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2.- En segundo lugar, cuando advierte (también en Inquisiciones, pero en otro trabajo,
Después de las metáforas) que es necesario ir más allá de las metáforas, de ese
momentáneo enlace entre sensaciones y conceptos, y buscar las imágenes esenciales, es
decir, algo parecido a la «promesa de milagro» que intentan expresar los coplistas
populares. «La imagen es hechicería» —afirma Borges en este trabajo—. Transformar
una hoguera en tempestad, según hizo Milton, es operación de hechicero. Trastocar la
luna en pez, en una burbuja, en una cometa, como Rosetti lo hizo equivocándose antes
que Lugones, es menor travesura. «Hay alguien superior al travieso, al hechicero. Hablo
del semidiós, del ángel, por cuyas obras cambia el mundo».
Estamos, pues, ante la claudicación del joven y vanguardista Jorge Luis Borges, ante el
reconocimiento del fracaso ultraísta y de toda la llamada «nueva sensibilidad» como
afirmará, poco más tarde, en «Página sobre la lírica de hoy» (en Nosotros, LVII, núm.
219-220, 1927). El discurso poético es, irremediablemente, para Borges un discurso
analógico, el discurso de lo sagrado o bien del anhelo de lo sagrado: «La metáfora no es
poética por ser metáfora, sino por la perfección alcanzada» («Otra vez la metáfora», en
El idioma de los argentinos, 1928), y la perfección consiste en la capacidad de conectar
con un imaginario poético que establece ya lo que es o no poético: «las estrellas son
poéticas porque generaciones de ojos humanos las han mirado y han ido poniendo
tiempo en su eternidad y ser en su estar».
La única posibilidad de ir más allá de los limites de la poesía es el silencio. Y ese paso
también lo dió Borges, aunque afortunadamente con un carácter sólo temporal.