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El espacio público

Jürgen Habermas

El concepto

La idea de espacio público designa un territorio de nuestra vida social donde puede formarse algo así
como una opinión pública. Por lo general, todos los ciudadanos pueden tener acceso a este territorio.
Una parte del espacio público se constituye con cada conversación entre individuos, cuando abandonan
su vida privada y se interesan por cosas comunes, es decir, públicas. En ese momento se comportan,
por ejemplo, no como comerciantes ni como profesionales que dirimen sus asuntos privados, ni
tampoco como personas jurídicas que se someten a los códigos legales de la burocracia estatal. Los
ciudadanos se comportan como un público cuando, y sólo cuando -sin que nadie los obligue, es decir,
bajo la garantía de reunirse libremente- puedan expresar y publicar su opinión sobre asuntos del interés
común. Dentro de un público amplio, esta comunicación necesita de medios determinados que
permitan tanto su conocimiento como su salida pública. Los periódicos y la revistas, la radio y la
televisión son ahora los medios del espacio público.

A diferencia del espacio público literario, el espacio público político se constituye cuando las
discusiones públicas se refieren a la vida y el desempeño del Estado. Ahora bien, el poder del Estado no
es una parte del espacio público político, sino más bien su eterno contrincante. El poder estatal se
entiende como una «fuerza pública», porque su ejercicio tiene que ver con el bien común de todos los
ciudadanos, en la misma medida en que todos son personas jurídicas. Cuando el ejercicio del poder
político se somete efectivamente al mandato de un espacio público democrático, el espacio público
político -gracias a la cohesión de los cuerpos legisladores- puede influir sobre el gobierno. La idea de
“opinión pública” se refiere a las tareas de crítica y el control que los ciudadanos de modo informal -y
de modo formal durante las elecciones- ejercen sobre el poder estatal. Entre las distintas funciones de la
“opinión pública” se encuentran también disposiciones como, por ejemplo, el carácter público
obligatorio de las sesiones de los tribunales. De este modo el espacio público es un territorio que se
encuentra entre el Estado y la sociedad, y en donde el público se convierte en el sostén de la opinión:
tal espacio público se impuso contra la política autoritaria del monarca absoluto y permitió, desde
entonces, el control democrático de la actividad estatal.

Los conceptos de espacio público y opinión pública se forman durante el siglo XVIII, y adquieren su
significado en el contexto de una situación histórica determinada. Por esa época uno distinguía entre
opinión, opinion publique y public opinion. Las simples opiniones (lugares comunes culturales,
convicciones normativas, prejuicios y agravios colectivos y distintos valores) parecen ser uno de los
sedimentos de la Historia. En cambio, la opinión pública se forma de acuerdo a su propia idea, bajo el
presupuesto de un público que razona y reflexiona. Las discusiones públicas que convierten el ejercicio
del poder político en uno de los temas de su crítica, no existieron desde siempre: surgieron en una etapa
de la historia de la sociedad burguesa, y sólo gracias a un conjunto de intereses llegaron a formar una
parte del Estado de Derecho.

La historia

El espacio público como un territorio propio, independiente de la vida privada de los individuos, no
existía en las sociedades europeas de la alta Edad Media. Sin embargo, los poderes políticos, como por
ejemplo los sellos de los príncipes, se llamaron públicos. Por ese entonces, existía una representación
pública del poder. Los señores feudales fueron siempre insensibles a las categorías como “privado” y
“público”. El señor que detentaba el poder lo representó siempre públicamente. Se mostraba y
presentaba como la encarnación de un poder “supremo”. La idea de esta representación ha sobrevivido
hasta nuestros días, y es una parte de la historia de las Constituciones políticas. La fuerza del poder
político, no importa qué tanto se haya liberado de sus antiguas ataduras, sigue exigiendo en nuestros
días una representación en la persona del jefe del Estado. No obstante, esta idea se remonta a una
época anterior de la sociedad burguesa. La representación, en el sentido del espacio público civil, como
por ejemplo la representación de los intereses nacionales o la de un mandatario determinado, no tiene
nada que ver con la idea de un espacio público representativo, cuya fuerza depende de la existencia
concreta de un monarca. Mientras el príncipe o sus señores encarnen el país en lugar de sólo
representarlo, sólo representarán su poder, no al pueblo frente al pueblo.

Los poderes feudales (la iglesia, los principados y los grupos de los señores) que forman el espacio
público representativo se desmoronaron en un largo y lento proceso de polarización. A finales del siglo
XVIII, esos poderes se desintegraron en poderes privados, por un lado, y poderes públicos, por el otro.
En los países protestantes, la iglesia cambió radicalmente con la Reforma. Su relación con la autoridad
divina que ella representaba, es decir, la religión, se convirtió en un asunto privado. Así las cosas, la
libertad de cultos aseguró y consolidó históricamente el territorio de la autonomía privada. La iglesia
misma se transformó en un cuerpo jurídico-público entre muchos otros. La fragmentación de los
poderes del príncipe se llevó a cabo con la ruptura entre el presupuesto público y el presupuesto
privado de los señores feudales. En la misma medida en que perdía poder la vida privada de las
sociedades cortesanas, las instituciones del poder público se volvieron autónomas gracias a la actividad
de la burocracia, el ejército y la jurisdicción secular. De los intereses y expectativas del poder de los
gremios surgieron los órganos del poder público como, por ejemplo, el parlamento y la jurisdicción.
Asimismo, los grupos que desempeñaban una profesión, y que estaban incluidos en las corporaciones
urbanas, dieron lugar a la sociedad “burguesa” como un espacio de autonomía privado opuesto al poder
del Estado.

Por una parte, el poder público separó a la sociedad -que se enfrentaba al Estado- de la vida privada;
por el otro, esa misma sociedad pasó a ser una cuestión del interés público, porque entre otras cosas la
reproducción de la vida dentro de la dinámica de la economía de mercado rompió los estrechos límites
de las economías caseras. El espacio público burgués puede entonces definirse como el territorio
público que reúne a las gentes privadas. Y esas gentes privadas pretendieron después apoderarse de los
“periódicos de la inteligencia” -una forma del espacio público reglamentada- para lanzarse contra el
poder público, apoyada también por las revistas y periódicos semanales, moralistas y críticos, para
poder discutir las reglas del tránsito de sus mercancías y de su fuerza de trabajo, que son privadas pero
relevantes en el terreno de lo público.

El modelo liberal del espacio publico

No existían antecedentes históricos de la discusión pública. Los “Estados” con sus príncipes
negociaban tratados de vez en cuando, tratados que querían limitar las ambiciones de poder. Este
desarrollo tomó en Inglaterra otra dirección cuando el Parlamento relativizó el poder omnímodo del
príncipe; todo lo contrario de lo que sucedía en el continente europeo, donde el monarca compraba a
los representantes de los «Estados». El tercer “Estado” rompió con este equilibrio del poder, pues ya no
pudo establecerse como un grupo con proyectos de dominio. Es decir, ya no era posible una división
del poder -sobre la base de una economía de intercambio- a través del condicionamiento de los
derechos de los señores (las libertades de los “Estados”). Desde la perspectiva del derecho privado, la
posesión de la propiedad capitalista no era una virtud política. Los burgueses eran gente privada, y
como tales no gobernaron. Sus pretensiones de poder no se dirigían contra el poder público y su
crecimiento irracional, sino que socavaron el principio del poder existente. El público burgués opuso al
poder el principio de los controles sociales, vale decir: la publicidad y la divulgación de los mismos.
Los burgueses quisieron transformar el poder en sí mismo, y no sólo intercambiar legitimaciones.

En las primeras Constituciones modernas, el catálogo de las secciones de los derechos fundamentales
es un reflejo del modelo liberal del espacio público. Todas garantizan a la sociedad como un territorio
de la autonomía privada; un poder público limitado a unas cuantas funciones; y el espacio público de la
gente privada, consiste en cuidadanos que transmiten las necesidades de la sociedad burguesa para
convertir a la autoridad política en una instancia racional. El interés general parecía garantizado si, y
sólo si, en las condiciones de una sociedad del libre intercambio de mercancías, el tránsito de la gente
privada en el mercado podía emanciparse de los poderes sociales, y en el espacio público podía
liberarse de las presiones políticas.

Al mismo tiempo, los periódicos jugaron entonces un papel esencial. El periodismo editorial se
convirtió en una seria competencia para los primeros avisos escritos que datan de la segunda mitad del
siglo XVIII. Karl Bucher ha descrito así ese gran avance: “Los periódicos se convirtieron de simples
agencias de publicación de noticias en el sustento y en los directores de la opinión pública, y también
en medios de lucha de los partidos políticos. Los comités de redacción significaron una nueva
perspectiva que cohesionó más las empresas periodísticas; los articulistas llegaron a ser los críticos de
la moral social de su época, los narradores de un cuento en el fondo inacabable y misterioso. Los
editores de los periódicos se convirtieron también, de vendedores de noticias, en comerciantes de la
opinión pública”. Los editores aseguraron la base comercial de los periódicos sin volverlos objetos
comerciales del todo. Los periódicos fueron una institución del público mismo, muy eficaces en la
transmisión y magnificación de la discusión pública; el lugar ideal de la gente privada que, por medio
de la magia de la lectura, se transformó en seres públicos. Sin embargo, los periódicos no eran todavía
una parte de la cultura del consumo.

En la época de las revoluciones, el periodismo se transformó en un asunto de ávidos consumidores. El


año de 1789, los periódicos parisinos dieron cuenta de los comités políticos más insignificantes; en
1848, cualquier político importante creó su club o su periódico. Entre febrero y mayo surgieron más de
cuatrocientos cincuenta clubs y doscientos cuarenta periódicos. Durante el proceso de legitimación del
espacio público político, la publicación de un periódico político significaba el compromiso en la lucha
no sólo por la libertad de expresión, sino por los espacios de libertad de la opinión pública. En aquel
entonces el espacio público era el principio.

Muchos años después, en la sociedad del Estado de Derecho se descarga al periodismo crítico y
reflexivo de la constante presión de sus convicciones. Desde entonces desaparece en gran parte su
carácter polémico, y crece la posibilidad de una empresa comercial; en Inglaterra, Francia y los Estados
Unidos comienza a surgir esa tendencia. En el tránsito del periodismo de la gente privada que escribe al
periodismo como un servicio público de los medios masivos de comunicación, se transforma otra vez el
espacio público por la intervención de intereses privados, que amenazan convertirse en falsos
principios públicos.

Traducción de José María Pérez Gay

Tomado de Jürgen Habermas: “Offentlichkeit” (ein Lexiconartikel), Fischer Lexicon, Staat und Politik,
1964, pp. 220-226.

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