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Leer es, por contra, una manera silenciosa de dejarse decir nuevamente
algo, lo cual presupone anticipaciones de comprensión.
Cuando considero el fenómeno del leer vinculado a los del oír y el ver, el
tema presenta dos aspectos, uno antropológico y otro poetológico. El
aspecto antropológico es antiquísimo. La rivalidad de estos nuestros dos
sentidos más humanos es un fenómeno conocido. Sabemos que un azor
ve mejor y que un gato oye mejor que cualquiera de nosotros. Pero el
funcionamiento combinado del oído y la vista distingue al hombre
específicamente desde antiguo. Oír no quiere decir sólo oír, sino que oír
quiere decir oír palabras. Aquí aparece una característica del oído. Así, en
la conocida expresión que afirma que uno se queda consternado, que
uno pierde los sentidos (eínem vergeht Hören und Sehen) el oído ocupa
el primer lugar. Ciertamente, Aristóteles tiene razón cuando, al comienzo
de la Metafísica, dice que de todos los sentidos del hombre el de la vista
es el más importante, pues presenta la mayor parte de las
diferenciaciones, la mayor parte de las diferencias y es, por ello, entre
todos los sentidos, el más próximo al conocer, al establecer diferencias.
Aristóteles dice también algo respecto de la primacía del oír. El oído
puede recibir el discurso humano y su universalidad lo sobrepasa todo.
El nexo entre leer y oír es evidente. Sólo en las fases tardías de nuestra
cultura europea ha sido, en general, posible leer sin hablar. Sabemos por
un pasaje de Agustín que el padre de la Iglesia Ambrosio quedó atónito
ante el hecho de poder leer sin hablar en voz alta. Recuerdo que, en mi
juventud, el profesor de alemán del Instituto de Breslau me observaba al
principio con desconfianza —hasta que se hubo convenido de mi
inocencia— porque yo siempre movía los labios al escribir, como si
estuviese hablando. Quizá fue una primera y temprana disposición al
talento hermenéutico: cuando leo algo quisiera siempre, además, oírlo.
De lo que se trata es, pues, de volver a convertir lo escrito en lenguaje y
del oír asociado a esa reconversión.
No falta, pues, razón para hablar, como hace Goethe, de una ejecución
interior. Esto me lleva al segundo punto, el de la relación entre leer y ver.
No se trata, naturalmente, del sentido trivial —hay que ver para poder
leer lo escrito—, sino de que por medio de la lectura se despierta algo a
lo que se le da el nombre de «intuición». Se trata, en suma, del milagro
de la fuerza evocadora del lenguaje y de su perfeccionamiento en la
fuerza evocadora de la palabra poética. Se puede sencillamente decir
que la palabra poética prueba su autonomía por esta fuerza que posee. A
quien, por ejemplo, pretenda encontrar en la realidad el paisaje descrito
en una poesía o en una narración para comprender mejor la poesía, se le
puede calificar de persona trivial. La fuerza evocadora del lenguaje
conduce más bien a una intuición y a una claridad, que posee una
enigmática presencia que da, directamente, fe de sí misma.