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El Evangelio en la persona y las

obras de Jesucristo
Ya hemos notado el gran hecho de que el Evangelio se encarna en la persona de Jesucristo,
pero aquí queremos llamar la atención del lector a los medios, aparentemente tan sencillos,
que se emplean en los cuatro Evangelios para dar a conocer esta gran verdad. Cada
evangelista hace su selección de incidentes, sea por lo que recordaba como testigo ocular,
sea por investigar los hechos por medio de muchos testigos y ayudado por escritos ya
redactados como lo hace Lucas (Le. 1:1-4). Las personas se revelan por lo que dicen y
hacen, por las actitudes que adoptan durante el período de observación. No de otra
manera se revela el I lijo de Dios a través de los relatos de los Evangelios. Cada nueva obra
de gracia y poder, cada contacto con las almas necesitadas, cada reacción contra la
hipocresía de los «religionistas» de su día, constituye una nueva pincelada que añade algo
esencial al retrato final. Así se va revelando la naturaleza y los atributos del Cristo, que
luego resultan ser los mismos atributos de Dios, revelados por medio de una vida humana
en la tierra: amor perfecto, justicia intangible, santidad inmarcesible, gracia inagotable,
poder ilimitado dentro del programa divino, y omnisciencia que penetra hasta lo más
íntimo del hombre y hasta el secreto de la naturaleza del Padre (comp. Jn. 2:24.25 con Mi.
11:27). Después de acallar Jesús la tempestad, los discípulos preguntan: «¿Quién, pues, es
éste, que aun el viento y el mar le obedecen?». De hecho la misma pregunta se formulaba,
consciente o inconscientemente, tras todas sus obras y palabras, hasta que por fin Tomás
Didimo cayó a sus plantas exclamando: «¡Señor mío y Dios mío!». La intención de revelarse
a sí mismo, y al Padre por medio de sí mismo, queda patente en su contestación a Felipe:
«¿Tanto tiempo que estoy con vosotros, y no me has conocido? El que me ha visto a mí ha
visto al Padre» (Jn. 14:9).

Hemos de distinguir dos facetas de esta maravillosa revelación: 1) de la naturaleza de Dios,


que ya hemos notado en breve resumen; 2) la revelación de la naturaleza de su obra
redentora. Recogiendo este último punto, rogamos que el lector medite en cualquiera de
los milagros de sanidad del Señor. Por ejemplo, un leproso «viene a él», lleno de los efectos
de la terrible enfermedad. 'nidos los demás huyen, porque son impotentes ante el mal del
prójimo, y quieren sobre todo salvarse a sí mismos del contagio. Sólo Cristo está en pie y
escucha el ruego: «Si quieres, puedes limpiarme». No sólo pronuncia la palabra de poder
que sana al enfermo, sino que extiende la mano para tocar aquella pobre carne carcomida,
lo que constituye el primer contacto con otra persona desde que se declaró la enfermedad.
Mucho más se podría escribir sobre este solo caso, pero lo escrito basta para comprender
que llega a ser una manifestación, por medio de un acto específico, del amor, de la gracia,
del poder minador del Señor, que restaura los estragos causados por el pecado. De parte
del leproso se pone de manifiesto que hay plena bendición para todo aquel que acude con
humildad y fe a las plantas del Señor.

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