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De Ercilla, Alonso (1974) La Araucana. Editorial Kapelusz.

Buenos Aires

LA ARAUCANA
Estudio Preliminar por María Ngélica Scotti

La vida de la corte
Los años adolescentes de Ercilla transcurren en estrecha relación con la vida de la corte.
España atraviesa entonces su época de máximo esplendor. Es el reinado de Carlos I,
quien ha pasado a la posteridad como Carlos V, nombre que le corresponde como
Emperador de Alemania. La herencia de los reinos españoles y del Imperio Alemán,
sumada a la de los dominios procedentes de las Casas de Borgoña y de Austria, hacen de
Carlos I el monarca más poderoso de la Europa de su tiempo. En él se encarna el ideal
imperialista tendiente a integrar una comunidad de estados cristianos. Su política, de
proyección internacional más que centrada en los intereses particulares de España, se
manifiesta en las guerras emprendidas en Alemania por motivos fundamentalmente
religiosos, contra Francia por el dominio de los reinos italianos, y contra los turcos en el
Mediterráneo, además de las campañas de conquista y colonización en América. Todas
estas empresas acrecientan y afianzan la gloria militar de España, convertida así en
potencia política europea y mundial, a la vez que afirman su sentimiento nacionalista. La
misma política exterior es continuada por Felipe II, hijo y sucesor de Carlos I en el trono de
España, al abdicar éste en 1556. Aunque el nuevo soberano español no recibe en herencia
el Imperio de Alemania, le son legadas las ideas imperialistas, con una orientación
esencialmente católica, de cruzada religiosa contra la “herejía” que parece envolver
entonces al mundo conocido. Precisamente a este monarca, convencido de la misión
divina de su reinado, le ha sido atribuida la frase “Prefiero no reinar a reinar sobre herejes”.
Junto a estos ideales, Felipe II representa fundamentalmente la concepción del
absolutismo monárquico, acorde con las teorías políticas de la época. La voluntad
soberana del monarca, como personificación del Estado, está por encima de todo; su
autoridad aparece como absoluta e indiscutible: es la “obligación con que nacemos/ que a
nuestro Rey y Príncipe tenemos”, como reconoce Ercilla mismo en su poema (Canto XII,
estrofa 97).
No sólo esta sumisión al rey y el reconocimiento de su poder absoluto señalan al poeta de
La Araucana como hombre comprometido con los ideales de su época y de su Nación.
Participa también de los rasgos del idealismo caballeresco resurgido entonces como culto
a la vida heroica: la búsqueda del honor, la ambición de gloria e incluso el espíritu de
aventuras, fomentado por el descubrimiento del Nuevo Mundo. Características de una
nobleza que, aun carente de poder político, sirven como marco para realzar la
personalidad del monarca. El padre de Ercilla había sido hombre de confianza de Carlos I.
En ese ambiente cortesano se formó el poeta, aunque –a excepción de su función de paje
del entonces príncipe Felipe- no llegó a obtener ninguna distinción allí, al contrario de otros
escritores de su época. Conoció la magnífica corte borgoña implantada en España por el
Emperador e incluso las opulentas cortes europeas en sus viajes como acompañante del
príncipe.
Como hombre de su tiempo, Ercilla no fue ajeno tampoco al gran movimiento cultural
dominante en Europa desde el siglo precedente: el Renacimiento. El humanismo
renacentista significó esencialmente una vuelta a las fuentes de la antigüedad clásica y
pagana y removió la visión estática y dogmática del Medievo con respecto a la realidad y al
hombre en particular; a partir de él surgió, asimismo, la concepción moderna del artista
como individualidad creadora. Otro movimiento europeo, en este caso de carácter
religioso, imprimió su sello a la época y especialmente al siglo XVI: la Reforma protestante,
iniciada en 1517, que envolvió a España y al resto de Europa en una encarnizada lucha
religiosa. Esta era turbulenta, sacudida por guerras y cuestionada en sus valores morales y
estéticos, no podía menos que agitar de modo semejante al espíritu sensible de un artista.
Es lícito pues rastrear en esta crisis la visión pesimista y crítica que Ercilla manifiesta a
menudo con respecto a su época: “este tiempo mísero” (XX, 2), como dice aludiendo a su
civilización, la cual, siente, evidentemente, plena de “confusión y alteraciones” (XXVI, 4).

La conquista española en América


La vida de la corte, a pesar de los frecuentes viajes de Ercilla, parecía no satisfacer su
inquieta juventud. Por lo menos así lo evidencian su deseo y decisión de marchar hacia el
fabuloso territorio de las Indias Occidentales. A Europa llegaban las noticias de una tierra
legendaria donde se ocultaba el oro, relatos de viajeros acerca de extraños aborígenes,
crónicas de luchas que ponían a prueba la fuerza y la gloria militar española. Era natural
que semejantes narraciones excitaran el temperamento curioso e indagador de Ercilla, tal
como él mismo reconoce en su poema: “Yo, que fui siempre amigo e inclinado/ a inquirir y
saber lo no sabido…” (XXXVI, 19). Ercilla se embarca entonces a la arriesgada expedición
de Jerónimo de Alderete y cambia así la pompa y comodidad de la corte inglesa, donde se
encontraba en ese momento, por los rigores y sobresaltos de la vida en un territorio
desconocido, mundo de aventuras y riquezas.
Precisamente la sed de aventuras y de riquezas había guiado a los primeros
conquistadores. No había transcurrido mucho tiempo –apenas poco más de veinte años-
desde que el Imperio de los Incas, con su fabuloso tesoro, había sido reducido para la
corona española de Carlos I por obra de dos ambiciosos capitanes españoles, Francisco
Pizarro y Diego de Almagro. Este último, atraído por la noticia de las riquezas mineras del
territorio chileno, emprende la conquista del Sur, ya alcanzada previamente y en forma
casual por Hernando de Magallanes en su paso por el estrecho. Pero la tierra en
apariencia pobre y la naturaleza hostil pronto hacen desistir a Almagro de su propósito. La
verdadera conquista de Chile se inicia sólo en 1540 con Pedro de Valdivia, quien había
partido desde el Perú en busca de tierras para colonizar y funda poblaciones como
Santiago y La Serena, en medio de ataques continuados de los originarios pobladores. Es
el comienzo de la historia colonial de Chile.
Para la corona española América era un mundo poblado por idólatras, que debía ser
sometido a la fe de Cristo, de acuerdo con el sentido de misión divina con que envolvían su
política los monarcas españoles de la época. La conquista aparece justificada así por sus
propósitos religiosos: “porque la ley sacra se extendiese”- explica Ercilla como súbdito leal
a la causa de su Nación-, “para que a la Fe se redujese/ la bárbara costumbre y ciega
gente” (IX, 5). Pero el verdadero móvil de la empresa española en América era de carácter
político y económico: ganar nuevos territorios para la corona y explotar las riquezas
mineras de estas tierras vírgenes. A esto hay que sumar los objetivos concretos de los
conquistadores, hombres que se lanzan a la aventura y al riesgo de lo desconocido y
salvaje “del interés incitador llevados” (XXXV, 3), con la “esperanza de bienes y riquezas”
(XXXV, 28). Como dice uno de los araucanos víctima de la depredación española: “Y es
un color, es apariencia vana/ querer mostrar que el principal intento/ fue el extender la
religión cristiana,/ siendo el puro interés su fundamento; / su pretensión de la codicia mana/
que todo lo demás es fingimiento” (XXIII, 13). La búsqueda de fama o gloria por las
hazañas guerreras aparece también como móvil de la campaña de América, de acuerdo
con los ideales caballerescos del español del siglo XVI: los expedicionarios son gente
“ganosa de honra y de valor movida” (XXI, 24).
Esos hombres, llevados por los intereses de su patria tanto como por sus propios
intereses, deben afrontar enormes trabajos y fatigas para dominar la salvaje tierra
americana. La naturaleza libre y agreste les opone a menudo tanta resistencia como los
nativos del lugar. La dispersión de éstos en innumerables tribus acrecienta las dificultades
de la conquista. Esto obliga a los españoles a diseminarse en partidas, para someter a un
enemigo que les hace frente a cada paso en una verdadera guerra de guerrillas. Ninguna
región del mundo americano costó tanto a España, en el sacrificio de hombres y en dinero,
como Chile. Valdivia, su verdadero conquistador, terminó pereciendo a manos de los indios
en pleno territorio araucano, como cuenta Ercilla sobre la base de testimonios de terceros
(Canto III). Los repetidos ataques indígenas inician una serie de derrotas españolas que
hacen retroceder cada vez más la frontera de lo conquistado. Los araucanos eran un
pueblo belicoso y amante de su independencia. Vivían agrupados en número reducido y
sólo se unían en alianza momentánea para librar la guerra contra el enemigo. Su vida
estaba sujeta a enormes privaciones y miserias: debían vagar casi constantemente por
lugares agrestes, acosados por la guerra, el hambre y la peste; pero preferían esos rigores
a caer sometidos por el extranjero. Contra “aquellos bárbaros bizarros,/ grandes fieros”
(VIII, 6) va a luchar también Ercilla desde el momento en que desembarca en territorio
chileno acompañando al nuevo gobernador don García Hurtado de Mendoza. Pero al
mismo tiempo que, como hombre de acción fiel a su causa, los combate o somete
pacíficamente, desde su puesto de hombre de letras los exalta por su valor y patriotismo. Y
no sólo encuentra en ese territorio tan alejado de su civilización un enemigo “digno” de las
armas españolas –valoración que lo lleva a equipararlo con españoles mismos, o con
héroes de la antigüedad clásica, o a idealizarlo y ponerlo como ejemplo-, sino que también
allí encuentra la antítesis de su propia civilización; “digo que la verdad hallé en el suelo”;
“estaba retirada en esta parte/ de todas nuestras tierras excluida” (XXXVI, 1-2), pues “la
sincera bondad y la caricia/ de la sencilla gente de estas tierras,/ daban bien entender que
la codicia/ aún no había penetrado aquellas sierras” (XXXVI, 13) en esos “últimos rincones/
libres de confusiones y alteraciones” (XXXVI, 4).

La Araucana
En ese escenario de luchas y heroísmo, impulsado por una realidad nueva y palpitante.
Ercilla se lanza a la empresa de escribir su poema La Araucana. Y lo inicia en el mismo
campo de batalla: “la pluma ora en la mano, ora en la lanza” (XX, 24). Guerrero y poeta a
la vezm no puede menos que ver en la poesía un complemento de la acción. La realidad,
aunque siempre es más amplia y rica que su plasmación artística, necesita de ésta para
trascender. La función de la literatura es “celebrar empresas memorables” (I, 2) y darles
proyección futura. Hay sucesos “dignos de ser para en eterno escritos” (XVIII, 42): son
hechos grandes o ejemplares que merecen salvarse de la acción destructora del tiempo; y
esta voluntad de preservarlos en la memoria de los hombres es la que impulsa a Ercilla a
escribir su poema: “Si causa me incitó a que yo escribiese/ con mi pobre talento y torpe
pluma,/ fue que tanto valor no pereciese,/ ni el tiempo injustamente lo consuma” (XII, 72).
Sólo la creación literaria tiene ese privilegio de hacer justicia al conferir inmortalidad a lo
perecedero: “es justo que la fama cante un hecho/ digno de celebrarse hasta el día/ que
cese la memoria por la pluma/ y todo pierda el ser y se consuma” (VII, 19).
La Araucana es la plasmación histórico-poética de las luchas del estado de Arauco contra
los conquistadores españoles. Es el primer poema que inmortaliza a la manera épica la
realidad americana, por lo cual, a pesar del origen español del autor, puede ser incluido en
el patrimonio de la literatura de América. Los primeros quince cantos, del total de treinta y
siete que abarca el poema, fueron escritos por Ercilla en territorio chileno, en el espacio de
menos de dos años de su permanencia allí. Esos cantos tratan fundamentalmente los
acontecimientos anteriores a su llegada a Chile, y los escribió sobre relatos de
conquistadores y de indios que habían participado en esos sucesos: “de ambas las mismas
partes lo he aprendido” (XII, 69). Ya de regreso en Madrid, después de varios años se
decide a publicarlos en una edición costeada por él mismo: aparecen como Primera parte
de la Araucana, en una impresión de Pierres Cossin, en 1569. De acuerdo con la
costumbre de la época, el texto va acompañado de una dedicatoria a Felipe II, de algunas
piezas poéticas laudatorias y de una aprobación que da fe acerca del carácter histórico del
poema. Esta Primera parte tuvo una exitosa repercusión tanto en España como en otros
lugares de Europa e incluso en América, lo que dio lugar a posteriores reediciones. El resto
de la obra –los veintidós cantos sobre acontecimientos vividos en su mayor parte por el
autor- fue completado por Ercilla en el curso de largos años, en España, alternando con
otras actividades. Así, en 1578, aparece publicada la segunda parte del poema juntamente
con la primera, también con la impresión de Pierres Cossin. Una nueva aprobación y otras
piezas laudatorias son agregadas a las que acompañaban la edición precedente, además
de una dedicatoria a Felipe YY y otra dirigida al lector. Esta publicación obtiene un éxito
mayor que la anterior y acrecienta la fama literaria de Ercilla. Finalmente, en 1589 aparece
en Madrid la tercera parte –con sus correspondientes dedicatorias y piezas laudatorias-
que, en esta primera versión, abarca los cantos XXX-XXXV. Poco después -1589-1590- se
publica en Madrid una edición completa de las tres partes de la obra, aunque el testo
definitivo sólo aparece póstumamente, en 1597. Esta última es una versión corregida y
aumentada – con correcciones y agregados que se atribuyen a Ercilla, aunque esto no está
totalmente comprobado-. Entre las estrofas añadidas figuran fragmentos de un poema
sobre la conquista del reino de Portugal que Ercilla planeaba escribir completo, propósito
que evidentemente no cumplió. Apare de estos fragmentos incorporados a la edición
póstuma de La Araucana, Ercilla escribió un romance sobre la batalla naval librada entre
españoles y franceses en las isla Azores (1582), que fue publicado en Lisboa en 1586.
También le han sido atribuidos al poeta una glosa –recogida en el Parnaso Español de
López de Sedano, en que habla acerca de un desengaño amoroso- y dos sonetos escritos
en respuesta a otros dos de carácter burlesco, obra estos últimos de poetas
aparentemente envidiosos de la creciente fama de Ercilla y expresión acorde con el
ambiente de rencillas literarias propio del Siglo de Oro español.

Carácter histórico del poema


Ercilla se propone en su poema preservar para el futuro las hazañas y los rasgos notables
del pueblo araucano y también del español en su lucha con él. Pero, para que estos
grandes hechos puedan perpetuarse y ser ejemplares en la memoria de los hombres,
deben ser recogidos en su verdad esencial. La verdad es, pues, la condición de la
ejemplaridad. Por eso Ercilla, ya desde los primeros versos, se preocupa por aclarar que
su labor “es relación sin corromper sacada/ de la verdad, cortada a su medida” (I, 3). Por
eso, también, en una de sus habituales digresiones con respecto al tema central, insiste en
poner en claro la verdadera historia de Dido, que con su vida y su sacrificio deja “ejemplos
y ley establecida” (XXXIII, 49) para su pueblo y para la posteridad. Y emprende esa tarea,
aun a riesgo de quebrar la unidad de su poema, para salvar la verdad frente a la
“inescrupulosidad” de un poeta como Virgilio, quien “falseó su historia y castidad preciada/
por dar a sus ficciones ornamento” (XXXIII, 54). Ercilla elige así la historia frente a la
poesía, la verdad frente a la fábula. En un compromiso de fidelidad con respecto a los
hechos, se propone ser un cronista objetivo. Y para demostrarlo, nada mejor que
presentarse como testigo presencial de ellos: “dad orejas, señor, a lo que digo/ que soy
parte dello buen testigo” (I, 5). Cuando los hechos no han sido presenciados por él, y aún
más tratándose de “un extraño caso milagroso”, cita testigos en su apoyo: “fue todo un
ejército de testigos”, “los indios no dejan de afirmarlo” (IX, 4); en procura de fundamentar
más la verdad histórica del prodigio narrado, agrega: “Heme, Señor, de muchos
informado,/ porque con más autoridad se cuente” (IX, 18); e inmediatamente, preocupado
por dar veracidad a su información, añade la fecha del suceso –recurso poco frecuente en
su poema- insistiendo sobre lo mismo en la estrofa siguiente, como para no dejar lugar a
ninguna duda: “va la verdad en suma declarada/según que de los bárbaros se sabe,/ y no
de fingimientos adornada,/ que es cosa en materia tal no cabe”.
En cuanto a los sucesos generales de la guerra del Arauco anteriores a su llegada a Chile,
como garantía de la objetividad e imparcialidad de su versión, dice conocerlos no de
“parciales intérpretes” sino de testimonios de los dos bandos contrarios, y en busca de
patrón de verdad común pone “justamente sólo aquello/ en que todos concuerdan y
confieren/ y en lo que en general menos difieren” (XII, 69). El carácter verdadero de los
hechos que trata –y, en consecuencia, el carácter histórico del poema- es puesto en
evidencia también cuando remite al lector al testimonio del cronista (IV, 69-70), o cuando
encomienda un suceso, en el que él no se detiene por razones de espacio, a “otro escritor”
(XXX, 27).
Sin embargo, a pesar de su apego a “la verdad desnuda de artificio” (XII, 73), y a pesar del
carácter declaradamente histórico del poema, Ercilla diferencia su historia poética de la
historia propiamente dicha, redactada en prosa: hay ciertos hechos que no tienen cabida
en “esta historia”, más unitaria, simplificada y selectiva, pero en sí tendrán su lugar en la
historia “general” (XIII, 8).

Carácter épico
En esa diferenciación que hace el autor entre su historia y la historia general está presente
el reconocimiento de carácter poético de aquélla. Precisamente por esto, Ercilla se permite
incorporar a su obra elementos propios de la poesía y ajenos a la historia: “cuentos,
ficciones, fábulas y amores” (XX, 4) que pueden aligerar y volver más ameno el árido
camino de la historia pura y despojada. Ercilla no sólo se propone contar la verdad sino
también ser ameno, “acertar y dar contento” (XIII,73); de ahí que evite la “prolijidad” propia
“de importunos” en la enumeración o descripción de los acontecimientos, para no “dar
pesadumbre” al lector (I, 63), ya que, por el contrario, “agradar es mi deseo” (XXVII, 2),
“por espaciar el ánimo cansado” (XXXII, 51). Pero se permite esta inserción de lo ficticio
sólo en tanto aparezca claramente deslindado de la línea histórica central, para que la
verdad de ésta no sea distorsionada. Esta es la razón por la que fábulas y cuentos son
presentados como “digresión” (XXXII, 51) con respecto al asunto principal. La rigidez
histórica se relaja sobre todo en la segunda pare del poema: primero con el sueño del
narrador-personaje y la inmediata aparición sobrenatural de un personaje mitológico (XVII,
38), episodio que culmina con una larga “profecía” (XVIII, 30); luego con la introducción del
tema amoroso (XVIII, 69-73), y finalmente con la “larga digresión” (XXIV, 98) acerca del
mago Fitón y sus prodigios (XXII-XXIV). Son, en síntesis, episodios amorosos y
maravillosos, artificios narrativos y alusiones mitológicas decorativas, introducidos a la
manera de los poetas épicos italianos –“como otros han hecho” (XV, 5)-. Aparte de estos
elementos marcadamente ficticios hay otros, de carácter más ornamental, que Ercilla
aplica, en forma deliberada o no, a los personajes de su historia: es ese clima de
idealización que rodea las figuras de sus araucanos, una trasposición de prácticas y
sentimientos caballerescos a la vida indígena. Los araucanos aparecen así compitiendo en
un torneo como celebración de su victoria (X, 1 – XI, 31) o en un duelo caballeresco para
resolver agravios personales (XXIX, 21 – XXX, 24); se lanzan a la lucha en busca de
“fama” (VIII, 16), “honor y gloria” (XI, 16), y prefieren la muerte honrada, que es “eterno
vivir” (XV, 52), a la “vida vergonzosa” (XV, 44).
Todos estos elementos de ficción tienden un lazo de parentesco entre La Araucana y la
poesía épica renacentista e indican que Ercilla no era ajeno al propósito de componer un
poema épico. Precisamente, un punto que ha sido objeto de numerosas controversias es si
este poema configura o no una epopeya. La épica culta, tal como se cultivó en el
Renacimiento italiano, es un tipo poético derivado de la Eneida de Virgilio. Era un género
artificioso, mezcla de historia y de fábula. Las obras más representativas e imitadas de
esta épica culta fueron el Orlando furioso (1516-1532) de Ludovico Ariosto y la
Gerusalemme liberata (1560) de Torquato Tasso. Ercilla reconoce en su poema a los
modelos italianos y clásicos latinos –entre los que se incluye también la Farsalia de
Lucano-, aunque intenta apartarse de ellos. Eso está claro en la diferenciación que hace
con respecto a la epopeya de Virgilio (XXXIII, 54), lo que no implica un rechazo por la
composición épica sino la búsqueda de una forma épica distinta, más “verdadera”. Aun
cuando en La Araucana la falta de un héroe central y de una verdadera progresión
temática, sumada a la incorporación de lo autobiográfico y del autor como personaje de la
historia, se presentan como particularidades impropias de una composición épica, hay sin
embargo una serie de recursos o procedimientos que acercan el poema a este género
narrativo. La actitud de “cantar” la guerra (XXXVII, 1) en un tono de exaltación acorde con
una España bélica y floreciente es signo de un tratamiento épico; el mismo título del poema
y su división en cantos; un narrador que es presencia constante frente a un lector-“oyente”
(XXXIV, 31) y que recurre a la repetición característicamente épica para fijar los hechos en
la memoria del oyente; la utilización de las acciones paralelas, los símiles, la elocuencia de
las arengas de los personajes son distintos elementos que proporcionan al poema cierto
colorido épico y que autorizan su inclusión dentro de esa línea poético-narrativa.
El predominio del carácter histórico en La Araucana no es un obstáculo para caracterizarlo
como poema épico. La epopeya española, a diferencia de la italiana, se inserta en una
línea fundamentalmente verista. Por otra parte, La Araucana dejó una larga y profunda
influencia en la épica posterior. En síntesis, Ercilla adopta en su poema, aunque con
ciertas vacilaciones, una forma intermedia entre la poesía y la historia para conjugar más
eficazmente la ejemplaridad con el entretenimiento.

Unidad y variedad
No es tarea sencilla deslindar y definir con claridad el tema central de La Araucana. En
algunas partes de su desarrollo aparece muy preciso, pero en otros momentos se diluye
notablemente. De esto surge el desacuerdo sobre si se trata de un poema español o de un
poema americano, de un poema histórico o de un poema autobiográfico, etc. Para dilucidar
esta cuestión es necesario tener en cuenta que una obra no es simplemente lo que el autor
se propone, sino que a menudo ella se aparta de ese propósito explícito o deliberado para
erigirse en resultado independiente de la voluntad creadora.
En la estrofa inicial del poema, Ercilla explicita su intención de cantar “el valor, los hechos,
las proezas” de los españoles que sometieron a Arauco. Sin embargo, ya en una primera
lectura de la obra es fácil advertir que, en ese escenario bélico, quienes acaparan más la
atención e incluso la admiración del poeta no son sus compatriotas españoles sino el
pueblo oprimido por ellos: los araucanos. Pero es lícito pensar que aquella formulación del
objeto poético que no concuerda con su resultante literaria se deba a que el destinatario
principal del poema –a quien éste va dedicado en su totalidad- es el soberano español,
Felipe II, al cual Ercilla manifiesta reiteradamente su voluntad de servir de modo
incondicional. De todas maneras, es posible afirmar que lo que motiva la obra es la guerra
librada en el territorio de Arauco entre los conquistadores y los aborígenes. Así lo
manifiesta también el mismo autor cuando se refiere a su “pluma, usada al destrozo de la
guerra” (XXVI, 8) o cuando se atribuye, por boca de uno de sus personajes fabulosos, el
“deseo” de “celebrar las cosas de la guerra/ y el sangriento destrozo de esta tierra” (XXII,
60).
El tema de la guerra de Arauco es lo que da unidad al poema. Es asimismo lo que Ercilla
se propone contar con exclusión de todo otro asunto: “haber de tratar siempre de una
cosa” (XV, 4), objetivo que reitera en el prólogo a la segunda parte del poema, que define
juntamente con la primera como “dos libros de materia tan áspera y de poca variedad,
pues desde el principio hasta el fin, no contiene sino una misma cosa”. Esta línea unitaria,
sin desviaciones, se aprecia claramente en la primera parte. Pero a Ercilla, ceñirse a este
imperativo de unidad que él mismo se ha trazado desde el comienzo, le resulta finalmente
opresivo, hasta convertirse en una carga que no puede sacudirse durante el resto del
poema. Esta unidad de la representación es característica de la obra de arte del
Renacimiento, en contraposición con la composición medieval de cuadros independientes
y yuxtapuestos.
Frente a esta limitación y estrechez del propósito inicial, a medida que la composición de la
obra se va extendiendo en el curso de lentos años, surge en el poeta el deseo contenido
de imprimir variedad a su narración. Ya al concluir la primera parte, se manifiesta esta
inquietud por romper la unidad rígida con la incorporación del motivo del amor: “¿Qué cosa
puede haber sin amor buen?/ ¿Qué verso sin amor dará contento?...” (XV, 1). Y en la
segunda parte, mediante un artificio narrativo, introduce esa “materia blanda y regalada”
(XVIII, 64). Del mismo modo, en deliberada ruptura con esa unidad primera, incorpora
luego otro tema ajeno al de las luchas de Arauco, el de las campañas europeas y
mediterráneas de Felipe II. Para ello recurre nuevamente al procedimiento artificioso, como
evidencia de la artificiosidad del vínculo entre esta materia y el discurso natural del poema:
el sueño y la aparición sobrenatural sirven para introducir el asalto a San Quintín (XVII, 52
y ss.), y el hechicero Fitón y su “poma” milagrosa para hacer aparecer mágicamente en
escena la batalla de Lepanto (XXIII, 76 y ss.) De igual modo que en esa bola prodigiosa
donde es posible ver “un mundo fabricado” (XXIII, 76) se advierte en el poema un propósito
de abarcarlo todo, de tender lazos –a veces muy débiles y superficiales- más allá de la
acción, espacio y tiempo centrales de la obra. El mismo sentido totalizador tiene la
incorporación de lo mitológico y de la antigüedad clásica por medio de simples alusiones y
símiles o a través del desarrollo de una historia particular como la de Dido. Incluso dentro
de este intento de colmar el poema con múltiples cosas y sucesos se inscribe la línea
predominantemente autobiográfica de la última arte, que convierte finalmente la obra en
una especie de diario de campaña (XXXVI, 30 y ss.).
El poema, a medida que avanza, se va ramificando. De la sobriedad y unidad iniciales se
pasa a la multiplicación de acciones y de escenarios e incluso a la ampliación del espectro
temporal –al pasado y al presente del narrador-personaje se agrega el “futuro” avistado a
través de la bola mágica-. Esta ramificación resiente la estructura de la obra, pero suma a
la unidad, nunca del todo perdida, la variedad deseada por el autor.

La guerra de Arauco
La más extensa e importante de las partes discursivas iniciales de cada canto es
justamente la que trata la cuestión de la guerra (XXXVII). Acerca de ella se teorizó y
discutió ampliamente en esa época y en especial en la bélica España. De acuerdo con lo
expuesto por Ercilla en ese canto, la guerra es un resultado del pecado original de la
humanidad y es un instrumento divino para reprimir la insolencia de los hombres, su
soberbia, su ambición desenfrenada. Justa es la guerra que busca la paz y el
mantenimiento del orden y de las leyes y que sirve al bien público, a la causa universal
defendida por la autoridad del rey; injusta es la que responde a un interés particular, por
deseo de venganza o por ira. Estas teoría apuntan a una institucionalización de la guerra,
concebida como medio eficaz para la política imperialista de España. Ercilla menciona la
existencia de una “razón militar” (XXX, 8) así como de “leyes y términos de guerra” (XXXII,
4). Según esas reglas, “todo al vencedor [de una justa guerra] le es concedido” (XXXVII, 7)
en relación al vencido. Pero la razón y la mesura recomiendan que el castigo se
proporcional al mal. Se configura así una verdadera ética guerrera válida tanto para
españoles como para araucanos: la araucana Tegualda habla de “términos lícitos” (XX, 29)
para la saña del vencedor, lo mismo que el gobernador don García (XXI, 56). Pues, de
acuerdo con el ideal clásico compartido por el autor, la medida debe gobernar todos los
actos de los hombres para evitar el exceso pernicioso.
Uno de los temas concretos de cuestionamiento de la época era el de la legitimidad de la
guerra de conquista. En La Araucana se puede rastrear el esbozo de este
cuestionamiento. Llaman la atención los argumentos que Ercilla pone en boca de los
araucanos, con respecto a la conquista y a su lucha contra ésta. El poeta les da
oportunidad de defender su causa con razones coherentes y justas. En dos alocuciones, el
valiente Lautaro, caudillo guerrero araucano, exhorta a su gente a luchar contra el enemigo
español apelando al argumento de “la razón y derecho que tenemos” (III, 81), y afirmando
poco después que “es tiempo que los brazos valerosos/ nuestras causas aprueben y
derechos” (V, 25); más adelante, otro personaje araucano, el prudente Colocolo, se refiere
a “nuestra causa aprobada y armas justas”, oponiéndolas a “las injustas” de los españoles
(XVI, 67). Estos aborígenes aparecen también. A través de sus propias palabras, como
defensores de su patria y de su libertad: “Debemos procurar con sexo y arte/ redimir
nuestra patria y libertarnos…” dice nuevamente Colocolo (VIII, 36); por su parte, el cacique
Caupolicán exhorta a que “nuestras viejas leyes oprimidas/ sean en su libre fuerza
restauradas” (XVI, 43), y Colocolo insiste en que “la patria muere y libertad perece” (XVI,
66), sometimiento que, en la interpretación del mutilado Galvarino, es sinónimo de
esclavitud: “pues con las brutas bestias siempre unidos/ habéis de arar y cultivar la tierra,/
haciendo los oficios más serviles/ y bajos ejercicios mujeriles” (XXV, 38). Incluso el mismo
autor exalta a los araucanos como “defensores de su tierra” (XXVI, 8). A esto se suman las
acusaciones contra la causa española: Caupolicán la denuncia como “poder tirano”
(XXXIV, 57), que quieren “tiranizar la tierra” (XII, 10). Los conquistadores son también
codiciosos: según Galvarino, “la ocasión que aquí los ha traído/ […] es el oro goloso que se
encierra/ en las fértiles venas de esta tierra” (XXIII, 12).
Estos solos argumentos puestos en boca de los araucanos parecen señalar que,
paradójicamente, Ercilla cree en la justicia de la causa enemiga y en la injusticia de su
propia causa. Pero la versión de la causa araucana que aparece en el poema no se reduce
únicamente a esto. Ercilla presenta la lucha del aborigen no sólo como resistencia a la
invasión española sino también como resultante de una serie de motivaciones subjetivas:
la vocación del pueblo araucano por la guerra (IX, 25-26), su deseo de venganza (VIII, 27-
28) y su odio contra el español (XII, 40; XXII, 34 y 52-53), la búsqueda de fama y honor (V,
26; XI, 75; etc.) –ideal caballeresco que el poeta traslada al ámbito araucano- e incluso la
ambición imperialista –Caupolicán habla de “ganar la fuerte España/ y conquistar del
mundo la campaña” (VIII, 18), propósito que le imputa más adelante su propia mujer, “la
triste Palla”: “¿Eres tú el capitán que prometías/ de conquistar en breve las Españas/ y
someter el ártico hemisferio al yugo y ley del araucano Imperio?” (XXXIII, 77)-. De este
modo, la lucha no parece la agresión de un pueblo fuerte que trata de someter a un
enemigo débil, sino la pugna de dos pueblos poderosos y con ansias semejantes de
conquista. Con la cual la invasión española resulta un poco más inocente y justificable. Y al
mismo tiempo, esta caracterización del enemigo como poderoso y terrible sirve para
exaltar el valor y arrojo del conquistador español, que vence así no fácilmente sino con
dificultad y con riesgo.
La responsabilidad del pueblo español con respecto a esta lucha parece aún menor por la
influencia que Ercilla atribuye a la Fortuna sobre los actos humanos. Según la creencia
antigua, que cobra nueva vigencia en esta época, la Fortuna, el Hado, el Destino, imperan
sobre la vida de los hombres y los someten al capricho de sus mudanzas. El hombre se
vuelve impotente frente a estos dictados superiores, que le son adversos la mayoría de las
veces. Nada permanece, pero la prosperidad dura aún menos que la desgracia. Dentro de
este esquema determinista, la desdicha se presenta como el estado natural del hombre.
Así lo afirma el poeta en una de sus sentencias habituales: “venir un bien tras otro es muy
dudoso,/ y un mal tras otro mal es siempre cierto” (XXVI, 1). Y enseguida ilustra esta
afirmación general precisamente con el “ejemplo” araucano: “cuán poco les duró a los
araucanos/ el nuevo gozo y engañosa gloria”, pues “de los contrarios hados rebatidos,/
quedaron vencedores los vencidos” (XXVI, 2). La derrota araucana aparece así como una
consecuencia inevitable de este determinismo histórico regido por el Hado. La dominación
española representaría entonces un simple ejecutor de esa determinación superior.
Resulta difícil conciliar en una síntesis las distintas versiones del conflicto araucano
presentes en el poema. La aparente contradicción que ellas significan se explica a partir de
dos perspectivas diferentes con que el autor enfoca la cuestión. Una es su perspectiva de
súbdito de la corona española y de cristiano: la conquista se presenta como una empresa
real, y por lo tanto justa –en tanto el rey simboliza la justicia- y, al mismo tiempo, como una
empresa religiosa, destinada a extirpar el “mal” que representan los bávaros “infieles”; y,
desde esta misma perspectiva, la resistencia araucana parece injusta en tanto va dirigida
contra el rey y la religión. La otra es una perspectiva esencialmente humana, resultante del
contacto directo del poeta con el hombre araucano: condena ciertos actos de los
conquistadores como la “cruda ejecución” de Caupolicán (XXXIV, 31), la codicia que los
mueve y los efectos destructores de su penetración (XXXVI, 13-14).
Evidentemente no hay un cuestionamiento definido del autor con respecto a la legitimidad
de la conquista. Sobre todo si se agrega a esto el hecho de que Ercilla dedica el poema a
su rey Felipe II como una expresión más de su afán de servirlo y agasajarlo. Hay en efecto
una incompatibilidad de propósitos que el mismo poeta no pretendió o no animó a resolver.
En todo caso, en el poema sólo se esboza una inquietud, no una expresa definición con
respecto al debatido tema de la conquista.

Los araucanos
Esta lucha que constituye el eje narrativo del poema es el enfrentamiento de dos pueblos.
Para cantarla, Ercilla elige no un protagonista individual sino colectivo. Y, de los dos
bandos en pugna, es indiscutible que da preeminencia literaria al pueblo araucano, como él
mismo lo reconoce en el prólogo: “Y si alguno le pareciere que me muestro algo inclinado a
la parte de los araucano, tratando sus cosas y valentías más extendidamente de lo que
para bárbaros se requiere…”
Este pronunciado interés de Ercilla por los personajes araucanos, en desmedro de los
españoles, se explica inicialmente por la “costumbre” de seguir al vencedor en la lucha (IX,
110). Sin embargo, en reiteradas derrotas ellos continúan ocupando el lugar protagónico
del poema. Y a este tratamiento preferencial se suma el sentimiento de admiración y la
consiguiente exaltación del pueblo enemigo. Así los araucanos aparecen equiparados por
su valor con los mismos españoles, con grandes héroes de la antigüedad y hasta con
divinidades paganas. Son elogiados por sus cualidades para la lucha, su patriotismo, su
organización, etc., en un contrapunto desigual con las escasas valoraciones negativas
referidas a su condición de “infieles”, a su “soberbia” o a ciertos rasgos de crueldad. Frente
a ellos, los españoles quedan relegados en el poema, y sus figuras, aún las más
representativas, no alcanzan categoría de personajes literarios. Las únicas historias
individuales que acompañan e ilustran la historia colectiva son precisamente las de
personajes araucanos y no de españoles.
Sin embargo, este interés y exaltación del poeta con respecto al enemigo no implica en sí
una definición política, Ercilla, como ciudadano español y como guerrero, es un hombre
comprometido con la política de su Nación. Pero, más allá de esta limitación ideológica, el
acceso directo a la realidad americana ha impresionado su sensibilidad humana y poética,
La Araucana aparece así como el resultado del descubrimiento y deslumbramiento del
poeta frente al fenómeno araucano.

Tratamiento literario
El contacto directo del autor con la realidad araucana, el carácter personal de esta
experiencia, se refleja, en el plano literario, en su intervención como narrador. En el
poema, los acontecimientos no son contados de modo impersonal sino que entre ellos y el
lector media permanentemente el autor-narrador. El es el factor ordenador de la acción:
selecciona hechos para contar y desecha otros; los maneja desde arriba en una situación
omnisciente, resumiendo en partes y distribuyendo a su arbitrio el material narrativo. Su
intervención es constante al comienzo y al fin de cada canto, con una parte discursiva,
luego se pasa a la acción, a manera de ejemplificación de las reflexiones precedentes, y
finalmente el narrador remite al canto siguiente usando a menudo el recurso del suspenso
para captar la atención del lector. El narrador también interviene afectivamente en la
acción: con calificativos, exclamaciones y lamentaciones interpreta los hechos en función
del lector. Se dirige a éste como a un interlocutor a quien quiere comunicar su experiencia
personal de esa historia. El relato se completa con explicaciones, comentarios y juicios del
narrador, quien cobra así una importancia paralela a la de la vivencia que se busca
transmitir. El narrador es, en síntesis, totalmente omnisciente en tanto maneja a su antojo
el tiempo, el espacio, la acción y los personajes de la historia. Se da incluso una especie
de juego o alarde de omnisciencia cuando se entremezclan el plano real de la historia con
el literario del narrador. Así éste, desde su situación privilegiada de dominio de los hechos
advierte a un personaje del peligro en la lucha con el grito de “¡Guarte, Rengo, que baja,
aguarda, aguarda!” (XXIX, 53); o bien se muestra urgido por la acción guerrera como si su
papel de relator fuera desempeñado en el mismo escenario bélico: “Mas la española
gent3e que se queja/ con causa justa y con razón bastante,/ dándome mucha priesa, no
me deja/ lugar para que de otras cosas cante” (XIX, 3).
Este narrador omnisciente supera los alcances del narrador-protagonista, quien se
incorpora a la acción a partir del canto XV. Es decir, prácticamente todos los
acontecimientos están narrados como por un actor presencial, aunque el actor fue testigo o
partícipe sólo de una parte de ellos. Un ejemplo de esto es la muerte de Caupolicán,
contada como si el poeta hubiera asistido al hecho, aunque como aclara enseguida él
mismo, “no estuve yo presente” (XXXIV, 31). Pues más allá de los hechos circunstanciales
en los que, como guerrero Ercilla intervino, en su calidad de poeta se apropia de esa
realidad que lo ha impresionado y la presenta, desde su puesto de narrador, como un
descubrimiento personal. Este mismo narrador, que es plasmación de una sensibilidad
conmovida, se cuestiona finalmente la importancia del asunto de Arauco: “¡Qué hago, en
qué me ocupo, fatigando/ la trabajada mente y los sentidos, /por los regiones últimas
buscando/ guerras de ignotos indios escondidos…?” (XXXVI, 44). Y por obra de este
desencanto final del poeta –disipada ya, después de tantos años, la viva impresión
primitiva-, la narración de los sucesos de Arauco queda inconclusa.

Lenguaje y estilo
El poeta de La Araucana no es, ni pretendió ser, un creador o un renovador en el aspecto
lingüístico o estilístico. Su búsqueda estaba más orientada a reflejar su vivencia de la
realidad araucana, y por lo tanto su estilo debía ser ante todo fiel a su propósito. Se lo
puede definir como un estilo llano y simple: “rudo estilo” lo llama el mismo autor (XV, 3),
con plena conciencia de que le faltan “el adorno y conveniente arreo” (XIX, 2). Es al mismo
tiempo, la expresión natural y sin artificios propia de su época y del ideal renacentista. La
lengua oral propuesta entonces como modelo para la forma literaria.
Prácticamente las únicas imágenes del poema son las comparaciones o símiles, que
constituyen las figuras retóricas más simples y primitivas. Su función es, a la manera de la
epopeya clásica, la de ampliar el panorama imitado de la historia araucana con referencias
a la naturaleza o al mundo clásico y mitológico y, sobre todo en este caso, dar categoría
poética a un asunto no consagrado por la historia ni por la literatura. Su empleo es
frecuente en las escenas de batallas donde el tratamiento es en esencia épico, Las
descripciones de estos eventos bélicos son las partes literariamente más logradas de todo
el poema. Al autor le interesan más los momentos de acción que las descripciones
estáticas. Sólo como excepción aparece alguna escena de claro corte renacentista: un
plácido paisaje artificioso como “fuentes” y “ninfas” (XVII, 44-48), un “fresco y verde prado”
(XVIII, 71). El ritmo y el movimiento imprimen una tónica ágil al poema y lo caracterizan
como obra eminentemente de acción.
Desde el punto de vista de la versificación, Ercilla usa y fija para sus continuadores la
forma métrica de la octava real, composición estrófica de ocho versos endecasílabos
adaptada de la octava italiana. La rima, al igual que la forma general del poema, es a
menudo poco cuidada, propia de un poeta más intuitivo e improvisador que paciente y
laborioso.

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