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Instituto de Estudios Superiores Fundación Mempo Giardinelli

Sobre Leer y Ser Lector. Diferentes concepciones de la


lectura: Lectura como comprensión, como experiencia, como
acontecimiento.

Autores: Oscar Yaniselli, Olga Dri y Mempo Giardinelli

El reconocido filósofo hermenéutico alemán Hans George


Gadamer acuñó una de las expresiones más lúcidas sobre la
lectura: “…qué cosa sea leer, y cómo tiene lugar la lectura, me parece
una de las cosas más oscuras.”

Esta breve e inquietante cita invita a revisar, a cuestionar, a


plantear(nos) diversos e ineludibles aspectos de esta práctica humana
fundamental: ¿qué es la lectura?, ¿qué es leer?, ¿cómo tiene lugar la
misma?, ¿para qué leemos y hacemos leer?, ¿qué (nos) sucede cuando
leemos?, ¿qué factores cognitivos, biológicos y socioculturales, y qué
condiciones materiales, contextuales y didácticas, son esenciales para
que ella acontezca?

Al igual que en cualquier otra actividad social o cultural, todo proceso


educativo se ve afectado tanto positiva como negativamente según la
concepción que el docente tenga de los sujetos participantes, del objeto
de enseñanza y del proceso de aprendizaje. Esas representaciones
(conscientes o no) repercuten en la manera de planificar, desarrollar y
evaluar sus intervenciones educativas. De ahí la conveniencia de
conocer esas nociones e ideas subyacentes, para determinar desde qué
perspectiva (teórica, pedagógica, metodológica) está fundamentada su
actuación.

Parece crucial, entonces, reflexionar sobre aspectos tales como: ¿cuál o


cuáles son las representaciones lectoras desde las que nos
posicionamos para leer, para dar de leer y/o para transmitir el gusto y
la afición por la lectura? ¿Somos conscientes, a nivel personal y
profesional, de esas representaciones? ¿Qué podemos hacer y qué sería
recomendable evitar o perfeccionar, para ayudar a otros a leer o al
menos a que deseen hacerlo?

Estos interrogantes no buscan necesariamente dar respuestas


categóricas, sino más bien proyectar diferentes apreciaciones y
recorridos que ayuden a razonar, problematizar y/o confirmar lo que ya
sabemos o creemos saber sobre el leer y el suceder de la lectura.

Los avances de las últimas décadas

Desde hace aproximadamente medio siglo, diversas investigaciones,


experiencias y teorizaciones relacionadas con la Pedagogía de la Lectura
han venido gestando importantes debates y transformaciones sobre
nuevos enfoques, modelos curriculares y estrategias didácticas, con el
objetivo de ofrecer posibles soluciones al interrogante de cómo diseñar e
implementar, para las nuevas generaciones, propuestas educativas
potentes que sistemática y consecuentemente trabajen en favor del
estímulo de la lectura.

Sin embargo, y a pesar de ciertos cambios e innovaciones pedagógicas,


se debe reconocer que aún no se visualizan transformaciones
sustanciales. Es cierto, notorio y generalizado el reconocimiento, entre
docentes y bibliotecarios, del carácter artístico y autónomo de la
literatura, que impugna su uso para la enseñanza de contenidos
disciplinares y que tanta aceptación tuvo durante largo tiempo en el
sistema educativo. Es cierto también el consenso extendido de esbozar
un canon de lecturas literarias, en el que se considera muy importante
el rol que ocupa actualmente, en los diferentes ciclos y niveles
escolares, la denominada Literatura para Niños y Jóvenes (LNJ) y que
es un canon más abierto, más diverso y más plural. Y son innegables,
asimismo, la trascendencia que se reconoce a la disposición y formación
del docente y del bibliotecario como mediador de lectura; la valoración
social de la lectura en voz alta como potente y democrática estrategia de
formación lectora y aplicable a lectores de todas las edades; y el
reconocimiento y la voluntad, cada vez más consistente, de recuperar la
hora institucional de lectura en el contexto escolar. Todo eso evidencia
un incipiente y alentador cambio de los paradigmas educativos. Pero
cabe subrayar que, todavía, esos cambios e innovaciones pedagógicas
son insuficientes.

Que aún no se visualizan ni aplican transformaciones más profundas,


es un hecho. Al interior de las instituciones educativas (escuelas,
institutos, bibliotecas), se siguen replicando una y otra vez prácticas
arcaicas o tradicionales de lectura (llamadas por muchos, irónicamente,
prácticas de “desanimación lectora”) y casi todas ellas caracterizadas
por un excesivo “activismo pedagógico” en el que no faltan las
actividades "obligatorias de post lectura". Como las que incluyen juegos
de interpretación, producciones escritas, interrogatorios orales y
escritos sobre contenidos y estructura del texto, pinturas de personajes
o escenas literarias, y también disfraces y ambientaciones que, en
general, tienden más a la espectacularización de la lectura que a la
verdadera construcción de lectores.

Asimismo, es señalable el exceso de usos y rutinas pedagógicas –muy


comunes entre docentes y bibliotecarios– generalmente basadas en
imprecisiones conceptuales que reflejan no sólo corrientes teóricas mal
implementadas (por ejemplo las teorías del "placer de la lectura", que
tan clara y atinadamente cuestionó Graciela Montes en La Gran Ocasión
sino que además reproducen perspectivas y modos perimidos de
“enseñar” y/o de estimular la práctica lectora.

Por eso es necesario estudiar en profundidad cuáles son las causas que,
ante los cambios iniciales precedentemente mencionados, todavía
impiden la verdadera y sustancial transformación de las prácticas
pedagógicas de lectura, a pesar de los numerosos y permanentes
esfuerzos de actualización docente que se vinieron dando en las últimas
décadas, diseñados y ejecutados por equipos técnicos pedagógicos de
del Plan Nacional de Lectura y de algunos Planes Provinciales, así como
desde diferentes Universidades, Institutos de Formación Docente,
colectivos de bibliotecarios y algunas organizaciones no
gubernamentales de reconocido prestigio y experiencia en la
problemática de la lectura.

Es obvio entonces que en el campo de la Pedagogía de la Lectura urge


una profunda y cada vez más acentuada reflexión sobre las referencias
teóricas dominantes en términos de fomento lector, así como sobre
experiencias concretas y sus resultados. Es imprescindible, y así lo
considera el Instituto de Estudios Superiores de la FMG y este Postítulo,
revisar más incisivamente qué está ocurriendo no sólo con las prácticas
pedagógicas concretas que se despliegan en las aulas, sino también con
las estrategias de enseñanza y con los programas de formación inicial y
en servicio, que no logran modificar las concepciones tradicionales de
docentes y bibliotecarios y, con ello, la innovación que se pretende para
potenciar y modernizar sus prácticas.

Este planteo parte de entender que el aprendizaje tiene que ver con el
saber pero también con el reflexionar, y con detenerse a pensar lo que
ya se sabe, se cree saber o se desea entender. Enseñar, desde esta
perspectiva, se relaciona prioritariamente con el saber y el pensar
constante y profundo que invariablemente demanda todo acto educativo
intenso, legítimo y veraz.

Las concepciones de la lectura

Este recorrido bien puede iniciarse accediendo a dos escenas de


lecturas mencionadas por el escritor francés Daniel Pennac[3] en su
ineludible “Como una novela”, que ilustran magistralmente un par de
comportamientos posibles de los lectores frente a los textos. Ambas
representaciones esbozan, con claridad, dos modelos disímiles de
lector y de lectura que también se observan en nuestras instituciones
educativas.
En el primer caso, el lector que lee por obligación. Es la viva y penosa
imagen del lector tedioso: el que lee para cumplir una tarea escolar,
para ser evaluado, para obtener una calificación satisfactoria, para
contentar a un adulto que –según su sino– lo castigará o lo premiará
con una nota punible o satisfactoria. Este lector padece la lectura como
un hecho desagradable e impuesto, y concibe la lectura como una
destreza escolar no deseada. Es evidente que jamás logró disfrutar de
esa experiencia. "Está sentado ante la ventana, la puerta cerrada a su
espalda. Página 48. No se atreve a contar las horas pasadas a la espera
de esta página cuarenta y ocho. El libro tiene exactamente cuatrocientas
cuarenta y seis. O sea quinientas. ¡500 páginas! Si tuviera diálogos,
pase… ¡Te ahogas! ¡Oh, cómo te ahogas! (…) Si se acordara, por lo
menos, del contenido de las cuarenta y ocho (…) Un libro es un objeto
contundente y es un bloque de eternidad. Es la materialización del
tedio.” (págs. 20-21). Esta postal, en realidad, es el más descarnado
testimonio del no lector que suele formar la escuela contemporánea.

Por el otro lado, se presenta un lector que lee por gratificación y no por
mandato ni coacción. Es la codiciable imagen del lector gozoso, el que
lee espontáneamente, lee porque le gusta leer, lee sin un fin práctico y
en general disfruta la lectura como un acontecimiento estético deseable,
tanto a nivel personal como social. Este lector concibe la lectura como
una experiencia estética vital. "De manera que leer era entonces un acto
subversivo. Al descubrimiento de la novela se añadía la excitación de la
desobediencia familiar. ¡Doble esplendor! ¡Oh, el recuerdo de aquellas
horas de lecturas clandestinas debajo de las mantas a la luz de la
linterna eléctrica! ¡Qué veloz galopaba Ana Karenina hacia su Vronski a
aquellas horas de la noche! ¡Ya era hermoso que aquellos dos se amaran,
pero que se amaran en contra de la prohibición de leer era todavía más
hermoso! […] ¡Dios mío, qué gran amor! Y qué corta era la novela” .( págs.
13-14)

Consideradas ambas estampas lectoras, necesariamente cabe preguntar


por lo menos: ¿una cosa es leer por obligación académica, leer para
adquirir conocimientos, leer con fines meramente prácticos; y otra, bien
diferente, es ser Lector? ¿La lectura utilitaria, la lectura escolar, la
lectura impuesta, representa, por lo tanto, una práctica no deseada,
considerada de escasa o nula consistencia lectora? ¿Acaso la lectura
literaria, es decir la que explora el placer estético, es la única que forma
lectores macizos y disfrutantes, es decir, verdaderos lectores? ¿Y la
Escuela, la Biblioteca, los Institutos de formación o las Universidades,
realmente forman lectores y lectoras? ¿Y si los forman, qué tipo de
lectores y lectoras propician?

El ensayista y editor mexicano Juan Domingo Argüelles refiere que los


lectores (“los verdaderos lectores”) no pueden reducirse a ser
practicantes de un deber instrumental. Piensa por ello que las
bibliotecas, y especialmente las bibliotecas personales, siempre están
un paso adelante de las universitarias: “Quienes contamos con estudios
universitarios y seguimos siendo lectores no siempre estamos
dispuestos a reconocer (porque es políticamente incorrecto) que ello no
fue producto, necesariamente, de las aulas universitarias, donde –si
bien nos fue– lo que adquirimos, gracias a ciertos estupendos
profesores, fue el impulso frenético de leer, al mismo tiempo que los
libros obligatorios, los libros que se nos daba la gana. En mi caso,
puedo afirmar esto. Y a veces –ésta es la verdad– nos volvemos lectores
voraces sólo si conseguimos sobrevivir a la autoritaria y desalentadora
enseñanza de la lengua y la lectura en nuestras escuelas” (pág. 28). [4]

Para profundizar el tema, abordaremos ahora diferentes concepciones


del acto de leer, a través de un diálogo abierto y productivo desde los
aportes teóricos que nos legan las obras de reconocidos autores e
investigadores.

Lectura como comprensión

¿Puede ser pensada la lectura, más allá de la comprensión? Una


interesante respuesta es la que nos proporciona el investigador
argentino radicado en Barcelona, Jorge Larrosa[5]: “El lector que es
capaz, técnicamente, de leer letra impresa, comprende perfectamente el
texto. Y, sin duda, es capaz de comentarlo competentemente y de
responder a las preguntas de los profesores. Pero es un analfabeto en
otro sentido, en el sentido de la experiencia. Porque la experiencia es lo
que nos pasa, y a ese lector que sólo comprende, o que sólo quiere
comprender, no le pasa nada. La experiencia de la lectura, entonces, o
la lectura como experiencia, ¿es otra cosa que la comprensión? Si es
así, no siempre leer es comprender, o no sólo leer es
comprender.”

Según este autor[6] hay dos maneras de concebir la lectura: como


experimento (o lectura comprensiva) o como experiencia. Nos interesa
aquí detenernos en el primer punto.

La lectura como experimento o lectura comprensiva es aquella que


plantea entender lo que dice el texto y busca someter ese entender al
pragmatismo de los desciframientos, donde la relación del lector con el
texto se esteriliza, para decirlo de alguna manera, en el proceso por
alcanzar la esencia misma de lo que se supone “el autor quiso decir”.

La lectura como comprensión’ o ‘lectura para el estudio’ (que es,


innegablemente, la concepción más arraigada en el sistema educativo
tradicional) tiene como elementos la aprehensión o captación de los
datos, la retención y evocación de los mismos, la elaboración o
integración impersonal de los conceptos y criterios resultantes, y la
aplicación de los mismos en diferentes contextos de enseñanza y
aprendizaje.

La pedagogía arraigada en el ámbito educativo ha intentado siempre,


según Larrosa, controlar la experiencia de la lectura. Así, procura
someterla a una causalidad técnica o a una mera habilidad asimilada,
limitando lo que podría tener de pluralidad y/o de subjetividad.
Previene de tal modo lo que tiene de incierto y conduce la experiencia
hacia un fin preestablecido. Históricamente se intentó tornar la
experiencia de la lectura (personal, subjetiva, estética) en
experimento (impersonal, aparentemente objetivo, pedagógico); volverla
una parte definida y secuenciada de un método didáctico, fácilmente
replicable como un camino seguro hacia un modelo prescriptivo de
formación.

Considerar a la lectura desde el exclusivo paradigma de la


comprensión equivale a reducir esta práctica a una simple causalidad o
habilidad técnica, de la que, aparentemente, siempre se pueden esperar
resultados pedagógicos previsibles, como sucede con un experimento en
cualquier área científica.

Así, el discurso dominante en términos técnicos y pedagógicos de la


práctica lectora que se impulsa en el sistema educativo (entendido éste
como una estructura con un alto potencial conservador) sigue
enfatizando y privilegiando la denominada comprensión lectora.
Larrosa, en la obra ya mencionada, aborda esta forma casi exclusiva y
privilegiada de concebir la lectura en la escuela, planteando dos
hipótesis que intentan explicar el porqué de la perdurabilidad de esta
concepción.

La primera es que en la escuela es fundamental la evaluación, porque


es esencial hacer visibles y en forma estandarizada cuáles son los
resultados de las prácticas de enseñanza, estableciendo si sus objetivos
han sido o no alcanzados, y de qué modo. O sea que si se trata de saber
si el estudiante ha incorporado los contenidos o saberes que se supone
debe incorporar, comprendido lo que tiene que comprender, y a partir
de ahí establecer y representar las dificultades y niveles de
comprensión, el modelo de la comprensión lectora es –teóricamente–
perfecto.

La segunda hipótesis tiene que ver con el predominio de la concepción


técnica del lenguaje, noción arraigada que considera a la lengua que
se habla como un soporte o instrumento de comunicación. Así, la
lengua no es más que un sostén de expresiones que transmiten ideas y
sentimientos, y, en general, apropiación e internalización de eso que la
lengua comunica. Para esta concepción la lengua, en definitiva, no es
más que cimiento, entidad y transporte de información.

Son muchos los discursos pedagógicos que se asientan sobre ese


supuesto. Desde la concepción cognitivista de la lectura, según la cual
leer no es otra cosa que obtener y procesar información, hasta toda la
retórica de la sociedad de la información que se está imponiendo sin
crítica y con el apoyo de estados y oligopolios de todo el mundo.

Sobre esta cuestión, es interesante advertir la mirada que tiene al


respecto Mempo Giardinelli: "Más importante que la comprensión
lectora, es leer. Porque si no se lee, es absurdo que se pretenda enseñar
o inducir la comprensión de nada. Y es que para comprender primero
hay que leer, y leer bien, mucho y de calidad. Ésa es la gran tarea que
en nuestro país el Plan Nacional de Lectura trabajó a conciencia, no
menospreciando la comprensión pero sí relegándola en el orden lógico
de estimulación lectora"[7].

Giardinelli enfatiza además que la verdadera comprensión lectora se


produce inevitablemente como resultado de la misma actividad o
experiencia lectora, cuando se la practica en forma sostenida y si es
celebrada por lectores preparados y generosos que se nutren de buena y
abundante literatura. Lo que se requiere, para ello, son docentes
lectores (mediadores) que se preocupen y ocupen de estimular la
práctica lectora desde y con la lectura misma.

También, sobre este punto, es pertinente la apreciación de la escritora y


antropóloga francesa Michelle Petit, en un artículo muy interesante
publicado en un suplemento cultural de nuestro país[8], donde expone
una original visión sobre el tema: “La lectura es un arte que más que
enseñarse se transmite en un cara a cara. Para que un niño se
convierta en lector es importante la familiaridad física precoz con los
libros, la posibilidad de manipularlos para que no lleguen a investirse
de poder y provoquen temor. Lo más común es que alguien se vuelva
lector porque vio a su madre o padre con la nariz metida en los libros,
porque oyó leer historias, o porque las obras que había en casa eran
temas de conversación. La importancia de ver a los adultos leyendo con
pasión está en los relatos de los lectores. […] Es necesario multiplicar
las oportunidades de encuentro y no sólo en el ambiente del aula -
porque (allí) funciona la idea de la obligación de aprender sino en otros
como las bibliotecas.

Lo antedicho mueve a reflexionar acerca de la necesidad de superar la


idea de la lectura como un mero acto de comprensión. E incorpora la
noción de que leer es un arte que, antes que enseñarse, se transmite, se
contagia con el ejemplo. Este aspecto singular de la lectura ofrece al
docente-mediador la posibilidad de propiciar, entre sus estudiantes,
espacios sostenidos de lectura (preferentemente literaria) que generan
momentos de auténtica intimidad y de encuentros gozosos con los
textos. Lo que no sólo tiene que ver con que la lectura sea en silencio o
en voz alta, individual o colectiva, breve o extensa, o de un determinado
género o tópico literario seleccionado, sino –más sutilmente– con la
aceptación espontánea o la inducción sensible para que se produzca en
cada lector esa vibración interna y subjetiva surgida de una frase, una
palabra, un párrafo, un asunto, y que puede desencadenar una
experiencia trascendental y única con aquello que se lee o se escucha
leer.

Ahora bien, y habida cuenta de que en los ámbitos educativos sigue


vigente y generalizada la noción de lectura asociada a la
comprensión, ¿es posible pensar la lectura más allá del modelo de la
comprensión, más allá del modelo de la comunicación?

Nuestra respuesta es que sí, porque leer es (antes que un invariable


ejercicio educativo de pesquisa de significación o comprensión) una
práctica social única, disfrutable y vital, que requiere y depende del
acercamiento constante, íntimo y amoroso entre el lector y el texto.

Además, al reconocer que la lectura reclama intimidad se trasciende la


rigurosa noción de “instrumento de comunicación o comprensión”. Y se
abre el camino hacia un acercamiento mayor y mejor a la idea de
lectura como traducción del mundo, como encuentro o como
apropiación singular. De lo contrario, a decir de Michelle Petit, "los
libros son letra muerta".

En el marco de todo lo expuesto nos preguntamos para concluir: ¿Qué


pasaría si empezáramos a pensar y a emprender nuestras prácticas de
lectura (tanto las personales como aquellas que proponen los múltiples
contextos escolares) desde la sensibilidad, las afinidades y las
percepciones particulares que provoca la práctica? Consideramos
primordial, para los lectores en formación, el fomento de la vocación
lectora que se logra mediante la asistencia orientativa y afectiva, y un
cierto y honesto criterio de libertad, y no desde la utilidad pedagógica de
la permanente medición obligatoria de “lo comprendido”, que –tal como
se advierte en los lectores que esboza Pennac– socava la singularidad y
la belleza de la lectura. La docencia (toda la docencia) debería ubicarse
en ese rol impostergable y primordial de la mediación lectora, cuyo
compromiso y solvencia es fundamental para estimular el permanente e
imperioso (re)encuentro de sus estudiantes con los libros y la lectura.

Lectura como experiencia

En su ya citado ensayo, Graciela Montes sostiene: “Leer es, en un


sentido amplio, develar un secreto. El secreto puede estar cifrado en
imágenes, en palabras, en trozos privilegiados de ese continuum que
llamamos “realidad”. Se lee cuando se develan los signos, los símbolos,
los indicios. Cuando se alcanza el sentido, que no está hecho sólo de la
suma de los significados de los signos sino que los engloba y los
trasciende. El que lee llega al secreto cuando el texto le dice. Y el texto, si
le dice, entonces lo modifica. El lector entra en relación con el texto. Es él
el que le hace decir al texto, y el texto le dice a él, exclusivamente. Lector
y texto se construyen uno al otro".[9]

Montes también plantea esa manera particular y necesaria de


vinculación entre lectores y textos, que define como “entrar en relación
con”, “vincularse” y “construirse” mutua y solidariamente. Eso es lo que
permite la transformación de los sujetos en lectores, ésa es la
posibilidad (y la condición) de establecer una relación íntima y personal
entre dos subjetividades: la del texto (que dice algo) y la del lector (que
no sólo descifra sino que traduce, crea y se apropia de él porque el
texto le dice y, por lo tanto, lo transforma).

Sin obviar que la publicación de la que parte la cita fue encomendada


por el PNL, es necesario resaltar que la autora plantea aquí un enorme
desafío educativo, que involucra, obligatoriamente, tanto a los docentes
como a los bibliotecarios argentinos. Postula, de manera clara y audaz,
una nueva Pedagogía de la Lectura que se aleja de los viejos postulados,
rituales y concepciones sobre las que se asientan las prácticas lectoras
escolares y llama a re-pensarlas, a diversificarlas y a transformarlas.

Tanto Montes como Larrosa[10] –en notable correspondencia


conceptual– acuerdan en describir a la lectura
como experiencia porque, a diferencia del experimento, no puede
planificarse al modo técnico… La experiencia de la lectura, si es un
acontecimiento, no puede ser causada, no puede ser
anticipada como un efecto a partir de sus causas, lo único que puede
hacerse es cuidar que se den determinadas condiciones de
posibilidad: sólo cuando confluye el texto adecuado, el momento
adecuado, la sensibilidad adecuada, la lectura es experiencia.”

Ahora bien, la experiencia parece ser cada vez más escasa y más
extraordinaria en la cotidianeidad de nuestras vidas. Así lo plantea
Giorgio Agamben, quien sostiene que el signo de esta época es la
decadencia o la debilitación de la experiencia, y su luctuosa
consecuencia es lo que empuja al ser humano a transfigurarse en
simples espectadores en un mundo cada vez más vertiginoso: “... la
jornada del hombre contemporáneo ya casi no contiene nada que
todavía pueda traducirse en experiencia: ni la lectura del diario, tan rica
en noticias que lo contemplan desde una insalvable lejanía, ni los
minutos pasados al volante de un auto en un embotellamiento… El
hombre moderno vuelve a la noche a su casa extenuado por un fárrago
de acontecimientos –divertidos o tediosos, insólitos o comunes, atroces
o placenteros– sin que ninguno de ellos se haya convertido en
experiencia.”[11]

A partir de ese planteamiento se puede entrever que el conocimiento, la


información, las noticias, los hechos (por qué no, las lecturas) que nos
suceden o suceden a nuestro alrededor no siempre transmutan en
experiencia. Este posicionamiento nos induce a replantear(nos) las
ideas que sostienen tanto nuestro vínculo personal como profesional
con la lectura y con el acto de leer sino que, además, demanda revisar
los roles, los quehaceres y las exigencias del trabajo docente en el oficio
ineludible de la mediación lectora.

Hasta aquí hemos reflexionado sobre la lectura más allá del esquema de
la comprensión y acordamos (partiendo de posturas teóricas ofrecidas
por varios autores) que las personas llegan a formarse o transformarse
en lectores cuando son capaces de entablar una relación particular con
el texto: lo que llamamos "la experiencia de la lectura".

Es esa personal, emotiva y solidaria relación la que habilita a los


lectores, cualquiera sea su condición, situación y posición como lector
(incipientes, avezados, críticos), a “buscar indicios y a construir sentidos
(aún cuando sean sentidos efímeros y provisorios)”, es decir, a leer y a
desear hacerlo (en el más amplio, profundo y apreciado sentido del
verbo leer), como bien lo expresa Montes[12].

Sobre el leer y el develar de la lectura

A continuación, ahondaremos en la significación del concepto


de experiencia desde la perspectiva del filósofo alemán Friedrich
Nietzsche –aportada por Larrosa, en la obra ya citada–, quien plantea,
desde una perspectiva original, las condiciones que a manera de
sustrato, consciente o no, deben emerger en la vida del lector para que
se entable esa particular relación con los libros que venimos formulando.
Para que esa “especial y ineluctable relación” suceda, debe darse, según
Nietzsche, la siguiente condición esencial: una profunda empatía
amparada por el entramado de dos subjetividades (la del lector que
acepta un reto de lectura y la del escritor que produce la obra).
Sólo con y desde esa condición, la experiencia puede llegar a
concretarse; es decir, suceder en el lector.

“Leer exige una cierta complicidad y una cierta afinidad vital y


tipológica entre el lector y el libro. Porque el 'yo' del lector no es otra
cosa que el resultado superficial de una cierta organización
jerarquizada de fuerzas que en gran medida permanecen inconscientes.
Lo que somos capaces de leer en un libro es el resultado de nuestras
disposiciones anímicas más profundas. Por eso lo que leemos y el modo
como lo leemos es un síntoma que revela eso que somos y que
permanece desconocido incluso para nosotros mismos: nuestras
características tipológicas”.[13]

Agregamos así otro elemento en este pensar o concebir la lectura. Lo


que leemos, lo que nos impacta, lo que nos revela, lo que nos duele, lo
que nos con-mueve, lo que aceptamos, lo que rechazamos… no lo
descubrimos sólo en el libro sino que estaba en nosotros. Es decir, el
libro, a través de la lectura, lo hace visible, lo torna consciente para el
lector. Es como si emergiera una parte de nosotros que estaba latente,
que nos era desconocida y que aflora dadas ciertas condiciones o
circunstancias, y ante las cuales, muchas veces, nos sentimos extraños
y aún perplejos.

Obviamente, Nietzsche postula que la posición del lector (del verdadero


lector) es siempre activa. El lector construye el sentido, transforma la
práctica en experiencia. El lector activo es sagaz e inteligente porque
resucita, despierta, regenera, actualiza lo que está en el texto y,
potencialmente, ya estaba en él. Es esta una concepción novedosa e
interesante para pensarla desde la pedagogía de la lectura que
intentamos.

Lector activo, relación vincular, identificación, reciprocidad, experiencia,


transformación, son conceptos que van surgiendo desde esta nueva
mirada sobre la lectura, que se propone motivar a los docentes y a los
bibliotecarios a re-pensar las prácticas y los modos en que abordan la
lectura en el contexto escolar.

Es necesario pensar que cada vez que, como lectores, establecemos un


vínculo con los libros (aquellas grandes obras y autores que merecen
ser conocidos, valorados y disfrutados por la humanidad), ellos nos
transforman. Leer es, en este sentido, estar dispuestos a experimentar y
a cambiar. Leer nos da la posibilidad de transformar y de ser
transformados. Por eso cuando el lector se arriesga a atravesar esta
experiencia, debe saber que, desde ella, a partir de ella y a pesar de ella,
ya nada será igual.

Así lo planteó también George Steiner al decir que: “Leer bien es


arriesgarse a mucho. Es dejar vulnerable nuestra identidad, la posesión
de nosotros mismos. (...) Así debiera ser cuando tomamos en nuestras
manos una gran obra de literatura o de filosofía, de imaginación o de
doctrina. Puede llegar a poseernos tan completamente que, durante un
tiempo, nos tengamos miedo, nos reconozcamos imperfectamente.
Quien haya leído La metamorfosis, de Kafka, y pueda mirarse impávido
al espejo, será capaz, técnicamente, de leer letra impresa, pero es un
analfabeto en el único sentido que cuenta.”[14]

La lectura como acontecimiento

Diversos autores han abordado la cuestión de la significación del leer y


de las concepciones que, conscientes o no, se ponen en juego a la hora
de leer y hacer leer. Entre ellos el pedagogo argentino Estanislao Antelo,
autor con Andrea Aillaud del libro Los gajes del oficio[15]. Ambos se
interesan por "estudiar las consecuencias inesperadas del declive de la
pedagogía tradicional, especialmente la serie de problemas y
transformaciones que es posible identificar en el oficio docente, cuando
no es la enseñanza la que regula la acción educativa (...y...) examinar
algunos aspectos propios de la tarea de enseñar, confrontándolos con
otras prácticas emergentes que monopolizan la escena".

Partiendo de una cita de Alberto Giordano y en un estilo que roza lo


humorístico y antiacadémico, Antelo se refiere al docente de la materia
Lengua y Literatura como al quehacer de “ladeliteratura”, a la vez que
pone en circulación el novedoso concepto de lectura como
acontecimiento: "La lectura es cuando ocurre, cada vez única, cada vez
irreproducible. La lectura es –para servirnos de una de esas nociones
que la modernidad puso a nuestro alcance– el acontecimiento de la
lectura: una emergencia imprevisible, algo que no se sabía, hasta su
ocurrencia, que fuese posible. (...) El saber de la lectura es un saber en
acto, que no precede sino que es efecto del acontecimiento de la lectura
(...) Cada vez que la lectura ocurre, llegamos a saber, a posteriori, como
efecto de un golpe de azar, qué es leer, pero ese saber no habrá de
servirnos ya para cuando otra lectura ocurra".[16]

Esta mirada sobre el suceder de la lectura también pone en discusión la


perimida representación de la comprensión lectora. No siempre se
puede prever que todos los lectores “comprenderán” del mismo modo
aquello que queremos o buscamos que “comprendan”. Hay, en otras
palabras, algo imprevisible en cada instancia de lectura, que tiene que
ver con las diversas situaciones, condicionamientos y motivaciones que
se ponen en juego, en cada sujeto, a la hora de leer. Esto, sin dudas,
mueve a replantear aquellas prácticas docentes en las que, por ejemplo,
frente a un mismo cuestionario de comprobación lectora (y más si se da
de leer literatura), es obvio que no se puede –ni debe– esperar de todos
los estudiantes (entiéndase: lectores y lectoras) los mismos resultados,
las mismas respuestas, las mismas interpretaciones.

Enriqueciendo este aporte teórico, Antelo comenta y expande con


lucidez la original concepción de la lectura que se desprende del citado
texto de Giordano: “…el leer ocurre. Nos visita. Mejor no andar
preguntando tanto qué quiere. No vale interrogar ¿qué ocurre con lo que
ocurre? Lo que ocurre, ocurre y punto. Produce efectos. Nada
sabemos de sus causas antes de que la lectura ocurra. En esta
dirección, la búsqueda del efecto a producir en el otro (en nuestro caso,
por ejemplo, indicando un itinerario de lectura) tiene que tomar para sí
los pormenores de esta imposibilidad: la de no saber antes de que la
lectura ocurra, qué ha de ocurrir. Ahora, este saber que no se sabe no
contribuye demasiado a la acción. Porque este saber sobre lo
incalculable no transmuta en inacción. Por el contrario.”[17]

Entre los docentes es común la pretensión o la ilusión de gobernar


siempre los efectos de una enseñanza, así como de prever los resultados
académicos en términos hermenéuticos de interpretación y
comprensión. Pero, ante la advertencia que hacen muchos autores
como los aquí citados, queda claro que con la lectura es diferente (y
mucho más con la lectura literaria, por su naturaleza subjetiva, su
carácter plurisignificativo y su clara intencionalidad estética). La regla
natural, entonces, es que no siempre es posible prever completamente
lo que ocurrirá cuando se lee o se da de leer. Y eso también es la
maravilla de la lectura.

Desde esta singular concepción de la lectura y del acto de leer (que


cuestiona la idea vigorosamente arraigada del paradigma de la
“comprensión” lectora) es visible que, frente a cada actividad de lectura
que se emprenda, ya no se podrá controlar o anticipar cada uno de los
efectos y resultados que, según la complejidad de la actividad de lectura
propuesta, se podrían provocar en los potenciales lectores. Se propone
por lo tanto desterrar la idea inexacta de que en todo momento
podemos medir con un parámetro, didácticamente estándar, la
comprensión de las lecturas a las que acceden nuestros alumnos. En
cambio lo que sí podemos –y debemos– es potenciar los encuentros para
compartir y vivenciar la lectura. Lo que sí podemos –y aconsejamos– es
estimular la lectura literaria desde el vínculo y la confianza,
posicionándonos en el paradigma (cuasi revolucionario en el entorno
escolar y bibliotecario) de la gratuidad de la experiencia lectora.
En esta línea de pensamiento pedagógico y existencial, Antelo ofrece
pautas para cumplir a cabalidad nuestro rol inexcusable de ser (en el
aula, en las bibliotecas y en nuestros hogares, nuestros barrios y
nuestras comunidades) sujetos enseñantes, convidantes, estimulantes.
Esa especie de "casamenteros", como los bautizó Graciela
Montes.[18] Es decir, mediadores entusiastas y comprometidos con la
lectura: “¿Qué queda para 'ladeliteratura' mientras aguarda (fiera que
busca su presa o frágil presa que busca desapercibirse) que la lectura
ocurra?, ¿Qué queda para hacer mientras esperamos que el negrito
lector que duerme negrito, se despierte?”.[19]

En definitiva, lo que Antelo recomienda es lo mismo que en nuestra


institución sostenemos desde hace años y en todas las acciones, cursos,
programas, seminarios y definiciones: se trata sencilla y honestamente
de leer, de socializar, o sea democratizar la práctica y el disfrute de la
literatura como el camino más firme y más seguro para hacer que
aquellos que por las más diversas razones y circunstancias aún
permanecen en la ignorancia o alejados de los beneficios y de los
placeres que prodigan los buenos libros, lo puedan hacer y sobre
todo deseen hacerlo. Guiados, acompañados y estimulados por
docentes y bibliotecarios que actúen como generosos y desinteresados
mediadores de lectura.[20]

En otras palabras, se necesita reconvertir y reposicionar a los libros, la


literatura y la lectura como legítima necesidad de las grandes mayorías
populares. Por lo tanto, entendiendo a la educación como emancipadora
e igualitaria, y a la lectura como un derecho humano fundamental, se
trata de generar en beneficio de nuestr@s estudiantes las condiciones
didácticas y vivenciales necesarias para transmutar la visión peyorativa
y escolarizada de la lectura –todavía hoy vista como una práctica
educativa insustancial, tediosa y obligatoria– en una verdadera
experiencia personal y social, que sea convocante, espontánea y
disfrutable.
Conclusiones

Las variadas perspectivas teóricas, saberes y experiencias, así como las


diversas concepciones pedagógicas hasta aquí presentadas, bien
pueden cerrarse con el sugestivo y desafiante interrogante que plantea
Christian Ferrer [21]:

“¿Qué resta después de la lectura? Un pozo de imágenes, una borra,


rastros. La memoria de lo que no existió, de lo que no es aún, de lo que
quizás nunca existirá. Estos rastros son involuntarios. La erudición o
las mnemotécnicas no son sustitutos eficaces de lo que ha sido
macerado en el cuerpo y en la memoria. [...] No se puede imponer a un
ser en edad escolar la pasión por la lectura pero sí se puede contagiar la
emoción de un lector atento a otro lector incipiente. Tal cual la
gramínea en el césped, el contagio es un vínculo más poderoso entre
personas que la lección de gramática…”

Es por eso que entre las cuestiones más cruciales sobre las que se
sustentan todos los estudios actuales sobre diferentes aspectos de la
Pedagogía de Lectura, se está en general de acuerdo en que no hay
técnica, enfoque ni teoría pedagógica que reemplace y supere la
capacidad de transmisión y contagio, la fuerza ejemplar y arrasadora
que tiene un profesor, un maestro, un bibliotecario lector. Un mediador,
en suma, apasionado por los libros y por la lectura.

De ahí que resulta tan penoso como deplorable comprobar que, en


muchas ocasiones y contextos, el estímulo de la lectura y de la
literatura a menudo está encomendada a personas que no aman los
libros, y/o que no esperan nada de sus alumnos, lo cual es como
encargar la custodia de los mares a quienes detestan a los peces. Lo
que impone reconocer con sinceridad que en muchísimos casos l@s
profesor@s y bibliotecari@s no son l@s mejores difusores de la lectura y
mucho menos de la literatura, que es su expresión más elevada. Y es
que si no son lectores ellos mismos –aunque much@s ocupen su tiempo
en la defensa de la lectura– sus estudiantes lo advierten y merma así la
credibilidad magisterial. Chicos y chicas perciben enseguida quién hace
un elogio por pasión y quién lo hace por deber; quién ha sido "afectado"
y conmovido por un libro y quién lo recomienda forzado por exigencias
académicas o burocráticas.

Es un hecho –penoso, pero cierto, y que obliga a reconocerlo– que


muchos docentes y bibliotecarios (a sabiendas de que ejercen una
profesión de lectores) no han asumido que su misión fundamental,
antes que enseñar contenidos, es formar y alentar lectores y arraigar la
literatura en las vidas de sus alumn@s. Para lo cual deberían entender
y aceptar que no siempre son aptos ni suficientes los exclusivos
recursos de la gramática, la etimología, la semiótica o la crítica literaria.
Por el contrario, mostrar la literatura (que es como decir vivirla, hacerla
accesible y codiciable, compartirla diaria y generosamente) de modo
claro y fervoroso, puede resultar no sólo el más oportuno sino el más
venturoso modo de transmitir o estimular la lectura.

Países como el nuestro necesitan maestros, profesores y bibliotecarios


que crean, verdaderamente, en la influencia de alumbramiento y
atracción que ejerce la llamada "buena literatura": clásica, universal,
destinada a niños, jóvenes y adultos, contemporánea, regional e incluso
–en ciertos casos– aquella que no garantiza una consistencia literaria
ideal. Este tiempo de banales distracciones, donde lo mediático y la
industria del espectáculo lo acaparan casi todo –compitiendo con lo que
tienen para ofrecer los buenos libros– exige profesionales de la
educación sensibles a las palabras y confiados en su capacidad para
promover entre sus alumnos, frente a un texto cualquiera, no sólo
preguntas vigorosas y disparadoras de sentidos, sino también
paradojas, inferencias, argumentos y estéticas diversas. Se trata de
ayudar a descubrir los diversos efectos literarios con que se teje la
mejor literatura.

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