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Comprensión:
Toda comprensión se mueve en una situación circular en la cual aquello que se debe
comprender es ya, de algún modo comprendido previamente. De esto trata el círculo
hermenéutico: nada es dado como inmediato, puesto que todo individuo pertenece a un
pasado donde coexisten prejuicios y presupuestos.
El círculo hermenéutico tiene una dimensión ontológica, que nos constituye, porque
toda comprensión implicará inevitablemente una precomprensión previa, que se
determina en una serie de prejuicios que evidencian nuestra pertenencia a una tradición.
Interpretación:
Una interpretación definitiva es una contradicción. Hay que asumir, por consiguiente, el
inacabamiento de su quehacer. Los límites de la hermenéutica nos remiten con Gadamer
a la finitud de la existencia y del conocimiento humano.
Texto:
el texto no es asumido como un objeto que deba ser abordado solamente desde la
perspectiva de la lingüística o de la gramática, sino que debe presentarse a la
comprensión en el contexto de la interpretación que genera una pluralidad de
posibilidades interpretativas que constantemente se está rehaciendo de acuerdo con las
preguntas que el intérprete le hace al texto y por las que este le plantea.
La historia de los efectos implica que la tarea interpretativa tiene lugar en un contexto
de interpretaciones ya dadas, que actúan sobre el intérprete, quien de alguna manera ya
está determinado por el texto, aun antes de iniciar la tarea de la interpretación.
RICOEUR
Texto:
(...) el texto es un discurso fijado por la escritura. Lo que fija la escritura es, pues, un
discurso que se habría podido decir, es cierto, pero que precisamente se escribe porque
no se lo dice. La fijación por la escritura se produce en el lugar mismo del habla, es
decir, en el lugar donde el habla habría podido aparecer (...) (Ricoeur, 2000:128).
Siendo que la escritura sustituye el acto de habla; la escritura reclama la lectura como
acto similar al de la interlocución, porque quien escribe requiere ser ‘escuchado’ por el
lector. “El lector tiene el lugar del interlocutor, como simétricamente la escritura tiene
el lugar de la locución y del hablante” (Ibíd.). Sin embargo, no se da una cabal
interlocución en la medida en que la relación escribir-leer no es un caso particular de la
relación hablar-responder, ni un caso de diálogo:
Esto es una gran diferencia con los planteamientos de Gadamer, quien considera la
lectura de un texto como un diálogo de pregunta y respuesta, mientras que para Ricoeur
no existe tal diálogo, ya que el lector está ausente en la escritura, y el escritor está
ausente en la lectura. Mientras que para Gadamer el texto es un tú con el que
dialogamos, para Ricoeur es un objeto lingüístico que requiere ser abordado con
distancia reflexiva para ser comprendido.
Para el filósofo francés, el texto escrito no puede tratarse como un diálogo, porque la
escritura crea su propia audiencia virtualmente extendida a cualquiera que sepa leer y
son las lecturas las que lo descontextualizan y recontextualizan.
Ricoeur precisa que existen dos tipos básicos de lectura, uno que asume el texto en su
pura textualidad, es decir, desconectado del mundo y de su autor, y que lo explica
solamente por sus relaciones internas, por su estructura; y otro que restituye la
comunicación viva, que levanta la suspensión del texto y lo conecta con el mundo para
dar cuenta de la interpretación.
Se trata de dos actitudes distintas: la primera es la de tratar al texto como si solo fuera
una textualidad cuya estructura lingüística es lo único que lo explica, reforzando así la
suspensión de su referencia (actitud explicativa); y la segunda, es la que levanta esa
suspensión, restituyendo el texto a la comunicación viviente, interpretando su sentido y
apropiándose de él, uniendo su mundo con el del texto e intentando comprender sus
referencias (actitud comprensiva).
Todo lo que tiene que ver con la explicación estructural del discurso, del mito, o la
teoría estructural del relato, y de la lingüística en general, es del orden de la explicación;
mientras que lo que se relaciona con la apropiación y la reflexión es del orden de la
interpretación.
Con la explicación el texto tenía solo un sentido, es decir, relaciones internas, una
estructura, una dimensión semiológica; ahora con la comprensión, tiene un significado,
una dimensión semántica. El texto con la lectura hermenéutica, ahora es una realización
en el discurso propio del sujeto que lee (Cfr. Ricoeur, 2000:141).
Interpretación:
Así, podría decir: explicar es extraer la estructura, es decir, las relaciones internas de
dependencia que constituyen la estática del texto; interpretar es tomar el camino del
pensamiento abierto por el texto, ponerse en ruta hacia el oriente del texto. Esta
observación nos invita a corregir nuestro concepto inicial de interpretación y a buscar,
más acá de la operación subjetiva de la interpretación como acto sobre el texto, una
operación objetiva de la interpretación que sería el acto del texto (Ricoeur, 2000:144).
BARTHES
Para el primer Barthes (Mitologías) no hay solamente significante y significado, sino
también signo, y en este se halla el sentido porque es una totalidad indiferenciada, como
la realidad misma. Nos cuesta aprehender esa realidad, pero Barthes nos recuerda que
nuestra meta ha de ser reconciliar la descripción con la explicación, el objeto con el
saber y, en definitiva, el lenguaje con el mundo del silencio, ya que, en contra de la
fenomenología, no hay expresión pre-lingüística. Estas declaraciones se hallan cerca de
Gadamer.
Tanto para Gadamer como para Barthes, el texto no tiene un significado inmutable y no
hay lectura errónea. Pero si para la hermenéutica el significado es encontrado o
producido por la actividad de los intérpretes, la tradición, etc., para Barthes es el sistema
de diferencias el que confiere significación a determinado signo. El texto en Barthes no
es lo interpretado sino el dominio en el que se produce la interpretación. Para la
hermenéutica es el lenguaje abierto a un horizonte de significado interpretativo con el
que se ha de fusionar.
Ambos autores están de acuerdo en que la ciencia no puede evitar los componentes
subjetivos o la pregunta por el sentido. Barthes observa, por ejemplo, que hasta la
ciencia histórica, que se cree objetiva, trata la realidad como un significado
informulado, protegido tras la omnipotencia aparente del referente. “Esta situación
define lo que podríamos llamar efecto de realidad” (El susurro del lenguaje, p. 18), es
decir, la pretensión de eliminar el significado y producir un discurso “objetivo” que de
cuenta de la “realidad”. Sin embargo, lo que surge así es un nuevo significado: la propia
realidad adquiere un sentido vergonzante y el discurso histórico la significa de nuevo
para borrarlo. Esta concepción enmascaradora y lineal de la historia subyace en la
historia narrativa, la cual produce un “efecto realidad”, es decir, crea un simulacro de
los acontecimientos; esta historia forja una ilusión referencial, cree que la historia habla
por sí misma. El estructuralismo ha querido eliminar esta forma de entender la historia
sustituyendo la cronología por la estructura. Barthes piensa que esta es también ilusoria,
porque presupone que exista una conciencia central capaz de observar el mundo,
aprehender su estructura y representarlo coherentemente. Barthes, por el contrario,
quiere deconstruir el pasado; asegura que este solo existe en el presente; en este sentido
Barthes se aproxima a la fusión de horizontes gadameriana, pero va más allá de ella al
asegurar que los hechos solo tiene existencia lingüística y, por tanto, la oposición entre
narrativa ficticia y narrativa histórica es falsa, al igual que la de los pueblos históricos y
a-históricos. Como Gadamer, Barthes apuesta por la pluralización de la historia que
rehabilite cada momento del tiempo e instaure un diálogo entre diferentes textos y en
diferentes épocas. La lectura histórica se convierte en una actividad inter-textual que
relaciona textos pasados y presentes rompiendo con la linealidad. Ahora bien, mientras
que en Barthes la historia es otro texto sin final, sin centro que solo puede comprenderse
en su diferencia, en Gadamer la historia forma parte de la tradición a la que
pertenecemos incluso cuando la criticamos o cuando queremos comprender otras
tradiciones.
Frente al objetivismo del discurso científico, Barthes acentúa una nueva subjetividad
irreductible al sujeto y al objeto. No destruye el sujeto sino que lo descentra para dar la
palabra al lenguaje.
Según Barthes, leer con goce no consiste en esperar que ocurra algo, porque “lo que le
sucede al lenguaje no le sucede al discurso” (El placer del texto, p. 21). Barthes solo
acepta juzgar un texto según el placer y, por tanto, no puede permitirse decir éste es
bueno o el otro es malo. No hay criterios de interpretación o de crítica; en realidad, no
hay interpretación, porque el texto de goce (a diferencia del texto de placer, que es
decible) únicamente hace vacilar los conocimientos del lector, la consistencia de sus
gustos y de sus valores. Ni siquiera hay forzosamente acuerdo sobre estos textos. La
estética de Barthes es, pues, anti-referencial. Se diría, pues, que todo queda al arbitrio de
los gustos particulares. En cambio, toda la estética gadameriana tratará de recuperar el
conocimiento y la universalidad de la obra de arte y del juicio sobre la misma.
A la distinción entre écrivant y écrivain corresponde la del texto lisible –que hace del
lector un simple consumidor pasivo– y la del texto scriptible –que le confiere un papel
activo–. Aquél está caracterizado por la unidad de forma y contenido y se concibe como
una mímesis inocente de la realidad; posee una estructura narrativa horizontal y revela
un significado unitario. En cambio, el texto escribible se abre al libre juego de
significantes, a la diferencia; no está constreñido por consideraciones representativas ni
por el deseo de unificar el significado; no es un texto acabado, listo para ser consumido,
sino que nos invita a intervenir y convertirnos en co-autores. Gadamer y Barthes
coinciden que la lectura no es solo reproducción sino producción.
Frente a la confianza gadameriana en el diálogo, Barthes cree que solo hay fragmentos e
intertextualidad, es decir, que la interpretación de un texto se basa en los otros textos
que contiene dentro. El texto es relación con otros, intertexto, un laberinto de espejos
lingüísticos con una intrusión de intertextualidad. Mientras que según Gadamer, el
efecto y la recepción de una obra se articulan en un diálogo entre un sujeto presente y
un discurso pasado, mientras que la recepción implica una interrogación que va desde el
lector al texto del que se apropia, Barthes invierte este proceso absolutizando el texto.