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1. Introducción
Entendemos por principios tributarios constitucionalizados aquellos principios de
origen tributario que el movimiento liberal llevó a los textos constitucionales
decimonónicos. Con variedad de expresiones (proporcionalidad, equidad, igualdad,
generalidad, razonabilidad, etc.), todos esos principios pueden reconducirse a la
idea de justicia en el reparto de las cargas tributarias, justicia que en nuestros días
gira preferentemente en torno al principio del gravamen en relación a la capacidad
contributiva de las personas llamadas a satisfacer los impuestos, pero que,
obviamente, no excluye la presencia de otros principios que, en su caso, completan
las insuficiencias del principio de capacidad contributiva, caso del principio de
igualdad de los tributos con fines extrafiscales, o concretan su alcance y límites,
caso de los principios de progresividad y no confiscatoriedad.
En las páginas que siguen vamos a ocuparnos preferentemente de la acción
que el principio de capacidad contributiva ejerce sobre el hecho imponible, pues
siendo la base la expresión cuantitativa de éste, es obvio que la acción de aquel
principio ha de reflejarse necesariamente en la base, aunque no es menos cierto
que con frecuencia, una buena o mala configuración del procedimiento y métodos
para determinar la base imponible y fijar los tipos impositivos en cada caso
aplicables, pueden facilitar o perjudicar la acción ejercida por el principio de
capacidad contributiva sobre el hecho imponible.
2. Cuestiones previas
Con la brevedad que el caso requiere, antes de adentrarnos en estudio de la
acción del principio de capacidad contributiva sobre el hecho imponible, la base y el
tipo, es imprescindible precisar el alcance que vamos a dar a esos conceptos
dentro de la noción más amplia de tributo.
A) Concepto de tributo.- Interesa advertir desde el primer momento, que dar con
el concepto de tributo tropieza, al menos, con dos dificultades fundamentales. En
primer lugar, la que deriva de su carácter abstracto; en segundo término, el hecho
de ser un concepto cuya función esencial estriba en comprender
sistematizadamente a otro que le precede en el tiempo y le aventaja en
importancia. Más concretamente, estimamos que de no existir los conceptos de
tasa y de contribución especial habría carecido de sentido plantearse el contenido
de la expresión tributo, que con toda probabilidad habría venido a ser sinónima de
impuesto o contribución.
Estas dificultades, que ya fueron certeramente advertidas por Saínz de Bujanda
en su excelente «Estudio Preliminar» a la traducción de las «Istituzioni» de A. D.
Giannini (pp. XXXI-XXXII), no nos eximen, sin embargo, de tratar de precisar, a
posteriori, lo que deba entenderse por tributo, siquiera sea porque tal término
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contribuciones especiales entre sí, aunque no parece que sea ésta la vía seguida
por el art 2º LGT.
Si, por el contrario, se estima que el principio de capacidad contributiva sólo
despliega su eficacia frente a los gravámenes «exigidos sin contraprestación» (art.
20.2,c LGT), es decir, frente al impuesto, habríamos conseguido diferenciar
nítidamente esta figura (que quedaría definida por las tres notas previamente
señaladas), pero entonces no resultaría fácil incluir en una misma clasificación a los
impuestos junto a las tasas y las contribuciones especiales, ya que, lógicamente,
estas últimas tendrían que venir caracterizadas por ser «exigidas en base a la
existencia de contraprestación», con lo que se haría difícil su inclusión entre los
ingresos de naturaleza tributaria.
Puestos a elegir entre una u otra opción, parece claramente preferible la
primera, porque no sólo se ajusta con mayor rigor al mandato de los artículos 31 de
la Constitución y 3º de la Ley General Tributaria, sino que resulta más coherente
con la posición tradicional del Derecho y doctrina españoles. La segunda posición,
más que aportar soluciones, se apoya en la desafortunada redacción del art. 2º. 2,
c) LGT. Así, pues, parece preferible admitir que todo tributo se exige al margen de
la idea de contraprestación y que el correspondiente presupuesto de hecho, del
que deriva la obligación de pagar una suma de dinero a título de tributo, debe
reflejar una cierta capacidad económica para contribuir al sostenimiento de los
gastos públicos. Este solo hecho, unido a los tres caracteres definidores del tributo,
será suficiente para hacer nacer una obligación tributaria a título de impuesto. En
tanto que será necesaria, además, una específica actividad de la Administración,
para que podamos encontrarnos ante una tasa o una contribución especial. En el
primer supuesto, bastará con que la actividad de la Administración o la utilización
del dominio público afecte al sujeto pasivo de la obligación tributaria a título de
tasa; en tanto que en el segundo se requiere que esa actividad de la Administración
reporte alguna ventaja particular al sujeto pasivo de la contribución especial.
B) El hecho imponible.- La ley tributaria, como toda norma jurídica, al establecer
un mandato ha de ligar la producción del efecto jurídico deseado a la realización de
un determinado hecho, que en la doctrina recibe el nombre de supuesto de hecho
(3). Ese supuesto de hecho o supuesto fáctico (también denominado riqueza
gravada u objeto material del tributo) constituye, naturalmente, un elemento de la
realidad social, que conviene tener perfectamente diferenciado de la forma en que
él mismo es contemplado por el legislador tributario y transportado a la norma,
convirtiéndolo así en un supuesto normativo, esto es, en un hecho jurídico, que en
esta rama del Derecho recibe, más específicamente, el nombre de hecho
imponible.
Interesa en seguida advertir que tanto en razón de la finalidad perseguida por el
Derecho Tributario (regulación de la forma de obtener una contribución pecuniaria
al sostenimiento de los gastos públicos), como en cumplimiento de un expreso
mandato constitucional (art. 31.1), ese supuesto de hecho contemplado por el
legislador tributario y elevado en términos de generalidad y abstracción al plano
normativo, ha de ser revelador de alguna suerte de riqueza, o dicho más
propiamente, ha de ser apto para poner de manifiesto que la persona que se
encuentra con el referido hecho en una relación determinada debe contribuir al
sostenimiento de los gastos públicos, por poseer una capacidad económica que le
acredita como contribuyente.
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Una vez expuestas las dos ideas fundamentales sobre el tema, esto es, que el
hecho imponible es un hecho jurídico, en cuanto que no sólo es una creación de la
ley, sino que constitucionalmente viene exigido su establecimiento por ley (art.
31.3) (4), y que el hecho previsto en hipótesis por la norma ha de ser, por
exigencias lógicas y mandato constitucional (art. 31.1), revelador de una cierta
capacidad contributiva en el sujeto obligado a pagar el tributo en cuestión,
expuestas estas dos ideas –repetimos– resulta más fácil adentrarse en la maraña
de problemas, sobre todo en materia de interpretación, que el art. 20 LGT suscita.
La primera de estas dificultades hinca sus raíces en el propio texto del
precepto, donde de un modo comprensible, aunque no suficientemente preciso, se
define el hecho imponible como “el presupuesto fijado por la ley para configurar
cada tributo”, sin ninguna otra especificación. La expresión es correcta, porque en
Derecho Tributario la fuente de toda relación jurídica se encuentra en la ley. Pero lo
que no se dice es que ese hecho o supuesto fáctico susceptible de ser asumido
dentro de un presupuesto de hecho (hipótesis normativa), ha de ser revelador de
capacidad contributiva, ha de ser idóneo para poner de manifiesto que la persona
que se encuentre en una relación determinada con él está en condiciones de
contribuir al sostenimiento de los gastos públicos. Y en este sentido, puede
afirmarse que todo hecho de la realidad social, susceptible de ser transformado en
hecho imponible (hecho jurídico productor de efectos jurídicos), tiene naturaleza
económica, tiene un contenido económico. En sentido contrario, una vez que el
hecho de la realidad social (supuesto fáctico), es asumido por una norma tributaria
para pasar a configurar el hecho imponible de un tributo, se está ante un hecho
exclusivamente jurídico, la realidad que cuenta es la realidad normativa y toda la
fase anterior de elaboración legislativa (prejurídica) es un mero antecedente.
Sin embargo, aunque la expresión no es perfectamente acabada, por las
razones antedichas, es comprensible. Quiere con ello decirse que aunque la fuente
de las relaciones tributarias reside en la ley, por exigencias constitucionales (art.
31.1), todo supuesto fáctico susceptible de ser transformado en un hecho
imponible ha de ser revelador de capacidad contributiva y, en este sentido, es
posible diferenciar dentro de estos supuestos entre aquéllos en que la capacidad
contributiva sometida a consideración se manifiesta de un modo directo o inmediato
(la percepción de una renta, la explotación de un negocio, el reparto de beneficios,
la realización de un gasto, etc.), y aquellos otros en que la capacidad contributiva
puesta de manifiesto a través del acto o hecho realizados aparece oculta bajo el
ropaje de una forma jurídica previa (civil, mercantil, administrativa, laboral, etc.).
Piénsese, por ejemplo, en los casos en que el Derecho Tributario contempla como
supuestos fácticos susceptibles de imposición todo el ancho campo del negocio
jurídico. Pues bien, a todos estos supuestos fácticos contemplados por el Derecho
Tributario como hechos imponibles, son a los que alude el art. 20 LGT con la
expresión «presupuesto fijado por la ley» (5).
Concluye la definición legal del hecho imponible realizada por el art. 20 LGT
con una alusión a la exigencia de que cada tributo sólo puede contener un hecho
imponible, que es el elemento que sirve para diferenciar a los tributos entre sí, y al
supuesto normal de que a cada hecho imponible suele corresponder un solo
tributo.
Finalmente, a las preguntas sobre si el hecho imponible debe recoger la
totalidad de la capacidad contributiva puesta de manifiesto en el supuesto fáctico
contemplado y sobre sí, en base al principio de igualdad, toda manifestación de
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puertas, ventanas o chimeneas, etc.; en tanto que de optarse por gravar la renta,
habría que pensar en el precio de alquiler, en las rentas susceptibles de ser
obtenidas, en las rentas medias presuntas, etc.
Es decir, en la necesaria operación de transformar el hecho imponible en una
magnitud mensurable pueden utilizarse múltiples criterios. Pero de esos criterios, ni
todos ofrecen el mismo grado de adecuación a la realidad objeto de medición, ni
todos presentan el mismo grado de dificultad llegado el momento de su puesta en
práctica. Es por ello muy importante tener en cuenta, en primer lugar, que el
principio constitucional de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos de
acuerdo con la capacidad económica de cada cual (art. 31.1 de la Constitución),
pierde toda razón de ser si se rompe el hilo lógico y jurídico que debe ligar la
capacidad económica del contribuyente con la cuantía de su prestación tributaria,
precisamente a través del cauce formal ofrecido por la correspondiente definición
legal del hecho imponible y de la base tributaria (7). De poco serviría una adecuada
contemplación de la capacidad económica gravable por parte del hecho imponible,
si al definir la base se acoge de forma parcial o inadecuada el elemento objetivo o
material del hecho imponible.
Pero, simultáneamente, conviene no perder de vista que, algunas veces, el
criterio valorativo teóricamente más adecuado para medir el elemento objetivo del
hecho imponible y dar lugar a la correspondiente definición legal de la base, es
inviable por razones técnicas (falta de colaboración ciudadana, falta de registros y
estadísticas oficiales, ineficacia administrativa), o inoportuno por razones políticas o
económicas (exceso de presión tributaria sobre determinados grupos sociales,
intento de evitar fricciones entre Administración y administrados, presencia de
motivaciones extrafiscales, etc.). Circunstancias que suelen manifestarse tanto en
la definición de la base imponible ofrecida como en la configuración legal de los
procedimientos dirigidos a su determinación, dada la íntima relación existente entre
la elección de criterios definitorios de la base y mecanismos tendentes a su
determinación (8).
Así, pues, como resumen y compendio de cuanto antecede, cabe definir la
base imponible como una magnitud cuantificadora del hecho imponible, establecida
por la ley, que en concurrencia con el tipo de gravamen fija la cuantía de la cuota
tributaria.
De la anterior definición fácilmente se desprenden las cuatro funciones
fundamentales que cumple la base imponible, esto es: 1º) constituir un elemento de
medición o cuantificación del hecho imponible; 2º) que lo que se mide o cuantifica
es la capacidad económica puesta de manifiesto en el aspecto objetivo del hecho
imponible; 3º) en concurrencia con el tipo de gravamen fija la cuantía de la
prestación tributaria; y 4º) en los tributos en que el tipo es progresivo la cuantía de
la base determina el tipo aplicable.
D) El tipo de gravamen.- La Ley General Tributaria española dedica al tipo de
gravamen los artículos 55 y 56. El primero de ellos define el tipo de gravamen
como ”la cifra, coeficiente o porcentaje que se aplica a la base liquidable para
obtener como resultado la cuota íntegra”. A continuación clasifica los tipos en
específicos y porcentuales, denominando “tarifa” al conjunto de tipos de gravamen
aplicables a las distintas unidades o tramos de base liquidable. Finalmente prevé la
posibilidad de aplicar tipos cero, reducidos o bonificados.
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4. El principio de generalidad
Es, sin duda, el primer gran principio ordenador de los tributos. La historia de
los sistemas tributarios aparece íntimamente ligada a la existencia de privilegios e
inmunidades fiscales, de forma que el tributo o se imponía a los vencidos o bien se
exigía en función de la clase social a la que se pertenecía. El constitucionalismo
moderno y, en particular, la Revolución Francesa, supone el punto final a estas
prácticas discriminatorias y extiende la obligación de tributar a la totalidad de los
ciudadanos. Nos encontramos así con el principio de generalidad.
Como tal principio, se recoge expresamente en el art. 3 LGT. Por su parte, el
art. 31.1 de la Constitución española especifica su contenido: «Todos contribuirán
al sostenimiento de los gastos públicos...». Es de advertir que cuando se está
afirmando todos, y pese a que dicho precepto está incluido en la Sección 2ª del
Capítulo II del Título I, denominada «De los derechos y deberes de los
ciudadanos», no se está haciendo cuestión de la ciudadanía, esto es, de la
nacionalidad, sino que el mandato constitucional se dirige a todos aquellos,
españoles o extranjeros, que realicen los presupuestos de hecho previstos por las
leyes tributarias (12).
Ahora bien, pese a su formulación, el principio de generalidad no está tanto
dirigido a ordenar que todos deben contribuir a la financiación de las cargas
públicas, cuanto a prohibir las exclusiones apriorísticas de cualquier tipo de
personas (13), es decir, está dirigido a erradicar toda clase de privilegios e
inmunidades fiscales. De ahí que un recto entendimiento de este principio exige
conectarlo con otro: el de capacidad económica, de forma que solo aquéllos que
tengan tal capacidad pueden considerarse incluidos dentro de la obligación
constitucional de sostener los gastos públicos, lo que convierte a éste en el
principio rector de nuestro ordenamiento tributario.
recibe un enfoque unánime por parte de la doctrina. Una vez afirmada la necesidad
de la progresividad a los efectos antes indicados, ello no puede significar que todos
y cada uno de los tributos han de ser progresivos: la progresividad no se afirma
como una necesidad de cada figura en particular, sino del sistema tributario
considerado en su conjunto. Pero una vez afirmado esto, desde una perspectiva
netamente jurídica ya no puede hacerse mucho más que determinar qué clase de
tributos son más aptos para estructurarse con criterios de proporcionalidad y cuáles
con criterios de progresividad. Y ello porque pronunciarse sobre si un sistema
tributario es o no progresivo en su conjunto, que es la verdadera cuestión y una de
las más importantes a resolver, es algo que, en nuestra opinión, se resiste al
análisis jurídico, para insertarse en el análisis económico y la valoración política. Se
produce así la enorme paradoja de que la progresividad, que comienza por
presentarse como una exigencia jurídico-constitucional de la tributación, acaba
careciendo de un método jurídico adecuado para verificar su efectiva recepción en
los sistemas tributarios, siendo claro que la cuestión no puede limitarse a verificar si
en un sistema tributario hay o no progresividad, sino que la verdadera cuestión es
el grado de progresividad que efectivamente hay y puede llegar a haber. Pero
difícilmente tal cuestión puede recibir una contestación precisa, salvo que venga
dada por la norma constitucional, lo que hoy no ocurre ni parece que sea posible.
La última cuestión a resolver en relación a la progresividad presenta unos tintes
similares a la anterior: es tan clara en su planteamiento como obscura en cuanto a
sus posibilidades de solución. Nos referimos a los límites máximos de la
progresividad. La Constitución española no señala límite alguno a la progresividad,
sino que se limita a afirmar (art. 31) que el sistema tributario nunca podrá tener
alcance confiscatorio (26). Tres son las observaciones que deben formularse en
relación a tal prohibición:
1) Es una contradicción hablar de impuestos confiscatorios. Los tributos son
instituciones que al aplicarse detraen una parte de la renta o el patrimonio, por lo
que no pueden nunca llegar a afectar a la totalidad de esa renta o patrimonio. Y si
lo hicieran, no estaríamos ante un auténtico tributo (aunque tuviera tal nombre):
sería lisa y llanamente una requisa, una expropiación, que en cuanto carente de
indemnización, sería radicalmente inconstitucional.
2) El problema planteado no es, en realidad, el de un supuesto principio de
no confiscatoriedad, sino el de determinar los límites máximos de la progresividad,
a fin de que no resulte lesionado el derecho constitucional de propiedad privada. La
no confiscatoriedad resulta así ser un límite a la progresividad, pero no un límite
surgido desde dentro del ordenamiento tributario, sino un límite surgido desde otro
derecho protegido constitucionalmente, como es el derecho de propiedad.
3) Planteada así la cuestión de la no confiscatoriedad como límite a la
progresividad, nuevamente nos encontramos con una exigencia jurídica, de
importancia conceptual básica y polémica casi constante, para la que se carece
hoy de respuesta jurídica. Salvo que por vía jurisprudencial pueda llegarse en algún
momento a mayores concreciones (lo que no parece fácil), a la pregunta de hasta
dónde, hasta qué límite máximo pueden llegar los tributos, sólo puede contestarse
de una manera: hasta donde el acuerdo político o la paciencia de los
contribuyentes lo permita, contestación a una cuestión profundamente jurídica pero
que, evidentemente, no tiene nada de jurídica.
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nuestra opinión mucho más allá de lo necesario al fin perseguido, que la obtención
de recursos puede constituir un fin secundario.
Respecto al derecho español, puede considerarse que desde 1963 no hay
obstáculos de derecho positivo para los tributos de ordenamiento. De un lado, la
Ley General Tributaria ya disponía en su art. 4 que «los tributos, además de ser
medios para recaudar ingresos públicos, han de servir como instrumento de la
política económica general, atender a las exigencias de estabilidad y progreso
sociales y procurar una mejor distribución de la renta nacional» (28). La
Constitución española no da de forma expresa cobertura a la tributación extrafiscal,
pero una adecuada interpretación de la misma hace perfectamente posible, y casi
hasta exige, la utilización de los tributos con una finalidad no fiscal (29). En efecto,
en toda Constitución, como cúspide del edificio jurídico, pueden distinguirse dos
partes perfectamente diferenciadas. De un lado, se configuran y vertebran las
libertades, derechos y deberes de los ciudadanos, las instituciones jurídicas y la
estructura básica de la organización social. De otro, se establecen los
presupuestos ideológicos que, sin tener aplicación inmediata, sirven para dar
coherencia a las instituciones jurídicas y a la estructura organizativa en función de
los fines básicos a que éstas han de servir. De tal forma, que si bien cada
institución debe ser estudiada aisladamente en función de su estructura y
finalidades específicas, el conjunto de ellas debe asimismo ser contemplada en
función de los presupuestos que animan y dan vida al programa que para la
sociedad aparece trazado en la Constitución.
La necesidad de esta conexión entre instituciones jurídicas y presupuestos
ideológicos se hace especialmente patente en el campo de la actividad financiera
del Estado, ya que no es pensable que la Constitución asigne unos objetivos al
Estado en el campo económico y social, y que las instituciones jurídicas –
especialmente aquéllas que tienen una proyección económica– queden reducidas a
su ámbito específico, ordenadas exclusivamente con arreglo a sus propios
principios, desconectadas entre sí y desconectadas de los presupuestos generales
o básicos.
Para determinar cuáles sean estos principios basta un somero análisis de la
Constitución. Principios como el de igualdad de hecho (art. 9.2) –al que ya hemos
hecho abundante referencia–, o las genéricas obligaciones contenidas en los
artículos 40 (creación de condiciones favorables para el progreso social y
económico), 130 (modernización y desarrollo de todos los sectores económicos),
131 (primacía del interés general)...etc., mandatos todos ellos que, a veces, incluso
son objeto de una específica determinación (protección a la familia, a la tercera
edad, derecho a una vivienda digna, etc.), revelan claramente el sustrato
ideológico de la Constitución, y que si se desea que sean algo más que pura
retórica indicativa, es preciso concluir que a fortiori han de penetrar en el
ordenamiento jurídico que se encuentra por debajo de la norma constitucional que
los recoge. Y esta penetración no sólo supone que el ordenamiento jurídico
disponga de mecanismos específicos para conseguir tales fines, sino también la
necesidad de que sean utilizadas para ello aquellas otras instituciones (cual es el
caso del tributo) que, aun habiendo sido pensadas para otras finalidades,
presentan una especial idoneidad para el logro de esos objetivos que la
Constitución propugna. Instituciones que de no ser debidamente utilizadas a tal fin,
podrían ocasionalmente producir por sí mismas efectos contrarios a los que con
carácter general se persiguen.
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Pues bien, esta necesaria conexión entre las instituciones que integran un
ordenamiento jurídico y los presupuestos o valores que constitucionalmente son
superiores al mismo (art. 1 CE) es, a nuestro modo de ver, lo que legitima la
ocasional instrumentalización de las instituciones jurídicas en general (las que sean
técnicamente adecuadas para ello) y del tributo en particular (quizá, una de las más
adecuadas).
De esta forma, creemos, queda cumplidamente justificada la posibilidad
constitucional de utilizar los tributos con finalidad no fiscal. Y como consecuencia
de ello, se obtiene otra que resulta inevitable: cuando un tributo (o una norma
concreta) se utiliza con finalidad extrafiscal, puede, en orden a facilitar la
consecución del fin que persigue, apartarse del principio de justicia básico de los
tributos que tienen finalidad recaudatoria, esto es, de la capacidad económica (30),
desde luego como criterio de medida del tributo (capacidad contributiva relativa) y
probablemente también (aunque, sin duda, de forma más matizada) como
fundamento del impuesto (capacidad contributiva absoluta).
Si, como acabamos de exponer, no creemos que puedan seguir oponiéndose
hoy mayores dificultades a la tributación extrafiscal, parece necesario señalar que,
una vez resuelta la cuestión de su legitimidad constitucional, ni la doctrina ni el
derecho positivo ni la jurisprudencia, han sido hasta el momento capaces de
señalar unos límites máximos a la acción extrafiscal. Está todavía por hacerse en
España un detallado estudio de la legislación extrafiscal existente y de su
calificación a la luz de los principios constitucionales. Pero cualquier mediano
conocedor de ésta, podría quizá llegar a las siguientes conclusiones:
– Es probablemente excesiva la tributación extrafiscal existente hoy en el
ordenamiento tributario español.
– La existente se aparta demasiado de una mínima referencia a la capacidad
económica.
– No puede asegurarse que muchas de las normas extrafiscales sean
efectivamente capaces de producir los efectos que en principio tienen asignados,
por lo que carece de justificación en estos casos el apartamiento de la capacidad
económica como ratio de todo tributo. En concreto, por ejemplo, damos por cierto
que las deducciones por creación de empleo neto no son capaces de crear un solo
puesto de trabajo: tales deducciones son un premio, o más técnicamente una
subvención, para quienes por exigencias empresariales han creado ese puesto de
trabajo; es decir lo que crea el puesto de trabajo es la necesidad empresarial de
crearlo y no el ahorro que el estímulo fiscal puede producir, pues es evidente que
este representa una cuantía muy inferior al coste de la creación del puesto de
trabajo. Y siendo así, no hay relación de causa a efecto entre estímulo fiscal y
efecto buscado, por lo que no se justifica el apartamiento de la capacidad
económica y, consiguientemente, el ahorro fiscal para unos contribuyentes en
relación a otros con un mismo nivel de beneficio, pero que no han creado puestos
de trabajo porque no los necesitan.
– La extraordinaria expansión que en la actualidad experimenta el fenómeno de
la extrafiscalidad (una vez que ésta ha encontrado legitimidad constitucional), está
conduciendo a que hoy el tributo sea un instrumento que puede utilizarse casi sin
límite para cualquier cosa, lo que conduce a su desnaturalización. Es más, cabe
pensar (y no faltan ejemplos concretos en tal sentido) que bajo la capa de una
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(1) Desde que en 1964 pusiera G. A. MICHELI (Profili critici in tema di potestá
di imposizione) especial énfasis en destacar la correlación genérica y funcional
entre los gastos y los ingresos del Estado, se ha producido una abundante
literatura, también entre nosotros, en tal sentido (vid., de modo particular, F.
VICENTE-ARCHE, «Apuntes sobre el instituto del tributo», Rev.Esp.Der.Fin, 1975 y A.
RODRÍGUEZ BEREIJO, Introducción al estudio del Derecho financiero, Madrid, 1976,
pp. 70 y ss.). No debe olvidarse, sin embargo, que esa conexión entre los gastos y
los ingresos constituye también el fundamento racional de la imposición para
GRIZIOTTI y sus seguidores (FORTE, MAFFEZZONI, ZINGALI). Naturalmente, las
sensibles distancias que median entre una y otra posición obedecen no sólo a
diferencias de enfoque, sino a las muy distintas formas de caracterizar esa
conexión, que van, de un lado, desde lo global a lo individual; y de otro, a buscar su
concreción en principios tan dispares como el de la solidaridad (MICHELI), el disfrute
de los servicios públicos (MAFFEZZONI) o el de igualdad (MORTATI Y ABBAMONTE).
Vid. nuestro estudio «Aparición de un nuevo Curso de Derecho financiero en la
doctrina italiana», Rev.Der.Fin,1976 y «Concepto actual de tributo», Aranzadi,
1996.
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para que tanto la jurisprudencia como la doctrina lo hayan extraído del principio de
igualdad.
(20) Vid. J. L. PÉREZ DE AYALA y E. GONZÁLEZ, Derecho Tributario, cit. pp.
162.
(21) Inútil porque mucho dudamos que el Tribunal Constitucional español
pueda llegar a concretar todos los aspectos de la progresividad antes
mencionados. E inútil también porque lo dicho hasta el momento, hodie et nunc, no
permite suponer que el Tribunal haya empezado a entender cómo funciona la
progresividad, que es el primer e indispensable requisito para poder hablar de la
misma. La afirmación no es gratuita desde el momento que en la Sentencia de 4 de
Octubre de 1990, tras unas referencias a la no confiscatoriedad, puede leerse que
«... sería asimismo, y con mayor razón, evidente el resultado confiscatorio de un
Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas cuya progresividad alcanzara un
tipo medio de gravamen del 100 por 100 de la renta». Lo que es evidente es que
para alcanzar ese tipo medio sería imprescindible un tipo marginal muy superior al
100 por 100. Y en el momento en que la escala de tipos, antes de llegar al
marginal, alcanzara el 100 por 100, ya estaríamos en el terreno de la
confiscatoriedad, es decir, mucho antes de llegar al tipo medio del 100 por 100. Si
no se entiende que el problema de la no confiscatoriedad y, por tanto, de la
progresividad, no es un problema de tipos medios, sino de tipos marginales,
entonces, de momento, no podemos empezar a hablar (aunque el Tribunal
Constitucional español ya se encuentre haciéndolo).
(22) Por lo dicho, parece claro que a la progresividad, puede perfectamente
aplicarse el conocido y delicioso, aunque escéptico párrafo de L. EINAUDI referido a
la «capacidad contributiva... este par de palabras se escapa entre los dedos, se
escurre inaprensiblemente y vuelve a aparecer a cada momento, inesperado y
persecutorio..., con ese par de palabras se explica todo» (y queda todo sin explicar
y fundamentar en el plano jurídico, añadiríamos nosotros pensando en la
progresividad), Mitos y paradojas de la justicia tributaria, Barcelona 1963, p.72.
(23) Más ampliamente E. LEJEUNE , «Aproximación...», cit., pp. 122 y ss.
También J. M. MARTÍN DELGADO, «Los principios de capacidad económica e
igualdad en la Constitución española», en Hacienda Pública Española, nº 60.
(24) En este sentido se pronuncia también ABBAMONTE, Principi, cit. p. 85.
(25) Sobre este tema es fundamental la aportación de C. PALAO, «La
protección constitucional de la propiedad privada como límite al poder tributario» en
Hacienda y Constitución, Madrid, 1979, pp. 277 y ss. También A. AGULLO, «Una
reflexión en torno a la prohibición de confiscatoriedad a través del sistema
tributario», R.E.D.F. nº 36, 1982; MARTÍNEZ LAGO, «Función motivadora de la norma
tributaria y prohibición de confiscatioriedad», R.E.D.F., nº 60, 1988; y E. LEJEUNE ,
Aproximacion... cit. pp. 168 y ss.
(26) Sobre este punto, vid. E. LEJEUNE , Aproximación...cit. pp. 171 y 172.
(27) Vid, en relación a este precepto P. YEBRA, «Comentarios a un precepto
olvidado: el artículo 4 de la Ley General Tributaria», en Hacienda Pública Española,
núm.32; C. ALBIÑANA, «Los impuestos de ordenamiento económico» en Hacienda
Pública Española, 1981, nº 71, y «Los tributos con fines no financieros», en
Economía Española, Cultura, Sociedad (Homenaje a J. Velarde Fuertes), Madrid
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1.992; y G. CASADO, «Los fines no fiscales de los tributos» en Rev. Der. Fin. y Hac.
Pub. nº 213.
(28) Los párrafos que siguen proceden de E. LEJEUNE, Aproximación, p.176
a 178.
(29) El apartamiento del principio de capacidad contributiva en materia de
tributos extrafiscales es, con más o menos intensidad, inevitable. Ya hace casi
treinta años que J. LASARTE escribía: «basta una primera aproximación a la
problemática que plantea el principio de capacidad contributiva para comprender
que cuando la imposición del tributo se rija por este criterio queda a la
Administración una posibilidad muy limitada de utilizar el impuesto con fines de
rgulación económica».Vid. «Principios tributarios y política fiscal en el desarrollo
económico», en Rev. Der. Fin y Hac. Pub., 1968, p. 1.292.
(30) Vid. «Teoría jurídica de la exención tributaria», en Hacienda y Derecho,
Madrid, 1963, p. 420.