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de la Orfandad
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MEMORIAS DE LA ORFANDAD
Nunca llegué a pensar que pudiera ser tan feliz como aquel verano de
1998, en que juntos realizamos uno de mis más caros anhelos infantiles: hacer
un largo viaje en tren. De niño los trenes fueron uno de mis juguetes
preferidos, y me llegó de tu mano la oportunidad de realizar una larga travesía
de seis horas entre Washington y Boston.
La recepción no pudo ser más grata. Nos habían reservado una casa de
huéspedes muy bonita, higiénica y confortable, donde pasamos la noche antes
de tomar el Amtrak que al día siguiente nos llevaría a la ciudad de Boston. Allí
nos esperaba tu prima Alejandra para llevarnos a Londonderry, donde
estrenaba una bella casa junto a Tony, su esposo, e Isabela, su hija, con
quienes tuvimos la dicha también de compartir.
En Washington pasamos una única noche extraordinaria, pues nos
aguardaba una suculenta cena a la carta y una muy excelente atención de un
anfitrión que, en ocasiones, sentía, exageraba por su solícita amabilidad. Nos
deleitamos con la comida, además celebramos a lo grande cuando después
vimos en la televisión una de las historias de amor que te cautivaba: Titanic.
Ya la habías visto en dos ocasiones, pero te gustaba tanto, al igual que después
Forrest Gump, que no te fastidiaba volver a verla. Fue cuando descubrí que
estabas enamorada del primer chico: Leonardo Di Caprio.
Al día siguiente nos levantamos tarde. Tu madre nos fue a recoger al hotel
para ir a la estación de trenes, allí compartimos con ella un desayuno-almuerzo
antes de entrar a los andenes y abordar el Amtrak, en el que haríamos el viaje
que más he disfrutado en la vida.
Desde que nos instalamos en unas confortables butacas rojas, iniciaste el
más riguroso interrogatorio sobre mi genealogía. Afanosamente deseabas que
te dibujara un retrato hablado y además psicológico de cada uno de tus tíos y
tías.
Respondí del modo más meticuloso a la descripción física y personalidad
de cada uno de los miembros de la familia, pero a ti siempre te parecían
insuficientes los datos y casi que policialmente volvías a insistir para pedir
más detalles que te permitieran acercarte a ellos mucho más pronto y fácil.
Esa fue la ocasión en que, mediante la mímica, hiciste la representación
más próxima a la clásica expresión de ceño fruncido que me ha acompañado
desde que era muy joven. Nos reímos mucho con tus imitaciones y le tomamos
fotos a todo cuanto se movía en el exterior, seres humanos y paisajes naturales.
El viaje fue muy agradable, pero el paisaje que observamos bastante
diferente. De pronto contemplamos verdes y extensas praderas, un bonito
discurrir de un río, una luminosa estación o, por el contrario, garajes de
chatarra, estacionamiento de trailers abandonados y casas en ruinas.
Sentía pánico en cada oportunidad que te levantabas hacia el restaurante
del tren, el cual se encontraba tres vagones más adelante de nuestros asientos
de viajeros. Cuando te parabas con el pedido de ambos, para dirigirte a tu
objetivo, siempre encontré pretextos para seguirte de cerca, de manera que no
te fueras a extraviar. Me invadían el miedo y la angustia, y a pesar de que me
regañabas, hacía caso omiso a tus protestas.
El viaje en tren es pausado, tranquilo, suave, sin sobresaltos. El
desplazamiento es ruidoso, pero proporcionado armónicamente a la sensación
de seguridad que produce. Puedo hacer un viaje alrededor del mundo por este
medio sin experimentar fatiga ni cansancio. No sé por qué el ferrocarril es el
único de los medios para ir de un lado a otro que no me produce el más
mínimo temor al abordar.
No sé en cuántas estaciones nos detuvimos. Durante el trayecto te quedaste
profundamente dormida en dos ocasiones. La travesía fue una pequeña
aventura. Nunca —después del largo y tortuoso viaje de Boulder a
Washington, D. C., en el que casi pierdes el pulgar derecho de una infección
luego de tanto chuparlo— habíamos estado juntos tan largo trecho, esta vez
muy contentos y dispuestos a disfrutar al máximo.
PINTORA Y ENFERMERA
LA MAGIA DE DISNEY
LA TRIBULACIÓN DE UN PAPÁ
Pasaron tres largos y difíciles años para mí, en que por razones económicas
se me hizo imposible viajar a visitarte y a ti venir a Venezuela. Fue una
obligada reclusión interior en la que para aliviarme existencialmente me
dediqué vigorosamente a escribir El cazador de lunas, un intento de
autobiografía novelada que no sé si logré.
Nada duele tanto como la ausencia prolongada de los seres amados. Tres
años equivalen a siglos en vigilias en que sólo somos una parte de nosotros.
Los sentidos parecen haber perdido sintonía entre sí como si fuéramos muchos
y ninguno. Todo se desvanece en una larga y penosa espera que no calma la
voz al teléfono, ni las fotografías, ni los mensajes de textos, ni las cartas. Nada
se equipará en el mundo a la intensidad de emoción que provoca un cálido
abrazo, un apretón de manos, un beso en la mejilla y el placer de una
conversación cara a cara. Eso es vida.
Me perdí, y te perdí, durante tus cumpleaños trece, catorce y quince. Esto
lo escribo muy triste al calor de ese himno a la soledad interpretado por Simón
and Garfunkel, Los sonidos del silencio. Había proyectado en mis sueños la
emoción que viviríamos cuando celebráramos tus quince años. Decenas de
ideas habían habitado mi mente, buscando los elementos apropiados que nos
hicieran sentir felices. La más recurrente consistía en una modesta celebración
donde tus amigos y amigas te acompañaran y los dos en tu honor bailáramos
Love me tender, ese tierno poema interpretado por Elvis, con el que tanto
evoco los días adorables que desde que naciste pasé junto a ti.
Sufrí, sin duda, una gran frustración al no poder estar contigo, pero entendí
de igual manera, que en ocasiones debemos pagar el costo de nuestras posturas
y convicciones frente a la vida y a la sociedad. Fueron años difíciles en los que
el país iba siendo desmantelado institucional y económicamente, y yo asumía
con mucho coraje el rigor de mis convicciones en defensa de la ley, la
propiedad, el pluralismo, la justicia y la libertad.
Te volvería a encontrar en el año 2006, cuando con mucho esfuerzo logré
financiarte unas largas vacaciones de verano en Venezuela. Llegaste a mi casa,
y luego de los saludos y abrazos familiares de rigor, tomaste asiento en una de
las sillas del comedor, para decirme:
—Papi, voy a ser bailarina de ballet clásico, más aún, voy a trabajar muy
duro para llegar a ser Prima Ballerina.
El ballet clásico guarda una significación trascendental en la vida íntima de
tu madre. Pocas personas he conocido a lo largo de mi vida, incluyendo
aquellos personajes de quienes he leído su biografía, que hayan experimentado
una fascinación tan intensa por este arte, al descubrirlo de manera vivencial.
Me enamoré, más aún descubrí el ballet a través de los sentidos de tu
madre. Y he llegado a la conclusión de que no hay ningún ser humano más
genuinamente femenino que una bailarina de ballet. Cuando digo femenino, lo
hago en su expresión más exterior, pero también más íntima. Un cultor
moderno de la belleza, un aspirante a esteta debe llegar a valorar altamente la
elegancia, el garbo, la gentileza, la picardía, la coquetería, el erotismo y la
sugestión femenina que encarnan una mujer y un hombre por igual en este
arte.
Tu madre, aun llegando tarde al oficio, pronto se hizo de un dominio
teórico y escénico nada superficial, y pese a que el ballet reclama infancia para
su inicio, ella llegó, a juicio de sus amigos conocedores, a ser un alma
originalmente ganada para esta profesión.
De todas las obras de ballet que he tenido la oportunidad de disfrutar, El
lago de los cisnes, en su coreografía, su vestuario, su movimiento y su música,
guarda para los sentidos un tesoro inextinguible al paso del tiempo. Es la
conjunción, para mí, más acabada de belleza integrada a una manifestación
artística. Será por siempre la fotografía en movimiento más perfecta del
cuerpo humano para provocar apetito de belleza y deleite pleno al alma
humana.
Hablabas sólo de ballet. Venías de un largo periplo que te había llevado a
una audición en Nueva York, donde habías participado con un grupo de
compañeras de oficio. Fueron los días en que vimos en el cine la vida de
Modigliani, el genial pintor italiano, quien murió prematuramente, encarnado
por Andy García; La hoguera de las vanidades, inspirada en una obra de
Geoffrey Chaucer, y De color púrpura, ese magistral largometraje interpretado,
en unos de los roles protagónicos, por Whoopi Goldberg y dirigida por Steven
Spielberg.
A la edad de dieciséis empezabas a armar tus argumentos, por demás
justificados, sobre mi errática conducta paterna. Habías aprendido a descifrar
conceptos sobre el abandono de los padres y los trastornos emocionales que
dejan en los niños y, por supuesto, exaltabas los grandes esfuerzos que deben
hacer las madres para salir adelante en solitario.
No lo hacías para molestarme, sé lo mucho que me amas a pesar de no ser
un modelo a seguir, pero ya mayorcita te sentías en la obligación de expresar
lo mucho que te dolió mi partida y las vicisitudes a las que te viste sometida
cuando tuve que abandonarte.
No te lo reprocho. Siendo una niña preferías disfrutar al máximo cada
encuentro, sin enturbiarlo de reclamos y protestas. Ya mujercita podías
discernir, para descargarte serenamente sin hacerme sentir mal. Más aún,
percibía en ti que era una necesidad de desahogo, que adulta te pesaba y
estabas obligada a compartir conmigo.
A esta edad comenzó tu desprendimiento a otros espacios y a otros
ámbitos. Si hasta los doce años, la última vez que nos habíamos encontrado, te
enorgullecías al tomarme de la mano y exhibirme como la figura paterna que
te representaba y a la que amabas, ahora, adolescente, iniciaste el deslinde:
querías lucir sola, deseabas llamar la atención al sexo opuesto y, por tanto,
cualquier compañía de papá estaba de más.
Las jornadas te resultaban más atractivas si las preparabas por tu cuenta,
con tus tías, para aprender asuntos de mujeres y con tus primas
contemporáneas para disfrutar a tus anchas en esta nueva fase de crecimiento.
Ahora debía aceptar que habías crecido e iniciado tu despegue. No te
gustaba, aparte de alguna fotografía que nos tomaran en una salida al cine o en
alguna comida, que nos retrataran juntos. Deseabas tus escenarios, querías
aprender por experiencia propia, aspirabas a ser tú misma: Patricia Gabriela,
un nuevo y genuino ser humano
Tu régimen de vida era todavía monástico, a pesar de ciertos intentos por
romperlo que a futuro presagiaban tormentas. Compartías la práctica del ballet
con una dieta de vegetales y frutas. No te gustaba socializar mucho y te
volcabas casi exclusivamente a tu vida interior. Tu ropa era muy modesta y tus
hábitos solemnes y plenos de humildad.
Habías también comenzado a refutar algunos de mis puntos de vista sobre
la vida, lo humano, la sociedad y el mundo. Ya expresabas claramente la
diferencia de gustos en la música, la literatura, la pintura, el cine y exponías
consistentemente tus razones sobre el ser y el existir, la política, la guerra y la
paz...
Nos damos cuenta, entonces, los padres de que nunca tuvimos a nadie.
Todo era una ficción que crecía para transformarse en una nueva y
complementaria persona. Ya no somos la autoridad que protege, porque todo
ser humano es esencia, cambio y transformación. Se acabó la magia de cuando
eras chiquita, y eso duele, aun resignadamente.
Muchas apreciaciones entre padres e hijos, en esta edad, aparecen
contrapuestas para un día de nuevo volver a encontrarse en el alimento de
sentimientos comunes forjados en el pasado y potenciados al futuro. El
presente sólo le pertenece a quien lo transita. El papá es una carga de la que
hay que librarse, para encontrar la suya propia. Él dejó de ser el centro de
atención en el teatro de la vida. Pronto aparecerán los nuevos héroes o
heroínas, esta vez de carne y hueso, que manos propias y atadas por el amor
ayudarán a crear nuevas almas inmortales.
De la experiencia en ese verano aprendí un poco más de cerca las
obligaciones cotidianas del papá. Ir juntos al supermercado, llevar ropa a la
tintorería, ayudar en la cocina y servir de guía para preparar la agenda con
amigos y amigas de estos nuevos tiempos. Nada me complació más que
ayudarte en esta fase en que intentabas ser tú, a tomar tus propias decisiones,
germinar socialmente en armonía y en la que aprendiste a ser cumplida con los
horarios y a respetar compromisos de retorno a casa con meridiana precisión.
Han pasado dieciocho años desde que una noche de marzo, un día 23,
viniste al mundo y yo escribía el poema. El tiempo, ese inconsciente y
atrevido depredador de ficciones y de sueños, se insinúa implacable sobre mi
geografía y todos los tatuajes lirios y tulipanes que alumbran mi melancolía.
Él, su voracidad y su pasión vital de avalancha, parece a su paso arrasarlo
todo. En pie sólo quedan raíces acunadas de besos, textura de acero miel,
donde renacerán inéditas leyendas de los nuevos brazos hijos de la tierra, y
con ellos alegrías y esperanzas para un nuevo reino sólo de cometas,
arlequines, magos y poetas.
No tengo miedo en el otoño de mi vida a vivir desnudo de gloria y a la
intemperie de codicia, si puedo convivir a solas y en silencio con las
iluminaciones infantiles de tus primeros sinos. Aprendí tantas verdades
sagradas de tu inocencia y belleza de alma que en mi ser se sembró un humano
más sabio para el mañana, cuando estos días de ausencia se hayan ido.
Sé que todo pasa y todo queda, como escribió el poeta Antonio Machado
en sus Cantares y que tan bien interpretó Joan Manuel Serrat. Sé que el tiempo
es cruel. Por eso nada es como era ayer. Nadie es el mismo que otrora fue.
Nada se mantiene, todo se transforma. Nada se conserva, todo lo material se
desvanece o se erosiona. Hasta la roca muta, porque la vida es un sueño
disipado y la muerte un sueño oculto.
Sólo el amor por otro y por los otros sobrevive intacto. Sólo el amor
germina. Sólo el amor nos trasciende. Sólo el amor nos hace genuinos, únicos
y universales. Nada ni nadie detiene su ímpetu y su fuerza. Nadie, a través de
los tiempos, se ha resistido a su encanto. Nadie que se haya entregado a su
hechizo en cuerpo y alma ha sido infeliz ni ha permanecido alejado de la
bendición de los dioses
He asumido, a partir de mi experiencia y de centenares de historias que me
son familiares, reales y de ficción, que el amor es la esencia de la vida y sin él,
existir no tendría sentido, pues vivimos para amar y amamos porque el amor
es el oxígeno más inmediato del vivir. Por eso, los seres humanos, cuando de
pareja se trata, aman una sola vez en la vida. El amor verdadero es un asunto
mágico, aún inexplicable, si no pregúntale a Homero, Shakespeare, Litz o
Chopin. No sé si el primero o el último con él o la que se convive, o si se trata
de un amor furtivo, truncado, inconcluso o malogrado. Lo cierto es que no se
ama ni dos ni tres veces. Se pueden tener muchas parejas por razones
diferentes al amor; compromiso, necesidad, placer, costumbre o
conveniencias. Por amor se está solamente con una. Quien crea que ha amado
a más de un ser humano como su pareja, o no ha llegado amar nunca, es un
ilusionista, o vive confundido.
Pero el hecho de amar mucho a un hombre o a una mujer no significa que
debes mantenerte hasta el final con esa persona. El amor puede sobrevivir en
ambos, aunque si los compromisos, intereses y proyectos de vida en el camino
se hacen diferentes, necesariamente tendrá que operar la separación. No se
logra el consenso y la pareja tiene que abandonar su convivencia. Es así de
simple. Y así también de doloroso. De lo que sí puedes estar segura, confiada
y feliz, es que eres el fruto bendito de una hermosa historia de amor.
Estas memorias son un testimonio celebrado de amor paterno, para quien
me ha dado en el último tercio de mi vida la razón más trascendental para ser.
Quizás sea una expiación de mis desencuentros con la vida asumidos
responsablemente. He llegado a concluir en esta etapa de mi existir, de que en
nuestro ir y venir no cometemos errores, apenas nos dejamos arropar por la
vanidad y la soberbia y, en ocasiones, tomamos decisiones y caminos
equivocados que un día para el bien de la humanidad, rectificamos con mayor
clarividencia y fe. Esa es ahora mi convicción.
Hoy, después que han pasado tantos años y leo en la pantalla estas
pequeñas crónicas escritas con la devoción y el amor de un padre huérfano, si
mis familiares y amigos me preguntaran de qué tamaño quieres a Patricia,
igual les respondería: La quiero chiquita para hacerle el desayuno y llevarla al
colegio. Chiquita para hacer juntos la tarea y contarle el mejor de los cuentos
antes de ir a dormir. Chiquita para inducirle las mejores lecturas, el mejor arte
y la mejor ciencia. Chiquita para servirle de confidente. Chiquita para asistir y
aplaudirla en los actos especiales del colegio. Chiquita para conversar con sus
maestros y recibir sus calificaciones. Chiquita para llevarla y esperarla en las
noches después de las fiestas. Chiquita para prepararle la cena y organizarle
las mejores fiestas de cumpleaños.
Si los dioses me devolvieran esos tiempos, reconfortarían mi alma, la
redimirían de las heridas y serían el mejor de los regalos para ti, mi adorada
Patricia.
León Sarcos, diciembre 2016