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1. Lenguaje y comunicación
En cualquier caso, el hecho de que, explícita o implícitamente, se estime que las lenguas
constituyen sistemas de símbolos diseñados para la comunicación nos obliga –como
propuso Lyons- a adoptar un punto de vista omniabarcador. Se han empleado dos
términos casi equivalentes –ambos procedentes del griego semeion (“signo”)- para
designar la teoría general de los signos –el “análisis de los sistemas de señalización”-,
en la que el lenguaje quedaría comprendido:
“Puede por tanto concebirse una ciencia que estudie la vida de los signos en el
seno de la vida social; formaría una parte de la psicología social y, por
consiguiente, de la psicología general; la denominaremos semiología (del griego
semeion “signo”). Ella nos enseñaría en qué consisten los signos, qué leyes los
rigen”.
Todos los signos tienen algo en común, cual es el representar algo distinto a ellos
mismos. La semiótica ha señalado lo dependientes que somos de los signos, hasta el
punto de que sería imposible imaginar nuestro mundo sin señales del tipo que sea, entre
ellas las del lenguaje. En tanto que esto es así, la lingüística se toma como sección de la
semiótica, pero no como una parte cualquiera, pues entre todos los sistemas de señales,
el lenguaje es el más rico y perfecto; por esta razón, la lingüística es parte esencial de la
semiología: a la vez que ésta se va constituyendo con el apoyo de aquélla, se
diferenciando de ella. Si bien toda lengua es un sistema de signos, no todo sistema de
signos es una lengua.
Lenguaje en sentido amplio es “todo lo que puede ser considerado como una asociación
entre una expresión (sensible) y un contenido (interno)” (Simone). Entendido el
lenguaje de esta manera, bajo la noción quedarían englobados los sistemas de
comunicación que los animales utilizan entre sí, por muy elementales y sencillos que
éstos sean.
Entre las especies más estudiadas al respecto se encuentran las abejas y los gibones. La
abeja de miel europea, según descubrió von Frisch, dispone de un sistema, consistente
en una “danza”, que le permite comunicarse acerca de la presencia y de la situación de
las fuentes de alimento.
Los gibones del norte de Tailandia, por otra parte, están dotados de un sistema de gritos
compuesto, como mínimo, de nueve señales distintas.
1. Carácter congénito.
2. Relativa inmutabilidad.
3. Universalidad. El lenguaje hay que concebirlo como algo presente de la misma
manera en todos los componentes de la especie humana.
4. No puede ser aprendido ni olvidado.
5. Indiferencia ante cualquier tipo de expresión.
6. Límites.
Es casi un lugar común en los manuales de lingüística general referir las quince
características del lenguaje humano propuestas por Hockett.
Complementando este tipo de irradiación, dice Hockett que “la audición suele
estar razonablemente orientada respecto de la localización de la fuente sonora”.
Así pues, “las señales sonoras no necesitan por lo general ninguna especificación
del lugar en que se halla el animal que las transmite: esta información la imparte
la estructura física de la vía misma”. Por esta misma razón, “todas las lenguas
tienen palabras como aquí y yo, cuyas denotaciones se deben inferir a partir de la
observación de dónde está y quién es el hablante en el momento en que estas
palabras se emiten”.
7. Semanticidad.
9. Carácter discreto.
“El hecho de que los niños, a una edad muy temprana, sean capaces de producir
enunciados que nunca han oído antes constituye una prueba suficiente, si es que
era necesaria, de que la lengua no puede aprenderse sólo mediante la
memorización e imitación de enunciados enteros”.
14. Prevaricación. Los mensajes lingüísticos pueden ser falsos y pueden no tener
ningún significado en el sentido lógico. Esta propiedad no puede desligarse de la
semanticidad, del desplazamiento y de la productividad. Al respecto, Lyons
reflexiona diciendo que “podría argumentarse que la prevaricación no debe
considerarse como una propiedad del sistema semiótico como tal, sino como un
rasgo del comportamiento y las intenciones de sus usuarios”.
16. Creatividad. Siguiendo a Chomsky, puede afirmarse que “el uso del lenguaje no
está condicionado por estímulos exteriores o interiores en la producción de un
mensaje”, esto es, “las expresiones lingüísticas son impredecibles en
condiciones normales”. Alonso-Cortés insiste en que esta propiedad debe
diferenciarse de la productividad puesto que ésta “es posible gracias al sistema
de reglas y su aplicación recursiva”; la creatividad, por el contrario, “forma parte
de alguna capacidad mental aún desconocida”.
1.2. El signo
Ahora bien, el signo –y por eso lo tratamos aquí- es, ante todo, una entidad semiótica,
significativa.
La naturaleza del signo ha preocupado desde antiguo: así por ejemplo, según Aristóteles
el signo consiste en la asociación de una articulación fónica y una representación mental
–obtenida por abstracción a partir de los objetos del mundo exterior-. Entre el “nombre”
y la significación se establece una relación arbitraria, convencional. Por el contrario,
según Platón los sonidos representan la realidad, las “cosas” que, a su vez, son reflejo de
las ideas. Entre los componentes del signo se entabla una relación de necesidad, no
arbitraria ni convencional. A decir de Plotino, el lenguaje representa las ideas.
Para Saussure el signo lingüístico está constituido por un concepto y una imagen
acústica. Tras cierta vacilación terminológica, se decide finalmente por llamar
significado y significante a las dos caras del signo lingüístico. Aunque reconozca la
diferencia existente entre ambas caras, ello no lo impide platear la necesidad de una
consideración global: dice que son como las dos caras de una hoja de papel. Son
distintas, pero no es posible recortar una sin, al tiempo, recortar también la otra.
Las onomatopeyas
Las exclamaciones. “Uno se siente tentado a ver en ellas expresiones
espontáneas de la realidad, por así decir, por la naturaleza. Pero para la
mayor parte de ellas se puede negar que haya un lazo necesario entre el
significado y el significante”.
Hjelmslev mantiene en sus Principios de Gramática General, una concepción del signo
aún ligada a la de Saussure, por ejemplo, en su carácter biplánico y en la índole psíquica
de los componentes.
Heger, por último, ha propuesto un trapecio en sustitución del triángulo para dar cuenta
de la estructura del signo:
Monema
Significante
Ullman, por su parte, delimita dos grandes grupos de signos que se emplean en la
comunicación humana. De un lado estarían los símbolos no lingüísticos, “tales como
los gestos expresivos, señales de varias clases, luces de tráfico, indicaciones en las
carreteras, banderas, emblemas y muchos más” y por otro habría que hablar del
lenguaje mismo, “tanto hablado como escrito, y todos sus derivativos: taquigrafía,
códigos morse y similares, los alfabetos de los sordomudos, el braille, los símbolos
de la matemática y la lógica, etc.” La clasificación de los signos puede hacerse de
muy diversas maneras, como reconoce este autor. Según él, cabría distinguir entre:
Intencional/no intencional.
Sistemático/no sistemático.
“Según el sentido sobre el que estén basados”, por ejemplo, una ópera, que
se dirige tanto a la vista como al oído. No obstante, es más frecuente que los
signos estén restringidos a un único sentido.
Icónicos/convencionales. Según si son semejantes o no a lo que denotan.
Directos/derivados. Algunos signos son directamente representativos de las
cosas que significan; otros derivan a su vez de los primeros.
El desarrollo evolutivo por el que ha pasado el generativismo nos proporciona una idea
bastante aproximada de lo que en esta corriente se entiende por gramática y
competencia lingüística. Veamos el hilo conductor, en tres etapas:
Hay que esperar a 1964, en Current Issues in Linguistic Theory, para que el autor se
refiera de manera explícita a la competencia (y a la actuación). Si bien sigue sin
proporcionar aún una configuración acabada de estos conceptos, dice Caravedo que
“con respecto a las sugerencias o esbozos vagamente trazados en obras anteriores”, en
Current la definición aparece en asociación con nociones centrales en el modelo
chomkiano tales como el “carácter generativo” de la gramática.
Sentido sonido
En cuanto al concepto competencia, hay que decir que es en esta fase cuando Chomsky
lo delimita con precisión. Se sirve de la distinción formal entre competencia y
actuación, distinción que se convierte en núcleo fundamental de la gramática
generativa.
El objeto interior es la competencia y, tal como había intuido Chomsky en sus trabajos
anteriores, no es directamente observable. Por ello, el modelo teórico propuesto para su
estudio debe constituir otra realidad, en este caso concreto, construida a partir de una
idealización.
Ahora bien, a nadie se le escapa que la competencia del hablante no sólo es lingüística
sino, sobre todo, comunicativa: es la capacidad que nos permite adecuar nuestro
comportamiento lingüístico y extralingüístico a una determinada situación de
comunicación.
Así las cosas, cabría según Lyons la propuesta de dos modelos teóricos:
- Uno primero que diera cuenta del sistema de la lengua, en sentido estricto, como
“conjunto de reglas que genera todas las oraciones del sistema bien formadas en
una lengua dada”.
- Uno segundo abarcador, más amplio que el primero, que diera cuenta “de la
competencia de la lengua que contextualice estas oraciones del sistema de acuerdo
con ciertas condiciones de idoneidad”.
Quizá la parte más conocida de la teoría de este autor ha sido la de las máximas o
principios no normativos que aceptan tácitamente los participantes en cualquier
conversación. Las máximas a que hacemos referencia son subsumidas por el principio
de cooperación, cuyo incumplimiento puede ser sancionado socialmente, a pesar de ser
de naturaleza descriptiva.
Las cuatro categorías con que este principio general se desarrollan son las siguientes:
Otra distinción fundamental en Grice atañe a la que establece entre “lo que se dice” y
“lo que se comunica”. Lo primero viene a corresponderse con el contenido
proposicional del enunciado; lo segundo se refiere a la información que se transmite,
pero que forma parte del contenido proposicional: se trata del contenido implícito o,
como lo llama el autor, de la implicatura.
Las implicaturas son de dos tipos: convencionales o derivadas directamente del
significado de las palabras, o no convencionales, categoría bastante extensa dado que
resulta de la combinación de criterios muy variados. Esta últimas se dividen, a su vez,
en conversacionales o no conversacionales según si regulan la conversación o si los
principios que ponen en funcionamiento son de otra naturaleza. Las que interesan a
Grice, como podrá comprenderse, son las conversacionales, ámbito en el que él
diferencia las generalizadas y las particularizadas, atendiendo a la dependencia directa
del contexto.
Grice parte de la idea de que, mientras no se diga lo contrario, los participantes en una
conversación cumplen el principio de cooperación y las máximas. Si esto no es así
respecto de alguna de las máximas por separado, se activa otra estrategia encaminada a
restituir el cumplimiento de la máxima en cuestión: mediante esta reinterpretación,
conseguida gracias a una implicatura, resulta un nuevo contenido significativo que no
contradice el principio de cooperación.
Los oficios sociales, por el contrario, son de índole cultural. Suelen estar
institucionalizados en una sociedad, en cuyo seno sus integrantes los reconocen como
tales. Aquí cabe incluir la función de ser doctor, maestro, cliente, cura, etc.
Mediante el empleo de estas expresiones el hablante acepta su papel social respecto del
destinatario.
Estado es la “la situación social relativa de los participantes”, lo cual es muy importante
pues, como afirma Lyons, “cada participante en el evento comunicativo debe conocer su
estado con relación al del otro o hacer, al menos, alguna hipótesis sobre ello”.
No debemos olvidar otros factores influyentes como el sexo o la edad. El sexo de los
interlocutores es pertinente desde el punto de vista gramatical en muchas lenguas. En las
lenguas románicas, además, el sexo puede llegar a determinar la forma de los adjetivos.
3. El grado de formalidad. Los interlocutores, por otra parte, deben estar capacitados
para “categorizar la situación en cuanto a su grado de formalidad” (Lyons). Algunos
autores han propuesto hasta cinco grados de formalidad, a saber: “congelado”, “formal”,
“consultivo”, “causal” e “íntimo”. Lyons, por el contrario, no cree que pueda
distinguirse con tanta nitidez estos grados en la “escalada de la formalidad”.
4. El medio. Los interlocutores deben también saber qué medio es más apropiado a la
situación. Lyons insiste en que no debe confundirse medio con canal. Vigara, por el
contrario, considera que ambos términos designan lo mismo.
Se parte, pues, de la base de que todas las lenguas poseen dos medios
considerablemente independientes desde el punto de vista estructural y desde el punto
de vista funcional: uno escrito, otro hablado. Vigara, por su parte, insiste en que no debe
confundirse lo escrito con lo literario (podemos encontrarnos con una gran cantidad de
ejemplos que no son de obras literarias) y en que habría que distinguir dentro de lo oral,
lo que es coloquial o conversacional (es más frecuente en la comunicación), de lo no
coloquial (normalmente transposición de la lengua escrita), menos espontánea que la
primera.
5. El contenido. Dice Lyons que “los participantes deben saber cómo adecuar sus
enunciados a su contenido”. El contenido es elemento importante a la hora de
seleccionar un registro (un dialecto o una lengua, según sea una comunidad bilingüe o
monolingüe).
Desde otra perspectiva, Lyons valora la selección de los elementos que el hablante
realiza según su actitud o su interés emocional. El que el individuo pueda aparecer
“irónico, entusiasta, escéptico, reservado, desdeñoso, sentimental, etc.” está claro que
determina la adecuación del enunciado a la situación.
Por otra parte, como señala Lyons, “el recinto de la enunciación y las relaciones de
ofocio de los interlocutores tienden a reforzarse mutuamente y hacerse congruentes, no
sólo entre sí, sino también con respecto al contenido temático”.