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Título: Conocimiento, ciencia y sabiduría.

El conocimiento, vía regia a la esencia del


hombre.
Autor: Mario Caponnetto
Resumen:
El presente estudio aborda el fenómeno del conocimiento humano desde una
doble perspectiva: la filosofía de la ciencia y la posibilidad de acceder por
medio del conocimiento a la esencia del hombre que conoce.
Por lo primero se trata de buscar en el pensamiento de la Tradición
filosófica una concepción del conocimiento científico que pueda articular en la
unidad múltiple de los saberes todo el amplio abanico de conocimientos
humanos, desde las ciencias especulativas hasta las ciencias prácticas (tanto la
ética como la técnica). Si hay una apuesta hodierna a la racionalidad ella no
conlleva, necesariamente, amputar las dimensiones específicamente humanas
del hombre sino, por el contrario, la posibilidad de una adecuada comprensión
del mundo.
Respecto de la segunda perspectiva, se sostiene -siguiendo a Pieper- que la
verdad de las cosas conduce a la esencia del hombre toda vez que en el acto de
conocimiento el hombre no sólo conoce el mundo sino que, además, en el
mismo acto, advierte su capacidad de contenerlo todo y, de allí, a descubrir su
naturaleza espiritual.
Estas reflexiones, hechas en la línea del pensamiento tomista, se proponen como
un aporte a las inquietudes fundamentales del hombre contemporáneo.

Título académico: Médico.


Doctorando en Filosofía
Lugares de trabajo: Instituto de Neurobiología.
Serrano 669, 1er. Piso. CP: 1414. Buenos Aires.
Telfax: 011 4854 8209
E-mail: fuacta@ssdnet.com.ar
Conocimiento, ciencia y sabiduría

El conocimiento, vía regia a la esencia del hombre


MARIO CAPONNETTO

INTRODUCCIÓN

En el texto preparado por la Congregación para la Educación Católica, el


Pontificio Consejo de la Cultura y la Vicaría de Roma, en ocasión del Jubileo de los
Universitarios, se designa la vida universitaria con dos títulos que, a nuestro juicio, son
una precisa definición de su esencia: en efecto, se habla de ella como el lugar
privilegiado para la inteligencia de la fe y como servicio en la caridad intelectual.[1]
Si se tiene presente que la fe sólo es digna de Dios y del hombre en la medida que
ella se hace inteligible y, por otra parte, que la caridad intelectual apunta a la comunión
de todos los hombres en el amor a la verdad expresada en toda búsqueda sincera,
honesta e incesante, se puede entender el sentido profundamente ecuménico de estas dos
especificaciones del quehacer universitario.
Una y otra, la fe y la caridad, trazan -a modo de un vasto círculo cuyos límites se
confunden con el horizonte de la existencia humana- el ámbito situante de nuestro
Jubileo. Es desde aquí que deseamos dialogar, in spiritu humilitatis et veritatis, con
todos y cada uno de quienes protagonizan el quehacer universitario. Y es con este
espíritu que nos proponemos, ahora, hacer algunas breves aportaciones al tema del
conocimiento. Lo haremos en una doble consideración. De un lado, abordaremos el
fenómeno del conocimiento humano en su relación con la constitución del saber
científico plagada hoy de innúmeras dificultades; en este sentido intentaremos una
visión de la racionalidad científica amplia y omniabarcativa tomando como eje
integrador la teoría de la ciencia de la tradición filosófica. Por otro, analizaremos el
conocimiento como vía regia que nos lleve a la esencia del hombre.

LA RACIONALIAD CIENTÍFICA

1.- Distinciones previas

1. 1.- Toda ciencia es conocimiento; pero no puede decirse que todo conocimiento
sea ciencia. Por otra parte, la sabiduría supone la ciencia y el conocimiento; pero no
toda ciencia ni todo conocimiento es sabiduría. Enseña Aristóteles que la ciencia es un
conocimiento cierto por las causas.[2] Santo Tomás de Aquino afirma, su vez, que la
sabiduría es la perfección de la ciencia.[3]
Con estas distinciones preliminares es posible advertir que el conocimiento es la
noción vinculante que permite articular entre sí las tres nociones que estamos utilizando;
en efecto, la ciencia y la sabiduría son modos altamente específicos del conocimiento.
Corresponde, por tanto, iniciar nuestra indagación tratando, en primer lugar, del
conocimiento.
Definimos el conocimiento, con la tradición filosófica, como la noticia que
tenemos de algo o de alguien. Esta notitia se vincula, ya desde el más inmediato ámbito
de la significación lingüística, con la notio, esto es, la noción o la idea o la ratio de una
realidad dada que se hace presente en el sujeto que conoce.
Hablando más propiamente, el conocimiento es la aprehensión de una forma sea
sensible o intelectual; es un movimiento del alma hacia la forma, a cuyo término el alma
queda unida -en una unión intencional- a la cosa conocida la que hace su morada en el
alma por medio de su especie. Se echa de ver, por tanto, que el conocimiento abarca
todo el arco posible de nuestra relación con la realidad: desde la inicial apertura de
nuestros sentidos hasta la universalidad de los conceptos pasando por los estadios de la
noticia inicial, la fe humana y la experiencia que se escalonan en orden ascendente.
El conocimiento es, pues, un proceso en el que el sujeto humano participa en su
totalidad. Esta totalidad incluye, también, aquellas regiones no propiamente cognitivas
del hombre, a saber, su afectividad y su apetición sensible o intelectual. Por eso
Aristóteles en las líneas liminares de su Metafísica sostiene que todo hombre desea
naturalmente conocer. Tal deseo hace referencia a esta profunda y casi misteriosa
condición existencial del acto del conocimiento al que el hombre es convocado en
cuerpo y alma.

1. 2.- Dentro de esta realidad omniabarcativa, la ciencia -tal como adelantamos-


constituye una especificación de nuestro conocimiento. Trátase, en efecto, de un modo
singular de conocer dotado de certeza, de universalidad y de radicalidad pues apunta a
un conocimiento por las causas. La ciencia, toda ciencia, es una aprehensión del ente en
la integridad de sus causas. Ella constituye el momento superior del proceso cognitivo
cuando el intelecto subsume en su universalidad y en su unidad todas las singularidades
aprehendidas por los sentidos en el acto integrador de la percepción. Por eso, señala
Aristóteles, que una cosa cualquiera sólo se conoce adecuadamente cuando además de
saber de qué está hecha (causa material) se conoce aquella interna disposición y
estructuración de la materia (el eidos o idea que la habita) gracias a la cual una
determinada cosa es aquello qué es y no otra (causa formal). Oigamos un pasaje de su
obra Las partes de los animales:

[...] indicar las substancias primas de las cuales se formó el animal,


afirmar, v. g., que está hecho de fuego o de tierra, es tan insuficiente como
afirmar lo mismo refiriéndonos a un lecho o cosa parecida. Porque no
debemos satisfacernos con decir que el lecho es de bronce o de madera o sea
lo que fuere, sino que hay que procurar describir su objeto o la manera de
estar con puesto con preferencia a la materia; o si se tratase de la materia
sería de todos modos concretándonos a su materia y a su forma. Porque un
lecho es tal o cual forma que toma ésta o aquella materia con esta o aquella
forma de manera que su forma y estructura deben ser incluídas en nuestra
descripción. Porque la causa formal tiene más importancia que la causa
material”.[4]

Pasaje de gran relevancia no sólo doctrinal sino también histórica. En efecto,


Aristóteles supera aquí el monismo materialista de los primeros filósofos que no
poseían, propiamente, una ciencia de la Physis. Podemos decir que en este pasaje el
Filósofo inaugura la tradición científico-naturalista de Occidente.

1. 3.- La palabra sabiduría deriva de la voz latina sapientia que, a su vez, procede
de sapere vocablo que hace referencia al sentido del gusto, a una especie de sabor, de
fruición que acompaña al conocer y que constituye el más alto grado del conocimiento.
Al igual que la ciencia -a la que perfecciona- la sabiduría es un conocimiento por las
causas pero de las causas primeras (sapientia considerat causas primas) de tal modo
que ella ejerce una suerte de soberanía sobre los demás saberes. Tomás de Aquino la
caracteriza así:
“[...] se llama sabio a aquel que conoce todas <las cosas>, también las
difíciles, por certeza y por causa, que busca el conocimiento por sí mismo y
ordena y persuade a los otros”.[5]

De manera, pues, que toda ciencia tiene en sí misma la posibilidad de ser atraída
por la sabiduría toda vez que desde la especificidad de su campo propio sea capaz de
elevarse a la consideración de las primeras causas, causas en las que todas las ciencias
resuelven sus principios.
Esta gradación ascendente del conocimiento nos sitúa frente a un hecho central: la
plena disposición de nuestro espíritu para aprehender la inmensidad inagotable del ser.
El espíritu, y sólo él, es capax universi.

2. La posición originaria de la razón frente a la realidad

2. 1.- Hay, en el origen de todo conocimiento, una actitud inicial de nuestro


intelecto que podemos caracterizar como una toma de posición frente a la realidad a
partir de la cual la razón establece un orden cuatripartito en el que se contiene, a la
manera de una armoniosa arquitectura, la totalidad de nuestros saberes.
La razón guarda, pues, con la realidad cognoscible una relación de orden que se abre
en un inmenso abanico de posibilidades. A su vez, la multiplicidad de saberes contenida
en el cuádruple orden mencionado dice una relación directa con la unidad del espíritu
humano. Veamos esto de la mano segura de Tomás de Aquino. En el Proemio de su
comentario de la Ética a Nicómaco, leemos:

“Como dice el Filósofo en el principio de la Metafísica, es <propio> del


sabio el ordenar. La razón de esto es porque la sabiduría es la más alta
perfección de la razón de la cual lo propio es que conozca el orden. Porque
aunque las potencias sensitivas conocen algunas cosas en absoluto, sin
embargo conocer el orden de una cosa respecto de otra corresponde
solamente al intelecto o razón. Ahora bien, en las cosas se encuentra un doble
orden. Uno, <el> de las partes de un todo o de una multitud entre sí, como las
partes de una casa se ordenan recíprocamente. Otro es el orden de las cosas
respecto del fin. Y este orden es más principal que el primero. En efecto,
como dice el Filósofo en el <libro> XI de la Metafísica, el orden de las partes
de un ejército entre sí existe en razón del orden de todo el ejército respecto
del jefe. Y el orden se compara a la razón de cuatro modos. Pues hay un
cierto orden que la razón no hace sino tan sólo considera, como es el orden de
las cosas naturales. Hay otro orden que la razón considerando hace en su acto
propio, por ejemplo cuando ordena sus conceptos entre sí y los signos de los
conceptos que son las voces significativas. El tercero es el orden que la razón
considerando hace en las operaciones de la voluntad. Y el cuarto es el orden
que la razón considerando hace en las cosas exteriores de las cuales ella
misma es la causa, como en un arca o en una casa.
Y porque la consideración de la razón se perfecciona por el hábito de la
ciencia, según estos diversos órdenes que la razón propiamente considera,
hay diversas ciencias. Pues a la filosofía natural corresponde considerar el
orden de las cosas que la razón humana considera pero no hace, de tal modo
que bajo la filosofía natural comprendemos, también, a la matemática y a la
metafísica. El orden que la razón, considerando, hace en su propio acto,
corresponde a la filosofía racional a la cual pertenece considerar el orden de
las partes de las oraciones entre sí y el orden de los principios respecto a las
conclusiones. El orden de las acciones voluntarias corresponde a la
consideración de la filosofía moral. Y el orden al que la razón, considerando,
hace en las cosas exteriores constituidas por la razón humana pertenece a las
artes mecánicas. Así, en consecuencia, lo propio de la filosofía moral, acerca
de la cual se trata en el presente estudio, es considerar las operaciones
humanas según que están ordenadas entre sí y <con respecto> al fin. [6]

Hemos querido citar en extenso este texto admirable a fin contemplar la


arquitectónica articulación con la que el Aquinate construye el edificio de la ciencia, la
ación rectora de la sabiduría (es propio del sabio el ordenar) y la referencia originaria a
la razón que descubre, crea, considera y reúne la ordenada multiplicidad de lo
cognoscible.
Analizando aún más en profundidad el pasaje transcripto, se advierte que en la
mente de Santo Tomás -y con él la de toda la tradición filosófica- está presente la idea
soberana de la unidad en la multiplicidad del saber científico, unidad y multiplicidad
analógicas fincadas no en la razón que se cierra en sí misma como constructora del
mundo en la soledad originaria del cogito, sino en una razón que se abre al universo que
preexiste a ella y al cual ella se ordena. Así, tanto las ciencias especulativas, como las
ciencias prácticas, las morales como las poiético-productivas, adquieren su significado y
su lugar propio e instranferible en el concierto de los saberes.

2. 2.- Pero, ¿qué mensaje encierra para el hombre de hoy este venerable texto
medieval? Es nuestra íntima convicción que se puede decir, con propiedad, que Tomás
de Aquino no es sólo el Doctor Angelicus sino, además, el Doctor Hodiernus, el
pensador de nuestro tiempo.
El racionalismo, en su largo periplo histórico, ha fragmentado la ciencia al
desarticular el orden de la Tradición. Pero, además, ha dejado fuera de la posibilidad de
la razón nada menos que a la sabiduría, a la entera vida contemplativa del hombre, al
tiempo que ha reducido la ética a puro consenso y, finalmente, se ha abroquelado en el
campo restrictivo y excluyente de una racionalidad tecnocientífica convertida, hoy, en la
única mediación dialógica válida del hombre con el universo. Esta es la clave de
nuestras actuales dificultades en el campo de la ciencia.
El singular fenómeno, histórico y epistemológico, de la tecnociencia actual, fruto
final del positivismo racionalista, no sólo genera inquietud y angustia en el espíritu del
hombre contemporáneo (en tanto la técnica es vista como una amenaza a la propia
supervivencia humana) sino que ha dado lugar a reacciones que en su afán de
superación del racionalismo han concluido en una dolorosa recusación de la razón
misma.
Santo Tomás nos dice hoy que es posible y necesario volver a confiar en la razón;
que una “apuesta a la racionalidad” no significa cerrar la mirada al universo sino, por el
contrario, abrir esa mirada a la múltiple unidad de la realidad; realidad que, al ser
conocida, posibilita, a su vez, el redescubrimiento de la dignidad y del límite de la
propia razón.
El filósofo contemporáneo Jean Ladirêre ha escrito una obra que lleva por título,
precisamente, La apuesta de la racionalidad.[7] Con extraordinaria lucidez ha visto la
complejidad del fenómeno de la tecnociencia y su rasgo distintivo, esto es, su radical
operatividad que encierra al hombre en un universo totalitario que lo confina y lo
clausura a la posibilidad de una existencia plena. El mundo de la técnica es mudo y
ciego respecto del drama del hombre y de su plena existencia. Todo queda reducido al
indefinido juego de un poder que reconoce como único límite lo que puede.
Pero lo grave, diría hoy Santo Tomás, es que al haber perdido el universo el
hombre se ha perdido a sí mismo.

EL CONOCIMIENTO, CAMINO REGIO A LA AUTOCOMPRENSIÓN DEL HOMBRE. LA


VERDAD DE LAS COSAS Y LA ESENCIA DEL HOMBRE
1- El hombre que es capaz de conocer toda la realidad cognoscible es capaz,
también, en el mismo acto del conocimiento, de llegar a la intimidad de su propia
esencia. Se da aquí una admirable economía: al conocer, el alma aprehende las formas
de las cosas y las contiene; pero en ese mismo acto de contención conoce, a su vez, que
ella es continente y al saberse continente alcanza, eo ipso, el fondo más profundo de su
ser. Esto se resume en aquella afirmación de Aristóteles: el alma es en cierto modo todas
las cosas (anima est quodammodo omnia). Afirmación que Santo Tomás hace suya pero
en un sentido diverso.
Para el Santo Doctor, en efecto, esta capacidad del alma de ser ella misma todas
las cosas que conoce no sólo remite a esa tal capacidad -por la que en el alma se
describe todo el orden del universo y de sus causas- sino que, además, hace referencia al
otro término de la relación, esto es, la cognoscibilidad del ente en tanto es verdadero.
Escuchemos otra vez a Santo Tomás:

“Así como el bien tiene razón de apetecible de igual modo lo verdadero se


ordena al conocimiento. Ahora bien, cada cosa es cognoscible en la misma
medida en que tiene ser. Y por esto se dice en el libro III de De anima, que el
alma es en cierto modo todas las cosas según el sentido y el intelecto. De
este modo, así como el bien se convierte con el ente, también la verdad.”[8]

En este pasaje, Santo Tomás se propone demostrar que la verdad y el ente se


convierten recíprocamente; esta es la finalidad primera de la argumentación. Pero
detengámonos en la articulación de los razonamientos. Primero, se hace un paralelo
entre el bien y la verdad: el bien tiene razón de apetecible y lo verdadero, por su parte,
se ordena al conocimiento. Pero así como cada cosa es buena en la medida que es (lo
que se da por supuesto en el texto) también es cognoscible en la misma medida en que
es. El bien y la verdad no son, pues, otra cosa que el mismo ente, la cosa misma, a la
manera de modalidades o determinaciones suyas (esto se vincula con el tema de los
trascendentales). Llegados aquí la argumentación parece ser suficiente para arribar a la
conclusión deseada: verdad y bien se convierten con el ente. Sin embargo, Santo Tomás
interpone la cita de Aristóteles: por medio del sentido y del intelecto el alma se hace
todas las cosas. ¿Qué sentido tiene la conexión de estas proposiciones, de un lado la
verdad del ente y, del otro, que el alma, por el conocimiento sensible o intelectual, es en
cierto modo todas las cosas?

2.-Josef Pieper[9] ha llamado la atención sobre el hecho de esta conexión que


califica, con justicia, como absolutamente original de Santo Tomás. Lo que Tomás
busca, en el pasaje que hemos citado como en otros varios paralelos, es poner de
manifiesto la totalidad de esa economía gracias a la cual el mundo se ordena al hombre
y el hombre al mundo y el ser es cognoscible y el hombre es cognoscente. Las cosas son
cognoscibles en tanto son verdaderas; pero en el caso del hombre ellas no permanecen
simplemente reflejadas como solas especies en el alma, como representaciones
formales. Por el contrario, se dirigen a una interioridad en la que son recibidas pero en
la que, al mismo tiempo, producen una iluminación tal que en esa luz el alma se
reconoce a sí misma como espíritu, esto es, toca (aún cuando no logre entenderlo
plenamente) el núcleo más profundo de su ser. Y, todavía, añade Santo Tomás algo más
fundante. En la misma Suma de Teología encontramos otro paso igualmente fascinante:

“[...] el alma del hombre es en cierto modo todas las cosas según el
sentido y el intelecto; en lo que los seres dotados de conocimiento se
aproximan a la semejanza de Dios, en quien todas las cosas preexisten, como
dice Dionisio”.[10]

Ahora el alma no sólo se reconoce en su esencia como espíritu sino que, además, le
es dado ver la ultima ratio, el fundamento último de su ser. la dichosa proximidad a la
Divina Semejanza, su eminente dignidad de creatura icónica que ocupa un lugar único
en un Universo que es, también, icono divino. Es el lugar que la propia revelación ya
nos ha comunicado desde el principio, en el Salmo 8:

“¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él; el ser humano para darle
poder? Lo hiciste apenas inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y
dignidad”.[11]

El conocimiento, pues, es el camino regio que nos ha conducido al corazón mismo


de la antropología.

CONCLUSIÓN

Hemos procurado mostrar que el conocimiento, la ciencia y la sabiduría son para el


hombre no sólo la posibilidad de su apertura al mundo, la clave de su descubrimiento de
lo real y, por ende, la clave de su interacción y relación con el mundo; son, además de
todo esto, el camino de su autocomprensión.
Estamos plenamente conscientes de haber estampado dos de las mayores
inquietudes del hombre de nuestro tiempo, a saber, la inquietud por el porvenir del
desarrollo técnico y científico y la inquietud -hoy formulada en términos angustiosos, si
de quiere, pero presente a lo largo de toda la historia- por llegar a la comprensión de sí
mismo.
Respecto de lo primero, el porvenir de la actual aventura técnica y científica -sobre
todo en lo que hace a la dramática situación de un tecnocosmos separado de un
ethocosmos-, nuestra propuesta es volver la mirada hacia una filosofía de la ciencia que
nos permita rescatar, al menos, este hecho fundamental: nuestra apuesta a la
racionalidad no se nos presenta, necesariamente, como una suerte de condena a reducir
a límites cada vez más estrechos el espacio existencial del hombre. Debemos recuperar
la confianza en la razón pero a condición de que ella vuelva a ser consciente de que es
capaz de una dócil apertura originaria a la totalidad del universo; y desde esta apertura
restablecer las quebradas relaciones de orden con todo lo cognoscible.
Pero el hombre ha querido siempre -y hoy lo quiere de un modo particularmente
intenso- entenderse a sí mismo. Nos parece que cuanto hemos reflexionado respecto de
la afirmación antropológica contenida en la verdad de las cosas que conocemos puede
orientar nuestras búsquedas y abrirnos nuevas e insospechadas vías.
Para ello nos hemos ceñido al pensamiento de Santo Tomás. Deseamos aclarar que
esta postura no equivale a encerrarse en el interior de una escuela. ¿Qué aportaríamos de
trascendente e importante si nuestra aportación se limitase a establecer una escuela más,
una parcialidad más a las parcialidades con que contamos? No. Santo Tomás nos aporta
la novedad de lo perenne. Su doctrina es perenne no tanto por lo que está contenido en
la vastedad oceánica de sus obras sino más bien por todo aquello que todavía queda por
decir y debe ser dicho en el espíritu del tomismo.
Me pedirán, sin duda, que defina ese espíritu. Y hay dos cosas que lo definen: la
primera, vivir en la tensión de una fe que busca el intelecto y de un intelecto que busca
la fe. La otra, aquella humildad por la que el Aquinate inicia casi todas sus enseñanzas
con estas palabras: videtur quod: a mi me parece.
NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
[1]
Cf. El Jubileo de los Universitarios, texto preparado por la COMISIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, PONTIFICIO
CONSEJO DE LA CULTURA, DIÓCESIS DE ROMA. Roma, 2000.

[2]
ARISTÓTELES, Metafísica, 981 b, 25-30.
[3]
TOMÁS DE AQUINO, In Ethicorum, prooemium.
[4]
ARISTÓTELES, De partibus animalium, 639 b.
[5]
TOMÁS DE AQUINO, In I Metaphysicorum, 2, 4.
[6]
TOMÁS DE AQUINO, In Ethicorum, I, 1, 1,2.
[7]
J. LADRIÊRE, Les enjeux de la rationalité, París, 1977.
[8]
TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I, q 16, a 3, corpus.
[9]
JOSEF PIEPER, El descubrimiento de la realidad, Madrid, 1974.

[10]
TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I, q 80, a 1, corpus.
[11]
Salmo 8, 5-7.

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