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Auxilios
Por
1. SALIDA DE EMERGENCIA.
Cada día amanece más temprano, dijo la rubia con el tono de quien
descubre algo extraordinario.
El chico de la gorra asintió y ambos miraron las primeras nubes blancas
que se dibujaban entre las ramas de la mata de almendras.
Era una mañana tranquila con sabor a desgano y ausencia, como suelen ser
las mañanas en Jacksonville, un pueblo olvidado por Dios. El viento leve traía
un olor a tierra mojada y a hojas de tamarindo, lo cual definitivamente, no
debió haber sido una buena señal. Desde lejos llegaban como en un susurro los
ladridos de un perro y las órdenes de mando de un hombre que conducía una
carreta tirada por bueyes.
La estación estaba prácticamente desierta.
Un mendigo organizaba cartones en la esquina menos calurosa de la sala
de espera. Pretendía dormir en posición fetal, como duermen los inocentes. La
luz tímida, de a poco, cubría una parte del suelo y filtraba líneas de polvo que
caían del techo, en diagonal, eternizando la modorra.
Un dependiente, al amparo de las rejas en la ventanilla y bajo el foco de
luz, leía la prensa, o hacía como que leía la prensa, mientras yo insistía en
saber el horario de salida del próximo tren a Puerto Esperanza.
El tipo dobló la página de deportes, puso el periódico sobre sus piernas y
sin separar los ojos del récord de carreras limpias del chico Steve, tercer bate
en el equipo de Arizona, me dijo que sobre las diez de la mañana debería estar
saliendo.
No supe de momento si se refería al tren, o al chico Steve. En cualquiera
de los dos casos lo único que me quedaba por hacer era esperar.
El mendigo se acercó y extendió su mano derecha, tenía la izquierda
cortaba bajo la base del codo. Recordé por un momento los armadillos del
zoológico, sus tristes miradas cuando extienden las patas para que los chicos
les echen golosinas a la jaula, su talento innato para persuadir.
Le dije que no tenía dinero.
Un mendigo debería esforzarse en el acto de pedir limosna, no extender la
mano de modo mecánico, apoyarla con una mirada o quizás un par de
palabras: pudiera decir que perdió la mano en la guerra; que de niño la trabó
en la rueda de un molino; que se la cortaron por robar una barra de pan, era
cuestión de la mano o la muerte por inanición; que nació con ese defecto y ha
tenido que llevar a cuestas una vida inútil; o que un oso se la arrancó de una
mordida, mientras él intentaba salvar a una niña que jugaba con descuido entre
las rocas del río, aunque los osos, generalmente, les teman a las niñas que
juegan en el río.
Salí afuera, saqué del bolsillo de mi camisa una cajetilla de cigarros, prendí
uno y miré a los grandes almacenes donde duermen las locomotoras.
El mendigo regresó a sus cartones, a la posición fetal.
El dependiente, al periódico.
La rubia se acercó, me pidió un cigarro, le ofrecí fuego y sonrió como solo
sabría sonreír una rubia. Luego me dijo que ella también iba a Puerto
Esperanza, que allí tomaría un barco hacia Argelia donde recibiría clases de
Primeros Auxilios, me dijo que uno de sus sueños era ser enfermera.
—¿Te gustaría vivir en Argelia?— le pregunté
—No sé— me dijo— nunca he estado allí. De todas formas cualquier sitio
es mejor que este.
Asentí levemente y le di una chupada corta al cigarro.
La chica tenía toda la razón. Jacksonville es un pueblo detestable donde no
hay costas, ni planes de desarrollo, ni sitios de diversión, donde la gente se
sienta en el portal los domingos en la tarde para respirar el aire de agua, que
calma un poco, pero solo un poco, los males respiratorios y la tristeza.
—Un pueblo sin costas no es buen sitio para vivir.
—Pero Argelia debe ser un país muy raro— le dije— nunca salen noticias
de Argelia en la televisión, ¿allí se habla inglés?
—No sé— dijo la rubia— tampoco me importa, yo siempre he sido buena
para los idiomas. Además, Primeros Auxilios son Primeros Auxilios en
cualquier lugar del mundo, solo deberé aprender algunas palabras claves:
“mantente despierto, mírame a los ojos, no te vas a morir, aguanta un minuto,
enseguida llega la ambulancia”. Si el país me gusta podría quedarme después
que culmine el curso, si no me gusta seguiré hacia otro lugar, eso es lo bueno
de estudiar Primeros Auxilios, son necesarios en todas partes.
Dudé si esas serían frases de Primeros Auxilios pero asentí nuevamente y
tiré la colilla a los rieles del tren.
Saqué otro cigarro de la caja.
—Usted fuma mucho— me dijo.
—Es la mejor forma de esperar y sostener la paciencia, ¿sabe usted a qué
hora sale el tren?
—Creo que a las diez de la mañana, pero no lo podría asegurar, los trenes
suelen atrasarse.
—Algo parecido me dijo el dependiente.
—¿Cuál dependiente?— preguntó.
—El de la ventanilla.
Caminamos adentro, tras las rejas y bajo el foco no había nadie.
—Debe haberse ido— le dije.
—Hace tiempo que aquí no quedan trabajadores, todos se fueron— dijo la
rubia— este no es un buen sitio para vivir— y regresó afuera.
Un pájaro azul voló desde los contenedores hasta la mata de almendras, la
chica lo siguió con la mirada y me dijo que a esa hora la mata de almendras se
llenaba de pájaros.
Miré el reloj de pulsera, apenas eran las ocho y treinta.
—Si tan solo hubiera algún sitio donde tomar café— le dije.
—Antes venía una viejita con un termo, vendía café y galleticas de
chocolate. Pero hace mucho que no la veo, debe haber muerto. Cuando dejas
de ver a alguien es porque murió o se fue a un mejor sitio.
—¿Has viajado otras veces a Puerto Esperanza?
—Hace un mes que voy todos los miércoles, la lista para embarcar hacia
Argelia es larga, el barco solo zarpa un día de la semana. No he tenido suerte,
pero estoy segura que esta vez llegará mi turno.
—Qué raro, no sabía que tanta gente querría irse a Argelia.
—Ya le digo— repitió la rubia— cualquier lugar es mejor que este.
Asentí otra vez y pensé que debía haber escogido, desde el principio, los
miércoles para viajar. Sin dudas los lunes eran días funestos, solo montaban al
tren vendedores de queso y trigo, tipos con cara de mafiosos, que ni siquiera
hablan entre ellos.
—¿A dónde va el chico de la gorra?— le pregunté.
—Aún no se decide, yo le dije que en Puerto Esperanza salen barcos hacia
todas partes, a Cádiz, Santo Domingo, Belice, Puerto Rico o Canadá. A
Canadá el viaje es largo, pero imagino que valga la pena. El chico está hecho
un lío, es muy callado, a duras penas pude hablar un rato con él— bajó la voz
y acercó sus labios a mí oído, a lo mejor huye de algo, o de alguien.
Pude sentir su aliento cálido en mi oreja, no hay nada que me motive más
que el aliento cálido de una rubia.
—A fin de cuentas todos huimos de algo o de alguien— dije— de todas
formas no es prudente hablar mucho con él, quizás sea un asesino, un
psicópata, un loco.
La rubia sintió escalofríos, se estremeció un poco y me tomó del brazo.
—O quizás no— dijo— parece un buen chico.
—Esos son los peores— aseguré.
Volví a mirar hacia los almacenes. Las puertas estaban cerradas. Nada
indicaba que un tren estuviera por salir.
La rubia llevaba un abrigo de piel y unas botas altas que la cubrían hasta
las rodillas. Junto al banco descansaba una pequeña maleta donde cabría justo
lo necesario para viajar a Argelia. En el otro extremo del banco el chico de la
gorra se mantenía impasible, fijaba la vista al suelo y a ratos tanteaba su bolsa,
como si intentara proteger el contenido que llevaba dentro.
Mientras conversábamos una docena de pájaros azules habían salido de los
almacenes y formaban filas en las ramas del árbol. Era una escena
extraordinaria y la rubia, aún aferrada a uno de mis brazos, no dejaba de mirar
hacia arriba.
—¿Cuánto tiempo dura el curso?— le pregunté.
—¿Cuál curso?
—El de Primeros Auxilios
—Tres meses— respondió sin separar la vista de los pájaros.
A mí en realidad tanto pájaro azul me comenzaba a aburrir y le propuse
que nos sentáramos en el banco junto al chico de la gorra. Al oírnos caminar
hacia el banco el chico separó la vista del suelo, hizo espacio y se caló aún
más la gorra que le tapaba la parte superior de las orejas.
El banco no era cómodo, estaba formado por varios tablones de madera y
no tenía espaldar, pero era el único de todo el andén.
En otros tiempos la estación debió haber sido un sitio concurrido, poseía
ese extraño hálito de los lugares que alguna vez fueron habitados.
“Hay huellas que el tiempo no es capaz de borrar como mismo hay cosas
de las que no se pueden huir”, pensé.
Por un momento quise decir la frase en voz alta, pero luego creí prudente
no hacerlo, el chico de la gorra podría tomarlo como algo personal, podría
sacar de su bolsa una navaja, un cuchillo, o peor aún, un revólver.
Nunca se sabe lo que es capaz de tener un sicópata en su bolsa.
En una de las paredes de la estación estaba marcado el lugar donde en
algún momento existió un mural de trayectorias y horarios.
En el suelo quedaban restos de vigas que sostuvieron bancos o barandas
metálicas para la orientación y el control de los pasajeros.
De lo alto colgaba un reloj que había dejado de funcionar y el cartel
desvencijado aún se sostenía, a pesar de la fuerza del viento que lo hacía
chirriar como si se tratara de un cachorro apaleado.
Jacksonville se conectaba al este con Villenate, una villa famosa por sus
buenas tierras para el cultivo de la zanahoria y el tamarindo, un lugar ocupado,
en su mayor parte, por emigrantes jamaiquinos con profundos conocimientos
en temas de agronomía, y escasos intereses sociales.
Al norte limitaba con Yosemite, un sitio de pastoreo y carreras de autos, un
pueblo con tres comunidades de emigrantes establecidas en exacta proporción:
irlandeses, polacos y turcos, aunque los cargos del gobierno municipal los
llevaran los norteamericanos. Cada comunidad era fiel a sí misma, tenían sus
hábitos, sus costumbres, sus héroes y sus campeones.
Al sur estaba Longline, la zona de montañas que marca las fronteras,
quizás el sitio más desolado, donde se entra, la mayoría de las veces, para no
salir.
Al oeste el límite era Puerto Esperanza, la salida de emergencia, el único
sitio atractivo de los alrededores.
El ferrocarril conectaba todos los pueblos, con el tiempo se fueron
averiando las vías, la gente perdió el interés por regresar y ahora solo queda un
tren, que sale dos veces por semana y para colmo, se retrasa.
Durante un rato me sentí incómodo al estar sentado entre el chico y la
rubia. Los tres permanecíamos en silencio. Cada cual miraba a un sitio
distinto:
La rubia a la mata de almendras.
El chico al suelo.
Yo clavé la vista en los almacenes creyendo que de tanto mirarlos se
abrirían para darle paso a la locomotora y salir a tiempo de ese lugar y sobre
todo, de esa incómoda situación.
Contra todos los pronósticos el chico fue el primero en hablar, dijo que era
probable que el tren no saliera.
—Hay días en que falla. Cuando el maquinista se enferma, o cuando se
queda dormido por haber tomado mucho la noche anterior o cuando hay ferias
en Puerto Esperanza y decide quedarse por allá.
—Eso es inconcebible— le dije— el maquinista debe poseer algo parecido
a un sentido de la responsabilidad, no se puede quedar por ahí, como si nadie
necesitara del tren.
—No lo podría culpar— dijo el chico— las Ferias en Puerto Esperanza son
extraordinarias.
—¿Has viajado antes?
—No— respondió un poco ofuscado— he oído a la gente hablar.
—La Feria en Puerto Esperanza comienza mañana— dijo la rubia después
de haber visto como la última escuadra de pájaros azules abandonaba la mata
de almendras y tomaba rumbo oeste.— Anoche no se pudo haber
emborrachado porque el único bar del pueblo estuvo desierto, yo vivo
enfrente, desde mi ventana se puede ver todo. Quizás lo único que extrañe de
este pueblo sea mi ventana.
Un rato después se abrieron las puertas del almacén y una locomotora muy
pequeña para un sitio tan grande se trasladó despacio hasta el andén.
El chico de la gorra sonrió por primera vez en toda la mañana, cargó su
bulto y lo volvió a tantear para asegurarse de que aún estaba dentro su
contenido.
La rubia saludó con mucho entusiasmo al maquinista, como solo una rubia
sabría saludar y como quien regresa a una idea anterior, me preguntó:
—Por cierto ¿usted de que huye?
—De todo— le dije y subí al tren.
4. UN NEGOCIO RENTABLE
5. TRÁFICO
7. GUIRNALDAS.
Pedí la cuenta. Saqué la billetera del bolsillo y la puse sobre la mesa. Los
niños miraron los rótulos en el cuero y debatieron un par de suposiciones
sobre el significado de las letras. A los demás pareció no interesarles. A fin de
cuentas lo importante de una billetera, por muy simbólica que sea su cubierta,
es lo que lleva dentro.
—Espero que no haya costado mucho— dijo la señora.
—Solo lo justo, le respondí. Los tallarines estaban magníficos.
Puse sobre la bandejita plástica dos billetes de cien y le dije al camarero
que se quedara con el vuelto.
—Hay alguien que aún no ha contado su historia— dijo la rubia mientras
me tomaba nuevamente del brazo.
—Ya tendremos tiempo— respondí— lo importante ahora es buscar un
lugar donde quedarnos esta noche. No podemos dormir en la calle.
—Por mí no se preocupe— dijo la señora— ya le he causado demasiadas
molestias. Puedo ir hasta un parque, no sería la primera vez que paso una
noche en vela. Cuando mis niños tienen sueño son capaces de dormir en
cualquier sitio, por incómodo que sea. Mañana bien temprano los llevo para la
Academia, serán los primeros en matricularse.
—No intente discutir, usted vendrá con nosotros, ¿o acaso nos cree capaces
de dejarla dormir en un parque?, esta podría ser la última noche que pase con
sus hijos por un buen tiempo. No quiero asustarla, pero debe saber que la vida
militar es dura, aunque sean muy chicos estarán internados, es algo así como
una estrategia educativa para que aprendan a ser independientes.
—¿Usted cree que los manden a la guerra?
—No lo podría saber, cada día hay más conflictos, cada día son más
jóvenes los soldados.
—Si yo fuera usted— dijo la rubia— les enseñaría cómo esconderse en un
supermercado en caso de que se encuentren ante la presencia de un coche—
bomba, eso es infalible.
La señora asintió levemente.
—Siempre que yo vengo a Puerto Esperanza— dijo el chico de la gorra—
me quedo en la pensión de la señora Blanchet, es barata y nunca está llena.
Queda cerca de aquí, podemos ir caminando.
En realidad a cualquier sitio de Puerto Esperanza se puede ir caminando,
quise decir, pero me contuve, al parecer el chico había perdido una gran
porción de su timidez.
Caminamos despacio, las calles estaban adornadas con guirnaldas,
cadenetas, grandes carteles que anunciaban los horarios y lugares donde
tocarían las orquestas y las calles principales del desfile.
Los niños quisieron tomarse una foto con una gallina gigante que repartía
propaganda para las rebajas de la bandejas de pollo en el supermercado
central, pero ninguno de nosotros traía una cámara.
Luego compitieron para ver quien saltaba más alto y le tocaba el pico,
ninguno de los dos pudo lograrlo, la gallina en realidad era bien alta.
Los kioscos de ventas se alineaban sobre los portales, la gente iba de uno a
otro comparando la buena cara de las hamburguesas y la cantidad de jamón
que traían los sándwiches. Los vendedores pregonaban sus productos, de una
calidad, según ellos, excepcional.
Después de unas cuantas cuadras el chico dijo:
—Es allí— y nos señaló un amplio portal cubierto de puestos de
chicharrones y malta embotellada.
La pensión de la señora Blanchet era un edifico de tres plantas con doce
habitaciones, de la cuales once ya estaban cubiertas; quedaba una en la planta
baja, muy cerca del sótano, que solo contaba con dos camas estrechas, un baño
y una pequeña ventana sobre la ducha.
—Estoy a tope— dijo la señora Blanchet— a la Feria vienen muchos
turistas, sobre todo este año, se comenta que el chico Steve desfilará en el
bloque deportivo.
—¿Conoce otro lugar donde podamos quedarnos?— le pregunté.
—Haré un par de llamadas, esperen un momento.
Abrió el libro de huéspedes y levantó el auricular.
Nos acomodamos sobre los butacones de la sala. Varios turistas bajaban las
escaleras, traían un sombrero ancho y un traje deportivo con el número del
chico Steve en la espalda, sin dudas el desfile sería uno de los mayores
atractivos de la Feria.
Los vendedores del portal asediaban a todos los que entraban o salían de la
pensión. Colocaban las botellas de malta tan cerca del cliente que uno podía
sentir la frialdad del cristal y el olor espeso de la bebida.
La señora Blanchet marcó varios números, o hizo como que marcó varios
números, pero todos los sitios estaban repletos.
—Y eso que aún es temprano— dijo— cuando lleguen los trenes de la
noche mucha gente tendrá que dormir en la calle.
—Lo que podemos hacer— sugerí— es unir las dos camas, no estaremos
cómodos pero es la única solución. De momento, dejemos el equipaje, dentro
de un rato comenzará a tocar la primera orquesta.
8. PAPEL DE LIJA
9. PASTEL DE ARÁNDANOS.