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Reflexiones Sobre La Pena De Muerte.

1/ El film Dead Man Walking, reproduce de modo elocuente y equilibrado,


el atormentado tema de la pena de muerte bajo un perfil subjetivo, del
drama del individuo frente a la muerte segura impuesta como punición, y
también objetivamente, de la necesidad de la tutela colectiva ante los
crímenes más graves.
Se puede comprender que los organizadores de este debate hayan
confiado, ratione materiae, la introducción a un penalista.
En efecto, es cierto que, afectando el bien supremo de la vida, la inflicción
de la muerte constituye la respuesta sancionatoria extrema destinada a los
autores de crímenes aberrantes que inducen al ordenamiento a excluírlos
para siempre del consorcio general de la existencia.
Sin embargo, la pena de muerte no es un tema que apasione a los
penalistas contemporáneos en esta parte del mundo.

2/ En una cultura jurídica, la pena es el lugar donde se articulan la


identificación del mal entrañado en el delito y la elaboración de la
respuesta, respuesta que se inscribe, literalmente, en el cuerpo del
condenado (cfr. la transcripción literaria de esta realidad en F. Kafka: “En
la colonia penitenciaria”).
Todo sistema jurídico moviliza sus recursos culturales para dotar de
un sentido a la pena. La cultura anglosajona siempre priorizó la libertad de
conciencia y de elección, mientras que la romanista privilegió la dignidad
humana. En la política penal ello se refleja en las penas tarifadas o

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*Síntesis de la conferencia dictada en la Universidad Católica Argentina el 21 de junio de 2005 en el
marco de la Jornada dedicada al caso del ciudadano argentino Víctor Saldaño, condenado a la pena capital
por la Suprema Corte de los Estados Unidos.

(Sentencing Guidelines) del Common law, (en la cultura puritana la pena


es la tarifa exacta que debe pagarse por la ruptura del contrato social por
una persona libre entre otras; cfr. Roscoe Pound, The Spirit of the Common
Law).
La pena como tarifa reaparece en la concepción utilitarista, en tanto
inscipta en un cálculo racional que debe permitir y promover el aumento de
la felicidad colectiva de la sociedad. Para Jeremy Bentham, la pena es un
instrumento de disuasión (deterrence) de todo comportamiento individual
considerado perjudicial para la sociedad. El principio de utilidad
benthamiano expresa una visión instrumental y económica (relación costos-
beneficios) despojada de toda consideración moral. Por ello el utilitarismo
admite la individualización de la pena (al contrario del retribucionismo).
Sin embargo hay tensión entre estas dos expresiones filosóficas en la
jurisprudencia norteamericana. Por ejemplo, en “Coker vs. Georgia” (433
US 584 de 1977) la Corte Suprema norteamericana declaró que la pena de
muerte por violación es contraria a la Octava Enmienda que prohibe las
penas “crueles e inhabituales”, juzgándola “desproporcionada y excesiva”
(voto del Juez White). En esta perspectiva, una pena es inconstitucional
cuando no aporta ninguna contribución mensurable a los fines aceptables
de punición y no es más que una imposición gratuita e inútil de dolor y de
sufrimiento”.
El juez Burger, en disidencia, aplica el criterio de disuasión utilizable
por el legislador.

3/ En la individualización de la pena en el sistema continental


aparece, en cambio, el concepto de dignidad humana propio del

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cristianismo, que considera al hombre como reflejo de su condición como
criatura divina a la imágen de Dios .
Por su radicalidad, la pena de muerte dice mucho sobre el carácter de
todo el sistema. A diferencia de las otras sanciones situadas en el sistema,
la pena de muerte actúa (así se la acepte o se la rechace) como el límite de
la violencia legítima del Estado.
La temática de la pena de muerte no es un campo de indagación
exclusivo de los juristas, sino el terreno de una confrontación
interdisciplinaria particularmente amplia y variada. Un diálogo sin tiempo
que compromete desde los filósofos y teólogos hasta historiadores y
literatos, y más recientemente a cineastas y periodistas y opinólogos.
¿Cuáles son las razones de la progresiva desafección de los
penalistas por una cuestión que, ictu oculi, es considerada una temática
estrictamente penalística?. Veamos algunas de ellas:
a) Inactualidad del tema a partir del derecho positivo. La
Constitución Nacional de la Argentina prohibe expresamente la imposición
de la muerte y sólo para delitos militares en tiempo de guerra. De ese modo
una fuente supra legal la excluye de la tipología sancionatoria y de las
opciones posibles en política criminal y consecuentemente, de la
discrecionalidad del legislador.
La prohibición constitucional de la pena capital, reviste además, un
valor histórico, en cuanto clausura y consagra una evolución legislativa en
el sentido abolicionista.
Se puede decir que en el último siglo la pena de muerte entró en una
crisis teórica y práctica, favorecida por una creciente afirmación de la pena
detentiva como alternativa de aquella.
b) Desde el Medioevo, la pena capital exaltaba la dimensión
ritualística de la ejecución penal y su carácter expiatorio. Michel Foucault
ofrece en Vigilar y castigar una imagen cruda y eficaz del esplendor del

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suplicio en todos sus macabros detalles, desde los aspectos ceremoniales y
simbólicos hasta los relativos a las técnicas utilizadas para asegurar los
grados de sufrimiento inhumano (los roles del verdugo y la ‘colaboración’
del ajusticiado).
La Revolución Francesa innovó en la ejecución de la pena capital al
introducir una máquina -la guillotina- como simbólica “separación” entre el
verdugo (entonces un asistente de la máquina, cuyo servicio pierde toda
vocación y arte), y el condenado.
La guillotina puede considerarse el emblema de una nueva ideología
de la pena de muerte, es decir, que al asegurar la instantaneidad del
traspaso ella expresa –como quería Kant- que la dignidad humana no se
afectara con sufrimientos excesivos y gratuitos y, como tales, arbitrarios y
desproporcionados. Aún cuando se niega la vida, se advierte el sentido de
respeto por el condenado y por su cuerpo que había inducido a Kant a
admitir la pena de muerte sólo si estaba despojada de maltratos que
degradaban la humanidad del ajusticiado. Por eso la nueva exigencia fue
tocar lo menos posible la vida del condenado simplificando y
burocratizando la ejecución. En síntesis, la moderna administrativización
de la ejecución penal toma el puesto del originario ceremonial del suplicio.
Otra novedad fue, agregar al respeto del condenado y a la intangibilidad de
su cuerpo, el reconocimiento de la intimidad de la muerte.
Concluía así la etapa de las ejecuciones públicas separandose la
ejecución de la morbosa participación de la colectividad. La cárcel asume
el lugar de la ejecución con sus caracteres segregantes y de institución
separada de la comunidad libre.
c) Otro motivo fue la humanización de las modalidades de aplicación
de las penas en el derecho penal moderno y la afirmación de las penas
detentivas o privativas de la libertad. El sufrimiento del condenado tiende a

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perder la originaria fisicidad para asumir connotaciones prevalentemente
psicológicas.
El contenido aflictivo de la cárcel habrá de residir sobre todo en una
suspensión de derechos, que aisla al condenado y lo margina degradándolo
moralmente. Así lo confirman los procedimientos en los Estados Unidos de
América reveladores de una medicalización de la pena de muerte (a través
por ejemplo, de la inyección letal), que se limita a suprimir la vida del
condenado que ha sido puesto, a ese fin, en estado de inconciencia.

4/ En nuestra tradición legislativa, fue la ley 49 la que definía y sancionaba


los delitos bajo jurisdicción federal, y la que incluía la pena capital sin
precisar la forma de ejecución (se remitían al proyecto de código de
procedimiento Penal de Manuel Obarrio, art. 705, “por fusilamiento”).
Carlos Tejedor la mantuvo en el proyecto de 1867, y en el código de
su autoría sancionado por ley 1920, de 1886.
El proyecto de 1891 conservó la pena capital (Matienzo y Piñero,
con la disidencia de Rivarola) lo mismo que el proyecto de 1906.
La ley 7029 la reinstauró para delitos de “terrorismo político”.
En el código de Moreno se la abolió (conforme a la tendencia de los
proyectos de 1916 y 1917).
La ley 18.701 establecía la pena de muerte como pena única y la ley
18.953 la incorporó al art. 5º del Código Penal como pena alternativa con la
de reclusión perpetua (derogada en 1972).
La última norma fue la ley 21.338 (1976), que reintrodujo la pena de
muerte (para el delito de privación de libertad seguida de muerte), como un
refuerzo de la prevención general en una lógica de tipo autoritario. Ésta
venía conminada en el terreno de los delitos contra el Estado y sus
funcionarios considerados como bienes jurídicos supraindividuales.

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En 1930 se había modificado el Código Penal por decreto y se
sometía a los civiles a la justicia castrense. Bajo su imperio se produjeron
“oficialmente” cinclo ejecuciones (entre ellas las de los anarquistas Di
Giovanni y Scarfò).
Antes de esa fecha hubo una única condena a muerte ejecutada por
orden de jueces penales en 1915, en el caso Livignstone, pero el presidente
Hipólito Yrigoyen conmutó todas las otras dictadas hasta la sanción del
código de 1921.
En 1944 durante el terremoto de San Juan fueron fusiladas 3
personas acusadas de “depredaciones”.

5/ Actualmente, el contexto histórico e ideológico, está caracterizado


por la evolución en sentido abolicionista que consagra el principio de la
prohibición de la pena capital con implicancias, como, por ejemplo,
relativas a la no concesión de la extradición por delitos que para el estado
requirente están sancionados con la pena de muerte.
En la legislación supranaciona, los textos más significativos
aparecen en el Sexto Protocolo de la Convención europea para la
Salvaguarda de los Derechos del Hombre (adoptado por el Comité de
Ministros del Consejo de Europa el 28 de abril de 1983). En el Segundo
Protocolo Facultativo al Pacto Internacional relativo a los derechos civiles
y políticos sobre la abolición de la pena de muerte, aprobado por la
Asamblea de las Naciones Unidas el 15 de diciembre de 1989, y ratificado
por la Argentina.

6/ En nuestro caso, la Argentina revela una historia de continua abolición.


La Constitución Nacional reformada en 1994 (art. 75, inc. 22) dio rango
constitucional al Pacto de San José de Costa Rica (art. 4º, inc. 2º), por el
que ningún estado adherido podrá extender la aplicación de la pena de

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muerte a delitos a los cuales no se la aplicase al momento de ratificar el
pacto.
En resumen, en la Argentina es constitucional la pena capital con
relación a ciertos delitos para los cuales estaba prevista cuando se ratificó
en 1984 el Pacto (algunos supuestos del Código de Justicia. Militar). Por
tanto, sería inválida jurídicamente proyectarla para otro tipo de delitos,
sean éstos del Código Penal, del Código de Justicia Militar, o de cualquier
ley penal especial.
En otros términos, cualquier iniciativa en contrario sería
inconstitucional y resultaría ilícito para el derecho internacional porque
lesionaría los principios de buena fé (bona fide), y de leal cumplimiento de
las convenciones internacionales (Pacta sunt servanda).
En tales condiciones, denunciar el Pacto sería complejo política y
jurídicamente, pues requeriría:
a) denuncia del Poder Ejecutivo Nacional previa aprobación de las
dos terceras partes de la totalidad de los miembros de cada cámara (lo cual
demandaría un acuerdo multipartidario), y tampoco tendría efectos
retroactivos.
b) Deberá formalizar un preaviso de un año (art. 78 del pacto citado).
c) La salida de la Argentina del pacto (que incluye la existencia y
reconocimiento de la Corte Interamericana de DD.HH. a cuya jurisdicción
se sometió nuestro país), importaría un descrédito internacional y de
regresión jurídica.
En otros países, como ocurrió con el caso peruano, la Constitución
de 1993 introdujo la ‘habilitación de la pena de muerte’ por el fenómeno
subversivo (art. 140).

7/ Otra razón para que el penalista no se apasione con la cuestión de


la pena capital, además de la ilegitimidad en el plano de la juridicidad

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ordinamental, es su difícil justificación racional. Esta cuestión debe
situarse en el contexto de las funciones de la pena y en el más amplio de su
fundamentación. Aquí las respuestas no son ni unívocas ni satisfactorias, ni
acabadas a favor o contra la pena de muerte.
La historia y la lógica del derecho penal justifican la pena en dos
prospectivas conceptualmente distintas y antinómicas. La primera de ellas
es ética: la pena se justifica en superiores ideales de justicia, la cual impone
compensar el mal provocado por determinadas acciones con una aflicción
proporcional ínsita en la punición. Es, entonces, en razón de la función
retributiva que la pena debe resultar proporcionada a la gravedad objetiva
del hecho cometido y a la culpabilidad del autor.
En la perspectiva retributiva, la pena tiene un fundamento
retrospectivo pues mira el hecho (pasado). No pretende condicionar el
futuro y su efecto disuasivo es una consecuencia eventual y colateral pero
no directamente buscada. Allí radica la justificación de la pena de muerte
inspirada en la ley del talión (presente en textos sacros como el Corán y el
Antiguo Testamento), y que por ello debe guardar por ello una estricta
proporcionalidad a la culpabilidad.
Las críticas de los abolicionistas son menos intransigentes cuando se
trata de crímenes contra la humanidad.
Pero, ¿ la pena de muerte satisface los fines retributivos?. En principio es
natural a toda concepción retributiva la idea de expiación y la pena capital
no favorece la enmienda del condenado y la asunción de su responsabilidad
(así lo muestra la historia con los “Confortatori” o sus actuales sucedáneas
secularizadas como el personaje de la hermana Helen en Dead Man
Walking).
El reconocimiento de la pena como justa por parte del condenado,
por un lado, y la prueba de su culpabilidad, por otro, es la verificación de la
función retributiva de la punición.

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8/ La segunda prospectiva es que la pena capital está justificada por
una razón utilitaria. Es un instrumento de prevención de delitos y el
análisis es si el medio empleado –la muerte del condenado- es apta respecto
al fin perseguido.
Aquí pierde centralidad el principio de proporción porque la pena se
proyecta a futuro y aspira esencialmente a lograr eficacia preventiva y no
justicia retributiva (que deviene un resultado eventual).
La pena es contraestímulo delictivo (desde el momento de la
previsión legislativa).
En otra perspectiva –prevención-integración- la eficacia disuasiva
está ligada no tanto a la abstracta previsión de pena cuanto a su concreta
inflicción. Se afirma que es en la fase de la irrogación que, por vía de
complejos mecanismos de comunicación social se refuerza el sentido de
confianza de los ciudadanos en el ordenamiento; resuelve los conflictos
creados por el delito estabilizando la vida social, y motiva el
comportamiento de los miembros de una comunidad en el sentido deseado
por el ordenamiento.
Pero no hay acuerdo sobre como se realiza verificación empírica de
que la prevención y la eficacia disuasiva (técnicas econométricas sobre
sondeos de opinión, por ejemplo) se logren por esos mecanismos, ni
tampoco sobre acerca de los tipos sancionatorios y la medida de los
mismos, o los umbrales de severidad punitiva.
Así la pena de muerte como opción político criminal para la
estabilización social no se demostró la necesariedad de aquella para lograr
ese fin.

9/ También se pretendió justificar la pena capital desde la prevención


especial. El efecto sería la neutralización de la peligrosidad individual

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(Scuola Positiva). Para el antisocial extremo, “la irreductible peligrosidad
social de determinados autores de delitos, es una premisa indemostrable
que la pena capital sea el único remedio (la segregación perpetua tiene un
análogo efecto de neutralización).
El sentido preventivo especial consagrado en la Constitución (Pacto
de Costa Rica).Reeducación (incompatible con la pena de muerte, e incluso
con la prisión perpetua).La pena de ‘tender’ a la reeducación (Const.
Italiana, 27,3).
El significado de la ‘reeducación’ es eticizante (catarsis del
condenado).
A su vez, por via del Principio de humanización del derecho penal: la
inhumanidad radicaría en el contenido aflictivo de la pena de muerte y en
las modalidades de su aplicación.
Por otra parte está el riesgo de la irreparabilidad del error judicial y
necesidad de reducir el riesgo (pesimismo gnoseológico).

9/ En síntesis, las razones para negar la pena de muerte están fuera de


la especificidad científica del saber penal. Decía Francesco Carrara: “Me
opongo a la pena capital no por razones de oportunidad, sino por el sumo
principio por el que la vida humana es inviolable”.
El mandamiento de “no matar”, no es sólo religioso sino que también
se corresponde con una ética laica, en cuyo ámbito el respeto de la vida de
otros que no la respetaron en el prójimo asume un valor cultual y social de
absoluta relevancia.
Primado de la vida que informa nuestra cultura personalística. Una
sanción que elimina la vida preclude por definición al condenado la
posibilidad y el privilegio de la conversión y si así se lo hace se le estaría
negando su humanidad.

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Al afrontar la pena de muerte, el penalista afronta una suerte de
pudor: interpelado como técnico sabrá contestar con razones del hombre de
la calle y habrá de proponer ninguna otra cosa que una palabra a favor de la
vida.

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