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Catequesis Juveniles de Semana Santa
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Catequesis Juveniles de Semana Santa
La vida del hombre está sobrecargada de tareas. Pero no siempre está llena de una
conciencia de misión. Y cuando tal conciencia existe, con dificultad somos capaces de llevar
esta misión hasta sus últimas consecuencias éticas, morales y religiosas. Consentimos con la
misión en el triunfo, en el bienestar, el dinero y el poder. Pero se nos hace insoportable la
misión en el fracaso, la indigencia, el dolor y la cruz, la entrega gratuita... No somos capaces
de beber el sorbo amargo de la vida, de asumir la misión hasta el final, porque no somos
capaces de renunciar al propio egoísmo para abrazarnos al amor. «La vida no fracasa
cuando se da por los demás». Sólo subiendo a la ciudad, y sintiendo el grito sencillo de los
niños y de los pobres, y mirando con los ojos de la fe y el corazón al que viene sobre un
borriquillo, podremos comprender la grandeza de la misión.
Él viene como Rey y Mesías original: no en poder y gloria como vengador de enemigos y
salvador de amigos; sino en humildad y sencillez, como salvador de pobres y oprimidos. Este
Mesías no responde a las expectativas políticas de la tradición. Pero él sabe que sólo
aceptando la misión sin engaño salvará a los que esperan.
El triunfo está sellado con el dolor. Sólo por la cruz se llegará a la gloria. La subida de
Jesús a Jerusalén es un peregrinar hacia la Pascua, para cumplir hasta el fondo la misión. Sobre
el pollino va ya la cruz de la esperanza nueva. Por eso Jesús no puede reprender a los que
gritan y aclaman, pues «les digo que si éstos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,40).
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El origen de esta liturgia hay que situarlo hacia el siglo IV. Egeria, que escribe su «Itinerario»
en esta época, relata cómo en Jerusalén se reproducía del modo más preciso la entrada de
Jesús, yendo del monte de los olivos a la ciudad santa. Esta procesión se extendió pronto,
teniendo una gran aceptación popular, sobre todo en Oriente y en España. En cambio, en
Roma se ponía de relieve en este domingo no la procesión, sino la pasión (cf. Sermones del
Papa León Magno). Por eso se le llamará «domingo de pasión». Este será en Roma el tema
predominante hasta el siglo X, en que se le comenzará a llamar «domingo de Ramos» (cf.
Pontifical Romano-Germánico).
Según el Misal de Pío V (s. XVII) la celebración quedó así configurada: Misa, distribución
personal a clero y pueblo de ramos y palmas, procesión fuera de la Iglesia, entrada a la iglesia
después que el diácono golpeaba las puertas con el astil de la cruz, y éstas se abrían para dar
paso al cortejo. Pío XII reformó esta celebración, destacando con nitidez las dos partes:
procesión en honor de Cristo Rey, y Misa de Pasión, que suponía cambio de vestiduras y de tono
(las vestiduras rojas se cambiaban por las moradas).
La lectura de la pasión:
El que en este día se proclame la pasión, indica claramente la intención de unir desde el
principio las dos caras del misterio pascual: fracaso y triunfo, muerte y resurrección, dolor y
alegría... Sólo que el orden en que se nos presenta en este domingo es original: primero el triunfo
(procesión), y luego el fracaso (pasión). Es la forma de la Iglesia de actualizar el misterio sin
divisiones, invitándonos desde el principio a seguir a Cristo hasta la cruz, para participar también
de su resurrección.
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Queremos invitarlos a repasar un poco la doctrina del Concilio Vaticano II sobre esta
realidad del Misterio Pascual de Cristo, el Señor. Aunque sea un poco difícil, nos parece muy
importante escuchar nítida esta voz tan fuerte de nuestra querida Iglesia, la cual tiene toda su
base en la Sagrada Escritura.
Por eso pondremos algunos textos íntegros del Concilio para ser reflexionados, dejar que
penetren en nuestro corazón y luego los podamos compartir.
“« Dios, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la
verdad (1 Tim 2,4), habiendo hablado antiguamente en muchas ocasiones de diferentes
maneras a nuestros padres por medio de los profetas (Heb 1,1), cuando llegó la plenitud de los
tiempos, envió a su Hijo, el Verbo hecho carne ungido por el Espíritu Santo, para evangelizar a
los pobres y curar a los contritos de corazón, como <“médico corporal y espiritual”> mediador
entre Dios y los hombres. En efecto su humanidad unida a la persona del Verbo, fue instrumento
de nuestra salvación. Por esto en Cristo <“se realizó plenamente nuestra reconciliación y se nos
dio la plenitud del culto divino”>.
Nos parece muy importante que como jóvenes entablemos un diálogo que nos lleve a
dejar muy en claro lo qué es el “Misterio Pascual de Cristo”
Segundo insistir con mucha claridad que la invitación a la Pascua es precisamente para
vivir con intensidad este Misterio.
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“Por el bautismo los hombres son injertados en el misterio pascual de Jesucristo: mueren con
Él, son sepultados con Él y resucitan con Él.; reciben el espíritu de adopción de hijos, por el que
clamamos: ¡Abba! ¡Padre! (Rm 8,15). Asimismo cuantas veces comen la cena del Señor, proclaman
su muerte hasta que vuelva. Por eso el mismo día de Pentecostés, en que la Iglesia se manifestó al
mundo, los que recibieron la palabra de Pedro fueron bautizados. Y con perseverancia escucharon
la enseñanza de los apóstoles, se reunían en la fracción del pan y en la oración…, alababan a Dios
gozando de la estima general del pueblo (Hch 2,41,42.47) desde entonces la Iglesia nunca ha
dejado de reunirse para celebrar el misterio pascual: leyendo cuanto a Él se refiere en toda la
Escritura (Lc 24,27), celebrando la Eucaristía, en la cual, “se hacen de nuevo presentes la victoria y el
triunfo de su muerte y dando gracias al mismo tiempo a Dios por el don inefable en Cristo Jesús, para
alabar su gloria por la fuerza del Espíritu Santo”. (SC 6)
Por tanto, este es el Misterio Maravilloso de nuestra Salvación por la Muerte y Resurrección del
Señor Jesucristo y debe ocupar el centro de toda la vida del cristiano. Y, así hemos de entenderlo y
vivirlo todos los creyentes en Cristo.
Es la cumbre, pues hacia allá tiende todo, es decir, todos los trabajos apostólicos de la Iglesia
tienen por finalidad que todos los hombres “una vez hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo, se
reúnan, alaben a Dios en medio de la Iglesia, participen en el sacrificio y coman la cena del Señor”.
(SC 10)
Al mismo tiempo es una Fuente de gracia, de impulso para el cristiano, pues la celebración
del Misterio Pascual, especialmente en la Eucaristía, enciende y arrastra a los fieles a la apremiante
caridad de Cristo, es decir, mana, derrama hacia nosotros la gracia como una fuente de
abundantes aguas (Cfr. SC 10)
Insistimos que: Esta es la doctrina del Concilio, pero es muy importante que quien va a
compartir esta reflexión la haga suya, para que pueda compartirla haciendo una sencilla
aplicación a la vida.
En resumen:
También lo llamamos “TRIDUO PASCUAL” a este respecto podemos decir que la palabra
triduo en la práctica devocional católica nos hace pensar en una preparación. A veces nos
preparamos para la fiesta de un santo con tres días de oración en su honor, o bien pedimos una
gracia especial mediante un triduo de plegarias de intercesión.
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El Triduo comienza con la misa vespertina de la cena del Señor el Jueves Santo y alcanza su
cima en la Vigilia Pascual y se cierra con las vísperas del domingo de pascua
Trabajo en grupos:
Al terminar de compartir cada joven elaborará una Cruz, signo de la disposición que tenemos
por renovar nuestro encuentro con Jesucristo en su Pasión, Muerte y Resurrección.
Es importante que se pongan todos estos materiales y algunos otros que se te ocurran a
disposición de los jóvenes y cuenten con tiempo suficiente para que las decoren con calma.
La cruz es algo más grande y misterioso de lo que puede parecer a primera vista. Indudablemente, es
un instrumento de tortura, de sufrimiento y derrota, pero al mismo tiempo muestra la completa
transformación, la victoria definitiva sobre estos males, y esto la convierte en el símbolo más
elocuente de la esperanza que el mundo haya visto jamás. Habla a todos los que sufren -los
oprimidos, los enfermos, los pobres, los marginados, las víctimas de la violencia- y les ofrece la
esperanza de que Dios puede convertir su dolor en alegría, su aislamiento en comunión, su muerte en
vida. Ofrece esperanza ilimitada a nuestro mundo caído.
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La Misa Crismal
La Misa Crismal es una de las principales manifestaciones de la plenitud sacerdotal del
obispo, que ha de ser tenido como el gran sacerdote de su grey, y como signo de la unión estrecha
de los presbíteros con él. En dicha misa se consagra el Santo Crisma y se bendicen los óleos de los
catecúmenos y de los enfermos. Esta solemne liturgia se ha convertido en ocasión para reunir a todo
el presbiterio alrededor de su obispo y hacer de la celebración una fiesta del sacerdocio.
La palabra crisma proviene de latín unctionem, que significa “unción”. Así se llama ahora al
aceite y bálsamo mezclados que el obispo consagra en esta misa. Con esos óleos serán ungidos los
nuevos bautizados y se signará a los que reciben el sacramento de la Confirmación. También son
ungidos los obispos y los sacerdotes en el día de su ordenación sacramental. Así pues, el Santo
Crisma, es decir el óleo perfumado que representa al mismo Espíritu Santo, nos es dado junto con sus
carismas el día de nuestro bautismo y de nuestra confirmación y en la ordenación de los sacerdotes
y obispos.
El óleo de los enfermos, cuyo uso atestigua el apóstol Santiago, remedia las dolencias de
alma y cuerpo de los enfermos, para que puedan soportar y vencer con fortaleza el mal y conseguir
el perdón de los pecados. El aceite simboliza el vigor y la fuerza del Espíritu Santo. Con este óleo el
Espíritu Santo vivifica y transforma nuestra enfermedad y nuestra muerte en sacrificio salvador como
el de Jesús.
La materia apta para el sacramento debe ser aceite de oliva u otro aceite sacado de
plantas. El crisma se hace con óleo y aromas o materia olorosa. Su consagración es competencia
exclusiva del obispo. Es conveniente recordar que no es lo mismo el Santo Crisma (que se utiliza en el
Bautismo y en la Confirmación y es consagrado) que el óleo de los catecúmenos y de los enfermos
(que sólo es bendecido y puede serlo por otros ministros en algunos casos).
El rito de esta misa, que debe ser siempre concelebrada, incluye la renovación de las
promesas sacerdotales, tras la homilía. No se dice el Credo. Tras la renovación de las promesas
sacerdotales se llevan en procesión los óleos al altar donde el obispo los puede preparar, si no lo
están ya. En último lugar se lleva el Santo Crisma, portado por un diácono o un presbítero. Tras ellos
se acercan al altar los portadores del pan, el vino y el agua para la eucaristía. Mientras avanza la
procesión se entona un canto apropiado. El obispo recibe los óleos. La misa prosigue como una misa
concelebrada normal.
Tras el sanctus se bendicen el óleo de los enfermos y tras la oración después de la comunión
se bendice el óleo de los catecúmenos y se consagra el Santo Crisma. También todos estos ritos se
pueden hacer después de la oración de los fieles.
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La Eucaristía Vespertina
El Jueves Santo inaugura ya la celebración de la Pascua
del Señor. En ella Iglesia conmemora aquella última Cena en la
cual el Señor Jesús instituyó el sacramento de la Eucaristía como
anticipo y memorial de su entrega en la cruz.
Según los evangelios, aquella última cena que Jesús celebró con sus discípulos fue la cena
Pascual judía. Todos los años, el pueblo de Israel se reunía, el 14 del mes de nisán, para celebrar la
Pascua. Es decir, el “paso” del Señor, que les liberó de la esclavitud de Egipto y les hizo atravesar el
Mar Rojo, por medio de las aguas, para llevarlos a la tierra prometida. La celebración consistía en
una cena ritual en la que se cantaban salmos, se bendecía a Dios al comer el pan sin fermentar y al
beber el vino, y se comía el cordero pascual sacrificado en el templo.
En aquella Cena, Jesús va a realizar una serie de gestos en los que va a cambiar para siempre
el sentido de la Pascua. Los cristianos ya no celebrarán la Pascua judía, recuerdo de la liberación de
la esclavitud de Egipto, sino la Pascua universal, memorial de la liberación de la esclavitud del
pecado y de la muerte, a la que está sometida la humanidad, y de la que el Hijo de Dios hecho
hombre nos libera por medio de su muerte y resurrección.
La segunda lectura del día, tomada del capítulo 11 de la primera carta del apóstol Pablo a
los cristianos de Corinto, nos resume los gestos y las palabras de Jesús en aquella última cena. Pablo
trasmite a los corintios la misma tradición que él había recibido de los discípulos de Jesús.
Jesús, sintiendo cercana la hora de pasar de este mundo al Padre, tomó un pan y,
pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: “esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes”.
El cuerpo en el mundo judío es expresión de toda la persona, en su realidad integral. Decir “ésto
es mi cuerpo” equivale a decir “ésta es mi persona”, “este pan soy yo”, que se entrega por
ustedes.
Con ese gesto, Jesús resume su vida: ha sido como un pan repartido para sustento de la vida
de todos.
Y también anticipa su muerte: no le arrebatan la vida, él la entrega voluntariamente a favor de
la vida de todos.
Para Jesús, aquella última cena fue como el prólogo sacramental de su entrega en la cruz. Fue
una profecía, un sacramento que anticipaba lo que sucedería después en el Calvario. Aquél
que se entregó en la Eucaristía del Jueves es el mismo Cordero que el Viernes se inmoló en la
cruz.
Y lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar. “Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre”.
Moisés había sellado la Antigua Alianza de Dios con Israel rociando con sangre de animales el
altar (signo de Dios) y al pueblo. Pero aquello era sólo una imagen, una sombra, una profecía
de la verdadera y definitiva Alianza que Dios iba a sellar con la humanidad entera por medio
de su Hijo.
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La sangre de Cristo sí es el sello de una Alianza Nueva y Eterna. Porque es la sangre de Dios. De
un Dios que se ha hecho hombre por amor a los hombres, y que ha asumido las mayores
humillaciones por nuestra salvación. Y es la sangre del hombre nuevo, fiel a Dios hasta las
últimas consecuencias. Por eso, la sangre derramada de Jesús es el sello de una Alianza nueva
y eterna, que nos ha reconciliado con Dios para siempre.
El sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor es memorial que actualiza su entrega.
Cada vez que celebramos la Eucaristía se hace realmente presente, aunque en forma
sacramental, el sacrificio de Cristo en la cruz, para que todos podamos unirnos a él, y
ofrecernos, junto con Cristo, al Padre, por la salvación del mundo. La Eucaristía es el memorial
incruento del sacrificio cruento de Cristo en la cruz.
Cada vez que celebramos la Eucaristía hacemos memoria del amor de Cristo, de su entrega
por nosotros; hacemos realmente presente su sacrificio redentor; y nos unimos a esa misma
ofrenda de Cristo por la salvación del mundo.
La invitación y la posibilidad real de unir nuestra entrega a la de Jesús constituye una
permanente invitación a cambiar radicalmente nuestras vidas. Quien está invitado a unir su
entrega a la de Cristo, y recibe en cada comunión Eucarística las gracias necesarias para
poder hacerlo, queda comprometido a vivir como Jesús vivió.
Nuestra participación en la Eucaristía de este día quedará realzada con la comunión bajo las
dos especies.
Es un rito que al principio se hacía aparte de la Misa vespertina. Hasta las reformas de Pío XII
no se incorporó dentro de la celebración de la Eucaristía.
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Quizás por eso, el evangelista Juan, que nos relata el gesto del lavatorio de los pies, no
encuentra necesario narrar la institución de la Eucaristía, pues con la institución del sacramento
eucarístico y con el lavatorio de los pies, Jesús ha pretendido una misma cosa:
Esta solemne reserva del Jueves Santo debe convertirse en una ocasión propicia para
que la comunidad cristiana contemple y adore a su Señor, que ha querido hacerse, para
nosotros, Pan de Vida, y que nos ha dejado el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre como
presencia permanente entre nosotros.
Por eso, durante las últimas horas del Jueves Santo, hasta la medianoche, es muy
conveniente tener algún momento para la adoración personal y comunitaria ante Jesús
Sacramentado.
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El Viernes Santo celebramos cómo el verdadero amor se sacrifica y se entrega hasta la muerte.
Muchos piensan que es una tontería si te destruyes o te disminuyes a ti mismo por hacer algo
en favor de los demás. Según muchos, lo que por los demás haces, siempre tendría que traer alguna
ventaja en este mundo.
En la mentalidad de muchos todo lo que te hace inclinar la cabeza humillándote ante los
demás, todo lo que te desgasta la salud, todo lo que te acorta la vida, todo lo que te hace perder
tus bienes o tu comodidad, todo lo que te lleva a la cárcel es irracional y es fanatismo.
El Cristiano sabe que estamos hechos “a imagen y semejanza de Dios” (Gen 1,27) y Dios es
Amor (1 Jn. 4, 8) y entonces lo que realmente importa es Amar.
El Viernes Santo nos muestra con hechos “en qué consiste verdaderamente el amor: en que
Cristo Jesús dio su vida por nosotros” (Jn 3, 16).
Para el cristiano la vida en este mundo no lo es todo, sino que el principal valor es el amor.
Para el cristiano el que amó en la vida, “ya la hizo”, como dicen los chavos, por eso a los cristianos se
nos insiste: “vivan en el amor, como Cristo, que nos amó entregándose por nosotros como ofrenda y
como un sacrificio de suave aroma” (Ef 5,2).
Hoy, Viernes Santo, resuena la voz de Jesús “ámense como yo los he amado” (Jn. 13,34), y la
medida del amor de Jesús es amar sin medida, es gastar la vida y las energías por los demás, hasta
morir por ellos.
El Viernes Santo debemos tener presente el ejemplo de humildad de Jesús, ejemplo que,
según la Escritura, debemos imitar: “Tengan los mismos sentimientos que tuvo Cristo: el cual
primeramente, siendo Dios, se despojó de sí mismo…y luego, haciéndose hombre se humilló (se hizo
nada) hasta la muerte y una muerte de cruz” ( Fil. 2,5 ss).
Jesús ya había exigido claramente: “El que quiera ser mi discípulo, que se niegue a sí mismo,
tome su cruz de cada día y me siga” (Lc. 9,23).
Ahora bien, si Jesús pide que nos neguemos a nosotros mismos, significa que no estamos
hechos para quedarnos en nosotros mismos, sino para darnos a los demás; nuestro ser es un ser para
el otro; nuestros pensamientos y preocupaciones tienen que estar puestos en los demás más que en
nosotros mismos. Negarse a sí mismo y ser humildes son sinónimos. El cristiano sabe que para realizarse
a sí mismo debe salir de asimismo hacia los demás.
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Jesús fue siempre el Hombre que se despojó de sí mismo; que vivió siempre para su
Padre y para los demás: “He venido a hacer no mi voluntad, sino la Voluntad de mi Padre” (Jn.
6,38).
La Cruz
El por qué de la Crucifixión
Los romanos consideraban la religión del crucificado como una locura y los judíos como
una blasfemia en contra de Dios (I Cor. 1,23). El pensar en Dios crucificado es, para los que no
son cristianos, lo más contradictorio y lo más repelente.
¿Qué motivos tuvieron Poncio Pilato y los romanos para clavar a Jesús?
Ellos dijeron que tuvieron razones políticas: Jesús era un hombre que podía ser
peligroso políticamente, sea porque muchos querían hacerlo rey (Jn 6,15;12,13 ;18,37),
sea porque podían aprovechar las circunstancia para levantar al pueblo en contra de
Roma.
Jesús era un hombre que socialmente causaba dificultades: Muchos estaban a favor
de Él y muchos en contra; esto podía ser un peligro para la paz de la región (Lc. 23,5;
Mt. 10, 35).
Los sacerdotes y los jefes del pueblo judío ¿por qué lo condenaron?
Ellos afirmaron que por razones predominantemente religiosas: ejemplo: ir contra la ley
divina del Sábado (Mt 12,10), relativizar el templo (Mt 12,6), hacerse igual a Dios
perdonando los pecados (Mt. 9,6), llamándose “Hijo de Dios” (Jn. 19,7).
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Ejemplo: Dios te pide como estudiante estudiar y preparar tus tareas, capacitarse de veras
para una profesión: la cruz es hacer eso aunque tengas que desvelarte, aunque tengas que sufrir
burlas de tus cuates, o tengas que renunciar de momento a otras cosas (juegos, fiestas, pláticas,
etc.).
El Silencio de Dios
El Amor deja hablar
El viernes Santo vemos con escándalo de muchos cómo Dios guarda silencio.
Dios calla por amor, porque el amor quiere conquistar amor, quiere hacer amantes y no
esclavos.
Dios deja sentir su presencia, pero siempre manteniéndose a distancia, siempre haciéndose el
huidizo, por eso para los antiguos el símbolo de la presencia de Dios era una nube.
En Cristo Jesús Dios guardó silencio para hacer hablar al amor.
Todas las celebraciones de este día deben estar dirigidas no sólo a recordar los sufrimientos de
Jesús y despertar con nuestros sentimientos una especie de compasión hacia Él, sino a mover nuestra
voluntad en el seguimiento de Cristo llevando nuestra cruz de cada día.
Este día viviremos el Vía Crucis, la Celebración de la Pasión del Señor, y la Procesión del Silencio.
Este día no se celebra propiamente la misa, porque se da la Comunión con la reserva del Jueves Santo.
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El día de Pentecostés San Pedro dice sin rodeos: “Israelitas, ¡Escuchen¡ A Jesús el
Nazareno ... al que ustedes mataron clavándolo en la cruz ... Dios lo resucitó... y nosotros
somos testigos de ello” (Hech. 2,22ss; 3,14ss; 10ss; 5,31ss; 10,39ss; 13,28ss; 17,31ss; 26,65ss).
La Resurrección de Jesús es la fuerza que echó a andar todo; es como el momento en que la
semilla se rompe y comienza a aparecer la planta, sin esa explosión de la semilla, no hay árbol,
ni flores ni frutos.
Los cristianos al proclamar nuestra fe decimos: “Creo en Jesucristo que padeció, murió y
al tercer día resucitó”
Creer en la Resurrección de Jesús es creer que Cristo Jesús, después de haber muerto
ha vuelto a la vida plenamente humana, pero al mismo tiempo gloriosa, es decir diversa a la
que llevamos actualmente en esta tierra. Es creer que Jesús no es ahora un ángel ni un mero
espíritu o alma liberada del cuerpo, sino que es un verdadero ser humano vivo para siempre,
aunque liberado de las limitaciones que tenemos nosotros en el tiempo presente. La
Resurrección de Jesús no es un simple retorno a la vida, como la resurrección de Lázaro (Jn. 11,
1ss), no es una simple reanimación del cadáver; sino un modo nuevo y definitivo de ser
hombre, más perfecto que el tenemos los seres humanos en esta historia y que no puede ser
superado por ningún otros ni tampoco se puede perder. (Cfr. Rom. 6,9; Act. 13, 37; Ap. 1, 18)
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Creer en la Resurrección de Cristo es creer que Jesús de Nazaret, el hijo de María, el maestro
de Galilea, el mismo que los apóstoles habían tratado, el que fue crucificado en tiempos de Poncio
Pilato y no otro, es el que está ahora vivo y glorioso después que había muerto y lo habían
enterrado. Creer en la Resurrección de Jesús es afirmar que Jesús en persona está vivo, no es
simplemente, como se dice, en forma poética, de los héroes: “murió pero vive en el alma de la
Patria”; sino que aquí se afirma que Jesús vive y vive gloriosos aunque no nos acordemos de El. No
somos nosotros los que hacemos que Jesús perdure y no se muera; antes al contrario, podemos
decir que Jesús Resucitado y presente en su Iglesia es el que nos hace que no nos olvidemos de Él
y Él mismo es el que trabaja para que su Iglesia y su obra no acaben.
La Resurrección es la clave para interpretar todo lo que dijo e hizo Jesús, de tal manera que
quien no ve toda la vida de Jesús a la luz de su Resurrección, no la puede comprender en su
sentido exacto y en toda su plenitud.
Los evangelistas nos cuentan cómo varias veces Jesús les decía algo a sus discípulos y ellos
no entendían (Jn. 6,60ss; 13,12; 16,19) y esto principalmente sucedía cuando les hablaba se su
pasión y muerte (Mc. 9,32; Lc. 9,45; Mt. 16,22; Jn. 16, 29-32).
Pero por otra parte, cuando llegaron a verlo resucitado, no podían reconocerlo más que
cuando, creyendo en la resurrección, lograban comprender el por qué de su muerte. Mucha veces
no se puede entender el desenlace de una película o su por qué, si no se ha visto la película
entera, y , al mismo tiempo, hasta que uno ve el final es cuando entiende mejor lo que en realidad
estaba pasando en los distintos momentos anteriores.
Pues así pasa con la vida de Jesús: su Resurrección no se entiende más que viendo su vida
anterior y su muerte, y todo, es decir su vida anterior y su muerte no tienen su pleno significado
más que vistos a la luz de su Resurrección.
Sólo con la Resurrección se entiende que Jesús no fue un “masoquista” es decir alguien que
se sacrifica porque le gusta sufrir, ni un “kamizake” japonés, es decir, alguien que se suicida por
acabar con el enemigo, sino que tras la cruz que le iban a cargar vio la Resurrección: “el Hijo del
hombre será entregado a los paganos, lo crucificarán pero al tercer día resucitará” (Mt. 20, 19).
Por esos cuando Jesús habla de que llegó “su hora”, habla de “ser entregado y de ser glorificado”.
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Con la Resurrección de Cristo nace para nosotros un nueva aurora, se enciende para
nosotros un fuego nuevo, que nos dice que el amor es más fuerte que la muerte.
El Sábado Santo desde el atardecer y el domingo, son para el cristiano “el día” de la
celebración de la Fiesta de fiestas. La celebración de la “Noche Santa” del Sábado se llama
“Vigilia Pascual”, pero este nombre despista a muchos haciéndoles pensar que el domingo se
celebra algo distinto; pero no es así ya que a partir de esta celebración comienza la más
grande Fiesta de los cristianos que se extiende durante ocho días, a lo que le llamamos la
Octava de Pascua, pues es tan grande este día, que lo celebramos como si fuera uno sólo.
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