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Carta “Placuit Deo” de la Congregación para la Doctrina de la Fe a los obispos de la Iglesia Católica

sobre algunos aspectos de la salvación cristiana, 01.03.2018

Congregación para la Doctrina de la Fe


Carta Placuit Deo
a los Obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la salvación cristiana

I. Introducción
1. «Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad (cf. Ef
1, 9), mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el
Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina (cf. Ef 2, 18; 2 P 1, 4). […] Pero la verdad
íntima acerca de Dios y acerca de la salvación humana se nos manifiesta por la revelación en Cristo, que
es a un tiempo mediador y plenitud de toda la revelación»[1]. La enseñanza sobre la salvación en Cristo
requiere siempre ser profundizada nuevamente. Manteniendo fija la mirada en el Señor Jesús, la Iglesia
se dirige con amor materno a todos los hombres, para anunciarles todo el designio de la Alianza del Padre
que, a través del Espíritu Santo, quiere «recapitular en Cristo todas las cosas» (cf. Ef 1,1 0). La presente
Carta pretende resaltar, en el surco de la gran tradición de la fe y con particular referencia a la
enseñanza del Papa Francisco, algunos aspectos de la salvación cristiana que hoy pueden ser difíciles
de comprender debido a las recientes transformaciones culturales.
II. El impacto de las transformaciones culturales de hoy en el significado de la salvación cristiana
2. El mundo contemporáneo percibe no sin dificultad la confesión de la fe cristiana, que proclama a
Jesús como el único Salvador de toda el hombre y de toda la humanidad (cf. Hch 4, 12; Rm 3, 23-24; 1
Tm 2, 4-5; Tt 2, 11-15).[2] Por un lado, el individualismo centrado en el sujeto autónomo tiende a ver
al hombre como un ser cuya realización depende únicamente de su fuerza.[3] En esta visión, la figura
de Cristo corresponde más a un modelo que inspira acciones generosas, con sus palabras y gestos, que
a Aquel que transforma la condición humana, incorporándonos en una nueva existencia reconciliada
con el Padre y entre nosotros a través del Espíritu (cf. 2 Co 5, 19; Ef 2, 18). Por otro lado, se extiende la
visión de una salvación meramente interior, la cual tal vez suscite una fuerte convicción personal, o
un sentimiento intenso, de estar unidos a Dios, pero no llega a asumir, sanar y renovar nuestras
relaciones con los demás y con el mundo creado. Desde esta perspectiva, se hace difícil comprender el
significado de la Encarnación del Verbo, por la cual se convirtió miembro de la familia humana,
asumiendo nuestra carne y nuestra historia, por nosotros los hombres y por nuestra salvación.
3. El Santo Padre Francisco, en su magisterio ordinario, se ha referido a menudo a dos tendencias que
representan las dos desviaciones que acabamos de mencionar y que en algunos aspectos se asemejan a
dos antiguas herejías: el pelagianismo y el gnosticismo.[4] En nuestros tiempos, prolifera una especie de
neo-pelagianismo para el cual el individuo, radicalmente autónomo, pretende salvarse a sí mismo,
sin reconocer que depende, en lo más profundo de su ser, de Dios y de los demás. La salvación es
entonces confiada a las fuerzas del individuo, o las estructuras puramente humanas, incapaces de
acoger la novedad del Espíritu de Dios.[5] Un cierto neo-gnosticismo, por su parte, presenta una
salvación meramente interior, encerrada en el subjetivismo,[6] que consiste en elevarse «con el
intelecto hasta los misterios de la divinidad desconocida».[7] Se pretende, de esta forma, liberar a
la persona del cuerpo y del cosmos material, en los cuales ya no se descubren las huellas de la mano
providente del Creador, sino que ve sólo una realidad sin sentido, ajena de la identidad última de la
persona, y manipulable de acuerdo con los intereses del hombre.[8] Por otro lado, está claro que la
comparación con las herejías pelagiana y gnóstica solo se refiere a rasgos generales comunes, sin entrar
en juicios sobre la naturaleza exacta de los antiguos errores. De hecho, la diferencia entre el contexto
histórico secularizado de hoy y el de los primeros siglos cristianos, en el que nacieron estas herejías, es
grande[9]. Sin embargo, en la medida en que el gnosticismo y el pelagianismo son peligros perennes de
una errada comprensión de la fe bíblica, es posible encontrar cierta familiaridad con los movimientos
contemporáneos apenas descritos.
4. Tanto el individualismo neo-pelagiano como el desprecio neo-gnóstico del cuerpo deforman la
confesión de fe en Cristo, el Salvador único y universal. ¿Cómo podría Cristo mediar en la Alianza de
toda la familia humana, si el hombre fuera un individuo aislado, que se autorrealiza con sus propias
fuerzas, como lo propone el neo-pelagianismo? ¿Y cómo podría llegar la salvación a través de la
Encarnación de Jesús, su vida, muerte y resurrección en su verdadero cuerpo, si lo que importa solamente
es liberar la interioridad del hombre de las limitaciones del cuerpo y la materia, según la nueva
visión neo-gnóstica? Frente a estas tendencias, la presente Carta desea reafirmar que la salvación consiste
en nuestra unión con Cristo, quien, con su Encarnación, vida, muerte y resurrección, ha generado un nuevo
orden de relaciones con el Padre y entre los hombres, y nos ha introducido en este orden gracias al don de
su Espíritu, para que podamos unirnos al Padre como hijos en el Hijo, y convertirnos en un solo cuerpo
en el «primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8, 29).
III. Aspiración humana a la salvación
5. El hombre se percibe a sí mismo, directa o indirectamente, como un enigma: ¿Quién soy yo que
existo, pero no tengo en mí el principio de mi existir? Cada persona, a su modo, busca la felicidad, e
intenta alcanzarla recurriendo a los recursos que tiene a disposición. Sin embargo, esta aspiración
universal no necesariamente se expresa o se declara; más bien, es más secreta y oculta de lo que parece,
y está lista para revelarse en situaciones particulares. Muy a menudo coincide con la esperanza de la salud
física, a veces toma la forma de ansiedad por un mayor bienestar económico, se expresa ampliamente a
través de la necesidad de una paz interior y una convivencia serena con el prójimo. Por otro lado, si bien
la cuestión de la salvación se presenta como un compromiso por un bien mayor, también conserva el
carácter de resistencia y superación del dolor. A la lucha para conquistar el bien, se une la lucha para
defenderse del mal: de la ignorancia y el error, de la fragilidad y la debilidad, de la enfermedad y la muerte.
6. Con respecto a estas aspiraciones, la fe en Cristo nos enseña, rechazando cualquier pretensión de
autorrealización, que solo se pueden realizar plenamente si Dios mismo lo hace posible, atrayéndonos
hacia Él mismo. La salvación completa de la persona no consiste en las cosas que el hombre podría
obtener por sí mismo, como la posesión o el bienestar material, la ciencia o la técnica, el poder o la
influencia sobre los demás, la buena reputación o la autocomplacencia.[10] Nada creado puede satisfacer
al hombre por completo, porque Dios nos ha destinado a la comunión con Él y nuestro corazón estará
inquieto hasta que descanse en Él.[11] «La vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir,
la divina».[12] La revelación, de esta manera, no se limita a anunciar la salvación como una respuesta a
la expectativa contemporánea. «Si la redención, por el contrario, hubiera de ser juzgada o medida por la
necesidad existencial de los seres humanos, ¿cómo podríamos soslayar la sospecha de haber
simplemente creado un Dios Redentor a imagen de nuestra propia necesidad?».[13]
7. Además es necesario afirmar que, de acuerdo con la fe bíblica, el origen del mal no se encuentra en
el mundo material y corpóreo, experimentada como un límite o como una prisión de la que debemos ser
salvados. Por el contrario, la fe proclama que todo el cosmos es bueno, en cuanto creado por Dios (cf. Gn
1, 31; Sb 1, 13-14; 1 Tm 4 4), y que el mal que más daña al hombre es el que procede de su corazón
(cf. Mt 15, 18-19; Gn 3, 1-19). Pecando, el hombre ha abandonado la fuente del amor y se ha perdido
en formas espurias de amor, que lo encierran cada vez más en sí mismo. Esta separación de Dios –
de Aquel que es fuente de comunión y de vida – que conduce a la pérdida de la armonía entre los hombres
y de los hombres con el mundo, introduciendo el dominio de la disgregación y de la muerte (cf. Rm 5,
12). En consecuencia, la salvación que la fe nos anuncia no concierne solo a nuestra interioridad, sino
a nuestro ser integral. Es la persona completa, de hecho, en cuerpo y alma, que ha sido creada por el amor
de Dios a su imagen y semejanza, y está llamada a vivir en comunión con Él.
IV. Cristo, Salvador y Salvación
8. En ningún momento del camino del hombre, Dios ha dejado de ofrecer su salvación a los hijos de
Adán (cf. Gn 3, 15), estableciendo una alianza con todos los hombres en Noé (cf. Gn 9, 9) y, más tarde,
con Abraham y su descendencia (cf. Gn 15, 18). La salvación divina asume así el orden creativo
compartido por todos los hombres y recorre su camino concreto a través de la historia. Eligiéndose un
pueblo, a quien ha ofrecido los medios para luchar contra el pecado y acercarse a Él, Dios ha preparado
la venida de «un poderoso Salvador en la casa de David, su servidor» (Lc 1, 69). En la plenitud de los
tiempos, el Padre ha enviado a su Hijo al mundo, quien anunció el reino de Dios, curando todo tipo de
enfermedades (cf. Mt 4, 23). Las curaciones realizadas por Jesús, en las cuales se hacía presente la
providencia de Dios, eran un signo que se refería a su persona, a Aquel que se ha revelado plenamente
como el Señor de la vida y la muerte en su evento pascual. Según el Evangelio, la salvación para todos
los pueblos comienza con la aceptación de Jesús: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa» (Lc 19, 9).
La buena noticia de la salvación tiene nombre y rostro: Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador. «No se
comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un
acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación
decisiva».[14]
9. La fe cristiana, a través de su tradición centenaria, ha ilustrado, a través de muchas figuras, esta obra
salvadora del Hijo encarnado. Lo ha hecho sin nunca separar el aspecto curativo de la salvación, por
el que Cristo nos rescata del pecado, del aspecto edificante, por el cual Él nos hace hijos de Dios,
partícipes de su naturaleza divina (cf. 2 P 1, 4). Teniendo en cuenta la perspectiva salvífica que desciende
(de Dios que viene a rescatar a los hombres), Jesús es iluminador y revelador, redentor y liberador, el
que diviniza al hombre y lo justifica. Asumiendo la perspectiva ascendiente (desde los hombres que
acuden a Dios), Él es el que, como Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza, ofrece al Padre, en el nombre
de los hombres, el culto perfecto: se sacrifica, expía los pecados y permanece siempre vivo para interceder
a nuestro favor. De esta manera aparece, en la vida de Jesús, una admirable sinergia de la acción divina
con la acción humana, que muestra la falta de fundamento de la perspectiva individualista. Por un lado,
de hecho, el sentido descendiente testimonia la primacía absoluta de la acción gratuita de Dios; la
humildad para recibir los dones de Dios, antes de cualquier acción nuestra, es esencial para poder
responder a su amor salvífico. Por otra parte, el sentido ascendiente nos recuerda que, por la acción
humana plenamente de su Hijo, el Padre ha querido regenerar nuestras acciones, de modo que, asimilados
a Cristo, podamos hacer «buenas obras, que Dios preparó de antemano para que las practicáramos» (Ef 2,
10).
10. Está claro, además, que la salvación que Jesús ha traído en su propia persona no ocurre solo
de manera interior. De hecho, para poder comunicar a cada persona la comunión salvífica con Dios, el
Hijo se ha hecho carne (cf. Jn 1, 14). Es precisamente asumiendo la carne (cf. Rm 8, 3; Hb 2, 14: 1 Jn 4,
2), naciendo de una mujer (cf. Ga 4, 4), que «se hizo el Hijo de Dios Hijo del Hombre»[15] y nuestro
hermano (cf. Hb 2, 14). Así, en la medida en que Él ha entrado a formar pare de la familia humana, «se
ha unido, en cierto modo, con todo hombre» [16] y ha establecido un nuevo orden de relaciones con Dios,
su Padre, y con todos los hombres, en quienes podemos ser incorporado para participar a su propia vida.
En consecuencia, la asunción de la carne, lejos de limitar la acción salvadora de Cristo, le permite
mediar concretamente la salvación de Dios para todos los hijos de Adán.
11. En conclusión, para responder, tanto al reduccionismo individualista de tendencia pelagiana, como
al reduccionismo neo-gnóstico que promete una liberación meramente interior, es necesario recordar la
forma en que Jesús es Salvador. No se ha limitado a mostrarnos el camino para encontrar a Dios,
un camino que podríamos seguir por nuestra cuenta, obedeciendo sus palabras e imitando su ejemplo.
Cristo, más bien, para abrirnos la puerta de la liberación, se ha convertido Él mismo en el camino: «Yo
soy el camino» (Jn 14, 6).[17] Además, este camino no es un camino meramente interno, al margen de
nuestras relaciones con los demás y con el mundo creado. Por el contrario, Jesús nos ha dado un «camino
nuevo y viviente que él nos abrió a través del velo del Templo, que es su carne» (Hb 10, 20). En resumen,
Cristo es Salvador porque ha asumido nuestra humanidad integral y vivió una vida humana plena,
en comunión con el Padre y con los hermanos. La salvación consiste en incorporarnos a nosotros
mismos en su vida, recibiendo su Espíritu (cf. 1 Jn 4, 13). Así se ha convirtió «en cierto modo, en el
principio de toda gracia según la humanidad». [18] Él es, al mismo tiempo, el Salvador y la Salvación.
V. La Salvación en la Iglesia, cuerpo de Cristo
12. El lugar donde recibimos la salvación traída por Jesús es la Iglesia, comunidad de aquellos que,
habiendo sido incorporados al nuevo orden de relaciones inaugurado por Cristo, pueden recibir la plenitud
del Espíritu de Cristo (Rm 8, 9). Comprender esta mediación salvífica de la Iglesia es una ayuda
esencial para superar cualquier tendencia reduccionista. La salvación que Dios nos ofrece, de hecho,
no se consigue sólo con las fuerzas individuales, como indica el neo-pelagianismo, sino a través de
las relaciones que surgen del Hijo de Dios encarnado y que forman la comunión de la Iglesia.
Además, dado que la gracia que Cristo nos da no es, como pretende la visión neo-gnóstica, una salvación
puramente interior, sino que nos introduce en las relaciones concretas que Él mismo vivió, la Iglesia
es una comunidad visible: en ella tocamos el carne de Jesús, singularmente en los hermanos más pobres
y más sufridos. En resumen, la mediación salvífica de la Iglesia, «sacramento universal de salvación»,
[19] nos asegura que la salvación no consiste en la autorrealización del individuo aislado, ni tampoco
en su fusión interior con el divino, sino en la incorporación en una comunión de personas que
participa en la comunión de la Trinidad.
13. Tanto la visión individualista como la meramente interior de la salvación contradicen también la
economía sacramental a través de la cual Dios ha querido salvar a la persona humana. La participación,
en la Iglesia, al nuevo orden de relaciones inaugurado por Jesús sucede a través de los sacramentos,
entre los cuales el bautismo es la puerta, [20] y la Eucaristía, la fuente y cumbre. [21] Así vemos, por un
lado, la inconsistencia de las pretensiones de auto-salvación, que solo cuentan con las fuerzas
humanas. La fe confiesa, por el contrario, que somos salvados por el bautismo, que nos da el carácter
indeleble de pertenencia a Cristo y a la Iglesia, del cual deriva la transformación de nuestro modo concreto
de vivir las relaciones con Dios, con los hombres y con la creación (cf. Mt 28, 19). Así, limpiados del
pecado original y de todo pecado, estamos llamados a una vida nueva existencia conforme a Cristo (cf.
Rm 6, 4). Con la gracia de los siete sacramentos, los creyentes crecen y se regeneran continuamente,
especialmente cuando el camino se vuelve más difícil y no faltan las caídas. Cuando, pecando, abandonan
su amor a Cristo, pueden ser reintroducidos, a través del sacramento de la Penitencia, en el orden de las
relaciones inaugurado por Jesús, para caminar como ha caminado Él (cf. 1 Jn 2, 6). De esta manera,
miramos con esperanza el juicio final, en el que se juzgará a cada persona en la realidad de su amor (cf.
Rm 13, 8-10), especialmente para los más débiles (cf. Mt 25, 31-46).
14. La economía salvífica sacramental también se opone a las tendencias que proponen una salvación
meramente interior. El gnosticismo, de hecho, se asocia con una mirada negativa en el orden creado,
comprendido como limitación de la libertad absoluta del espíritu humano. Como consecuencia, la
salvación es vista como la liberación del cuerpo y de las relaciones concretas en las que vive la
persona. En cuanto somos salvados, en cambio, «por la oblación del cuerpo de Jesucristo» (Hb 10, 10;
cf. Col 1, 22), la verdadera salvación, lejos de ser liberación del cuerpo, también incluye su
santificación (cf. Ro 12, 1). El cuerpo humano ha sido modelado por Dios, quien ha inscrito en él un
lenguaje que invita a la persona humana a reconocer los dones del Creador y a vivir en comunión
con los hermanos. [22] El Salvador ha restablecido y renovado, con su Encarnación y su misterio pascual,
este lenguaje originario y nos lo ha comunicado en la economía corporal de los sacramentos. Gracias a los
sacramentos, los cristianos pueden vivir en fidelidad a la carne de Cristo y, en consecuencia, en fidelidad
al orden concreto de relaciones que Él nos ha dado. Este orden de relaciones requiere, de manera
especial, el cuidado de la humanidad sufriente de todos los hombres, a través de las obras de
misericordia corporales y espirituales. [23]
VI. Conclusión: comunicar la fe, esperando al Salvador
15. La conciencia de la vida plena en la que Jesús Salvador nos introduce empuja a los cristianos a la
misión, para anunciar a todos los hombres el gozo y la luz del Evangelio.[24] En este esfuerzo también
estarán listos para establecer un diálogo sincero y constructivo con creyentes de otras religiones, en la
confianza de que Dios puede conducir a la salvación en Cristo a «todos los hombres de buena voluntad,
en cuyo corazón obra la gracia».[25] Mientras se dedica con todas sus fuerzas a la evangelización, la
Iglesia continúa a invocar la venida definitiva del Salvador, ya que «en esperanza estamos salvados» (Rm
8, 24). La salvación del hombre se realizará solamente cuando, después de haber conquistado al último
enemigo, la muerte (cf. 1 Co 15, 26), participaremos plenamente en la gloria de Jesús resucitado, que
llevará a plenitud nuestra relación con Dios, con los hermanos y con toda la creación. La salvación
integral del alma y del cuerpo es el destino final al que Dios llama a todos los hombres. Fundados en
la fe, sostenidos por la esperanza, trabajando en la caridad, siguiendo el ejemplo de María, la Madre del
Salvador y la primera de los salvados, estamos seguros de que «somos ciudadanos del cielo, y esperamos
ardientemente que venga de allí como Salvador el Señor Jesucristo. El transformará nuestro pobre cuerpo
mortal, haciéndolo semejante a su cuerpo glorioso, con el poder que tiene para poner todas las cosas bajo
su dominio» (Flp 3, 20-21).
El Sumo Pontífice Francisco, en la Audiencia concedida el día 16 de febrero de 2018. Ha aprobado esta
Carta, decidida en la Sesión Ordinaria de esta Congregación el 24 de enero de 2018, y ha ordenado su
publicación.
Dado en Roma, en la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el 22 de febrero de 2018, Fiesta
de la Cátedra de San Pedro.
X Luis F. Ladaria, S.I.
Antropología y ética en la salvación integral desde “Placuit Deo”
Se acaba de publicar la Carta “Placuit Deo” (PD), sobre algunos aspectos de la salvación cristiana,
realizada por la Congregación de la Doctrina de la Fe y aprobaba por el Papa Francisco. Un
documento muy significativo e importante, que recoge la entraña de la fe con su salvación liberadora
según la Palabra de Dios, la tradición y enseñanza de la iglesia con los Papas como el querido Francisco
(PD 1). La carta actualiza toda la teología y el mensaje sobre la salvación, que nos trae la fe católica, en
el mundo actual. Un mundo en el que se dan tendencias que desvirtúan esta salvación (PD 2-7) y que, de
alguna forma, actualizan antiguos errores sobre la fe: el pelagianismo y el gnosticismo, en los que el Papa
Francisco ha insistido (PD 3).
El pelagianismo, como el actual, hace referencia a un individualismo auto-egocéntrico, típico del
neoliberalismo capitalista. Es una antropología individualista y posesiva que, a la búsqueda de su interés
individual, rompe la relación con los otros, con la comunidad e historia y con Dios. Cree que la salvación
viene de sus propias fuerzas, poder e intereses sin contemplar los lazos fraternos y solidarios que nos
unen en las relaciones personales, comunitarias y espirituales con el Dios Comunión y Solidaridad. El
gnosticismo, propio también de esta mentalidad burguesa e individualista, nos impone una espiritualidad
y antropología negativa, desencarnada y espiritualista. En la que, en este individualismo no encarnado
e insolidario, niega la bondad y dignidad de lo personal, del mundo material, de la naturaleza y la creación
de Dios (PD 4).
La salvación, por tanto, no está en este individualismo desencarnado e insolidario del poder, tener y poseer,
de la conquista y dominación. Como nos enseña la filosofía personalista, “soy amado luego existo”. La
salvación viene por este Don (Gracia) del Amor fraterno y solidario de Dios que, en la historia y mundo,
nos libera integralmente. “Frente a estas tendencias, la presente Carta desea reafirmar que la salvación
consiste en nuestra unión con Cristo, quien, con su Encarnación, vida, muerte y resurrección, ha generado
un nuevo orden de relaciones con el Padre y entre los hombres. Y nos ha introducido en este orden
gracias al don de su Espíritu, para que podamos unirnos al Padre como hijos en el Hijo, y convertirnos en
un solo cuerpo en el «primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8, 29)” (PD 4). La salvación desde la
fe tiene su entraña en Jesús, el Dios Encarnado, Salvador y Liberador que ha asumido solidariamente
a toda la persona y a toda humanidad, a toda la realidad e historia para salvarla y liberarla integralmente
en todos sus aspectos.
Como nos enseña Francisco, “confesar que el Hijo de Dios asumió nuestra carne humana significa que
cada persona humana ha sido elevada al corazón mismo de Dios. Confesar que Jesús dio su sangre por
nosotros nos impide conservar alguna duda acerca del amor sin límites que ennoblece a todo ser humano.
Su redención tiene un sentido social porque «Dios, en Cristo, no redime solamente la persona
individual, sino también las relaciones sociales entre los hombres»” (EG 178). Con su anuncio y
realización del Reino de Dios en la historia, como nos muestra el Evangelio, Jesús curaba y sanaba de
todo sufrimiento, mal e injusticia. Las curaciones que nos trae Jesús con su salvación, signos y clamores
del Reino, significan la liberación integral en cuerpo y alma, de la persona y sus relaciones sociales e
históricas (PD 8). Hay que cuidar y respetar la sagrada e inviolable vida y dignidad de las personas con
sus cuerpos, con sus condiciones materiales, humanas y sociales que hacen posible el desarrollo integral.
“En consecuencia, la salvación que la fe nos anuncia no concierne solo a nuestra interioridad, sino a
nuestro ser integral. Es la persona completa, de hecho, en cuerpo y alma, que ha sido creada por el
amor de Dios a su imagen y semejanza, y está llamada a vivir en comunión con Él” (PD 7). En la
Encarnación del Dios Solidario en Cristo, la salvación ha incorporado a todo y a todos los seres
humanos, al mundo-universo y a toda la realidad histórica. Y de esta forma, desde la Gracia de su Amor,
nos regala la salvación liberadora en la filiación divina, la liberación integral de los hijos de Dios que,
como hermanos, promueve en unas relaciones de fraternidad, de comunión solidaria y justicia. El
corazón de la fe, como nos muestra PD y el Papa Francisco, es toda esta Gramática de la Encarnación,
por la que Dios en Cristo asume solidariamente toda nuestra naturaleza y condición personal, corporal,
social e histórica. Dios encarna, pues, la Gracia del amor y su justicia liberadora en la humanidad con su
corporalidad, mundo e historia para llevarla a su realización y plenitud trascendente, junto a todo el
cosmos, en la caridad fraterna.
“Está claro que la salvación que Jesús ha traído en su propia persona no ocurre solo de manera interior.
De hecho, para poder comunicar a cada persona la comunión salvífica con Dios, el Hijo se ha hecho
carne (cf. Jn 1, 14). Es precisamente asumiendo la carne (cf. Rm 8, 3; Hb 2, 14: 1 Jn 4, 2), naciendo de
una mujer (cf. Ga 4, 4), que «se hizo el Hijo de Dios Hijo del Hombre» y nuestro hermano (cf. Hb 2, 14).
Así, en la medida en que Él ha entrado a formar pare de la familia humana, «se ha unido, en cierto modo,
con todo hombre» y ha establecido un nuevo orden de relaciones con Dios, su Padre, y con todos los
hombres, en quienes podemos ser incorporado para participar a su propia vida. En consecuencia, la
asunción de la carne, lejos de limitar la acción salvadora de Cristo, le permite mediar concretamente la
salvación de Dios para todos los hijos de Adán… Este camino no es un camino meramente interno, al
margen de nuestras relaciones con los demás y con el mundo creado. No es una liberación meramente
interior, es necesario recordar la forma en que Jesús es Salvador…Cristo, para abrirnos la puerta de la
liberación, se ha convertido Él mismo en el camino….Cristo es Salvador porque ha asumido nuestra
humanidad integral y vivió una vida humana plena, en comunión con el Padre y con los hermanos”
(PD 10-11).
De ahí que esa Encarnación e in-corporación de Cristo en la humanidad e historia, para traernos el Reino
de Dios y su justicia liberadora que nos salva, se hace cuerpo por la comunidad e iglesia. Frente a todo
este individualismo desencarnado, no hay Reino de Dios ni Encarnación de Cristo sin un pueblo y
cuerpo que, desde la Gracia, siga haciendo presente e incorporando a Cristo y su Reino, con su salvación
liberadora, en la historia. La iglesia es sacramento de salvación liberadora e integral, histórica y
trascendente. Por tanto, es iglesia pobre con los pobres que son carne y cuerpo (sacramento) histórico
del Cristo Encarnado, Pobre y Crucificado. Desde la entraña y modelo del Dios Trinitario, Dios
Comunión y Solidaridad, la iglesia es la comunidad trinitaria, sacramento de la comunión con Dios y
de la unidad fraterna de toda la humanidad (PD 12). Tal como, asimismo, nos enseña todo ello el Concilio
Vaticano II.
Esta salvación de Cristo, encarnada en el pueblo de Dios y su cuerpo sacramental-comunitario como es la
iglesia, se manifiesta de forma especial en la economía salvífica y liberadora de los sacramentos. Los
sacramentos celebrados en la iglesia, como cuerpo y sacramento de Dios en Cristo, son los símbolos
reales del Reino y Pascua de Jesús. Por los sacramentos se hace presente, visibiliza e historiza la Gracia
de Dios con su salvación liberadora del mal, pecado e injusticia. (PD 13). Como símbolos reales de esta
salvación de Cristo con su Reino y Pascua, los sacramentos y su celebración significan efectiva y
transformadoramente la liberación integral de Dios.
Esta economía sacramental donde se asume la materialidad y bondad de la creación, por ejemplo el
pan y vino con el que se celebra la Eucaristía, “se opone a las tendencias que proponen una salvación
meramente interior… En cuanto somos salvados, en cambio, «por la oblación del cuerpo de Jesucristo»
(Hb 10, 10; cf. Col 1, 22), la verdadera salvación, lejos de ser liberación del cuerpo, también incluye su
santificación (cf. Ro 12, 1). El cuerpo humano ha sido modelado por Dios, quien ha inscrito en él un
lenguaje que invita a la persona humana a reconocer los dones del Creador y a vivir en comunión con
los hermanos. El Salvador ha restablecido y renovado, con su Encarnación y su misterio pascual, este
lenguaje originario y nos lo ha comunicado en la economía corporal de los sacramentos. Gracias a los
sacramentos, los cristianos pueden vivir en fidelidad a la carne de Cristo y, en consecuencia, en
fidelidad al orden concreto de relaciones que Él nos ha dado. Este orden de relaciones requiere, de
manera especial, el cuidado de la humanidad sufriente de todos los hombres, a través de las obras
de misericordia corporales y espirituales” (PD 14).
Por tanto, como nos muestra de igual forma el Papa Francisco (LS 235-236), los sacramentos nos llevan
a la conversión personal, social, ecológica e integral en la comunión con Dios, con la creación, con los
otros y con los pobres. En la misericordia solidaria con sus sufrimientos e injusticias, con la lucha por
la justicia social-global, en la comunión con la naturaleza para promover la justicia ambiental. Todo lo
anterior, lleva a la iglesia a la misión en su anuncio del Cristo Salvador y Liberador con su Pascua,
proclamando y realizando el Reino de Dios en la historia. Con el diálogo y encuentro fraterno con las
otras culturas o religiones, para buscar juntos el bien universal, el amor, la paz y la justicia que trae Dios
con su salvación liberadora para toda la humanidad (PD 15). Una salvación y liberación integral que se
consuma en la vida realizada, plena y eterna. “La salvación integral del alma y del cuerpo es el destino
final al que Dios llama a todos los hombres. Fundados en la fe, sostenidos por la esperanza, trabajando en
la caridad, siguiendo el ejemplo de María, la Madre del Salvador y la primera de los salvados, estamos
seguros de que «somos ciudadanos del cielo, y esperamos ardientemente que venga de allí como Salvador
el Señor Jesucristo” (PD 15).

Placuit Deo. Francisco y Ladaria de la mano, un gran comienzo

Sólo Ladaria ha podido escribir y firmar (con su equipo) esta Carta de la Congregación para la Doctrina
de la fe, sobre los dos riesgos de la Iglesia y de la sociedad actual:
-- El riesgo de una gnosis espiritualista, que busca la salvación fuera de la “carne” (de la humanidad y de
la historia).
-- El riesgo de pelagianismo centrado en el valor de la acción, que busca la salvación sólo en las obras de
los hombres, como la perfección suprema (el cielo) fuera lo que ellos hacen.
Sólo ha podido escribirla Mons. L. F. Ladaria, siguiendo la inspiración y magisterio de Francisco,
empeñado en superar estos dos peligros, de forma que podemos afirmar que en el fondo lo han escrito los
dos a una sola mano.
En esa línea, parece claro que la Congregación de la Doctrina de la Fe ha querido escribir esta breve y
sustanciosa Carta no sólo para exponer la recta doctrina y praxis de la Iglesia, sino también para defender
el programa y camino eclesial del Papa Francisco, a quien muchos (sobre todo dentro de la “casa”) le han
acusado de hombre ambiguo en la fe y poco teólogo.
Entre los “acusadores” del Papa parece estar el propio Müller que fue, antes de Ladaria, el poderoso
Prefecto de la Congregación de la Doctrina de Fe, a quien Francisco dejó a un lado para nombrar en su
lugar a Ladaria (con público disgusto del germano).
El nombramiento de Ladaria (que era vice-prefecto con Müller) ha sido a mi juicio uno de los mayores
aciertos de Francisco. Por un lado, ha sido un nombramiento “lógico”: Acabado el tiempo de Müller era
normal que le siguiera (ascendiera) su “vice” (¡que había sido nombrado por Benedicto XVI, no por
Francisco). Por otro ha sido un nombramiento “revolucionario”, pues significa un cambio de rumbo en la
Congregación de la fe.
He leído seguido bastante a Müller desde hace más de 20 años (pues le conocí cuando venía a dar cursos
a Salamanca, de la mano de D. Olegario González de Cardedal). Pero conozco mejor a Ladaria, pues
hemos sido “colegas” en la misma asignatura, él en Comillas, yo en Salamanca. Además, le traje y presenté
algunas veces (con el inolvidable Nereo Silanes) en las Semanas de Estudios Trinitarios, donde tuve
ocasión de dialogar con él.
Le he dedicado además varias recensiones de colega, amistosas y discrepantes (¡como es lógico, en un
plano universitario), en la revista Estudios Trinitarios, con una semblanza detenida y elogiosa en mi
Diccionario de Pensadores Cristianos (Verbo Divino, Estella 2010, 525-527).
Puedo decir, sin miedo a equivocarme, que Ladaria es un “lujo de Prefecto de la Congregación para la
Doctrina de la Fe”, hombre sensible y humano, artista y pensador, gran maestro (en Comillas y en la
Gregoriana), uno de los que mejor conocen la vida y doctrina de los Padres de la Iglesia, en cuyo
magisterio se funda este documento titulado, titulado Placuit Deo: Dispuso Dios en su sabiduría (Ef 1, 9).
Un gran comienzo
Debo seguir diciendo que éste es uno de los mejores documentos de Magisterio teológico y eclesial que
la Iglesia de Roma ha publicado en los últimos decenios. Es breve, pero sustancial; es claro, parece sencillo
(poco pretencioso) y, sin embargo, plantea y resuelve con gran precisión, sin críticas inoportunas, sin
proposiciones grandilocuentes, uno de los temas más urgentes de la vida de la Iglesia actual.
Francisco ha encontrado un gran Prefecto de la Doctrina de la Fe, y por su parte Ladaria es “digno” de
Francisco, no sólo porque los dos son jesuitas, sino porque se complementan, uno que fue gran “pastor”
del gran y difícil Buenos Aires, y otro porque fue gran “rector” de la Universidad Gregoriana, amigo de
los alumnos, director de tesis doctorales (yo mismo le encomendé el “cuidado” de uno de mis mejores
doctorandos…). Ambos se complementan, pido a Dios que duren y sigan muchos años, para bien de la
Iglesia.
Este documento es signo del mejor comienzo teológico de ambos, y así quiero decirlo, como colega de
Ladaria, como admirador de Francisco. Ciertamente, matizaría algunas de sus prioridades (sobre todo en
el aspecto sacramental de la Iglesia, y en la forma de plantear su presencia y acción en el mundo actual).
Pero eso es en el fondo secundario. Lo que importa son las “bases”, la forma de superar un peligroso
gnosticismo y un flaco pelagianismo, que al fin deja vacíos a los auténticos creyentes, a los amenazados
y marginados de este mundo.
Y sin embargo el camino sigue abierto y debe recorrerse
Al plantear la temática del hombre y de la Iglesia actual entre gnosticismo y maniqueísmo, Francisco y
Ladaria han rendido un gran servicio no sólo a la Iglesia a la Teología cristiana, sino a la vida y esperanza
de los hombres, según el evangelio. Pero aquí, precisamente aquí, noto una falta, siendo un vacío: Pienso
que el documento debía haber más al fondo, buscando el verdadero núcleo del problema y, a mi juicio,
eso sólo puede hacerse desde el Evangelio.
Ladaria (con Francisco) ha planteado de forma insuperable un tema clave de la iglesia y de la humanidad
actual, apelando a San Ireneo (sobre el gnosticismo) y a San Agustín (sobre el maniqueísmo). No tengo
nada que objetar, tanto Ireneo como Agustín son dos puntales de la Iglesia de occidente (de todas las
iglesias). Pero con ellos puede y debe recorrerse más camino, a partir del evangelio o, mejor dicho, en
búsqueda de evangelio. Desde aquí, sin entrar en detalles, quiero indicar cuatro limitaciones de este
documento:
1. Gnosis y apocalipsis. La oposición entre gnosis y maniqueísmo es importante, pero en el Nuevo
Testamento acaba siendo mucho más importante la que opone (¡vincula!) la tendencia más gnóstica y la
más apocalíptica, representada por un lado por el Evangelio de Juan (y en línea más fuerte por el Tomás)
y por otro por el Apocalipsis de Juan. Creo que esta oposición podría haber ayudado a recuperar algunos
temas medulares de la Encíclica Laudato Sí, en la que Francisco ha destacado los riesgos de destrucción
cósmica y humana que nos amenazan.
2. Fe y obras, línea paulina. Pienso que más importante que la oposición entre gnosis y maniqueísmo es
para la Iglesia (y para el futuro de la humanidad) la que Pablo ha descubierto y radicalizado entre las obras
de la ley (en una línea más maniquea) y la fe, vinculada al encuentro personal con Dios y a la justificación
de los pecadores. Hemos celebrado los 500 años de la Reforma Protestante, sin haber planteado de forma
radical esta problemática. En ese contexto, entre fe y obras, se sigue jugando el futuro de la Iglesia y de
la Humanidad. La Iglesia de Roma se dice heredera no sólo de Pedro, sino también de Pablo. Esto debería
tenerse quizá más en cuenta.
3. Me ha enviado a anunciar la buena noticia a los pobres… (Lc 4, 17-18). La problemática planteada por
la oposición entre gnosis y maniqueísmo sólo se puede resolver volviendo al principio, desde la opción
radical de Jesús, que no es sólo la de evangelizar a los pobres, sino la de dejar “que los pobres nos
evangelicen”, en la línea de la primera misión cristiana formulada en Mc 6, 1-6, Mt 10, 2-15 y paralelos.
Sin este retorno al principio del mensaje de Jesús y de la Iglesia (Iglesia de Marcos y Lucas…) el evangelio
pierde su sal, queda estéril. Sólo desde este fondo (sin negar a Pablo, ni a Juan evangelista, ni al
Apocalipsis…) puede iniciarse y recorrerse la nueva evangelización, que no ha de ser sólo nueva “en su
ardor, en sus métodos y en su expresión” (cfr. Juan Pablo II, Puerto Príncipe, 9-3-1983), sino por su mismo
contenido radical de evangelio.
4. Volver al evangelio, sin glosa. Éste es, a mi juicio, el mayor “hueco” de este espléndido documento de
fe y vida de iglesia, de antropología y compromiso cristiano a favor del hombre, en clave de Iglesia o
comunidad creyente. Ciertamente, no todo se puede decir en unas pocas y densas páginas. Además, el
argumento base del texto no era el evangelio, sino los riesgos de neo-gnosticismo y neo-maniqueísmo,
por lo que había que volver a Ireneo y Agustín. Pero, a pesar de ello, creo que hubiera sido bueno retomar
las claves del Nuevo Testamento (Pablo, Evangelio de Juan….), en especial las que nos ponen en la raíz
del “evangelio sin glosa”, como querían Francisco de Asís: Las Bienaventuranzas, el amor al enemigo, la
no violencia activa (¡poner la otra mejilla!), la oposición de Mt 6,24 par entre Dios y Mammón, Mt 25,
31-46 etc.
Por todo eso quiero volver a saludar con gozo este documento (recordando en especial a Luis F. Ladaria),
para decir que es lo mejor que se ha podido decir sobre el tema, en línea de Iglesia y de experiencia
creyente… pero añadiendo que es preciso ir más allá, a las raíces del evangelio, para hacer que este
comienzo dé todo su fruto, en línea personal y eclesial.

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