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Homilía en la Misa Crismal

Corrientes, 28 de marzo de 2018

La Misa Crismal, celebrada por el obispo rodeado de su presbiterio, toma su


nombre de la consagración del crisma, una mezcla de aceite y perfume, al que se
añaden también la bendición del óleo de los catecúmenos y los enfermos. El santo
crisma es el óleo más importante que utilizamos en la liturgia. El crisma simboliza el
Espíritu Santo con el que Jesús fue consagrado como el Mesías, por eso se lo llama
también el Cristo, el Ungido, como acabamos de proclamar hace un momento en el
Evangelio. Jesús, en la sinagoga donde se había criado, se levantó para hacer la lectura.
Abrió el libro y leyó el texto del profeta Isaías, que también hoy nosotros escuchamos
en la primera lectura: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado
por la unción” (Is 61,1). Jesús cerró el Libro y, a continuación, pronunció unas palabras
que dejaron atónitos a sus oyentes: “Hoy se ha cumplido este pasaje de las Escrituras
que acaban de oír” (Lc 4,21). De Él, que murió y resucitó, se dirá lo que hemos oído en
el libro del Apocalipsis: “Él viene entre las nubes y todos lo verán, aún aquéllos que lo
habían traspasado” (Ap 1,7), y el texto concluye así: “Yo soy el Alfa y la Omega, dice el
Señor Dios, el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso” (Ap 1,8).

Somos el pueblo ungido de Dios

Aquí estamos los que fuimos ungidos en el Bautismo con el Santo Crisma. No
solo los sacerdotes, sino todos los bautizados somos el pueblo ungido de Dios, un
pueblo sacerdotal, real y profético. Todos, en Cristo, el ungido del Padre, somos, ante
todo y siempre con Él hijos y hermanos, peregrinos hacia la vida y felicidad plenas, que
solo se encuentran en Dios. Ungidos con el crisma que da sentido, vitalidad y perfume
a la existencia humana; ungidos para continuar la misión de Cristo, que consiste en
compartir el óleo de la misericordia y de la alegría; y ungidos para celebrar con
indecible gozo que Jesús está vivo, que él nos amó y purificó de nuestros pecados, y
nos hizo pueblo peregrino, santo y fiel para Dios, su Padre.

De en medio de este pueblo ungido para Dios, Cristo, el Ungido del Padre, “con
amor fraterno, elige a algunos hombres para hacerlos partícipes de su ministerio
mediante la imposición de manos”. Ellos, como leemos en el Prefacio de
Ordenaciones, “renuevan en nombre de Cristo el sacrificio de la redención humana,
preparan a tus hijos el banquete pascual, guían en la caridad a tu pueblo santo, lo
alimentan con tu palabra y lo fortalecen con tus sacramentos”. En la homilía de una
misa crismal, el papa Francisco nos recordaba que “nuestra gente agradece el
evangelio predicado con unción, agradece cuando el evangelio que predicamos llega a
su vida cotidiana, cuando baja como el óleo de Aarón hasta los bordes de la realidad,
cuando ilumina las situaciones límites, “las periferias” donde el pueblo fiel está más
expuesto a la invasión de los que quieren saquear su fe. Nos lo agradece porque siente
que hemos rezado con las cosas de su vida cotidiana, con sus penas y alegrías, con sus
angustias y sus esperanzas. Y cuando siente que el perfume del Ungido, de Cristo, llega
a través nuestro, se anima a confiarnos todo lo que quieren que le llegue al Señor:
Rece por mí, padre, que tengo este problema...; bendígame, padre, son la señal de que
la unción llegó a la orla del manto, porque vuelve convertida en súplica”. Los pastores
no debemos olvidar jamás que fuimos llamados a caminar junto con nuestra gente,
que el hecho de haber sido elegidos de en medio del pueblo, no fue para colocarnos
por encima de él, sino para ponernos a su servicio. El pastor ungido preside la
comunidad en la caridad, lo cual significa que la preside sirviendo, como Cristo, el
Ungido del Padre, que se bajó de su “cabalgadura de Dios” y se hizo samaritano con el
caído al costado del camino.

Ungidos para servir

Recordemos, queridos sacerdotes, que el Año de la Misericordia, nos


comprometió aún más con el servicio de las confesiones, con horarios semanales y
fijos para ese fin, decíamos. También nos involucramos en promover y establecer
Caritas en todas las Parroquias para aliviar las carencias de los que pasan diversas
necesidades. Y, finalmente, asumíamos la tarea de formar equipos de Pastoral de la
salud en las parroquias para responder a la demanda de visitar y acompañar a las
personas enfermas y ancianas. Estas tareas pastorales y otras que hemos asumido para
continuar siendo misericordiosos, como las que se refieren a la Catequesis, al
acompañamiento pastoral de los matrimonios y familias, a la pastoral educativa, etc.,
es necesario que las conversemos y animemos desde los Consejos parroquiales y
también de asuntos económicos. Hoy es anacrónica una comunidad parroquial que
carece de esos espacios básicos de comunión para el intercambio, la participación y la
corresponsabilidad.

Ungidos para escuchar

He dejado expresamente a los jóvenes y la pastoral juvenil para este momento.


Como sabemos, el papa Francisco ha convocado un Sínodo de Obispos para tratar el
tema de “Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional”. Es una realidad que
compromete a toda la Iglesia y a todos en la Iglesia. Pero no de un modo genérico, sino
con competencias específicas que deben implicarnos a todos: fieles laicos y pastores.
Con este Sínodo, la Iglesia se dispuso a escuchar a los jóvenes, ofrecerles un espacio
donde puedan expresarse con toda libertad y, además, aportar su visión y su
entusiasmo para la renovación de las comunidades. ¡Qué bueno sería que en todas
nuestras comunidades parroquiales, educativas y de movimientos, nos diéramos el
tiempo necesario para escuchar a los jóvenes! Para escucharlos, integrarlos más
activamente en las tareas pastorales de la comunidad, y compartir con ellos una
misión juvenil en el ámbito que les corresponde como jurisdicción. Durante la semana
de teología y pastoral, que tenemos todos los años con el presbiterio, nos daremos un
buen tiempo para escuchar aquello que los jóvenes tienen para decirnos a los pastores
y también para compartir con ellos aquello que nosotros tenemos para decirles a ellos.
El ánimo que nos mueve en este diálogo es acercarnos, escucharnos, integrarnos y
ayudarnos a ser una Iglesia más vital y misionera.

Alegres, renovamos nuestra unción

Los sacerdotes, a quienes nos fueron confiados los oficios de santificar, enseñar
y guiar al Pueblo de Dios, en particular este último, fuimos ungidos para que nuestro
servicio de pastores se distinga por la cercanía y el acompañamiento, la escucha y el
diálogo, y, finalmente, por el discernimiento para que la toma de decisiones pastorales
responda a lo que el Espíritu Santo está diciendo hoy a nuestras comunidades. Esto
exige de nosotros una conversión pastoral continua, que expresamos todos los años
mediante la renovación de nuestras promesas sacerdotales. Los invito a que las
hagamos a continuación, recordando aquel momento único que todos nosotros hemos
vivido en nuestra ordenación sacerdotal, y renovando en nuestro corazón el gozo que
nos da el “óleo de la alegría”, que se ha derramado sobre nuestra cabeza, y que es el
que nos proporciona aquel gozo que, aun en medio de los sufrimientos que
acompañan nuestro ministerio, nos hace permanecer interiormente alegres y en paz.

A nuestros queridos fieles les agradecemos de corazón su afecto sincero y su


generosa colaboración en las innumerables tareas pastorales que implican la vida de
una comunidad cristiana. Ante la Santísima Cruz de los Milagros, unidos pastores y
fieles, nos encomendamos a la poderosa intercesión de Nuestra Señora de Itatí, y le
pedimos que nos cuide a todos con su amor maternal. Así sea.

†Andrés Stanovnik OFMCap


Arzobispo de Corrientes

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