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Borges y las metáforas

por Álvaro Salvador

Una de las primeras obsesiones analíticas de Borges fue, sintomáticamente, la


investigación histórica y funcional de la metáfora. Desde «Apuntaciones críticas: la
metáfora» (Cosmópolis, Madrid, 1921), hasta «La metáfora» de 1953 (Historia de la
eternidad), Borges dará vueltas y vueltas en torno al fetiche de la metáfora, en una serie
de trabajos como «Examen de metáforas», «Después de las imágenes», «Página sobre la
lírica de hoy», «Las Kenningar», etc. Desde el primer artículo ya advierte las
limitaciones que presenta esta estructura poética: su capacidad para reducirse a
arquetipos, el hecho de que las metáforas excepcionales —«aquellas que escurren el
nudo enlazador de ambos términos en la intelectualización»— son prácticamente
inasibles, etc. No obstante, nos interesan especialmente algunos juicios que Borges va
desgranando a lo largo de estos trabajos sobre la metáfora:

1.- En primer lugar, el hecho de que no existan prácticamente metáforas en la poesía


popular, y cuando las hay todas remitan a unos cuantos tropos convencionales y
prefijados. El coplista recurre a la hipérbole que significa una «promesa de milagro»,
esto es, una conexión con lo sagrado. Es interesante señalar que cuando Borges hace
estas consideraciones en «Examen de metáforas» (Inquisiciones, 1925) está sumido en
una serie de investigaciones sobre la capacidad de la poesía para señalar el trascurrir del
tiempo y que le llevará a la elaboración de ese neopopularismo argentino desarrollado
en Fervor de Buenos Aires, Cuaderno San Martín, Luna de enfrente, etc. Como ha
señalado César Fernández Moreno: «Esta era la clave: en el arrabal sucede visiblemente
el tiempo; ahí puede Borges captar en el instante esa vibración intemporal que es el
objeto imposible de la poesía. Por lo pronto, este sentimiento del tiempo, lo lleva a amar
el contorno inmediato, lo argentino. Las albas, los ocasos, las noches; el tiempo
remansado en calles plazas y patios, es lo que Borges anduvo persiguiendo por el
suburbio». (La realidad y los papeles). Conviene recordar que en Luna de enfrente
Borges utiliza por primera vez la marca tradicional del tiempo, según el teórico más
destacado de la poesía como palabra en el tiempo, esto es, la versificación métrica
tradicional.

2.- En segundo lugar, cuando advierte (también en Inquisiciones, pero en otro trabajo,
Después de las metáforas) que es necesario ir más allá de las metáforas, de ese
momentáneo enlace entre sensaciones y conceptos, y buscar las imágenes esenciales, es
decir, algo parecido a la «promesa de milagro» que intentan expresar los coplistas
populares. «La imagen es hechicería» —afirma Borges en este trabajo—. Transformar
una hoguera en tempestad, según hizo Milton, es operación de hechicero. Trastocar la
luna en pez, en una burbuja, en una cometa, como Rosetti lo hizo equivocándose antes
que Lugones, es menor travesura. «Hay alguien superior al travieso, al hechicero. Hablo
del semidiós, del ángel, por cuyas obras cambia el mundo».
Estamos, pues, ante la claudicación del joven y vanguardista Jorge Luis Borges, ante el
reconocimiento del fracaso ultraísta y de toda la llamada «nueva sensibilidad» como
afirmará, poco más tarde, en «Página sobre la lírica de hoy» (en Nosotros, LVII, núm.
219-220, 1927). El discurso poético es, irremediablemente, para Borges un discurso
analógico, el discurso de lo sagrado o bien del anhelo de lo sagrado: «La metáfora no es
poética por ser metáfora, sino por la perfección alcanzada» («Otra vez la metáfora», en
El idioma de los argentinos, 1928), y la perfección consiste en la capacidad de conectar
con un imaginario poético que establece ya lo que es o no poético: «las estrellas son
poéticas porque generaciones de ojos humanos las han mirado y han ido poniendo
tiempo en su eternidad y ser en su estar».

La única posibilidad de ir más allá de los limites de la poesía es el silencio. Y ese paso
también lo dió Borges, aunque afortunadamente con un carácter sólo temporal.

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