Beruflich Dokumente
Kultur Dokumente
INTRODUCCIÓN
LA RACIONALIAD CIENTÍFICA
1. 1.- Toda ciencia es conocimiento; pero no puede decirse que todo conocimiento
sea ciencia. Por otra parte, la sabiduría supone la ciencia y el conocimiento; pero no
toda ciencia ni todo conocimiento es sabiduría. Enseña Aristóteles que la ciencia es un
conocimiento cierto por las causas.[2] Santo Tomás de Aquino afirma, su vez, que la
sabiduría es la perfección de la ciencia.[3]
Con estas distinciones preliminares es posible advertir que el conocimiento es la
noción vinculante que permite articular entre sí las tres nociones que estamos utilizando;
en efecto, la ciencia y la sabiduría son modos altamente específicos del conocimiento.
Corresponde, por tanto, iniciar nuestra indagación tratando, en primer lugar, del
conocimiento.
Definimos el conocimiento, con la tradición filosófica, como la noticia que
tenemos de algo o de alguien. Esta notitia se vincula, ya desde el más inmediato ámbito
de la significación lingüística, con la notio, esto es, la noción o la idea o la ratio de una
realidad dada que se hace presente en el sujeto que conoce.
Hablando más propiamente, el conocimiento es la aprehensión de una forma sea
sensible o intelectual; es un movimiento del alma hacia la forma, a cuyo término el alma
queda unida -en una unión intencional- a la cosa conocida la que hace su morada en el
alma por medio de su especie. Se echa de ver, por tanto, que el conocimiento abarca
todo el arco posible de nuestra relación con la realidad: desde la inicial apertura de
nuestros sentidos hasta la universalidad de los conceptos pasando por los estadios de la
noticia inicial, la fe humana y la experiencia que se escalonan en orden ascendente.
El conocimiento es, pues, un proceso en el que el sujeto humano participa en su
totalidad. Esta totalidad incluye, también, aquellas regiones no propiamente cognitivas
del hombre, a saber, su afectividad y su apetición sensible o intelectual. Por eso
Aristóteles en las líneas liminares de su Metafísica sostiene que todo hombre desea
naturalmente conocer. Tal deseo hace referencia a esta profunda y casi misteriosa
condición existencial del acto del conocimiento al que el hombre es convocado en
cuerpo y alma.
1. 3.- La palabra sabiduría deriva de la voz latina sapientia que, a su vez, procede
de sapere vocablo que hace referencia al sentido del gusto, a una especie de sabor, de
fruición que acompaña al conocer y que constituye el más alto grado del conocimiento.
Al igual que la ciencia -a la que perfecciona- la sabiduría es un conocimiento por las
causas pero de las causas primeras (sapientia considerat causas primas) de tal modo
que ella ejerce una suerte de soberanía sobre los demás saberes. Tomás de Aquino la
caracteriza así:
“[...] se llama sabio a aquel que conoce todas <las cosas>, también las
difíciles, por certeza y por causa, que busca el conocimiento por sí mismo y
ordena y persuade a los otros”.[5]
De manera, pues, que toda ciencia tiene en sí misma la posibilidad de ser atraída
por la sabiduría toda vez que desde la especificidad de su campo propio sea capaz de
elevarse a la consideración de las primeras causas, causas en las que todas las ciencias
resuelven sus principios.
Esta gradación ascendente del conocimiento nos sitúa frente a un hecho central: la
plena disposición de nuestro espíritu para aprehender la inmensidad inagotable del ser.
El espíritu, y sólo él, es capax universi.
2. 2.- Pero, ¿qué mensaje encierra para el hombre de hoy este venerable texto
medieval? Es nuestra íntima convicción que se puede decir, con propiedad, que Tomás
de Aquino no es sólo el Doctor Angelicus sino, además, el Doctor Hodiernus, el
pensador de nuestro tiempo.
El racionalismo, en su largo periplo histórico, ha fragmentado la ciencia al
desarticular el orden de la Tradición. Pero, además, ha dejado fuera de la posibilidad de
la razón nada menos que a la sabiduría, a la entera vida contemplativa del hombre, al
tiempo que ha reducido la ética a puro consenso y, finalmente, se ha abroquelado en el
campo restrictivo y excluyente de una racionalidad tecnocientífica convertida, hoy, en la
única mediación dialógica válida del hombre con el universo. Esta es la clave de
nuestras actuales dificultades en el campo de la ciencia.
El singular fenómeno, histórico y epistemológico, de la tecnociencia actual, fruto
final del positivismo racionalista, no sólo genera inquietud y angustia en el espíritu del
hombre contemporáneo (en tanto la técnica es vista como una amenaza a la propia
supervivencia humana) sino que ha dado lugar a reacciones que en su afán de
superación del racionalismo han concluido en una dolorosa recusación de la razón
misma.
Santo Tomás nos dice hoy que es posible y necesario volver a confiar en la razón;
que una “apuesta a la racionalidad” no significa cerrar la mirada al universo sino, por el
contrario, abrir esa mirada a la múltiple unidad de la realidad; realidad que, al ser
conocida, posibilita, a su vez, el redescubrimiento de la dignidad y del límite de la
propia razón.
El filósofo contemporáneo Jean Ladirêre ha escrito una obra que lleva por título,
precisamente, La apuesta de la racionalidad.[7] Con extraordinaria lucidez ha visto la
complejidad del fenómeno de la tecnociencia y su rasgo distintivo, esto es, su radical
operatividad que encierra al hombre en un universo totalitario que lo confina y lo
clausura a la posibilidad de una existencia plena. El mundo de la técnica es mudo y
ciego respecto del drama del hombre y de su plena existencia. Todo queda reducido al
indefinido juego de un poder que reconoce como único límite lo que puede.
Pero lo grave, diría hoy Santo Tomás, es que al haber perdido el universo el
hombre se ha perdido a sí mismo.
“[...] el alma del hombre es en cierto modo todas las cosas según el
sentido y el intelecto; en lo que los seres dotados de conocimiento se
aproximan a la semejanza de Dios, en quien todas las cosas preexisten, como
dice Dionisio”.[10]
Ahora el alma no sólo se reconoce en su esencia como espíritu sino que, además, le
es dado ver la ultima ratio, el fundamento último de su ser. la dichosa proximidad a la
Divina Semejanza, su eminente dignidad de creatura icónica que ocupa un lugar único
en un Universo que es, también, icono divino. Es el lugar que la propia revelación ya
nos ha comunicado desde el principio, en el Salmo 8:
“¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él; el ser humano para darle
poder? Lo hiciste apenas inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y
dignidad”.[11]
CONCLUSIÓN
[2]
ARISTÓTELES, Metafísica, 981 b, 25-30.
[3]
TOMÁS DE AQUINO, In Ethicorum, prooemium.
[4]
ARISTÓTELES, De partibus animalium, 639 b.
[5]
TOMÁS DE AQUINO, In I Metaphysicorum, 2, 4.
[6]
TOMÁS DE AQUINO, In Ethicorum, I, 1, 1,2.
[7]
J. LADRIÊRE, Les enjeux de la rationalité, París, 1977.
[8]
TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I, q 16, a 3, corpus.
[9]
JOSEF PIEPER, El descubrimiento de la realidad, Madrid, 1974.
[10]
TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I, q 80, a 1, corpus.
[11]
Salmo 8, 5-7.