qu e los indios respetaban a los
españoles y los co n sid erab an casi divinos. Pero ios esp añ o les
tam bién estaban im p resio n ad o s con el p o d e r de los d em onios de
los indígenas. En su cruel extirpación de la idolatría, lo m ism o
que al recurrir a la m agia indígena para las curaciones y la
adivinación, los españoles d otaron de un gran poder a sus sú b ­
ditos. Al conquistar a los ind io s, les adjudicaron el p o d er de su
enem igo sobrenatural, el d iab lo . Por ejem plo, el padre jesuíta
A rriaga exhortaba a que se enseñara a los indios que el diablo
era un ángel caído que se v engaba de D ios a través de los ídolos
que los indios adoraban (1968: 109). El fervor m aniqueo del
cristianism o piantó la sem illa de las revueltas m ilenarias por
parte de los indios.
E n.sus esfuerzos por errad icar la idolatría, los españoles le
adjudicaron p o der e invencibilidad a los d ioses indígenas. Otra
dificultad que im pedía la extirpación de la religión indígena era
que ésta penetraba en la vida cotidiana, los nacim ientos, las
m uertes, la agricultura, las curaciones, etcétera. A dem ás, era
im posible erradicar a casi todos sus iconos, puesto que se trataba
de m ontañas, rocas, lagos y arroyos, que com ponían la geografía
sagrada de la naturaleza. Lo que es m ás, el alm a de su religión
yacía en los trabajos de la com unidad indígena, y después de
1570 los españoles trataron de invocar nuevam ente esta forma
com unal, m ientras p o r o tro lado com enzaba la gran cam paña
contra la idolatría. Un sig lo m ás tarde dism inuyó esta in transi­
gencia hacia el culto indígena de la naturaleza. M ientras que los
indios consideraban a D ios p o r encim a de todas las cosas, su
fetichism o de la naturaleza era considerado com o una su p e rsti­
ción tolerable.
Aun cuando se p erseguía cruelm ente a los seguidores de la
antigua religión, la au to rid ad de (os ritualistas nativos no n ece­
sariam ente dism inuyó. L lam ados brujos, brujas o hechiceros por
los especialistas, por fuerza dichos ritualistas llevaban una e x is­
tencia clandestina. La religión anterior a la C onquista no m urió,
se hizo clandestina, bajo la form a de “m agia” se disim uló de muy
distintas m aneras. B asado en su experiencia personal en Perú
durante el últim o cuarto del siglo XVI, el padre José de A costa
observó: “A unque los indios se abstienen de sacrificar m uchas
bestias, en otro tipo de cosas públicas que no pueden ocultarle a
los españoles, usan aún m uchas cerem onias que tienen su origen
en estas fiestas y antiguas supersticiones” (1880: 377). S iguió
d iciendo que era el diablo quien los organizaba, para falsear esas
cosas que son de D ios y para oscurecer la diferencia entre la luz
y las tinieblas. A lgunas com unidades protegían a sus especialis­
tas en rituales pagando tributos y realizando trabajos (Spalding,
1967), y el padre A rriaga se quejaba de que los líderes de las
com unidades indígenas, predisponían a sus seguidores contra el
cristianism o (1968: 79). En algunas instancias, tales com o en
H uarochirí, en el siglo x v m , el corregidor indio responsable de
hacer cu m p lir las reglam entaciones de los españoles, servía
secretam ente com o ritualista.
El padre Á vila pudo asir concisam ente las poderosas parado­
jas. S egún él, el problem a principal radicaba en que el diablo
había dicho a los indios que podían rendir culto tanto al cristia­
nismo com o a su propia religión, y que por ningún m otivo debían
olvidarse de sus huacas, so pena de castigos o m uerte (G ilm er,
1952: 121). Así, al m ism o tiempo que los indios asim ilaban el
cristianism o, asim ilaban un espíritu maligno, el diablo, quien
ratificaba los espíritus de la naturaleza a los que veneraban
persistentem ente com o sus “dueños” y com o fuente de su iden­
tidad. Se desprendía, com o A vila hizo notar rápidam ente, que
abandonar a estos dioses podría traer consecuencias terribles. De
hecho, con frecuencia se culpaba al cristianism o por las en fer­
m edades epidém icas. De este intrincado com plejo de co n trad ic­
ciones surgieron las am bigüedades del diablo, am bigüedades
que muy fácilm ente se podían canalizar en una prom esa de
victoria de los indígenas sobre sus opresores.
E! padre A rriaga cita, para estos efectos, una carta de un
contem poráneo que registraba una gira de extirpación por las
provincias a principios del siglo x ix . R espetando la instrucción
cristiana, algunos indios confesaron que aunque habían desistido
de adorar a las huacas com o antes, persistían adorándolas en sus
corazones, cam pos y casas, con signos tanto “ internos com o
externos” . B ajo la presión del diablo, “ habían quedado conven­
cidos de que después de este tiem po vendría otro, en el que
podrían retom ar sin correr peligro, las antiguas costum bres”
(1968: 81). Esta dialéctica de la sum isión y el resurgim iento
em ergía con inquietud dentro del inestable sincretism o del cris­
tianism o y la religión indígena. Sólo tres décadas después de la
C onquista ya había surgido una nueva cultura de la resistencia
con el culto m ilenario del Toqui O nqoy (E nferm edad de la
D anza). Esto era nada menos que un culto de reconquista, que
predecía la caída de D ios y los españoles, y que se difundió
rápidam ente por todo el corazón de la tierra del Im perio inca. En
el m edio de su curso de diez años, de 1561 a 1570, el rey inca
rebelde planeó un levantam iento arm ado panandino desde Q uito
hasta Chile. Este período torm entoso de la historia andina term i­
nó sangrientam ente con el castigo de unos ocho mil indios y la
ejecución de su jefe, T upac A m aru, en 1572.
El culto a la E nferm edad de la D anza invocaba la pasión que
acom pañaba el retorno a la vida de las huacas, unidas para
derrotar al dios de los cristianos. Su retorno coincidía con el fin
del m undo y el nacim iento de un nuevo orden, según lo predecían
las leyendas largam ente establecidas del cosmos. A las hua ca l
las resucitaban ritualistas viajeros, y se establecieron ritos de
iniciación para los devotos. Se rem ovieron las interpretaciones
tradicionales del universo para que cobrara sentido el significado
de la C onquista, y lo inevitable de su desaparición. Se dijo que
el dios cristiano había creado a los españoles y a todos los
anim ales y las cosas necesarias para su sustento. Pero las huacas,
que habían creado a los indios y a sus medios de subsistencia,
tam bién m antenían ahora a los españoles, lo que testim oniaba la
m ás alta valía de las huacas (M illones Santa Gadea, 1964:136).
De esta m anera, dijo el testigo presencial M olina, los indios ya
no creían en el poder de D ios y el m undo debía ser puesto al revés
(1943: 80; cf„ D uviols, 1971: 112-122).
Otro ejem plo m ás de la fuerza con que la religión tradicional
podía interpretar y desafiar al cristianism o, era la creencia am ­
pliam ente difundida de que las huacas vagaban por el aire,
sedientas y.m urien do por falta de cuidados, porque los indios
estaban olvidando sus intercam bios rituales con ellas. Según
destaca M auss en su trabajo sobre los intercam bios de ofrendas
y la reciprocidad, negar la reciprocidad con los dioses, verd ad e­
ros dueños de la riqueza del m undo, es llam ar a la m uerte y a la
ruina (1967). S e decía que las huacas estaban enojadas con los
indios que habían adoptado las costum bres españolas, y que
habían de m atarlo s, a menos que las dejaran de lado, p ero que
aquellos que creían en las huacas vivirían en la prosperidad, la
gracia y la salud. Las h uacas prohibían que se com iera com ida
española, que se usara ropa española y que se entrara a las
iglesias cristianas, que se rezara y se esperara a los sacerdotes.
Las enferm ed ad es y las desgracias se atribuían al disgusto de las:
huacas; M olina creía que los ritos curativos de ofrendas a las
h uacas eran el resultado de este m ovim iento m ilenario: “ A todas
las h u a ca s y vilca s de las cuatro partes de esta tierra, y a mis.
abuelos y ancestros, reciban este sacrificio donde q uiera que=
estén, y denm e salu d ”. Estas ofrendas se colocaban en conchas;
m arinas en las tum bas de los antepasados, “porque los hechice­
ros Jes habían dicho que los ancestros estaban m u riendo de.
ham bre y que era por eso que creaban las enferm edades” . Para
com pletar la curación, la víctim a debía cam inar hasta la con-,
fluencia de dos ríos, y allí lavarse con harina de maíz blanco,
dejando ah í la enferm edad, y sacándola de la casa (1943: 82-83)::.
B astien describe (1978) rituales casi idénticos de los andinos
contem poráneos para curar las enferm edades de los antepasados
y m itigar las desgracias.
La creencia de este culto de los predicadores que recorrían e¡
país para d espertar la creencia en que las huacas que salían de
las piedras, las m ontañas, las rocas y las nubes, se reencarnaban:
en los cu erpo s de los indios haciéndoles agitarse y bailar, atesti­
guaba la tem ible tensión im plícita en la am enazada pérdida de.
los antiguos dioses. Lo que es más, a veces los m ism os indios se
sacrificaban a las huacas. Las fuerzas explosivas de d esestru c­
turación que acom pañaron a la Conquista crearon una reacción-
contraria: la antigua estructura de personas y dioses hizo im plo­
sión y pasó a corporizarse en los seres hum anos.
C om o señalan W achtel (1977) y G eorge K ubler (1963), este
m ovim iento m ilenario tam bién ilustró cóm o la aculturación
aportó las arm as para el enfrentam iento con el cristianism o. Por
ejem plo, las dos asistentes indias del profeta principal se llam a­
ron Santa M aría y M aría M agdalena. T am bién se pudo utilizar
el p oder de los d ioses cristianos, aunque inm ersos en la religión
indígena. Esto tam bién fue obvio en las formas que tom ó la-
m agia después de la C onquista. El padre A co sta llam ó a sus
p racticantes “m inistros del d iab lo ”, y observó con cuanta fre­
cuencia los indios utilizaban sus serv icio s con fines adivinatorios
o para obtener triunfos (1880: 367). C om o es típico, acentuó las
su p u estas sim ilitudes con los cultos e u ro p eo s de brujería, subra­
yando el papel que ju g ab an las m ujeres d e m ucha edad, el uso
de ungüentos que se frotaban en el cuerpo, la ingestión de
p u rg an tes alucinógenos y la inducción de trances. K u b ler afirma
que la llam ada brujería proliferó v io len tam en te desp u és de la
C onquista, debido en parte a la d ifu sió n de la pobreza. Los ritos
asim ilaban elem entos cristianos con form as indígenas. Se decía
q ue de hecho, la bondad de D ios era finita, y qu e el perdón de
los p ecado s no se le otorgaba a los g randes pecadores; sin
em bargo, las huacas gobernaban los ev en to s naturales. En ver­
dad, los santos cristianos tam bién eran hu a ca s, y Jesús y el diablo
eran herm anos (K ubler, 1963: 398).
D e esta forma, el cristianism o se m ezcló con las creencias
indígenas y se subordinó a ellas. S in em bargo, la mezcla, fue más
una yuxtaposición que una fusión sin costuras. Por ejem plo,
A rriaga describe la brujería indígena qu e teñía por objeto que­
m arle el alm a a un inspector de la C orona. C om o esta brujería
estaba dirigida contra un español, se usó la figurita de un cerdo
en vez de la grasa de la llam a, que se usaba en los rituales que
afectaban a los indígenas. A dem ás, la grasa de la figurita se
m ezcló con harina de trigo, cereal que introdujeran y com ieran
los españoles; para un indio, se le hubiera m ezclado con harina
de m aíz, el producto indígena (Í9 6 8 : 44).
A m enudo, las huacas y las m om ias se enterraban secreta­
m ente deb ajo de las cruces cristianas im plantadas por la Iglesia.
C uando los sacerdotes católicos las d escu b rían , las rom pían,
pero los indios las parchaban nuevam ente. Esta serie de m ovi­
m ientos y colación de im ágenes, do n d e la cru z cristiana se coloca
sobre iconos indígenas enterrados en secreto, ilum ina vivida­
m ente la estructura del sincretism o, en la inflexible determ ina­
ción de los sacerdotes católicos de d esm em b rar y destruir los
¡conos nativos, “para que el diablo no los pu ed a volver a unir”,
encontram os la m etáfora clave (Ibid: 84). La im agen del diablo
uniendo las partes desm em bradas, es una ilustración de las
tensiones estructuradas causadas por la colonización, por un
lado, y de la form ulación indígena de có m o su supervivencia y
rev italizació n tenían com o fin m antener la integridad de las
form as estructurales, por el otro. Este tem a abunda en las ley en ­
d as y m itos andinos, y más que nada en los m itos relativos al
o rigen y retorno m esiánico del rey inca, quien fuera decapitado
y descuartizado por los españoles. En los m itos contem poráneos
reg istrad o s por A rguedas, por ejem plo, esta tensión dialéctica
del desm em bram iento y la eventual vuelta a la integridad del
cu erp o d el rey, es el m otivo que sustenta el triunfo eventual del
m undo indio, desm em brado por el dom inio español (1975).
Ig u alm en te, las distintas partes de las h u a ca s y las m om ias
pu ed en h ab er sido rotas y desquiciadas por los españoles, pero
el poten cial de la reunificación sigue viviendo dentro de esta
e stru ctu ra de histéresis: aunque arrancadas del todo, las partes
p ersisten co m o relaciones en el espacio cargado de tensiones. En
la fo rm ulación de A rriaga, el diablo ve este patrón tenso, cuya
fuerza interior predeterm ina su resolución. Los entendim ientos
esp añ o les e indígenas tenían que tolerarse entre sí en puntos
com o éstos, form ando un lenguaje com plejo de com unicaciones
y disensiones de culturas cruzadas, que constituía la nueva cultura
del im perialism o.
En este aspecto, es bueno recordar que el cristianism o tenía
una historia y mitos que resolver en relación con sus propias
raíces paganas. Los prim eros cristianos europeos estuvieron
m arcados com o no creyentes y herejes; sin em bargo, lejos de
neg ar a sus dioses, sus oponentes los calificaron de espíritus
m alignos, aum entando así las posibilidades de la magia (Thorn-
d ike, 1936: 661). Pero de los siglos XV al XVII, con su poder
co n so lid ad o , el cristianismo europeo m ontó un ataque riguroso
contra el paganism o, para tratar de elim inar su fuerza del senti­
m iento popular, mientras que la difusión del mercado y el desarro­
llo de la sociedad de clases m oderna, alteraba la m oralidad social
(H ill, 1969: 1L6). Jules M ichelet llegó a plantear que el diablo
euro p eo del prim er periodo m oderno, era una figura que había
surgido del paganism o popular, y estaba considerado com o un
aliado de los pobres en su lucha contra los am os de la tierra y la
Iglesia.
H ay otra conexión im portante entre la adoración a la natura­
leza de los indios y la visión cristiana del diablo. Según el punto
de vista gnóstico de la Iglesia medieval, el m undo de la materia
y de la realidad objetiva había sido creado por el diablo, y en este
sentido, buena parte de la naturaleza estaba considerada com o la
encarnación del espíritu del mal (R udw in, 1959 :1 2 2 ). C om o los
dem onios conocían profundam ente los secretos de la naturaleza,
los m agos y hechiceros podían hacer m aravillas si recurrían a
ellos.
Los sacerdotes cristianos en los A ndes tenían la tarea en o r­
m em ente difícil de suplantar las visiones paganas de la natura­
leza por las doctrinas derivadas de la Iglesia. D ebían efectuar
una revolución en la base m oral de la cognición m ism a. M achas
de las h uacas que poblaban y coordinaban la naturaleza, no se
podían retirar de donde estaban. La Iglesia, com o decían los
sacerdotes, debía entonces arrancarlas del corazón de los indios.
Si los signos no se podían erradicar, entonces había que erradicar
su significación. Debía escribirse una nueva sem iótica tan am ­
plia que abarcara tanto com o el universo mismo. A los indios se
les debía “enseñar con toda propiedad las fuentes de los m anan­
tiales y los ríos, cóm o se form a el rayo en el cielo, cóm o se
congela el agua, y otros fenóm enos naturales, que su m aestro
habrá de conocer bien” (A rriaga, 1968: 24). Se destacan dos
puntos: las im plicaciones de la regularidad de la naturaleza, y la
ontogenia. '
Los sacerdotes cristianos buscaban dem ostrar a los indios que
los fenóm enos naturales no podían ser dioses, p orsu regularidad.
El sol, por ejem plo, no podía detener.su m ovim iento cuando y
com o quisiera. Por lo tanto era natural y estaba supeditado a lo
sobrenatural. Arriaga tiene m ucho de esto, lo mism o que A costa,
quien recom endó las enseñanzas de un “capitán muy d iscreto”
que había convencido a los indios de que el sol no era ningún
dios. El capitán le pidió a un jefe indio que le ordenara a un
corredor indio que llevara una carta. Entonces preguntó: “D im e
quién es el amo y señor; ¿este indio que lleva la carta o tú que la
env ías?”; el jefe contestó que él era, porque el corredor hacía lo
que él le ordenaba. Lo mismo pasa con el sol, dijo el capitán: el
sol no es m ás que un sirviente del amo superior a todos, quien le
ordena m overse suavem ente para dar luz a tudas las naciones, y
por lo tanto va contra la razón darle ese honor al sol, que le
corresponde al creador de todo (A costa, 1880: 3 10). Esto ilustra
cóm o una concepción de un sistem a auto-organizado de cosas
que se apoyan mutuamente, se transform ó en una concepción de
otro tipo üe unidad orgánica, que pasó a estar dom inado por un
solo líder: D ios, e! ingeniero celestial, el m ovedor inam ovible.
El cristianism o buscó suplantar el sistem a de partes que se
condicionaban m utuam ente con otro que im primía en !a natura­
leza una relación de am o-sirviente.
La Iglesia tam bién tuvo que alterar el concepto indígena de
los orígenes sociales y hum anos. A rriaga dijo que las creencias
de los indios- del origen de “clanes” diferentes de antepasados
distintos, y de distin to s sitios de origen (pacarinas), tales com o
las m ontañas, cuevas, m anantiales y dem ás, debían rem plazarse
por el concepto de un solo antepasado común. Más aún, esta
nueva concepción debía incluir la noción del pecado original.
Todo esto era fundam ental para negar los lazos esenciales de la
cosm ología andina, que ataba a las personas con sus orígenes por
medio de los iconos de la naturaleza. Tam bién fue un intento
vano de sustituir un esquem a jerárquico por el marco de oposi?
ciones duales ligadas unas a otras com o partes recíprocas de una
totalidad segm entada. Tal sustitución exigía una lógica radical­
mente diferente, una noción diferente de relaciones, y una noción
diferente de la relación entre parte y totalidad. A dem ás, el
esquem a cristiano zozobraba inevitablem ente en lo que se refería
a la teodicea, la cual, ligada a la idea del pecado original, evocaba
la ¡dea del diablo. N inguna de estas contradicciones tortuosas
penetró con facilidad en la estructura de la religión andina
anterior a la C onquista, la cual, con dicha Conquista, se vio
sumida en los dom inios del diablo.

L a m o r a l id a d y la d u a l id a d

El patrón dual que com p o n ía la cosm ología andina estaba atado


a una serie de relaciones recíprocas que efectuaban una unidad
del orden ético y cósm ico. El dualism o antagónico del cristianis­
mo que le fue im puesto a los andinos, veía al cosmos en constante
amenaza de fracturarse, y los representantes principales de esta
fractura, Dios y el diablo, corporizaban d bien puro y el mal
puro. Sin em bargo, la ética andina no está registrada en las
formas y sím bolos de esencias m orales puras que com petían
entre sí. Esta ética reposaba en el principio del equilibrio, no
entre deidades buenas o m alas, sino entre una variedad enorm e
de espíritus corp o rizad o s en iconos naturales. Además, el con­
cepto andino del p ecad o era bastante diferente de la noción
individualista cristiana. M uchas infracciones y crím en es se c o n ­
sideraban com o alteracion es del universo en general. H oy en día,
en la com unidad de H ualcan en las tierras altas peruanas, por
ejem plo, se cree que cierto s delitos de m enor cu an tía ponen en
peligro a toda la co m u n id ad , al futuro de las cosechas y a otros
fenóm enos naturales (S tein, 1961). En relación con las c o m u n i­
dades aym ará con las que vivieron, escriben los B u echler: “Toda
transgresión del flujo natural de ev e n to s (com o el gran izo) se
consideraba com o u na aflicción o un acto que acarreaba tristezas,
que im plicaba su frim iento s para la persona en cu estió n al igual
que para la co m u n id ad ” (1971: 92-93).
El panteón andino de deidades no estaba estructurado en una
jerarquía dual de dioses buenos y dioses malos. Incluso el concepto
de un dios suprem o, com o el sol, fue un artificio im puesto por el
E stado inca. Las deid ad e s existían com o pares de opuestos, com o
com pañeros m asculinos y fem eninos; el sol y la luna, el cielo y
la tierra, etcétera. A u nq u e sí existía el Supay u otro espíritu
m aligno sim ilar, co m o el H ahuari, en la religión andina previa
a 1a conquista, no era sino uno de varios dem onios de la tierra, y
el concepto de un espíritu del mal p erv erso no existía. La
diferenciación cristiana entre el bien y el mal, fue difícil de
establecer. T rim born afirm a que en la refigión an terio r a la
C onquista, la distinción entre los buenos / m alos esp íritu s se
basaba en lo que él llam a criterios utilitarios pero no éticos. John
Rome afirm a que los seres sobrenaturales eran casi en su to tali­
dad protectores y am igo s del hom bre, y que se los adoraba con
la esperanza de ganar beneficios prácticos (1963: 2 9 8 ). D estaca
que los espíritus m align os eran de m ucha m enos im portancia, y
que no parece que los brujos los hayan adorado y respetado, y
que éstos, así dice, eran pocos. Las plegarias no contenían
térm inos que sugirieran tem or (R ow e, 1960: 416).
Si bien los indios practicaban algo sim ilar a la confesión
cristiana, los españoles la consideraron com o una parodia d efo r­
me de la de ellos (M étraux, 1969: 13S), y según el cronista C obo
(1S9Ü-95, 4: 89-90), “ los indios estaban muy eq u iv o cad o s en
cuanto a lo que era eJ pecado [...] porque nunca tom aban en
cuenta los deseos internos y las sensibilidades". Su concepción
del “ pecado” era m ás norm ativa que m oral; se aplicaba al asesi­
nato fuera de la guerra, al descuido en la veneración de los dioses,
a la deslealtad hacia el rey inca, al incesto y al adulterio. Q uizás
si nos referim os a ese otro gran im perio indio, podem os asir la
naturaleza de la d iferencia que confundió a Cobo y otros obser­
vadores. W illiam M adzen dice que los aztecas “no creían pecar
cu an d o com ían, bebían, se reían, jugaban, se burlaban, o com e­
tían faltas para m ejorar su vida. No creían que el mundo, la carne
y el diablo fueran enem igos del alm a, ni creían tam poco que la
m em oria, el entendim iento y la voluntad fueran poderes del
alm a” (1960: 131). N o hace falta decirlo, las creencias indias
tam bién diferían de las españolas en lo relativo al lugar del
últim o descanso del alm a según el com portam iento que se haya
observado en este m undo; los indios no podían distinguir entre
el bien y el mal, advertía C obo, y sostenían que era la diferencia
de castas (las relaciones sociales atributivas) entre los nobles y
los plebeyos, la que determ inaba el destino del alm a (Cobo,
1890-95, 3: 319-320). A rriaga. afirm aba: “Ellos dicen que al
m orir van al más allá a trabajar sus granjas y sem brar sus
sem illas. N o creen que allí existan castigos para los m alos ni
gloria para los b uenos” (1968: 64). Trim born sugiere que toda
interpretación que plantee que el destino del alma estaba deter­
m inado por criterios éticos, es producto de una falsa interpreta­
ción del cristianism o (1968: 93); y en el informe de B astien sobre
la religión contem poránea, se pone perfectam ente en claro que,
aún hoy no se considera al cielo com o una meta deseada. La
gente de Kaata, después de m orir, quiere quedarse en la montaña
(1978: 171-187).
La idea de un espíritu del mal perverso fue una im portación
del im perialism o, y prácticam ente todos los com entarios relati­
vos a la religión andina anterior a la Conquista, y de los tiempos
de la C olonia, no logran apreciar la im portancia de este hecho-,
D aniel Brinton, el antropólogo del siglo XIX, planteaba esto con
energía; decía que la idea del diablo es ajena a todas las religiones
prim itivas, y desafiaba a los intérpretes que clasificaban las
deidades de los nativos am ericanos en buenas o malas, porque
distorsionaban los credos nativos m ostrándolos bajo una forma
dualista estática. “ Lo que se ha dicho que es la divinidad del
m al”, escribió en 1876, “es en realidad el más alto poder que
reco n o cen ”. Dio m uchos ejem plos, tales como el A ka-K anct de
los indios araucanos de C hile, a quien los com entaristas cristia­
nos consideraron com o el padre del mal, aunque en realidad era
“el poder benigno aJ que invocaban sus sacerdotes, que está
entronizado en las Pléyades, y que envía frutos y flores a la tierra
y al que se dirigen, llam ándolo A buelo”. En cuanto al Supay
andino, éste “nunca fue, com o Prescott quiso hacérnoslo creer,
‘la corporización tenebrosa del m a l’ sino simple y llanam ente su
dios de los m uertos”. Según la opinión de B rinton, con la
Conquista eu ro pea los indios

incorporaron la idea de un espíritu malo y otro bueno, enfrentados


entre sí en guerras externas, y la asimilaron a sus antiguas tradicio­
nes. Los escritores ansiosos por descubrir analogías judías o cristia­
nas, construyeron mitos que concordaban con sus teorías favoritas,
y a los observadores indolentes les resultó conveniente catalogar a
sus dioses en clases antitéticas (196S: 79).

En vez de catalogar a sus dioses en clases m orales antitéticas,


parece que en general los am ericanos nativos los-eonsideraron
neutrales des'de la óptica moral, o como buenos y m alos sim ul­
táneam ente. En cuanto a las deidades mayas, D onald T hom pson
afirm a que esencialm ente no eran ni malévolas ni benévolas, y
en este sentido hace una distinción muy marcada con el cristia­
nismo (1960: 7). La única referencia a un dios del mal que
aparece en el trabajo de J. Eric Thom pson, M aya H istory and
R eligión, es la de M am , quien tiene poder sobre los cinco días
funestos de fin de año, aunque sólo para ser alegrem ente despre­
ciado con la llegada del nuevo año (1970: 297-300). Sin em b ar­
go, los españoles se apropiaron del nombre de Cizin, dios m aya
de los m uertos, para designar al diablo, e hicieron otro tanto con
los dioses correspondientes a otros grupos indígenas (C orrea,
1960). La situación debe haber sido sum amente extraña para los
europeos, porque estas deidades m esoam ericanas tenían una
naturaleza dual: podían ser benevolentes o m alevolentes, jó v e ­
nes o ancianas, fem eninas o m asculinas, humanas o anim ales, y
todo ello al m ism o tiem po (J. Eric Thom pson, 1970: 198-200).
Tam bién existía una cuadruplicidad de dioses: cuatro en uno y
uno en cuatro, lo que J. Eric Thom pson considera com o algo
sim ilar a la doctrina cristiana de la Santísima T rinidad. O liver
LaFarge, con base en su trabajo de campo de 1932, en aldeas
guatem altecas (grupo lingüístico Kanhobel), se refiere tam bién
a la T rinidad, la que “aquí se reduce a una dualidad, habiéndose
perdido casi p or com pleto el concepto del Espíritu Santo. Sin
em bargo, los indios com unes com prenden m ucho m ejor la dua­
lidad de lo que ¡a mayoría de los estadunidenses entienden por
T rin id ad ” (1947: 103). Charles W isdom , al escribir en la década
de 1930 sobre los mayas chortí, dice que ellos creen en un dios
del mal que es un remolino, al cual, en idiom a español, llaman
diablo o R ey Lucifer, pero él cree que esta deidad puede ser
enteram ente un concepto católico (1 9 4 0 :4 0 5 ). En form a similar,
en los A nd es, el Supay supuestam ente es sinónim o de diablo,
pero L aB arre, D uviols y B andelier dicen que Supay no es real­
m ente eq uivalente al diablo cristiano y que es “una especializa-
cíón dentro de la línea cristiana de (o que quizás originalm ente
no fuera m ás que uno de muchos dem onios terrenales” (LaBarre,
1948: 16S).
W isdom dice que entre los chortí, todos los seres sobrenatu­
rales tienen las siguientes características: neutralidad o dualidad
m oral, dualidad sexual, m ultiplicidad, doble ubicación en el
cielo y en la tierra, y una personalidad dual com o la expresada
en las contrapartidas nativas y católicas. La noción de dualidad
es tan aprem iante que el indio, sin dem asiadas dudas, se la
adjudicará a cualquier ser. En cuanto a lo que W isdom se refiere
com o “dualism o m oral” o que el ser sobrenatural tiene dos
aspectos, el bueno y el malo, o tiene solam ente uno de ellos que
corresponde a otro ser sobrenatural que posee la cualidad opues­
ta. En el “dualism o sexual”, nuevam ente se dan dos formas: un
grupo entero de deidades de un sexo tiene su contrapartida en
otro grupo del sexo opuesto. O tro grupo incluye espíritus de
género dual, donde el elem ento m asculino se relaciona con las
m ujeres o las afecta, m ientras que el elem ento fem enino afecta
a los hom bres. En m uchos casos el ser es una entidad simple que
asum e a voluntad su género o atributo moral, de acuerdo con la
situación (1940: 410).
C asi todas las deidades chortí tienen su contrapartida entre
los santos cristianos. La Virgen pasa a ser la consorte femenina
de los dioses nativos asociados con la plantación, el suelo, los
árboles frutales, la vida familiar, el nacim iento de los niños, y
otras actividades, para las que es fundam ental la idea de fertili­
zación y crecim iento. En realidad, se cree que la vida y el
crecim iento dependen de la unión entre la V irgen y la deidad
nativa correspondiente. Sin em bargo, la catequización ha signi­
ficado que aquellas deid ad es nativas que tienen contrapartidas
entre los santos, sólo tienen representado así su aspecto benevo­
lente; de esta forma, m ientras que el santo representa el aspecto
benevolente, la deidad nativa representa el lado m alévolo del
m ism o ser sobrenatural. C on la ayuda de la aculturación, ¡a
colonización ha seccionado un todo unificado en figuras separa­
das buenas y malas, santos y deidades nativas respectivam ente.
Este desarrollo sorprendente sugiere en qué forma la influencia
europea pudo producir un espíritu del mal en la religión am eri­
cana nativa, y confirm a la opinión de B rinton. A un así, tam bién
es obvio, a partir de los trabajos etnográficos de W isdom , que la
propensión nativa a dualizar es muy preponderante, y que aun­
que han ocurrido separaciones de deidades buenas y m alas,
cristianas e indígenas aun estas figuras están lejos de ser esencias
claram ente definidas y éticam ente hom ogéneas. Los santos p u e ­
den causarle desgracias a los enem igos de uno o a sus propios
devotos, si no Jos tratan co m o es debido, m ientras que la figura
del diablo tam bién es capaz de realizar em presas valiosas.
A lbo capta correctam ente (as im plicaciones de este dualism o
moral entre los aym ará contem poráneos, cuando escribe: “ Ellos
suponen que el bien y el m al coexisten en todo y evitan las
m anifestaciones excesivas de los extrem os, porque ello atraería
a su contrario; ‘No se debe reír dem asiado para que más tarde no
haya que llorar d em asiad o ’" (¡9 7 4 -1 97 6: 94). Al contrario que
el diablo de los cristianos, que tienta a la hum anidad a que actúe
incorrectam ente y que ensancha la hendidura hasta llegar a un
dram a cósm ico de todo o nada, los espíritus (chicchaus) que
ayudan al diablo según la creencia chortí, asustan a la gente para
que deje de lado la inm oralidad. Se considera que su m alevolen­
cia sirve para m antener la esfera m oral, y no para desquiciarla.
M ientras que la confesión cristiana servía para a/iar al individuo
con la parte buena dentro del duelo cósm ico, la confesión india
andina era un rito indígena cuyo objetivo radicaba en restaurar
el equilibrio de la naturaleza, com o dice M étraux (1969: 138).
En la doctrina cristiana, las fuerzas opuestas de la bondad pura
y la m aldad pura estructuran el cam po m oral, reflejando una
ontología y una epistem ología que dividen las totalidades en
dualidades estáticas incapaces de flujo y síntesis. Pero una lógica
dialéctica no puede oponerse tanto sino que m ás bien encierra al
bien con el mal, a la m ateria con la m ente. La cultura andina es
una m anifestación específica de esa lógica, donde la reciproci­
dad de los significados establecida m ediante un sistem a intrin­
cado y m odelado de oposiciones duales, es su factor distintivo.
É stas, en lugar de ser la causalidad a través del m edio de las
fuerzas físicas, son los principios que establecen la com prensión
y el entendim iento. Com o destacan los B uechler en su trabajo
sobre la epistem ología aym ará, las conexiones entre las diferen­
tes esferas, tales com o el m undo hum ano y el m undo de la
n aturaleza, son conexiones establecidas en térm inos de relacio­
nes sim ilares y no en térm inos de características sim ilares. Ni las
cosas p articuladas en sí m ism as ni las esencias m orales puras,
dem arcan la im agen orgánica de la estructura y la función del
m undo que forma la epistem ología andina. En cam bio, hay un
paren tesco y grupo con los poderes ¡cónicos de la naturaleza.
Este parentesco efectúa una unidad de los órdenes cósm ico y
ético, que es antipatético al dualism o moral y a la anim ación de
¡as esencias m orales. Esta unidad se expresa tam bién en las
estructuras económ icas com unitarias que se oponen a la aliena­
ción de la tierra y el trabajo. T am bién es una unidad que fetichiza
la naturaleza, atribuyéndole poderes espirituales. Este fetichis­
mo anim a a la naturaleza, no a las esencias morales. El cristia­
nism o hizo esto últim o cuando transform ó en fetiche al todopo­
deroso espíritu del mal. Éste fue un acto profundam ente auto-
alienante, idéntico al hecho de la creación de Dios por parte del
hom bre, sólo para negar la autoría y para darle a Dios el crédito
de ¡a creación del hom bre. Subsecuente a esa fetichización del;
mal en la form a de diablo de principios de la E uropa m oderna,
surgió el fetichism o de la m ercancía de la cosm ografía capitalis­
ta, y el hom bre, el creador de los artículos de consum o, term inó
por considerar y hablar de las m ercancías com o si lo gobernaran.
Este tipo de fetichism o es la antítesis del fetichism o andino de
la naturaleza, puesto que no evoluciona de la unidad sino de la
alienación de las personas entre sí, de la naturaleza y de los
productos de ellas.
El diablo de las m inas de estaño bolivianas ofrece un testim o­
nio arrebatador de la fidelidad con que la gente puede captar esta
transform ación de la fetichización, al tiempo que la som ete a un
paganism o que la captará. El problem a no radica en su adoración
del mal, sino en el problem a del mal mismo.
11. LA ICONOGRAFÍA DE LA NATURALEZA
Y DE LA CONQUISTA

La conquista española llevó a los*indios del N uevo M undo un


espíritu del m al, iniciando un proceso de destrucción que dicho
espíritu podía sim bolizar. Má.s allá de eso, la C onquista tam bién
penetró en la iconografía de la naturaleza. El paisaje de sím bolos
pasó a incluir la experiencia de los indios de la codicia, el gobierno
y la violencia de los españoles.
H arry T schopik, hijo, relata que los aym ará de la provincia
boliviana de C hucuito, creen que el oro y la plata son propiedad
de un ser m aligno sobrenatural, quien causa las enferm edades y
la m uerte; se le ve a menudo bajo la apariencia de un enano
anciano vestido de soldado español y rodeado de sus tesoros.
D adas las desgracias que causaron los m etales preciosos a los
aym ará desde los tiem pos de la Conquista, agrega, no es de
sorprender que el oro y la plata se asocien al mal y al peligro
(196S: 135). Pero antes de la C onquista se reverenciaba a los
m etales preciosos y no parecían estar asociados con el mal o el
peligro. Por entonces la minería se encontraba bajo un control
local y no nacional, y el oro y la plata se intercam biaban como
regalos, especialm ente entre los curacas (caciques) locales y el
rey inca.
A m edida que los principios de reciprocidad y redistribución
que guiaban y daban sentido a la vida bajo el gobierno inca y
legitim aban su control, cedían el paso a la opresión colonial, los
iconos de la naturaleza pasaron a corporizar en esta historia su
tensión constante, y la posibilidad de su eventual trascendencia.
En ningún lado esto era más evidente que en el carácter de los
espíritus dueños de la naturaleza, los fetiches inextirpables,
básicos para la religión popular, que supervisaban el uso de los
recursos locales y eran capaces de sobrevivir a la intensa cam ­
paña colonial contra la idolatría. Estos fetiches term inaron por
corporizar la yuxtaposición plena de conflictos de las sociedades
española e india, y la am bigüedad inherente a estas represen-
(aciones co lectiv as se m agnificó enorm em ente con esta yux ta­
posición.
El señor so b ren atu ral o dueño de la m ontaña de las co m u n i­
dades m esoam ericanas, era una figura de gran im portancia en
todas las tierras altas de A m érica Latina. Era el dueño absoluto
de ¡a naturaleza y tenía el poder de la vida y la m uerte sobre la
gente. G ustavo C orrea afirm a que aunque en algunas regiones
todavía existe su carácter benevolente anterior a la C onquista, su
carácter secu n d ario de m alevolencia se ha extendido por todas
partes (1960: 59). En otras palabras, la historia ha enaltecido el
carácter am biguo de las cosas sagradas, acentuando su potencial
de m alignidad y peligro. Se cree que el señor de Ja m ontaña posee
y regula los recursos que yacen debajo de él, com o lo hacía en.
los tiem pos anteriores a la C onquista. Pero hoy en día gran parte
de la tierra que antes controlaban los indios, ha sido expropiada
por no indígenas, m ientras que algunos de los recursos que los
indios aún m anejan adquirieron un nuevo significado, en la
m edida en q u e los indios van entrando en la red del nuevo
sistem a eco n ó m ico , organizado con base en principios de m er­
cado y al intercam bio de bienes de consum o. C om o los indios
pueden reclam ar algún control, tanto individual com o com unal
sobre los recursos que poseen las montañas, y porque estricta­
mente hablando su econom ía no está organizada en instituciones
capitalistas, su situación política y económ ica tiene un carácter
dual peculiar que se anim a con una tensión sistem ática. Por un
lado, estas co m u n id ad es se están integrando cada vez m ás al
torbellino del com ercio capitalista y las relaciones laborales, que
está convirtiendo el dom inio de las m ontañas en artículos de
consum o cada vez m as escasos y alienables, m ientras que las
relaciones sociales entre los mismos indios están siendo am ena­
zadas por la atom ización. Por el otro, está apareciendo una
reacción d efensiva institucionalizada contra la intrusión co m er­
cial, lo que m otivó que E ric W olf las tipificara com o “co m u n i-
dades corporativas cerrad as” (1955). Enquistada.s por la econo­
mía capitalista, las com unidades supervisadas por los espíritus
dueños de la m ontaña no son en sí m ism as capitalistas. Estas
com unidades son engranajes funcionales dentro de un sistema;
capitalista nacional y hasta internacional, pero rio son réplicas'
de este sistem a. Inevitablem ente, sus instituciones y prácticas1
internas rd le ja rú n esta dualidad peculiar, com o lo harán los
espíritus dueños de la naturaleza. En resum en, el argum ento que
deseo adelan tar es que los espíritus dueños de la naturaleza han
term inado po r reflejar un nuevo sistem a de propiedad, que se
superpuso a un m odelo anterior donde la propiedad correspondía
a principios no m ercantiles de reciprocidad y redistribución. Con
algunas variaciones regionales, desde la C onquista los espíritus
dueños han pasado a corporizar la co ntradicción de la reciproci­
dad que coexiste con el intercam bio de m ercancías y ia explota­
ción por parte de los blancos y los m estizos, por quienes los
indios por lo general sienten odio, tem or y reverencia.
H oy, en las tierras altas de M esoam érica, al am o sobrenatural
de la m ontaña se le considera v ulgarm ente com o una figura
m aligna y peligrosa de extracción eu ro p ea: rico, extranjero, y
urbano, un p a tró n , un m isionero, y a veces hasta unantro p ó lo g o .
M orris Siegel dice que el w its akal es sum am ente im portante
entre los seres sobrenaturales del noroeste de las tierras altas de
G uatem ala. V estido a la m oda europea, este espíritu es profun­
dam ente m aligno y desea la destrucción d e los indios, a los que
atrae a su m orada para com érselos. A los extraños, extranjeros y
m isioneros, se les acusa habitualm ente de ser w its akals, y se les
tiene gran tem or (1941: 67). Richard N. A d am s d escubrió que el
espíritu dueñ o de la m ontaña de una com unidad de las tierras
altas cerca de la capital de G uatem ala, es descrito frecuentem en­
te com o una persona rubia, citadina, un extraño rico que ocupa
la posición de un patrón local (1952: 3 1). A A dam s, un antropó­
logo, lo caracterizaron en este sentido com o “ adm inistrador” de
las m ontanas (com o cuando una finca tiene su adm inistrador).
Se dice q u e los pactos (com o los pactos con el diablo de fines
del m edioevo europeo) se pueden aco rd ar con el dueño de la
m ontaña para tener éxito en la cacería y para conseguir dinero,
a cam bio de lo cual la persona que realiza el pacto debe vivir
después de la muerte en el hogar del espíritu de la m ontaña. En
Z inacantán, Chiupas, el Señor de la T ierra que cuida y es dueño
de la tierra se le ve com o un m estizo (la d in a ) gordo y codicioso,
que constantem ente necesita para sus em presas trabajadores
hum anos y anim ales de carga; posee pilas de dinero, tropillas de
caballos y muías, rebaños de ganado y bandadas de pollos;
controla los pozos de agua de que d ep en d en los zinacantecos, ¡as
nubes que em ergen de las cuevas y produce lluvia para los
sem brados, y todos los productos útiles de la tierra, lin o no puede
u sar ni la tierra ni sus productos sin com pensar al Señor de la
T ierra con cerem onias y ofrendas adecuadas (Vogt, 1969: 302).
En los A ndes la situación es sim ilar. R ow e afirma que ia
adoración de la m ontaña es un elem ento muy im portante de la
religión quechua m oderna, co m o lo era antes de la Conquista
(1963: 296). B astien encontró que la m ontaña de Kaata no era
tanto un “elem ento” sino la base m ism a de la religión; se la
concebía com o un cuerpo hum ano que se extendía por el paisaje,
y que “ poseía” por igual a las personas y a los recursos (1978).
Ó scar N úñez del Prado describe que los espíritus de las m ontañas
ocupan el nivel más alto en la religión de los indios de Q ’ero, en
el departam ento de Cuzco (1968). Estos espíritus están organi­
zados en una jerarquía que está encabezada por el espíritu de la
m ontaña m ás grande, El R oal, quien tam bién es el espíritu
creador. Él controla los picos m ás bajos, com o el W am anripa, a
quien el Roal le ha encargado el cuidado diario de la gente de
Q 'e ro . A l igual que otros objetos naturales, las rocas y los árboles
tienen espíritus que conversan entre sí, com o hacen los espíritus
de las m ontañas con los hum anos, especialm ente por medio de
los cham anes. Al rito anual para El Roal asisten miles de indios
de casi toda la región del C uzco, incluyendo a la gente de Q ’ero,
que para llegar al santuario debe trepar por pasos que se encuen­
tran a 16 000 pies de altura. En el pueblo de Q ’ero hay también
una capilla católica que fue construida por los dueños de una
hacienda, pero a los indios les es com pletam ente indiferente.
En el departam ento de A yacucho, Perú, los espíritus de la
m ontaña son los antepasados de gran linaje. Se Ies describe como
a “seres vivientes com o nosotros [...] con las m ism as necesidades
y la m ism a organización que los m ortales, y viven en pueblos y
palacios m aravillosos dentro de las m ontañas, como los dueños
absolutos de la naturaleza” (Palom ino, 1970: 119). C onocidos
com o w am anis, son con m ucho las deidades más im portantes y
tienen el poder de la vida y la m uerte sobre los indios, sus cultivos
y sus anim ales. Se cree que los distintos w am anis están organi­
zados de la misma forma jerárq u ica que las oficinas políticas de
la propia com unidad; al mism o tiem po, se dice que están com ­
prom etidos directam ente al servicio del gobierno peruano (Earls,
1969: 69) para poder solicitar favores para la com unidad (isbell,
1974: 118). Son muy ricos; dentro de sus m ontañas poseen
m ucho ganado en pie, y oro y plata; estas riquezas las obtienen
de las ofrendas rituales ofrecidas por los indios. Los w am anis,
por ejem plo, transform an las llam as sacrificadas en oro y plata,
que anualm ente entregan al gobierno de la costa. A cam bio de
las ofrendas rituales, los w am anis otorgan la seguridad personal
y la fertilidad del ganado. Si se les molesta, com o puede ocurrir
cuando se ejecuta erróneam ente el ritual o no se les dem uestra
reverencia, los w am anis pueden m atar el ganado, arruinar a las
fam ilias y causar enferm edades y hasta la muerte; incluso pueden
llegar a com erse el corazón de sus víctim as. D escritos a veces
com o hom bres blancos, altos y barbados, vestidos con ropas
occidentales costosas, y otras com o abogados, sacerdotes, poli­
cías o ricos terratenientes blancos, pueden tam bién aparecerse
com o cóndores, fuego que surge de las piedras, o sim plem ente
como lagos o picos m ontañosos. Su poder, dice Earls, es el poder
que por lo general se le adjudica a los blancos o a los m estizos
(mistis) (1969:67). ¡Pero son tam bién los antepasados con linaje,
y se les adora y reverencia com o a tales! No es de extrañar
entonces que se exprese una gran ambigüedad hacia ellos: aun­
que son los dueños y protectores de la v id a' tam bién se les ve
como diablos y asociados con la suciedad.
B ernard M ishkin afirm a que en los Andes es una creencia
generalizada que los picos m ontañosos, conocidos com o 'apus
(señores) o aukis (cham anes), esconden en su interior grandes
palacios y haciendas, junto con rebaños de ganado que cuidan
los siervos de estos espíritus de las montañas. Entre estos ayu­
dantes está el Ccoa, un gato con poderes para m atar y para
destruir los cultivos; él es el espíritu más activo, tem ido e
im portante de la vida cotidiana del pueblo. El Ccoa es el patro­
cinador de los brujos. A dem ás, se dice que la gente está dividida
en dos categorías: los que le sirven y los que luchan contra él.
M ientras que los prim eros son ricos y su agricultura es produc­
tiva, los últim os son pobres, sus cosechas son pequeñas y sus
hogares sufren la plaga de la enferm edad (1963: 463-46). En
otros lugares, tales com o el pueblo de Hualcan, en Perú, los
espíritus m alévolos tam bién pueden aparecer bajo la forma de
anim ales, o m estizos y gringos, quienes son los espíritus tutela­
res de los brujos y se destacan por tener mucho cabello y dientes
trem endos (Stein, 1961: 323). En este punto, vale la pena hacer
notar que al Tío o figura del diablo, a quien se considera com o
el verdadero dueño de las m inas contem poráneas de Bolivia,
tam bién se le describe co m o un g ringo, alto, de rostro rojo,
cabello rubio, barbado, y que usa un som brero vaquero. Después
de ocurrir accidentes fatales en las m inas, los mineros dicen que
el Tío se com e a los m ineros porque no ha recibido las ofrendas
rituales necesarias; prefiere la carne jugosa de los mineros jó v e­
nes (N ash, 1972). Al igual que el espíritu de la m ontaña descrito
por M ishkin, el Tío tam bién tiene un anim al familiar, un toro, el
cual asiste a los m ineros que hacen convenios con él.
La identificación de los espíritus dueños, con los nuevos
dueños y adm inistradores legales de los recursos andinos es, por
lo menos, sorprendente. Los iconos, los fetiches y las im ágenes
m entales se forjaron a sem ejanza de los conquistadores y de la
pequeña clase de hom bres que reivindicaron el dom inio hasta el
día de hoy; luego, los iconos registran la maldad y la agresión
que los indios asocian con los gobernantes de las tierras y los
m inerales. La iconografía es historiografía popular. La C onquis­
ta y la introm isión de una nueva econom ía han conducido a un
autorretrato deslum brador en la iconografía de la naturaleza,
pero es un retrato evasivo con dim ensiones contradictorias. Sus
sím bolos m anifiestan las tensiones poderosas de la historia y la
sociedad andinas. Los espíritus dueños no solam ente reflejan el
poder del opresor. Reflejan tam bién el anhelo de los oprim idos.
A h o ra
la cerámica eslá borrosa y triste
el carmín del achiote
ya no ríe en los textiles
los textiles se hicieron pobres
perdieron su estilo
menos hebras por pulgada
y ya no hilan más la “ hebra pcrfecta"

L iada mama pertenece a los terralenientes


la mariposa de oro está presa en el Banco
el dictadores rico en dinero y no en virtudes
y qué triste
qué triste la música de los yaravíes
El Imperio Inca se confinó para siempre
en los reinos irreales de la coca
o la chicha
(sillo entonces son libres y felices
y hablan en voz alta
y existen otra vez en el Imperio Inca).
E r n e s t o C a r d p .n a i .,
"La economía del Tahuaritinsuyu"
Las rebeliones m esiánicas que invocaban la Edad de O ro de los
Incas fueron una cosa inam ovible en la historia andina desd e la
C onquista. Este m ecanism o se ha centrado com únm ente en la
idea de que el rey inca, que fuera m uerto p o r los españoles,
regresaría a la vida (O ssio, A., 1973; W achtel, 1977). En los
mitos que recogió A rguedas en la década de 1950, se cree que el
rey inca Inkarrí fue decap itad o por los españoles. A unque sufre
constantem ente, está destinado a regresar a su estado íntegro, lo
que significará !a restauración de la.sociedad y el dom inio de los
indios.
Al analizar estos m itos de la com unidad de Puquio en el
departam ento de A yacucho, donde predom inan los h ablantes
m onolingües de quechua, A rguedas llega a la conclusión que
ellos dan “una ex p licación necesaria del origen del hom bre y el
universo, de la historia y de la situación rea! del indio, y de su
destino final hasta la iniciación del proceso rev olucionario de
cam b io ” (1975: 44). A qu í, se sostiene que los espíritus de la
m ontaña o wam anis han sido creados por el prim er dios, Inkarrí.
Él creó todas las cosas indias, que luego los w am anis dan y
regulan, com o las pasturas, eí agua, y el p o d er de adivinar y curar
las enferm edades. Los m istis o blancos no pueden ad q u irir estos
poderes de adivinar o curar, porque no tienen la resistencia
necesaria para soportar los castigos y las pruebas que ex ig en los
w am anis. A dem ás, estos secretos sólo se pueden adquirir v iv ie n ­
do durante periodos p rolongados dentro de la m ontaña. Sin
em bargo, ocasionalm ente, los m istis pueden recurrir a los c h a ­
m anes, quienes saben qué hacer cuando éstos sufren en ferm e d a ­
des extrañas o incurables, y los iridios dicen que los m istis
m orirían sin su ayuda.
En la com unidad de Q uinhua, en el m ism o dep artam en to , la
m ayoría de los indios son bilingües en quechua y español, lo que
indica un más alto grado de contacto intercultura! que en Puquio.
A quí, el mito de Inkarrí y su retorno es sim ilar al de Puquio, pero
la im aginería católica es m ás acentuada. En com paración con el
de Puquio, el m esianism o de este mito es más condicional:
únicam ente existe com o posibilidad.
En la hacienda de V icos, en el d epartam ento de A ncash,
donde los indios tenían una larga existencia com o sierv o s, así
com o tam bién contactos frecuentes con m isioneros católicos, el
d io s creador de la hum anidad ha sido descrito com o el dios
creador de la antigua hum anidad, quien fecundó a la V irgen. Este
hijo destruyó a la antigua gente con una lluvia de fuego, pero no
esta com pletam ente m uerta, y los cazadores de pum as y zo ­
rros, que constituían el ganado de la antigua gente, pueden oír
sus voces de protesta. Él tam bién hizo el m undo de hoy, dividido
en dos clases de gente: los indios y sus dom inadores, los m isíis.
A sí, los indios están obligados a trabajar para los m isiis, pero en
el cielo, que es exactam ente igual a la tierra, la posición de clases
está com pletam ente invertida: ios indios pasan a ser m isíis, y
hacen que todos los que fueron m isiis en la tierra, trabajen para
ellos com o indios.
Finalm ente, en la com unidad Q 'ero (departam ento de C uz­
co), que está aún m ás aislada que Puquio y m enos expuesta a
influencias no indias, no hay ningún elem ento m esiánico en el
m ito de Inkarrí. A dem ás, el mito nada dice sobre los españoles
y el asesinato de Inkarrí, ni tam poco tiene ninguna im aginería
católica, ni hace ninguna referencia al dios católico. En cam bio,
proclam a la ascendencia divina pura de la gente de Q ’ero,
quienes están integrados con los ¡conos de la naturaleza y aleja­
dos de la historia de la C onquista y de las autoridades no indias.
Es de gran interés que en esta versión del m ito de Inkarrí, él dice
haber sido creado por el espíritu de la m ontaña más grande de la
región, El Roal, quien tenía tam bién el poder de dom inar al sol,
el cual según otros mitos de otras regiones, está considerado
com o el padre de los incas (cf., N úñez del Prado B., 1974: 240).
Al com parar estos mitos y al preguntarnos a nosotros m ism os
cuál es la experiencia que interpreian y por qué ciertas form as
son recurrentes o cam bian, es sorprendente cóm o todas ellas
hacen una recapitulación de los tem as esenciales de los mitos
prehispánicos del origen del Im perio inca. Igualm ente sorpren­
dentes son las adaptaciones y prom esas de restauración que
despliegan estos mitos, según el grado de contactos exteriores y
opresión sufridos por las distintas com unidades. El papel de los
espíritus de la montaña, dueños de la naturaleza, está integral:
m ente conectado a la prom esa de la restauración de los indios*
excepto en los dos casos opuestos y extrem os de Q ’ero, la menos
aculturada, y Vicus, la más afectada por la dom inación externa.
En V icus nada oím os de los espíritus de la m ontaña, con la
excepción quizás de las voces de protesta de la antigua gente
cuando “cazan ” su ganado. En Q ’ero, que por su aislam iento está
relativam ente protegida de los extraños, no sólo no hay ninguna
señal de esfuerzo m esiánico, sino que se considera qu e el espíritu
de la m ontaña creó al rey inca y que continúa controlando todos
los recursos naturales y a la gente. Si los mitos de Puquio y
Q uinhua, que están entre estos dos extrem os, pueden ser alguna
guía, vem os cómo la am bivalencia de los espíritus de la montaña
dueños de la naturaleza se pone en evidencia y dónde se ubica
en relación con la prom esa de una eventual restauración del
indio. Su am bivalencia proviene de dos tipos distintos de m edia­
ción. Por un lado, m ediatizan entre la gente com ún y el poderoso
rey-dios inca. Por el otro, m ediatizan la posibilidad del mesia-
nism o indio.

EL MAL Y EL CONTROL SOCIAL

Hace falta decir m ucho más sobre ¡a atribución del mal a los
espíritus dueños de la montaña. Primero habría que destacar que
tal atribución puede defender la sociedad india contra los efectos
perniciosos del dinero y la estratificación causados por la rique­
za. T anto el d inero com o la riqueza se pueden obtener por medio
de convenios ¡lícitos con los espíritus. Sin em bargo, se dice que
dichos pactos pueden acarrearle al resto de la com unidad desas­
tres, com o la enferm edad y el fracaso de los cultivos. La versión
de M ishkin del Ccoa fam iliar del espíritu de la m ontaña es un
caso a propósito, y Pedro Carrasco relata una creencia sim ilar
entre los indios tarascos de México, relacionada con la gente que
le vende el alm a al diablo para obtener dinero o para rom per las
leyes de la naturaleza y acelerar el crecim iento o las ganancias
derivadas del ganado; a cam bio del alma, una persona puede
obtener una serpiente que excreta monedas, o un toro o una oveja
que crecen má.s rápido de lo normal. “En su defensa de la
pobreza”, escribe C arrasco, tocando un tema análogo a uno que
desarrollara W olf (1955) en su análisis de las “ com unidades
corporativas cerradas" de los indios en todas las tierras altas de
A m érica L atina, “p ueden verse com o una d efen sa del m odo
de vida indígena. La econom ía del dinero im puesta desde afuera
es una influencia dañina para la aldea com unitaria, que le crea
conflictos o la pérdida de sus tierras en beneficio de ex trañ o s”
(1957: 48). Evon Vogt detalla funciones sim ilares de acusacio­
nes de la brujería, relacionadas con el Señor de la T ierra, que
sirven para dism inuir la estratificación social y para oponerse al
dinero (1969).

¿ D io s e s blancos?

En cuanto a la identificación de sus espíritus dueños con los


blancos y m estizos, es conveniente notar cuánto odian los indios
a estos extranjeros, y que la gran hostilidad que los consum e
refleja un sentido subyacente de solidaridad pan-india. Sobre
G uatem ala, LaFarge escribe

Los indios, comu un ludo, tienen una clara conciencia de sí mismos,


en tanto que forman un vasto cuerpo bajo eondicioncs especiales
dentro de la nación. Quizás el sentim iento no sea lo suficientemente
fuerte como para provocar una cooperación duradera entre las tribus,
pero está presente de todas formas. Parecen considerarse a sí mismos,
incluso hasta el día de hoy, como un pueblo conquistado y como los
verdaderos nativos del suelo (1947: 15).

D avid Forbes afirmó en 1870 que los aym ará alim entaban un
odio inveterado y profundam ente arraigado contra los blancos,
y que se consolaban con la idea de que un día obtendrían la tierra
de sus antepasados. En el curso de su trabajo de cam po entre los
aym ará, en la década de 1940, LaBarre llegó a la mism a conclu­
sión; él subrayó la hostilidad hacia los blancos, a quienes sólo
muy de vez en cuando se les perm itía pasar la noche en los
poblados indígenas. Explicó que las barracas de los ingenieros
estadunidenses de C orocoro eran un com plejo con una gran
muralla, d efen d id o por una am etralladora, y en su opinión, la
agresión de los indios que ya estaba en m archa; sólo pudieron
contenerla los blancos con los “ habituales métodos terroristas de
una casta su p erio r” (1948: 158).
En vista de esto, logram os un sentido más profundo de la
vehem encia y tam bién de la racionalidad con la que los indios le
atribuyen a ciertos espíritus dueños, caractcrí:;:icas de hombres
blancos, cu an d o los intereses de dichos espíritus se fusionan o
tienen que ver con la p ropiedad, las em presas, o m otivos de
control p o r parte de los blancos. Y sin em bargo, en el m ejor de
los casos, a uno lo deja p erp lejo que los indios puedan tam bién
reverenciar a estos esp íritu s en calidad, p o r ejem plo, de an tece­
sores de linaje y p rotectores de la vid a: en Bolivia, donde al
espíritu de las m inas d en tro de las m ontañas se le describe y se
Je tom a com o a un b lanco en térm inos bastante precisos, es
tam bién, según las p alab ras de N ash, una proyección de las
esperan zas de los m in ero s para el futuro y su aliado (1972: 233).

V a r ia c io n e s

La atribución de m aldad o de características no indígenas a los


esp íritu s dueños, no se encuentra en todas las com unidades
indígenas, ni incluye tam p o co a todos los espíritus dueños, ni
siquiera en aquellas co m u n id ad es don d e se designa de esta forma
a uno o m ás espíritus. En las com unidades que no tienen nada
que ver con la vida co m ercial; o en las com unidades que lian
logrado m antener a raya a los foráneos, tales com o la de Q 'ero
en el departam ento del C uzco o el ayllu boliviano Q ollayanaya
de K aata, no se describe al espíritu de la m ontaña com o m aligno
o no indio. Bastien hace notar repetidam ente que en el sentido
de integridad que se le da a la com unidad por su conexión con
el espíritu de la m ontaña, aporta una base firme para la so lid ari­
dad del ayllu y para la m oral y racionalidad que rechaza la
usurpación exterior dei cu erp o de la m ontaña (incluyendo los
intentos de los no indios de apropiarse d e las tierras de ellos
[1978]). En las com unidades donde a algún espíritu dueño se le
adjudican rasgos no indios y m alignidad, com o al dueño del oro
y lu plata entre Jos aym ará de C hucuito descrito por T schopik,
existen tam bién otros esp íritu s dueños a los que considera bene­
volentes, c o m o eí dueño de las llam as, que tiene un nom bre indio
y habita en una m ontaña (1968: 135). A otros espíritus dueños
de la naturaleza se les identifica con m ontañas que tienen nom ­
bres de santos cristianos, y que así se les designa en los rituales.
Es cierto que si se les ofende pueden retirar su apego, pero no se
les considera activam ente m alignos, por lo cual los ritos propi-
ciaiorios de estos espíritus dueños tienden a ser cíclicos, o a tener
una frecuencia estacional, excepto en casos de em ergencia. Sin
em b arg o , al espíritu dueño de los peces del lago se le hacen actos
p ropiciatorios constantes; las espinas d e los pescados cocinados
se q u em an en form a ritual y se le pide al viento que lleve el humo
hacia el lago, para que los dem ás peces sepan que al pez atrapado
se le ha brindado un buen trato. El objetivo principal de este rito
es con v en cer al dueño de los peces de que a sus súbditos se los
trata con respeto. Si no lo hacen, ya no podrán atrapar peces y
las redes se les rom perán.
Los espíritus dueños con rasgos no indios pueden coexistir
con los indios que representan intereses indígenas. En Zinacan-
tán, C hiapas, la identidad india definitivam ente no está presente
en la figura del Señor de la Tierra, pero sí lo está, y muy notoria­
m ente, en los doce dioses ancestrales que habitan las doce
m on tañ as sagradas con el perm iso del S eñor de la T ierra (al que
se le representa com o un ladino gordo y codicioso). Al contrario
que el S eñor de la T ierra, estos doce dioses son los prototipos de
todo lo que es bueno y correcto para los zinacantecos, cuyos ritos
bpsicos son la réplica de dichos m odelos, transfiriendo por
analogía propiedades que son del reino de los dioses, a la esfera
de los indios. C om o contraste, en un intercam bio por dinero con
el S eñ o r de la Tierra, la transferencia de propiedades ocurre por
m edio de una venta com o una transacción por una m ercancía con
los ladinos gordos que él sim boliza. M ientras que el Señor de la
T ierra controla la naturaleza y tiene el poder de otorgar dinero a
cam bio de alm as, en un intercam bio que am enaza al resto de la
com unidad, los doce dioses ancestrales de la m ontaña, subordi­
nados a él, regulan las relaciones sociales de los indígenas. En
las sociedades indígenas vecinas, estos dioses están aún más
estructurados, pertenecen a linajes de línea paterna, y éste bien
pudo ser el caso de Z inacantán (Vogt, 1969).
A un cuando el espíritu dueño de la m ontaña tiene los rasgos
de un rico explotador blanco, tam bién puede tener características
que lo asocíen con indios y con im aginería anterior a la C onquis­
ta, com o en la descripción que registró Earls del W am uni de
A yacucho, quien aparece con frecuencia bajo form a hum ana,
“cabalgando en un herm oso corcel blanco, lujosam ente apareja­
do con una fina m ontura, y sudadera San Pedrana, con riendas
de plata, anteojeras, todo com pleto. Usa un bello poncho, poncho
p alla y de los antiguos, muy fino, con espuelas; se viste como
estos hacendados ricos” (1969: 67).
R e c ip r o c id a d y m e d ia c ió n

En este aspecto, el w am ani evoca la figura am bigua dei curaca,


el cacique local, m ediador entre la com unidad y el centro de
autoridad: el rey inca antes de la C onquista, y los funcionarios
españoles después de ella. De hecho, el cronista indio del siglo
x v ii, Pom a de Ay ala, m enciona que los jefes locales de ¡a región
de A yacucho, durante el tiem po del Im perio inca, eran llam ados
w am anis (Earls, 1969: 77). Al revisar esta analogía entre curaca
y espíritu de la m ontaña dueño de ¡a naturaleza, es necesario
analizar el papel cam biante del curaca bajo el m andato español,
lo m ism o que las propiedades am biguas inherentes a la recipro­
cidad com o m odo de intercam bio.
Se ha dicho que hacia tiñes del periodo del Im perio inca, los
curacas absorbían poderes cada vez.m ás grandes, no m uy d ife­
rentes de aquellos de los señores feudales, y que este proceso
estuvo predeterm inado por la estructura del gobierno inca, que
sem bró la sem illa, p o r así decirlo, de su autodestrucción (W ach-
’tel, 1977). D esp u és de la c o n q u ista este p ro ceso de aceleró .
Los curacas tendieron a transform arse en los esbirros de los
españoles con el nuevo sistem a de explotación racial, y si bien
dism inuyeron sus poderes globales, la naturaleza despótica de
su control aum entó. En vez de m ediatizar los intercam bios
recíprocos de ofrendas como el medio de que disponía la so cie­
dad para distribuir m ercaderías dentro de la econom ía, ¡os cura­
cas m ediatizaban sistem as de intercam bio opuestos, cada uno
con im plicaciones radicalm ente diferentes para las definiciones
del hom bre, del cosm os, y el significado del trato social. Por un
lado, el curaca corporizaba el eje de la interacción recíproca de!
intercam bio de ofrendas; mientras que por el otro, ahora tam bién
m ediatizaba el pago forzoso de tributo junto con el intercam bio
de m ercancías con fines de lucro. Así, había tres niveles de
am bigüedad que se superponían unos a otros: la am bigüedad
inherente a la reciprocidad; la am bigüedad del estrato de los
curacas hacia fines del Im perio inca; y la am bigüedad final, que
com enzó con el m andato español y continúa hasta hoy: la m e­
diación de sistem as de intercam bio opuestos -in tercam b io de
ofrendas con el intercam bio de mercancías basado en el lucro y
en la violencia.
A ntes de la C onquista, un sistem a de intercam bio perfecta­
m ente equilibrado determ inaba la eficiencia y estabilidad de la
econom ía, sin dinero, sin propiedad privada, sin principios de
m ercado ai intercam bio de mercancías. Este equilibrio económ i­
co estaba com puesto por intercam bios entre productores cam p e­
sinos en la base de la sociedad; daban tributos, que se conside­
raban ofrendas, a sus caciques inm ediatos, los que a su vez eran,
responsables de la redistribución de las dádivas; buena parte de
ellas volvía a los productores, y algunas, por supuesto, se guar-
daban por el rey inca. En buena m edida este sistem a económ ico
funcionaba bien por la puntillosa reglam entación burocrática
establecida por la nobleza incaica; sin em bargo, la religión y la
circu nscrip ció n ritual de intercam bio tam bién era indispensable
que operara con éxito.
El rasgo singularm ente im portante que se debe tener en
cuenta es que los intercam bios que juegan el papel determ inante
en la econom ía de las sociedades prem ercantiles, no son tanto
intercam bios económ icos sino más bien intercam bios recípro­
cos de ofrendas. Por lo tanto, como dice Lévi-Strauss, los bienes
intercam biados son, adem ás de su valor utilitario, “ instrum entos
para realidades de otro orden”, m arcando actos que son más
que económ icos (1964: 38). Son “hechos totalm ente so ciales”,
sim ultáneam ente sociales, morales, religiosos, m ágicos, econó­
micos, sentim entales y legales. Esto im plica que la evaluación
del valor de las m ercaderías intercam biadas es altam ente sub­
jetiva, incidental m ente específica, y que es más una función
de la re la c ió n e s ta b le c id a que e! v a lo r s u p u e s ta m e n te in ­
h eren te a la cosa intercam biada. El intercam bio recíproco de
ofrendas tam bién im plica y crea una arm onía social, haciendo
socios a los individuos; así, le agrega una nueva calidad al
valor intercam biado. D icho sistem a acentúa la generosidad y
la distribución, a] tiem po que estim ula la necesidad de cooperar
y trabajar. Y tam bién debe actuar un principio más profundo,
a saber, el reflejo en el intercam bio de ia capacidad hum ana y
la necesidad de identificarse con los otros; gracias a esta iden­
tificación con el otro, uno se conoce a sí mismo. El intercam bio
recíproco es un tipo de empatia que vigoriza un m odo de
producción social, cuyo objetivo es hacer que el extraño se
vuelva co nocido y que el indiferente pueda involucrarse. N egar
dicho intercam bio significa negar la amistad y el sistem a de
diferencias que sustenta la identidad, y la cillera de los dioses
en este aspecto es tan despiadada, com o la guerra que tam bién
sigue con los hom bres.
Sin em bargo, en un sistem a m ercantil de intercam bio de
m ercancías, m ediatizado por un eq u ivalente abstracto y general
de dinero, se acentúa el individualism o posesivo, lo m ism o que
la búsqueda competitiva de lucro. A quí, el acicate sin piedad de la
autorresponsabilidad y la acum ulación privada alien ta el trabajo
y transform a la cooperación d e un fin en sí m ism o, en una
utilidad para el provecho privado. El intercam bio refleja relacio­
nes sociales que subordinan la em patia al interés propio y los
hom bres a las cosas, y es aquí donde el valor parece objetivo,
preciso y general, com o lo establecen los precios.
Con la m ediación de los curacas en la so beran ía incaica, la
tierra trabajada por los com uneros se ponía a un lado para el rey
y el culto al sol, m ientras que el control local se reconocía
im plícitam ente al dejarse el rem anente para la com unidad, la que
lo dividía sobre uña base más o m enos anual, para satisfacer las
necesidades cam biantes de los grupos fam iliares. El producto de
los cam pos del Estado iba en parte a los graneros estatales para
ser usado en las épocas de ham bruna. El trabajo o b ligatorio o los
requerim ientos de la mita se o rganizaban sin p o n e r en peligro la
autosuficiencia ni del grupo fam iliar ni de la co m u n id ad , y a los
trabajadores se les pagaba a expensas del rey. La generosidad
era la nota clave para definir el tenor de los intercam bios, y era
obligatoria. Esto trae a la m ente el planteo de M auss, referido a
las econom ías basadas en intercam bios a m anera de regalos: “ La
generosidad es necesaria porque de otro m odo N ém esis tomará
venganza por la riqueza y felicidad excesiva de los ricos, dando
a los pobres y a los d ioses” (1976: 15). En 1567, un inspector de
la C orona de E spaña notó que el S eñor de los a y m a rx le daba
m ucho de com er a sus vasallos, porque de lo co n trario se ofen­
dían, y al inspector esto le pareció una com pensación menos que
adecuada, fundam entada en una especie de “ abuso supersticio­
s o ” (M urra, 1968: 135). Pero es precisam ente este “abuso su ­
persticio so” el que se encontraba en el co razó n del sistema
económ ico, haciendo que aquello que a los de afuera les parecía
un intercam bio desigual, le resultara a los participantes un inter­
cam bio justo, aglutinando de esta form a los iconos de la natura­
leza, el trabajo, los amos, los vasallos, con el todo legítim o y
pleno de significado. Por ejem p lo , se puede señ alar que en el
léx ico aym ará no se hacían distinciones entre una llam a sacrifi­
c ad a a los espíritus dueños de la naturaleza y otra llam a sacri­
ficad a al curaca.
En un sistem a de trueque que está organizado con base en la
recip ro cid ad de una m ultitud de valores de uso, tanto el senti­
m iento religioso como el sistem a sem iótico se verán circunscri­
tos por el juego y la estructura de las relaciones sociales, que
canalizan los intercam bios y quedan ratificados por ellos. En este
sen tid o , no sólo la “ econom ía” está subordinada a la “sociedad” ,
sino q u e el intercam bio tiene una propensión persistente a la
incertidum bre, donde el d ador presupone la buena fe del que
recibe, y viceversa. La naturaleza circunspecta del ritualista del
trueque en contextos no m ercantiles es un testim onio de esta
incertidum bre. El trueque no es garantía de reciprocidad, ni con
los dioses a los que uno ofrece sacrificios con la esperanza de
recibir algo más grande a cam bio, ni con los am os o vecinos; uno
no exige tanto sino que m ás bien desea, se com prom ete, facilita
m ágicam ente y espera; uno tiene las m ism as probabilidades de
ser com ido por los dioses o de que éstos lo alim enten; y en cuanto
al trueque con los dem ás hom bres, los festivales y las guerras
están m uy cerca unos de otras. En un sistem a de m ercado, por
otro lado, la situación es muy diferente. La paz del m ercado y la
estabilidad de la sociedad requieren de m ucho menos confianza
y de m ucho más cálculo utilitario, porque lo fundam ental es la
persecución de la ganancia personal. A quí, la incertidum bre se
ve co m o una función de un m ecanism o económ ico abstracto, el
m ercado, y no como una función de confianza.
La cualidad de am bigüedad, que es básica para la reciproci­
dad, explica en buena parte los tonos m ezclados de confianza y
tem or que se encuentran tanto en la adoración andina de la
naturaleza com o en la relación entre señ o r y cam pesino, donde
los hom bres se encuentran en paz pero “en un curioso estado
m ental con un miedo exagerado y una generosidad igualmente
exag erad a, que sólo parece estúpida a nuestros propios o jo s”
(M auss, 1967; 79). G racias a su participación colectiva en ¡os
rituales, a la organización teatral y al em bellecim iento dram ático
de todo lo que es esencial para el trueque de regalos, la gente
consolida estas propensiones antinóm icas dentro de una forma
e quilibrada. La necesidad de esto aum enta en la m edida en que
las relaciones entre los participantes de un intercam bio se hacen
m ás am biguas, y en la m edida en que se acentúa la distancia
social entre los com uneros y sus jefes o sus dioses. E sto va a
resultar un desafío m ás grande, cuando la historia aprehenda a
los jefes y los dioses y haga conocidos a los extraños e in d ife­
rentes a los involucrados. En ese punto, la reciprocidad com o
proceso de em patia va a estar propensa a las perturbaciones más
descabelladas.
El rey inca construyó su dom inio con la reciprocidad existente
en la com unidad local. Transform ó sus credos en su función de
absorber y redistribuir los tributos, m ediante los oficios de los
curacas. Por lo tanto, el curaca corporizó muy agudam ente la
tensión del Estado incaico: la contradicción entre la existencia
continuada de la com unidad y la negación de la com unidad por
parte del Estado. De todos los cronistas, Blas V alera fue el que
vio m ás claro, com o dice Murra: “ La ayuda m utua, la reciproci­
dad en las tareas privadas y com unales, era una costum bre
sum am ente antigua; ‘el inca la aprobó y la reafirm ó con una ley
prom ulgada al respecto’. Era esta costum bre sum am ente antigua
ia que constituía los fundamentos- del sistem a de ingresos del
Estado; el resto fue un intento ideológico que probablem ente
convenció a unos pocos, aparte de algunos cronistas europeos”
(1956: 163). No hay duda de que el imperio de los incas se
construyó sobre la explotación del cam pesinado, y que su redis­
tribución fue una construcción ideológica que se erigió sobre la
base de la reciprocidad, y se sostuvo por haberle agradado a la
divinidad de la cíase gobernante, pero tambie'n es esencial en­
tender, como afirm a W achtel, “que esta explotación no fue
experim entada com o laJ por los que estaban sujetos a ella; por el
contrario, tenía sentido dentro de una visión coherente del m un­
d o ” (1977: 83).
D espués de la Conquista desaparecieron casi por com pleto
los factores que condicionaban esta invisibilidad de la exp lo ta­
ción. El rey inca, cabeza ritual de todo el sistem a, fue asesinado,
y el Cuzco ya no fue más el centro sagrado del Im perio. Los
figurones de la religión inca se extirparon, dejando a los cam p e­
sinos con sus huncos locales, a las que continuaron adorando en
ritos secretos. Los españoles confiscaron gran parte de las tierras
de los indios, y se interrum pió el patrón ecológico de uso. El
sistem a de la mita del trabajo obligado bajo el régim en inca, se
transform ó en una terrible parodia de sí misma; com binada con
pesadas exacciones tributarias por parte de los españoles, term i­
nó siendo un trabajo asalariado obligatorio. Este nuevo sistem a
de explotación debilitó decisivam ente la legitim idad que anti­
guam ente había som etido a los súbditos a sus reglas. “La cuota
desfavorable de trabajo para la recom pensa obtenida, fue em peo­
rando gradualm ente durante el siglo x v m , dice Kubler, “encon­
trando expresión en las rebeliones fulm inantes del último cuarto
del siglo x v m ” (1963: 350). La autosuficiencia de la econom ía
incaica quedó destruida, porque adem ás de la usurpación de la
tierra y la interrupción del uso ecológico, el equilibrio económ i­
co que había prevalecido se trastocó por la introducción de una
econom ía m ercantil basada en exportaciones e im portaciones
que aum entaron enorm em ente la dem anda de la capacidad de
producción india (Ib id : 370). En m uchos aspectos, el sostén de
este nuevo sistem a continuó siendo el curaca, quien mediaba
entre el dom inio español y la hostilidad indígena, y quien vio que
era necesario explotar a sus súbditos para poder cum plir con sus
propias obligaciones tributarias. Según Kubler, esto afectó seria­
mente la m oralidad social de la vida indígena. “ En estas circuns­
tancias," dicen G iorgio A lberti y Enrique M ayer, “el curaca
falsificó la antigua idea de reciprocidad con el fin de constituir
un vasto seguim iento personal que tuvo un efecto profundo en
los lazos com unitarios y en el sistem a tradicional de reciproci­
dad” (1974: 20). El curuca controló de inm ediato a las com uni­
dades indígenas, m ovilizó el trabajo obligado en las m inas y
otros lados, y entregó a los españoles un tributo com unalm ente
organizado, al igual que hoy en día se dice que los wam anis de
A yacucho convierten en oro y plata las ofrendas que les hacen
los indios, y que más tarde entregan a los gobernantes blancos
de Lima (Earls, 1969: 70). A él sólo se le perm itió adoptar los
sím bolos de prestigio de usar ropas españolas y caballo, cosa que
hizo ansiosam ente; tam bién en esto es como el wamani, quien
con su poncho de los antiguos y vestido de hombre blanco,
representa la form a híbrida y las contradicciones espectaculares
que tom an por asalto a la econom ía, la sociedad y la vida
religiosa de los indios.
Para entender m ejor esto es necesario captar la tensión histó­
rica corporizada en las figuras del curaca y del espíritu dueño de
la naturaleza, a través de quienes las corrientes opuestas de la
C onquista y la resistencia india, corrían parejas dentro de las
cosm ologías yuxtap u estas de españoles e indios. La C onquista
y la colonización d estruyeron buena parte de la sociedad in d íg e­
na, es cierto, pero tam bién es cierto que, reeiaborada en un tem a
de defensa, la tradición india triunfó sobre la aculturación, com o
señalan W achtel y m uchos otros (1977). La lógica interna del
sistem a económ ico prehispánico, que estaba basado en la reci­
procidad y la redistribución, quedó subordinada a la hegem onía
española, que se m antenía en gran m edida por la fu'erza bruta, la
esclavitud asalariada y los m ecanism os de m ercado (cf. Lock-
hart, 1968: 27-33). Pero com o afirm aron A lberti y M ayer, aun
teniendo en cuenta su desplazam iento, proletarización y ex p lo ­
tación, los indios m antuvieron la econom ía de reciprocidad,
sobre todo, bajo la form a de una ayuda m utua en las relaciones
de producción (1974: 20). Lo que es sum am ente significativo,
com o ¡lustrara W achtel, es que los indios continuaron evaluando
sus relaciones con los nuevos am os, blancos o indios, según el
criterio de reciprocidad, a pesar de que se abusara de ellos o se
les negara co nstantem ente (1977: 115}. En la m edida en que este
principio de reciprocidad era una fuerza viviente en la m ente de
los indios, sig n ific a b a p roblem as. R epitiendo lo dich o p o r
Mauss, negar la reciprocidad es invocar la guerra y la có lera de
los dioses.
Esto me lleva a su g erir que la m alicia de los espíritus dueños
de la naturaleza, desde la C onquista hasta el día de hoy, co rres­
ponde a esta negación de la reciprocidad, com o la tuvo que negar
el sistem a envolvente del intercam bio de m ercancías. Los espí­
ritus de los m uertos, y los dioses, son los verdaderos d ueños de
la riqueza de los A ndes; con ellos, era y es necesario hacer
trueques (y no hacerlos es peligroso). C om o está escrito en la
estética y la m oralidad del trueque de ofrendas, la reciprocidad
tiene por fin com prar la paz. De esta m anera se m antiene bajo
control al potencial del m al, que lo puede m atar a uno. Los indios
persisten en ver al m undo de esta form a, y no les falta razón;
aunque acallada, la vieja econom ía coexistía con las caracterís­
ticas de la nueva. Se estableció una econom ía dual, y la oposición
a la C onquista no sólo persistió, sino que se transform ó, en un
am plio sentido, en la cultura m ism a. Sin em bargo este m undo
fracasó en cuanto a corresponder a los dictados de la recip ro ci­
dad; los circuitos de intercam bio ya establecidos entre la n atu ra­
leza V los p ro d u c to re s, m ed ia tiz ad o s por los esp íritu s d u eñ o s,
se vieron seriam ente am enazados por las exacciones de los
españoles.
Precisam ente, con m otivo de la toma por asalto de su visión
coherente del m undo, el universo de los conquistados está lejos
de carecer de sentido. En cam bio, tiene una plétora atem orizante
de significados, según los cuales los antiguos dioses han de ser
alim entados para rechazar el mal (com o se ilustra tan decorosa­
m ente con el nacim iento del T aqui Onqoy, de poco después de
la C onquista, y con los ritos actuales al espíritu diabólico, dueño
de las m inas bolivianas). La Conquista y el intercam bio de
m ercancías pueden haber exacerbado la am bigüedad de los
espíritus dueños, pero el ritual, que por fuerza expresaba esta
am bigüedad, sirve para atarlo al corazón de los m ineros. T am ­
bién sirve para atar su s propensiones a la producción y la
destrucción a una síntesis trascendente: una afirm ación recíproca
de la reciprocidad misma.
12. LA TRANSFORMACIÓN DE LA MINERÍA
Y LA MITOLOGÍA MINERA

La m in e r ía a n t e r io r a la C o n q u is t a

En la época de los incas, la minería era más bien una actividad


en pequeña escala. Era m anejada como un m onopolio estatal, y
el trabajo estaba organizado con base en el trabajo obligado
rotativo, la ya m encionada m ita, la que no rep resen tab a preci-
■mente una pesada carga'para los mineros (Row e, 1957:52). John
Leddy Penham se hace eco de la opinión prevaleciente, cuando
dice que la m inería era una actividad económ ica secundaria
porque los incas sólo valoraban al oro y la plata com o una forma
de ornam entación y no com o una m oneda corriente o com o un
depósito de riquezas (1967). La diferencia esencial entre la
m in e ría a n te rio r y p o s te rio r a la C o n q u ista , ra d ic a en que
la prim era era una parte dim inuta de una econom ía autosufi-
ciente, m iéntras que la segunda se transform ó en el aspecto
principal de ¡a econom ía capitalista del m undo burgués, donde
los m etales preciosos del N uevo M undo jugaron un papei vital
en las prim era etapas de la acum ulación de capital.
G arcilaso de la Vega, quien no fue renuente a identificar el
tributo forzoso cuando ocurría en otras esferas de la econom ía
incaica, fue term inante al afirm ar que los m etales preciosos se
extraían antes de la C onquista, no com o parte de un tributo
forzoso, sino en calidad de regalos para el gobernante divino:

El oro, la plata y las piedras preciosas que poseían los reyes incas en
tan grandes cantidades, como es bien sabido, no se producían para
ningún tributo forzoso que los indios tuvieran que pagar, así como
tampoco eran exigidos por ios gobernantes, porque tales objetos no
se consideraban necesarios ni para la guerra ni para la paz, ni se los
valoraba como propiedades o tesoros. Como ya hemos dicho, nada
se compraba ni se vendía, ni con oro ni con plata, y estos metales no
se usaban para pagar.soldados ni se entregaban para abastecer ningún
lipo de necesidad. Con.sccucntcmcntc, se les tomaba como algo
superfiuo porque no servían para comcr ni eran útiles para obtener
alimentos. Sólo se los estimaba por su brillo y su belleza, para
adornar los palacios reales, los templos del Sol y las casas de las
Vírgenes (1966: 253).

Estos m etales tenían un estatus sagrado, según correspondía


a las cosas que se regalaban a un rey. Los curacas, quienes
visitaban al rey en ocasión de los grandes festivales en honor al
sol, la trasquila de las llamas, las grandes victorias y el nom bra­
m iento del heredero del trono, al igual que cuando debían
consultar al rey sobre cuestiones más m undanas de tipo adm inis­
trativo, jam ás lo hacían sin obsequiarle oro y plata.

En todas estas ocasiones nunca besaban las manos del Inca sin antes
entregarle todo el oro, la plata y las piedras preciosas que sus indios
habían extraído cuando no tenían otro trabajo que hacer, porque
como el trabajo minero no era necesario para sustentar la vida, sólo
lo realizaban cuando no tenían otros asuntos que atender. Pero como
eJJos vieron que estas artículos se usaban para adornar los palacios
reales y ¡os templos, lugares que ellos tenían en tan alta estima,
empleaban su tiempo libre en buscar oro, plata y preciosas
para obsequiar al Inca y al Sol, sus dioses (Ibitl: 254).

C obo nos dice que los m ineros adoraban a las m ontañas que
contenían ¡as m inas y a las minas m ism as, a las que les pedían
que les dieran su mineral. Uno de los secretarios de Pizarro
describe m inas de 60 a 240 pies de profundidad, que eran
trabajadas por unos pocos m ineros, tanto hom bres como m ujeres
(veinte de un je fe , cincuenta de otro). Le dijeron que los m ineros
sólo trabajaban cuatro meses al año, y M urra interpreta esto
com o consecuencia de que tuvieran que regresar a sus aldeas
para retom ar sus responsabilidades con la agricultura (1956:
189). M urra cita también a Cieza de León para decir que cuando
los aldeanos estaban trabajando en las m inas, el resto de la
com unidad atendía sus tierras, y que los hom bres solteros no
podían ser m ineros; solam ente se aceptaba a los jefes de fam ilia
con buen estado físico. O tras fuentes afirm an que cada unidad
de cien fam ilias debía cooperar con un m inero, sobre una base
de rotación (Ib id .). Cuando escribió en 1588, Acosta dijo que el
inca le proporcionaba a los m ineros todo lo que necesitaban para
sus gastos, y que la m inería “ no era para ellos una servidum bre
sino m ás bien una vida ag rad ab le” (1880: 418).

LA MINERÍA EN TIEMPOS DE LA COLONIA

C on la llegada de ¡os españoles, la m in ería se transform ó en una


industria grande y voraz, p iedra fu n d am en tal de la econom ía
colonial. LaBarre es de la opinión que en cualq u ier m om ento que
se tom ara, un poco m is del 14% de la población aym ará hacía
trabajos forzados en las m inas, y que la m ortalidad entre estos
indios era extrem adam ente alta. A firm a que unos ocho m illones
de andinos, aym ará en su m ayoría, m urieron en las m inas en el
transcurso de todo el periodo colonial (1948: 31).
La minería fue una causa im portante de la desintegración de la
com unidad y de la destrucción de los lazos efe parentesco. Esto
ocurrió com o consecuencia directa de las asignaciones de traba­
jo s forzados y com o consecuencia indirecta de la fuga de los
indios de sus com unidades de origen, para evitar dichas asigna­
ciones. Otros indios se sentían atraíd o s a las m inas porque podían
funcionar como trabajadores asalariados libres, y podían obtener
dinero con qué pagar los im puestos reales. Y otros m ás parecen
haber preferido las m inas a otra situ ació n aún peor en sus
hogares, la que seguram ente se p resentaría, con un curaca tirá­
nico que era dueño y señor de los cam p esin o s atrapados.
C on la cam biante com posición de la g ente, dentro y en torno
a las m inas, cam bió tam bién la vieja o rg anización del ayllu. Las
p arejas casadas raram ente eran del m ism o pueblo de origen, y
“ ante la ausencia de los lazos de p aren tesco m ediante los cuales
se articulaba la reciprocidad y el truque tradicionales, las normas
y los patrones de riqueza y de p restigio social se alteraron”
(Spalding, 1967: 114). Las tasas de sex o s estaban enorm em ente
desequilibradas. En Yauli, una región m inera próxim a a Huaro-
chirí, el 24% de la población adulta de varones, en 1751, estaba
com puesta de hom bres solteros, sin co n tar a los viudos (Ibicl:
121 ).
Pero algo se retuvo de la vieja form a del ayllu. Karen Spalding
habla de su “ reconstrucción", y n o s refiere a la institucionaliza-
ción de la cooperación económ ica y de la ayuda mutua entre los
m in ero s. En realidad, esto constituía una ventaja tanto para los
esp añ o les com o para los indios. ¿C óm o se podía sostener una
em p resa tan gigantesca en condiciones tan inhóspitas sin perm i­
tirles a Jos indios algún nivel de control sobre sus propias
activ id ad es? A quí com o en cualquier otro lugar de los A ndes, la
estrateg ia de los españoles consistió en integrar la sociedad india
a las nuevas form as económ icas. C orrectam ente guiados desde
arriba, los patrones indígenas d e organización social, que d eri­
v ab an en gran parte de los principios de a ine (reciprocidad),
p o d ía n ayudar a los españoles a m antener su control. Por ejem ­
plo, fue precisam ente m ediante las form as de ayllu o quasi-ayllu,
que los españoles asignaron a los m ineros indios las tierras
ad y acen tes a las minas. Los españoles fueron incapaces de
d esarro llar principios m odernos de organización laboral. No
poseían los recursos para desarrollar una clase m inera com ple­
tam ente especializada, y mucho m enos para m antenerla; así,
algunos elem entos de reciprocidad se incorporaron a la base del
m arco capitalista en evolución. Las relaciones sociales entre la
clase baja estaban tan obligadas por gratitud al pasado prehispá-
nico, com o lo estaban las exigencias del nuevo m odo de explo­
tación.
El trabajo en las minas era excesivam ente opresivo. A los
m ineros se les pagaba el jornal tanto cuando trabajaban bajo el
sistem a de la m ita como cuando lo hacían com o jorn alero s libres,-
aunque la paga de los prim eros era m ás baja que la de estos
últim os. Los trabajadores de la m ita eran responsables de su
p ropia transportación. Rowe cita distancias de alrededor de cien
leguas, que llevaban entre dos y tres m eses de viaje. Por ejem plo,
la partida de la m ita de Chucuito a Potosí en la década de 1590
incluyó siete mil m ujeres, hom bres y niños, y más de cuarenta
mil llam as y alpacas, para alim ento y transporte (Row e, 1957:
174).
A tiñes del siglo xv i se introdujo en Potosí un sistem a de
doble turno, y los mineros perm anecían bajo tierra desde los
lunes a la tarde hasta los sábados a la tarde, en los pozos húm edos
y contam inados de las minas. C ontrolaban la duración de los
turnos por el tiem po en que se consum ían las velas, y trabajaban
con picos que pesaban entre veinticinco y treinta libras (10.89 y
13.60 kilos), contra rocas usualm ente duras com o el pedernal.
En el siglo XVIII el trabajo se regulaba con un sistem a de cuotas
y no de tiem po. Los trabajadores libres trabajaban con el pico,
m ientras que los trabajadores de la m ita transportaban el m ineral
hasta la superficie, utilizando largas escaleras. Las bolsas que se
usaban contenían cien libras de mineral, y se esperaba que cada
trabajador sacara veinticinco bolsas en doce horas; caso contra­
rio, el salario se reducía proporcionalm ente. Una m anera de
cum plir con la cuota era que los trabajadores subcontrataran a
otros indios, pagándoles con parte de sus salarios. En tales
condiciones, muchos trabajadores de la m ita term inaban sus
servicios fuertem ente endeudados, lo que los obligaba a huir a
alguna región que no fuera su com unidad de origen, o bien a
perm anecer en las minas com o trabajadores libres. Cada fuga de
la com unidad acentuaba aún m ás la carga que debían soportar
los que quedaban en casa. Las cuotas de la m ita dism inuyeron
m ucho más lentam ente que el numero de originarios disponibles
para satisfacer la asignación, y “los propietarios potosinos eran
despiadados en su insistencia de que se cum plieran las cuotas
hasta el últim o hom bre” (Rowe, 1957: 174-176).
N o es de sorprender que incluso algunos españoles se refirie­
ran a Potosí, que anualm ente consum ía a miles de nativos ino­
centes y pacíficos, como una “boca hacia el infierno”, y obser­
varan que “lo que se lleva a España desde Perú no es plata, sino
la sangre y el sudor de los indios” (Hanke, 1956: 25). Las minas
vom itaron una clase de gente rebelde y sin hogar -u n lum pen­
proletariado co lo n ial- cuya presencia y energía se iba a hacer
muy notable agitando la masa del descontento y la rebelión,
particularm ente en el gran levantam iento indígena nacionalista
de 1780, de T upac Amaru (Cornblitt, 1970).

LA RELIGIÓN Y EL CAMBIO A LA MINERÍA DE L*i ÉPOCA


d e la C o l o n ia

La m inería siem pre implicó ritual y magia, pero únicam ente


después de la Conquista implicó al espíritu del mal. Bernabé
C obo, refiriéndose a las costum bres anteriores a la Conquista,
escribió:

Aquellos que iban a las minas adoraban a las montañas que las
albergaban, al igual que a las minas mismas. A oslas las llamaban
Coya, y les imploraban que Ies dieran sus metales. Para lograrlo,
bebían y bailaban para reverenciar a esias montañas. En forma
sim ilar adoraban a los metales, a los que llamaban M am a, y a las
piedras que los contenían, a las que llamaban Corpas, besándolas y
realizando otras ceremonias (1890-1895, 3: 345).

A la ciudad m inera de P otosí se la adoraba com o un lugar


sagrado (K ubler, 1963: 397). M artín de M orúa, o tra fuente
contem poránea, describe ritos de fertilidad anteriores a la C o n ­
quista, com unes a la agricultura, a la construcción de viviendas
y a la m inería. En estos ritos se propiciaba a dos figuras: la
Pacham am a o M adre T ierra, y a la huaca perteneciente a la
em presa en cuestión (1946: 278-281). En ninguna parte de estos
relatos aparece ni siquiera un indicio de una figura del m al com o
el diablo contem poráneo de las minas bolivianas de estaño; al
contrario, la qu e está en prim er plano es la figura fem enina de la
fecundidad.
Los c e n tro s/n in e ro s, com o Potosí, eran grandes centros de
civilización española y de program as de adoctrinam iento reli­
gioso. “ Los indios de estas provincias, debido al com ercio y a la
com unicación frecuente con los españoles, están más cultivados
en las am enidades de la vida, e instruidos, y han sacad o más
provecho de la religión cristiana que los indios de otras partes,
donde no hay tantos españoles” (Cobo, 1890-1895, 1-292). Sin
em bargo, tal proxim idad y densidad de relaciones con los espa­
ñoles no tenían necesariam ente que causar los efectos an u n cia­
dos tan alegrem ente. Un sacerdote que escribió en el siglo XVII,
más o m enos en la m ism a época que Cobo, dijo:

La enferm edad de estos desafortunados es general, aunque es má.s


pronunciada en Potosí, donde esta maldita pestilencia de la idolatría
llega a su máxima intensidad [...] Desde esle país hasta Charcas (a
una distancia de más de 100 leguas y una de las regiones má.s
pobladas y frecuentadas de lodo Perú) no se ha plantado la fe, porque
las maneras de la gente reflejan la indiferencia y arrogancia, sin
ningún indicio de devoción. Más bien parecen sentir odio y enem isr
tad, y tienen una mala actitud hacia Dios.

C onsideraba que en esto los indios estaban justificados, p o r­


que “nosotros, los que les enseñam os, parecem os dem ostrarles
que nuestro ob jetiv o principal es hacernos ricos ráp id am en te", y
porque la Iglesia escasam ente daba alguna respuesta a los pro­
blem as específicam ente indígenas de la colonización (A rriaga,
1968: 78).
Si la Iglesia era incapaz de dar una respuesta, no es de so rp ren d er
que los indios tuvieran que prom ulgar las suyas, y p ersistir en la
“idolatría”. E s lógico suponer que en los asentam ientos m ineros,
donde prevalecía la explotación y el desarrollo de la m ercancía,
y donde era m ás intensa la artillería cultural m ontada por los
españoles, iban a prevalecer las form as m ás ex trem as de esa
idolatría. Si el d iablo tenía que aparecer en algún lado, tenía que
hacerlo aquí, en las m inas. A q u í debíam os su p o ner q u e iba a
aparecer en su form a m ás fiera y con m ás claridad. Las cantida­
des que se extraían de la tierra excedían am pliam ente todo cuanto
aconteciera bajo el dom inio inca; y sin em bargo, en lo m ás alto
de la escalera, los indios no encontraban otra cosa que un m ayor
endeudam iento, m ientras que el m ineral pasaba a los cofres de
los españoles. N o había la necesaria com pensación, ni m aterial
ni espiritual, para sortear los traum as infligidos a los d ioses de
la m ontaña, traum as que por sus proporciones claras e insensi­
bles, iban a sobrepasar la capacidad de resintetizar de cualquier
ritual tradicional. N ada virtualm ente le q u ed ab a a los m ineros o
a sus dioses, a qu ien es los indios, lo m ism o que toda la naturaleza
circundante, estaban obligados por gratitud. El m undo indígena
fue arrasado po r los poderes destructivos del universo que se
habían liberado de sus am arras protectoras de los p rim eros.ciclos
de trueque. La totalidad original se partió en todos los puntos.
La regeneración preexistente de los m ortales y la naturaleza fue
locam ente arreglada para que form ara un m ovim iento lineal en
un solo sentido, el cual, al ser infinito, im plicaba una concepción
m ucho más m ágica.
Al m ism o tiem po, los españoles llevaron su m etafísica propia
y peculiar referente a la m inería y los m etales p reciosos. Pode­
mos ver esto en el relato de Acosta de la historia natural; a los
m etales preciosos se les veía com o a plantas, que se engendraban
en las entrañas de la tierra por las virtudes del sol y otros planetas.
S egún Paul Sébíllot, en la Europa de fines del sig lo XV I, los
m in e ro s cre ía n que la tie rra era la d e p o s ita ría fe m e n in a de
los m etales raros, que se generaban por la acción del firm am ento
m asculino que interactuaba con la tierra que tenía d ebajo. Los
plan etas en m ovim iento actuaban en las venas abiertas de la
tierra; el oro era el retoño del sol, la plata de la luna, el estaño de
Jú p iter y así sucesivam ente. La tierra exudaba em anaciones
húm edas de sulfuro y m ercurio, las que se unían a la acción de
los planetas para crear los diferentes m etales. Se creía que el
vapor de sulfuro actuaba com o el sem en, el padre, m ientras que
el v ap o r de mercurio era la sim iente fem enina o madre. Las venas
eran úteros, cuya inclinación y orientación física los conectaba
en m ayor o menor m edida con los distintos conjuntos de influen­
c ia s astrales. Más aún, al ser orgánicos, los m inerales podían
regenerarse: cuando una mina quedaba exhausta, se le perm itía
descan sar unos pocos años; una vez m ás las influencias interac-
tuarían en las venas agotadas, para producir m ás mineral. La
verificación de este principio de refertilización vino no solam en­
te de las m inas europeas, sino tam bién de las m inas de Potosí
(1894: 392-399).
El m odelo macro y m icrocósm ico del estructuralism o anim a­
do no era m uy disímil en ciertos puntos esenciales del de los
indígenas, lo que posibilitó una gran aculturación y la continui­
dad de la m etafísica de la m inería indígena. Sin em bargo, el
concepto europeo recalcaba una única fuerza -D io s -, m ientras
que el concepto indígena acentuaba la cooperación espontánea
de las diferentes partes del organism o de! mundo y la arm onía
del todo, no dependiente de la autoridad de una fuerza externa.
A costa, por ejem plo, destaca una jerarquía clara de estatutos y
funciones donde Dios le ordena a las naturalezas inferiores que
sirvan a las superiores. Las plantas y los m inerales existen para
servir a la felicidad del hom bre, quien por su parte es súbdito de
D ios, autor y creador de to d as las m aterias. Y de todos los usos
de los m etales preciosos, el más im portante es su em pleo como
dinero, “m edida de todas las cosas”; verdaderam ente, “él es
todas las cosas”. Según la m ism a doctrina, Dios ha plantado
riqueza mineral en las Indias, lugar en donde los hom bres no
com prenden esto ni codician riquezas com o los europeos, invi­
tando así a que la Iglesia busque estas tierras y que las posea, a
cam bio de implantar la verdadera religión (A costa, 1880, I,
183-187).
Johann J. von T schu d i, quien alrededor de 1840 visitó las m inas
de plata de C erro Pasco, en las tierras altas de Perú, nos ha dejado
algunas observaciones m uy perspicaces. Lo único que reconci­
liaba a los que ahí vivían era la búsqueda de riquezas. El clim a
frío y torm entoso reinaba en una región inhóspita, donde el suelo
nada producía. La naturaleza había enterrado sus tesoros en las
entrañas de la tierra, y el m artillear incesante de los m ineros
indios que horadaban estas entrañas, mantenía al viajero desp ier­
to por la noche. La m ayoría de los dueños de m inas eran d e scen ­
dientes de antiguas fam ilias españolas, y si bien a veces ganaban
fortunas inm ensas, en su m ayoría estaban fuertem ente end eu d a­
das con los usureros de Lima, que les cobraban entre el 100 y el
120% de interés. T odo dinero ganado con un filón se disipaba'
rápidam ente con el pago de los intereses, la búsqueda de nuevas
m inas, y el jueg o. “El ardor de preservación de las personas que
se dedican a la m inería es realm ente notable”, escribió. “Sin que
los d isgustos les hagan m ella, continúan con la carrera en la
que se em barcaron. A un cuando la ruina parece inevitable, el
amor al dinero sobrepasa los dictados de la razón, y la esperanza
suscita im ágenes visionarias de riquezas aún por v en ir” (1852:
236-237). En pocos lugares se arriesgaban sum as tan enorm es
com o en las m esas de juegos. Desde las prim eras horas de la
m añana y hasta el día siguiente, se jugaba a las cartas y a los
dados, y los hom bres a veces hasta perdían su parte de futuros
filones.
Para liquidar sus deudas, los dueños de minas hacían que los
trabajadores indios extrajeran la mayor cantidad posible, sin
tom ar ninguna precaución contra los accidentes. Las galerías se
derrum baban a m enudo, y todos los años morían m uchos m ine­
ros. Las partes peligrosas de los tiros no se entibaban. “Se usan
tablones podridos de m adera y piedras sueltas com o escalones,
y donde éstos no se pueden colocar, se desciende por el tiro, que
casi siem pre corre prácticam ente perpendicular, con la ayuda de
cadenas herrum brosas y sogas, mientras que de las partes h ú m e­
das se desprenden continuam ente fragmentos sueltos de d e se ­
ch os” (Ibid: 231). Los cargadores (/¡apiras), cuyo trabajo co nsis­
tía en subir el m ineral por el tiro, hacían turnos de doce horas, y
el trabajo de m inería se sucedía sin interrupción durante todo el
ciclo de veinticuatro horas. C ada carga pesaba entre cincuenta y
setenta y cinco libras, y los ha p ires trabajaban desnudos, a pesar
de lo frío del clim a, porque entraban solos en calor con el trabajo
extenuante.
La plata se separaba del m ineral utilizando m ercurio. A unque
en algunos lugares esto se realizaba con el pisoteo de caballos,
en otras partes lo hacían indios descalzos que pataleaban durante
horas sobre la mezcla. El m ercurio rápida e irreparablem ente
dañaba los cascos de los caballos, que en corto tiem po ya
quedaban inservibles para trabajar; a los indios les provocaba
parálisis y otras enferm edades.
La plata era lo único que se producía en la región inm ediata,
y todas las necesidades de la vida, incluyendo el alojam iento,
eran excesivam ente caras. En los alm acenes abundaban los lujos
m ás exquisitos, y el m ercado contaba con las mism as m ercade­
rías que había en la ciudad de Lim a. A unque los indios trabajaban
a un nivel de industriosa p acie n cia q u e V on T schudi conside-
inútil esperar de los trabajadores europeos, eran muy pródigos
con sus salarios, que gastaban rápidam ente en todo tipo de lujos
y licores el final de la sem ana. El m inero indio nunca tuvo en
m ente ahorrar dinero, y “por disfrutar el m om ento (perdían) de
vista toda consideración para el futuro” . Hasta los indios que
em igraban desd e lugares lejanos, volvían invariablem ente a su
ho g ar tan p obres com o habían partido. Las m ercancías eu ro ­
peas, que habían com prado a precios súrhamente inflados, las
dejaban de lado en seguida. L as m ercaderías caras (que se co m ­
praban sólo cuando los m ineros trabajaban en m inas de alta
producción, donde se les pagaba a destajo) eran dejadas de lado
apenas m ostraban el más m ínim o defecto, o después de haber
satisfecho su curiosidad inm ediata. Von Tschudi cuenta que un
indio se había com prado un reloj de oro por 204 dólares (el
salario sem anal prom edio era de un dólar), y que después de
haberlo exam inado durante unos m inutos, al darse cuenta que no
le resultaba de uso práctico, lo había arrojado al suelo.
Pródigos com o eran con los salarios que ganaban en las minas
de los blancos, los indios m ostraban un com portam iento muy
distinto cuando se trataba de extraer plata de lugares que los
blancos desconocían, y en donde trabajaban según su s propios
ideales. Sólo trabajaban cuando tenían una necesidad inm ediata
y lam entable de realizar una com pra específica, y extraían nada
m ás que la cantidad necesaria para cum plir con el pago co rres­
pondiente. V on T schudi nos asegura que éste era un fenóm eno
general, y se m uestra m uy sorprendido por lo que él considera la
indiferencia de los indios en cuanto a obtener riquezas para ellos
mismos; una actitud totalm ente opuesta a la de los blancos dueños
de las m inas. El ingeniero de m inas inglés R obert B lake W hite,
describió una conducta sím íía r por parte de ¡os indios pasto, de!
suroeste de C olom bia, hacia fines del siglo XIX: “Sólo van a
buscar oro cuando quieren co m p rar algo en especial que ú nica­
mente se puede adq u irir con dinero. Pero si extraen m ás oro del'
que realm ente necesitan, arrojan el excedente al río. N o hay
m odo de co nvencerlos de que to vendan o lo cam bien, porque
dicen que si tom an m ás de lo que estrictam ente necesitan, el dios
del río ya no les dará m ás” (1S84: 245).
En form a significativa, V on T schudi se sorprendió en grado
sum o cuando oyó d ecir que los indios creían que las m inas
propiedad de blancos eran perseguidas p or horribles espíritus y
apariciones. C onsideró que éste era un com portam iento m uy
extrañ o por p arte d e los in d io s, cuya im ag in ació n , d ijo , era
“muy fértil en cuanto a crear este tipo de terrores”.

El d ia b l o , l a
V ir g e n , y l a s a l v a c ió n e n l a s m in a s
BOLIVIANAS CONTEMPORÁNEAS

Se cree que las m ontañas que están sobre las m inas de estaño
bolivianas de hoy en día, habían sido habitadas por un espíritu
llam ado hahuari, quien hoy es el diablo o T ío, el espíritu dueño
de las m inas. “Fue él quien convenció a la gente de que abando­
nara el cam po y entrara en las cuevas para encontrar la riqueza
que él había alm acenado. E ¡los abandonaron la vida virtuosa de
trabajar el suelo, y com enzaron a beber y a irse de p arranda por
Jas noches con el dinero mal habido de las m in as” (N ash, 1972:
224).
En contraposición con la agricultura cam pesina, el trabajo
m inero se considera com o algo malo. Es un error. A los cam pe­
sinos los arrastraron allí con la prom esa de riquezas, pero es la
riqueza la que carece de virtud. Es la versión andina del cuento
de Fausto, y com o le o currió a él, había un precio muy alto que
pagar:
Entonces apareció una serpiente monstruosa, un lagarto, un escuerzo
y un ejército de hormigas para devorarlos, pero cada uno de ellos fue
abatido por un rayo cuando avanzaban sobre el pueblo, cuando uno
de los asustados habitantes llamó a Nusia, la doncella inca, que más
tarde se identificó con la Virgen de las minas (Ibid.).

U na inform ante le describió la Virgen a Nash en los siguientes


térm inos:

Señora, le voy a contar de la Virgen del tiro. Ella está arriba del metal,
arriba del oro que todavía está ahí en el pozo, debajo de la iglesia y
en la pulpería. Agua hirviendo atraviesa este metal, agua cristalina
que burbujea y hierve. La Virgen es milagrosa. El metal es líquido,
Entra muy limpio, y uno no puede moverlo para nada. Una vez
fuim os al pozo que está debajo de la pulpería... ¡Qué hermoso era
[el metal]! Era como azúcar en bruto. [No se debe m overá la Virgen.]
Si se la moviera, el pueblo de Oruro la podría perder. El agua se la
podría llevar, porque la Virgen camina sobre el agua. El pueblo de
Oruro estaría perdido [...] La colina se incendiaría y nosotros nos
perderíam os en ella (1976; 77).

A sí es que la V irgen del Pozo detenía la m archa de Ja


d e s tru c c ió n . H oy lo s d is tin to s m o n stru o s p u e d e n v erse b a jo
la form a de rocas, dunas y lagos. A sí se salvaron los mineros,
aunque sólo m om entáneam ente, de la destrucción final. Lo
anterior es tan histórico com o persistente. Es una estructura de
fuerzas que la situación m antiene incesantem ente. A los m ons­
truos petrificados tallados en el paisaje de los alrededores se les
concibe ahora com o testigos m udos, pero investidos con el
potencial de regresar a la vida y continuar su marcha.
Se cree que la extracción de plata y otros m inerales conduciría
a la destrucción inevitable, si no fuera por la intercesión de la
V irg e n d e la s m in a s. P e ro e ste d ra m a m a c r o c ó s m ic o de
la salvación no se restablece sólo una vez al año para C arnaval.
E sencialm ente se establece el mism o ritual dentro de las minas,
toda vez que existe un peligro inm inente o que han ocurrido
accidentes. Este rito de los m ineros también es un dram a recu­
rrente de la salvación de una am enaza persistente de destrucción;
aquí tam bién el papel de! intercesor es volverse contra el poder
destructivo del mal; la intercesora es la Pacham am a o Madre
T ierra; los m ineros le piden que interceda ante el Tío cuando se
sienten en peligro, y cuando usan dinam ita le piden que no se
enfade. D ice un minero:

El minero, particularmente en agosto, compra su lana, grasa, coco y


otras cosas que ofrendar, diciendo: “Pachamama no me va a casti­
gar”. Con esto, él cree internamente que ha cumplido una propuesta
con la Pachamama, y a partir de ese momento puede llegar al punto
de olvidar un accidente. Entonces puede continuar trabajando con
tranquilidad. Es una costumbre que no nos impusieron los sacerdotes
(Nash, 1972: 229).

L a BATALLA DE LOS DIOSES Y LA LUCHA POR LA FERTILIDAD

¿Q ué es lo que está detrás de este antagonism o entre el diablo


varón y la M adre Tierra, siendo el uno el dueño de la mina y la
otra el espíritu de la tierra y la fertilidad? A f revisar la larga
historia de la colonización y la aculluración en las tierras altas
de A m érica Latina, uno se da cuenta de que las características
que se adjudican al Tío (diablo) y a la M adre T ierra (o Virgen)
en las m inas bolivianas, no son sino expresiones particulares de
una perspectiva muy general y de una experiencia histórica
com ún. Los efectos sociales de la colonización europea sobre los
estilos de vida indígenas parecen haber distorsionado el carácter
idealizado de la relación entre varón y hembra, hasta el punto de
transform arse en una relación de antagonism o, lo que es muy
evidente en aquellas com unidades indígenas donde la alienación
es m ás extrem a. M ientras que la divinidad fem enina — la V irgen
o la M adre T ierra— pueden tomarse com o la corporización de
los intereses indígenas y la conciencia de los oprim idos, al dios
m asculino se le ve a m enudo como la corporización de fuerzas
extrañas que se inclinan por la destrucción de las personas a
quienes alim enta y protege la parte femenina.
T anto en M esoam éricaco m o en los A ndes existe una creencia
fuertem ente arraigada en los ciclos de destrucción del universo
por parte de D ios — El Dias cristiano— , los que son conjurados
o m odificados por una santa fem enina, usualm ente la Virgen
— la V irgen india— , que im plora por la vida de su pueblo. En la
parte sur del Valle de M éxico, en el pueblo de San Francisco
Tecospa, se dice que los pecados del hom bre volvieron negro el
suelo. C uando D ios vio esto se encolerizó tanto que decidió
exterm inar a la raza hum ana. Sin em bargo la V irgen de G uada­
lupe, m adre de todos los m exicanos, aún am aba a sus hijos y le
suplicó a D ios, quien tam bién es hijo suyo, que los salvara. Pero
después ella tam b ién estuvo de acuerdo con su sentencia, y D ios
entonces causó la gran inundación. Dios todavía quiere destruir
el m undo, pero la V irgen protege a la hum anidad de su furia
terrible, aunque, com o antes, le perm itirá actuar por su cuenta
cuando decida que la gente es dem asiado pecadora com o para
seguir viviendo. C uando esto esté por ocurrir, habrá augurios: la
menta florecerá, el bam bú dará flores, y los hom bres concebirán
hijos (M adsen, 1960: 143-144).
En el pueblo de Santa Eulalia, en el noreste de G uatem ala, se
tiene un co ncepto sim ilar. La santa patrona del pueblo, Santa
Eulalia, está al m ism o nivel que Ja V irgen, y se considera que
continuam ente está intercediendo a favor de su pueblo contra ia
fuerza colérica de D ios. La Prim era G uerra M undial, que am e­
nazó con b arrer a toda la hum anidad pero que respetó a los
habitantes de este pueblo, fue una ocasión de este tipo. En el
pueblo peruano de H ualcan, Santa Úrsula es la principal figura
religiosa, y ella es la que cuida de la salud y las cosechas; se la
llama afectuosam ente Mamá Úrsula, y a ella recurren los aldea­
nos cuando tienen problem as. Tam bién se ia considera la p ro tec­
tora de los g u errero s, y ella mism a es una gran guerrera. A dem ás,
se le identifica im plícitam ente con la V irgen, a quien llaman “la
madre de D ios”.
En M éxico, la V irgen de G uadalupe, de piel m orena, es la
santa nacional de los indígenas. Ella sim bolizó los m ovim ientos
revolucionarios de M orelos e H idalgo durante las guerras de
Independencia de principios del siglo XIX, y tam bién adornó las
ropas de los zapatistas cuando lucharon para recobrar sus tierras
tradicionales, en las primeras décadas del siglo XX. En realidad,;
ella es la m áscara cristiana que esconde a la diosa prehispánica
de la tierra y la fertilidad, T onantzin; un em buste satánico para
ocultar la idolatría, según un prom inente sacerdote del siglo XVI.
Se ha sugerido que esta Virgen está identificada con la prom esa
de la rebelión triunfante contra las figuras del poder, y que se la
equipara con la prom esa de vida y salvación, m ientras que a
Cristo se le identifica con la crucifixión, la m uerte y la derrota.
Por ú ltim o, la im agen de la V irgen ab arca una prom esa de vida
y una prom esa de independencia para los indígenas, y aunque
hoy en día la Virgen figura com o su b o rd in ad a de distintas form as
al dios m asculino, aun es capaz de lu ch ar por la salvación d e los
indios y p o r la vuelta al “estado p rim itiv o donde el ham bre y las
re lacio n e s so ciales po co sa tisfa c to ria s están m in im iz a d a s”
(W olf, 1958).
En form a sim ilar, en el m edioevo euro p eo , la Santa V irgen
era la principal protectora contra el diablo. M axim ilian Rudw in
la describ e com o una esp ecie de valk iria o am azona, luchando
siem pre contra los dem onios, con el fin de arrancarles los pactos
y las alm as de los p ecadores a rrep en tid o s. A grega una esp ecu la­
ción, según la cual ella era la reiv in d icació n del derecho de la
gente com ún, de una diosa de su m ism a esp ecie (.1958:178-179).
D e esta form a, la confrontación en tre la M adre T ierra (o
V irgen) y la figura diab ó lica de las m in as b olivianas, es sim ilar
básicam ente a un dram a de am enaza de d estrucción y sa¡vación
que se desarrolla en m uchas p artes, si no^en todas, de las áreas
de tierra s altas indígenas de A m érica L atina. Uji p oder m asculi­
no, corporizado en un sím bolo ex trañ o surgido de la cultura de
la C onquista, aparece deseando la d estru cció n de la com unidad
indígena, m ientras que un poder fem enino, que corporiza las
cuestion es indígenas, aparece m an ten ién d o lo bajo control.
Sin em bargo, en ¡as com unidades m in eras, la intensidad de la
dram atización ritual de este en frentam iento es m ucho m ás m ar­
cada que en las com unidades de pro d u cto res cam pesinos. En las
m inas, el dram a se desarrolla en un tono m ás alto, y la frecuencia
del ritual es sorprendente. A ntes que el g o bierno nacional supri­
m iera el c h 'a lla d e los m ineros, a m ed iad o s d e la década de 1960,
se realizaba dos veces por sem ana, y p arece que aún hay se hace
con m ucha frecuencia. Al atribuirle a la M adre T ierra una
función de apoyo, la cultura de los m ineros parecería b u scar el
m antenim iento y restauración de los principios de fertilidad que
ella corporiza, es decir, la recip ro cid ad y la arm onía en las
relaciones sociales y con la natu raleza en general. A u n q u e el
dram a de la salvación que se representa en los rituales m ineros
incluyen la preocupación por la salv ació n del individuo, incluye
tam bién la preocupación por la salv ació n de una form a de vida,
atrapada en la red de la lucha de clases.
A dem ás, m ientras que Dios y la V irgen pertenecen a la región
su p erio r cread a por las com unidades cam pesinas, en las m inas
b oliv ian as la principal figura m asculina no es D ios sino el diablo,
y un d iablo m asculino tem ible, para el caso. C on su gigantesco
falo erecto, com o si estuviera alim entado con la sangre de los
m in eros m uertos y los sacrificios de anim ales, se encuentra por
encim a de ellos y de la M adre Tierra, com o un sím bolo grotesco
del dom inio del varón. Si los relatos referentes a la V irgen de
G uad alu p e, al pueblo de San Francisco T ecospa, Santa Eulalia
y H u alcan dem uestran un giro dram ático del sim bolism o sobre­
natural, d o n d e los cam bios del papel que ju eg an los sexos son
equ iv alen tes a los cam bios análogos en las dinám icas de las
co m u n id ad es, cuánto m ás decisiva y poderosam ente se expresa
esto en el ch 'alia de los m ineros bolivianos. Este últim o aparece
en una situación que es otra etapa m ás arrancada a la glorifica­
ción indígena del pasado anterior a Ja C onquista, y a las form as
ideales de organización socioeconóm ica. El rem plazo de la
deid ad m asculina por el diablo m asculino seguram ente es una
respuesta a lo anterior.

Del e s p ír it u d e l a s m o n t a ñ a s a l d ia b l o d f l a s m in a s

H ahuari vive en las m ontañas cargadas de m ineral en los alrede­


d o res de O ruro, Bolivia; y sin em bargo se le venera bajo la forma
de T ío o diablo, com o el dueño de la riqueza de las m inas. ¿Cuál
es la relación?
El hom bre Hahuari es una versión antigua del térm ino Supay,
que se usó en la época colonial y se usa hoy para distinguir al
diablo. S upay era ei término que com únm ente usaban los cronis­
tas y los frailes para referirse al diablo, m ientras que H ahuari
pod ía referirse a un “espíritu m alo”. Según LaBarre, los indios
aym ará todavía llaman Supay al diablo, “quien escupe en el suelo
m aldiciendo cuando ellos emplean esta palabra”. ¿Pero qué tipo
de diablo? LaBarre cree firm em ente que aunque el Supay es sin
duda un dem onio terrestre, no es más que lo que él llama “la
especial ización, dentro de lincam ientos cristianos, de lo que
q uizás originalm ente era uno más de m uchos dem onios terres­
tres” (1948: 168). Bandelier rechaza drásticam ente toda idea en
cu an to a que el Supay sea el mism o diablo cristiano. “Supay es
un térm ino quechua para designar malos espíritus en forma
colectiva, pero cualquier dem onio o espíritu malo tam bién es
Supay. En la mism a m edida en que los indios carecían de las
concepciones de un D ios suprem o, carecían tam bién del concep­
to de un diablo sup rem o ” (1920: 150).
Según la opinión del cronista Bernabé Cobo, los indios eran
creyentes ardientes en el S upay com o espíritu m alévolo y co­
rruptor de la hum anidad, a quien C obo calificó com o diablo. Fue
convicción de él que el Supay había ganado cal autoridad sobre
los indios que éstos le servían y obedecían con gran respeto, y
esto, según Cobo,' derivaba del tem or que sentían por el poder
del S upay para hacer dañ o (C obo, 1S90-1895, 2: 229).
Pero el Supay está lejos de ser la única figura del m al, ni
tam poco era puram ente m aligno; Pierre Duviols cita la existen­
cia de otras m uchas figuras parecidas: el achacaüa, el hapiñuñu,
el visscocho, el hum apurick, y otros (1971: 37-38), únicam ente
gracias a los esfuerzos de los cristianos, el Supay pasó a ser la
suprem a figura del mal. El'autor boliviano M. R igoberto Paredes
ha sugerido que la evolución del espíritu del mal entre los indios
de dicho país siguió la ió g ic a siguiente: “ Paso a paso, en propor­
ción a la cruel victim ación sufrida a manos de los españoles y
los m estizos, y con los serm oneos insistentes de los m isioneros
y sacerdotes en cuanto a que sus cultos eran diabólicos, el Supay
se hizo congenial y se fijó más firm em ente en su entendim iento”
(1920: 57). La evaluación indígena contem poránea del Supay,
según el m ism o autor, ha adquirido dim ensiones tan extraordi­
narias que el término ahora se usa para denom inar a cualquier
persona mala o perversa. A dem ás, al Supay se le llama para
destruir a los enem igos propios y para satisfacer los odios per­
sonales. Para hacer un convenio de este tipo con el Supay, es
necesario venderle el alm a, lo que Paredes deja de lado con el
siguiente com entario im provisado: “Al indio no le im porta ganar
la gloria en el más allá, en tanto y cuanto pueda aliviar los
sufrim ientos que sobre él pesan en este m undo” (Ib íd, 159).
Esta concepción del Supay es idéntica a la de M ichelet,
cuando se refiere al surgim iento del diablo a principios de la
Europa m oderna (1971). Uno de tantos espíritus paganos fue
prom ovido a Príncipe de las T inieblas durante la cam paña de la
Iglesia para suprim ir el paganism o en una sociedad que estaba
com enzando a sentir el im pacto de la producción de m ercancías
y del intercam bio de m ercado. Sin em bargo, la definición con­
traria, im puesta por las autoridades, tuvo repercusión. El Supay
pasó a ser m ás congenial, posiblem ente hasta un aliado. Su p oder
para destruir podía canalizarse para realizar los deseos propios.
Es im portante recordar esto, cuando consideram os el p apel de
H ahuari (léase S upay) transform ado en el diablo de las m inas.
La lucha cósm ica a que corresponde esta evaluación ideoló­
gica es análoga a la lucha terrenal entre sistem as com p etitiv o s
de producción e intercam bio m ateriales. Ésta fue, hay que recal­
carlo, no sólo una lucha por m ateriales y recursos, sino que fue,
y aún es, una lucha que tiene que ver con sistem as enteram ente
diferentes de organización económ ica. La Conquista puso en
conflicto dos m odos distintos de producción y de p rincipios de
fertilidad, conflicto que m ás tarde se exacerbó con el surgim iento
del laissez-faire en el siglo XIX. M ientras que el espíritu de la
m ontaña presidía sobre un sistem a de reciprocidad que garanti­
zaba la redistribución y un m ínim o básico de seguridad social,
la deidad cristiana m ás abstracta era parte de la reglam entación
ritual y la codificación de un intercam bio desigual, lo que era
m ás transparente en situaciones com o la del trabajo proletario en
la industria m inera. Para delinear aún m ás estos dos sistem as,
nos referirem os ahora al m odo de producción cam pesino y a sus
llam ados ritos de fertilidad.
13. RITOS DE PRODUCCIÓN CAMPESINOS

S ería ingenuo p asa r por alto el individualism o y los conflictos


en la vida del cam p e sin o andino. Sin em bargo sería un error aún
más. grande no acentuar la fuerza ejercida p o r la reciprocidad y
el com unalism o. Los ritos de producción cam pesinos m ediatizan
el ju eg o recíproco de la individualidad con la com unidad, y al
hacerlo, reflejan ei principio de inalienabilidad en la constitución
de la vida rural. Los m ineros, o bien provienen directam ente de
esta vida, o bien tienen antecedentes en cuanto a sus dictados y
sentim ientos. A un así, la situación con la que se encuentran en
las m inas es una situación que predica la alienación y la negación
de la reciprocidad. Sus ritos de trabajo y de producción reflejan
este contraste.
El trabajo recíproco es uno de los m étodos m ás frecuentes de
organizar el trabajo en la m eseta andina, y so n com unes las
form as com unales de tenencia de tierras y de adm inistración del
trabajo (N úñez del Prado, 1965: 109; A lbo, .1974-1976: 68-69),
aunque esto puede ser m enos cierto ahora que en el siglo XIX
(K lein, 1969: 7; Forbes, 1870: 200). En su m o nografía sobre los
aym ará, p u blicada en 194S, LaBarre afirm a que la tierra de los
cam pesinos gen eralm en te es inalienable, y que se practica un
m odelo de tenencia rotativo y com unal. L os g ru p o s fam iliares
individuales tienen derechos de usufructo, que el je fe (hilacata)
adjudica m ás o m enos una v ez por año. La com u n id ad elige al
jefe, y éste es responsable del pago de la carga im positiva de la
com unidad, que se entrega al gobierno en form a global. Se ha
dicho que al jefe lo eligen entre los hom bres m ás ricos, porque
entonces puede asum ir la responsabilidad de los m iem bros más
pobres. Esto sigue a un procedim iento inform al e ilegal que se
ha ido sosten ien d o por costum bre durante siglos. S egún la ley
boliviana, al m enos hasta 1952, el Estado es el dueño de la tierra;
se supone que los indios, por su parte la rentan com o propiedad
privada en form a individual. De la m ism a form a se supone
generalm ente que el jefe es alguien designado por el gobierno,
o en las haciendas, se supone que lo elige el propietario de la
finca. En la práctica, es la com unidad la que p o r lo general elige
a su je fe , a quien más tarde ratifica la autoridad central, y el
co ncepto de propiedad de la tierra sigue siendo de inalienabili-
dad. C om o dice Bandelier:

Hoy en día ios dueños de las haciendas creen que ellos son los que
designan a ios funcionarios indígenas sin consultar los deseos de sus
indios [...] En la zona, el propietario más bien acepta a estos dos
funcionarios principales, alrcdedordel 1° de enero de cada año, pero
no los nombres [...j Los nativos de Challa me dijeron enérgicamente
que existía un consejo de ancianos, y que este consejo proponía al
hilacata, al alcalde y al campos, que se designaban cada año. La
existencia de tal grupo de hombres fue negada por los dueños (1910:
S2-S3).

L aB arre escribe que si bien cada parcela fam iliar, según la


teoría legal, es supuestam ente propiedad privada del individuo,
en la práctica no es así. En realidad, toda la com unidad se une
para evitar que cualquier porción de la tierra considerada propia,
pase a ser propiedad individual, si una persona se niega a usar su
asignación. La única propiedad privada personal de una familia,
es su cabaña, ubicada en el pequeño terreno inm ediato (1948:
156-157). A dem ás, la propiedad está sum am ente ligada a la
actividad productiva, por ejem plo, una casa pertenece a la p er­
sona que la construye; lo que es más, todas las arm as, utensilios,
cazos de cerám ica, textiles, casas y dem ás propiedades de este
tipo, se destruyen cuando m uere su dueño (lb'td: 145-146).
Incluso se puede destruir el ganado. AJ m ism o tiem po, el prin­
cipio de ayuda mutua y reciprocidad entre los m iem bros de la
com unidad, llamado con frecuencia aine, regula las relaciones
sociales. Este principio se recrea en un ritual, com o el ch 'alia.
La práctica del ch'alla está generalizada en la vida cam pesi­
na. T o d a vez que un aym ará hace alguna cosa de im portancia,
dice LaBarre, ésta ve precedida por una ofrenda propiciatoria o
un sacrificio llamado ch 'alia o linka. L iteralm ente, “ la rociadu­
ra", consiste en h aceru n a libación a la tierra de unas pocas gotas
de licor, quizás con el agregado de algo de coca y alguna que
otru sustancia. Se le puede hacer a la M adre T ierra sola, o a los
espíritu s ancestrales de los picos m ontañosos, o a ambos. Ñor-
m alm ente el ch 'alia se realiza antes de pescar, cazar, de construir
una casa, hacer un viaje o alguna compra (194S: 172).
Paredes describe ei ch 'alia de los cam pesinos com o el c ieñ e
de un trato por m edio de un trago. Desde su punto de vista, la
cerem onia es un agradecim iento en el m om ento de trocar' alguna
cosa im portante, com o una casa, o ganado, en p rim er lugar a la
Pacham am a o M adre Tierra, y luego a los participantes hum anos
de la transacción. El nuevo poseedor invita al oto rg ad o r o ven­
dedor, a los am igos y parientes, a beber licor. Pero antes de
servirle a nadie, se rocía un poco el suelo para solicitar la buena
voluntad de la Pacham am a para el éxito del trueque. Sin este
ritual, “efectuado con toda pompa y entusiasm o, ellos suponen
que el trueque ni va a d urar ni va a ser feliz, y que la Pacham am a
no dem ostrará benevolencia hacia el nuevo propietario” (1920:
11 S).
En su trabajo arqueológico efectuado durante el cam bio de
siglo en territorio aym ará, para el que hizo falta m ano de obra
local, B andelier se cruzó con algunos ejem plos vividos del
ch 'a lla , que resum ió diciendo que “aquí la idea consiste en darle
a Ja M adre Tierra una rem uneración o com pensación p o r sus
favores”. Sin ello, no se espera que ningún tipo de trabajo tenga
éxito (1910: 96).
B andelier relata que no se podía iniciar la construcción de una
casa sin un ch'alla. Sin estar al tanto de ello, el arqueólogo
procedió a indicar a los indígenas que había contratado en la
com unidad local, que debían com enzar a construir, pero fue
interrum pido por uno de los cham anes principales, quien insistió
en que había que realizar el tínica o ch'alla para evitar los
desastres. Se prepararon fardos especiales para cada esquina de
los basam entos, que contenía cada uno un feto de llam a, un feto
de cerdo, un trozo de sebo de llama, úna planta inconseguible en
la región, y hojas de coca. C uando todos los trabajadores estu­
vieron reunidos en el sitio, el constructor principal extendió una
tela especial, sobre la que cada uno de los trabajadores depositó
un m anojo de hojas de coca, mientras el constructor pronunciaba
las siguientes palabras: “ Hijos, con rodo vuestro corazón, poneos
coca en la boca. D ebem os darle a la tierra virgen, pero no con
dos corazones sino con uno solo”. Entonces com enzaron a
trabajar, y por la tarde se reunieron nuevamente para colocar los
fardos en los ángulos del basam ento, mientras el constructor jefe
decía: "H ijo s, pedirem os a D ios (D ius-at) y al A chachila (esp í­
ritu de la m ontana), y a la abuela, que sobre nosotros no recaiga
ningún m al” . Entonces, una vez enterrados los fardos, continuó:
“T om ad coca todos juntos, arrojad coca al suelo, dadles su
p arte” .
A n tes de cualquier excavación arqueológica, debían realizar­
se ritos sim ilares. Éstos com enzaban con el cham án, que le
com unicaba a los espíritus de la m ontaña (achachilas) que iba a
tener lugar un c h ’alla. Para la notificación prelim inar era n ece­
sario que el cham án eligiera el sitio más favorable para la
propiciación, que usualm ente era resultado de visiones ocurridas
durante el sueño, y que colocara dos fardos en ese lugar. El
contenido de los fardos era bastante sim ilar al descrito, y antes
de colocarlos en la tierra, el cham án decía: “B uenas tardes
achachilas: K asapata A chachila, L ia ti’aylli Achachila, C hinea­
ría A chachila, C alvario Achachila, Santa M aría Achachila, C¿-
riapata A ch a ch ila , H em os salu d ad o a todos a los que nos envió
a saludar un blanco extranjero; por él he venido puesto que él no
puede hablarte a ti. Perdónam e por pedir de ti un favor”. Por la
noche, en com pañía de unos cuantos hombres, se realizó el
m ism o rito, pero en gran escala, con veintidós fardos y la
utilización de brandy y vino. El cham án repitió las fórm ulas
usadas p o r la tarde, y roció brandy y vino en dirección de los
cinco A chachilas, diciendo: “ He traído ahora todos tus presentes,
y Tú tienes que darm e con todo tu corazón”. En ese punto
com enzó a co n tar veinte de los fardos, uno por uno, designando
a cada uno de ellos com o un q uintal (un quintal es una m edida
española equivalente a cincuenta kilogram os, pero según el uso
que le dan en esta región, se entiende que significa una cantidad
grande aunque no determ inada; un hecho im portante, puesto que
por ellas es que los achachilas deben corresponder con favores
im portantes). Luego, pusieron en el fuego los veinte fardos y
com enzó a crepitar. La gente salió corriendo, diciendo, “ los
A ch a ch ila s están com iendo”. C uando el fuego se hubo consum i­
do, regresaron, lo taparon, y llevaron los fardos restantes, que
eran los más grandes, a otro sitio, donde el cham án cavó un
agujero, m ientras declaraba: “A hora la tierra virgen está invita­
da. A q u í está tu enterram iento del tesoro". Los puso entonces en
el agujero, y continuó: “ Las m ism as cosas que al Inca nos tienes
que otorgar. A hora con tu perm iso, partirem os. Perdónam e”.
En la tarde sig u ien te, durante el descanso para alm orzar,
apareció entre los trab ajad o res otro cham án, y después que éstos
hubieron m asticado coca, roció brandy y vino en la dirección de
Jos cinco achachilas, dicien d o : “A ch a ch ila , no m e hagas p ad ecer
dem asiado trabajo; nosotros so m o s los que trabajam os p o r una
.paga; a este viracocha (am o) le tienes que devolver lo que nos
ha, pagado; por esto es que te llam am os e invitam os” -u n a
verificación m uy llam ativa de la persistencia de la idea de
reciprocidad en el trabajo asalariado (B andelier, 1910: 95-99).
N úñez del Prado d escribe un rito sim ilar para ia fertilidad de
las llam as en la com unidad de Q ’ero, cerca del C uzco. Él
entiende que estos ritos son lo m ás im portante de la vida social
de esa com unidad, porque (co m o los m ineros y el m ineral) la
gente no es d ueña de la tierr¡r.que ocupa; entonces son sus
anim ales, no la tierra, los que representan el foco de m an ten i­
m iento de la solid arid ad com unal y fam iliar. Los m iem bros de
la num erosa fam ilia se reúnen por la noche para invocar al
principal espíritu de la m ontaña de la región, El R oal, al igual
que a las deidades m enores de la m ontaña. Se extiende una tela
especial, en c u y o cen tro se coloca una vasija ancha. D entro de
esta vasija se encuentra una figurina de piedra qu e representa el
tipo de anim al cuy a fertilidad se desea. La tela se rocía con coca,
y la vasija ancha se llena con chicha (cerveza de m aíz). E ntonces
hacen una invocación a los esp íritu s de la m ontaña invitándolos
a que acepten ¡as ofrendas, ju n to con la siguiente plegaria: “H az
que los rebaños crezcan y se m u ltipliquen”. E ntonces la gente
reunida bebe chicha de la v asija, y lo que queda se vierte sobre
los anim ales en cerrado s en el corral. A esto le sigue una c e rem o ­
nia de hierra de los anim ales, que adornan con cintas de lana de
colores (1968: 252).
A ntes de plantar papas hacen una invocación a la P ach am a­
ma: cavan un hoyo en la tierra, dentro de la cual echan algunas
sem illas y hojas de coca seleccionadas, diciendo entonces: “ Pa­
cham am a, yo p ongo estas sem illas en tu corazón para que las
puedas cubrir, y al hacerlo, p erm ite que se m ultipliquen y crez ­
can en ab u n d an cia” (¡bid\ 252-254). Los B uechler presenciaron
ritos de plantación de papas entre los aym ará, a orillas del lago
T iticaca. G uiados por un flautista, los indios ofrecían libaciones
a la M adre T ierra y a unas pocas papas que habían envuelto ju n to
con tierra, en una tela. Si al abrir la tela la tierra se había pegado
a las papas, la futura cosecha sería buena. E stas papas eran las
que se plan tab an prim ero, después de habérseles insertado hojas
de coca y grasa de llam a, y después de que la gente hubiera
m asticado coca y bebido licor. Uno o dos m eses después, el jefe
llam aba a la com unidad p ara desyerbar. Las fam ilias com petían
entre sí para term inar sus hileras antes que las dem ás, y a veces
prestaban ayuda a las fam ilias más lentas. E ntonces todas ju n tas
com enzaban las nuevas hileras. Las fam ilias dem ostraban el
m ism o espíritu de cooperación y trabajo, al cosechar y secar los
plantíos, al lim p iarlo s canales de irrigación, etcétera (1 9 7 1 :1 1 ).
Steven W ebster tam bién describió los rituales de las llam as
en Q ’ero. La estructura de los rituales com prende personas,
llam as, espíritus de la m ontaña y la tierra. T ales ritos se practican
anualm ente, y cuando los anim ales se enferm an. C om o él lo
expresa, el objetivo es restablecer la relación entre los com po­
nentes de una tríada: fam ilia, ganado, y el panteón de poderes
extraordinarios que afecta el bienestar de los prim eros. A través
de las distintas etapas del rito, el ch'alla es frecuente y esencial;
com o en los ritos de la fertilidad descritos antes, aunque a los
espíritus de la m ontaña se les solicita con frecuencia, nunca se
les personifica o representa con estatuas o figuras, com o ocurre
en las m inas (1972: 190).
El papel de cooperación de la Pacham am a en esos rituales con
llam as, aparece otra vez en la descripción de Horst N achtigall,
donde la M adre Tierra ocupa un lugar im portante. Las iranias o
antorchas de incienso, que se quem an en grandes cantidades en
dichas ocasiones, se em plean para honrar, ya sea a la Pacham am a
o a las m ontañas sagradas. A unque N achtigall no es del todo
claro, parece que en los ritos de fertilidad que él observó se
enterraba un feto de llam a com o sacrificio para la Pacham am a.
Se realiza el entierro del esqueleto de una llama sacrificada para
garan tizar el renacim iento de otra llama gracias a los poderes de
la Pacham am a (1966: 194-195).
En la zona del río Pam pas, departam ento de A yacucho, Perú,
los rituales de herraje del ganado ilustran nuevam ente la im por­
tancia de los dioses locales de la montaña (que aquí se llaman
w am anis) para m antener el ganado. Se considera que el espíritu
de la m ontaña es el guardián de los anim ales, y se le propicia
constantem ente a través de los com plicados pasos de la cerem o­
nia anual de la tierra. Si no se realiza correctam ente, se crea un
tem or pronunciado de que su furia explote. A dem ás de las
libaciones de alcohol para el espíritu de la m ontaña, alcohol que
tam bién consum en los participantes,.está el uso del ílam pu, que
se ofrece a los espíritus, a los participantes hum anos y a los
anim ales. Al Ilam pu se le describe com o una su stan cia sagrada
com puesta de barro y maíz que se entierran ju n to s con un rito
especial. Se le usa principalm ente para “suavizar o calm ar las
adversidades que resultan de alterar la arm onía de las relaciones
con el espíritu de la m ontaña” (Quispe M., 1968: 39; cf. Tscho-
pik, 1968: 2 77-299, 382).
El relato de B astien de los rituales de Kaata, en el norte de
B olivia, com plem enta y trasciende todo lo m encionado con an ­
terioridad porque él y su esposa tuvieron oportunidad de ver la
fo rm a total dentro de la cual se realizaban los d istintos ritos, y
adem ás, la form a en que cada rito en particular servía com o un
m om ento dentro del tiempo que expresaba dicha totalidad. La
tierra del ayllu es el monte Kaata. A la m ontaña se le concibe
com o un cuerpo hu m ano viviente que es isom órfico con el cuerpo
hum ano y con el patrón form ado por los subgrupos sociales que
residen en- la m ontaña. El ciclo del sol y el ciclo de vida del ser
hum ano son com plem entarios, y ambos ciclos están centrados
en la m ontaña. Al am anecer, el sol trepa por la m ontaña, crece
en tam año y potencia hasta alcanzar su cénit ju sto sobre el pico
m ontañoso, donde viven los antepasados; entonces desciende de
la m ontaña, reduciéndose al tamaño de una naranja. Los seres
hum anos se originan cerca del pico, y entonces viajan hacia las
laderas, para m orir y ser enterrados en la m ontaña. L uego nadan
hacia arriba, transform ados en gente en m iniatura, p ara regresar
a la cim a, donde el ciclo recom ienza. Los ritos de nacim iento
representan la propiedad de la m ontaña de las personas.
Las distintas ecozonas de 1a montaña favorecen diferentes
tipos de agricultura y de crianza de ganado. Los subgrupos que
ocupan las d istintas ecozonas intercam bian los diferentes pro­
ductos entre sí. Las m ujeres se desposan a través de los tres
niveles de la m ontaña, de acuerdo con las reglas de exogam ia y
la patrilocalidad.
Los ritos de producción dram atizan el significado de estos
m odelos de integración e intercambio. Los ritos de apertura de
la T ierra N ueva son un buen ejem plo de ello. Este rito consiste
en dos m ovim ientos de pulsación, centrífugo y centrípeto. Desde
el centro de la m ontaña se envían ritualistas para que circulen
sangre y grasa entre los santuarios terrenales de Ja periferia, Jas
tierras altas y las tierras bajas; entonces la gente d e la periferia'
se acerca al centro con sus regalos para alim entar al santuario de
la m ontaña de allí, y sacrificar una llama. De las tierras bajas
llevan lilas, rosas, claveles y cerveza de m aíz; del centro, antí-
rrinos, ranúnculos y otras flores, m ientras que de las tierras altas
llevan llam as y p lantas que solam ente crecen allí. Se preparan
platos de concha para alim entar a los espíritus amos de las
estaciones y las cosechas, a los señores del ayllu y al santuario
del cam po. Sobre cada concha los ritualistas colocan coca, grasa
de llam a, claveles, incienso y sangre. M ientras las preparan, uní
hombre y una m ujer abren surcos en la tierra, acom pañados por
la m úsica de flautas y tam bores; se disecan cobayos para adivinar
el futuro de las cosechas, y se rocía la tierra con su sangre; los
participantes form an un círculo alrededor de la llam a m aniatada,
reciben los platos de concha, los elevan hacia el santuario del
nacim iento del sol, y luego caminan en espiral en torno a la llama
para enfrentar a los principales del santuario de la m ontaña, e
invitarlos a com er. Se enciende un fuego en la boca del santuario
de ia m ontana, y los participantes se acercan a él de a cuatro,
m ientras el ritualista dice: “H om bres del ayllu y únicam ente
hom bres del ayllu, en tanto y cuanto ustedes constituyen un
ayüu, alim enten este santuario”. Colocan luego las com idas
rituales en el fuego, diciendo: “Sírvete, santuario del cam po. Con
todo nuestro corazón y nuestro sudor, recibe esto y sírvete” . Los
llorosos asistentes bajan la llama, la besan y se despiden de ella,
que parte de viaje hacia las tierras altas; se reza una oración a los
santuarios, al año de la agricultura y a las cosechas, y a los
espíritus am os del a yllu , a quienes invitan a com er la llam a y
beber su sangre. La gente abraza y besa a la llama; otros beben
licor y la rocían con él; a la llama le abren el cuello; inm ediata­
mente se le extrae el corazón, y mientras éste todavía está
palpitando, com ienzan a regar el suelo con su sangre en todas
direcciones. La gente grita: “Señor de la llama de los sacrificios,
señores del ayllu, señores del año de la agricultura y las cosechas,
reciban la sangre de esta llama. D adnos una cosecha abundante,
otorgadnos buena fortuna en (odo. M adre Tierra, bebe de esta
sangre.” La sangre del animal más preciado del ayllu, escribe
Basfien, “fluía en rodas las partes del cuerpo del ayllu, vitalizan­
do sus estratos geográficos para que p ro d u jeran m ás vida” (1978:
74-76).
T odos estos ritos expresan la totalidad del significado que
yace /atente en ¡os espíritus d e la m ontaña. Su tem a central es la
alim entación de la m ontaña, para que ésta a su vez le dé alim en­
tos a (a gente. El trueque despierta ¡a vida orgánica, reconstitu­
yendo su form a y revitalizando los circu ito s de potencia. El
control deriva de ía experiencia, y ¡a ex p erien cia proviene dei
intercam bio.
La desgracia m anifiesta la desintegración de/ cuerpo de la
m ontaña, y los rituales de desgracia tienen por fin recom poner
la disolución. En este contexto, el intercam bio es el vehículo para
reconstruir el cuerpo después que éste ha sido destrozado por la
desgracia. A diferencia de otros ritos, los ritos de desgracia en
K aata sólo pueden realizarse los m artes y viern es, únicos días en
que los m ineros bolivianos llevan a cabo los ritos para la figura
del diablo, dueño del m ineral, fuente de fortuna y creador de la
desgracia.
AJ preguntársele acerca de la m agia d e.las plantas, esp ecial­
m ente de los alucinógenos, un curandero, que fue entrevistado
por D ouglas S haron en la década de 1960, en la parte norte de
Perú, explicó que el curandero le im pone a las plantas su propio
poder espiritual, h a c ie n d o su rg ir así su poten cial innato de cu ra­
ción. Es esta idea de com partir e intercam biar lo que es esencial.
En sus propias palabras, el curandero dice q u e le da a las plantas

c¡ poder mágico que se transform a, digam os, en el poder que


contienen las plantas como resultado de haber estado enraizadas en
la tierra, participando de su tuerza m agnética. Y puesto que el
hombre es un elemento de la tierra, con el poder de su inteligencia
f... j puede emitir esa potencialidad en las plantas. Las plantas reciben
esta influencia y la devuelven al hombre [...] En otras palabras, todo
el espíritu cíe las plantas se [...| fortifica por las influencias -inielec-
íuales, espirituales y hum anas- del hom bre. El es quien forma la
potencialidad mágica de las plantas. Por el hecho de estar en un lugar
aislado, las plantas, junto con el agua, producen el poder mágico,
gracias a su dualidad (1972: 12.1).

El poder “ m agnético" de la tierra es inm anente a la planta y


al m undo hum ano, y plantas y hum anos se dan energía entre sí,
en un intercam bio dialéctico. Esta energía m ágica es inseparable
de la conciencia que el curandero describe com o “ver” -la misma
acción de ver que debe estar funcionando para unir a la gente con
los esp íritu s de los antepasados y los espíritus de la m ontaña.
É ste d escribe la sensación de desapego y telepatía que lo trans­
porta a uno a través del tiem po y la m ateria. U no puede ver con
clarid ad cosas m uy distantes; uno ve el pasado, o el presente' o
el futuro inm ediato; uno “salta” fuera de su m ente consciente,
dice, y el subconsciente “se abre como una flor. Por sí mismo dice
cosas. U na m anera muy práctica [...] que conocían los antiguos
p eru an o s” (Ibid: 131). Realm ente, la m etáfora de las montañas
que unen a la gente con sus orígenes, y la reencarnación cons­
tante, no se han olvidado.

Yo llam é a ciertos santos, colinas, antiguos santuarios; y desaparecí.


Hubo un desdoblamiento de mi personalidad [...] mi personalidad
había partido a otros lugares [...] Durante mis sesiones, a veces
buscaba una fuerza determinada, por ejem plo, un antiguo santuario
o una colina, y de repente, mientras silbaba y cantaba, algo se
activaba y me sentía entrar en la colina, que me abría todos sus
pasajes, todos sus laberintos. Y otra vez repentinam ente regresaba.
Yo había visto y había visualizado con todo mi espíritu {Ibid).

En este trueque hay una ilum inación: se activa una “ razón”.


En los intercam bios que hemos llam ado recíprocos parecería
haber un deseo, si no una necesidad acuciante, de hacer un
tru equ e com o un fin en sí mismo, y la ilum inación que sigue, la
razón que se activa, es la mezcla de diferencias que forma un
todo. Pero en otra forma de intercam bio se activa un tipo distinto
de razón; aquí, los trueques no son fines en sí m ism os sino
instru m en to s de ganancia o pérdida. Estos son los intercam bios
que el m ercado capitalista forjó a la perfección, donde la textura
social se le aparece al individuo sim plem ente com o un medio
para la am bición particular. Este sistem a de intercam bio es el
que deben enfrentar los indígenas cuando entran a la mina. Su
confrontación con el diablo sirve de testim onio a la confronta­
ción de estos dos sistemas de intercam bio, e ilumina la idea de
que la represión gubernam ental les ha im pedido, hasta ahora,
estab lecer un acuerdo con la sociedad m ism a.
14. LA MAGIA MINERA: LA MEDIACIÓN
DEL FETICHISMO DE LA MERCANCÍA

R epasem os brevem ente los contrastes notables entre la magia de


la producción cam pesina y la m agia m inera. Los cam pesinos son
d ueños de sus medios de producción; los m ineros no lo son. Los
cam pesinos controlan la organización del trabajo; los m ineros
están en conflicto constante con los adm inistradores por el
control del trabajo y los niveles salariales. Los cam pesinos
com binan la producción de subsistencia con la venta de algunos
productos; los m ineros dependen totalm ente del m ercado labo­
ral: la com pra y venta de su capacidad de trabajo. Los ritos
cam pesinos asociados con la producción y con los m edios de
producción, son trueques de sacrificios a los espíritus de la
m ontaña. Estos trueques aseguran el derecho a usar la tierra y
garantizan su fertilidad; adem ás, estos ritos apoyan la organiza­
ción social campesina, su patrón específico, su solidaridad y su
significado. En A yacu ch o se dice que los espíritus de la montaña
convierten estos sacrificios en tributos de oro y plata, y que los
hacen llegar al gobierno nacional, en la costa. El intercam bio
entre los cam pesinos y los espíritus de la m ontana es fundam en­
tal. Sin em bargo, estos espíritus no son tan destructivos ni tan
m alignos com o el espíritu de las minas; tam poco el apacigua­
m iento ritual debe realizarse a un ritm o tan frenético: es única­
m ente para evitar la desgracia que los cam pesinos propician a
sus espíritus los m ism os días que los m ineros propician a los
suyos. Los ritos de los m ineros están profundam ente relaciona­
dos con la producción, y tam bién son com o los ritos para las
desgracias.
Se dice que los criadores de llamas en la vecindad de las minas
han visto a Hahuari (la figura diabólica dueña de las m inas)
transportando mineral sobre grupos de llamas y vicuñas, de
noche, hacia las minas. A llí deposita el m ineral que más tarde
encuentran los mineros, quienes entonces lo extraen y lo inter­
cam bian con sus patrones por un salario (N ash, 1972). T odas las
noches el Tío trabaja infatigablem ente, acum ulando g randes
cantidades de m ineral, de m anera que los m ineros no agoten la
riqueza de las m inas (C ostas A rguedas, 1961: 2: 38-41, 303-
304). Esta es una transform ación im portante de los circuitos de
intercam bio antes señalados. En ellos, los cam pesinos regalan
ofrendas al esp íritu dueño de la m ontaña, quien convierte estas
ofrendas en m etales preciosos y se los pasa al gobierno, a cam bio
de un control d e tipo feudal sobre los cam pesinos y sus recursos.
Este circuito g arantiza fertilidad y prosperidad; está basado en
una ideología de trueques recíprocos de ofrendas.
Sin em bargo, en las m inas, los m ineros se encuentran entre
los espíritus d u eñ o s de la naturaleza y los dueños legales de las
m inas, que antes de principios de la década de 1950 eran em p re­
sas privadas capitalistas, y que hoy en día son de] gobierno. En
efecto, la am plia cadena de intercam bios en los A ndes es la
siguiente: los cam pesinos intercam bian regalos con el espíritu
dueño; el espíritu dueño convierte estos dones en m etales pre­
ciosos; los m ineros extraen los m etales, que “encuentran” siem ­
pre y cuando realicen ritos de intercam bios de ofrendas con el
e sp íritu ; el tr a b a jo de lo s m in e ro s, q u e está c o rp o riz a d o en
el m ineral de estaño, se vende com o m ercancía a los d u eñ o s y
em pleadores legales; estos últim os venden el mineral en el
m ercado internacional de m ercancías. De esta forma, los inter­
cam bios recíprocos de dones term inan siendo intercam bios de
m ercancías; al estar entre el diablo y el Estado, los m ineros
m ediatizan esta transform ación. Este circuito garantiza la este­
rilidad y la m uerte, en vez de la fertilidad y la prosperidad. E stá
basado en la transform ación de la reciprocidad en intercam bio
de artículos de consum o.

El espíritu dueñ o d e Jas m inas puede ser grotescam ente viril, y


a veces se le esculpe con un pene gigante. Es voraz y codicioso.
Sin em bargo, los m ineros están expuestos a la pérdida de la
virilidad y a la m uerte, por la ira del espíritu, que parece estar
más allá del apaciguam iento. Es imposible m antener o ahorrar
los salarios, al igual que a los dueños legales les es im posible no
acum ular capital. H ay una disputa fundam ental sobre quién ek
el dueño de la m ina, si la figura del diablo o los dueños legules;
sin em bargo, en ciertos aspectos im portantes, se representan uno
a otro.
A sí, ios m inero s pueden “fetichizar” su situación opresiva,
cuando sacan su hostilidad con las estatuas del diablo que
corporizan su d esesp eració n tan gráficam ente. A lg u n os m ineros
incluso han tratado de destruirlo. N ash cita la historia d e un
m inero novicio q u e había trabajado con un ahínco extraordinario
durante siete m eses, nada m ás que para perder todos sus ahorros.
Se m ostró terriblem ente cansado y desconsolado, co m en zó a
caerse con frecuencia, y a decir que estaba cánsado de la vida y
que ya no podía trabajar com o antes. D urante un d escan so en el
trabajo d estrozó repentinam ente una estatua del diablo y airo jó
su cabeza contra una roca. Sus com pañeros se aterrorizaron. Le
dijeron que pod ía m o rir por lo que había hecho, a lo que él
respondió: “N o, no. N o me voy a m orir ahora. Ésas son ilusiones.
Yo no creo en estas cosas. A m í no m e va a pasar. D estru í al T ío
m uchas veces y nunca pasó nada” . Esa- tarde se m ató en un
accidente con el elev ad o r (1972: 227-228).
En la co m u n id ad cam pesina de K aata, Ja sang're es sím bolo •
de un reclam o a la tierra. Una buena parte del ritual de la
agricultura consiste en rociar la tierra con sangre, que la v igoriza
con el p rin cip io d e la vida, al tie m p o q u e e sta b le c e su p a re n ­
tesco con ella. Los dioses de los tiem pos prehispáH icos proveían
los frutos de la tierra, escribe T rim b o rn , pero no sin una p ropi­
ciación activa que, p o r lo general, tom aba la form a del sacrificio.
A llí donde se deseab a la fertilidad, la ofrenda m ás p reciad a era
la sangre (1969: 126). Un m inero boliviano le contó a N ash lo
que había suced id o cuando en la m ina de San José m urieron tres
hom bres:

Los hombres estaban convencidos de que el Tío (el espíritu de las


minas) tenía sed de sangre. Una delegación pidió a la adm inistración
que les dieran algún tiempo libre para hacer un ch'alla; se hizo una
colecta y se com praron tres llamas. Se contrató a un yatiri (chamán)
para que dirigiera la ceremonia. Todos los m ineros le ofrecieron
sangre al Tío, diciendo: "¡Toma esto! ¡No te comas mi sangre!”
(1972: 229-2.30).

El sacrificio su p rem o es el m inero m ism o. N egar la recipro­


cidad es adm itir ei espectro de ser con su m id o por los dioses, y
sin em bargo, ¿qué pueden hacer los m ineros, dada la estructura
de intercam bio en la que están inm ersos? ¿C óm o pueden m edia-
tizar exitosam ente la transform ación de la reciprocidad en el
intercam bio de m ercancías, cuyos libros contables m anejan uni-
lateralm ente los dueños legales, y que están escritos con sangre
y capital?
M ientras que el sacrificio suprem o es el m inero mismo, el
espíritu dueño de las m inas es la m ercancía que extraen los
m ineros: él es el estaño. En la situación cam pesina no se esculpe
a los espíritus dueños, y se los diferencia agudam ente de los
productos cuya fertilidad se desea. Estos productos, tales como
las llam as de Q 'ero , pueden estar representados por pequeñas
figuritas de piedra, pero estas figuritas son dim inutas y nada
atem orizantes. En las m inas, el espíritu dueño es al m ism o
tiem p o la figura del producto y lo fetichizado, a m enudo de
m ayor tam año que el hum ano, que se encuentra esculpida con el
barro de las minas, con protuberancias de mineral de estaño por
ojos, cristal o vidrio por dientes, y un agujero bostezante por
boca. Los espíritus de la m ontaña de las com unidades cam pesi­
nas están llenos de m ovim iento; aparecen m ontando caballos,
com o cóndores, o como relám pagos que relum bran en las pie­
dras, y así sucesivam ente; aparecen y desaparecen. En las m inas,
el espíritu dueño no sólo está personificado sino que está escul­
pido, inm óvil, fijo en roca calcárea; enterrado en la mina, a pesar
de su apariencia de vida, está cargado con un mensaje de muerte.
Su realidad, expresada con una apariencia hum anoide, presagia
el fin de todas las realidades cuando avanza hacia la categoría de
m ercancía.
El intercam bio de m ercancías y el intercam bio de presentes
no pueden m ediatizarse con facilidad porque son totalm ente
opuestos. Es el m ercado y n o e l ritual, el que m ediatiza el trueque
de los m ineros de m ineral de estaño por salarios; el ritm o de ese
intercam bio nu es el de las plantas o los tam bores, sino el de las
fluctuaciones en la lucha por el lucro en los m ercados m undiales
de artículos de consum o. En un trueque de regalos, el dador
queda corporizado en el objeto transferido, y el intercam bio no
tiene fines de lucro. Pero al recibir su salario, el m inero, de
acuerdo con la ley, pierde derecho a todo control o reclamo sobre
el m ineral. La alienabilidad y el lucro pasan a prim er plano, y la
m ercancía se eleva, trascendente, liberada de las estrecheces que,
en una econom ía de valores de uso, ligue a las m ercaderías con
la g ente, el ritual y la cosm ología. Com o objeto liberado, la
m ercancía está por encim a de sus súbditos, haciendo ev olucionar
sus propios ritos y su propia cosm ología.
Sin em bargo, hay una am bigüedad m ás que suficiente en los
ritos de los m ineros, com o para que quede claro que su cultura
está lejos de haberse am oldado com pletam ente al ím petu de la
producción de artículos de consum o. Los indios entraron en las
minas, pero siguen siendo cuerpos extraños dentro del m arco
capitalista. La hegem onía capitalista está incom pleta, y la conti­
nuidad de la producción requiere de violencia y com pulsión. La
clase trabajadora todavía no ha adquirido la tradición o la edu­
cación por las que se considera al capitalism o como una ley de
la naturaleza evidente por sí misma. Com o señala G eorg Lukács,
hay una diferencia enorm e entre la situación en que la m ercancía
pasó a ser e¡ principio de estructuración universal y la situación
en que la m ercancía no existe sino com o una forma entre las
m uchas que regulan el m etabolism o de la sociedad hum ana. Esta
diferencia, destaca, tiene repercusiones en la naturaleza y validez
de la categoría de la m ercancía m ism a: la m ercancía como
principio universal tiene m anifestaciones distintas que las de la
m ercancía como fenóm eno particular, aislado y no dom inante
(1971: 85). Si bien el surgim iento de la m ercancía im plica la
descom posición de los principios indígenas de estructuración,
en las minas, al m enos, todavía no ha adquirido m ás que una
extraña antítesis de sí m ism a. M ás aún, los m ineros están muy
lejos de decretar su estado com o natural; por el contrario, lo
consideran totalm ente anorm al. “Cada entrada en las m in as”,
dice el m inero Juan Rojas, “es com o un entierro. Y cada salida
al aire libre es com o un renacer” (Rojas y Nash, 1976: 110).
Todos estos gestos de com unión sagrada que son propios de la
vida fuera del lugar de trabajo, son tabú dentro de él; allí, son
preponderantes los sím bolos del mal y de la brujería.
El diablo tam bién es el T ío; com o sostienen Paredes y otros,
el H ahuari o Supay es una figura tanto congenial com o atem ori­
zante. La Madre T ierra aún está de parte de los m ineros; ella
lucha contra ellos para preservar la vida nueva dentro del viejo
sistem a m etafísico de dualidades dialécticas. El m ism o tem or
que los mineros le tienen al diablo, al igual que el contexto
sim bólico que éste ocupa, indica la persistencia de la creencia
según la cual los hum anos y la naturaleza son una sola cosa. A
fin de preservarla fecundidad, ningún elem ento por sí solo puede
dar ganancia a expensas del resto, convirtiendo a la totalidad en
un m edio p ara algo distinto de sí mismo. M uchos m ineros,
incluyendo m ilitantes políticos, insisten en que deben continuar­
se los ritos de las m inas; sirven de foros para el desarrollo de la
conciencia crítica y la transform ación social (Nash, 1971: 231-
232).
Con la C onquista, la cultura indígena absorbió la m itología
cristiana pero tam bién la transform ó. La imagen del espíritu del
mal y la m itología de la redención se reacom odan para dar una
expresión poética a las necesidades de los oprim idos. Los sím ­
bolos cristianos term inaron por m ediatizar el conflicto entre las
civilizaciones opuestas y entre los m odos conflictivos de ap re­
hender la realidad. C on el avance de la producción capitalista,
com o hoy en día en las m inas, el terreno en contienda se am plió
para incluir el significado del trabajo y de las cosas, prom ovido
por la visión capitalista del m undo, especialm ente su fetichiza-
ción de la m ercancía y la desvitalización de las personas.
Contra esta estructura m ítica, los m ineros desarrollaron sus
ritos de producción. Estos ritos reacom odan el sim bolism o de la
producción de mercancías, de manera que aparece una forma distin­
ta de sabiduría poética y de visión política. Ellos son testim onio
de una co n cie n c ia qu e resiste la esen cializació n que im pone
el capitalism o; la historia del sindicato minero y de la política
del siglo XX brindan suficientes pruebas de su m ilitancia socia­
lista.
Los ritos de los m ineros cargan el legado de la tradición: una
form a prestablecida de ver el m undo que estructura nuevas
experiencias. Estas nuevas experiencias transform an la tradi­
ción; sin em bargo, aun así, esta m ism a transform ación registra
el significado del presente en térm inos de historia. Por lo tanto,
los ritos de los m ineros representan la expresión condensada de
la historia m itológica, com puesta de tensiones que trascienden
esa historia. “ ¿N o es el carácter de los m itos”, dice Lévi-Strauss,
“evocar un pasado suprim ido y aplicarlo, como una rejilla sobre
el presente, con la esperanza de descubrir un sentido donde los
dos aspectos de su propia realidad con la que se confronta el
hom bre -la histórica y la estru c tu ra l- coincidan?" (1967b: 7).
El ch 'a lla en las m inas no es sim plem ente una extensión de
los ritos cam pesinos de producción. Si bien los m ineros co n si­
deran que el m ineral de estaño responde a los principios cam p e­
sinos de fertilid ad , pro d u cció n e intercam bio, el hecho es que el
m ineral se encuad ra en un conjunto m uy distinto de relaciones
sociales y sig nificad o s sociales. Por lo tanto, el ch 'a lla de los
m ineros no puede reflejar el principio de trueque recíproco com o
se da en las co m u n id ad es cam pesinas. A pesar de ello, el ch 'alia
de los m ineros rep resen ta el im perativo ético de la reciprocidad,
que el intercam bio de m ercancías niega. La co n cien cia que se
expresa indica la tensión que im pone esta negativa - y la n ecesi­
dad de echar ab ajo la historia de la C onquista. Las im ágenes
contrastantes de la M adre T ierra y el diablo, y la transform ación
del ch 'a lla de la producción cam pesina a la proletaria, p erm an e­
cen com o llaves que liberarán esa dialéctica, cuya tensión se
resolverá únicam ente c u an d o una praxis realm ente recíproca le
perm ita a la h um anidad controlar ¡os productos de su trabajo, lo
m ism o que los de su im aginación.
En las m inas, la apo teo sis de j a s .m ercancías engendra ía
apoteosis del m al por m edio del fetiche dei espíritu dueño d e la
mina. Con esta reacción ante el desarrollo capitalista, la ico n o ­
grafía y el ritual indígenas, retratan la im portancia hum ana del
intercam bio de m ercado, com o una distorsión m aligna del tru e ­
que de ofrendas, y no co m o una ley de la naturaleza evidente en
sí mism a - l o que apoya la réplica de A rguedas a ia cultura del
im perialism o, cuando dice que el hom bre posee un alm a y que
ésta difícilm ente es negociable.
CONCLUSIÓN

La peligrosa tarea que me he propuesto realizar es la de interpre­


tar la experiencia social que se refleja en la m agia popular, en la
m edida en que esa experiencia cam bia cuando un grupo pierde
el control de sus medios d e producción. T am bién es una tarea
pelig ro sa; no importa lo que nos cueste establecer la cronología
de los grandes sucesos de la historia, la dem ografía, la red del
com ercio y la facticidad transparente de las infraestructuras
m ateriales, seguirem os estando ciegos a las grandes lecciones de
la historia tanto para la sociedad com o para el futuro, a menos
que incluyam os la im aginación del poder, al igual que el poder
de la im aginación colectiva.
C uando la gente hace la historia, la hace dentro de una
im aginación moldeada históricam ente, establecida con el signi­
ficado hum ano que se le otorga a las cosas que de otro modo son
m udas. Los marxistas, particularm ente, no pueden olvidar el
su btítu lo crucial de E l Capital: Una crítica de la econom ía
p o lítica . Con este enfoque, el trabajo de M arx se opone estraté­
gicam en te a las categorías objetivistas y a la ingenua autoacep-
tación cultural del mundo esencializado que crea el capitalism o,
un m undo donde las m ercaderías económ icas conocidas como
m ercancías, de hecho, objetos en sí m ism os, no aparecen sim ­
plem ente com o cosas sino com o determ inantes de las relaciones
hum anas de reciprocidad que las form an. Entendidos de esta
m anera, el tiempo de trabajo para los artículos de consum o, y el
valo r m ism o, se transforman no solam ente en categorías históri­
cas relativas, sino también en construcciones sociales (y enga­
ñosas) de la realidad. La crítica de la econom ía política exige que
se desarm e esa realidad y que se realice una crítica de ese engaño.
Al im pugnar la concreción y el fetichism o de las m ercancías,
las creencias y ritos que se discuten en este libro facilitan esta
tarea de deconstrucción crítica, porque desenm ascaran algo cru­
cial sobre la realidad humana que está oculta detrás del m isticis­
m o de la cultura de la m ercancía. Pero una visión profunda de
este orden no es sino el principio; como una etapa del desarrollo
histórico, puede ser rápidam ente devorada por la intensificación
de la producción de artículos de consum o, y al idealism o no se
le puede com batir solam ente con ideales, aunque sin ellos no
queda esperanza alguna. A dem ás, com o para la liberación hu­
m ana es necesario un m odo no fetichizado de enten der las
relaciones hum anas y la sociedad, tanto el fetichism o anterior a
la m ercancía com o el fetichism o de la m ercancía, están conde­
nados.
Entre el arte de la im aginación y el arte de la política,
interviene una am plia variedad de prácticas, especialm ente la
organización política, y es notoriam ente rara la coyuntura donde
la im aginación colectiva se ferm enta con las circunstancias
sociales apropiadas, que perm iten el surgim iento de una práctica
liberadora. Pero es únicam ente dentro de dicha coyuntura donde
las m últiples am bigüedades de la m entalidad colectiva adquieren
una expresión social creativa y clara, y las fuerzas de la represión
están al acecho y son casi siem pre dem asiado poderosas. Hasta
que se dé esa coyuntura, la política im plícita en la cultura de la
m agia popular funciona en varias direcciones sim ultáneam ente.
Si los fantasm as del mu'ncio del espíritu sustentan la solidari­
dad y defienden el ideal de igualdad entre los oprim idos, también
pueden crear divisiones o un conform ism o m utilante. Franz
Fanón escribe:

La atmósfera del mito y la magia me asusta, y así cobra una indudable


realidad. Al aterrorizarme, me integra a las tradiciones y a la historia
de mi distrito o de mi tribu, y al mismo tieirpo me reafirma, me da
una categoría, como si fuera un documento de identidad. En los
países subdesarrollados, la esfera de lo oculto es una esfera que le
pertenece a la comunidad, que se encuentra por completo bajo una
jurisdicción mágica. Al mezclarme en esta red inextricable donde las
acciones se repiten con una inevitabilidad cristalina, encuentro el
mundo infinito que me pertenece y la perpetuidad que así se afirma
del mundo que nos pertenece. Créanme, los zombis son más atemo­
rizantes que los pobladores (1967: 43).

No hay duda que esto es una exageración: una creencia ciega


en las creencias ciegas de los prim itivos. Seguram ente la atm ós­
fera del mito y la magia está arraigada en una realidad, ¿pero qué
tipo de realidad? N o se trata tanto de una verdadera realidad, sino
m ás bien de una realidad posible e hipotética. Es una realidad en
la que coexisten fácilm ente la fe y el escepticism o. El ritual
respalda la verdad de esta realidad hipotética, pero fuera de los
rituales intervienen otras realidades, y la mente no encuentra
ninguna tensión entre las explicaciones espirituales y seculares.
S iem pre, y en todas partes, los dioses y los espíritus son
am bivalentes, y el diablo es el archisím bolo de la am bivalencia.
No se trata de que defina dem asiado las acciones específicas,
sino que aporta las som bras y los m odelos con los que la gente
crea interpretaciones. Como ya hem os visto, estas creaciones de
ninguna m anera le otorgan conform idad al statu quo; lo que es
más, en las situaciones coloniales, los zom bis o espíritus cam ­
bian para reflejar la nueva situación, en vez de plasm ar el m undo
precolonial del espíritu. Son tan dinám icos y tan incesantem ente
cam biantes com o la red de relaciones sociales en que están
inm ersos los creyentes, y sus significados m ediatizan esos cam ­
bios. El diablo de las plantaciones del C auca, lo mism o que el de
las m inas bolivianas, creció a partir de los sistem as indígenas de
creencias precoloniales, del A frica occidental y de los A ndes
(preincaicos), com o una respuesta de esos sistem as a la C onquis­
ta, al c ris tia n is m o y al d e sa rro llo c a p ita lis ta . E ste d ia b lo no
es terrorífico desde un punto de vista no am biguo. N o es más
terrorífico que los pobladores.
La religión de los oprim idos puede atem perar esa opresión y
hacer que la gente se adapte a ella, pero al m ism o tiempo puede
provocar la resistencia frente a ella. Al tratar de entender la
coexistencia de esas tendencias opuestas, debem os volver una
vez m ás sobre el significado social del fetichism o capitalista, el
cual, a pesar de todas sus fantasías, no esconde las relaciones
económ icas en su papel de relaciones entre las cosas en sí
m ism as, con sus raíces escondidas en la reciprocidad hum ana.
La originalidad del contexto colonial, destaca Fanón, “es que la
realidad económ ica, la desigualdad y la inm ensa diferencia de
m odos de vida, nunca llegan a enm ascarar las realidades hum a­
nas” (1967: 30). En la lucha política y arm ada, el hecho de
confundir las realidades de lo fantasm agórico y lo corpóreo, es
invocar al desastre. Pero los prim eros ilum inan a los últim os,
dando voz y dirección al curso de la lucha. “El nativo descubre
la realidad y la transform a en el patrón de sus costum bres, en la
práctica de la v io len cia y en sus planes de libertad ” (Ibid: 45).
Los trabajadores de las p lan tacio n es del V alle del C auca ya no
conciben que sus patro n es crean en la brujería, m ientras que.los
siervos y peones de las h acie n d as de las m ontañas circundantes
perciben co rrectam ente la cred u lid ad de sus am os a este resp ec­
to. Los trabajadores de las p lan tacio n es aprenden a m anejar su
lucha de clases en térm inos m o d ern o s y no m ediante la brujería,
pero lo hacen dentro de una visión que esté inform ada de las
creaciones fantásticas que su rg en del choque entre las o rien ta­
ciones de valores de uso y v alo res de intercam bio. Los ritos a la
figura del diablo que realizan los m ineros bolivianos m anifiestan
este m ism o ch o q u e, y precisam ente estos m ineros son los que
están a la vanguardia en la lucha de clases. Sus ritos m ágicos
estim ulan la visión y apoyan el estado de ánim o del que d epende
esa lucha. “E sta trad ició n dentro-de la m ontaña debe con tin u ar”,
dice un líder sin d icalista, “p o rque no hay com unión m ás íntim a
ni más sincera, ni m ás h erm osa, que el m om ento del c h 'a lla ,
cuando los indios m astican co ca jun to s y se la ofrecen al T ío ”
(N ash, 1972: 231-232). En esta com unión, tan to una intensa
interexperiencia hum ana co m o una declaración precisa sobre la
injusticia y la situación p o lítica real, la conciencia crítica ad q u ie­
re su forma y su vigor. “A llí ex presan todos los p roblem as que
tienen, y va nacien d o una nueva generación tan revolucionaria
que ya los trabajadores com ienzan a p ensar en realizar cam bios
estructurales. E sta es su u niv ersid ad ” (Ibid).
En una infinidad de m aneras im probables, la m agia y el ritual
pueden fortalecer la co n cien cia crítica que una realidad esp an­
tosam ente hostil le im pone a la gente que trabaja en las plan ta­
ciones o en las m inas. Sin el leg ad o de la cultura y sin sus figuras,
im ágenes, fábulas, m etáfo ras retóricas y otras creacio n es im agi­
nativas, esta conciencia no p u ed e funcionar. Sin em bargo, puede
llegar a entender su p oder creativ o , en lugar de ad judicarle dicho
poder a sus productos. El p ro g reso social y el pensam iento crítico
están ligados a esta tarea dialéctica de desfetichización. A este
fin apuntan los trabajadores: a controlar sus productos, tanto
m ateriales com o poéticos, y a no ser controlados por ellos.
C laudicar en esta lucha es p asar a ser un esclavo de los fetiches
de una conciencia p atéticam ente falsa, cuyos signos m ateriales
sostienen una realidad incom prensible y m isteriosa; vacía y
carente de hum anid ad y de gente viva com prom etida con su
su p erv iv en cia diaria. L as creencias y ritos de Jos m ineros y de
los trab ajad o res de las plantaciones, en cuanto al significado de
la p ro d u cció n , desafían a esta realidad y llenan este vacío con
p reo c u p ac io n e s hum anas, y en esto se han inspirado algunas de
las lu ch as políticas y de los poetas m ás poderosos de nuestro
tiem p o . P ablo N eruda, en la que fue p rácticam ente su últim a
asev eració n , escribió:

En lo que a nosotros en particular nos concierne, nosotros, que somos


escritores dentro de la región americana trem endam ente vasta, escu­
cham os incesantemente el llamado para llenar este vacío poderoso
con seres de carne y sangre. Estamos conscientes de nuestro deber
de realizadores -a l mismo tiempo nos enfrentam os a la tarca inevi­
table de la comunicación crítica en un m undo que eslá vacío, pero
que no por eso deja de estar Heno de injusticias, castigos y sufrimien­
t o s - y también sentimos la responsabilidad de despertar nuevamente
los viejos sueños que duermen en estatuas de piedra en los ruinosos
m onum entos antiguos, en el silencio que se extiende ampliamente
en las planicies planetarias, en las densas selvas prístinas, en los ríos
que rugen como el trueno. Debemos llenar con palabras los lugares
m ás distantes de un continente mudo, y estam os intoxicados con esta
tarea de hacer fábulas y dar nombres. Quizás esto sea lo decisivo en
mi m odesto caso, y si de eso se traía, mis exageraciones o mi
abundancia o mi retórica no serán otra cosa que el más sim ple de los
sucesos en el trabajo cotidiano de un americano (1974: 27-28).
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Se tiraron 2000 ejem p lares


m ás sobrantes para reposición

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