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Aquí estamos los que fuimos ungidos en el Bautismo con el Santo Crisma. No
solo los sacerdotes, sino todos los bautizados somos el pueblo ungido de Dios, un
pueblo sacerdotal, real y profético. Todos, en Cristo, el ungido del Padre, somos, ante
todo y siempre con Él hijos y hermanos, peregrinos hacia la vida y felicidad plenas, que
solo se encuentran en Dios. Ungidos con el crisma que da sentido, vitalidad y perfume
a la existencia humana; ungidos para continuar la misión de Cristo, que consiste en
compartir el óleo de la misericordia y de la alegría; y ungidos para celebrar con
indecible gozo que Jesús está vivo, que él nos amó y purificó de nuestros pecados, y
nos hizo pueblo peregrino, santo y fiel para Dios, su Padre.
De en medio de este pueblo ungido para Dios, Cristo, el Ungido del Padre, “con
amor fraterno, elige a algunos hombres para hacerlos partícipes de su ministerio
mediante la imposición de manos”. Ellos, como leemos en el Prefacio de
Ordenaciones, “renuevan en nombre de Cristo el sacrificio de la redención humana,
preparan a tus hijos el banquete pascual, guían en la caridad a tu pueblo santo, lo
alimentan con tu palabra y lo fortalecen con tus sacramentos”. En la homilía de una
misa crismal, el papa Francisco nos recordaba que “nuestra gente agradece el
evangelio predicado con unción, agradece cuando el evangelio que predicamos llega a
su vida cotidiana, cuando baja como el óleo de Aarón hasta los bordes de la realidad,
cuando ilumina las situaciones límites, “las periferias” donde el pueblo fiel está más
expuesto a la invasión de los que quieren saquear su fe. Nos lo agradece porque siente
que hemos rezado con las cosas de su vida cotidiana, con sus penas y alegrías, con sus
angustias y sus esperanzas. Y cuando siente que el perfume del Ungido, de Cristo, llega
a través nuestro, se anima a confiarnos todo lo que quieren que le llegue al Señor:
Rece por mí, padre, que tengo este problema...; bendígame, padre, son la señal de que
la unción llegó a la orla del manto, porque vuelve convertida en súplica”. Los pastores
no debemos olvidar jamás que fuimos llamados a caminar junto con nuestra gente,
que el hecho de haber sido elegidos de en medio del pueblo, no fue para colocarnos
por encima de él, sino para ponernos a su servicio. El pastor ungido preside la
comunidad en la caridad, lo cual significa que la preside sirviendo, como Cristo, el
Ungido del Padre, que se bajó de su “cabalgadura de Dios” y se hizo samaritano con el
caído al costado del camino.
Los sacerdotes, a quienes nos fueron confiados los oficios de santificar, enseñar
y guiar al Pueblo de Dios, en particular este último, fuimos ungidos para que nuestro
servicio de pastores se distinga por la cercanía y el acompañamiento, la escucha y el
diálogo, y, finalmente, por el discernimiento para que la toma de decisiones pastorales
responda a lo que el Espíritu Santo está diciendo hoy a nuestras comunidades. Esto
exige de nosotros una conversión pastoral continua, que expresamos todos los años
mediante la renovación de nuestras promesas sacerdotales. Los invito a que las
hagamos a continuación, recordando aquel momento único que todos nosotros hemos
vivido en nuestra ordenación sacerdotal, y renovando en nuestro corazón el gozo que
nos da el “óleo de la alegría”, que se ha derramado sobre nuestra cabeza, y que es el
que nos proporciona aquel gozo que, aun en medio de los sufrimientos que
acompañan nuestro ministerio, nos hace permanecer interiormente alegres y en paz.