Sie sind auf Seite 1von 8

LA COSECHA DEL MIEDO

Guillermo O'Donnell

ARGENTINA
Rabia y tristeza: viendo la Argentina de hoy, lo que los argentinos hemos venido
haciendo desde hace ya tantos años, hay poco espacio para otros sentimientos; quizás,
queriendo creer en las virtudes catárticas de haber tocado fondo, sea posible pensar en
un largo y sinuoso camino de recuperación. El régimen militar implantado en 1976
exageró tendencias profundamente inscritas en la sociedad argentina; si no entendemos
esto, si creemos que ese monstruo surgió de la nada, la Argentina nunca podrá
habérselas consigo misma. Esto no quiere decir que todas las responsabilidades sean
iguales. Sobre todo no implica renunciar a pedir cuentas a un régimen que, como muy
pocos en la historia, ha sido enemigo de su propia sociedad. Pero hay también que
discutir qué permitió la implantación de ese régimen, por qué por un tiempo tuvo el
apoyo de buena parte de la población, por qué tantos miraron hacia otro lado cuando
ocurría lo que ocurría (no sólo con las vidas de muchos sino también con la salud, el
hambre y el trabajo de muchísimos otros), por qué se pudo llegar a la catastrófica locura
de las Malvinas, y por qué -mitos aparte de irredentos populistas-, buena parte de la
población, abucheando o no a , apoyó esa aventura hasta su amargo final. Hoy, en la
Argentina y en las comunidades del exilio, se insinúan dos tendencias que en caso de
imponerse mostrarán que -una vez más…- no hemos aprendido nada. Una,
“pragmática”, ofrece al régimen no examinar ni uno sólo de sus actos, de hecho ayudarle
a cargar con ellos sobre sus espaldas, a cambio de cualquier elección que les dé algún
acceso al gobierno. Este supremo oportunismo dejaría en pie todas las fuentes de
autoritarismo y violencia que hemos venido sufriendo, ratificaría la lección de
impunidad que los opresores han aprendido tan bien en nuestra historia, y no tendría
autoridad para consolidar un régimen democrático- después de todo, parte de la
tragedia argentina incluye periodos con elecciones y parlamentos de hecho
proscriptivos de buena parte de la población y marginados de los circuitos de poder. La
otra corriente, puros incontaminados de la menor sospecha de sus propias
responsabilidades, adjudica todo al régimen. Unos no quieren mirar nada desde 1976,
otros sólo quieren mirar desde 1976. Arrasados por el ruido de años y años de violentos
antagonismos, por la represión del régimen y -hay que decirlo- por el miedo, habemos
también los que nos hemos callado demasiado. Pero hoy en la Argentina hay algunas
voces que plantean, con lucidez y coraje, una crítica que no excluye la indispensable
autocrítica.(1) En ese espíritu quiero esbozar algunos temas.
Guillermo O’Donnell. Investigador del Instituto Universitario de Investigación del Río de
Janeiro (Brasil) y del Centro de Estudios del Estado y la Sociedad (Buenos Aires,
Argentina).
I
La feroz e injustificable violencia que el régimen militar desató sobre su propia población
se montó sobre la guerra de todos contra todos que se fue desatando desde 1969. La
Argentina se emborrachó con el mito de la violencia políticamente eficaz y,
últimamente, purificadora. Atrás de ese mito practicaron prolijamente la muerte los
grupos paramilitares, las Fuerzas Armadas, las organizaciones guerrilleras y bandas
armadas por ciertas cúpulas sindicales y grupos empresarios. El espectáculo de la
muerte tiñó la cotidianidad de todos, hasta el punto que, evaporada la garantía estatal
del orden, hasta las calles pasaron a ser propiedad de los asesinos. Al mismo tiempo, la
ola popular que llevó al gobierno al peronismo en 1973, se disgregó frente a esa
violencia y ante el espectáculo de un gobierno -el de Isabel Perón- que, más allá de sus
lados de opera bufa, auspiciaba (en complicidad con sectores militares que poco
después lo expulsarían sin ceremonias) los grupos paramilitares, y era incapaz de
controlar una crisis económica que puede sintetizarse mencionando que, en el
momento del golpe, la inflación superaba el 600% anual. En esa hoguera fue quemado
lo mejor de una generación de jóvenes, en parte por la represión, en parte por el pathos
violento y autoritario de sus líderes, en parte por un clima intelectual que, con escasas
y poco oídas excepciones, fomentó irresponsablemente todas las “justas violencias” que
se desencadenaban. En la misma hoguera (menos visiblemente, porque muchos de esos
episodio) no trascendieron el barrio o la empresa) fue también inmolado un movimiento
popular que había producido -es cierto, sin traducción en el plano político- importante,
aunque descoordinadas, experiencias de organización democrática y, para llamarlas de
alguna manera, protosocialista.
II
En 1978/1979 con Cecilia Galli hicimos una investigación que (íhorror metodológico!)
consistió en entrevistar a quienes nos atrevíamos, buscando en lo posible una amplia
gama de clases sociales y posiciones políticas. A esas personas les preguntamos,
simplemente, cómo eran entonces sus vidas, y cómo las comparaban con cómo habían
vivido antes; cuál era ese “antes” lo dejamos abierto a la elección del entrevistado (a).
Todos ubicaron esa referencia en el periodo inmediatamente anterior al golpe de marzo
de 1976, y casi todos lo(2) revivieron como algo intolerable frente a lo cual, cualquier
régimen era mejor -y así les parecía porque, aunque a veces reconocido como horrible,
lo entonces existente implicaba algún orden frente a la sensación de caos primordial con
que era recordado el periodo anterior. Esa gente se había despolitizado, había reducido
grandemente sus actividades asociativas, y prefería negar o ignorar los horrores con los
cuales, aunque ya militarmente triunfante, el régimen pretendía exorcizar sus
paranoides obsesiones. En medio de eso se producía una fenomenal redistribución de
ingresos que privatizaba aún más las vías y aumentaba aún más la miopía de las
conciencias -algunos practicando el difícil arte de sobrevivir, otros encandilándose con
todos los gadgets electrónicos del mundo. Y, atrás de eso, un inmenso silencio, el de los
que así se privatizaron (o, mejor, se convirtieron en los no ciudadanos, en los infantes
ansiosos de autoridad que el régimen quería que fueran), y el de los que tuvimos el
miedo que -también- el régimen quería que tuviéramos. Allá, muy lejos, sonaban voces
que desde el exilio parecían venir de mundos por entonces casi incomunicables.
Con Cecilia, y con las pocas personas que aún querían discutir estos temas sentíamos
que todo eso, en el plano más puramente político, podía evaporarlo rápidamente la
propia brutalidad del régimen. Pero, al mismo tiempo, teníamos una sensación que en
realidad no debía habernos sorprendido: cuanto más autoritario y violento es un poder,
más suelta los lobos en todos los ámbitos que toca. Vimos y vivimos aterrados -porque
esta era la crueldad cotidiana y porque parece tanto más difícil de revertir-, el deleite
con que en diversos espacios sociales (escuela, fábrica, familia, la calle misma) muchos
desplegaban sus tendencias más despóticas. Ya no había ni un cuadro institucional, ni
confrontaciones con otras orientaciones, que contuvieran a los lobos -y a éstos los
vimos, como kapos de campos de concentración, aún más violentos y autoritarios que
lo que un régimen inusitadamente violento y autoritario les demandaba. Cuando el
régimen bombardeaba por la televisión reclamando orden, jerarquía y respeto,
encontraba evidente eco en algunos de nuestros entrevistados, y a otros los sometía a
un día a día en el que ni aún su extrema privatización lograba salvarlos de los horrores -
microscópicos y no marcados sobre sus cuerpos, pero no menos horrores -de ese poder.
Daño inmenso aunque casi invisible, que debemos cargar a la cuenta de la violencia que
nos cometimos y a la que el régimen elevó a sistema de terror.
III
Hubo, en lo público y en la vida cotidiana, héroes y heroínas, comenzando por “Las
madres locas de Plaza de Mayo” quienes en ese contexto eran socialmente locas al
reivindicar los más elementales valores de la vida. Pero el inmenso silencio de la
sociedad creó el vacío dentro del que pudieron desplegarse, sin contrapeso ni
información disonante, las dos grandes locuras del régimen. La primera, una política
económica que arruinó al país, sumiendo al sector popular en miserias que nunca
conoció y enviando a buena parte de la burguesía a la quiebra. En ese camino
concurrieron un fantástico festín financiero, descontroladas compras de armamentos y
la abundancia de productos importados con que parte de la población se anestesió por
un par de años.
El brutal impacto sobre el sector popular y buena parte de los sectores medios, la
liquidación de las economías del interior, una fenomenal deuda externa que ni siquiera
tiene contrapartida en inversión alguna -más el sutil pero con seguridad gravísimo
impacto de haber enseñado nuevamente que en la Argentina sólo compensa especular,
trampear y sobornar- fueron perpetrados inexorablemente. Esto se hizo, por Martínez
de Hoz y su equipo, frente a la estólida complacencia de los altos mandos militares.
Junto con ellos estuvo la vieja oligarquía pampeana. Aunque a veces le doliera el bolsillo
por el lado de sus propiedades agrarias (pero se le hinchara siempre por el lado de sus
ramificaciones en bancos y financieras), ella sintió que volvía a reinar, gracias a la derrota
de la escoria que se había acumulado desde la década de 1930: industriales de extraños
apellidos, obreros, peronistas, demagogos, sindicatos. Quien no haya oído a los
miembros de esta clase, dentro y fuera del gobierno, y a los sectores de pequeña
burguesía eternamente deslumbrados con ella, hablar de su victoria, no podrá entender
el sentido particularmente feroz y destructivo que tuvo la política socioeconómica de
esos años. Luego de varias décadas, con la ayuda a veces embarazosa pero indispensable
de la represión que las Fuerzas Armadas aplicaban, creyeron poder volver a los viejos
buenos tiempos de la Argentina preindustrial, prepopulista y preobrera. Para ello
ayudaba, en curiosa sobredeterminación, la nueva derecha económica, cuyos
postulados apuntan a desmontar la “ineficiente” y “artificial” estructura productiva
urbana que había resultado de décadas de “estatismo y demagogia” -fueron
precisamente, miembros de aquella clase, que habían pasado por las universidades
“adecuadas” en el país y en el exterior, los ejecutores de una política en la que el sentido
común de su clase convergía con Milton Friedman y otros santones de la “verdadera”
ciencia económica. Con una sociedad silenciada, con unas Fuerzas Armadas
deslumbradas ante tanta ciencia, tanto contacto internacional, tanto brillo social y
tantas gratificaciones económicas, los “técnicos” ignoraron olímpicamente las señales
que marcaban que el camino no terminaba en “su” Argentina sino en una crisis aún más
grave que la anterior a 1976. Incluso cuando la burguesía urbana comenzó a gemir, esto
fue interpretado como ratificación del acierto: por una parte las Fuerzas Armadas podían
cabecear complacidas por que tales quejas demostraban que “los sacrificios se están
repartiendo con ecuanimidad” y, por la otra, ellos mostraban a los “técnicos” que
avanzaba el “indispensable saneamiento” de la economía. Cuando hacia comienzos de
1980 este camino llegó a su inevitable explosión, Martínez de Hoz y los suyos pudieron
salir del gobierno con olímpico desagrado, imputando la catástrofe al cambio de
Presidencia de Videla a Viola y las “vacilaciones” que entretanto se habían producido.
Hoy estos inmensos destructores se sienten ajenos a toda responsabilidad…
La otra fuente de locura fue, supuesto, la represión. “Guerra sucia” es el eufemismo que
alude a una represión que, por decisión institucional, se des institucionalizó. No vale la
pena entrar en conocidos detalles. Basta decir que, aunque todo comenzara antes de
1976, a partir del golpe, el régimen militar, al tiempo que discurseaba sobre el orden y
la seguridad que había regalado a la población. se clandestinizó: la represión que aplicó
fue anónima aunque fuera evidentemente estatal. En ese mundo de terror sin caras ni
nombres ni procesos se llegó al macabro extremo -abstracción final del horror- de que
casi ni hubiera cadáveres, testigos desaparecidos de una furia antisubversiva que
extendía ancha, y a veces imprevisiblemente, su red, Antes de 1976 la muerte ocurría
diariamente en las calles. Después pudo ser ignorada por muchos porque pasó a ser tan
oficial y tan clandestina, tan abstracta y tanto más horrible. Esta “tarea” no se hizo por
algunas agencias especializada -una Gestapo o, sin ir más lejos, una DINA chilena- de la
que más tarde las Fuerzas Armadas pudieran desentenderse con gestos de disgusto. En
la Argentina fue tarea de muchos, frente de combate de unas Fuerzas Armadas que se
sentían plenamente en guerra.
Foto: Daisy Ascher
Tal vez nunca podremos entenderlo realmente pero no se puede dejar de pensar en el
impacto le esto debió tener sobre sus propios ejecutores. Después de todo, nada tan
antagónico con los valores de hidalguía y de confrontación ruda pero caballeresca, que
tanto hacen a la socialización del militar. Aunque estos y otros) valores no impidan
consonancias con regímenes autoritarios, son profundamente disonantes con la práctica
de la “guerra sucia”. Cómo procesa cada uno lo que ha hecho, permitido hacer,
ordenado hacer? ¿Cómo se digiere institucionalmente esta cuestión? ¿En qué punto
unos han trazado, y otros no, la línea de lo aceptable? ¿Cómo se relacionan los que han
actuado así con los que, tal vez tanto o más responsables, se han quedado en sus
escritorios? Más allá de respuestas que nunca conoceremos, hay por lo menos dos
cuestiones sobre las que debemos especular. Una es que tiene que ser inmensamente
difícil reinstitucionalizar una fuerza armada así intoxicada, devolver a muchos a una vida
“propiamente militar”, restablecer líneas de comando regulares, y restaurar la
credibilidad de algunos valores básicos a la formación militar- tal vez, en el mundo
cerrado de esas contraposiciones, una guerra convencional parezca la catarsis
indispensable. La segunda especulación es sobre los temores de esos vencedores:
¿cómo lograr que el país, la historia, acepten lo hecho o, al menos, lo sepulten en
cuidadoso olvido? ¿Cómo aventar el fantasma de una rendición de cuentas?: sólo
mediante la celebración del régimen que implantaron y del “orden” que de esa forma
consiguieron. Si, como prometían Martínez de Hoz y sus acólitos, al cabo de su política
económico-social estaba una Argentina eficiente, consumista, blanca y aliada favorita
de “Occidente” y si, además, esa política económica daba también para armarlas hasta
los dientes, entonces -sólo entonces-esas Fuerzas Armadas podían autodigerir lenta y
tranquilamente la “guerra sucia”.
Esto permite entender por qué las Fuerzas Armadas quedaron colgadas tanto tiempo a
la promesa cada vez más inverosímil que les hacían sus “técnicos”. También permite
entender su desesperación ante el colapso dé esa política y la continua profundización
de la crisis que ha seguido hasta ahora; más aún cuando, a comienzos del presente año,
surgieron señales inequívocas de una reemergencia opositora en la cual comenzaban a
converger los innumerables sectores afectados, en todos los sentidos ya señalados, por
lo ocurrido desde 1976.
V
Entonces, el inocultable desastre económico, y la no menos evidente impopularidad del
régimen y de los militares agitaron peores fantasmas. ¿A quién pasarle el gobierno, si el
régimen se había dedicado a descabezar los liderazgos que podían invocar real
representatividad popular? ¿Cómo lograr que los escuálidos políticos “amigos del
proceso” tengan -eterno dilema de la Argentina- los votos necesarios como para que no
ocurran los nunca tan temidos “Nuremberg”? Finalmente, ¿quién garantiza que los muy
moderados jefes de los principales partidos y, en los sindicatos, los eternos candidatos
a pelegos, no serán barridos de sus posiciones en cuanto se suelte un poco la presión
popular? Ante el brutal silencio que se impuso sobre el sector popular y ante la
tendencia de los sectores medios a oscilar entre un extremo y otro del espectro político,
¿quién puede asegurar que buena parte de la población seguirá una constelación que
sólo contiene -aparte de las bayonetas- una derecha sin votos, predicadores del
capitalismo que arrasan con la burguesía y popes de la “moral occidental y cristiana”
montados sobre tanta crueldad y tanta muerte?
Esto lo reflejó el instinto de Galtieri y su grupo. Ellos, que al llegar a la cúpula de las
Fuerzas Armadas y del gobierno, habían cerrado el círculo de descomposición
institucional que aquéllas se impusieron a sí mismas con la “guerra sucia”, dieron la
respuesta: la aventura externa. Como todo gangster que aprende la impunidad de su
violencia pero desconoce sus límites, esa desesperada vanguardia de los ganadores de
1976 creyó que el gran padrino bajo el cual se habían cobijado, y para el cual estaban
dispuestos a hacer buena parte del trabajo sucio en Centroamérica, bastaba para
protegerlos de cualquier consecuencia. Dice de la siniestra ineptitud del gobierno de
Reagan que primero haya alentado tanto la impunidad de sus anhelantes ahijados(3) y
que después se indignara porque, ensanchando su coto de caza, esos mastines del
anticomunismo hubieran mordido nada menos que a Su Majestad Británica. Por otro
lado, dice de la gangsterización del grupo gobernante militares y civiles, que se
sorprendieran abismalmente cuando, como Galtier más tarde dijo, Gran Bretaña
“sobrereaccionara por unas islitas en el fin del mundo”. Con esto Galtieri sintetizó
perfectamente el camino hacia la total delincuencia recorrido por un régimen que
comenzó por aterrorizar clandestinamente a su propia población, y sirvió en bandeja al
gobierno de Thatcher la oportunidad de revitalizarse en su propio chauvinismo.
VI
Así, otra generación de jóvenes tuvo que poner sus cuerpos, arrastrada por lo que no
era sino el paroxismo de la locura que había arrasado a la anterior. La economía
argentina terminó de hundirse en lo que es, por lejos, la crisis más profunda de su
historia. Las Fuerzas Armadas que, atrás del impulso de Galtieri y su banda, tuvieron la
ilusión de una heroica redención -nuevamente la muerte fantaseada como purificación
de pasadas violencias- desnudaron una fenomenal incompetencia.
Pero, además, la invasión de las Malvinas tuvo el perverso talento de tocar sensibles
fibras del nacionalismo y las frustaciones argentinas. El llamado encontró enorme eco:
fuere lo que fuere el gobierno, las Malvinas son nuestras, y por lo tanto -fenomenal non
sequitur- sólo cabía alinearse con aquél en apoyo a esa aventura. Para algunos, tal como
lo esperaba el régimen, esto alcanzaba para redimirlo de todo lo pasado; para otros se
cobraría después, compartiendo “el poder”, el apoyo de esos momentos. Dudar,
preguntar, advertir sobre el cada vez más evidente desenlace y sus inmensos costos,
negar que “la cuestión nacional argentina pasa por la recuperación de las Malvinas”, era
la antipatria, el proimperialismo.
El gobierno, lanzado en el precipicio de su irresponsabilidad, mintió ferozmente. Y una
población que necesitaba desesperadamente creer en algo, sentirse parte de algún éxito
-y que era interpelada por el lado más oscuro y chauvinista de su nacionalismo-, creyó
con ahincó y patrulló con hostilidad cualquier esto de duda. Y nuevamente, los que
podíamos haber hablado donde importaba -allá-, nos callamos, en parte porque no
había medio alguno dispuesto a difundirlas, en parte porque volvíamos a sentir ese frío,
terrible miedo. Otra vez, también, al menos en Buenos Aires, la muerte fue
obscenamente abstracta y anónima: la guerra sólo aparecía en expertas opiniones sobre
mísiles y aviones, y en los barcos que victoria tras victoria hundíamos a los ingleses. Los
cuerpos y su dolor -y, con ellos, la verdad de lo que estaba ocurriendo- fueron
nuevamente ocultados.
Poco después la verdad se desplomó sobre las cabezas de todos. No sólo se había
perdido; se había perdido mal y se había mentido demasiado. Boomerang previsible, la
rabia que se quiso evitar con esa fuga hacia adelante, se volvió redoblada hacia el grupo
gobernante, hacia las Fuerzas Armadas y hacia todo lo que tuvo alguna relación con el
régimen. Conversé entonces con algunas de las personas que entrevistamos en
1978/1979, y en ellas se había esfumado la sensación dominante del caos pre-1976, para
dar lugar a una rabia inmensa por lo ocurrido desde entonces.
VII
El gobierno de Galtieri se derrumbó y junto con él la Junta Militar, por la unanimidad de
uno del Comandante en Jefe del Ejército. Tras lo cual todos los que tuvieron que ver con
el régimen miran para otro lado: Martínez de Hoz y su gente, porque el desastre
económico fue causado por sus sucesores: éstos, porque recibieron el desastre de
aquéllos: las Fuerzas Armadas porque pareciera que la guerra fue perdida sólo por
Galtieri y, en todo caso, por algunos oficiales que estuvieron en las Malvinas; y buena
parte de los medios de comunicación, que alimentaron con mentiras el peor
triunfalismo, hoy se rasga las vestiduras con las cajas de alimentos y ropas que nunca
llegaron a las Malvinas, casi insinuando que alguien puede haber hecho fenomenales
negocios en medio de tanto patriotismo.
El régimen se desplomó con su última y pirueta y, entonces, porque así fue y porque
nada queda de recambio, “le corresponde el turno a los civiles” -si es que, mientras
tramita eso, algún grupo militar no recupera aire como para intentar rescatar lo que
desde 1976 se llama, aunque con creciente pudor, el “Proceso de reorganización
nacional”. Y allí está, esperando que no soplen vientos demasiado fuertes, acurrucada
en la vaga alianza llamada “La multipartidaria”, la cúpula de los principales partidos
políticos, haciendo, por su parte también, una curiosa pirueta: ser una oposición que
pide a las Fuerzas Armadas que se unan para seguir mandándola un poco más,
apresurándose -con la verosimilitud que les da a casi todos ellos. haberse zambullido en
la aventura de las Malvinas- a asegurarles que nadie mirará ni un día ni un acto de lo
ocurrido desde marzo de 1976. Esas cúpulas. para entender su comportamiento, están
desafiadas en sus propios partidos por sectores que cuestionan su oportunismo. Este es
el fundamento del pacto posible entre dos grupos -aquélla cúpula y la de las Fuerzas
Armadas-, interesados en que nada resucite; tal vez ni siquiera -demanda elemental-
que se clarifique plenamente el caso de cada uno de los miles de desaparecidos.
Pero estos marcan cada día más su presencia a través de las demandas de una sociedad
-incluso una jerarquía católica que parece recuperar, al menos, alguna sensibilidad
humana- recuperada de su amnesia. Esta cuestión señala dramáticamente que, más allá
de ese u otros más saludables pactos políticos, la cuestión de la democracia también se
coloca, fundamentalmente, en otros planos. Entre ellos, el de combi el osos lugares en
que sobrevive incólume al derrumbe del régimen, en dar verdaderamente la palabra a
los numerosos sectores que aquel pacto mantendría excluidos y, también en tomar los
riesgos indispensables para que las Fuerzas Armadas puedan generar liderazgos que, al
menos asuman el mal que en sus triunfos internos y en sus derrotas externas se hicieron
a sí mismas. Contra esto se agita el temor del nuevo golpe que por supuesto ronda la
escena, pero que ni siquiera hará falta -con la represión desplegada y vigente tras la
fachada de una enténte electoral -con la línea que siguen los sectores más oportunista
de la oposición.
Mas allá de esto queda la rabia, la perplejidad y la frustración de los argentinos. Estos,
con las cúpulas partidarias tan pegadas a lo que queda del poder militar, y con sus
oposiciones internas enredadas en luchar adentro de esos partidos, tienen evidente
dificultad en visualizar a esos liderazgos y sus partidos como canales de su rechazo al
régimen y de las potencialidades democráticas de ese rechazo. Así. queda escindida la
escenografía de hasta hace poco proscritos políticos tratando de parchar el otrora
arrogante poder militar, respecto de una sociedad que enfrenta una nueva ronda de
ansiedades y penurias. Comienza así a explotar la sociedad en actos de protesta que,
precisamente porque expresan demandas legítimas y largamente postergadas, por un
lado vuelven a levantar el fantasma del terror de derecha y, por el otro, son lo último
que la oposición oportunista quisiera que ocurriese.
Si el camino va a ser hacia una democracia viable, los partidos políticos no podrán dejar
de ser actores fundamentales de ese proceso. Para serlo, tendrán que sacudir sus
telarañas y convertirse en representantes y metabolizadores en la política de las
aspiraciones de la sociedad. Para ello habrá que recorrer, con riesgo y paciencia, el
laberinto de las amenazas de poderosas corrientes autoritarias -militares y civiles-, a la
que habría que empezar por no ofrendar, aterrados, los votos con que se cree contar. Si
no, una vez más en la historia argentina, y con consecuencias que ya se podrían haber
aprendido, la apertura política será percibida sólo como transitorio refugio de un
autoritarismo en crisis, sin senderos hacia la democracia que desde hace ya tanto tiempo
no logramos alcanzar.
Notas:
(1) Es significativo que la publicación donde más frecuentemente aparecen, y donde más
difusión tienen esos intentos, sea la Revista Humor.
(2) Hasta el punto no sólo de censurar sino de directamente suprimir la recolección de
cruciales datos macroeconómicos. Como expresó en mi presencia un funcionario del
gobierno Reagan, amigos de los Estados Unidos son los que alinean dentro de sus
intereses estratégicos (i.e. resurrección de la guerra fría) y, “por supuesto, uno no se
entromete en lo que un amigo hace dentro de su casa”; el problema fue que no quedó
claro si las Malvinas eran aparte o no de casa.
(3) Como expresó en mi presencia un funcionamiento del gobierno de Reagan, amigos
de los Estados Unidos son los que se alinean dentro de sus intereses estratégicos (i,e.
resurrección de la guerra fría) y, “por supuesto, uno no se entromete en lo que un amigo
hace dentro de su casa”; el problema fue que no quedó claro si las Malvinas eran parte o
no de la casa.

Das könnte Ihnen auch gefallen