‘or qué detesto el teatro
Javier Marias
Algunos lectores me han pedido explica-
ciones respecto a un inciso que, sin darle la menor
importancia (era una forma de hablar), introduje en
una columna de har4 mes y medio. Entre mis obras
literarias preferidas del siglo XX mencioné las Come-
dias bérbaras de Valle-Inclan, y afiadi: «(y eso que de-
testo el teatro)». Trataré de decir por qué, pero sera la
exposicién de una mera manfa personal: no preten-
do tener raz6n, ni aportar argumentos objetivos, ni
desde luego convencer a nadie. Vayan al teatro uste-
des, faltaria mas.
Creo que el primer culpable de mi aversién
es el cine. Para quien se educé desde nifio en es-
te arte de la representacién, la que las tablas ofrecen
no puede por menos de resultar comparativamente
pobre, hierdtica e inveros{mil. En el cine uno adop-
ta todos los puntos de vista imaginables, el propio
del espectador pero también el de cada personaje, el
de un avién, un 4guila o una serpiente, el de Dios;
contempla la acci6n y a los intérpretes de lejos o de
cerca, sesgados, con movimientos de cdmara (esto
es, propios), y por supuesto no hay nunca el menor
impedimento para cambiar de tiempo 0 de espacio.
Uno ve el interior de un cuarto y un barco azota-
do por la tormenta, atisba los mds sutiles gestos 0
miradas de los actores, puede asistit al pasado y al
presente y aun a la figuraci6n del futuro, saltar deun escenario a otro y tantas cosas més. En el teatro,
por el contrario, nuestra perspectiva no varia: rene
mos a los personajes siempre a la misma distancii,
apenas vemos sus caras, nuestra sensaci6n frecucnte
es de impotencia. Y, por otra parte, no logro sac
dirme con facilidad el distanciamiento que me pro
duce la comparativamente pobre escenificacién. Me
molesta que los decorados se noten tanto, que lay
puertas se perciban tan falsas, que cuando se abre un
grifo no siempre salga agua.
Pero en fin, si slo fuera esto. Si fueran tan
s6lo las deficiencias técnicas del teatro de antafio 0
ttadicional... Podrfa sobreponerme a ellas y entrar
en el juego y la convencién.
El problema mayor es que el teatro que me
ha tocado en mi época ha pretendido casi siempre
ser «innovador» y «moderno». Y las supuestas in-
novaciones y modernidades consisten a menudo en
desdichas como las que siguen: si se trata de una
obra cldsica, uno ya no ve nunca esa obra, sino la
versién, adaptacidn o recreacién que de ella ha Ile-
vado a cabo algtin avispado contemporaneo nuestro
que asi se embolsa el dinero que ya nadie cobraria,
pues Séfocles, Shakespeare, Lope de Vega, Moliére,
Goldoni y demas lumbreras son del dominio puibli-
co. Estas adaptaciones se fundamentan por lo gene-
ral en la destrucci6n de la obra clésica: hay quienes
deciden prescindir del verso, si lo habfa; hay quie-
nes visten a Julio César, Marco Antonio y Bruto con
chaqueta y corbata, o de gerifaltes nazis, o los hacen
corretear desnudos durante la representacién ente-
ta (aunque hay gran aficién a vestir a todo el mundo
con una especie de sacos espantosos, todos iguales);
hay quienes prefieren que los personajes brinquenmona
y chillen mucho por un escenario completamente itr
cfo, quizd una rampa, o una carpa, o una red de la
que se cuelgan. A los actores se los suele convencer
de que sean «muy naturales» o «muy attificiales»,
pero en ambos casos el resultado es idéntico: una
verdadera incapacidad para recitar los textos de ma-
nera que se escuchen, interesen y prendan la aten-
cién del espectador, el cual acaba por estar mu-
cho mas pendiente de los aullidos, las vacilaciones
forzadas, los frecuentes canturreos o letanias y la
imperfecta diccién de los intérpretes (asi como de
sus propios y continuos sobresaltos, pues a menu-
do los actores arrojan agua o bengalas al piblico)
que de lo que éstos transmiten verbalmente. Ade-
més, en el teatro actual es casi imposible que, ven-
gan o no a cuento, no haya: a) danzas mas o menos
histéricas y sin sentido, quiz4 para que se aprecie el
«movimiento corporal»; b) alguna escena mas 0 me-
nos «salvaje» o un poquito medieval, tipo aquela-
tre, jolgorio plebeyo, linchamiento, violacién masi-
va o canibalismo en grupo: sea cual sea el modelo
elegido, nada de eso impresiona ni resulta nunca
crefble; c) saltos, piruetas y juglaria, y algo de mi-
mo, y nada detesto tanto como los mimos y los ju-
glares (espero no verme obligado a explicar el por-
qué, otra semana). De la palabra, en cambio, cada
vez se sabe menos: entre lo corporal, los cortes y la
abundancia de personajes ididticos (herencia en par-
te de mi admirado Beckett), parece que fuera el ver-
bo lo que menos importa. Algtin término medio
deberfa haber entre las perezosas y rancias represen-
taciones a lo Pérez Puig (Teatro Espafiol de Madrid
desde hace siglos) y las superficialidades camelisti-
cas de los innovadores profesionales. En fin: lo tlti-mo que se me ocurre, si tengo dos horas libres,
sentarme a ver sacos, carpas, rampas, aburridos |\1e~
gos de luces, seres desquiciados correteando y bri»
mando y danzando y balbuceando, pobres intérpre-
tes engaftados. Comprenderan que cuanto viene iif
envuelco, me sea muy diffcil creérmelo. ¢Y qué hiv
go yo ahi sentado en tinieblas durante dos horas, si
no me lo creo? Eso sf, el teatro a veces —y con pli»
cer— lo leo. Contra eso no tengo nada.
21-1-01