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Informes, diagnósticos y percepciones sociales suelen describir una situación un tanto alarmante

en relación con las habilidades de lectura y escritura de los estudiantes universitarios. Desde una
postura que pareciera eximirnos de intervenir, los integrantes de la institución universitaria
buscamos, muchas veces, responsabilidades en los estudiantes y en las instancias previas de su
formación. Frente a esta situación, sin embargo, sería tal vez necesario reubicar el eje del
problema y asumir un nuevo compromiso: los nuevos ingresantes y estudiantes universitarios
requieren, hoy, nuevas formas de intervención docente. Los profesores universitarios, ¿seremos
capaces de instalar el tema y reflexionar acerca de los alcances de nuestra práctica docente?
¿Podremos corrernos de las representaciones un tanto estereotipadas del profesor y del
estudiante universitario? Si desde nuestras disciplinas debemos participar activamente de las
prácticas de lectura y escritura de nuestros alumnos para que mejoren su rendimiento, ¿sabemos
cómo hacerlo?

Estos interrogantes seguramente podrán generar respuestas muy diversas, pero básicamente nos
llevan a pensar dos cuestiones importantes: qué esperamos/queremos de nuestros alumnos
universitarios y qué hacemos para lograr que puedan cumplir esas expectativas. Partimos de la
base de que es una obligación de la comunidad académica tomar cartas en el asunto y diseñar
propuestas de inclusión y permanencia (en nuestra universidad, varias unidades académicas
trabajan en esta línea); preguntarse por el recorrido que hicieron los estudiantes, qué
impedimentos tuvieron en su formación previa o quiénes fueron los responsables, no ayuda
necesariamente a resolver el presente de muchos jóvenes que hoy ingresan a la universidad y no
cuentan con las herramientas que necesitan para desenvolverse con solvencia. Su inserción en la
cultura universitaria depende no sólo de que puedan realizar nuevos aprendizajes acerca de los
modos en que se lee y escribe en este ámbito particular sino, por sobre todas las cosas, de que
puedan conformar su identidad universitaria en el vínculo con los otros integrantes de la
comunidad académica.

Maite Alvarado consideraba que el proceso de adquisición de habilidades y estrategias de lectura y


escritura requiere de un entrenamiento y una práctica que, iniciado en la escuela básica, debería
continuarse en el nivel superior dado que es la “etapa en que los jóvenes están en condiciones
óptimas desde el punto de vista de su desarrollo intelectual y de su motivación” (Alvarado, 2001).
El pensamiento crítico, objetivo fundamental de la formación universitaria, sólo se logra a través
del desarrollo de habilidades de lectura y escritura que posibiliten la creatividad y la Meta
cognición.

Trabajar desde una didáctica que se estructure tomando como punto de anclaje estas habilidades
supone un cambio radical en algunas prácticas demasiado arraigadas tanto en el funcionamiento
organizativo-administrativo de la Universidad como en la propia cultura universitaria. Sin
embargo, resulta necesario un cambio en este sentido puesto que, como sugiere Paula Carlino:
“aprender los contenidos de cada materia consiste en una tarea doble: apropiarse de su sistema
conceptual-metodológico y también de sus prácticas discursivas características” (Carlino, 2003) en
la medida que una disciplina es un espacio no sólo conceptual, sino también retórico y discursivo.

Para que la enseñanza de la lectura y la escritura plantee soluciones y no obstáculos, el rol del
profesor debe adquirir una verdadera dimensión pedagógica, acompañando al estudiante en el
señalamiento de los progresos, tratando de generar la autonomía necesaria para que pueda
evaluar su propio proceso de construcción del conocimiento, promoviendo siempre el
interrogante frente a lo que se lee y proponiéndole diferentes instancias de escritura, incluso
aquellas en donde, sin perder la “autoridad pedagógica” (Dussel, 2006) en estas prácticas, se le dé
mayor libertad para elegir temas, estructuras, géneros, etc. En palabras de Daniel Cassany:
“Tenemos que actuar como un guía de montaña que marca el camino a seguir y ofrece recursos y
técnicas para escalar mejor” (Cassany, 2006).

En este artículo las autoras destacan la importancia de la escritura, como herramienta intelectual y
su incidencia en la transformación de los procesos de pensamiento. "... cuando el texto está
terminado, el escritor siente que sabe más que antes de empezarlo. La reformulación del propio
texto para ajustarlo al género y a la situación repercute, así, sobre el contenido, cuyo
conocimiento se transforma o, para decirlo en términos del sujeto, se ‘apropia’.

Tal relación entre escritura y pensamiento es motivo de investigaciones que coinciden en afirmar
la importancia de aquellas instituciones que permitan a los jóvenes un entrenamiento sistemático
y especializado en la elaboración de textos complejos que demanden para su resolución
estrategias diversas y planteen problemas y desafíos interesantes a quienes escriben. Sin
embargo, coinciden las autoras, tales situaciones de escritura no son frecuentes ni en la escuela
secundaria, ni en la universidad, que es la etapa en la que los jóvenes están en condiciones
óptimas para encarar la lectura y escritura de textos complejos. "Está claro que el lugar que se
concede a la escritura como producción de textos significativos y exigentes es correlativo del tipo
de relación que se propicia con el conocimiento y, en última instancia, del perfil profesional que se
privilegia: más o menos reflexivo, más o menos autónomo, más o menos crítico".

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