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Lo primero que debo decir es que era un jijiji chirriante y molesto, sordo y lejano, como
la burla de un niño que se esconde debajo de una mesa después de cometer una travesura.
También tenía cierto toque de fantasmagórico, pues nunca se extendía por largos períodos de
tiempo y solo se podía escuchar cuando se afinaba bien el oído y se ponía la mente en blanco.
Pero, sobre todo, era un jijiji desconcertante e inoportuno. Siempre aparecía cuando Marieta y yo
estábamos cogiendo. Sí, al parecer el maldito no podía elegir un lugar y un tiempo más
adecuado. Algo más calmado, más púdico. Digamos durante una salida al cine o a un restaurante.
No, tenía que ser allí. Cuando los sentidos se multiplican, cuando el cuerpo es una máquina con
superpoderes, cuando no hay dolor, incomodidad o achaque que valga, cuando el corazón
bombea como una fragua de Cíclope y uno siente el océano en el pecho. Justo allí, en dicho
—¿Estás bien, mi amor? —me decía, yendo y viniendo al ritmo de mis embates, casi sin
poder hablar.
Yo, que entendía que la había cagado, cerraba el pico y me hacía el loco, dedicándome a
cumplir con mi deber. ¿Cómo no iba a cumplir con Marieta, que siempre ha sido tan atractiva,
que siempre ha estado tan buena, que siempre ha sabido tan rico? (Incluso, ahora, a pesar de todo
lo que ha pasado). Claro que cumplía, cumplía hasta el final, hasta que Marieta entornaba los
ojos, se arqueaba de placer y exhalaba un par de gruñidos desacompasados, que era la marca
indiscutible —tan conocida para ambos— de que había llegado a la cúspide. Pero yo, en vez de
acabar ligero y feliz, terminaba molesto, cabreado, mentándole la madre a ese jijiji del demonio
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que me había echado a perder la fiesta y solo me había permitido eyacular un chorrito triste
Si sirve de algo, debo decir que la primera vez que escuché al jijiji, o mejor, que creí
escuchar al jijiji, fue durante una húmeda noche de junio por las fechas en las que Marieta y yo
celebrábamos nuestro tercer aniversario. Quizás hubiese estado con nosotros desde el principio.
(No lo sé. ¿Quién quita?). Lo que quiero especificar es que yo, hasta esa oportunidad, nunca lo
había notado. De hecho, no podría describir con certeza qué fue lo que oí la noche en cuestión, ni
siquiera sería capaz de aseverar a ciencia cierta que en realidad lo oí, solo podría jurar que me
Intentaré revivir lo ocurrido para que se tenga una idea de esa primera vez. El orden de
no había nada que ver. Mi celular dio un timbrazo. Ricardo y Gloria nos pasaban una invitación
grupal (por mensaje de texto) para que nos encontrásemos con ellos en el bar que quedaba (y aún
queda, aunque ya no lo frecuentamos) cerca de casa. La aceptamos. Nos pusimos cualquier cosa
tardamos en llegar. Al traspasar la puerta de entrada, enseguida los vimos. Habían apartado una
de las mesas del fondo. Buena elección: allí la luz pegaba tenue y amablemente, como el final de
un ocaso. Nos acercamos a ellos e hicimos lo que hacen los viejos amigos cuando se reúnen:
saludarnos con cariño, preguntarnos cómo nos estaba yendo, reírnos (de los mismos de chistes de
siempre), tomar, fumar, planear viajes juntos que nunca realizaríamos… A la hora —al mismo
tiempo que la banda terminaba de acomodarse para tocar—, se nos unieron Patricia, Antonio y
María Elena, viejos amigos del colegio que me provocaron un sentimiento ligero, como si
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hubiese vuelto a la secundaria. Enseguida sonó la música y todos, sin excepción, nos paramos a
bailar. Cuando volvimos a la mesa, Marieta, quien ya venía algo entonadita por el gin and tonic,
me empezó mano por debajo de la mesa y me la puso grande. Yo también la calibré a ella; me di
cuenta de que estaba húmeda. Sin comunicarles nada a los chicos, nos escurrimos por una de las
salidas del local y, debido a la urgencia, decidimos tomar un taxi a casa. Llegamos rápido.
introduje dos dedos sin ninguna dificultad. En el pasillo que conducía al apartamento, apenas
fuimos capaces de caminar porque a cada rato yo me detenía a manosearla y apurruñarla contra
pared. Me gustaba sentir la presión de mi pubis contra su pubis. Al llegar a la puerta, la falda de
Marieta estaba al mismo nivel de su cintura. Y cuando nos echamos en la cama, ya le había
Mientras la cabalgaba a una velocidad sólida y ascendente, perdí el foco, el faro, la orilla.
En vez de concentrarme en su boca jadeante, en las tetas que le rebotaban con cada empellón, en
su vagina empapada que empapaba mi miembro, o en cualquier delicia de los cientos de delicias
de su cuerpo, me puse a pensar en otra cosa. ¿Habrá sido en algún problema del trabajo? ¿En las
cuentas que debía pagar? ¿Un partido de fútbol? No lo recuerdo con precisión. Lo cierto es que
allí estaba yo, encima de un volcán, pero pendiente de las aves de colores que pasaban a lo lejos.
(¡El hombre es el único animal que es tan estúpido que puede vivir en dos tiempos a la misma
vez!).
Intuyo que esa fue la causa (mi distracción) lo que hizo que ocurriese. No lo que provocó
el suceso en sí, digo, sino lo que originó que me diese cuenta. Pues en verdad verdad —
objetivamente— nada extraordinario ocurrió. Ambos estábamos tirando y nada más. Sin
embargo, por un segundo sentí que un vahído, una especie de parpadeo de la realidad, me había
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apartado del mundo. Sí, tuvo que ser eso… que quedé suspendido en alguna parte de la
sangre y lo que circuló por mi cuerpo fue agua de luna. Me convertí en un monigote sin vida, una
marioneta sin hilos, sin la tensión de los músculos, sin la voluntad ni la inercia de la materia. Y
fue bajo ese estado del alma (que, como ya referí, habrá durado un segundo), cuando apareció
por primera vez… o yo lo percibí por primera vez. Sordo, lejano, como la burla de un niño que
se esconde debajo de una mesa después de cometer una travesura. Con la misma ingenuidad,
encerrado en su propia naturaleza, aunque expuesto a los sentidos del que quisiera percibirlo.
Ahora sé que era él, que era el jijiji… O, bueno, así lo creo, pues para ese entonces quizás
aún no había evolucionado en su totalidad y lo único que me pareció oír fue un leve e íngrimo ji.
Por supuesto, nada de lo que he narrado impidió que siguiera cogiéndome a Marieta.
¿Cómo podría haber dejado de hacerlo? No, por el contrario. Cuando volví a caer en cuenta del
tiempo y el lugar donde me encontraba, la empotré con más ímpetu, quizás tratando de vengarme
de mi misma mente que me había hecho perder la concentración. Y, por un buen rato, hasta que
calmamos al perro hambriento del deseo, continuamos tirando. Terminamos felices, completos.
Un poco agitados y sudados, un poco húmedos de mi semen y los fluidos de su vagina, pero
ligeros de alma y satisfechos de cuerpo. Y, así mismo, como si nada hubiera ocurrido (porque, de
hecho, nada había ocurrido) el sueño nos envolvió en su irresistible manto de algodón.
Debo reconocer, sin embargo, que ese solitario ji se me quedó clavado en la memoria. En
diferentes oportunidades me pregunté qué carajo había sido, qué mierda lo había originado,
cómo demonios había llegado hasta mí, cuáles habían sido sus retorcidos propósitos... Por
supuesto, en esos momentos también ponía un poco en duda mis facultades sensoriales y
contemplaba la posibilidad que el fenómeno pudiera haber sido una creación exclusiva de mi
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cerebro, lo que a su vez me angustiaba tremendamente, pues suponía la posesión de un órgano
oficina, el tráfico, el gimnasio, planchar, lavar, ir al mercado, preparar la comida, pagar las
más tiempo que para sentarme un rato a cenar con Marieta, ver dos minutos de televisión juntos
y acostarme a dormir.
Fue un viernes, según recuerdo… tuvo que haber sido un viernes porque después estuve
pensando en ello todo el fin semana… Pensando, investigando, realizando experimentos para
encontrar la causa o causas que provocaban el jijiji y, de ser posible, eliminarlas por completo.
Sí, fue en la tarde noche de un viernes, como decía, cuando volvió a manifestarse ese sonidito
demoníaco, esa risita de rata, esa burlita de metal. Marieta y yo habíamos llegado exhaustos del
trabajo, más bien apaleados por el cansancio acumulado de la semana, y lo primero que hicimos
fue dejar todo (cartera, maletín, llaves, teléfonos…) en el mostrador de la cocina y explayarnos
como morsas en el sofá de la sala. Después de descansar un rato haciéndonos caricias ingenuas,
la urgencia del deseo fue desperezándose casi sin querer. Cuando nos dimos cuenta, ya nos
habíamos quitado la ropa y, cual bestias brutas —siempre hemos sido muy naturales entre
nosotros—, nos entraron ganas de olfatearnos los traseros. Literalmente. Yo me subí a horcajadas
encima de ella con mi cara viendo a sus pies, le eché las piernas hacia atrás y empecé a
lamérselo. Marieta, sacando ventaja de mi posición, se puso a hacerme mimos en las bolas,
besarme el perineo y masturbarme. Transcurrido unos minutos, decidimos que ya estaba bien de
jueguitos y nos concentráramos en coger de verdad. Con ese propósito, entre besos violentos y
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Llevábamos un rato haciéndolo, cuando el jijiji volvió a revelarse. Esta vez llegó a mí en
toda su plenitud: jijiji, jijiji, aunque a un volumen bajo. De inmediato, miré a todas partes, como
si de verdad creyera que alguien o algo pudiera estar con nosotros en la habitación, lo que era en
sí mismo un pensamiento absurdo (siempre hemos vivido solos). Por suerte, Marieta tenía los
ojos cerrados cuando lo hice y no notó nada, es decir, no notó la expresión de extrañeza en mi
rostro. Menos mal. Lo último que quería era asustarla con una cosa cuyo origen yo mismo
ignoraba y que empezaba a sospechar que solo se hallaba en mi cabeza. Por eso, con la excusa de
ensartarla con mayor libertad, tomé la precaución de voltearla y ponerla en cuatro patas, lo que
evitaría que me mirara de frente y, además, me daría a mí una visión panorámica del sitio. De
aquella forma continué embistiéndola con la misma cadencia y pasión de costumbre, pero
aguzando los sentidos lo mejor posible, inmerso en un estado de alerta máxima. Si el causante de
Entonces, se me ocurrió que tal vez no había vuelto a oír al jijiji debido a los ruidos
propios del sexo: los jadeos desacompasados, los golpes de piel contra piel, el roce de las
sábanas, el movimiento de la cama, etc., y que sin duda él estaría camuflado debajo de esos
sonidos, aún burlándose de mí. En vista de ello, aceleré el choque contra las divinas y señoriales
nalgas de Marieta: si acababa más rápido —pensé—, quizás podría percibirlo con claridad. Justo
cuando salió el primer disparo de semen, que emergió como un chorro tibio de champaña, me di
cuenta de que mi plan era una soberana tontería. El silencio haría que ambos (no solo yo) lo
escucháramos (en caso de que el jijiji fuera real, por supuesto). Lamentablemente, esa certeza
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Nervioso por lo que pudiera suceder y todavía agitado por el esfuerzo, me quedé un rato
parado detrás de Marieta acariciándole la espalda, hasta que mi pene se deslizó fuera de su
vagina por sí mismo. Luego, me tiré en la cama como quien se rinde en el cadalso frente al
verdugo y espera que le caiga el hacha en la nuca. Desconocía la causa, pero tuve la sensación de
que aquellos serían mis últimos instantes con ella (con la misma Marieta de siempre) y que, por
lo tanto, debía disfrutarlos al máximo. Pasamos un minuto uno al lado del otro, oyéndonos
respirar. Después, me volteé boca arriba, la tomé en mis brazos y la apreté con vehemencia.
Pasamos dos minutos más en completa quietud… Cinco minutos… ¿Cuándo volveré a oírlo? —
me preguntaba—. Por ahí debe venir —me decía, aferrándome a Marieta con ardor y espanto,
con ganas de congelar el tiempo y vivir allí, aferrado a ella por siempre.
Después de una espera considerable supe que mis aprehensiones habían sido en vano. En
Aquella noche me dormí deprimido, pensando que me había vuelto loco. A la mañana
siguiente, sin embargo, como nunca he sido persona que se eche a esperar que la solución le
caiga del cielo o que alguien le resuelva los problemas (lo que ahora llaman proactivo),
enseguida me puse a buscar una respuesta a lo que me ocurría. Deduje que, si por dos ocasiones
el sonido había tenido lugar en nuestra habitación, era casi irrefutable que algo en ella debía
causarlo. Y, si había sucedido mientras estábamos en la cama, lo más seguro era que una cosa
dentro del mueble o que tuviera alguna relación con él lo estuviera provocando. 2 + 2 = 4, ¿no?
Bajo ese simple razonamiento y aprovechando que Marieta había salido a la panadería a comprar
el desayuno, me di a la tarea de inspeccionar el lecho. Lo primero que hice fue analizar los
elementos suaves y cosméticos que lo aderezaban. Me refiero a las sábanas, las almohadas y el
edredón. Tomé cada uno de ellos y procedí a estudiarlos por todas partes. A las sábanas solo
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había que examinarlas a simple vista, tarea que de todas formas llevé a cabo con esmero, y que,
como suponía, no dio ningún resultado. A las almohadas, debido a su propia naturaleza, las tuve
que chequear con mayor profundidad. Para ello, las saqué de las fundas, las sacudí y, por último,
las aplasté una por una a ver si tenían un objeto extraño en su interior. El examen no arrojó
ningún aspecto fuera de lo común. Con el edredón puse en práctica una mezcla de la técnica
usada con las sábanas y la técnica usada con las almohadas. Es decir, lo analicé con cuidado con
la vista y, además, lo palpé para descubrir si ocultaba alguna cosa adentro. (Debido a que era tan
resultó inútil, lo que me llevó a concluir que, en caso de que el jijiji se hallara en la cama, no
sonido como el que estaba buscando eran más reales. Saqué el colchón, lo tiré al piso y empecé a
caminar a grandes pasos, primero, y luego, a saltar resueltamente sobre él. Por más que afinqué
mis pies en cada caída, no logré que confesara ninguna risita o ruido semejante al jijiji. Con el
somier no podía aplicar la misma estrategia porque estaba hecho de madera maciza y se
requerían al menos dos personas para sacarlo de su soporte. De todas formas, lo moví de un lado
al otro —hasta donde lo permitía la base donde estaba incrustado—, simulando los movimientos
propios de una pareja cuando tiene sexo. Esta vez sí obtuve un sonido, pero era seco, grave,
acolchado. Nada que ver con ese diablillo chirriante del jijiji. Por último, me acogí a la idea de
que alguna pata desnivelada, algún tornillo o tuerca floja, el roce de una pieza desconocida de
metal contra el piso o contra otra cosa podía dar explicación a lo que había oído. Pero por más
que me asomé por detrás de la cabecera, debajo del mueble, entre las tablas que componían el
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Antes de que Marieta volviera, alcancé aún a lanzarme unas cuantas veces de forma
violenta en la cama (más bien de forma desesperada) con el objeto de replicar el jijiji, pero
también fue inútil. Ni siquiera obtuve un sonido que más o menos se le pareciera. Al ver que no
daba resultado, desistí. (¿Qué otra cosa podía intentar? ¿Cómo darle respuesta a aquel sonido?).
Y, frustrado e impotente, me dediqué a poner todo de vuelta en su sitio para evitar que mi novia
Recuerdo que ese fin de semana fue movido. Hicimos muchas cosas: visitamos a mis
padres, asistimos a un concierto de blues, rentamos varias películas, cenamos fuera… Aunque
puse todo mi empeño en dejar de pensar en el jijiji, la verdad es que me la pasé rumiando una y
otra vez el recuerdo de lo que había sucedido. Me esforzaba (sin lograrlo) por desentrañar la
naturaleza y origen de aquel fenómeno que se había instalado en mi mente y que, como un pulpo,
Ignoro por qué en algún punto surgió la certeza —aunque carecía de evidencia que lo
corroborara—, de que el jijiji no era un asunto ajeno y que había vivido conmigo o en mí desde
siempre. Para colmo soñé que había estado acompañándome la noche que dejé de ser virgen, que
noviecita y los míos propios, enredado como una lagartija o un gusano en aquella pasión
adolescente. A partir de allí, seguro por la proximidad en la que se almacenan las cosas dentro
del cerebro, el jijiji emergía de improviso cada vez que evocaba cualquiera de mis otras
experiencias sexuales. Nada importaba si habían sido ingenuas, tibias o desenfrenadas, él se las
arreglaba para inmiscuirse en aquellos recuerdos por algún rincón conveniente y a mano. El
crujido de una puerta cerrándose, las estridencias de un colchón viejo, el roce de una cama contra
la pared… Eso me preocupaba sobre manera, mejor dicho, me aterraba. En términos objetivos,
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significaba que hacía muchísimo tiempo que había perdido la cordura y que recién ahora era que
me daba cuenta. La sensación psicológica no podía ser más devastadora, pues siguiendo esa línea
de pensamiento —que siempre alargaba hasta sus últimas consecuencias—, la única disparidad
entre los pordioseros que se ven en la calle hablando con un poste de luz o con un árbol y yo
Lo peor fue que desde aquella segunda manifestación el jijiji empezó a aparecerse en casi
todas las ocasiones en las que tirábamos. Si por casualidad no se presentaba una vez, lo cual me
daba cierta esperanza de que se hubiese esfumado, en la próxima lo hacía con más claridad y
saña, arrancándome la migaja de paz que había conseguido. Por su culpa, como mencioné al
principio, empezaron a salírseme exclamaciones groseras en medio del acto sexual: ¿qué mierda
es lo que pasa? El coño de su madre… A las que Marieta primero respondió con preocupación:
¿estás bien? ¿Te pasa algo, mi amor? Pero, luego, pensando que le había agarrado el gusto a
hablar sucio mientras la cogía, me contestaba cosas como incrústame hasta sacarme los ojos,
No fue de extrañarse que, debido a la manía de pensar sin tregua en el jijiji, cayera con el
pasar de los días en un estado constante de asfixia psicológica. Perdí el apetito. Bajé de peso. Me
costaba un montón conciliar el sueño y, cuando lo lograba, me costaba otro montón salir de la
cama. Era incapaz de divertirme, no hallaba satisfacción en nada. Me sentía cansado e inútil.
Para colmo, mi mente me atacaba a toda hora con la perversidad de una hojilla en manos de un
sádico: ella te va a dejar cuando se dé cuenta; ¿cómo podría amarte, si estás loco?; te dices
En medio de mi desgracia, tenía plena consciencia de que había una solución para lo que
me pasaba. Una solución estricta, radical, que resolvería todos mis problemas. Esa solución, por
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supuesto, era dejar de tirar con Marieta. Así de sencillo: no volverla a coger nunca más. En caso
de que alcanzara la continencia absoluta, no habría nada que pudiera perturbarme. Pero dicha
solución traía consigo un inconveniente aún peor, por no decir un imposible… ¿Cómo dejar de
hacerlo con ella, si la vagina de Marieta era la cosa más linda que había visto en mi vida? Había
solo que conocerla para enamorarse. Parecía un capullito de rosa, un cachorrito recién nacido y
tembloroso al que había que proteger y mimar, un caracolito rosado de esos que se encuentran en
la orilla de la playa y que cuando uno los toca se esconden y al minuto salen de nuevo
expandidos y jugosos. Era tan tierna esa vagina que, de puro encanto y cariño, le daba un besito
de despedida en cada labio cada vez que nos íbamos a dormir o antes de que mi novia se subiera
el calzón para ir al trabajo. E incluso, cuando tenía tiempo, le alisaba con secador esa especie de
bajo pubis. Y hasta me afanaba por hacerle diferentes arreglos de peluquería: al medio, a un lado,
Por otra parte, no creo que Marieta hubiese estado dispuesta a abstenerse de mi verga. Se
notaba que le gustaba. Siempre que me la lamía, por ejemplo, se tomaba un tiempo para alabarla.
los ojos y me decía que era la mejor verga que había cogido, que era fuerte como roble y
majestuosa como cabeza de cóndor, responsable como una hormiga y cumplidora como ariete
medieval. En ocasiones, obviaba que yo también estaba allí y le hablaba directamente a ella
(sabes que me gustas mucho, ¿no?, ¿por qué no te conocí antes?), mientras la blandía con una
No, la opción de dejar de hacer el amor con Marieta estaba descartada. Ninguno de los
dos—siendo lascivos como conejos— la aceptaría. Ninguno se conformaría, por ejemplo, con
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pasar un fin de semana de abstinencia, viendo televisión, tomando un buen vino y saliendo a dar
un paseo, a cenar o a compartir un rato con los amigos. Esa no era nuestra naturaleza, esos no
éramos nosotros. Nosotros teníamos que retozar como perros en celo hasta aullar de placer.
La opción que me quedaba, por lo tanto, era la de ocultar la existencia del jijiji. Mentir.
Disimular. Distraer. Reconocer el pequeño inconveniente de que me había vuelto loco, aprender
a vivir con ello y esforzarme por camuflar los síntomas más visibles de mi obsesión. Lo último
que deseaba era que Marieta se enterara de mi desgracia. Eso sí que me aterraba de verdad.
(Hasta el culo me tiritaba de miedo solo de pensarlo). ¿Qué tal que, decepcionada por mi
la gente en la adversidad. Por ese motivo —que me llamen cobarde, si quieren—, ante ella, no
me mostraba nervioso, inseguro, imbécil. No, claro que no. Ante ella siempre aparentaba estar
bien. Ponía esmero en hacerla reír de vez en cuando con alguna payasada de las mías y no
Las cosas iban a bien (si es que esa es la palabra) hasta que un día —un maldito día que
nunca debió existir— mientras empotraba a Marieta de pie contra la pared de nuestro cuarto, el
tintineo del jijiji se manifestó de forma tan contundente que fue imposible poner en marcha mi
actuación. No porque el tintineo fuera estruendoso en sí mismo —ya he dicho que el jijiji
siempre se revelaba sordo y lejano— sino porque no se detenía. Por más que pasaba el tiempo y
yo me concentraba (inútilmente) por intentar que desapareciera, nada ocurría. Aquella carcajada
de grillo continuaba manifestándose como un río interminable de monedas que cayeran y rodaran
por el suelo.
Incapaz de enlazar dos ideas con coherencia (¿cómo hubiese podido, si aquella maldición
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Marieta. La llevé hasta la cama. La coloqué allí con ternura antes de que se me escurriera de los
pasaba, me tiré al suelo de rodillas tapándome las orejas con las almohadas. No tenía sentido
fuego me subió desde el estómago quemándome la garganta y, vencido por completo, me quebré
en llanto…
confesé todo a Marieta. El papel del tipo tranquilo que había venido representando por semanas
(por fin aceptaba que el jijiji era una especie de enfermedad). Le prometí que buscaría ayuda, que
me curaría, que sería pasajero… No sé cuántas cosas le prometí, mientras ese rechinar de dientes
de gnomo continuaba atormentándome. Yo era una persona que apenas sabía lo que era un dolor
de cabeza o un dolor de cualquier clase, que apenas se enfermaba de gripe, en mis años de vida
ni siquiera me había salido una mísera caries. Por lo que tener un impedimento como el jijiji me
convertía una causa más que justificada para la inminente ruptura. A final de cuentas, ¿quién
Contrario a mis temores, Marieta, aún con la respiración acelerada y la vagina húmeda, se
lanzó a abrazarme. Me imagino que habrá sido una reacción instintiva, pues no creo que haya
tenido tiempo de racionalizar —mucho menos de aceptar— una historia tan desquiciada como la
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—¿Qué pasa, mi amor? ¿Qué pasa…? —me preguntaba, llenándome de besos—. ¿Una
risita de grillo? ¿Un jijiji, dices…? No te desesperes, ¿me oyes? ¿Acaso no estoy aquí contigo?
Pero yo, en vez de agradecer su preocupación y entablar un diálogo coherente con ella,
me empecinaba en describirle una y otra vez lo que ocurría en mi cerebro cuando nos poníamos a
coger: un jijiji que no se calla, una burlita de niño travieso, una risita de rata… y todas esas
cosas que ya he relatado. No sé con exactitud por qué me sentía obligado a contarle los pequeños
representaba una forma de pedirle que me perdonara. En definitiva, yo era el único responsable
de lo que estaba pasando, yo era el causante de la peste, el culpable de que hubiéramos sido
expulsados del paraíso. Y, sin embargo, confesarle mis males de poco servía. Por el contrario,
mientras más explicaba el asunto, más presentía que las horas con ella estaban contadas. Mis
propias palabras me hundían. ¿De verdad las estaba pronunciando? Nunca me había hallado en
marica, me di cuenta de que el jijiji había desaparecido por completo y que, pese a todo, Marieta
continuaba allí, consolándome, sin ningún signo que denotara distanciamiento. Para mi sorpresa,
también me di cuenta de que mi verga se había parado hidalgamente y que estaba lista para el
combate. No era para menos. Si bien habíamos atravesado un vendaval, lo habíamos hecho
había ocurrido, primero se detuvo a catar mis gestos. Al comprobar que también lo deseaba, aún
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—¡Pero si parece un árbol acabadito de nacer! —exclamó, entusiasmada.
Y empezó a menearlo para que le diera sus frutos. Yo le agradecí el gesto y en seguida fui
enlistado. Así, de la manera más absurda, terminamos teniendo un orgasmo allí mismo, en el
Aunque suene paradójico, ese día nos acostamos esperanzados. Dentro de todo, existía la
hubiéramos encontrado las llaves para conjurar al jijiji. ¿Los psicólogos no curan mediante el uso
Además, Marieta, quien había leído dos o tres ensayos de Freud, estaba convencida de que el
caso que me aquejaba era muy sencillo. Tan sencillo que, acurrucada entre mis piernas
haciéndome trencitas en las bolas, se le ocurrió una estrategia mental para contrarrestar las
Según ella, lo que yo estaba experimentando era un común y silvestre triángulo edípico.
En él, mi padre, al que llamó figura castradora por excelencia, estaba representado por el jijiji.
(Creo que le asignaba el rol de malo por lo criticón que a veces papá se ponía conmigo). Mi
madre, en cambio, estaba representada por ella misma, es decir, por Marieta y por esas…
Pronunció esas con desprecio y moviendo una mano como si se sacudiera migajas de la ropa. Se
refería a las mujeres con las que yo me había acostado antes (de tener la dicha) de conocerla.
Le pregunté qué era lo que estaba, porque, para ser sincero, no le seguía la pista.
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—Que parece que la cosa viene de mucho antes. Seguramente de tu niñez… Todos estos
Entonces, me explicó que, por alguna razón —ella la desconocía: me tocaba a mí investigarla—
mi padre (devenido en jijiji) impedía que me echara un buen polvo con mi madre (devenida en
con mamá y que, en tal sentido, estaba reactivando el complejo de Edipo con su correspondiente
complejo de castración.
incesto, así que el padre no había impedido nada. Se lo dije. Y, de paso, también le dije que jamás
había encontrado en ella ningún parecido con mi madre más allá de que ambas fueran mujeres,
Marieta, dejando de trenzarme los pelos de las bolas y mirándome directamente a los
ojos, respondió que el autor de la tragedia no importaba porque había colocado la culpa después
del acto y no antes, y que, además, había transformado todo en símbolos y figuras retóricas.
Tampoco importaba que nunca la hubiera relacionado a ella con mi madre cons cien te men te,
puesto que in cons cien te men te resultaba obvio que lo estaba haciendo. En definitiva, que el
único que importaba era Freud, y que Freud sostenía que el niño (en este caso, yo) debe sublimar
—¿Sublimar?
—Ah —respondí.
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Simultáneamente —siguió explicando—, el niño debe incorporar en su imaginario la
figura paterna, lo que significa identificarse con su padre, dejar de sentirlo como un rival,
convertirse en él. La combinación de esos dos mecanismos lo llevaría a romper el ciclo del
complejo y a estar listo para una nueva compañera sexual que, por supuesto (en caso de que todo
—Dime con sinceridad, Marieta, ¿me estás pidiendo que te dé un hijo? —le pregunté.
—¡…!
—Debemos reforzar tu función fálica como jefe ancestral de la tribu —aseveró con
entusiasmo.
—¿Qué tribu?
—Tú y yo —especificó.
—Ah —respondí.
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—¿No? ¿Nunca? —reclamó ella, arrodillándose en la cama y poniendo las manos en jarra
—Nunca lo he creído.
Obviamente, no había forma de que respondiera eso, por lo que tuve que quedarme
como gata (¡coño, qué sensual era!) sobre una de mis piernas hasta colocar su mentón en mi
pecho y su vagina, aún caliente y expandida, sobre uno de mis muslos, me dijo que no me
preocupara, que tenía una estrategia. Cuando le pregunté que cuál era, me contestó que me la
develaría la próxima vez que cogiéramos. A pesar de que le insistí (hay que ver lo que representa
Esa noche no pegué un ojo tratando de entender la realidad. ¿Yo, complejo de Edipo?
¿Yo, loco?
Nuestra siguiente jornada sexual ocurrió unos días después. Me encontraba montado
encima de ella, taladrándola a gusto, cuando Marieta me preguntó que si lo oía, que si el jijiji
estaba con nosotros. Le dije que sí, que aunque sonaba leve, agazapado detrás de ese sonido de
látigo que produce una vagina bien lubricada, podía distinguirlo con nitidez y que, de hecho,
—Pero… ¿qué debo hacer, Marieta? ¿Cómo lo mato? —le pregunté, intrigado.
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—Pues dame más duro… métemelo con todo. Demuéstrale que tú eres el que manda
aquí, carajo.
Más que a cogerla con ímpetu, cosa que ya hacía, empecé a saltar y rebotar con fuerza
sobre sus caderas. Tan duro la penetraba que sentía que la punta de mi verga le llegaba hasta el
—Arriba —dijo, sin escucharme—, méteme esa verga como si fuera una lanza.
Pues de repente se habían multiplicado los personajes a los que debía embestir.
—Al jijiji, a tu papá, a tu mamá, ¿a quién más? ¡Ensártame como un hombre, vamos!
Imaginé a mis indefensos padres atravesados por una lanza con punta de glande... El
cuadro casi me baja la verga. Decidí no hacerle caso a Marieta y seguí empotrándola a placer,
que en definitiva era lo mismo que venía haciendo desde el principio. Ahora tenía dos cosas que
obviar: a ella y al jijiji, el cual, por alguna razón misteriosa, iba aumentado en volumen y ritmo,
Pasados unos minutos, al comprobar que no había resultados positivos, me preguntó que
si le quería dar por el culo para matarlos por todos los flancos.
—Sí, métemelo por el culo, dale —casi me ordenó—. Penetra ese culo como si asesinaras
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Se lo metí y ella siguió con la cantaleta de que los matara. (Pobre Marieta, de verdad
pensaba que su estrategia funcionaría. Estaba decidida a hacer todo lo posible para lograrlo).
Cuando terminamos, me preguntó si me había ayudado en algo. Casi le respondo que sí.
Creo que debí hacerlo, y resignarme a aceptar la realidad tal como se presentaba. Pero le
A la mañana siguiente me confesó que, si bien su plan había sido estrafalario y un poco
descabellado, al mismo tiempo había pensado que era la forma mejor de obligarme a confrontar
al jijiji cara a cara. Por eso había tenido que ser sorpresa. El objetivo, como ya me había
mencionado, consistía en afianzar mi posición fálica como jefe del clan (ella y yo). Delimitar los
alcances de esa risita marica, enseñarle quién era el que mandaba aquí. En definitiva: recuperar
mi identidad. El fracaso que habíamos obtenido la deprimía. Era difícil ver cómo la corriente
arrastra a la persona que uno ama sin que sea posible tenderle la mano —algo así dijo.
Ya que no habíamos podido matar ni a papá ni a mamá, mucho menos al jijiji, quedamos
en que lo mejor sería, primero, recurrir a la ayuda de la ciencia médica, y segundo, dejar de hacer
absoluto, pues suponían la aceptación oficial y pública de que se me habían quemado unos cables
poseíamos ni poseeríamos nunca). Sin embargo, poco a poco me fui convenciendo de que eran
correctivos idóneos para tratar mi caso y, como no se nos ocurría otra solución, entre ambos nos
Cuando encontramos uno que parecía decente (las reseñas que leímos lo recomendaban) y tenía
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El día pautado lo pedí libre en el trabajo y dormí un poco más de lo habitual. Quería
llegar sin ningún tipo de preocupación a la consulta. Estaba decidido a revelarle mi vida al
constituía un alivio por sí mismo. Con esa actitud me duché y me arreglé. Terminaba de darle los
últimos toques a las mangas de mi camisa frente al espejo, cuando noté que Marieta, quien
también había pedido el día libre, estaba sentada al borde de la cama, justo detrás de mí,
contemplándome. Mi idea había sido salir sin avisarle y, luego, cuando regresara de la visita
médica, contarle cómo me había ido. Pero, en vista de que se había despertado antes de lo
Me encogí de hombros. ¿Qué caso tenía? Mi objetivo era darle resultados y que no
—Vas a ver que todo saldrá bien —repitió varias veces, tratando de animarme.
Como no lo conseguía del todo, me haló por el pantalón atrayéndome hacia la cama y me
abrazó. Continuaba sentada, por lo que su cabeza me quedó a la altura de la cintura. Estuvimos
así un buen rato. Mi verga, posada sobre una de sus mejillas, se fue poniendo gorda (siempre me
la ponía gorda) y ella, por supuesto, se dio cuenta de inmediato. (¿Cómo no iba a darse cuenta, si
una protuberancia le oprimía los huesos de la cara y, además, poseía una sensibilidad especial
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Pero debido a que en ese justo momento se había empecinado en metérsela hasta la
—El jijiji… —le volví a recordar, segundos más tarde— vas a atraerlo.
—Pero ¿cómo voy a dejar que mi noviecito ande por la calle así tan… tan… tan
estresado? —se justificó pícaramente—. No, señor, eso sí que no —repitió, lamiéndome desde
—Marieta, es en serio… lo vas a atraer y, además, tengo que salir ya —continué, aunque
La verdad que no solo se veía rico sino que se sentía divino. Lo que no se sentía rico ni
divino —le aseguré— era tener un bicho riéndose de uno en la pata de la oreja cada vez que
hacíamos una cosa como esta, más cuando uno tiene que ir al médico.
¿no crees que debemos enfrentarlo? ¿No crees que debemos? Yo estoy dispuesta a todo —me
dijo.
uretra. Por la última frase sospeché que lo que en realidad quería era retomar —a su estilo, claro
— el duelo que había propiciado contra el jijiji la vez pasada. Quizás aún creía que eso podía
beneficiarme de alguna manera. Quizás simplemente le daba celos que otra cosa desviara la
atención que le debía a ella. ¿Quién sabe lo que pasa por la cabeza de una mujer? Lo que sí sé es
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Después que me hubiera ensalivado la verga por todas partes, le pregunté si se la podía
meter de una, pues ya se hacía un poquito tarde para llegar a la cita con el psiquiatra. Me
respondió que sí. Para mi sorpresa, el jijiji no se había aparecido aún, y a mí, de puro
cama boca arriba. Yo me quedé parado sosteniéndole las piernas en el aire y le pasé el balano por
el clítoris unas cuantas veces. Después dejé que, siguiendo los labios, el glande encontrara solo
esa cuevita deliciosa de Marieta. Cuando la consiguió, se lo enchufé hasta el fondo. Marieta
emitió un pequeño gemido de placer. Entonces, afiancé los pies en el piso y tomé impulso para
penetrarla como Dios manda. Sin embargo, justo en el momento en que la iba a embestir,
Se lo metí. Entró suavecito. Delicioso. Un fluido blanquecino le salió por las comisuras
de la vagina, lo que me indicó que estaba bien caliente. Sin embargo, mi novia tenía cara de todo
menos de estar tirando conmigo. Había puesto ojos en el techo y parecía concentrada en descifrar
algo que volara en el aire, como tratando de escuchar una voz que viniera de lejos.
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¿Cómo?, ¿por qué?, ¿es posible?, ¿es posible?, fueron las preguntas que enseguida
surgieron en mi cabeza. Tuve la sensación de haber cometido un acto fortuito, caótico, absurdo,
nubló la vista y todo se tornó confuso. Creo que me habré sumergido en una laguna de la
consciencia, pues no tengo memoria de cómo ni cuándo empecé a repetir la misma frase hasta mi
—Ahora entiendo todo lo que me habías dicho —continuó—. ¿Una risita de rata? ¿Una
burlita de metal? ¿Un niño que se tapa la boca después de cometer una travesura para que la risa
no se le escape de la boca...?
—¡Sí, sí! ¡Eso es, eso es! —exclamé—. Lo has descrito a la perfección. Así mismo es el
coñoemadre.
A mí se me había bajado la verga, pero como todo ese tiempo había estado dentro de ella,
—Ahí está de nuevo —dijo Marieta, tan segura como si lo hubiera visto.
Yo también lo oí.
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Ante la cara de pasmo que habré puesto, se explicó:
—Tiene que estar por algún lado. Dos personas no pueden alucinar la misma cosa a la
vez.
—Ah —entendí.
hueco del culo, cosa que me prendía sobre manera. Cuando lo logré, empecé a incrustándoselo
durante veinte minutos, más o menos. Recuerdo ese período de tiempo como si hubiésemos
todas partes, sopesando cualquier variable, y al mismo tiempo, gimiendo y diciéndome, así, así,
cógeme con ganas, atraviésame, cabrón. Finalmente, a pesar de todo nuestro esfuerzo, no
logramos dar con ese astuto jijiji, que según Mariela —yo la secundaba—, aunque se escondiera
Por supuesto, aquel día perdimos la cita que habíamos pautado con el psiquiatra. ¿Qué
sentido hubiese tenido ir de todas formas? Ya habíamos descubierto que algo tangible producía el
jijiji. También habíamos descubierto que tenía el poder de hacerse oír por quien le diera la gana
en el momento que le diera la gana. ¿Por qué empeñarnos, entonces, en creer que se originaba en
mi imaginación? ¿Por qué empeñarnos en creer que yo estaba loco? Amparados en la lógica de
tal razonamiento, durante los meses siguientes, en vez de gastar nuestras energías buscando
dar con el jijiji. Me expreso así porque en realidad eso fue lo que hicimos. Todo el tiempo que
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Con lo obsesiva que se volvió Marieta y con lo angustiado e intrigado que estaba yo, era
cuestión de tiempo para develar qué producía el jijiji. Y, de hecho, el ansiado descubrimiento
llegó poco después, en una noche en la que, desfallecidos de tanto sexo, montaba a Marieta por
detrás. Ella no notó nada al principio porque digamos que se hallaba de espaldas a la fuente del
fenómeno. Pero yo, que tenía una posición privilegiada para verlo, empecé a percibir que cada
vez que le encajaba la verga, su pie izquierdo realizaba un movimiento extraño. Especifico: no su
pie sino más bien algo en su pie izquierdo. El hallazgo de tal movimiento provocó que
disminuyera la velocidad de mis acometidas. Marieta me preguntó que qué ocurría, por qué
paraba, que le diera más duro. Pero no le hice caso. De hecho, ni le respondí. En vez de ello, me
detuve a contemplar su pie con atención. Logré ver que el dedo chiquito se contorsionaba de
estremecía, era que escuchaba al endemoniado jijiji. Incrédulo de lo que estaba sucediendo, me
restregué los ojos y me pegué dos cachetadas para comprobar que estaba despierto. Enseguida,
volví a metérselo y a sacárselo unas cuantas veces. Quizás había visto mal —pensé—, quizás
había sido pura coincidencia, quizás se trataba de un tic nervioso. Pero no. En todas las ocasiones
en las que llevé a cabo el experimento, obtuve el mismo resultado. Sí, aunque suene increíble, la
pancita de ese siniestro meñique temblaba de placer cada vez que le enterraba la verga a Marieta,
estado de consciencia, le dije a Marieta que lo había encontrado. Ella, al oír aquello, enseguida se
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Le tomé las piernas por los tobillos y las alcé en el aire. La maniobra la obligó a caer
sobre su espalda.
en la cama. Sus tobillos me quedaron casi a la altura de los ojos. Marieta opuso algo de
No le respondí con palabras. En cambio, le indiqué con los ojos que posara la mirada
Hasta ese momento, siempre había pensado que mi reacción por la presencia del jijiji
había sido exagerada. La ansiedad, la pérdida de apetito, de sueño, las ideas obsesivas. Claros
síntomas de depresión. Pero una cosa es suponer que uno tiene un tornillo suelto en la cabeza —
enfermedad cara a cara. Y, por supuesto, no me refiero a una cosa comprensible a simple vista
una bacteria o un virus, que son cosas microscópicas, apenas concebibles para el hombre. Me
refiero a poseer una especie de animal, otro ser, ¡para colmo vivo!, en el cuerpo de uno.
exactitud lo que le indicaba, fuera una reacción irracional e instintiva: pegar un salto hacia atrás
con todas sus fuerzas tratando de huir de sí misma, lo que causó que cayera al piso y que casi se
toda costa entre eso que estaba en su dedo meñique y ella. Pero resultaba que el jijiji estaba atado
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a su pie, el cual estaba atado a su pierna, la cual estaba atada a su cadera, la cual estaba atada a su
torso…
Cuando se dio cuenta de que no podía escapar de la desgracia, que el monstruo formaba
parte íntima de ella, lanzó la mirada de socorro en mi dirección. La mirada más desconsoladora
que haya visto en mi vida. Corrí a auxiliarla. La cargué en peso y la puse de nuevo a la cama.
Tapé su pie con la colcha (al menos de esa forma no tendría al meñique presente a simple vista).
Y, como si fuera una bebé de pecho, la cubrí con mis brazos y la apreté contra mi corazón, al
tiempo que le susurraba al oído palabras esperanzadoras y la reconfortaba con besos y caricias
suaves.
—Ahora nadie puede decir que estábamos locos, mi amor —le repetía—. Por fin hemos
conseguido una evidencia material del fenómeno. Es cuestión de recurrir a ayuda médica. De
seguro hay una cura para nuestro caso. Marieta, ya verás... Yo permaneceré a tu lado todo el
Y así, repitiendo miles de cosas por el estilo, logré que se tranquilizara y durmiera un
No valieron de mucho las promesas porque al día siguiente continuó igual de alterada, lo
mismo al otro día y al otro. De hecho, tuvimos que llamar al trabajo para pedir vacaciones
porque era imposible que Marieta asistiera a la oficina en tal fase de agitación. Lo único que
hacía era llorar y, cuando no lloraba, permanecía en un estado de angustia casi catatónico. Y a
mí, por supuesto, me rompía el alma verla así. Sufría tanto o más que ella y no me atrevía a
me llevé la sorpresa de que Marieta estaba arrodillada frente a mí chupándome la verga. Fue una
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sorpresa agradable no tanto por el sexo en sí sino porque supuse que se había calmado un poco,
al menos hasta el punto de permitirse hacer el amor. El día previo había ingerido un poco de
comida (no solo líquidos) y pensé que, si ahora le provocaba hacer el amor, ya se estaría
recuperando. Le recogí el cabello, que se le había metido en la cara, para ayudarla a realizar su
faena. Después de haberme puesto el pene como una roca, se montó a horcajadas encima de mí e
intentó metérselo. Aún estaba seca, por lo que tuvo que estimularse el clítoris un poco. En un dos
por tres la vagina se le fue humedeciendo y, cuando vinimos a ver, ya se había acomodado en mi
A pesar de que se meneaba como siempre, con esas ondulaciones de reptil que me
volvían loco, noté que sus movimientos tenían algo o, más bien, mucho de mecánicos. Eran los
de alguien que conoce bien la técnica, pero le falta corazón para aplicarla. De todas formas, me
tuvo gimiendo de placer por un rato. Al menos hasta que su foco de concentración se mudó
groseramente de nuestras pelvis a su pie izquierdo, el cual había subido poco antes en el sofá y se
había puesto a contemplar con fijeza. En ese momento sospeché que Marieta no había querido
hacer el amor conmigo sino comprobar si aún tenía incrustada en el cuerpo aquella risita
macabra. De hecho, cuando percibió dos o tres jijijis, que fueron emitidos con vergonzosa
Me quedé sentado en el sofá con la verga como un poste. Me debatía entre salir disparado
en su ayuda o masturbarme hasta acabar y, después, salir disparado en su ayuda. Un agudo grito
de dolor me electrizó todos los pelos del cuerpo e hizo que me decidiera por lo primero. Cuando
llegué al baño, descubrí que se había encerrado con seguro, lo que no me sorprendió tanto
(aunque en todos nuestros años juntos jamás había hecho tal cosa), como las expresiones de
dolor que empezaron a provenir desde adentro. Eso sí que me desesperó. Entonces, grité:
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—¡Abre, Marieta, abre! —mientras golpeaba la madera con la palma de la mano.
decir—, supe que tenía que hacer algo y pronto. Sin pensarlo mucho, tomé impulso y caí con
intentar. Nada. Lo peor era que adentro las exclamaciones de dolor no disminuían. Por el
contrario, se intercalaban con gruñidos y resoplos aún más desgarradores. Frenético, empecé a
patear la madera una y otra vez. También fue inútil. Era mucho el ruido que causaba, pero poco
No sé cómo, porque mi mente daba vueltas sin entender muy bien lo que ocurría, tuve la
serenidad para recordar que la cerradura era una de esas que se pueden hacer saltar fácilmente
por fuera. Lo único que se requería era meter un alambre recto o un tubo finito por el agujero del
pomo. Recordé que teníamos un picahielo en la cocina. De inmediato mi mente hizo clic:
picahielo + orificio = liberar a Marieta. Fui a buscarlo y regresé. Lo metí por el hueco del pomo
Lo que encontré adentro fue una imagen propia del infierno. Marieta se hallaba sentada
en el piso cerca del inodoro, recostada contra la pared como un saco fofo de arena. Tenía los ojos
entornados y estaba lánguida por la pérdida de sangre, el trauma, el dolor. Había dejado de
quejarse en voz alta, pero de vez en cuando un lamento, un estertor de moribundo, le salía de la
boca. Sudaba profusamente. Sus piernas permanecían abiertas, inmersas en un charco viscoso,
rojinegro. Las tenazas aún reposaban en su regazo, cerca de sus manos… Y el dedo meñique,
como una lagartija a la que le hubiesen arrancado la cabeza, yacía frente a sus pies, palpitante.
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