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IMPLICACIONES PASTORALES DE LA DOCTRINA DE LA COLEGIALIDAD DE LOS

OBISPOS

I. FUNDAMENTOS DOGMÁTICOS

Antes de considerar las exigencias pastorales que encierra el concepto de colegialidad de los
obispos, juzgamos conveniente recordar, aunque de manera esquemática, cuál es exactamente el
contenido teológico de esta palabra que desde el comienzo de las deliberaciones del actual
Concilio sobre la Iglesia ha ido saliendo cada vez más a primer plano. A este respecto se ha de
tener en cuenta que el carácter colegial del ministerio episcopal se basa principalmente en dos
hechos históricos.

l. La "Colegialidad" de los Apóstoles

El primero de estos hechos es el carácter colegial del misterio apostólico, que en un principio
aparece como el ministerio de los Doce, antes de que a raíz de los acontecimientos de
Pentecostés viniera a convertirse en un auténtico ministerio de misión, un "Apostolado" en
sentido estricto. Hoy podemos decir, como un resultado seguro de la exégesis, que de los dos
conceptos, "los Doce" y "los Apóstoles", el primero es más antiguo que el segundo -el cual,
como hemos dicho, se ha de considerar como posterior a Pentecostés-, y además que en un
principio estos dos conceptos no coincidían; es en la teología lucana, relativamente tardía, donde
aparecen identificados por primera vez; de modo que entonces, a partir de las expresiones "los
Doce" y "los Apóstoles", originariamente distintas aunque se interfirieran en el contenido,
surgió la ecuación "los 12 Apóstoles" que fijó en adelante la concepción histórica de la
cristiandad1. Esta afirmación de la exégesis no se reduce a una pura curiosidad de anticuario,
sino que hace posible un conocimiento más profundo de la tarea que el Señor encomendó a
aquellos hombres que El llamó para que fueran sus más inmediatos seguidores. Nos descubre,
en efecto, que el ministerio de estos hombres tenía carácter de signo y era de índole comunitaria.
Tras una historia llena de fracasos y frustradas esperanzas, Israel esperaba, al fin de los tiempos,
la restauración de las doce tribus con que había comenzado y en las que se expresaba su plenitud
cósmica2. El hecho, por tanto, de que Jesús llame a doce es una acción significativa
escatológica: originariamente, la tarea de estos hombres no es en primer término hacer o realizar
algo determinado, sino ser un signo anunciador de que "el fin de los tiempos" está muy cerca, de
que Dios cumple su promesa y congrega al Israel definitivo. La elección del apóstol Matías para
completar el número de doce roto por la traición de Judas hace ver que, incluso en los primeros
momentos después de la resurrección del Señor, el simbolismo escatológico de los Doce seguía
siendo para la naciente Iglesia una parte fundamental en la misión de los que debían pertenecer
al círculo más íntimo de los testigos de Jesucristo. Naturalmente, ahora les incumbe una nueva
tarea: ser testigos de la resurrección de Jesús (Act 1, 22). En la vocación de san Pablo
encontramos ya sólo esta segunda función, concretada ahora por el hecho de que Pablo se siente
llamado a ser testigo para los gentiles; así, la primitiva simbólica israelita de los Doce se
desvanece y comienza a formarse una nueva y más amplia concepción del ministerio3.
Pero volvamos de nuevo por unos instantes a la función primitiva determinada por el carácter
de signo escatológico del número Doce. El carácter de signo y la índole comunitaria de este
primer "ministerio" en el proceso de formación de la Iglesia lo considerábamos demostrado por
el hecho de que el ministerio aparecía unido al número y, por tanto, consistía sólo en la
articulación comunitaria de un grupo de llamados que únicamente en la unidad con los otros
poseían sentido propio. Dicho esto, podemos precisar más añadiendo otras dos nuevas
afirmaciones: el sentido del simbolismo de los Doce es, como señalábamos, la anticipación en
signo del Israel escatológico según la técnica de las acciones simbólicas de los profetas que
conocemos por el Antiguo Testamento4. Pero en ese caso estos hombres no representan sólo a
los futuros obispos y encargados de ministerio; representan también, o mejor, en primer lugar al
"pueblo nuevo" que se llamará "la Iglesia". Sin duda esto crea al especialista de teología
dogmática algunas dificultades, ya que, en los cometidos que Jesús señala a los Apóstoles, no le
será fácil determinar si con ello se dirige sólo a los futuros encargados del ministerio, o si lo
dicho se refiere a los Doce como representantes de todo el pueblo de los fieles. La interpretación
protestante ve aquí fundamentalmente esto último y lo considera como un importante apoyo a su
doctrina del sacerdocio común de todos los fieles. Pero de este modo no tiene en cuenta que ya
en vida de Jesús formaban los Doce un grupo especial y así anunciaban claramente la situación
particular del ministerio. La interpretación católica, en cambio, puede caer fácilmente en el
peligro contrario: olvidar que, en otro sentido, los Doce representan también a toda la Iglesia y
constituyen una unidad de ministerio y comunidad que debemos concebir como otra
peculiaridad fundamental del nuevo ministerio creado por Cristo. Peculiaridad que se halla
estrechamente relacionada con la última característica de que nos vamos a ocupar: el carácter
escatológico de este ministerio.
Resulta extraordinariamente difícil precisar en qué consiste este carácter escatológico. En
primer lugar viene a constituir sin duda una referencia al fin del antiguo aión de la opresión y el
fracaso del pueblo de Israel y el anuncio de un nuevo y definitivo pueblo de Dios. Que este
cambio radical no se realizará bajo la forma del fin del mundo y restauración del paraíso, sino
mediante la muerte y resurrección de Jesús y la extensión del mensaje de Dios a los gentiles -la
apertura al conjunto de pueblos de la tierra-, no parece que pudiera deducirse sencillamente,
eliminando toda duda, del mensaje del Jesús terreno; en todo caso, incluso después de Pascua,
los mismos Doce no lo habían comprendido, como se nos narra en los Hechos de los Apóstoles
(1, 6). Sólo bajo la acción del Espíritu de Pentecostés lograron ver la nueva realidad, un pueblo
de Dios fundado no en la descendencia sino en la fe, no en el poder sino en el servicio, y
aprendieron a descubrir en él la nueva realidad "escatológica" de la llegada de los últimos
tiempos. ¿Y no tenemos que aprender también nosotros a entender de nuevo esta nueva
realidad? ¡Es tan ajena a las viejas y hondamente arraigadas concepciones del hombre!5
El hecho de que el Concilio, de acuerdo con la tradición eclesiástica, designe a los Apóstoles
como un "Colegio" debemos considerado como una explicación del carácter comunitario que,
según hemos dicho, poseía el primitivo ministerio de los Doce. Explicación significa en este
caso traducción a una nueva manera de entenderlo: la situación de Israel en tiempo de Cristo
resultó pronto extraña a los fieles procedentes de la gentilidad. Mediante el concepto jurídico de
colegio se intentó expresar el aspecto colectivo original del ministerio apostólico. El Concilio ha
vuelto a esta línea de pensamiento del tiempo de los Padres; pero este pensamiento, para poder
ser entendido rectamente, ha de ser considerado sobre el fondo de los orígenes bíblicos, de cuya
plenitud sólo podía captar una parte.

2. El carácter colegial del ministerio eclesiástico en la Antigua Iglesia.

Con esto venimos al segundo pilar de la doctrina de la colegialidad del ministerio episcopal.
Constituía el primero -repetimos- el carácter "colegial" del primitivo ministerio de los Doce
Apóstoles, que sólo juntos son lo que deben ser: anuncio del Israel de Dios escatológico. Aquí
se podía ahora continuar sencillamente: el ministerio de los Apóstoles es colegial; los obispos
son los sucesores de los Apóstoles, por tanto, se han de concebir también colegialmente, de
manera que el colegio de los obispos viene a suceder al colegio de los Apóstoles, y lo mismo
que cada uno de los Apóstoles tenía una función propia sólo en cuanto unido a los otros, que con
él formaban la comunidad apostólica, así también cada obispo posee su ministerio sólo en
cuanto pertenece al colegio que representa la continuación, tras la muerte de los Apóstoles, del
colegio apostólico. En realidad, este razonamiento viene a ser un resumen esquemático de la
doctrina de la colegialidad de los obispos6. Pero por sí solo no podría bastar para sostener dicha
doctrina, pues en las realidades decisivas de la Iglesia no se trata de razonamientos, sino de
realidades históricas. Por eso, este razonamiento sólo será válido si a la vez explica el proceso
histórico del desarrollo del ministerio eclesiástico en la antigua Iglesia, y este proceso es
precisamente el segundo pilar del concepto de colegialidad.

También aquí es suficiente un rápido esbozo. Mientras en el Nuevo Testamento los


ministerios eclesiásticos aparecen estructurados todavía con escasa rigidez, en el umbral de la
era post-apostólica, con Ignacio de Antioquía (lo más tarde el 117), encontramos ya
completamente desarrollada la configuración ministerial que en adelante será básica dentro de la
Iglesia católica: el ministerio se presenta en una triple división, obispo-presbítero-diácono, en la
que presbiterado y diaconado se entienden "colegialmente", mientras el obispo encarna la
unidad de la comunidad: "Estad, por tanto, atentos a serviros de una Eucaristía -pues una es la
carne de nuestro Señor Jesucristo y uno el cáliz para unión con su sangre, uno el altar, como uno
es el obispo junto con los presbíteros y los diáconos, mis hermanos en el ministerio..."-, dice el
obispo en su carta a los cristianos de Filadelfia 7. Para entender rectamente este estado de cosas
es preciso no olvidar que con esta división tripartita del ministerio, que culmina en el obispo
como en un vértice unificador, se describe la estructura de las Iglesias locales. Esto tiene
importancia en un doble sentido. Por una parte hace ver que para la cristiandad primitiva el
primer significado, y el que más veces ocupa el primer plano, de la palabra "Ecclesia" es el de
Iglesia local. En otras palabras: la realidad Iglesia aparece ante todo y sobre todo en las distintas
Iglesias locales que no son simples partes de un conjunto administrativo mayor, sino que cada
una de ellas contiene toda la realidad "Iglesia". Las Iglesias locales no son centros
administrativos de un gran organismo, sino células vivas, en cada una de las cuales se halla
presente todo el misterio vital del único cuerpo que es la Iglesia; y así cada una de ellas tiene
derecho a llamarse sencillamente "Ecclesia". En consecuencia podemos decir: la única Iglesia
de Dios que existe consta de Iglesias individuales, cada una de las cuales representa a la
totalidad de la Iglesia. Es tas Iglesias se caracterizan por la estructuración vertical

Obispo
Presbiterio + Diáconos
Comunidad

que se centraliza en el vértice episcopal. Con esto podemos pasar ahora al otro aspecto de la
situación: Las múltiples Iglesias individuales, en cada una de las cuales se realiza la única
Iglesia de Dios y que, sin embargo, todas juntas no son otra cosa que la única Iglesia de Dios, se
hallan unidas entre sí en la horizontal que se expresa en la línea

Obispo - Obispo - Obispo;

es decir, aunque la estructura descrita anteriormente de suyo es una totalidad, no se basta a sí


misma sin más, sino que como estructura de la comunidad individual presenta un punto abierto:
sólo alcanza su plenitud si el obispo no está solo, sino que por su parte vive en comunión con
los demás obispos de las otras Iglesias de Dios.
Resulta, pues, que de un lado la Iglesia individual es ciertamente una totalidad cerrada en sí,
que abarca todo ser de la Iglesia de Dios; pero al mismo tiempo está abierta a todos los lados,
mediante el vínculo de comunión y sólo puede conservar su condición de Iglesia mediante esta
apertura, esta incorporación en la trama de comunión que es la Iglesia. Por tanto, ese todo
cerrado e íntegro que es la Iglesia local no puede considerarse como algo aislado, pues sólo en
la apertura, en la unidad de la mutua intercomunicación alcanza su perfección total. Podíamos
decir también: en la antigüüedad cristiana, la unidad de la Iglesia está determinada por dos
elementos, lo "católico" y lo "apostólico", viendo lo apostólico en el principio episcopal y lo
católico en la comunión de todas las Iglesias entre sí. Naturalmente se manifiesta así también la
íntima relación entre ambos elementos, pues el obispo sólo es obispo porque se halla en
comunión con los otros obispos; lo católico es inconcebible sin lo apostólico, y viceversa.
Para nuestro estudio tiene especial importancia una consideración que se deduce de lo dicho:
mientras la dirección de las Iglesias locales es monárquica -aunque también ésta incluye el
colegio de los presbíteros y la colaboración de toda la comunidad-, la unidad de la Iglesia
universal se basa en los vínculos mutuos que unen a los obispos entre sí y que constituyen la
verdadera esencia de la catolicidad. La Iglesia aparece así como la comunión del pan y de la
palabra, del cuerpo y del logos de Jesucristo, de manera que la red de comuniones que forma la
Iglesia tiene sus puntos fijos en los obispos y en la colectividad de los mismos.
Con esto venimos a parar de nuevo a nuestro tema. Vemos, en efecto, que para la antigua
Iglesia el ministerio episcopal está referido a la comunidad de los obispos y que cada obispo no
puede tener su condición de obispo, sino en la comunión con los otros obispos de la Iglesia de
Dios. Las discusiones del Concilio y el provechoso impulso que dieron a la reflexión sobre los
datos de la tradición han hecho que se reuniera una abundante serie de documentos 8 sobre esta
cuestión que consideramos innecesario repetir aquí. Nos contentaremos con algunas referencias
esquemáticas. Al asumir su ministerio, cada obispo debe asegurarse de la koinônía con los
demás obispos, pues sin ella no puede ejercer su ministerio episcopal 9. Ya el hecho de que ha de
ser consagrado al menos por tres obispos da a entender que es la colectividad (de obispos) quien
lo introduce en la colectividad10. Pero hay algo que resulta sobre manera evidente: en los
obispos de la Iglesia antigua existe una conciencia viva de su responsabilidad frente a la Iglesia
entera, conciencia que da lugar a las distintas formas de preocupación colectiva por la única
Iglesia que encontramos en ellos. "El llamado al ministerio episcopal no es llamado al dominio,
sino al servicio en toda la Iglesia", dice Orígenes 11; Y la historia de la Iglesia antigua constituye
en gran parte una ilustración de este principio. Las cartas de san Ignacio, de san Clemente de
Roma, del santo obispo Dionisio de Corinto, de san Policarpo, son expresión de esta solicitud
universal. Al mismo tiempo hay que recordar la costumbre, introducida muy pronto de los
sínodos episcopales en los que los asuntos de mayor importancia son tratados de manera
"colegial"12.
Desde el siglo III aparece incluso expresamente la palabra "colegium", con la que se designa
no sólo el conjunto de todos los obispos, sino también agrupaciones parciales dentro del
episcopado13; junto a éste encontramos, naturalmente, otros términos como ordo, corpus,
fraternitas14. Esta falta de uniformidad en la terminología es importante, pues demuestra que
ninguna de las categorías suministradas por el derecho romano o por la filosofía de la época era
suficiente para expresar de manera adecuada la realidad que se escondía en el carácter
comunitario del ministerio episcopal. Así fueron seleccionados diversos términos que,
acercándose a la realidad por distintos lados, en cierta manera señalaban el lugar donde había de
buscarse aquélla. Todo esto tiene también importancia en la actual discusión. Los aficionados a
las definiciones precisas insisten en saber si el término "Collegium" se ha de entender en un
sentido estrictamente jurídico o sólo en un sentido moral, vago que no supone compromiso. Lo
primero -dicen- es imposible, pues según la definición del Derecho romano un Collegium es una
comunidad de personas de igual rango, y el Colegio de los obispos no es una comunidad de
miembros iguales, pues dentro de él se encuentra el ministerio del sucesor de Pedro y con éste el
primado de jurisdicción del Papa. A esto hemos de responder que, naturalmente, no se trata aquí
de un Collegium en el sentido del Derecho romano, pero sí de algo más que una alusión moral
vaga a la concordia de los obispos. Se trata de un estado de cosas que se ha de definir desde
dentro de la Iglesia, que no puede deducirse de otros sistemas preexistentes, sino que se ha de
determinar a partir de la naturaleza de la misma Iglesia. De esta manera aparecerá una
concepción nueva, espiritual de Collegium, según la cual al ministerio episcopal pertenece la
comunidad de servicio y responsabilidad, y la Iglesia se basa esencialmente en la comunidad de
este servicio. Por tanto, el término Colegialidad no se ha de entender en un sentido jurídico-
profano; pero menos aún debe quedar reducido a un simple cliché retórico totalmente vacío. El
término expresa una estructura jurídica peculiar de la Iglesia que vive en la unidad de comunión
de las Iglesias particulares y, por tanto, de la concorde pluralidad de los obispos que representan
a estas Iglesias.
La objeción que acabamos de citar -que "Colegio" no se puede entender en sentido jurídico
y, por tanto, capaz de condicionar en concreto la esencia de la Iglesia-, y a la que hemos
intentado responder brevemente, tiene, sin embargo, una importancia positiva en cuanto pone de
manifiesto los límites internos de la palabra Colegio, que en realidad sólo puede considerarse
como una de las múltiples "descripciones" posibles, pero que por sí sola no constituye una
expresión adecuada de la realidad que se significa. Así nos lo demuestra una simple mirada a la
historia del uso de esta palabra en el lenguaje de la Iglesia. Esta mirada nos hará ver también
cómo el paso a la idea de colegialidad en cierto sentido representa ya una pérdida notable frente
a una espiritualidad originaria más rica y amplia. Nos limitamos aquí a unas breves alusiones.
En los primeros siglos de la historia cristiana, los cristianos de todos los órdenes se llamaban
mutuamente hermanos y hermanas, de acuerdo con las palabras del Señor: "No os hagáis llamar
rabí, porque uno es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos. No llaméis tampoco a
nadie en la tierra padre, pues uno es vuestro Padre, el celestial" (Mt 23, 8s.). Según esto, las
comunidades de las Iglesias locales se llamaban adelfotês comunidad de hermanos. En el siglo
II encontramos una importante reducción en el empleo de estos términos, cuyo exponente más
claro vienen a ser quizá las cartas de san Cipriano. Ciertamente sigue dirigiéndose a su grey con
el saludo "amados hermanos", pero en el diálogo individual sólo usa la palabra "hermano"
cuando se dirige a obispos o clérigos. Los presbíteros y diáconos de Roma, por el contrario, lo
saludan en su carta como "beatissime et gloriosissime papa"; la dirección de la misma,
consecuentemente, dice: "Cypriano papae"15.

Cuando Cipriano, obispo de Cartago, y Cornelio, obispo de Roma se escriben mutuamente,


encontramos la palabra "hermano" en el encabezamiento; pero se trata ya un poco de un título
de personas de igual rango a las que sus subordinados debían llamar "papa". Estamos ante una
primera reducción: el término "hermano" ya no engloba a toda la Iglesia, sino a un estrecho
círculo dentro de ella, en el que se polariza también entonces el título de "fraternitas"
(adelfótês)16. Pronto se opera una segunda reducción: la palabra "hermano”, en la que todavía
alienta la sencillez del Evangelio y su superación de todo aparato jerarquizante, con el correr de
los tiempos es desplazada cada vez más por el tÍtulo formal de "collega" tomado del Derecho
romano; simultáneamente es eliminado el término "fraternitas" y sustituido por el de
"collegium", que en los siglos IV y V aparece como la manera ordinaria de designar a la
comunidad de los obispos17; los otros términos que en esta misma época encontramos, como
"ordo" y "corpus", están tomados también del Derecho romano y ponen de manifiesto la misma
evolución que acabamos de señalar.
Considerando este estado de cosas, pudiera sentirse la tentación de decir, pensando en la
situación presente, que el redescubrimiento del concepto de colegialidad por obra de la Teología
y de la Iglesia reunida en Concilio constituye ciertamente una gran ganancia, pues en él se
presenta ante nuestra mirada la estructura fundamental de la Iglesia del tiempo de los Santos
Padres no dañada todavía por el cisma. Pero en parte existe también el peligro de quedarse en la
estructura, ya un tanto endurecida, del siglo v, en lugar de recorrer el camino hasta el final y
descubrir, tras el "collegium episcoporum", cerrado y jurídicamente fijo, la hermandad de toda
la Iglesia como la base que sustenta todo el conjunto. El concepto de "colegialidad" sólo puede
desarrollar toda su fecundidad pastoral, si aparece referido a la realidad fundamental de los que
fueron constituidos hermanos por obra del "primogénito del Padre"18.

3. Colegialidad de los obispos y primado del Papa

Acabamos de aludir al tema de la fecundidad pastoral de la doctrina de la colegialidad. No


podemos, sin embargo, entrar en él sin ocupamos antes de una pregunta que sin duda ha
asaltado ya varias veces al lector a lo largo de nuestra exposición:

Con semejante concepción de la estructura y organización de la Iglesia, ¿no se olvidará o al


menos desvalorizará en gran medida la doctrina católica del primado del obispo de Roma?
¿ Qué función corresponde entonces a este primado? Estas preguntas fueron ya en el Concilio el
motivo principal de la oposición, en parte francamente enérgica, a la doctrina del carácter
colegial del ministerio episcopal; hasta tal punto que, en la discusión para resolver esta
dificultad, quedaron totalmente orilladas las cuestiones internas de la doctrina de la colegialidad
que acabamos de apuntar, por ejemplo, su estrecha conexión con la hermandad de toda la
Iglesia, y otras. Teniendo en cuenta todo lo que se ha profundizado en las discusiones dentro' del
Concilio y en torno a él, podemos presentar aquí en síntesis la respuesta.
Parece innegable que la doctrina de la colegialidad de los obispos introducirá algunas
modificaciones, y de cierta importancia, frente a determinadas formas de presentar la doctrina
del primado; pero no destruye ésta, sino más bien la hace aparecer en su significación teológica
central, en la que quizá pueda resultar admisible para los hermanos ortodoxos. Según esto, el
primado del Papa no puede ser entendido por analogía con el modelo de una monarquía
absoluta, como si el obispo de Roma fuera el monarca todopoderoso de una especie de estado
sobre natural y de organización centralista que llamamos Iglesia; significa más bien que dentro
de la red de Iglesias en mutua intercomunicación que edifican la única Iglesia de Dios existe un
punto fijo obligatorio, la sede Romana, por el que se ha de orientar la unidad de fe y de
comunión. Pero este centro obligatorio de la "colegialidad" de los obispos no debe su existencia
a razones de convivencia humana (aunque, por otra parte, ésta parece sugerirlo), sino al hecho
de que el mismo Señor, junto al ministerio de los Doce, creó también la función especial de un
ministerio expresado por la imagen de la "piedra", con el que al signo escatológico de los Doce
añadía el de la piedra, tomado también de la simbología escatológica de Israel; aquí tiene su
origen, después de la resurrección, la duplicidad ministerial de testigo y primer testigo, que es
como Pedro figura en los relatos de la resurrección y en las listas de los Apóstoles 19. Esta
concepción pasa directamente, en la teología de san Ireneo -por desgracia demasiado olvidada
después-, a la reflexión teológica que sobre su propio ser hace la Iglesia católica primitiva, la
cual posee ya fundamentalmente una doctrina del primado plenamente consecuente y a la vez
orientada según la línea original bíblica20.
Desgraciadamente hemos de renunciar a proseguir el desarrollo de estas consideraciones; en
nuestro contexto es suficiente recordar que el primado del obispo de Roma, según su sentido
originario, no se opone a la concepción colegial de la Iglesia, sino que es primado-comunión,
tiene su lugar en la Iglesia que vive y se concibe como unidad de comunión. Significa,
repetimos, la facultad y el derecho de decidir con carácter definitivo, dentro de la red de Iglesias
en comunión, dónde se da testimonio auténtico de la palabra del Señor y dónde se encuentra,
por tanto, la verdadera comunión. El primado, pues, supone la "communio ecclesiarum" y sólo a
partir de ella puede ser rectamente entendido.

II. LAS IMPLICACIONES PASTORALES DEL ENUNCIADO DOGMATICO

Con esto hemos llegado por fin a la cuestión de las implicaciones pastorales de la doctrina de
la colegialidad. Intencionadamente hemos escogido la palabra "implicaciones", y no, por
ejemplo, ventajas, aplicaciones, u otras semejantes. Lo pastoral no es simplemente una glosa pía
sobreañadida; aquí lo dogmático "implica" ya lo pastoral. Con otras palabras: el enunciado de la
estructura colegial del ministerio episcopal y con él de la misma Iglesia no es puramente una
teoría para especialistas, sino que como enunciado dogmático está orientado directamente al
hombre, a las realidades de la vida de la Iglesia. En orden a una pastoral fecunda será de gran
importancia en adelante superar la estéril yuxtaposición de puras teorías y simples recetas
pragmáticas, y volver a la unidad original según se nos presenta en la Biblia y en los Santos
Padres, donde encontramos una verdad que desde un principio y en lo más profundo de su ser es
verdad para el hombre, verdad libertadora y salvífica, en la que se unen in disolublemente
pastoral y dogma: la verdad del que es a la vez "Logos" y "Pastor", como supo captar con
agudeza el arte cristiano primitivo, que representaba al Logos como Pastor y veía en el Pastor la
Palabra eterna que señala al hombre el verdadero camino 21. Quizá podamos decir que este es el
primer impulso pastoral que nos llega de la doctrina de la colegialidad: hacemos ver que la
dogmática y la pastoral, bien entendidas, no pueden existir yuxtapuestas, sino íntimamente
compenetradas. Una verdad que en última instancia no dijera relación al hombre no tendría sitio
en la teología, y viceversa, una actividad que en última instancia no viniese de la verdad que nos
fue revelada en Cristo no podría llamarse cura de almas. Naturalmente, en ambos casos existen
zonas límite en las que la relación resulta un tanto distante y confusa; naturalmente no es lo
mismo teoría que práctica, pero teniendo en cuenta la peculiaridad del mensaje cristiano no se
puede mantener un corte radical entre ambos sectores. Intentemos, pues, ahora examinar más de
cerca algunas de las exigencias pastorales que entraña la doctrina de la colegialidad.

1. El yo y el nosotros en la Iglesia

El obispo es constituido obispo -decíamos- por entrar en la comunidad de los obispos. Es


decir, el ministerio episcopal existe por su propio ser, siempre en una pluralidad, en un nosotros,
único que da su significado al yo individual. Entrar en el ministerio eclesiástico, al que está
encomendado el cuidado del orden en la Iglesia de Dios, significa insertarse en un nosotros que,
como bloque único, es portador de la herencia apostólica. El carácter comunitario, la estrecha
unión mutua, la recíproca consideración, la colaboración pertenecen a la estructura esencial del
ministerio en la Iglesia.
A nuestro entender se pone de manifiesto aquí algo muy importante, un hecho de alcance
muy general y amplia repercusión, que nos permite dirigir una mirada a toda la estructura de las
realidades cristianas. Aunque la fe cristiana ha puesto de relieve el valor infinito del individuo,
llamado a la vida eterna, sin embargo, el yo aparece por doquier integrado en un conjunto más
amplio, un nosotros, en el cual y para el cual vive. Quizá podamos decir que esta estructuración
pluralística de la existencia cristiana y del ministerio eclesiástico en su última raíz apunta al
misterio de la Trinidad divina, a una imagen de Dios en la que el único y eterno Dios, sin
menoscabo de su indivisible unidad y unicidad, abarca el nosotros del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo; nosotros que es uno, no en la amorfa unidad de una mónada inmóvil, sino en la
plena realidad de un amor infinito. La teología de los Santos Padres, para describir la unidad de
las divinas personas, creó el concepto de "perichoresis", según el cual dicha unidad consiste en
una perpetua y dinámica comunicación, penetración mutua de espíritu a espíritu, de amor a
amor22. ¿No se expresa así la indivisible unidad de la Iglesia con mayor autenticidad que en la
teología de la corte imperial, durante el primer período bizantino, con su imagen de la
monarquía divina, en la que encontraría también el arrianismo una justificación de su concepto
de Dios?23. La unidad de la Iglesia se apoya en la perichoresis de las "Iglesias", en la
perichoresis del ministerio episcopal, en la mutua interacción del dinámico nosotros de la
multiforme vitalidad que se esconde en ella y cuyo defensor es el ministerio de los sucesores de
los Apóstoles representado en el nosotros del colegio episcopal.

Si, por una parte, la estructura pluralística de este ministerio aparece relacionada con el
misterio del Dios único en el nosotros de las tres personas, por otra está orientada al nosotros de
la Iglesia entera y es una imagen de su hermandad. Dicho de otro modo: en última instancia
existe colegialidad de los obispos porque existe hermandad de la Iglesia, y la colegialidad de los
obispos sólo adquiere su pleno sentido cuando sirve a esta hermandad y cuando se consuma en
la hermandad y el sentido fraternal. Aquí, a nuestro entender, al trasladar a la práctica de la vida
de la Iglesia las afirmaciones del Concilio surgirá una tarea extraordinariamente importante, de
cuya comprensión dependerá el que la renovación de la doctrina de la colegialidad dé lugar a
una reforma real de la Iglesia. Contra esta doctrina, en efecto, se ha expresado ya en los sectores
protestantes el reparo de que quizá pudiera llevar a una más fuerte clericalización de la Iglesia y
hacer así más profunda la sima que divide a los cristianos separados. Se teme que la
revalorización del episcopado dé lugar a una nueva desvalorización del presbiterado y, sobre
todo, de los laicos en la Iglesia24. Este peligro sólo se podrá soslayar eficazmente si la
"revalorización de las Iglesias a ellos confiadas, si cada obispo particular, incorporado al colegio
de los obispos que dirigen la Iglesia de Dios, se siente por su parte obligado a una unión
fraternal con sus presbíteros y su comunidad. Con otras palabras: la colegialidad de los obispos
sólo adquiere su pleno sentido si cada obispo representa verdaderamente a su Iglesia, y por
medio de él queda introducida verdaderamente en el todo de la unidad eclesial una parte de la
plenitud de la Iglesia
De esta manera podrá entenderse como un importante compromiso el hecho de que la
revalorización del ministerio episcopal no se debe a que cada uno de los obispos se vea
proclamado un pequeño papa, robustecido y exaltado todavía más en sus facultades
monárquicas, sino a que todos ellos son reintegrados de forma más patente a la mutua unión con
sus hermanos, en compañía de los cuales dirigen la Iglesia de Dios. Visto el ministerio episcopal
en esta perspectiva, resulta evidente su carácter de servicio y su profundo sentido pastoral: el
obispo, por una parte, está orientado hacia sus hermanos en el mismo ministerio, pero, por otra,
está orientado a la vez hacia sus hermanos y hermanas en la misma gracia: todos los que con él
están bautizados en el nombre de Jesucristo. Y sólo puede presentarse legítimamente ante sus
hermanos en el episcopado, si viene a ellos siempre en unión fraternal con los que participan en
su misma fe.
Concretemos un poco más estos pensamientos. Teniendo en cuenta todo esto, es inconcebible
el egoísmo de las diócesis o de las comunidades que se preocupan de sí mismas y dejan
tranquilamente las demás al cuidado de Dios y de la Santa Sede. Debe existir, por el contrario,
una responsabilidad común entre todas. Ser católico quiere decir hallarse dentro de una red de
conexiones mutuas 25. Significa, pues, ayudarse mutuamente en las necesidades, aprender lo
bueno de otro y comunicar generosamente lo bueno que se posee; significa un esfuerzo por
conocerse unos a otros, comprenderse y respetarse. Y todo esto no puede quedar reducido a
imperativos morales de carácter más o menos vago. Una importante tarea que ha de realizarse
en los años próximos es la de encontrar fórmulas prácticas de esta intercomunicación y solicitud
mutuas. Insistiremos de nuevo sobre este punto dentro de otro contexto, pero hay un aspecto al
que juzgamos oportuno aludir aquí. La forma más humana y a la vez más cristiana de concretar
ese espíritu de servicio entre los cristianos y sus comunidades que entraña la doctrina de la
colegialidad, es la hospitalidad de los cristianos. Jean Daniélou, que ha escrito unas de las
páginas más bellas sobre este tema, refiere al respecto la experiencia de un amigo chino que
peregrinó a pie de Pekín a Roma. Este pudo comprobar que la hospitalidad decrecía a medida
que se acercaba a su meta. "Mientras estuvo en el Asia Central, las cosas marcharon muy bien;
al atravesar los países eslavos, la situación todavía era sostenible; pero al llegar a los países
latinos, la hospitalidad había desaparecido"26. Nos otros, en cambio, hemos tenido
posteriormente, gracias a Dios, experiencias totalmente distintas. En el Congreso Eucarístico de
Munich, 1960, la hospitalidad de aquellos días creó entre los cristianos vínculos que han
resistido a la acción del tiempo. Pero ¿ no debía ser esto posible también sin necesidad de
semejante apoyo oficial? ¿ No debía aparecer siempre este espíritu de servicio en el ámbito,
previo a toda organización, de las simples virtudes humanas y cristianas? Porque si falta la
espontaneidad de la vida elemental, en vano se esfuerza la habilidad de los organizadores.

2. Cuerpo místico y Cuerpo eucarístico de Cristo

A partir del siglo XII comenzó a distinguirse en el ministerio episcopal entre ordo y
iurisdictio, potestad de orden y potestad de jurisdicción. La potestad de orden aparece
relacionada con el "verdadero Cuerpo de Cristo" en la EucaristÍa: el sacerdote, en virtud del
orden, al celebrar la santa Misa puede transformar el pan en este "Cuerpo verdadero". La
potestad de jurisdicción, en cambio, estaría relacionada con el "Cuerpo místico de Cristo" 27. Por
esta razón -dicho sea de paso- la teología de la Edad Media se negó a considerar el ministerio
episcopal como un grado independiente de la potestad de orden: el presbiterado otorgaba ya
plenos poderes para transformar el pan en Cuerpo de Cristo, a los que no podía añadirse nada 28.
Esta distinción que nosotros hoy, atendiendo a la teología bíblica y patrística, hemos de
considerar como insuficiente -aunque no rechacemos totalmente su valor-, ha aparecido también
repetidas veces en el diálogo sobre la colegialidad; su revisión, motivada por este mismo
diálogo, lleva consigo consecuencias prácticas de honda repercusión.
Si esta distinción correspondiera perfectamente a la realidad podríamos hacer el siguiente
razonamiento: la potestad de orden se refiere solamente a la acción sacramental, y
especialmente al acontecimiento eucarístico. Este no tiene nada que ver con la colegialidad; la
acción litúrgica del sacerdote en la misa es más bien un acontecimiento que se realiza aquí y
ahora sólo por obra suya. La potestad de jurisdicción, por su parte, ciertamente dice relación a la
Iglesia, pero sólo el Papa tiene jurisdicción sobre toda la Iglesia. Los demás obispos reciben
jurisdicción únicamente para una porción limitada de la Iglesia, en la que (a excepción del Papa)
sólo ellos poseen autoridad competente. Por tanto, tampoco la potestad de jurisdicción se puede
entender calegialmente. Así pues -y esta sería la consecuencia final del razonamiento-, la
colegialidad no está unida a las funciones esenciales del ministerio episcopal, y a lo sumo es un
postulado moral en las eventuales relaciones de los obispos entre sí.
Aquí más que en ningún otro lugar se pone de manifiesto la insuficiencia del esquematismo
de un pensamiento sistemático puramente escolástico (cuya importancia, por otra parte, sigue
siendo indiscutible) ante la complejidad de las realidades eclesiásticas. Así sucede ya, y de
manera especialísima, en la concepción de la sagrada Eucaristía que aquí encontramos. La
Eucaristía, en efecto, no es el acto individual de la transubstanciación que el sacerdote realiza
por sí solo en virtud de un accidente físico existente en él -el carácter sacramental-, sin relación
con los demás ni con la Iglesia. Por su esencia, la Eucaristía es "sacramentum Ecclesiae"; entre
el Cuerpo eucarístico y el Cuerpo místico de Cristo existe una unión tan estrecha que el uno es
inconcebible sin el otro. Entre la multitud de textos que podríamos citar a este respecto
escogemos sólo estas palabras de Guillermo de S. Thierry, en las que se percibe plenamente el
espíritu de san Agustín: "Comer el Cuerpo de Cristo no significa otra cosa que convertirse en el
Cuerpo de Cristo"29. Así pues, lo "colegial" está presente en lo sacramental; más aún, la
Eucaristía es por esencia el sacramento de la fraternidad cristiana. de la unión mutua mediante la
unión con Cristo. Por eso en la antigua Iglesia casi todos los términos que sirven para designar a
la Eucaristía designan también a la Iglesia: koinônía, symfonía, eirênê, agápê, pax, communio
-términos todos ellos que expresan de manera integral el indivisible misterio de Eucaristía e
Iglesia30. Todavía santo Tomás de Aquino, como heredero de la tradición de san Agustín que a su
vez fue simplemente intérprete de la herencia de la antigua Iglesia-, considera la unidad del
Cuerpo místico de Cristo como la "res sacramenti" de la Eucaristía, la auténtica realidad que
ésta opera y significa31. Podemos afirmar que la ruptura entre doctrina de la Eucaristía y
Eclesiología, cuyas primeras manifestaciones tienen lugar en los siglos XI y XII, constituye uno
de los aspectos menos afortunados de la teología medieval -tan meritoria en otras muchas
cuestiones-, pues con ella perdieron ambas su centro. Una doctrina de la Eucaristía sin relación
ninguna con la comunidad de la Iglesia es tan contrasentido como una eclesiología no
estructurada a partir de la Eucaristía como de su propio centro.
Teniendo en cuenta todo esto, la tesis de que la potestad de orden está relacionada sólo con el
Cuerpo eucarístico y por tanto no tiene nada que ver con la "colegialidad", habrá de formularse
en sentido inverso: por estar relacionada con la Eucaristía, la potestad de orden se encuentra
totalmente en función de la koinônía, que es a la vez el contenido de la Eucaristía y el término
originario para designar la colegialidad. Así lo da a entender incluso la misma terminología: la
palabra "ordo" era originariamente un término paralelo a "collegium". En la Roma pagana la
palabra "ordo" designaba el orden de clases de Imperio Romano, donde frente al Populus
Romanus estaba el "ordo amplissimus" del Senado; "ordo et plebs", "ordo et populus" son
expresiones corrientes en las que "ordo" designa la corporación de los que rigen el Estado 32. En
la fórmula "nos et plebs tua sancta" del canon de la misa romana hay un eco de esta asociación
-"ordo et plebs"-, y el designar a los obispos como "ordo episcoporum" tuvo aquí su punto de
partida; así se daba expresión a la conciencia de que los obispos forman una clase, una
comunidad, un "colegio". Lo comunitario pertenece ya a la esencia de lo sacramental; el
sacramento no es una magnitud física a la que posteriormente se le añade una potestad de
régimen, sino que es la introducción en una nueva comunidad y estáordenado al servicio de la
comunidad.
Así nos lo hace ver también la estructura misma de la liturgia eucarística. El sujeto de ésta, en
efecto, es el "nosotros" del santo pueblo de Dios, y su lugar íntimo la comunidad de los santos
que encontramos ya en el Confiteor y se nos presenta abiertamente en las oraciones que
encuadran el relato de la institución. La evocación del glorioso cortejo de los santos de la Iglesia
universal, y especialmente de la Iglesia local de Roma, en el Communicantes y el Nobis quoque;
la alusión a Abel -Melquisedec- Abrahán, los grandes tipos del sacrificio de Cristo en la antigua
alianza, en el Supra que; el recuerdo de los vivos y muertos de la comunidad en ambos
Mementos, y finalmente la aparición, ya en la primera oración del canon, del nombre del obispo
local y del obispado común de la sede apostólica de Roma, con la referencia a todos los fieles
que participan en el culto cristiano, son bastante más que un simple ornato, son la expresión
íntimamente necesaria de la koinônía del acontecimiento eucarístico. La aparición del nombre
del obispo de Roma constituye aquí una expresión breve pero representativa de la integración de
la celebración eucarística en el conjunto de la "communio ecclesiarum", mediante la cual la
acción eucarística que se realiza en un lugar concreto queda constituida en verdadera
participación en el Cuerpo indivisible de Cristo, que la Iglesia recibe en común. Por eso el
nombre del obispo de Roma no viene a expresar simplemente el primado del Papa, sino la
recapitulación en él de la comunidad de comunión; y al mismo tiempo representa la colegialidad
de los obispos y la hermandad de las Iglesias.
Todo esto va a abrimos un amplio horizonte de directrices pastorales. Con ello, en efecto, no
sólo queda definitivamente deshecha la rígida oposición entre ordo y iurisdictio, a la vez que se
pone de manifiesto esa íntima compenetración de ambas que da lugar a un nuevo concepto y
realización de las mismas; en un ámbito más amplio viene a resultar de aquí una nueva manera
de concebir lo sacramental, la actitud en la oración e incluso lo que suele llamarse "gobierno" en
la Iglesia. En este campo la teología y la pastoral futuras se enfrentan con grandes problemas, de
los que nosotros no podemos ocupamos aquí, en los estrechos límites de un artículo;
simplemente aludimos a ellos con miras a ulteriores trabajos. Baste por el momento esta
constatación final: al liberar el concepto de colegialidad de la rígida oposición entre ardo y
iurisdictio y poner de manifiesto su raíz sacramental, se viene abajo también la oposición entre
concepción puramente jurídica o puramente moral y se hace visible la figura, auténticamente
cristiana, de una comunidad verdaderamente obligatoria y enteramente condicionada por lo
sacramental. De manera especial volvemos a descubrir así el fondo de la hermandad de los
cristianos, cuya base es el sacramento y dentro de la cual la colegialidad de los obispos
constituye sólo un fragmento que no puede aislarse del conjunto33.

3. Unidad en la pluralidad

En consecuencia, al hablar de "colegialidad" no decimos sólo algo sobre la naturaleza del


ministerio episcopal, sino sobre la estructura global de la Iglesia. Con este término queremos
decir
que la Iglesia una está constituida por la mutua comunión de las múltiples Iglesias locales y,
por tanto, que la unidad de la Iglesia incluye necesariamente el momento de la pluralidad y
plenitud. Esto, en teoría, siempre se ha sabido, pero en la práctica no siempre se ha respetado
suficientemente. Hace unos años, un teólogo protestante alemán se expresó en este sentido con
la siguiente fórmula: "la Iglesia de la unidad" impide la unidad de la Iglesia 34. Aunque la
expresión resulte rebuscada, no se le puede negar una cierta justificación. La unidad del espíritu
sólo puede manifestarse donde queda espacio libre para la pluralidad de carismas.
Este enunciado tiene un extenso campo de aplicación que abarca desde la estructura de la
Iglesia universal hasta la vida cotidiana de cada parroquia. Por lo que se refiere a la estructura
de la Iglesia resulta con esto evidente que es inadmisible deducida de cualquier modelo político,
y que los intentos ampliamente generalizados de fundamentar el primado en una filosofía
política basada en Aristóteles y Platón, según la cual la monarquía es la mejor forma de
gobierno35, son tan desacertados como el intento de describir la Iglesia con la categoría de lo
monárquico, que evidentemente resulta inadecuada. Las relaciones entre sacramento y orden,
entre ministerio de Pedro y ministerio episcopal, entre colegialidad de los obispos y hermandad
de los cristianos, entre pluralidad de Iglesias y unidad de la Iglesia, que hemos visto eran un
hecho real en los orígenes, superan de tal modo todas las categorías de la filosofía de lo político
que al pretender encuadradas en un modelo la realidad auténtica resulta desvirtuada. Pero, como
hemos dicho, el principio de la unidad en la pluralidad no sólo tiene aplicación en este plano de
lo fundamental; su acción se extiende hasta el organismo de cada parroquia. Esta, en efecto,
tiene en el párroco un vértice "monárquico", pero no puede convertirse en una monarquía del
párroco; en ella debe haber espacio para la acción asesora de los seglares y de sus hermanos en
el ministerio, y de manera especial debe haber lugar en ella para la diversidad de temperamentos
y sus legítimas manifestaciones. Quizá debiera existir también, en una medida mayor que la
acostumbrada, una tolerancia dentro de la Iglesia que no pretendiera imponer a los demás, en
cualquier circunstancia, su propia forma, sino que admitiera la legítima posibilidad de otras vías
y modos de piedad, teniendo presente que no todo puede servir para todos ni todos están hechos
para lo mismo.
Volviendo de nuevo al ámbito de la Iglesia universal, esto quiere decir que en la Iglesia deben
existir iniciativas cuyo punto de arranque es la Iglesia entera; iniciativas que, ciertamente, han
de ser coordenadas, dirigidas y controladas desde el centro, pero no sustituidas llanamente por la
dirección unificadora de éste. ¿ Por qué no existe hoy algo semejante a las cartas de san Ignacio
de Antioquía, de san Policarpo, de san Dionisio de Corinto? ¿ Por qué no ha de ser posible que
las conferencias episcopales tengan algo que decirse mutuamente para expresar la gratitud, para
alentar, para corregir quizá en el caso de que se hayan escogido caminos falsos?
Detengámonos unos momentos en las conferencias episcopales que se nos presentan hoy
como el mejor medio de concretar el principio de la pluralidad en la unidad. Estas conferencias
se han constituido según el modelo de los "colegios" regionales de la antigua Iglesia 36 y su
actividad sinodal37, y son un legítimo ejemplo del elemento colegial en la estructura de la
Iglesia. No es rara la opinión de que las conferencias episcopales carecen de toda base teológica,
y que por tanto no pueden desarrollar una actividad en la forma imperativa propia de cada uno
de los obispos; el término "colegio" sólo puede aplicarse al conjunto del episcopado cuando
actúa unido. Pero de nuevo nos hallamos aquí ante un caso en que fracasa un afán de
sistematización llevado de forma unilateral y ahistórica. Ciertamente, la "potestas suprema in
universam Ecclesiam", que según el Código de Derecho Canónico, can. 228, § 1, posee el
concilio ecuménico, es propia sólo del colegio episcopal en su conjunto y en unión con su jefe,
el obispo de Roma. Pero, ¿ es la suprema potestas lo único que posee valor en la Iglesia? Esto
nos recordaría de manera funesta las discusiones de los Apóstoles sobre los primeros puestos.
Hemos de decir más bien que el concepto de colegialidad entraña, junto al ministerio de
unificación que corresponde al Papa, un elemento múltiple y variable en cada caso concreto que
pertenece a la estructura fundamental de la Iglesia, pero que puede traducirse en actividad
práctica por diversos caminos. En la colegialidad de los obispos se expresa el hecho de que en la
Iglesia ha de darse una pluralidad ordenada (bajo la unidad proporcionada por el primado, y
dentro de ella). Las conferencias episcopales, por tanto, son una de las posibles formas concretas
de la colegialidad, la cual encuentra en ellas realizaciones parciales que, a su vez, hacen
referencia al conjunto)38.

Será, pues, importante de acuerdo con lo que hemos dicho que las conferencias episcopales
no se mantengan en una yuxtaposición individualista, sino que vivan en una especie de
perichoresis, para que el movimiento de plurificación ante el que nos encontramos no acabe en
disgregación. El intercambio recíproco tendrá mayor importancia a medida que las Iglesias
locales desarrollen más sus características propias. Naturalmente, en el apoyo y fomento de este
intercambio habrá de enfrentarse también el primado con problemas enteramente nuevos,
desconocidos en tiempos anteriores.

4. Retorno a los orígenes y renovación futura

El movimiento de la Iglesia que hace intervenir de nuevo en su estructura el principio de la


colegialidad, puede caracterizarse al mismo tiempo como impulso hacia adelante y como
retorno a lo primigenio y original. Y no hay en ello ninguna contradicción, sino que se trata de
una manera de expresar cómo la Iglesia existe dentro del tiempo. La Iglesia, por una parte, se
apoya plenamente en un hecho del pasado: vida, muerte y resurrección de Jesucristo, realidad
que ella, basada en el testimonio de los Apóstoles, anuncia como salvación de los hombres y
origen de la vida eterna. La revelación de Dios, de la que la Iglesia vive, tuvo lugar en un punto
concreto del tiempo y el espacio, y por eso se halla ligada a la singularidad de ese punto
concreto. Para ella, renovación sólo puede significar orientación nueva según este origen que
constituye la única medida posible; no puede ser manipulada a capricho. A la Iglesia no le es
posible "acomodarse a los tiempos" según su antojo, no puede me dir a Cristo y la Cristiandad
con la medida del tiempo o su moda, sino que por el contrario ha de poner los tiempos bajo la
medida de Cristo. La verdadera y la falsa voluntad de renovación, que a menudo resultan
confundibles a primera vista, se diferencian en este punto. Para la Iglesia, la verdadera
renovación consiste sólo en eliminar la carga de elementos extraños que se acumularon en ella
en determinados tiempos (y que siempre, sin que ella lo advierta, tenderán a adherírsele), para
devolver su pureza a la imagen original. La simple contemporización, la simple
"modernización" es. siempre una renovación falsa que en un primer momento suscita cierto
entusiasmo, pero que muy pronto se revela como una esperanza engañosa, pues en la
competencia de modernizaciones nunca podrá conseguir la Iglesia el primer lugar. En el
transcurso de la historia, esas modernizaciones, aunque bien intencionadas, muy pronto
resultaron siempre trabas que encadenaron a la Iglesia a una época determinada y mermaron la
eficacia de su mensaje.
Por tanto, aunque la renovación de la Iglesia sólo puede venir del retorno a su origen, tal
renovación es algo completamente distinto de restauración, glorificación romántica del pasado
(que, a fin de cuentas, sería tan poco cristiana como la simple modernización). Y esto se debe,
en última instancia, a que el Jesús histórico, en el que se apoya la Iglesia, es a la vez el Cristo
que ha de venir, el que la Iglesia espera; a que Cristo no es simplemente un Cristo ayer, sino a la
vez el Cristo hoy y siempre (cfr. Heb 13, 8). Igual que la fe del Antiguo Testamento presenta una
doble orientación temporal, hacia el pasado en que tuvo lugar el milagro del Mar Rojo, la
liberación de Israel oprimido en Egipto -que fue el acontecimiento que lo hizo existir como
pueblo de Dios-, y hacia el porvenir, en que con la aparición del Mesías se harían realidad las
promesas de Dios a Abrahán, así también la existencia histórica de la Iglesia posee una
orientación bipolar: hacia el acontecimiento del pasado del que ella nació, la muerte y
resurrección del Señor, y hacia la realidad futura de su retorno en que cumplirá su promesa y
transformará el mundo en un cielo nuevo y una tierra nueva.
La Iglesia, pues, a la vez que se apoya en el pasado y precisamente por ello, tiene su mirada
puesta en el futuro, vive en la esperanza. La orientación espiritual del cristiano no es
restauradora, se halla bajo el signo de la esperanza. La Iglesia, en su esfuerzo por renovarse,
arranca la maleza que en un período histórico puede haber hecho presa más o menos
profundamente en ella, no para restaurar una situación ideal de tiempos pasados sino para correr
al encuentro del Señor, para, sintiéndose libre, responder a su nueva llamada. Volviéndose a El,
se encamina hacia el porvenir y sabe que el último porvenir del mundo sólo puede ser Cristo.
No resultaría difícil ejemplificar este estado de cosas en el tema de la colegialidad, cuya
actualización por una parte es retorno a los orígenes, pero por otra no puede ser reconstrucción y
restauración de unas formas históricas concretas, sino que consiste en una apertura hacia el
futuro, en el que lo originario ha de seguir actuando según fórmulas nuevas. Pero dejemos por
ahora el análisis de este punto y limitémonos a añadir que, en un ámbito muy amplio, una de las
tareas pastorales más importantes del Concilio consistirá en descubrir de nuevo a los cristianos
esta visión de la esperanza, que es esencial a la fe cristiana, y así orientarlos únicamente hacia el
Señor, que es a la vez nuestro origen y nuestro porvenir.

JOSEPH RATZINGER
(Münster)

Notas:

1 Véase el estudio de C. Klein, Die zwölf Apostel (1961), especialmente págs. 202 s., donde
se expone esta visión, sólidamente fundada, sobre el tema de los Doce, que resulta
aprovechable, aunque sin admitir las restantes especulaciones, demasiado especulativas para que
puedan convencer. En cuanto a la elección del grupo de los Doce por el Señor, puede
consultarse todavía con provecho K. H. Rengstorf, (apóstolos, ThWNT 1 424-438. Cfr. también
el resumen que ofrece K. H. Schelkle y H. Bacht en LThK 1, págs. 734-738.
2 Cf. R. Schnackenburg, Die Kirche im Neuen Testament (1961) 30; B. Rigaux, Die "Zwölf"
in Geschichte und Kerygma, en: Der historische Jesus und der kerygmatische Christus (Berlín,
1960), páginas 468-486; K. H. Rengstorf, dôdeka, ThWNT II, págs. 325 ss.
3 Sobre el concepto de apostolado en san Pablo, véase Rengstorf, ThWNT I, págs. 438-444.
4 Sobre el significado de las acciones simbólicas en los profetas, cf. G. Fohrer, Die
symbolischen Handlungen der Propheten (1953); G. v. Rad. Theologie des Alten Testaments, II
(1960), págs. 108-111; K. H. Rengstorf, sêmeion, ThWNT VII, págs. 215 s.
5 Cf. H. Schlier, Die Entscheidung für die Heidenmission in der Urchristenheit, en: Die Zeit
der Kirche (19582), págs. 90-107; E. Peterson, Theologische Traktate (1951), págs. 409-429.
(Trad. española, Madrid, 1965).
6 Cf. la exposición de K. Rahner en: Rahner-Ratzinger, Episkopat und Primat (1961), págs.
70-85, cuyas ideas he tomado y aplicado a la teología del Concilio en mi trabajo: Zur Theologie
des Konzils, en "Catholica", 15 (1961), págs. 292-304.
7 4,1.
8 Véase la obra colectiva editada por Y. Congar-B. Dupuy, L'épiscopat et l'église universelle
(1962); Cf. también J. Colson, L'épiscopat catholique. Collégialité et primauté dans les trois
premiers siecles de l'église (1963); J. Hamer, L'église est une communion (1962); W. de Vries,
Der Episcopat auf den Synoden vor Nicäa, en "Theol.-prakt. Quartalschrift", 1963, págs. 263-
277; G. Dejaifve, Les douze Apótres et leur unité dans la tradition catbolique, en "Eph. théol.
Lov.", 39 (1963), págs. 760-778. La "Colegialidad" fue también el tema de un symposio
teológico celebrado en Constanza en Pentecostés de 1964, cuyas ponencias publicará Y. Congar
en la colección Unam Sanctam.
9 Puede encontrarse una documentación abundante en la obra de J. Guyot, Das apostolische
Amt (1961); asimismo en L. Hertling, Communio und Primat-Kirche und Papsttum in der
christlichen Antike, en: "Una Sancta", 17 (1962), págs. 91-125 (reedición completada de este
importante trabajo aparecido por primera vez en 1943, en "Misc. Hist. Pont.").
10 Cf. el desarrollo que de este punto ofrece B. Botte en J. Guyot, op. cit., pág. 81.
11 In lsaiam. hom., 6, 1 GGS 8 (Baehrens), págs. 269, 18 s. Cf. K. Baus, Handbuch der
Kirchengeschichte, 1 (1962), pág. 391.
12 A este respecto puede encontrarse amplia documentación en el trabajo de W. de Vries en
''TheoI.-prakt. Quartalschrift", 1963, páginas 263-277, citado ya en la nota 8; Cf. también K.
Baus, Handbuch der Kirchengeschichte, 1 (1962), págs. 397 s.
13 Cf. Cipriano, Ep. 68, 3-4 CSEL III 2, págs. 746 s.: Copiosum corpus est sacerdotum
concordiae mutuae glutino... copulatum, ut si quis ex collegio nostro haeresim facere...
temptaverit, subveniant ceterí... El término aparece empleado regularmente en Optato de Mileve,
Contra Parm., p. e. 1, 4, CSEL 26, pág. 5, Y otros.
En la edición de las ponencias del symposio de Constanza, J. Lécuyer, ofrecerá una
abundante colección de textos sacados de cartas de los papas del siglo v.
14 La expresión "ordo episcoporum" aparece ya en Tertuliano, Adv. Marc. 4, 5, 2 CChr 1,
551; Praescr. Haer. 32, 1 CChr 1, 212; Cf. también De exhorto casto 7, 2CChr n, 1024 (ordo
sacerdotalis), 7, 5 ibid. (ordo et plebs), y otros. Sobre el concepto de "ordo", véase el interesante
estudio de B. Botte, Presbyteríum et ordo episcoporum, en: "lrenikon", 29 (1956), págs. 5-27.
Podrá encontrarse documentación sobre "fraternitas" y "corpus" en la colección de textos de
Lécuyer (Cf., nota 13).
15 Epist. 30, CSEL III, 2, pág. 549. Un breve análisis de esta evolución puede verse en mi
libro Die christliche Brüderlichkeit (1960), que aparecerá pronto en una edición ampliada. Cf.
también mi artículo Fraternité, que publicará próximamente el Dict. de Spiritualité, donde se
expone detenidamente la evolución en la época de los Padres.
16 Más exactamente se trata también aquí de una doble reducción: "hermano" pasa a ser, en
primer lugar, un título que mutuamente se dan los clérigos, p. e., Hilario, Coll. antiar, B. I. 6
CSEL 65, pág. 102; B II, 1, 1 ibid., pág. 105; Genadio, Ep. enc., PG 85, 1617 D; León Magno,
Ep. 13, 2 PL 54, pág. 665; en segundo lugar, pasa a formar parte de la titulatura de los monjes, p.
e., Basilio, Reg. brev. tract., 104, PG 31, 1154 C y otros; Gregorio Niseno, Ep. 238, PG 37, 380
C; Jerónimo, Ep. 134, 2 PL 22, 1162. Puede verse más documentación en mi artículo Fraternité,
citado en la nota 15.
17 En el ámbito cristiano, el título de "collega" aparece por primera vez en San Cipriano, Ep.
22. En Optato de Mileve es ya un término fijo para designar a los hermanos en el episcopado;
por eso, en un esfuerzo por revalorizar el término de "hermano", en los obispos donatistas
distingue al "collega" del "frater": el obispo es collega de los demás obispos por participar con
ellos en el episcopado, se le llama frater por su hermandad en la fe con los demás cristianos; p.
e.: Contra Parm. 1, .. CSEL 26, pág. 6. Más documentación en mi artículo "Fraternité". El
material reunido por Lécuyer (Cf. nota 13) demuestra que en el siglo v aparece todavía de vez en
cuando el término "fraternitas" pero simplemente como un sinónimo de "collegium".
18 Cómo la hermandad de los cristianos tiene su raíz en el Primogénito que los constituye
hermanos, se halla maravillosamente expuesto en Gregorio de Nisa, Ref. cont. Eunomii, págs.
80-83, ed. W. Jaeger. III, págs. 345 s., que sigue aquí la línea de pensamiento de Orígenes (p. e.:
De oratione, 15, 4 GCS 2 (Koetschau), pág. 335). Un desarrollo más amplio del tema puede
verse también en mi artículo Fraternité, y en la nueva edición de Die christliche Brüderlichkeit.
19 1 Cor 15, 5. Idéntica tradición aparece en Lc 24, 34 (pasaje relacionado con Mc 16, 2) y en
Mc 16, 7. El prôtos; con que Mateo, en su lista de los Apóstoles (10, 2-4), introduce a Pedro
pudiera aludir a la misma tradición. Sobre este punto, Cf. E. Seeberg, Wer war Petrus?,
reeditado con otros dos trabajos, Darmstadt, 1961. Sobre la presencia de la idea de "piedra" en el
lenguaje simbólico de Israel, véase la excelente obra de J. Jeremías, Golgotha (Leipzig, 1926),
que ofrece una aportación extraordinaria para entender rectamente la misión encomendada por
Jesús a Simón Pedro. Muy útil es también J. Ringger Das Felsenwort, en: Begegnuns; der
Christen (Festsehrift O. Karrer, editado por Roesle-Cullmann, 1959), págs. 271-347; J. Betz,
Christus-petra-Petrus, en: Kirche und Überlieferung (Festschrift Geiselmann, editado par Betz-
Fries, 1960), págs. 1-21.
20 Cf. nuestro estudio en Rahner-Ratzinger, Episkopat und Primat (1961), págs. 45-52, y
nuestro artículo Kirche, en Läpple-Schmaus, Wahrheit und Zeugnis (1964), págs. 456-466.
21 Cf. V. Hemp, Das Hirtenmotiv im Alten Testament, en: Festschrift für Kardinal Faulhaber
(1949), págs. 7-20; Th. K. Kempf, Christus der Hirt. Ursprung und Deutung einer
altchristliehen Symbolgestalt (1942); J. Jeremías, poimên, en ThWNT, VI, págs. 484-498.
22 M. Schmaus, Perichorese, en LThK, VIII, págs. 274 ss.
23 Un análisis de la antítesis entre la fe en un Dios trino y la teología de la monarquía divina,
favorecida por motivos políticos, puede verse en E. Peterson, Der Monotheismus als politisches
Problem, en: Theologische Traktate (1951), págs. 45-147.
24 G. Maron, "Credo in Ecclesiam"? Erwagungen zu den Arbeiten des Zweiten Vatikanischen
Konzils, en: "Materialdienst des konfessionskundlichen Institus Bensheim", 15 (1954), págs. 1-
8. Este interesante trabajo es de tal vaguedad en sus expresiones concretas que no puede
convencer. El peligroso fantasma de un primitivo "Credo in ecclesiam" es irreal, y además esta
fórmula aparece en los antiguos símbolos, exactamente lo mismo que la de "Credo ecclesiam",
que acaba por imponerse en el apostólico y el niceno. El intento de demostrar que la posición de
San Jerónimo es la auténtica concepción de la primitiva Iglesia y que sólo el párroco es el
equivalente legítimo del antiguo obispo, para de esta manera venir a identificar el concepto
protestante de ministerio con el de la Iglesia primitiva y presentar la fórmula de! Vaticano II
como una peligrosa innovación, ofrece muchas lagunas para que pueda considerársele como una
justa exposición de los hechos. No obstante, el temor de Maron a que aludimos en el texto debe
hacer reflexionar.
25 Y. Congar, Der Laie (1956) Jalons pour une théologie du Laicat, París, 1954),
especialmente páginas 542-549.
26 J. Daniélou, El misterio de la historia (1957), págs. 87s. Todo el capítulo "Deportación y
hospitalidad" es rico en sugerencias a este respecto.
27 Ultimamente se ha ocupado de esclarecer las relaciones entre potestad de orden y potestad
de jurisdicción K. Mörsdorf con toda una serie de trabajos; véase, p. e., Weihegewalt und
Hirtengewalt in Abgrenzung und Bezug, en: "Misc. Comillas", 16 (1951), págs. 95-110; Die
Entwicklung der Zweigliedrigkeit der Hierarchie, en: MThZ 3 (1952), págs. 1-16; son
importantes también las aportaciones de L. Hödl, Die Geschichte der scholastischen Literatur
und der Theologie der Schlüsselgewalt, 1 (1960); el mismo, De iurisdictione. Ein
unveröffentlichter Traktat des Herveus Natalis... über die Kirchengewalt (1959); el mismo, J.
Quidort von Paris, De confessionibus audiendis (1962).
28 Cf. J. Lechner, Die Sakramentenlehre des Richard von Mediavilla (1925). Véanse los
textos en Tomás de Aquino, IV Sent d 24 q 3 a 2 quaestiunc [sic] 2 ad 2; Buenaventura, IV Sent
d 24 p. 2 a 2 q 3, etc.
29 PL 184, 403. Una amplia colección de textos de esta clase y un profundo análisis de toda
la evolución ideológica puede verse en H. de Lubac. Corpus mysticum. L'eucharistie et l'Eglise
au moyen áge (19492). Cf. también J. Ratzinger, Volk und Haus Gottes in Augustins Lehre von
der Kirche (1954). especialmente págs. 188-218.
30 Véase el trabajo de L. Hertling citado en la nota 9. Puede verse también una serie de textos
en la obra colectiva de J. Guyot, citada en la misma nota.
31 S. theol, III q 73 a 3 c: ... res sacramenti est unitas corporis mystici... Cf. ibid. ad 3: ...sicut
baptismus dicitur sacramentum fidei... ita Eucharistia dicitur sacramentum caritatis.
32 Véase la exposición de M. Guy en Guyot, op. cit. (nota 9), pág. 93. Cf. también los textos
citados en la nota 14 y los lugares que bajo la palabra "ordo" agrupa A. Blaise-H. Chirat. Dict.
latin-français des auteurs chrétiens (1954), pág. 584.
33 A esto se refirió insistentemente H. Küng en las Conversaciones de Constanza. V. también
su obra Strukturen del Kirche, 1962.
34 H. Dombois en Begegnung der Christen (Karrer-Festschrift, Cf. nota 19), pág. 395:
"Unidad de la Iglesia e Iglesia de la unidad, según la experiencia histórica, se contradicen de tal
modo que el cipo de la Iglesia de la unidad no puede ser el cipo de la unidad de la Iglesia. Cf.
también H. Dombois, Zur Revision des Kirchengeschichtsbildes, en: Die Katholizität del'
Kirche, editado por Stählin-Asmussen (1957).
35 Este es el esquema del razonamiento en las "Controversiae" de Roberto Belarmino, II, 1,
págs. 1 ss. La serie de encabezamientos de los capítulos siguientes: 1) Cuál es la mejor forma de
gobierno. 2) Prueba de la primera parte: que la simple monarquía es preferible a la simple
aristocracia o democracia... 4) Que, eliminadas todas las circunstancias accidentales, la
monarquía pura merece la preferencia absoluta.
36 Según demuestra el material reunido por Lécuyer (Cf. nota 13), en el siglo v aparece un
uso más particular del término "collegium" junto al uso universal. De los textos que presenta
Lécuyer escojo dos: Celestino 1, Ep. 4 PL 50, 435 c - 436 a: "Massiliensis vero Ecclesiae
sacerdotem... et vestro eum audiendum collegio delegamus". Félix II, Ep. 3, 2 (ed. E. Schwartz,
Publizistische Sammlungen zum Acacianischen Schisma, Munich, 1934, pág. 75, lín. 23-25):
"Ad quam rem de collegio nostro fratres et coepiscopos nostros Vitalem et Misenum...
ordinatione direximus". Según Lécuyer, collegium designa aquí al sínodo de Roma.
37 Véase el trabajo de W. de Vries citado en la nota 8.
38 A este respecto, véase el importante estudio de J. Hamer, Les conférences épiscopales
exercice de la collégialité, en: "Nouv. Rev. Théol.". 95 (1963), págs. 966-969.

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