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Morelos
Cuaderno de lecturas // Literatura
Alumno:
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LITERATURA CONTEMPOR ÁNEA
Si tu hermosura ha sido
la llave del amor, si tu hermosura
con el amor me ha dado
la certidumbre de la dicha,
la compañía sin dolor, el vuelo,
guárdate hermosa, joven siempre.
no encuentran, buscan.
Esperan,
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Nadie ha de resignarse.
complacidas,
la hermosa vida.
OCTAVIO PAZ
ELEGÍA INTERRUMPIDA
Codicia de la boca
y su reverso: en mí se obstinan,
JUAN RULFO
ES QUE SOMOS MUY POBRES
Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la habíamos enterrado y comenzaba
a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba
asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de repente, en grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a esconder aunque
fuera un manojo; lo único que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue estarnos arrimados debajo del tejabán, viendo cómo el agua
fría que caía del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada. Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de
cumplir doce años, supimos que la vaca que mi papá le regaló para el día de su santo se la había llevado el río.
El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy dormido y, sin embargo, el estruendo que traía el río
al arrastrarse me hizo despertar en seguida y pegar el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como si hubiera creído que se
estaba derrumbando el techo de mi casa. Pero después me volví a dormir, porque reconocí el sonido del río y porque ese sonido se
fue haciendo igual hasta traerme otra vez el sueño. Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que había
seguido lloviendo sin parar. Se notaba en que el ruido del río era más fuerte y se oía más cerca. Se olía, como se huele una
quemazón, el olor a podrido del agua revuelta.
A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas. Iba subiendo poco a poco por la calle real, y estaba metiéndose
a toda prisa en la casa de esa mujer que le dicen la Tambora. El chapaleo del agua se oía al entrar por el corral y al salir en grandes
chorros por la puerta. La Tambora iba y venía caminando por lo que era ya un pedazo de río, echando a la calle sus gallinas para
que se fueran a esconder a algún lugar donde no les llegara la corriente.
Y por el otro lado, por donde está el recodo, el río se debía de haber llevado, quién sabe desde cuándo, el tamarindo que estaba en
el solar de mi tía Jacinta, porque ahora ya no se ve ningún tamarindo. Era el único que había en el pueblo, y por eso nomás la gente
se da cuenta de que la creciente esta que vemos es la más grande de todas las que ha bajado el río en muchos años.
Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que cada vez se hace más espesa y oscura y que
pasa ya muy por encima de donde debe estar el puente. Allí nos estuvimos horas y horas sin cansarnos viendo la cosa aquella.
Después nos subimos por la barranca, porque queríamos oír bien lo que decía la gente, pues abajo, junto al río, hay un gran ruidazal
y sólo se ven las bocas de muchos que se abren y se cierran y como que quieren decir algo; pero no se oye nada. Por eso nos subimos
por la barranca, donde también hay gente mirando el río y contando los perjuicios que ha hecho. Allí fue donde supimos que el río se
había llevado a la Serpentina, la vaca esa que era de mi hermana Tacha porque mi papá se la regaló para el día de su cumpleaños
y que tenía una oreja blanca y otra colorada y muy bonitos ojos.
No acabo de saber por qué se le ocurriría a la Serpentina pasar el río este, cuando sabía que no era el mismo río que ella conocía de
a diario. La Serpentina nunca fue tan atarantada. Lo más seguro es que ha de haber venido dormida para dejarse matar así nomás
por nomás. A mí muchas veces me tocó despertarla cuando le abría la puerta del corral porque si no, de su cuenta, allí se hubiera
estado el día entero con los ojos cerrados, bien quieta y suspirando, como se oye suspirar a las vacas cuando duermen.
Y aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió. Tal vez se le ocurrió despertar al sentir que el agua pesada le golpeaba las
costillas. Tal vez entonces se asustó y trató de regresar; pero al volverse se encontró entreverada y acalambrada entre aquella agua
negra y dura como tierra corrediza. Tal vez bramó pidiendo que le ayudaran. Bramó como sólo Dios sabe cómo.
Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río si no había visto también al becerrito que andaba con ella. Pero el
hombre dijo que no sabía si lo había visto. Sólo dijo que la vaca manchada pasó patas arriba muy cerquita de donde él estaba y que
allí dio una voltereta y luego no volvió a ver ni los cuernos ni las patas ni ninguna señal de vaca. Por el río rodaban muchos troncos de
árboles con todo y raíces y él estaba muy ocupado en sacar leña, de modo que no podía fijarse si eran animales o troncos los que
arrastraba. Nomás por eso, no sabemos si el becerro está vivo, o si se fue detrás de su madre río abajo. Si así fue, que Dios los
ampare a los dos.
La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de mañana, ahora que mi hermana Tacha se quedó sin nada.
Porque mi papá con muchos trabajos había conseguido a la Serpentina, desde que era una vaquilla, para dársela a mi hermana, con
el fin de que ella tuviera un capitalito y no se fuera a ir de piruja como lo hicieron mis otras dos hermanas, las más grandes.
Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy pobres en mi casa y ellas eran muy retobadas. Desde chiquillas
ya eran rezongonas. Y tan luego que crecieron les dio por andar con hombres de lo peor, que les enseñaron cosas malas. Ellas
aprendieron pronto y entendían muy bien los chiflidos, cuando las llamaban a altas horas de la noche. Después salían hasta de día.
Iban cada rato por agua al río y a veces, cuando uno menos se lo esperaba, allí estaban en el corral, revolcándose en el suelo, todas
encueradas y cada una con un hombre trepado encima.
Entonces mi papá las corrió a las dos. Primero les aguantó todo lo que pudo; pero más tarde ya no pudo aguantarlas más y les dio
carrera para la calle. Ellas se fueron para Ayutla o no sé para dónde; pero andan de pirujas.
Por eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere vaya a resultar como sus otras dos hermanas, al sentir
que se quedó muy pobre viendo la falta de su vaca, viendo que ya no va a tener con qué entretenerse mientras le da por crecer y
pueda casarse con un hombre bueno, que la pueda querer para siempre. Y eso ahora va a estar difícil. Con la vaca era distinto, pues
no hubiera faltado quién se hiciera el ánimo de casarse con ella, sólo por llevarse también aquella vaca tan bonita.
La única esperanza que nos queda es que el becerro esté todavía vivo. Ojalá no se le haya ocurrido pasar el río detrás de su madre.
Porque si así fue, mi hermana Tacha está tantito así de retirado de hacerse piruja. Y mamá no quiere.
Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de ese modo, cuando en su familia, desde su abuela para
acá, nunca ha habido gente mala. Todos fueron criados en el temor de Dios y eran muy obedientes y no le cometían irreverencias a
nadie. Todos fueron por el estilo. Quién sabe de dónde les vendría a ese par de hijas suyas aquel mal ejemplo. Ella no se acuerda. Le
da vueltas a todos sus recuerdos y no ve claro dónde estuvo su mal o el pecado de nacerle una hija tras otra con la misma mala
costumbre. No se acuerda. Y cada vez que piensa en ellas, llora y dice: “Que Dios las ampare a las dos.”
Pero mi papá alega que aquello ya no tiene remedio. La peligrosa es la que queda aquí, la Tacha, que va como palo de ocote crece
y crece y que ya tiene unos comienzos de senos que prometen ser como los de sus hermanas: puntiagudos y altos y medio alborotados
para llamar la atención.
-Sí -dice-, le llenará los ojos a cualquiera dondequiera que la vean. Y acabará mal; como que estoy viendo que acabará mal.
Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llora con más ganas. De su boca sale un ruido semejante al que se
arrastra por las orillas del río, que la hace temblar y sacudirse todita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. El sabor a podrido que
viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente
comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su perdición.
AUGUSTO MONTERROSO
EL DINOSAURIO
ARMISTICIO
Con fecha de hoy retiro de tu vida mis tropas de ocupación. Me desentiendo de todos los invasores en cuerpo y alma. Nos veremos las
caras en la tierra de nadie. Allí donde un ángel señala desde lejos invitándonos a entrar: Se alquila paraíso, en ruinas.
Aquel año yo era amigo de Jim. En las inauguraciones, que ya formaban parte natural de la vida, Jim decía: Hoy va a venir mi papá.
Y luego: ¿Lo ven? Es el de la corbata azulmarina. Allí está junto al presidente Alemán. Pero nadie podía distinguirlo entre las cabecitas
bien peinadas con linaza o Glostora. Eso sí: a menudo se publicaban sus fotos. Jim cargaba los recortes en su mochila. ¿Ya viste a mi
papá en el Excélsior? Qué raro: no se parecen en nada. Bueno, dicen que salí a mi mamá. Voy a parecerme a él cuando crezca.
Nunca pensé que la madre de Jim fuera tan joven, tan elegante y sobre todo tan hermosa. No supe qué decirle. No puedo describir lo
que sentí cuando ella me dio la mano. Me hubiera gustado quedarme allí mirándola. Pasen por favor al cuarto de Jim. Voy a terminar
de prepararles la merienda. Jim me enseñó su colección de plumas atómicas (los bolígrafos apestaban, derramaban tinta viscosa; eran
la novedad absoluta aquel año en que por última vez usábamos tintero, manguillo, secante), los juguetes que el Señor le compró en
Estados Unidos: cañón que disparaba cohetes de salva, cazabombardero de propulsión a chorro, soldados con lanzallamas, tanques
de cuerda, ametralladoras de plástico (apenas comenzaban los plásticos), tren eléctrico Lionel, radio portátil. Pero no me importaban
los juguetes. Oye ¿cómo dijiste que se llama tu mamá? Mariana. Le digo así, no le digo mamá. ¿Y tú? No, pues no, a la mía le hablo de
usted; ella también les habla de usted a mis abuelitos. No te burles Jim, no te rías.
Pasen a merendar, dijo Mariana. Y nos sentamos. Yo frente a ella, mirándola. No sabía qué hacer: no probar bocado o devorarlo
todo para halagarla. Si como, pensará que estoy hambriento; si no como, creerá que no me gusta lo que hizo. Mastica despacio, no
hables con la boca llena. ¿De qué podemos conversar? Por fortuna Mariana rompe el silencio. ¿Qué te parecen? Les dicen Flying
Saucers: platos voladores, sándwiches asados en este aparato. Me encantan, señora, nunca había comido nada tan delicioso. Pan
Bimbo, jamón, queso Kraft, tocino, mantequilla, ketchup, mayonesa, mostaza. Eran todo lo contrario del pozole, la birria, las tostadas
de pata, el chicharrón en salsa verde que hacía mi madre. ¿Quieres más platos voladores? Con mucho gusto te los preparo. No, mil
gracias, señora. Están riquísimos pero de verdad no se moleste. Ella no tocó nada. Habló, me habló todo el tiempo. Jim callado,
comiendo uno tras otro platos voladores. Mariana me preguntó: ¿A qué se dedica tu papá? Qué pena contestarle: es dueño de una
fábrica, hace jabones de tocador y de lavadero. Lo están arruinando los detergentes. ¿Ah sí? Nunca lo había pensado. Pausas,
silencios. ¿Cuántos hermanos tienes? Tres hermanas y un hermano. ¿Son de aquí de la capital? Sólo la más chica y yo, los demás
nacieron en Guadalajara. Teníamos una casa muy grande en la calle de San Francisco. Ya la tumbaron. ¿Te gusta la escuela? La
escuela no está mal aunque -¿verdad Jim?- nuestros compañeros son muy latosos. Bueno, señora, con su permiso, ya me voy. (¿Cómo
aclararle: me matan si regreso después de las ocho?) Un millón de gracias, señora. Todo estuvo muy rico. Voy a decirle a mi mamá que
compre el asador y me haga platos voladores. No hay en México, intervino por primera vez Jim. Si quieres te lo traigo ahora que
vaya a los Estados Unidos. Aquí tienes tu casa. Vuelve pronto. Muchas gracias de nuevo, señora. Gracias Jim. Nos vemos el lunes.
Cómo me hubiera gustado permanecer allí para siempre o cuando menos llevarme la foto de Mariana que estaba en la sala. Caminé
por Tabasco, di vuelta en Córdoba para llegar a mi casa en Zacatecas. Los faroles plateados daban muy poca luz. Ciudad en
penumbra, misteriosa colonia Roma de entonces. Átomo del inmenso mundo, dispuesto muchos años antes de mi nacimiento como una
escenografía para mi representación. Una sinfonola tocaba el bolero. Hasta ese momento la música había sido nada más el Himno
Nacional, los cánticos de mayo en la iglesia, Cri Cri, sus canciones infantiles -Los caballitos, Marcha de las letras, Negrito sandía, El
ratón vaquero, Juan Pestañas- y la melodía circular, envolvente, húmeda de Ravel con que la XEQ iniciaba sus transmisiones a las seis
y media, cuando mi padre encendía el radio para despertarme con el estruendo de La Legión de los Madrugadores. Al escuchar el
otro bolero que nada tenía que ver con el de Ravel, me llamó la atención la letra. Por alto esté el cielo en el mundo, por hondo que
sea el mar profundo.
Miré la avenida Álvaro Obregón y me dije: Voy a guardar intacto el recuerdo de este instante porque todo lo que existe ahora mismo
nunca volverá a ser igual. Un día lo veré como la más remota prehistoria. Voy a conservarlo entero porque hoy me enamoré de
Mariana. ¿Qué va a pasar? No pasará nada. Es imposible que algo suceda. ¿Qué haré? ¿Cambiarme de escuela para no ver a Jim y
por tanto no ver a Mariana? ¿Buscar a una niña de mi edad? Pero a mi edad nadie puede buscar a ninguna niña. Lo único que puede
es enamorarse en secreto, en silencio, como yo de Mariana. Enamorarse sabiendo que todo está perdido y no hay ninguna esperanza.
JULIO CORTÁZAR
INSTRUCCIONES PARA SUBIR UNA ESCALERA
Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el
plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que
se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de
las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada
uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se sitúa un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que
da sentido a la escalera, ya que cualquier otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de
trasladar de una planta baja a un primer piso.
Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en
mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños
inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa
parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en
el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la
izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace
seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros
peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace
difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie.)
Llegado en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la
escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del
descenso.
Entonces él extendió los dedos helados en la oscuridad, buscó a tientas la otra mano en la oscuridad, y la encontró esperándolo.
Ambos fueron bastante lúcidos para darse cuenta, en un mismo instante fugaz, de que ninguna de las dos era la mano que habían
imaginado antes de tocarse, sino dos manos de huesos viejos. Pero en el instante siguiente ya lo eran. Ella empezó a hablar del esposo
muerto, en tiempo presente, como si estuviera vivo, y Florentino Ariza supo en ese momento que también a ella le había llegado la
hora de preguntarse con dignidad, con grandeza, con unos deseos incontenibles de vivir, qué hacer con el amor que se le había
quedado sin dueño.
Fermina Daza dejó de fumar por no soltar la mano que él mantenía en la suya. Estaba perdida en la ansiedad de entender. No podía
concebir un marido mejor que el que había sido suyo, y sin embargo encontraba más tropiezos que complacencias en la evocación de
su vida, demasiadas incomprensiones recíprocas, pleitos inútiles, rencores mal resueltos. Suspiró de pronto: “Es increíble cómo se puede
ser tan feliz durante tantos años, en medio de tantas peloteras, de tantas vainas, carajo, sin saber en realidad si eso es amor o no”.
Cuando terminó de desahogarse, alguien había apagado la luna. El buque avanzaba con sus pasos contados, poniendo un pie antes
de poner el otro: un inmenso animal en acecho. Fermina Daza había regresado de la ansiedad.
Florentino Ariza le apretó la mano, se inclinó hacia ella, y trató de besarla en la mejilla. Pero ella lo esquivó con su voz ronca y suave.
Lo oyó salir en la oscuridad, oyó sus pasos en las escaleras, lo oyó dejar de ser hasta el día siguiente. Fermina Daza encendió otro
cigarrillo, y mientras lo fumaba vio al doctor Juvenal Urbino con su atuendo de lino intachable, su rigor profesional, su simpatía
deslumbrante, su amor oficial, que le hizo una seña de adiós con su sombrero blanco desde otro buque del pasado. “Los hombres
somos unos pobres siervos de los prejuicios -le había dicho él alguna vez-. En cambio, cuando una mujer decide acostarse con un
hombre, no hay talanquera que no salte, ni fortaleza que no derribe, ni consideración moral alguna que no esté dispuesta a pasarse
por el fundamento: no hay Dios que valga.” Fermina Daza siguió inmóvil hasta la madrugada, pensando en Florentino Ariza, no como
el centinela desolado del parquecito de Los Evangelios cuyo recuerdo no le suscitaba ya ni una lucecita de nostalgia, sino como era
entonces, decrépito y rengo, pero real: el hombre que estuvo siempre al alcance de su mano, y no supo reconocerlo. Mientras el buque
la arrastraba resollando hacia el fulgor de las primeras rosas, lo único que ella le rogaba a Dios era que Florentino Ariza supiera por
dónde empezar otra vez al día siguiente.
FRANZ KAFKA
CARTA AL PADRE (FRAGMENTO)
Querido padre:
No hace mucho me preguntaste por qué yo afirmaba que te temía. Como es habitual, no supe qué decir, en parte por ese miedo y en
parte porque la fundamentación de ese temor necesita demasiados detalles como para que yo pueda exponerlos en una conversación.
Aún ahora, mientras te escribo, sé que el resultado ha de ser imperfecto, porque el temor coarta y porque la dimensión del tema
supera en gran medida mi memoria y mi entendimiento.
Para ti la cuestión fue siempre sencilla, tanto que te referías a ella delante de mí y sin que te inhibiera la presencia de otras personas.
Según tu criterio, las cosas eran más o menos así: has trabajado duramente toda tu vida, te has sacrificado por tus hijos, en especial
por mí; por eso mi vida fue tan "disipada" y tuve la libertad de estudiar lo que se me antojara; además, no tenía necesidad de
preocuparme por mi subsistencia ni por cualquier otro problema; tú no exigías ninguna retribución a cambio por conoces "la gratitud
de los hijos", pero esperabas al menos un mínimo halago, alguna señal de reconocimiento. Pero ante tu presencia yo siempre me
recluía en mi cuarto, entre libros, amigos absurdos e ideas extravagantes; jamás te hablé con franqueza, nunca te acompañé al templo
ni te visité en el Fransensbad, nunca tuve interés por los problemas familiares y jamás me ocupé del negocio o de otros problemas
tuyos, transferí la fábrica y luego te abandoné, fomenté los caprichos de Ottla y mientras soy incapaz de mover un solo dedo por ti (ni
siquiera tuve la cortesía de comprarte una entrada para el teatro) lo sacrifico todo por los amigos.
Si sintetizas tu juicio acerca de mí, resulta que no me discriminas nada extremadamente malo o pecaminoso (salvo quizás mi último
intento de matrimonio), pero sí frialdad, ingratitud, desinterés. Me lo recriminas como si la culpa fuera mía, como si yo hubiera podido
cambiar el curso de las cosas con un leve viraje al timón, como si no tuvieras ninguna culpa, tan solo la de haber sido demasiado
generoso conmigo.
Tu explicación habitual es correcta sólo en la medida en que también te considero libre de culpa en lo que respecta a nuestro
alejamiento. Pero también yo soy totalmente inocente. Si pudiera lograr que al menos reconocieras esto, acaso fuera posible iniciar, no
digo una nueva vida (para eso somos demasiado viejos), sino una época de mutua tolerancia, no cese sino más bien una mayor mesura
en la expresión de tus constantes recriminaciones.
Es curioso, pero intuyo que tienes una pobre noción de lo que quiero decir. Hace poco me dijiste: "Yo te quise siempre, por más que en
apariencia no haya sido como los oros padres; es que no soy un hipócrita como ellos." Padre, nunca he dudado de tu bondad hacia mí,
sin embargo considero que no es correcto lo que dices. Es cierto, no eres un hipócrita, pero sostener sólo por ese motivo que otros
padres lo son, es mera porfía que no da lugar a debate alguno, o –y esto es lo que realmente sucede—se trata de la enmascarada
expresión de que algo anda mal entre nosotros, situación que tú también la has provocado, aunque sin culpa. Si aceptas esto, entonces
podemos estar de acuerdo.
No pretendo afirmar que gracias a tu influencia he llegado a ser lo que soy. Sería exagerado de mi parte (y yo tiendo a exagerar).
Es probable que aun habiendo crecido lejos de tu influjo, no hubiera sido lo que tú quieres. Me habría convertido tal vez en un hombre
tímido, angustiado, vacilante, inquieto, no un Robert Kafka o un Kart Hermnann; pero sería con seguridad un hombre muy diferente del
que soy ahora y es probable que nos hubiésemos llevado muy bien. Tu amistad me habría hecho feliz, y también habría sido dichoso si
hubieras sido mi jefe, tío, mi abuelo, incluso (aunque en este caso con mayor reticencia) mi suegro. Pero justamente como padre eres
demasiado fuerte para mí, en especial porque mis hermanos murieron jóvenes, las hermanas llegaron mucho tiempo después y yo tuve
que soportar solo los primeros embates; era demasiado débil para eso.
Hace ya tantos años que Carlos Reyles, hijo del novelista, me refirió la historia en Adrogué, en un atardecer de verano. En mi recuerdo
se confunden ahora la larga crónica de un odio y su trágico fin con el olor medicinal de los eucaliptos y la voz de los pájaros.
Hablamos, como siempre, de la entreverada historia de las dos patrias. Me dijo que sin duda yo tenía mentas de Juan Patricio Nolan,
que había ganado fama de valiente, de bromista y de pícaro. Le contesté, mintiendo, que sí. Nolan había muerto hacia el noventa,
pero la gente seguía pensando en él como en un amigo. Tuvo también sus detractores, que nunca faltan. Me contó una de sus muchas
diabluras. El hecho había ocurrido poco antes de la batalla de Manantiales; los protagonistas eran dos gauchos de Cerro Largo,
Manuel Cardoso y Carmen Silveira.
¿Cómo y por qué se gestó su odio? ¿Cómo recuperar, al cabo de un siglo, la oscura historia de dos hombres, sin otra fama que la que
les dio su duelo final? Un capataz del padre de Reyles, que se llamaba Laderecha y "que tenía un bigote de tigre", había recibido
por tradición oral ciertos pormenores que ahora traslado sin mayor fe, ya que el olvido y la memoria son inventivos.
Manuel Cardoso y Carmen Silveira tenían sus campitos linderos. Como el de otras pasiones, el origen de un odio siempre es oscuro,
pero se habla de una porfía por animales sin marcar o de una carrera a costilla, en la que Silveira, que era más fuerte, había echado
a pechazos de la cancha al parejero de Cardoso. Meses después ocurría, en el comercio del lugar, una larga trucada mano a mano,
de quince y quince; Silveira felicitaba a su contrario casi por cada baza, pero lo dejó al fin sin un cobre. Cuando guardó la plata en el
tirador, agradeció a Cardoso la lección que le había dado. Fue entonces, creo, que estuvieron a punto de irse a las manos. La partida
había sido muy reñida; los concurrentes, que eran muchos, los desapartaron. En esas asperezas y en aquel tiempo, el hombre se
encontraba con el hombre y el acero con el acero; un rasgo singular de la historia es que Manuel Cardoso y Carmen Silveira se
habrán cruzado en las cuchillas más de una vez, en el atardecer y en el alba, y que no se batieron hasta el fin. Quizá sus pobres vidas
rudimentarias no poseían otro bien que su odio y por eso lo fueron acumulando. Sin sospecharlo, cada uno de los dos se convirtió en
esclavo del otro.
Ya no sé si los hechos que narraré son efectos o causas. Cardoso, menos por amor que por hacer algo, se prendó de una muchacha
vecina, la Serviliana; bastó que se enterara Silveira para que la festejara a su modo y se la llevara a su rancho. Al cabo de unos
meses la echó porque ya lo estorbaba. La mujer, despechada, quiso buscar amparo en lo de Cardoso; éste pasó una noche con ella y
la despidió al mediodía. No quería las sobras del otro. Fue por aquellos años que sucedió, antes o después de la Serviliana, el
incidente del ovejero. Silveira le tenía mucho apego y le había puesto Treinta y Tres como nombre. Lo hallaron muerto en una zanja;
Silveira no dejó de maliciar quién se lo había envenenado.
Hacia el invierno del 70, la revolución de Aparicio los encontró en la misma pulpería de la trucada. A la cabeza de un piquete de
montoneros, un brasilero amulatado arengó a los presentes, les dijo que la patria los precisaba, que la opresión gubernista era
intolerable, les repartió divisas blancas y, al cabo de ese exordio que no entendieron, arreó con todos. No les fue permitido
despedirse de sus familias. Manuel Cardoso y Carmen Silveira aceptaron su suerte; la vida del soldado no era más dura que la vida
del gaucho. Dormir a la intemperie, sobre el recado, era algo a lo que ya estaban hechos; matar hombres no le costaba mucho a la
mano que tenía el hábito de matar animales. La falta de imaginación los libró del miedo y de la lástima, aunque el primero los tocó
alguna vez, al iniciar las cargas. El temblor de los estribos y de las armas es una de las cosas que siempre se oyen al entrar en acción
la caballería. El hombre que no ha sido herido al principio ya se cree invulnerable. No extrañaron sus pagos. El concepto de patria les
era ajeno; a pesar de las divisas de los chambergos, un partido les daba lo mismo que otro. Aprendieron lo que se puede hacer con la
lanza. En el curso de marchas y contramarchas, acabaron por sentir que ser compañeros les permitía seguir siendo rivales. Pelearon
hombro a hombro y no cambiaron, que sepamos, una sola palabra.
El combate, que no duraría una hora, ocurrió en un lugar cuyo nombre nunca supieron. Los nombres los ponen después los historiadores.
La víspera, Cardoso se metió gateando en la carpa del jefe y le pidió en voz baja que si al día siguiente ganaban, le reservara algún
colorado, porque él no había degollado a nadie hasta entonces y quería saber cómo era. El superior le prometió que si se conducía
como un hombre, le haría ese favor.
Los blancos eran más, pero los otros disponían de mejor armamento y los diezmaron desde lo alto de un cerro. Al cabo de dos cargas
inútiles que no llegaron a la cumbre, el jefe, herido de gravedad, se rindió. Ahí mismo, a su pedido, lo despenaron.
Los hombres depusieron las armas. El capitán Juan Patricio Nolan, que comandaba a los colorados, ordenó con suma prolijidad la
consabida ejecución de los prisioneros. Era de Cerro Largo y no desconocía el rencor antiguo de Silveira y Cardoso. Los mandó buscar
y les dijo:
— Ya sé que ustedes dos no se pueden ver y que se andan buscando desde hace rato. Les tengo una buena noticia; antes que se entre
el sol van a poder mostrar cuál es el más toro. Los voy a hacer degollar de parado y después correrán una carrera. Ya sabe Dios
quién ganará.
La noticia no tardó en cundir por todo el campamento. Nolan había resuelto que la carrera coronaría la función de esa tarde, pero los
prisioneros le mandaron un delegado para decirle que ellos también querían ser testigos y apostar a uno de los dos. Nolan, que era
hombre razonable, se dejó convencer; se cruzaron apuestas de dinero, de prendas de montar, de armas blancas y de caballos, que
serían entregados a su tiempo a las viudas y deudos. El calor era inusitado; para que nadie se quedara sin siesta, demoraron las cosas
hasta las cuatro. (Les dio trabajo recordar a Silveira.) Nolan, a la manera criolla, los tuvo esperando una hora. Estaría comentando la
victoria con otros oficiales; el asistente iba y venía con la caldera.
A cada lado del camino de tierra, contra las carpas, aguardaban las filas de prisioneros, sentados en el suelo, con las manos atadas a
la espalda, para no dar trabajo. Uno que otro se desahogaba en malas palabras, uno dijo el principio del Padrenuestro, casi todos
estaban como aturdidos. Naturalmente, no podían fumar. Ya no les importaba la carrera, pero todos miraban.
Con el sable, un sargento marcó una raya a lo ancho del camino. A Silveira y a Cardoso les habían desatado las muñecas, para que
no corrieran trabados. Un espacio de más de cinco varas quedaba entre los dos. Pusieron los pies en la raya; algunos jefes les
pidieron que no les fueran a fallar, porque les tenían fe y las sumas que habían apostado eran de mucho monto.
A Silveira le tocó en suerte el Pardo Nolan, cuyos abuelos habían sido sin duda esclavos de la familia del capitán y llevaban su
nombre; a Cardoso, el degollador regular, un correntino entrado en años, que para serenar a los condenados solía decirles, con una
palmadita en el hombro: "Ánimo, amigo; más sufren las mujeres cuando paren".
Tendido el torso hacia adelante, los dos hombres ansiosos no se miraron. Nolan dio la señal.
Al Pardo, envanecido por su actuación, se le fue la mano y abrió una sajadura vistosa que iba de oreja a oreja; al correntino le bastó
con un tajo angosto. De las gargantas brotó el chorro de sangre; los hombres dieron unos pasos y cayeron de bruces. Cardoso, en la
caída, estiró los brazos. Había ganado y tal vez no lo supo nunca.
ALFONSINA STORNI
VOY A DORMIR
CÉSAR VALLEJO
PIEDRA NEGRA SOBRE UNA PIEDRA BLANCA
Yo pronuncio tu nombre
a beber en la luna
Y yo me siento hueco
de pasión y de música.
Yo pronuncio tu nombre,
y tu nombre me suena
tiene mi corazón?
Si la niebla se esfuma,
deshojar a la luna!
OSCAR WILDE
AFORISMOS
1. Los hombres querrían ser siempre el primer amor de una mujer. Tal es su necia vanidad. Las mujeres tienen un instinto más sutil
para las cosas: les gusta se el último amor de un hombre.
2. Me gustan los hombres con futuro y las mujeres con pasado.
3. No hay libros morales e inmorales. Los libros, o están bien escritos, o están mal escritos. Eso es todo.
4. Amarse a uno mismo es el comienzo de un romance para toda la vida.
5. Vivir es la cosa más rara del mundo. La mayoría de la gente no hace más que existir.
OLIVERIO GIRONDO
QUE LOS RUIDOS TE PERFOREN LOS DIENTES...
al espesor de tu retrato.
se metamorfosee en sanguijuela,
se suiciden de repugnancia;
disfrazado de cocodrilo,
de lamerle la cerradura.
Apenas se desvanece la musiquita que nos echó a perder los últimos momentos y cerramos los ojos para dormir la eternidad, empiezan
las discusiones y las escenas de familia.
¡Qué desconocimiento de las formas! ¡Qué carencia absoluta de compostura! ¡Qué ignorancia de lo que es bien morir!
Ni un conventillo de calabreses malcasados, en plena catástrofe conyugal, daría una noción aproximada de las bataholas que se
producen a cada instante.
Mientras algún vecino patalea dentro de su cajón, los de al lado se insultan como carreros, y al mismo tiempo que resuena un
estruendo a mudanza, se oyen las carcajadas de los que habitan en la tumba de enfrente.
Cualquier cadáver se considera con el derecho de manifestar a gritos los deseos que había logrado reprimir durante toda su
existencia de ciudadano, y no contento con enterarnos de sus mezquindades, de sus infamias, a los cinco minutos de hallarnos instalados
en nuestro nicho, nos interioriza de lo que opinan sobre nosotros todos los habitantes del cementerio.
De nada sirve que nos tapemos las orejas. Los comentarios, las risitas irónicas, los cascotes que caen de no se sabe dónde, nos
atormentan en tal forma los minutos del día y del insomnio, que nos dan ganas de suicidarnos nuevamente.
Aunque parezca mentira -esas humillaciones- ese continuo estruendo resulta mil veces preferible a los momentos de calma y de silencio.
Por lo común, estos sobrevienen con una brusquedad de síncope. De pronto, sin el menor indicio, caemos en el vacío. Imposible asirse a
alguna cosa, encontrar una a que aferrarse. La caída no tiene término. El silencio hace sonar su diapasón. La atmósfera se rarifica
cada vez más, y el menor ruidito: una uña, un cartílago que se cae, la falange de un dedo que se desprende, retumba, se amplifica,
choca y rebota en los obstáculos que encuentra, se amalgama con todos los ecos que persisten; y cuando parece que ya va a
extinguirse, y cerramos los ojos despacito para que no se oiga ni el roce de nuestros párpados, resuena un nuevo ruido que nos
espanta el sueño para siempre.