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IN MEMORIAM

DOM ANDRÉ LOUF OCSO


(1929-2010)

D om André Louf falleció el 12 de Julio de 2010. Dos días más tarde fue enterrado
en la Abadía donde ingresó a los 18 años. Sabíamos que, habiendo vuelto desde
el sur de Francia, se encontraba desde hacía tiempo en una clínica de Bailleul,
próxima a la Abadía de Mont des Cats. Su fin se aproximaba. Ya ha sucedido.

Amigo paternal, abad y ermitaño, escritor creativo, traductor inspirado,


acompañante espiritual y orientador de muchas almas, ferviente ecumenista –en diálogo
principalmente con los Ortodoxos- nos ha dejado. Su personalidad, como un diamante con
muchas caras, irradiaba luz más allá del círculo monástico. Incluso la Universidad Católica
de Louvain-la-Neuve (UCL) ha reconocido su autoridad al concederle el título de Doctor
honoris causa en 1994 (cf. Collectanea Cisterciensia 59 [1994] 215-226). Durante toda su
vida fue solicitado tanto por el público en general como por la soledad árida del desieto.
Hacía sus elecciones y era elegido. Hombre de buen gusto no cedía jamás a lo banal, sino a
lo esencial. Pero, muchas veces a lo largo de su vida, el curso de los acontecimientos ha
sido otro que el que él esperaba. Su atractivo precoz por la vida eremítica sufrió un giro
inesperado cuando fue elegido Abad de su comunidad a la edad de 33 años. Tras diez años
de abadiato pensaba poder presentar su dimisión; pero el Abad general de la Orden pensaba
de otra forma. Cuando presentó su dimisión tras 35 años de abadiato, en 1997, tenía la vista
puesta en la Cartuja. Pero no le fue concedido tal deseo. Una comunidad de monjas
Benedictinas del sur de Francia le había invitado: allí podría llevar vida eremítica al margen
de la comunidad. El establo de un burro que había muerto sería transformado en ermita.
Allí, en la Abadía de Sainte Lioba, en Simiane-Collongue, cerca de Marsella, se transformó
en un atareado y ágil traductor. Puso en francés toda la obra de Ruysbroeck, con una
sensibilidad especial para con las particularidades del místico flamenco. Después le llegó el
turno a Isaac el Sirio. Fue un trabajo de pionero, al traducir por primera vez al francés
varios textos inéditos, en colaboración con Sabino Chialà, de Bose. Tradujo también del
ruso un estudio sobre Isaac escrito por su amigo ortodoxo Mons. Hilarion Alfeyev. Todo lo
que tradujo no se ha publicado aún. Aparecerán, de forma póstuma y entre otros, algunos
textos inéditos de otro Padre sirio: Simón de Taibouthe, del siglo 8º.

Hace algunos años, Stéphane Delberghe publicó algunas entrevistas hechas a Dom
André Louf (Por la gracia de Dios, Fidelidad, en 2002). Fueron rápidamente traducidas al
holandés. Y Leo Fijen (de la TV holandesa Kruispunt) consiguió entrar con su equipo de
cameraman en la ermita de Dom André para otra entrevista. Por eso hay imágenes muy
recientes de él: dejó que se viera todo, muy sencillamente. Pero lo que nadie ha podido
filmar ha quedado oculto. Cada noche se levantaba para orar –cuenta él- con o sin libro, con
o sin palabras, durante dos o tres horas. Secretum meum mihi: Mi secreto es para mí.

El camino interior seguido por esta figura excepcional del paisaje espiritual de
Occidente, cayendo y levantándose, amando y sufriendo, marcado por decepciones y
combates, tanto en el exterior como en el interior, permanece más oculto que público. Era
un buscador que animaba a otros a serlo, ser buscadores.. En nuestra generación nosotros
nos encontramos al comienzo del camino. “También nosotros, los Trapenses, no sabemos
lo que es la vigilia nocturna, debemos redescubrirla, con ensayos y errores”. Como
buscador –él, que se levantaba de noche y gozaba de la música del órgano en la iglesia del
monasterio- más de una vez, debido a su generosidad, encalló en su proyectos y tuvo que
dar marcha atrás. Su primera representación de la vida trapense era heroica: siempre más
esfuerzos, sudor y lágrimas. Hasta que su cuerpo le dio algunas señales de agotamiento
total. Este fue el origen de algunos planteamientos profundos: ¿Recibiría la gracia una
oportunidad en una insignificante vida tan generosa? La contrapartida fue una
reconciliación radical en primer lugar con lo que hay de más pobre en el ser humano: “No
he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”. Estas palabras de Jesús inspiraron en
Dom André una vida nueva con una fuerza mayor que en cualquier otra persona de nuestra
generación. Sus numerosas aportaciones al acompañamiento espiritual parten siempre de
esta noción primordial: no confíes más en tus esfuerzos, sino déjate amar por el Amor
primero. A partir de tal intuición, la puerta se abrió hacia los Padres sirios, sobre todo hacia
Isaac el Sirio, luego, más tarde, hacia Simón de Taibouteh. Hace dos años, en Gante,
disertó sobre Simón y la última cita de sus escritos, cita que él puso como un sello sobre el
conjunto de su contribución relativa a esta temática que le era tan querida:

“La oración de un pecador tiene el corazón partido y dolorido, cuya conciencia se humilla
cuando recuerda sus faltas y debilidades; es mejor que la oración de un justo presuntuoso,
lleno de sí mismo, orgulloso, cuya vanidad le hincha y le hace creer que ya ha alcanzado un
grado espiritual. Cuando un pecador es consciente de sus debilidades y comienza a sentir la
contrición, entonces es un justo. Pero cuando un justo, en su conciencia, está convencido de
su justicia, entonces es un pecador”.

Sus numerosos talentos podían jugarle malas pasadas. Lo reconocía él mismo. Fue
enviado a Roma para cursar estudios bíblicos. Si hizo exegeta, pero su formación exegética,
junto con su conocimiento de varias lenguas antiguas, hizo de las Escrituras un libro de
estudio lleno de enigmas lingüísticos. Se “atascó”. Ya no le era posible la verdadera lectio
divina de los monjes. Por suerte recibió entonces el cometido de Redactor de la revista
Collectanea Cisterciensia. Esto le condujo al mundo interior de San Bernardo y de
Guillermo de Saint-Thierry. Descubrió de nuevo ese otro modo de acercarse a la Escritura
como revelación, como acontecimiento. La lectura de la Dogmática de Karl Barth ya le
había preparado para la sorpresa: la Palabra de Dios abre un surco en el corazón, una
siembra que da fruto en el corazón de quien escucha. Muchas de sus meditaciones y
contemplaciones sobre la Palabra de Dios encontraron su fuente en la potente intuición de
esa época. Su primera publicación –Señor, enséñanos a orar, Bruselas 1963-, traducida a
más de diez lenguas, es el testimonio de ese descubrimiento. Él mismo reconoce que, como
Abad, no tenía mucho tiempo para lecturas exegéticas. Cada domingo predicaba la homilía
a la comunidad. Era la costumbre de Mon des Cats (no las fiestas, sino los domingos). “Lo
preparo muy bien. Me pongo ante la Palabra y comparto con mis hermanos dónde estoy
desde el punto de vista espiritual”. Esta es para mí una de las mejores definiciones de lo que
debe ser una homilía. Muchos amigos han recogido y publicado sus homilías, que han sido
traducidas entre otras lenguas al holandés.
Fue elegido Abad justo a mitad del Vaticano II. La Orden entera y cada abadía
recibieron la invitación de dotarse de una liturgia nueva en lengua vernácula, con música
también nueva. Él estuvo en medio de ese “fuego”. Reflexionó mucho sobre qué es la
liturgia y lo que puede representar en la vida de un monje de hoy. Ha escrito mucho al
respecto. También aquí le han servido de inspiración algunos textos siríacos, sobre todo los
que hablan del templo del corazón. Su pensamiento giraba en torno al tema de la
interioridad, de la inhabitación del Espíritu y de sus inspiraciones, de la celebración con un
espíritu apaciguado hasta que la oración misma se acopla a la respiración y se transforma
en un musitar constante en un corazón pobre y humilde. Conocía la tradición hesycasta
oriental, pero también había encontrado antiguos textos de Occidente que hablaban de la
presencia de Dios en el corazón, sin pensamientos o preocupaciones del exterior. En su
presentación más sintética de la vida monástica –El camino cisterciense. En la escuela del
amor- desarrolla esos temas y cita todo un diálogo anónimo del siglo XII sobre la
“presencia interior” (de domo interiori seu conscientia). Su última conferencia, publicada
en Gante en junio de 2008, abordaba este gran tema: La liturgia del corazón. El hombre
interior. La tarde que la presentó lo hizo con una fuerza especial, como si se tratase de su
testamento o su discurso de despedida (ver Heiliging 2008, pp.80-96).

También vivió el ecumenismo desde el interior, a nivel del corazón. Tenía la


profunda convicción de que el reencuentro con la ortodoxia, si todos nos ponemos en
actitud de corazón dividido, podría volver a la Iglesia una, indivisa (cf. Olivier Clément),
con la esperanza de poder compartir conjuntamente también el pan y el vino en la vida
sacramental. Su peregrinación a Monte Athos y a Rumanía en 1969 le había ofrecido esta
experiencia de forma excelente. Pesar de la separación a nivel eclesial y dogmático, se
manifestó que era posible una experiencia espiritual y recíproca, especialmente en el
momento en que Dom André pidió a un padre que le guiara espiritualmente. Tras ciertas
dudas, éste se abandonó a este momento de gracia y el monje occidental recibió de su padre
oriental una palabra de luz que le acompañó durante toda su vida, como reconoció más
tarde.
Pobreza, humildad. Corazón partido, contrición: es en esa dirección donde se
concentraba cada vez más su atención. Durante un tiempo fue una persona de autoridad
muy bien informada dentro de la política eclesial en la Orden, y también fuera de ella; pero,
con el tiempo, esto fue perdiendo importancia. El centro de gravedad se desplazó, como
muy bien se podía apreciar en las imágenes de la emisión de la televisión Kruispunt de Leo
Fijen. Quienes se han podido acercar a él en los últimos años se habrán podido dar cuenta
de que, a veces, aparecía como “un poco perdido”, pero sin perder su sonrisa. La grandeza
de su vida, en conjunto, es que de forma voluntaria o no, su camino le ha conducido a esa
paz del corazón y a esa pobreza de espíritu que él había proclamado en sus escritos durante
más de cuarenta años. Murió como un pobre, un “pobre loco”, como Guido Gezelle le decía
de sí mismo, pero profundamente reconciliado con los aspectos más miserables de su
humanidad.
Un gran maestro, una luz para innumerables personas, cambió su celda y su ermita
por la comunidad celeste de los pobres, de los santos. Lo que cada noche buscaba de nuevo
como abismo luminoso de Misericordia, puede ya contemplarlo cara a cara. Y nosotros
creemos que, como antes, todavía ahora e incluso de forma más libre que nunca,
intercederá por nosotros, pobre para los pobres.
Fr. Benoît Standaert, osb

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