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Memorias

de la Orfandad

Por

León Alfonso Sarcos Iguaran




MEMORIAS DE LA ORFANDAD

El amor es un oficio sagrado, trasciende la vida y la muerte. Es eterno.


Palpita en todas las sienes del cosmos y en la ansiosa y presurosa tinta que en
este instante se desliza y escribe tu nombre… Patricia.
En mi singular nomenclatura, tus años, sus años, mis años, son antiguas
notas musicales que ahora danzan jubilosas en el primer poema que dibujé
para ti una mañana de primavera:
Es lo que iba antes, es lo que viene después, es el tiempo en su inquietante
ulular quien con su marcapasos trae a mis oídos el dulce, suave, húmedo y mil
veces sonoro plic plac de la lluvia…
Mariposa de nácar, gota de oro, génesis de un laberinto divino. Pompa de
espuma, deleite de todos los soles.
Despertar del cosmos. Molécula vital de agua suelta y corrediza, lisa y
resplandeciente como una nueva espada.
Caracol de Samar. Pequeño centauro alado de una quinta estación.
Pasadizo celeste y dionisíaco. Viajera penitente de épicas herraduras. Fibra de
un polen encantado. Dulce y coralina larva…
Por tu majestuosa frente y tu sonrisa, aún de pasado e imposible. Por el
infantil deseo que provoca tu desnudez incompleta y abotonada cual gusanito
de seda. Por ti, Patricia, pido hoy una tregua para celebrarte en esta guerra
incesante por vivir y por ser. Por volver a ser.
Cuando te sentí por primera vez tu corazón titilaba en el vientre de tu
madre, eras una sonrisa de luciérnaga que recibe el crepúsculo y puede exhibir
a su antojo sus dones de mujer bonita. Después, nada despertó más mi
curiosidad afectiva que aquellos momentos en que aún bebé, te contemplaba
sentada en tu coche en los bosques de Carbondale; tu rostro serio y
conmovido, ávida tu mirada y atentos tus oídos ante la caótica andanada
musical de los rieles y el silbato estridente de un viejo tren. Tenías bigotes
blancos de cono de vainilla y tu alegría rebosaba mi apretada soledad de
aquellos días.
No sé cuánto queda de tu cara preciosa de muñeca china, de tus afanes en
los columpios de caucho, de tus caninas caricias y de los largos periplos en tu
bicicleta rosa. Cuánto de la inocencia, de las emociones y los sueños aún
sobreviven en ti. Cuánto del primer disfraz de bruja en Halloween y de la
calabaza llena de caramelos que compró tu madre con mucho esfuerzo.
Si mis amigos y familiares me preguntaran hoy: “¿De qué tamaño quieres
a tu niña, que hoy tiene dieciocho?”, sólo respondería: “La quiero bien
chiquita”. Chiquita cuando te sostenía trémulo y asustado entre mis brazos.
Chiquita cuando benévolo y complaciente te mecía en tu cuna de oro. Chiquita
cuando te bañaba y me salpicabas de agua con picardía. Chiquita cuando te
dispensaba el tetero y las primeras atenciones. Chiquita cuando te acunaba con
caricias y cuentos. Chiquita cuando te arrullaba y tú sonreías sin saber por qué,
de mis ocurrencias y extravíos de poeta iluminado. Chiquita cuando sublime te
abrazaba cuerpo a cuerpo, como no se puede después nunca más.
En mi devenir, de acuerdo con las distintas fases de crecimiento personal,
he asumido visiones diferentes de la vida. Si cuando estaba en plena
efervescencia juvenil llegué a sentirla como una cascada crepitante que se
alumbra y se solaza en los despertares; y luego en pleno desarrollo resultó la
más excitante, compleja y completa de todas las bellas artes; hoy quizás, en el
inicio del ocaso del vivir y gracias a la influencia de la ciencia, he llegado a la
conclusión de que no somos otra cosa que “un conjunto de moléculas lanzadas
al rompe, para coagular azahares”.
Quizás sea esa la razón por la que busco inmortalizar el amor, en este
atónito y desnudo trozo de papel. Grabar sus nervios, su pulso, su sangre y
cada una de las emociones sentidas a través de él.
Aspiro a escribir un inventario de tus días y placeres. Los que me tocó
compartir y los que puedo imaginar en ese hermoso y emocionante proceso de
vivir, crecer y ser.
Me complacería si al menos pudiera concebir y lograr una única expresión
poética que algún día y en cualquier lugar, en el más remoto del planeta, pueda
el viento remover y provocar con su oleaje una caricia sobre la cicatriz de una
sola de las heridas infligidas al alma humana.
Hoy no me seducen las emociones, ni me deslumbra la aspiración de
gloria, hace años aniquilé al profeta que habita en cada uno de nosotros y me
consagré al caos sagrado del silencio y al cultivo de la belleza interior.
Mi esencia no se alimenta de las injusticias cometidas contra la naturaleza
humana y sus extravíos ni de la opulencia de las ilusiones perdidas. Mi verdad
es un sueño vacío-materia, que no encuentra eco en ningún diálogo, ni
movimiento en ningún cuerpo, ni representación en ninguna figura, ni
acomodo en ninguno de los paisajes de la eternidad.
Por eso, mi ardorosa memoria se enciende para celebrarte y celebrar las
gracias y dones de una herencia compartida. Me queda todo en ese cofre
sagrado que despierta y disfruta cada momento feliz en que evoco tu figura en
ficciones, viajando y compartiendo en largas caravanas de peregrinos, en
viejas carretas de colonos, en antiguos trenes, en los primeros aeroplanos y
globos multicolores o caminando sobre el agua, la grama, la tierra o el asfalto,
alumbrados solos tú y yo por un pulular de estrellas, para descubrir alegrías,
bellezas y vicisitudes de la época que nos tocó vivir.
Stefan Sweig, el gran biógrafo vienés, ha dicho en la introducción a su
autobiografía, que él ha escrito sólo lo que recuerda, generalmente sucesos y
gentes agradables que le han prodigado bienestar y emociones sanas en su
vida. Lo malo, lo doloroso, lo triste, pienso, no hay necesidad de relatarlo,
aparece adherido por sus propios medios en nuestras depresiones, ataques de
melancolía y arrebatos de ira que padecemos día a día en la oscura, mezquina
y violenta realidad.
El ser humano es de naturaleza singular. En su ontología constituye una
totalidad en que arte, ciencia y sincretismo lo desdoblan permanentemente
para hacerlo un actor de primera en ese gran escenario que es la vida. Nunca
cesa desde que por primera vez respira, hasta que vuelve a empezar
desencadenado su espíritu a otras dimensiones; aquilatado en signos,
símbolos, fórmulas y rituales. Por eso es una cadena insospechada de avatares
y destinos, ejecutados matemáticamente, tal cual una operación sagrada de
Dios.

BUSCAR, ROMPER, CRECER


Vino en 1990 el viaje al exterior (Estados Unidos) y los desplazamientos


entre una y otra ciudad en busca de la mejor opción para cursar estudios de
postgrado.
En el verano del 1992 eras una de las pasajeras, que bien ajustada a tu
cinturón, viajaba en un expreso; un viejo, pero fiel Chevrolet año 87, que se
desplazaba desde Boulder, en Colorado, rumbo a la costa este de los Estados
Unidos, donde no sabíamos tu madre y yo que el destino nos preparaba una
celada. Apretada a la silla con las correas, envuelta en un abrigo rosado para el
frío, semejabas un lindo paquetico en tránsito, pagadero a destino. Tenías cara
de comandante, como solía decir tu abuelo Manuel al nieto o nieta que, al ojo,
por su pose señorial, él intuía que iba a tener mucho carácter.
La vida ponía a prueba la solidez de nuestro amor, pero los desenlaces de
las mutuas incomprensiones hicieron añicos juramentos, ilusiones y sueños de
los días fundacionales de la iniciación, la química, el cortejo y la magia del
enamoramiento.
Las rupturas amorosas suelen ser como los graves accidentes, donde si
sobrevivimos, sólo nos damos cuenta de lo hermoso de la vida una vez que
nos recuperamos de los traumatismos. El impacto de la separación deja huellas
insuperables, en especial si el amor ha sido de calidad y si existe una preciosa
herencia de hijos concebidos como resultado de él.
No pensamos, cuando opera la ruptura, que uno y otro estamos lanzando
por la borda tesoros ocultos, expresados en emociones únicas y paradisíacas
que no tienen copias, ni réplicas durante el resto de nuestra existencia. Si han
sido de alto valor romántico emergerán de cualquiera de las alegrías en que el
haz de la felicidad hace de las suyas para ofrecer compensaciones al alma.
Los hijos, son realmente la parte más frágil del caos que se desata en la
pareja y que conduce a la separación. Si lo reconociéramos en el momento, no
dejaríamos tantas cicatrices dolorosas en seres humanos preciosos que apenas
germinan. De allí que no me canse de pedirte perdón, una y mil veces, por
tantas horas de ausencia. Estoy seguro que en dolor lo he pagado con creces.
Pues si alguna vez conocí el sufrimiento fue cuando me separé de ti.
No sería completa esta narración, que apenas comienza, si no te hago estas
confesiones. Sólo supe después lo mucho que sufriste mi partida cuando nos
reencontramos por primera vez en Venezuela. Me cobraste en llanto,
intemperancia y rabia contenida mi abandono y no sabía ni he encontrado el
antídoto para curar esa herida. Todavía guardo la pequeña almohadilla
aromática de color verde, tu primer regalo, amarrada con un lazo rojo de
Navidad, con el cual aún duermo buscando compensar tu ausencia y mi pena
por no tenerte cerca.

LOS EMBARCADEROS DE VIRGINIA


Pero la vida continua, el corazón tiene miles de lámparas que alumbran


penas y facilitan caminos de sanación para volver a encontrar el amor perdido.
Por razones de trabajo fui de nuevo a Boulder en 1994, y de allí salté a
unas cortas vacaciones con el ánimo de verte en Washington D. C., en donde
tu madre nos había reservado habitación en un modesto hotel ubicado del lado
de Virginia. Me recibiste con un regalo muy distinguido, un manojo de
corbatas de vestir que habías rescatado de donaciones hechas a una iglesia
protestante. Me pediste que me colocara una de las tuyas, azul, roja y naranja
que no me combinaba con nada, por lo que parecía un payasito. Orgulloso la
lucí para ti.
Fue una semana intensa de largos paseos por embarcaderos donde
admiramos botes pequeños y yates muy sofisticados que concentraban toda tu
atención. En la mañana, durante el desayuno, descubrí que te fascinaban las
panquecas con sirope, y por las tardes casi siempre celebrábamos con una
gastronomía que generalmente incluía variadas y suculentas pizzas y
abundantes sodas, aprovechando la libertad que concedían estos espacios de
tiempo sagrado en que escapabas del celoso y vigilante ojo materno.
El hotel era gerenciado por unos árabes, que muy pronto se prendaron de ti
y nos sirvieron de guías en varias de las excursiones que organizamos por la
ciudad. Sentía en esos días que te recuperaba y me recuperabas como ser
humano amado para la convivencia y la alegría.
Teníamos apretadas agendas de televisión y conversábamos hasta muy
tarde sobre todo cuanto ibas descubriendo. Es asombrosa la rapidez, la
agudeza y la facilidad con la que graban los niños entre los cuatro y cinco
años. Ellos son, en esta fase, un experimento digno de seguir, pues no sólo es
cuando fijan más, sino también porque comienzan a descubrir quiénes son.
Ya no te gustaban para ese entonces, con la misma intensidad Barney ni los
personajes de Plaza Sésamo ni las agraciadas figuras de McDonald’s. De
alguna manera nuestra separación te hizo crecer más rápido y a mí madurar
repentinamente. Pienso que la experimentación de cierta orfandad te lanzó a
otros gustos, a otros ámbitos y a mí al doloroso destierro de tu presencia.
Fueron días espléndidos e inolvidables. Mi alma se renovó con inusitada
fuerza. Tomó vitalidad de la prodigiosa fuente donde nace el amor. Me bastó
el solo hecho de sentir por las noches tu respiración, cuando luego de una
entretenida y larga jornada exhausta te quedabas dormida. Durante largo rato
velaba tu sueño, observaba cuidadosamente cada uno de los gestos de tu
rostro, de los párpados, de los labios y de tu cuerpo, el pecho, las manos, las
piernas y, conmovido, me diluía en la oquedad del recuerdo, inflamado mi ego
de padre, pleno mi corazón de amor por ti.
No sé cuánto tiempo transcurría, sólo sé que junto a mí se levantaban las
figuras de tus abuelos para alabarte y bendecirte. En ese instante, tardío en la
vida de cualquier ser humano, descubrí en toda su dimensión la inmortalidad
genética de la que muy orgullosos me hablaban siempre mis mejores amigos.
Antes, escéptico, sólo aceptaba la trascendencia por obras realizadas de
mucho valor, con ello me negaba el más elemental y hermoso regalo de los
dioses: la paternidad.
Aquí un pequeño secreto: cuando tengas niños, luego de un relato o un
cuento, un paseo o alguna fiesta donde hayan disfrutado mucho, simplemente
apaga la luz y siéntate a pensar en ese silencio. Si tienes poder de
concentración navegarás junto a ellos en espacios y tiempos que no son éstos.
Y verás, verás, verás…

GLOBOS DE AMOR ETERNO


Al año siguiente volviste a Venezuela durante el spring break, donde te


aguardaban muchas sorpresas. Entre ellas una muy especial: la celebración de
tu cumpleaños número cinco. Para tan importante ocasión elegimos la piscina
de un club local. Te llenamos centenares de globos azules, blancos, rojos y
amarillos que adornaban un bonito decorado hecho por tus tías. Invitamos a
todos tus primos, primas, tías, tíos y amigos, por lo cual la concurrencia
superó las expectativas.
Estabas muy emocionada cuando descubriste la recepción que te habían
preparado, pero te daban ataques de rabia cuando algunos de esos globos se
reventaban por accidente o eran pinchados a propósito de una travesura
infantil. Tuve que cargar, al final, los inflables para el apartamento dónde
vivíamos. Eran muchos atenazados en manojos, por lo que tuve que habilitar
una caravana de carros para mudarlos de sitio. Fueron colocados en dos
habitaciones, donde mucho tiempo después que te marchaste tras esas
vacaciones, se fueron desinflando hasta quedar convertidos en pedazos de
ligas multicolores sujetos con hilaza blanca.
Todos mis amigos y amigas me preguntaban durante el lapso de tiempo
que estuvieron vivos y plenos de aire por qué no salía de los famosos globos.
Yo solía guardar silencio. Sabía que esa era una manera inteligente de
mantenerte aquí, conmigo, y en soliloquio llamar tu atención en cualquier
parte del mundo donde te encontraras.
Nunca, en lo inmediato, entendí el porqué de tu ira cada vez que sentías el
estallido provocado o accidental de uno de ellos. Mucho después, y ahora
comprendo claramente, que deseabas atrapar y guardar la belleza del
momento, y en consecuencia las roturas de esas esferas de color de algún
modo desfiguraban la ocasión y la emoción que su imagen te había dejado.
Creo que sentías que quien atentaba contra los globos, de alguna manera lo
hacía contra ti y tu celebración.
No puedo olvidar tampoco el ataque de cólera que te invadió en la
oportunidad en que fuimos a ver el Gran Circo de México, acompañados de
Paola, Daniel y su mamá. Disfrutaste mucho del espectáculo, pero
interiormente no estabas agradada por la presencia de terceros. Te llamaron
mucho la atención los trapecistas y los actos de magia, pero no te concentrabas
del todo.
En esa ocasión les compré a Paola y a ti un souvenir, una linda espada
luminosa verde y azul. Eran exactas, la misma espada. Ese día me hiciste una
escena que me hirió y la que lamenté profundamente: rompiste tu espada. Fue
la única ocasión en que me molesté mucho contigo y tuve que reprenderte
fuerte. Me sentí abrumado esa noche, no llegaba a entender que tan solo
querías un papá para ti sola: tu papá.
Después de visitar el circo, iríamos a la playa, a las costas de Falcón, a
Adícora, donde alquilamos una cabaña: una casa blanca, grande y bien
confortable. Tenía muchos cuartos y los servicios funcionaban bien. Durante
este paseo descubrí tu pasión por el mar. Sientes una especial atracción por el
agua. La disfrutas, y maximizas en ella todas las muchas delicias hedonísticas
que posee. Eres una diosa del agua. Una niña encantada que navega hacia el
poniente a competir con el sol, sus gradaciones auríferas y sus viriles antojos.
Una noche se fue la luz en el pueblo y tuvimos la oportunidad de sacar los
colchones al recibidor de la casa. El espectáculo que contemplamos fue
maravilloso. En el cielo se exhibían, sin pudor alguno, en toda su brillantez y
exaltado delirio, miles de estrellas. Eran lunares de oro distribuidos por los
dioses en la oscuridad. Nos acostamos de cara a ellas iluminados sólo por su
derroche esmeralda. Les coqueteamos a muchas, las tomamos de la mano, les
pusimos nombres y números, hasta que la alegría, la belleza y el cansancio
hicieron que el sueño nos devorara.
De nuevo manifestaste en este viaje la necesidad de demarcar tu territorio
de hija única, pues se produciría una disputa por un chinchorro multicolor que
llevamos para tender a la orilla en un bohío y donde todos los viajeros, no sé
por qué razón, aspiraban a posesionarse. La diferencia en esta oportunidad fue
a cuatro, entre Daniel, Paola, su mamá y tú. Aquí no tuve otra opción que
inclinarme por ti: eran tres contra una y de ninguna manera iba a permitir que
estuvieses en desventaja. Hoy pienso, por encima de los fríos incidentes, que
valió la pena como experiencia para nosotros compartir con aquel trío de
amigos temporales.

UN INOLVIDABLE VIAJE EN TREN


Nunca llegué a pensar que pudiera ser tan feliz como aquel verano de
1998, en que juntos realizamos uno de mis más caros anhelos infantiles: hacer
un largo viaje en tren. De niño los trenes fueron uno de mis juguetes
preferidos, y me llegó de tu mano la oportunidad de realizar una larga travesía
de seis horas entre Washington y Boston.
La recepción no pudo ser más grata. Nos habían reservado una casa de
huéspedes muy bonita, higiénica y confortable, donde pasamos la noche antes
de tomar el Amtrak que al día siguiente nos llevaría a la ciudad de Boston. Allí
nos esperaba tu prima Alejandra para llevarnos a Londonderry, donde
estrenaba una bella casa junto a Tony, su esposo, e Isabela, su hija, con
quienes tuvimos la dicha también de compartir.
En Washington pasamos una única noche extraordinaria, pues nos
aguardaba una suculenta cena a la carta y una muy excelente atención de un
anfitrión que, en ocasiones, sentía, exageraba por su solícita amabilidad. Nos
deleitamos con la comida, además celebramos a lo grande cuando después
vimos en la televisión una de las historias de amor que te cautivaba: Titanic.
Ya la habías visto en dos ocasiones, pero te gustaba tanto, al igual que después
Forrest Gump, que no te fastidiaba volver a verla. Fue cuando descubrí que
estabas enamorada del primer chico: Leonardo Di Caprio.
Al día siguiente nos levantamos tarde. Tu madre nos fue a recoger al hotel
para ir a la estación de trenes, allí compartimos con ella un desayuno-almuerzo
antes de entrar a los andenes y abordar el Amtrak, en el que haríamos el viaje
que más he disfrutado en la vida.
Desde que nos instalamos en unas confortables butacas rojas, iniciaste el
más riguroso interrogatorio sobre mi genealogía. Afanosamente deseabas que
te dibujara un retrato hablado y además psicológico de cada uno de tus tíos y
tías.
Respondí del modo más meticuloso a la descripción física y personalidad
de cada uno de los miembros de la familia, pero a ti siempre te parecían
insuficientes los datos y casi que policialmente volvías a insistir para pedir
más detalles que te permitieran acercarte a ellos mucho más pronto y fácil.
Esa fue la ocasión en que, mediante la mímica, hiciste la representación
más próxima a la clásica expresión de ceño fruncido que me ha acompañado
desde que era muy joven. Nos reímos mucho con tus imitaciones y le tomamos
fotos a todo cuanto se movía en el exterior, seres humanos y paisajes naturales.
El viaje fue muy agradable, pero el paisaje que observamos bastante
diferente. De pronto contemplamos verdes y extensas praderas, un bonito
discurrir de un río, una luminosa estación o, por el contrario, garajes de
chatarra, estacionamiento de trailers abandonados y casas en ruinas.
Sentía pánico en cada oportunidad que te levantabas hacia el restaurante
del tren, el cual se encontraba tres vagones más adelante de nuestros asientos
de viajeros. Cuando te parabas con el pedido de ambos, para dirigirte a tu
objetivo, siempre encontré pretextos para seguirte de cerca, de manera que no
te fueras a extraviar. Me invadían el miedo y la angustia, y a pesar de que me
regañabas, hacía caso omiso a tus protestas.
El viaje en tren es pausado, tranquilo, suave, sin sobresaltos. El
desplazamiento es ruidoso, pero proporcionado armónicamente a la sensación
de seguridad que produce. Puedo hacer un viaje alrededor del mundo por este
medio sin experimentar fatiga ni cansancio. No sé por qué el ferrocarril es el
único de los medios para ir de un lado a otro que no me produce el más
mínimo temor al abordar.
No sé en cuántas estaciones nos detuvimos. Durante el trayecto te quedaste
profundamente dormida en dos ocasiones. La travesía fue una pequeña
aventura. Nunca —después del largo y tortuoso viaje de Boulder a
Washington, D. C., en el que casi pierdes el pulgar derecho de una infección
luego de tanto chuparlo— habíamos estado juntos tan largo trecho, esta vez
muy contentos y dispuestos a disfrutar al máximo.

BOSTON: UNA CASA DE CUENTOS


A nuestra llegada a Boston te pusiste un poquito nerviosa, pues la


anfitriona, Alejandra, no aparecía. Para colmo y aumentar tu desconcierto, una
mendiga me soltó una imprecación en inglés que te irritó mucho. No recuerdo
cuál fue el insulto, pero por tu sola expresión supuse que era algo muy serio.
Sin embargo, muy rápido se olvidó todo cuando apareció tu prima, quien se
había retrasado por remodelaciones que estaban haciendo en las calles
adyacentes a la estación de trenes.
De ahí en adelante nuestra estadía en Boston se transformó en uno de los
paseos más intensamente vividos. Hiciste muy rápido química con Alejandra y
Celina, su hermana quien estaba de visita y te convertiste en una agraciada
nana de Isabela, la hija recién nacida del matrimonio. Estaba de moda Nsync y
desde el comienzo cuando salimos de compra me pediste que te comprara tu
primer walkman para escuchar tu música preferida.
Estuvimos doce días. Tenías nueve años, eras original, rápida e ingeniosa
en tus ocurrencias, aguda en tus percepciones y muy pura de alma. Pude
percibir, a través de tu comportamiento y conversaciones, el gran esfuerzo de
tu madre para hacerte hija del bien y única para cantarle a la belleza.
La casa donde llegamos estaba construida con laboriosidad por Tony, el
esposo de Alejandra. Pintada toda de blanco y con dos plantas, las ventanas de
cristal, pisos pulidos de madera, tenía muchos cuartos, una sala de estar junto
al comedor, todo muy bien equipado, y una cocina inmensa donde pasamos
muchas horas de tenidas hasta altas horas de la noche. Era una pequeña
mansión ubicada en uno de los pulmones vegetales más importantes de
Estados Unidos, Londonderry, con un salón especial de juego donde te
iniciaste en el billar y estrenaste ropa bonita que tú misma escogías con selecto
gusto, entre ellos un jumper amarillo y unos cintillos, entre los cuales uno
verde manzana te hacía lucir como una pequeña reina.
En el día, si no eran tardes de lluvia, salíamos a jugar béisbol, deporte en el
cual te destacabas al bate y hacías alarde de tu poder para hacer contacto con
la pelota y capturar rollings. Cuando no éramos invitados a comer las mejores
pizzas y pastas de Boston preparadas por el gran Tony, concurríamos en un
esfuerzo colectivo a preparar suculentas parrillas de pollo, cerdo y carne.
Fueron días de placeres en los cuales jugabas, aprendías, compartías, reías y
celebrabas unas vacaciones inolvidables.
En otras ocasiones salíamos de compras, o tú decidías acompañar a Celina
a sus clases de inglés. Recuerdo que, en uno de estos paseos a la ciudad,
Celina se extravió en un mall y tardó un poco más de lo esperado. Todos
estábamos muy preocupados y tú comentaste ingenuamente para hacernos reír
a todos: “Papi, ella tiene que andar con mucho cuidado, porque aquí en
Estados Unidos se roban hasta las viejas”.
Visitamos muchos sitios históricos, parques, y lugares de recreación.
Recorrimos las principales calles de la ciudad en un viejo carromato guiado
por dos gigantes caballos percherones blancos. Visitamos la casa de los
Kennedy y uno de los acuarios más concurridos de la ciudad.
La vuelta a Washington fue más relajada y tranquila que la ida. Hay en los
regresos una nube melancólica que nos hace sus esclavos temporales. Cuando
retornamos y empezamos a asumirnos de nuevo, flotamos levemente entre el
pasado y el presente, sin darnos cuenta de que somos pasajeros en tránsito en
un pedazo de tiempo, donde hemos dejado enterrados una parte de nosotros.
Nunca, cuando volvemos, pensamos en el mañana, somos hijos anónimos de
un pretérito que nos embriaga y nos seduce.
Ese pasadizo de tiempo ahora se integra a nuestra memoria para no
soltarnos nunca más. Son los momentos estelares de la vida de los seres
humanos que se guardan con celo y hermetismo para aflorar, cuando más
necesitados estemos de afecto, de paz, de sosiego y armonía.
Esa música la guardamos, en especial si las despedidas dejan rastros a
seguir en el corazón de quienes nos profesamos amor. Por ello debo recordarte
la anécdota de nuestra separación en Washington: teníamos una reservación en
un restaurante especializado en ensaladas. Debo confesar que me emocionó tu
ingenio de niña cuando me respondiste al llamarte por tu nombre, no sé si con
la intención de agradarme o llamar mi atención sobre la ausencia de tu madre.
—Yo no soy Patricia Gabriela... Yo soy Iris del Valle…


MARGARITA: UN PARAÍSO BAJO EL SOL

En Caracas te esperaba en Maiquetía con la emoción de un infante que


aguarda a su ser más querido. El amor crece en la medida en que aumenta la
distancia y los lapsos de tiempo en que estamos separados.
Me esmeré en arreglar hasta el último detalle para que cuando descendieras
del avión todo fuera rápido y fácil, saltando hasta donde fue posible, sin
romper las normas, los procedimientos burocráticos, además de pesados, que
tienen lugar en los aeropuertos cuando llegan los vuelos internacionales.
Había hablado con los agentes de la aduana, los oficiales civiles de guardia
encargados de la seguridad y los militares, para que te sintieras confortable
apenas tocaras tierra venezolana.
Hiciste tu aparición solitaria, eras la última pasajera y venías tomada de la
mano por una aeromoza. Sonreías, tenías un bonito cintillo azul con encajes
blancos sobre tu cabeza y vestías un jean, una franela deportiva y una chaqueta
que te hacía juego con el color del pantalón. La imagen no se me olvida nunca
y es la que más frecuentemente tengo en mi mente cada vez que te evoco
cuando quiero hablar contigo y necesito sentirte cerca. No cabía de gozo en
aquel instante.
Ese día, y en los sucesivos encuentros donde nos veíamos de vacaciones,
llevabas siempre, por lo menos hasta los diecisiete años, el estuche con el
violín en una mano y en la otra un libro que leías con interés. Debo confesar
que tu vocación por el arte, la música primero, la pintura y el ballet clásico
después, me hicieron sentir orgulloso de ti y de la orientación y esmerada
educación que tu madre siempre ha procurado darte.
Hay una intención de continuidad, un deseo de proyección en el amor si
cualitativamente éste deja un buen trazo en las almas de los amantes. Todo lo
bueno y lo malo que aprendemos en la fase en la que ha sido más sublime e
intenso, procuramos depurarlo para transmitirlo mejor a nuestros herederos.
Por eso impregnamos toda nuestra obra del súmmum calificado de esa
hermosa convivencia que ya no pasa y nos acompaña hasta la muerte.
Ese verano te tenía una nueva sorpresa: la visita a la isla de Margarita,
donde vivía Raquel, una de tus tías. Teníamos una reservación Maracaibo-
Puerto La Cruz-Margarita. Hacía bastantes años que no tomábamos juntos un
vuelo, desde que tenías dos años cuando ambos visitamos Venezuela, por lo
que no sabía cuál sería tu reacción cuando estuvieras en el aire.
Me demostraste mucha seguridad; sin embargo, ante pequeñas turbulencias
podía sentir que tu corazón se agitaba y tu mano buscaba la mía para apretarla
en busca de protección. Me conmovió tu valor, porque cuando te preguntaba si
tenías miedo me respondías que no, pero podía sentir que simultáneamente tu
manita apretaba con más presión la mía.
De acuerdo con mi experiencia, cuando estamos en peligro, en trances,
dificultades o turbulencias viene a nuestra memoria la imagen del ser humano
al que más amamos. Cuando estamos jóvenes es nuestra madre, después la
mujer a la que amamos y cuando tenemos hijos, es la imagen de ellos a la que
recurrimos.
Cómo sólo te tengo a ti, debo confesarte que cuando un peligro me
amenaza, una dificultad muy grande se presenta ante mí o aparecen o se
insinúan los signos de una mala enfermedad, sólo la luz de tu presencia me
acompaña; entonces se renuevan todas mis fuerzas, se multiplica mi vitalidad
y se hace inquebrantable mi estoicismo. Pienso que este estado de ánimo se
reproduce por igual en el guerrero en el fragor del combate y en el moribundo
en los estertores, antes del inicio de su larga marcha.
Cuando arribamos al aeropuerto nos esperaba tu tío Pedro, el esposo de
Raquel, viejo militar retirado de días gloriosos combatiendo al comunismo a
principios de los años sesenta, cuando con mucho valor defendió la
democracia liberal.
Margarita es un sitio especial para mí, pues fue el primer lugar de
Venezuela que visitamos mi madre y yo, cuando muy niño acompañamos a los
tíos recién casados en 1963. Margarita era entonces un lugar paradisíaco,
escasamente poblado, de gente muy sana y atenta, y con las playas más
limpias y lindas de Venezuela. Lamentablemente, el llamado progreso, el
crecimiento económico, el auge del comercio y el turismo al ser declarado
puerto libre, cambiarían su fisonomía, pero no pudieron amputar totalmente su
belleza y la sensación de libertad que uno experimenta cuando va a esa
pequeña isla.
La experiencia no pudo ser más encantadora para ti, pues estaba gran parte
de la familia y otros invitados especiales, a quienes conquistaste muy pronto
con tu belleza de alma. Conociste a otras primas del lado paterno y fue
especial ocasión para acrecentar tu vivencia en una comunidad bastante
numerosa, de pareceres distintos y gustos diversos.
Ésta es una de las pocas ventajas de las familias grandes, que nos enseñan
a compartir, a tolerar y a convivir, considerando los espacios y los límites que
imponen el respeto a las opiniones y a las distintas formas de vida de los otros.
Apenas nos instalamos en uno de los cuartos de la gran casona, había más
de ocho habitaciones y más de cuarenta personas, me pediste que te llevara de
compras, pues querías estrenar un traje de baño. Salimos con el tío Pedro y su
chofer. Estuviste más de dos horas, de tienda en tienda, intentando seleccionar
algunos que te gustaran. Recuerdo, en ese largo ínterin de espera, una anécdota
de la primera vez que nos vimos luego de la despedida de tu madre en
Washington...
Tenías casi cuatro años y fuimos de compras, ya que necesitabas una
chaqueta para el invierno. Siempre —y aquí la genética— te gustaron como a
mí los colores vivos, el fucsia, el verde manzana, el amarillo, el turquesa.
Discutían tú y tu madre. Ella te reclamaba tu tendencia a buscar el escándalo a
través de los colores. Aprovechaste entonces mi presencia ante la disputa para
defender tu gusto por la alegría de colores y escogiste una chaqueta con
muchos de ellos. Buscando ayuda ante la hegemonía materna y su tendencia
por la sobriedad, llorando dijiste frente a los dos: “Papi, ella me va hacer llorar
si no me compras esta chaqueta”.
En el momento en el que te decidiste, confirmé que siempre te gustarían
los colores encendidos. Elegiste un traje de baño que tenía los de un
caleidoscopio y otro verde fosforescente, uno de tus preferidos, como me
decías cuando eras chiquita.
El disfrute de las playas se hizo interminable: El Tirano, El Manzanillo,
Playa El Agua, El Jaque, Juan Griego, La Restinga y muchas otras. Tu
liberación, si no estabas en el agua, la suplías con una manguera en un largo
baño en los jardines de la casa del tío Pedro y la tía Raquel.
En los desayunos, que eran suculentos, te comías dos arepas de maíz con
huevos, mantequilla y queso abundante. En los almuerzos, como tu madre en
el pasado, buen pescado frito, carite o sierra y cuando no, carne con muchos
vegetales.
Durante las compras me confirmaste lo que siempre me reiterabas cada vez
que ibas a un centro comercial: “Papi, con muy poco compro mucho. Mami
me enseñó que lo importante es el buen gusto para seleccionar, no interesa el
precio ni la marca. Además, no valen las joyas, importa mucho para que la
prenda luzca los dones del ser humano que la exhibe”.

OPCIONES FRENTE AL PORVENIR


En el año 2000, cuando cumpliste diez años, se produjeron


acontecimientos que marcaron nuestras vidas y la de mi familia, cuando surgió
inesperadamente la enfermedad de la tía Mélida.
La vida es un concierto con muchos repertorios donde en ocasiones
coinciden partituras de varios descubrimientos, dolores y alegrías. Así es la
vida.
Llegaste a Venezuela justo en el momento en que un grupo de zulianos
preocupados por el acontecer nacional y el rumbo peligroso que el gobierno
daba con sus políticas al país, nos dedicábamos a organizar un simposio
internacional que denominamos “Opciones Frente al Porvenir”. El
mencionado evento se realizó en el Hotel del Lago, en Maracaibo, por lo que
fuiste huésped de honor, junto con un grupo de invitados nacionales y
extranjeros que nos visitaron para presentar ponencias sobre la realidad
nacional y sus perspectivas.
En las carteleras cinematográficas exhibían una nueva versión del Zorro,
protagonizada por Antonio Banderas, Catherine Zeta-Jones y Anthony
Hopkins. La disfrutaste mucho con algunos visitantes, entre los cuales se
encontraba tu prima Daniela. En las tardes ibas con ella a Lago Mall y hacías
pequeñas compras de coqueterías infantiles. Un día te tomaste con ella muchas
fotos en miniatura, que pegué como calcomanías en los libros que los
visitantes me autografiaban. Fueron cuatro días maravillosos que ni tú ni yo
deseábamos que se terminaran. No hay nada más agradable para disfrutar unas
vacaciones que el ambiente confortable de un hotel. Siempre somos invitados
especiales y nunca molestamos a nadie ni nadie nos molesta. A nadie
despertamos y nadie nos despierta. Es uno de los entornos citadinos ideales.
El día de la instalación del evento, deseaba profundamente que visitaras el
salón donde se hacía la inauguración y escucharas mi exposición introductoria
al mismo. Pero no hubo forma de convencerte de que te presentaras. Casi te
rogué y la respuesta definitiva que terminé aceptando por razonable y
convincente fue: “Estas actividades no son para niños. No me obligues a estar
en un sitio y en un momento que en primer lugar no me compete por mi edad
y segundo, en mi criterio por ahora no me interesa”.
Quedé desarmado ante la argumentación y tuve que aceptar que tus
afirmaciones tenían una lógica indiscutible, aunque pienso pudiste hacer una
concesión a un solitario papá que sólo veías en ocasiones y que ansioso
aspiraba a que le escucharas su visión acerca de la sociedad venezolana y el
mundo.
En una oportunidad, en el ascensor, coincidimos con el escritor Sergio
Ramírez, quien intentando tender un puente te preguntó: “Señorita, ¿qué
prefiere, este clima insoportable de Maracaibo o la capital del mundo,
Washington, D.C. donde vive usted?”, a lo que le respondiste sin muchos
rodeos: “Maracaibo, porque aquí vive mi papá”. Respuesta ésta muy celebrada
por tu interlocutor, la cual me comenta agradado en cada ocasión que converso
con él.
El simposio fue un éxito, no solamente por la calidad de las exposiciones y
de los ponentes, sino también por lo calificado de la asistencia y la evaluación
que ellos realizaron acerca de la organización del mismo.
Terminado ese encuentro internacional, la despedida fue en la piscina con
tequeños, pizzas y muchos refrescos que compartías muy alegre con tus
familiares y amigos de ocasión.

PINTORA Y ENFERMERA

Nos mudamos, entonces, a un apartamento de soltero que tenía rentado


cerca del hotel, bastante confortable, donde te cedí mi cuarto y pasé a dormir
en la sala en un sofá. Allí empezamos a planificar.
Cuando nos instalamos, después de haberte comentado acerca de la
enfermedad de tu tía Mélida, a quien se le había descubierto un cáncer de
mama, me dijiste:
—Papi, tenemos que ingeniarnos para hacer una actividad que nos permita
ayudar a mi tía a cubrir los gastos de la operación y la quimioterapia.
Luego de analizar varias alternativas, se te ocurrió que, con tus habilidades
de iniciada en la pintura, podíamos organizar una exposición que nos
permitiera recaudar algunos fondos.
Hicimos un inventario de necesidades y proyectamos ideas e imágenes
para ser desarrolladas en los escasos veinte días que te quedaban en
Venezuela. Preparamos la lista:
Block Caribe grande de dibujo, acuarelas, pinceles y un pequeño caballete.
Trabajamos igualmente varios proyectos a los que pusimos nombres a ver
cuántos de ellos podían servir de referencia a tu vocación, cuando por las
mañanas iniciabas tus labores.
Para tener una idea de lo que podías hacer, escribimos una lista de motivos
agradables que te sirvieran de incentivos para plasmar imágenes. Se te ocurrió,
inspirada en un dibujo que me mostraste cuando llegaste y tenía una excelente
evaluación de tu maestra, elaborar el cuadro denominado Una mujer con
sombrero; luego Trigo al amanecer, La mano, El hombre caballo, Flores para
mi abuela, Diversiones, inspirada en la materia flotante del maestro Hung;
Autorretrato, Playa del trópico y Un camino para todos.
Eran los días en que la salud de la abuela Aura empezaba a deteriorarse y
no se me olvida jamás que te invitó a conversar a la sala, y luego que estabas
instalada cómodamente, con la suavidad y la inducción misteriosa con la que
transmitía cada uno de los relatos verbales de sus antepasados y su pueblo,
casi con un susurro te dijo:
-—Hija, tengo algo para ti, lo he guardado desde mis dieciséis años y
espero que nunca, mientras estés consciente, te desprendas de él. Es el símbolo
de la alianza con tu abuelo Manuel. Me lo colocó el día que acepté ser su
mujer, es un emblema de vida, amor, lealtad y verdad.
Ella sacó del cofre un pequeño anillo que sellaba el compromiso del
matrimonio y te lo colocó. Le preguntaste:
—Abuela, ¿por qué a mí, si somos veintitrés nietos?
Te respondió
—Tú eres la elegida... y no preguntes mucho.
Ese acto te impactó, porque luego que nos marchamos no cesabas de hacer
preguntas sobre sus intenciones últimas.
Tu trabajo fue muy intenso y disciplinado durante las dos semanas
siguientes. En una de nuestras salidas buscamos presupuestos para el montaje
y estudiamos cuál de los sitios, entre las casas de tus tíos, era el más apropiado
para llevar a efecto la exposición de beneficencia para recaudar recursos para
tu tía Mélida.
Los dibujos iban saliendo como pan del horno, luego de mucho esfuerzo y
rabietas que padecías cuando los trazos no lograban las formas que habías
pensado. Poco a poco el espacio de la sala del pequeño apartamento se fue
llenando de cuadros a los que, con orgullo, si te satisfacían, ibas estampando
tu firma.
Vino luego la fase de colocarles precios accesibles para que los invitados a
la exposición se motivaran a comprarlos. No faltó disposición y entusiasmo,
cuando los asistentes pudieron descubrir tu incipiente talento para la pintura y
el enorme volumen de tu corazón cuando se enteraron del verdadero y último
fin del dinero recaudado.
Se vendieron a buen precio, Una mujer con sombrero ahora está colgado a
la entrada de la boutique de tu tía Ida. Diversiones lo adquirió tu prima Nelia.
La mano, que compró la amiga Elisa. El hombre caballo lo pagó tu tía Mareina
y está en una pared junto con dos afiches de Michael Jordan, en la habitación
de tu primo Jesús Manuel. Flores para mi abuela, que se procuró con sus
ahorros la abuela Aura, y Trigo al amanecer, del cual se hizo tu tía Rosario en
colectas con tus tías Fina y Auxiliadora. A mí, por fortuna, para animar mis
mañanas, mis días y mis noches me tocó tu autorretrato, el cual conservo con
celo de padre huérfano.
Fue una de las jornadas más hermosas y altruistas de las que hemos
disfrutado juntos, durante la cual compartimos y te retrataste con los invitados
y la familia. Por desgracia, todas las fotografías que fueron tomadas salieron
movidas quedando únicamente como testimonio de tan lucida exposición,
estos comentarios hechos por un inexperto. Ello me ha obligado a visitar a
todos los compradores para tomar fotografías de los cuadros, sin que mis
anfitriones se den cuenta de la última intención que me motiva.
Afortunadamente, he rescatado las imágenes y con ellas capturado de nuevo
aquel bonito y festejado esfuerzo.
No te conformaste con esa pequeña, pero significativa ayuda material. Te
sentías obligada a prestar el servicio social y humanitario que retrataba tu
inmensa condición humana, querías también asistir en calidad de enfermera a
tu tía. Lo hiciste, y lo hiciste muy bien, al punto de que tus tías quedaron
conmovidas por tu disposición y entrega para permanecer en vigilia sin que el
cansancio y el sueño te vencieran.
Los días y placeres de aquel verano se esfumaron con la velocidad que
dura la dicha. Llegó el momento de la despedida y mientras hacía de tu valet
para organizar tus maletas, una súbita tristeza te invadió y casi a punto de
llorar me dijiste:
—Papi, me va a doler mucho separarme de ti.
Me desgarraste el corazón, pero en este caso, era yo quien tenía que ser
fuerte, por lo que acariciándote el pelo te respondí:
—Te prometo que vendrás en diciembre.
Esa esperanza te calmó un poquito, pero de igual manera dos lágrimas
rodaron por tu mejilla.
Es difícil y doloroso, cuando se ama demasiado, tener al sujeto amado sólo
por ratos. Cada separación es un desprendimiento, una mutilación, un dolor
espiritual y físico extremo que no tiene consuelo ni calmante, es una fiebre que
no baja, que por el contrario sube vertiginosamente hasta el extremo de que
sientes vas a explotar.

LA MAGIA DE DISNEY

No pude satisfacer tus expectativas en el mes de diciembre de ese año,


pero en la primavera del siguiente, organicé un paseo especial para ti a Miami,
con la idea de pasar unos días en Disney World, antes de que te hicieras
señorita. A mí me había tocado visitar ese fantástico mundo cuando tenía
veintiséis años y aun así lo disfruté al máximo, pues lo hice con la mujer que
más he amado.
Toda la vida he pensado, y tú lo sabes, que uno es muchos. El más
inteligente de los hombres es quien ha captado de cada uno de sus ciclos
vitales lo mejor de ellos, y los suelta y se suelta a disfrutarlos cada vez que la
vida le da oportunidad. Sé que envejeceré como todos los seres humanos, pero
fuerte, animado, vital en mi recorrido intenso por la vida. Cuando marche al
encuentro con la muerte, seré el niño que siempre fui, el joven temerario que
se enamoró de la vida y de la obra de Edgar Allan Poe, Fedor Dostoievski y
Marcel Proust, esperando la ocasión para saltar a otra aventura, un nuevo y
excitante coqueteo amoroso, o un acto heroico que me haga sentir que aún
vivo y que puedo atreverme a lo más insólito.
Viajamos de acuerdo con lo convenido, tú desde Washington, D. C. y yo
desde Maracaibo, para encontrarnos en Fort Lauderdale en la casa de tu prima
Aura, quien se había casado con Marcos, joven de una disposición especial
para ser anfitrión, despierto, de un humor exquisito y una muy buena
formación de chef, y con quienes compartimos ratos inolvidables.
Allí encontramos a tu primo Edgar, quien con su buen talante y frescura
nos fue a recibir al aeropuerto en distintos momentos. Se había comprado un
viejo, pero muy bonito Mercedes Benz, el cual exhibía con orgullo. Hacía
esfuerzos dignos de reconocimiento para conseguir un horizonte en los
Estados Unidos, aspiración que muy pronto concretó al conseguir un buen
empleo en al área inmobiliaria y casarse con una estadounidense muy
hermosa, con quien se estableció en Nueva York.
Te sorprendió mucho el hecho de que Edgar durmiera en un clóset, el cual
había habilitado mientras se posesionaba de un trabajo y un apartamento
propio. En esos días descubrí que habías pasado de niña a mujer, cuando muy
atribulada y sólo luego de hablar un largo rato telefónicamente con tu madre,
me pediste que fuera a la farmacia a buscarte toallas sanitarias para tan
inesperada ocasión.
Me sentí muy extraño. Experimenté un confuso y sublime sentimiento
mezcla de embarazo y orgullo. Mi chiquita era una mujercita y yo era el papá
de esa bella criatura que apenas había podido asistir y disfrutar durante
algunos días de primaveras y veranos. Me hubiese gustado estar en el día a
día, como en los comienzos, cuando no te perdía pisada y como un
disciplinado soldadito de cuentos, te bañabas al mediodía antes de almorzar
para marcharte después a la cama a dormir la siesta. Toda tu imagen está
fresca en mi mente cuando con una batica rosada de algodón, el pelo mojado,
atravesabas el comedor desde la cocina para entrar a tu habitación. Eras
demasiado organizada para ser un bebé, pues en las tardes, luego de agotarte
entre toboganes, columpios y carreras en el parque, entrabas para despacharte
con la misma puntualidad la cena, y acostarte a las ocho en punto para
levantarte muy temprano al día siguiente.
Aura y Marcos vivían en un gran complejo residencial, donde fuimos en
varias ocasiones a la piscina. Allí me demostraste ufana tus dotes de nadadora
el día en que hiciste tres piscinas en un tiempo prohibido. Yo me ponía
nervioso, pues cuando terminabas sentía que el corazón se te iba a salir. Tú,
para burlarte de mí, me amenazabas con lanzarte de nuevo y hacer cuatro en
lugar de tres. Yo, arrodillado te rogaba desesperado que no lo hicieras, no se te
fuera a salir el corazón por la boca. Tú te reías a carcajadas y volvías a
lanzarte al agua para salirte inmediatamente.
Uno de esos días en la piscina me confesaste que tenías un amigo en el
colegio, que parecía muy inteligente y con quien jugabas al básquet y habías
“hecho liga”. Después, me comentarías acongojada en otra de tus visitas, que
él había abandonado el colegio y se había perdido en malas compañías.
Aura y Marcos fueron espléndidos con nosotros los días que compartimos
juntos. Ellos son de esas pocas parejas de jóvenes que se arriesgan a hacer
vida en matrimonio y que estoy seguro seguirán juntos hasta el final de sus
días. Se acoplan bien y son maduros a la hora de resolver los desencuentros
propios de toda pareja.
Jugamos dominó durante varias noches con la familia de Marcos y
teníamos variadas opciones a la hora de preparar la agenda. En el día, tú y
Aura me llevaban a la estación del tren para ir al centro de Miami, donde
despachaba asuntos, asistía a programas de opinión y a reuniones con amigos
y solidarios que se organizaban para enfrentar lo que después sería el gobierno
más ominoso de toda la historia de Venezuela.
Llegó el día previsto para tomar el tren que nos llevaría a Orlando para la
tan esperada visita a Disney. Salimos bien temprano. Aura, sonriente y
diligente, nos llevó a la estación y nos despidió para que nosotros, felices,
emprendiéramos una nueva aventura en ferrocarril.
El viaje de dos horas resultó corto para mi gusto, pero muy entretenido. Si
la primera visita por todos estos fascinantes espacios imaginarios me cautivó,
en esta segunda ocasión, tomado de tu mano, reafirmaría la magia que tiene
para los infantes del mundo este gigantesco e inimitable parque de diversiones.
Disney, cuando no hay prejuicios ni evaluaciones llenas de sofisticados
análisis teóricos —que no le interesan a nadie, sólo a quienes esconden detrás
de ideologías su profundo resentimiento de clase y condición social— tiene
que animar a cualquier ser humano de desarrollo normal a experimentar
sensaciones y emociones que no se olvidan. Piratas, duendes, hadas,
monstruos, brujas, estaciones astronómicas, carruseles, zoológicos, acuarios,
en un ambiente de bella arquitectura, sitios de encuentros para compartir y
disfrutar, en los que resultan una experiencia inolvidable los desfiles nocturnos
y la fiesta luminosa de fuegos artificiales con la que culminan los días.
Nuestra estadía, fugaz pero intensa, estoy seguro, dejó una bonita huella en
la memoria de los dos. La llegada a Orlando, las negociaciones con los agentes
para seleccionar el mejor tour, el medio de transporte, la duración y el hotel,
en cuya selección participaste, te hicieron sentir muy dichosa. Una vez que
iniciamos el paseo me hiciste unos comentarios muy acertados, que valoré
altamente y me permitieron conocer tu capacidad para hacer análisis
comparados sobre la cultura anglosajona y nuestra herencia latina. Sobre todo,
porque en una de estas visitas a Disney sentiríamos el rigor del desorden, en la
impuntualidad de los conductores que nos trasladaban de un lugar a otro.
No quise inducirte a que visitaras los mismos lugares a los que habíamos
ido tu madre y yo en nuestra estadía: Cinderella, la Cueva de los Piratas, el
Laboratorio de Astronomía, la pista de los carros chocones, para mencionar
algunos de los que recuerdo, pero de nuevo no sé por qué hermosa y
misteriosa razón (sin confesártelo ni ella ni yo) tú elegías para asistir primero a
estos sitios. Hay ocasiones en que suceden actos de vidas en que
homologamos pasos pretéritos de nuestros ascendientes. Ello nos hace unos
seres especiales que de cierta forma repetimos actos del pasado ejecutados por
otros.
Pero lo máximo para ti, lo que te pareció más novedoso, fue un peinado de
inspiración africana que estaba de moda en aquel entonces y que consistía en
dividir el cabello en decenas de trenzas apretadas con unos diminutos aros de
colores. Tuvimos que hacer una cola de más de tres horas para poder satisfacer
tu coquetería juvenil. Antes sostuvimos un breve forcejeo argumental, pues
estabas segura de que si le preguntabas a tu madre nunca hubieras obtenido el
consentimiento para exhibir tan excéntrico look. De nuevo, a todo riesgo, te di
mi permiso y te demostré mi agrado. Si de algo nos sentimos orgullosos y
felices cuando somos muy jóvenes, es del momento en que hacemos uso por
primera vez de una prenda de vestir, un nuevo accesorio que sirva de acomodo
al cabello, o en el caso de niñas, algún adorno para ostentar.
Esa noche, cuando llegamos al hotel, no pudo ser más gratificante
para mí. La emoción era tan grande con tu nuevo peinado, que te costó mucho
conciliar el sueño. Te mirabas una y otra vez frente al espejo. Te preguntabas
cuál sería la reacción de tus amigas y de tus compañeros de clase.
Reflexionabas en voz alta, y sonreías imaginando la expresión que pondría tu
madre apenas te divisara en el aeropuerto. Lucías bella y excéntrica. Eras la
Patricia mestiza. La Patricia blanca, india y negra. La hermosa mixtura de una
herencia que nos hace singulares y rebeldes.
Para que un ser humano sea bueno, sensible y útil, sólo requiere mucho
amor, amor a granel, amor sin medida, amor desprendido y desinteresado; la
satisfacción oportuna y certera de algunas de sus primeras expectativas y una
excelente educación. Es muy grande el rol de padre si lo vivimos y
compartimos a plenitud. Nada puede ser superior a sentirse inmortal en una
bella niña que lleva en sí los genes y las palpitaciones frutos de una gran
historia de amor.

LA TRIBULACIÓN DE UN PAPÁ

Todo viaje tiene su anécdota o muchas de ellas. Un día al terminar nuestra


jornada en el parque, luego de uno de los famosos desfiles del gran Mickey,
nos fuimos a la parada a esperar el transporte que nos trasladaría al hotel
donde estábamos hospedados.
Nos sorprendió mucho el hecho que después de una hora en la que estaba
señalada la partida, el autobús no hiciera su aparición. Aunque en un principio
hiciste caso omiso al retardo, ante el cual hacías bromas y te divertías jugando
mientras aguardábamos, cuando definitivamente nos dimos cuenta de que no
iba a aparecer, te invadió un ataque de pánico. Era la segunda vez, desde que
tenías tres años y medio y comenzamos a compartir las vacaciones, que te
sucedía algo similar. En Boston, cuando hicimos el viaje por tren, al llegar a la
terminal estuviste a punto de que te asaltara un estado emocional parecido,
cuando no encontramos a nuestra anfitriona a la hora acordada y, para remate,
fuimos asediados por los insultos de una demente.
Esta vez en Orlando comprendí, entonces, los temores y la inseguridad que
se le crea a los hijos cuando falta su padre o su madre. Después de que me
confesaras aterrada que la linguna o membrana que une el piso de la boca con
la lengua se te había desprendido. Llorabas y gemías como si padecieras un
dolor muy agudo. Abrías la boca y me mostrabas agitada la lengua y, en mi
tribulación, no atinaba a ver nada, ni conseguía articular una frase que te
sirviera de consuelo.
En muy pocas ocasiones en mi vida me he sentido tan perdido, pues debes
recordar que nada te consolaba, ni siquiera el hecho de que habíamos tomado
un taxi pagando un alto precio para que urgentemente nos llevara al hotel.
Cuando nos marchamos abruptamente dejamos estigmas en nuestros
descendientes que no se borran, apenas se esconden bajo la superficie de
cicatrices que vuelven a abrirse, a veces con más dolor, cuando quien las
padece menos lo espera. El ser humano, tan complejo, es un cosmos: respira,
vive y sueña en cada uno de los millones de células que lo contienen. En una
de sus estructuras guarda un código secreto que se reanima, reacciona y
reencarna para representar una performance en un giro del carácter, una
angustia, una ausencia, una carencia, un coqueteo o una psicosis.
Fue un lapso de tiempo caótico que no deseo a nadie y no me gustaría
volver a repetir con ningún ser querido. Para mi consuelo y tranquilidad, la
solución vendría por arte de magia sólo después que, desesperado, llamara a tu
madre. Al terminar una breve conversación con ella, la calma y la serenidad
volverían a ti.
No sé de qué brebaje misterioso estaría hecho el discurso, pero sin duda
surtió el efecto de un analgésico cuando es inyectado por vía intravenosa.
Cuando colgaste el auricular tu semblante era otro. Las lágrimas se habían
evaporado y de nuevo una bella sonrisa se había posesionado de tu rostro.
Las aguas tomaron su curso y caminamos hacia unas largas escaleras que
nos llevaron al segundo piso y muy pronto encontramos la puerta de la
habitación. Entramos, tú tomaste un baño rápido, te colocaste un pijama
blanco de algodón, me abrazaste cálidamente, me diste un beso en la mejilla
que jamás olvidaré y muy pronto te quedaste dormida.
Estuve meditando hasta muy tarde. Hay carencias de afectos personales
que no suple nadie y seguridades que no dan el dinero, el confort ni la buena
voluntad y disposición de otros padres diferentes a los biológicos. Esa noche,
en la oscuridad, fui un niño que volvió a llorar.
Al día siguiente teníamos que tomar el tren que nos llevaría a Miami.
Estuvimos bien temprano, una hora y media antes, por lo que te divertiste
jugando un buen rato al descanso.
Ese último día en Orlando ocurrió algo curioso mientras hacíamos tiempo
para embarcarnos. Ese hecho evidenciaría lo prudente y recatado de tu
carácter. Unos niños más o menos de tu edad hacían travesuras a los
transeúntes y, entre otras, ponían monedas en los rieles para que fueran
trituradas y esparcieran chispas al paso del tren.
Preocupada, cambiando los papeles, pues era yo quien debía tomar
precauciones, me tomaste de la mano cual mamá previsiva y me llevaste a una
distancia prudencial. Temías que aconteciera un accidente desagradable y me
dijiste:
—Esos niños son muy irresponsables, ellos no saben el daño que pueden
causar, son muy temerarios, la policía debería llamarles la atención.
Ellos, audaces, ponían las monedas en el preciso instante en que ni los
empleados ni los agentes del orden podían verlos. Finalmente, llegó la hora y,
contentos por nuestra jornada, emprendimos el regreso a casa.

LOS AÑOS DIFÍCILES


Pasaron tres largos y difíciles años para mí, en que por razones económicas
se me hizo imposible viajar a visitarte y a ti venir a Venezuela. Fue una
obligada reclusión interior en la que para aliviarme existencialmente me
dediqué vigorosamente a escribir El cazador de lunas, un intento de
autobiografía novelada que no sé si logré.
Nada duele tanto como la ausencia prolongada de los seres amados. Tres
años equivalen a siglos en vigilias en que sólo somos una parte de nosotros.
Los sentidos parecen haber perdido sintonía entre sí como si fuéramos muchos
y ninguno. Todo se desvanece en una larga y penosa espera que no calma la
voz al teléfono, ni las fotografías, ni los mensajes de textos, ni las cartas. Nada
se equipará en el mundo a la intensidad de emoción que provoca un cálido
abrazo, un apretón de manos, un beso en la mejilla y el placer de una
conversación cara a cara. Eso es vida.
Me perdí, y te perdí, durante tus cumpleaños trece, catorce y quince. Esto
lo escribo muy triste al calor de ese himno a la soledad interpretado por Simón
and Garfunkel, Los sonidos del silencio. Había proyectado en mis sueños la
emoción que viviríamos cuando celebráramos tus quince años. Decenas de
ideas habían habitado mi mente, buscando los elementos apropiados que nos
hicieran sentir felices. La más recurrente consistía en una modesta celebración
donde tus amigos y amigas te acompañaran y los dos en tu honor bailáramos
Love me tender, ese tierno poema interpretado por Elvis, con el que tanto
evoco los días adorables que desde que naciste pasé junto a ti.
Sufrí, sin duda, una gran frustración al no poder estar contigo, pero entendí
de igual manera, que en ocasiones debemos pagar el costo de nuestras posturas
y convicciones frente a la vida y a la sociedad. Fueron años difíciles en los que
el país iba siendo desmantelado institucional y económicamente, y yo asumía
con mucho coraje el rigor de mis convicciones en defensa de la ley, la
propiedad, el pluralismo, la justicia y la libertad.
Te volvería a encontrar en el año 2006, cuando con mucho esfuerzo logré
financiarte unas largas vacaciones de verano en Venezuela. Llegaste a mi casa,
y luego de los saludos y abrazos familiares de rigor, tomaste asiento en una de
las sillas del comedor, para decirme:
—Papi, voy a ser bailarina de ballet clásico, más aún, voy a trabajar muy
duro para llegar a ser Prima Ballerina.
El ballet clásico guarda una significación trascendental en la vida íntima de
tu madre. Pocas personas he conocido a lo largo de mi vida, incluyendo
aquellos personajes de quienes he leído su biografía, que hayan experimentado
una fascinación tan intensa por este arte, al descubrirlo de manera vivencial.
Me enamoré, más aún descubrí el ballet a través de los sentidos de tu
madre. Y he llegado a la conclusión de que no hay ningún ser humano más
genuinamente femenino que una bailarina de ballet. Cuando digo femenino, lo
hago en su expresión más exterior, pero también más íntima. Un cultor
moderno de la belleza, un aspirante a esteta debe llegar a valorar altamente la
elegancia, el garbo, la gentileza, la picardía, la coquetería, el erotismo y la
sugestión femenina que encarnan una mujer y un hombre por igual en este
arte.
Tu madre, aun llegando tarde al oficio, pronto se hizo de un dominio
teórico y escénico nada superficial, y pese a que el ballet reclama infancia para
su inicio, ella llegó, a juicio de sus amigos conocedores, a ser un alma
originalmente ganada para esta profesión.
De todas las obras de ballet que he tenido la oportunidad de disfrutar, El
lago de los cisnes, en su coreografía, su vestuario, su movimiento y su música,
guarda para los sentidos un tesoro inextinguible al paso del tiempo. Es la
conjunción, para mí, más acabada de belleza integrada a una manifestación
artística. Será por siempre la fotografía en movimiento más perfecta del
cuerpo humano para provocar apetito de belleza y deleite pleno al alma
humana.
Hablabas sólo de ballet. Venías de un largo periplo que te había llevado a
una audición en Nueva York, donde habías participado con un grupo de
compañeras de oficio. Fueron los días en que vimos en el cine la vida de
Modigliani, el genial pintor italiano, quien murió prematuramente, encarnado
por Andy García; La hoguera de las vanidades, inspirada en una obra de
Geoffrey Chaucer, y De color púrpura, ese magistral largometraje interpretado,
en unos de los roles protagónicos, por Whoopi Goldberg y dirigida por Steven
Spielberg.
A la edad de dieciséis empezabas a armar tus argumentos, por demás
justificados, sobre mi errática conducta paterna. Habías aprendido a descifrar
conceptos sobre el abandono de los padres y los trastornos emocionales que
dejan en los niños y, por supuesto, exaltabas los grandes esfuerzos que deben
hacer las madres para salir adelante en solitario.
No lo hacías para molestarme, sé lo mucho que me amas a pesar de no ser
un modelo a seguir, pero ya mayorcita te sentías en la obligación de expresar
lo mucho que te dolió mi partida y las vicisitudes a las que te viste sometida
cuando tuve que abandonarte.
No te lo reprocho. Siendo una niña preferías disfrutar al máximo cada
encuentro, sin enturbiarlo de reclamos y protestas. Ya mujercita podías
discernir, para descargarte serenamente sin hacerme sentir mal. Más aún,
percibía en ti que era una necesidad de desahogo, que adulta te pesaba y
estabas obligada a compartir conmigo.
A esta edad comenzó tu desprendimiento a otros espacios y a otros
ámbitos. Si hasta los doce años, la última vez que nos habíamos encontrado, te
enorgullecías al tomarme de la mano y exhibirme como la figura paterna que
te representaba y a la que amabas, ahora, adolescente, iniciaste el deslinde:
querías lucir sola, deseabas llamar la atención al sexo opuesto y, por tanto,
cualquier compañía de papá estaba de más.
Las jornadas te resultaban más atractivas si las preparabas por tu cuenta,
con tus tías, para aprender asuntos de mujeres y con tus primas
contemporáneas para disfrutar a tus anchas en esta nueva fase de crecimiento.
Ahora debía aceptar que habías crecido e iniciado tu despegue. No te
gustaba, aparte de alguna fotografía que nos tomaran en una salida al cine o en
alguna comida, que nos retrataran juntos. Deseabas tus escenarios, querías
aprender por experiencia propia, aspirabas a ser tú misma: Patricia Gabriela,
un nuevo y genuino ser humano
Tu régimen de vida era todavía monástico, a pesar de ciertos intentos por
romperlo que a futuro presagiaban tormentas. Compartías la práctica del ballet
con una dieta de vegetales y frutas. No te gustaba socializar mucho y te
volcabas casi exclusivamente a tu vida interior. Tu ropa era muy modesta y tus
hábitos solemnes y plenos de humildad.
Habías también comenzado a refutar algunos de mis puntos de vista sobre
la vida, lo humano, la sociedad y el mundo. Ya expresabas claramente la
diferencia de gustos en la música, la literatura, la pintura, el cine y exponías
consistentemente tus razones sobre el ser y el existir, la política, la guerra y la
paz...
Nos damos cuenta, entonces, los padres de que nunca tuvimos a nadie.
Todo era una ficción que crecía para transformarse en una nueva y
complementaria persona. Ya no somos la autoridad que protege, porque todo
ser humano es esencia, cambio y transformación. Se acabó la magia de cuando
eras chiquita, y eso duele, aun resignadamente.
Muchas apreciaciones entre padres e hijos, en esta edad, aparecen
contrapuestas para un día de nuevo volver a encontrarse en el alimento de
sentimientos comunes forjados en el pasado y potenciados al futuro. El
presente sólo le pertenece a quien lo transita. El papá es una carga de la que
hay que librarse, para encontrar la suya propia. Él dejó de ser el centro de
atención en el teatro de la vida. Pronto aparecerán los nuevos héroes o
heroínas, esta vez de carne y hueso, que manos propias y atadas por el amor
ayudarán a crear nuevas almas inmortales.
De la experiencia en ese verano aprendí un poco más de cerca las
obligaciones cotidianas del papá. Ir juntos al supermercado, llevar ropa a la
tintorería, ayudar en la cocina y servir de guía para preparar la agenda con
amigos y amigas de estos nuevos tiempos. Nada me complació más que
ayudarte en esta fase en que intentabas ser tú, a tomar tus propias decisiones,
germinar socialmente en armonía y en la que aprendiste a ser cumplida con los
horarios y a respetar compromisos de retorno a casa con meridiana precisión.

REBELDE SIN CAUSA


En el año 2007 regresarías para pasar seis meses a mi lado. Sería la


temporada más larga que hemos compartido juntos. Venías a tomar clases de
ballet con Sasha y Nedo, una pareja de excelentes bailarines yugoslavos,
extraordinarios seres humanos formados en la escuela rusa, amigos
entrañables de tu madre y a quienes aprendí a querer a través de ella.
Nunca antes me había tocado asumir las riendas del hogar con tantas
obligaciones y por tan largo tiempo. Hicimos una agenda para poder estar
puntualmente en las clases todos los días en los horarios convenidos con los
profesores. En el pasado no antepuse nada a mis obligaciones y caprichos
personales. En esta ocasión mis intereses de trabajo e individuales habían
desaparecido para que se impusieran sólo tus necesidades y tus compromisos.
No perdí el trabajo porque en esa época estaba en calidad de asesor y mis
tareas no me exigían horarios; en otro caso habría sido despedido. A mí nada
me hubiese importado con tal de que te sintieras a gusto, me sentía en deuda
contigo y, además, te merecías que te dedicara todo mi tiempo.
Esta pasantía estaría llena de sorpresas para mí y de revelaciones
trascendentales para ti en tu proceso de formación. Para nadie es un secreto
que existe un momento en la vida de cada ser humano donde se hacen
evidentes los signos de rebeldía contra nuestros padres, el entorno y las
tradiciones en que hemos sido formados.
Hay una expresión del escritor mexicano Octavio Paz, en una entrada de
uno de sus libros más conocidos, El laberinto de la soledad, en el que retrata
de una manera precisa esta fase de la vida en que nos revelamos contra todos,
para descubrir que estamos solos y perdidos. Esta transición me tocó vivirla, y
de ella, tu madre y yo aprendimos suficiente, y espero que tú también.
La frase dice así: “A todos, en algún momento, se nos ha revelado nuestra
existencia como algo particular, infranqueable y precioso. Casi siempre esta
revelación se sitúa en la adolescencia. El descubrimiento de nosotros mismos
se manifiesta como un sabernos solos; entre el mundo y nosotros se abre una
impalpable y transparente muralla; la de nuestra conciencia. Es cierto que
apenas nacemos nos sentimos solos; pero niños y adultos pueden transcender
su soledad y olvidarse de sí mismos a través del juego o del trabajo. En
cambio, el adolescente vacilante entre la infancia y la juventud, queda
suspendido un instante ante la infinita riqueza del mundo. El adolescente se
asombra de ser y al pasmo sucede la reflexión. Inclinados sobre el río de su
conciencia se pregunta si ese rostro que aflora lentamente del fondo,
deformado por el agua, es el suyo. La singularidad de ser —pura sensación en
el niño— se transforma en problema y pregunta, es conciencia interrogante”.
Afortunadamente en la relectura de este pasaje encontré armadura para
defenderme del caos que se avecinaba y frente al cual me sentí indefenso por
mi nula experiencia en el rol paterno. Esta manifestación de existir como algo
singular, único y genuino se haría evidente en esta estadía y desataría una
confrontación que jamás imaginé entre tu madre, tú y yo, similar a un juego a
tres, de todos contra todos, que nos llevaría a situaciones de crispación.
Hoy confieso que el asistir a tu destape, en el sentido más puro de la
palabra, me provocó malestares e irritaciones, pero por igual enseñanzas sobre
la tolerancia y la libertad que nunca pasaré por alto.
Sobre todo, porque venías hasta los quince años (con sus vaivenes), de un
estilo de vida muy organizado y austero, de hábitos alimentarios muy sanos,
un régimen basado en vegetales, cereales y frutas, un vestir bastante modesto
—alejado de la moda— y una vida social limitada a conciencia.
No sé qué fenómeno espiritual o material aconteció, pero a muy pocos días
de haber llegado a la casa de tu abuela en Maracaibo, tu vida dio un giro de
ciento ochenta grados. Te volviste irreverente frente a mí y desafiaste la
autoridad materna. Cambiaste radicalmente tus costumbres en la indumentaria,
en las comidas, en las diversiones y hasta en el dormir.
Bajo la permisividad de tus tías, especialmente de Rosario, quien te regaló
tu primer par de zapatos negros de tacón alto y te ayudaría en la escogencia de
la ropa interior, te transformaste en una exuberante y coqueta joven.
Compraste ajustados pantalones y blusas de colores llamativos y formas
sugerentes, muy a la moda. Te deslumbraron Shakira, Calle Ciega, Maná,
Daddy Yankee y cuanto reguetón escuchabas.
Yo no salía de mi asombro, y no encontraba tampoco la manera de
comunicárselo a tu madre. Para colmo te dio por comer de todo y sin límites.
Después que te marchaste descubriría que te subías al techo a comer carne
asada, cerdo y pollo frito en complicidad con tu prima Estefanía. Te fascinaba,
además, un plátano maduro con abundante queso, mantequilla y beber Coca-
Cola.
Poco tiempo pasó para que ganaras kilos y te pusieras muy linda, pero
nada parecido a una bailarina de ballet. El tío Heraclio se reía pícaramente
cada vez que te miraba y me decía para atormentarme: “¿No sé cómo se la vas
a presentar a su madre?”.
Fueron días de una guerra psicológica que me trastornaba. En cada
oportunidad, desde donde estuvieras en la casa, podía escuchar tus gritos por
la vía telefónica: “¿What is the problem mother?”. Al que seguía uno más
fuerte: “¿What is the problem?”. Para terminar en un estrepitoso lanzamiento
del auricular. No me atrevía a preguntar, pues sabía que al terminar contigo
vendrían por mí, acusado de ser blando y alcahuete de todo el desorden que se
había producido en tu vida. Sólo mantenía silencio y dejaba que las descargas
cayeran sobre mí, no solamente las de tu madre, sino también las tuyas, que
me acusabas de tirano y cómplice.
Salías con tus primas y siempre regresabas cargada con artículos de belleza
para mostrarme. Estoy bajo la impresión de que por primera vez dabas rienda
suelta a tus emociones, tus gustos y decisiones. Creo que en ese momento de
tu vida estabas perdida, buscabas a la Patricia Gabriela que querías ser, asunto
por demás natural. Hoy estoy seguro de que esta experiencia fue de mucha
utilidad para ayudar a descubrirte.
El punto de exacerbación de las diferencias y contrastes llegó el día en que,
con mucha frialdad y sin anestesia, me dijiste:
—Ya no quiero ser bailarina.
Esa afirmación desataría una crisis, en la que por única vez vería
desplomarse el espíritu estoico de tu madre.
Fueron muchos factores, además de la esencial crisis de adolescencia, los
que influyeron en la baja motivación que tenías en ese entonces hacia el ballet.
Una de ellas fue el trato inadecuado que te dieron los profesores en Maracaibo.
Tenías muchas expectativas y no sólo te sentiste desplazada de los roles
protagónicos que te habían asignado en Washington Ballet, sino también
castigada, aunque sin mala intención, a raíz del fuerte encontronazo que
tuviste con ellos por su duro estilo en las primeras clases. Contribuyeron,
además, los hábitos de vida, pues llegaste a contaminarte de la cultura tropical,
indisciplinada e informal.
La vida, al igual que todo proceso, tiene sus altibajos. Sin embargo, para
quien posee inteligencia y buena formación, resulta fácil reencontrar su senda.
Afortunadamente, el encuentro con tus compañeras de la compañía de ballet
en Washington, el hecho de retomar, luego de una dura y valiente reflexión,
tus hábitos de vida, y la conciencia de que era una etapa necesaria que debías
transitar para encontrarte contigo, pusieron fin a una de las etapas más difíciles
en la consolidación de tu personalidad.

TODO PASA Y TODO QUEDA


Han pasado dieciocho años desde que una noche de marzo, un día 23,
viniste al mundo y yo escribía el poema. El tiempo, ese inconsciente y
atrevido depredador de ficciones y de sueños, se insinúa implacable sobre mi
geografía y todos los tatuajes lirios y tulipanes que alumbran mi melancolía.
Él, su voracidad y su pasión vital de avalancha, parece a su paso arrasarlo
todo. En pie sólo quedan raíces acunadas de besos, textura de acero miel,
donde renacerán inéditas leyendas de los nuevos brazos hijos de la tierra, y
con ellos alegrías y esperanzas para un nuevo reino sólo de cometas,
arlequines, magos y poetas.
No tengo miedo en el otoño de mi vida a vivir desnudo de gloria y a la
intemperie de codicia, si puedo convivir a solas y en silencio con las
iluminaciones infantiles de tus primeros sinos. Aprendí tantas verdades
sagradas de tu inocencia y belleza de alma que en mi ser se sembró un humano
más sabio para el mañana, cuando estos días de ausencia se hayan ido.
Sé que todo pasa y todo queda, como escribió el poeta Antonio Machado
en sus Cantares y que tan bien interpretó Joan Manuel Serrat. Sé que el tiempo
es cruel. Por eso nada es como era ayer. Nadie es el mismo que otrora fue.
Nada se mantiene, todo se transforma. Nada se conserva, todo lo material se
desvanece o se erosiona. Hasta la roca muta, porque la vida es un sueño
disipado y la muerte un sueño oculto.
Sólo el amor por otro y por los otros sobrevive intacto. Sólo el amor
germina. Sólo el amor nos trasciende. Sólo el amor nos hace genuinos, únicos
y universales. Nada ni nadie detiene su ímpetu y su fuerza. Nadie, a través de
los tiempos, se ha resistido a su encanto. Nadie que se haya entregado a su
hechizo en cuerpo y alma ha sido infeliz ni ha permanecido alejado de la
bendición de los dioses
He asumido, a partir de mi experiencia y de centenares de historias que me
son familiares, reales y de ficción, que el amor es la esencia de la vida y sin él,
existir no tendría sentido, pues vivimos para amar y amamos porque el amor
es el oxígeno más inmediato del vivir. Por eso, los seres humanos, cuando de
pareja se trata, aman una sola vez en la vida. El amor verdadero es un asunto
mágico, aún inexplicable, si no pregúntale a Homero, Shakespeare, Litz o
Chopin. No sé si el primero o el último con él o la que se convive, o si se trata
de un amor furtivo, truncado, inconcluso o malogrado. Lo cierto es que no se
ama ni dos ni tres veces. Se pueden tener muchas parejas por razones
diferentes al amor; compromiso, necesidad, placer, costumbre o
conveniencias. Por amor se está solamente con una. Quien crea que ha amado
a más de un ser humano como su pareja, o no ha llegado amar nunca, es un
ilusionista, o vive confundido.
Pero el hecho de amar mucho a un hombre o a una mujer no significa que
debes mantenerte hasta el final con esa persona. El amor puede sobrevivir en
ambos, aunque si los compromisos, intereses y proyectos de vida en el camino
se hacen diferentes, necesariamente tendrá que operar la separación. No se
logra el consenso y la pareja tiene que abandonar su convivencia. Es así de
simple. Y así también de doloroso. De lo que sí puedes estar segura, confiada
y feliz, es que eres el fruto bendito de una hermosa historia de amor.
Estas memorias son un testimonio celebrado de amor paterno, para quien
me ha dado en el último tercio de mi vida la razón más trascendental para ser.
Quizás sea una expiación de mis desencuentros con la vida asumidos
responsablemente. He llegado a concluir en esta etapa de mi existir, de que en
nuestro ir y venir no cometemos errores, apenas nos dejamos arropar por la
vanidad y la soberbia y, en ocasiones, tomamos decisiones y caminos
equivocados que un día para el bien de la humanidad, rectificamos con mayor
clarividencia y fe. Esa es ahora mi convicción.
Hoy, después que han pasado tantos años y leo en la pantalla estas
pequeñas crónicas escritas con la devoción y el amor de un padre huérfano, si
mis familiares y amigos me preguntaran de qué tamaño quieres a Patricia,
igual les respondería: La quiero chiquita para hacerle el desayuno y llevarla al
colegio. Chiquita para hacer juntos la tarea y contarle el mejor de los cuentos
antes de ir a dormir. Chiquita para inducirle las mejores lecturas, el mejor arte
y la mejor ciencia. Chiquita para servirle de confidente. Chiquita para asistir y
aplaudirla en los actos especiales del colegio. Chiquita para conversar con sus
maestros y recibir sus calificaciones. Chiquita para llevarla y esperarla en las
noches después de las fiestas. Chiquita para prepararle la cena y organizarle
las mejores fiestas de cumpleaños.
Si los dioses me devolvieran esos tiempos, reconfortarían mi alma, la
redimirían de las heridas y serían el mejor de los regalos para ti, mi adorada
Patricia.
León Sarcos, diciembre 2016

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