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La crisis de

Judas (y nuestra)
en la carta de los
nueve
cardenales
Federico Pichetto | 0 comentarios valoración:
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Una carta escrita en vísperas del Sínodo por algunos obispos


al Papa se ha convertido en el nuevo “caso eclesial” de estos
días. Una carta privada con contenidos privados destinada a
una correspondencia privada entre el obispo de Roma, la
Iglesia que preside todas las iglesias en la caridad, y algunos
sucesores de los apóstoles que interpelan al pontífice sobre
cuestiones de método y mérito referidas al mismo Sínodo.
Esta carta, diez días después, fue publicada por alguien que
ha tergiversado el contenido y la referencia de los autores,
obligando en plena asamblea sinodal a personalidades
autorizadas de la Iglesia a desmentir si la habían firmado o si
la habían redactado con esos tonos y contenidos, reactivando
así las armas de una dialéctica entre “conservadores” y
“progresistas” que –según las crónicas del Sínodo
procedentes de los diversos frentes– esta vez no parece
haber encontrado espacio dentro de los muros leoninos, pero
que evidentemente no conviene a los que campan en las
guerras internas de la Iglesia, en eso que el Papa ha llamado
justamente “hermenéutica de la conspiración”, que se
desarrolla entre los bastidores de poderosos lobbys que
pretenden pilotar la doctrina católica hacia derecha o
izquierda, hacia delante o atrás.
Mientras tanto, se repite lo que sucedió con Benedicto XVI y
anticipó el triste episodio de mons. Charamsa: la Iglesia
atacada desde dentro y el padre Lombardi no puede hacer
más que tomar nota y desear que todo esto no constituya una
presión, una injerencia de la mentalidad mundana dentro de
la franqueza que en cambio debe ser protagonista estos días
en el diálogo sinodal.
Sería fácil agitar los fantasmas de poderes cársticos que
chantajean a la Iglesia, de amenazas veladas al Papa desde
ambientes internos y externos que intentan desestabilizar el
pontificado con puestas en escena mucho más elevadas que
la doctrina sobre la eucaristía a los divorciados vueltos a
casar. Probablemente, todo esto existe, y existe también un
retorno de esas fuerzas que en tiempos del Papa Ratzinger
obligaron al pontífice a responder a estos desafíos diabólicos
de un modo profético, con la clamorosa renuncia al ejercicio
activo del ministerio petrino. Pero esto no es todo, no lo
describe todo. Porque si, como parece, la presión procede del
seno de la Iglesia, la cuestión es muy distinta y, en definitiva,
afecta a la libertad de todos.
Claudio Chieffo ha sido tal vez uno de los más grandes
“cantautores del ideal cristiano” a finales del segundo milenio
y sus palabras narran a veces mejor que mil comentarios, con
una sencillez asombrosa, la actitud última del corazón, y lo
desenmascaran. En una de sus canciones, titulada “El
monólogo de Judas”, Chieffo hace decir al apóstol que
traicionó a Jesucristo unas palabras desconcertantes: “No fue
por los treinta denarios, sino por la esperanza que Él suscitó
aquel día en mí”.
Todos los que están en la Iglesia, al menos por un instante,
se han visto fascinados y aferrados por Cristo, han entendido
que con aquel Hombre, con aquella Mirada, cambiaba
realmente todo. Una vida pequeña se ve de pronto llevada
ante lo Eterno, proyectada hacia una felicidad que va mucho
más allá que lo que la oración se atrevía a esperar.
Pero precisamente delante de esta grandeza ilimitada, algo
no ha funcionado. Cada uno ha podido experimentar en
primera persona que lo que intuyó aquel día –el primer día–
no era el contenido real que aquel Hombre proponía. Las
enfermedades no sanaban, los pecados no se acababan, no
sucedía nada mágico. Todo seguía igual y, ante algunos
ciegos curados y algunos muertos resucitados, muchos otros
seguían en la indigencia o en la tumba. Y eso desencadenaba
en el corazón una gran desilusión. Una desilusión que no se
podía expresar, porque se había abandonado todo por ese
Hombre, una desilusión que ni siquiera se podía pensar,
porque habría significado tener que admitir (aunque solo
fuera en secreto) que no se había entendido nada.
“Ya le había dado todo –continúa el Judas de Chieffo– y su
Reino no llegaba”. Entonces, en ese misterioso pliegue del
instante, cuando su Reino no llega, se abre camino una
última tentación: la de tomar en nuestras manos el timón,
resolver nosotros el problema. Lo hizo Judas, lo hizo Pedro.
El dolor es demasiado dolor para poder admitir que forma
parte de la vida, el orgullo es demasiado grande para poder
reconocer que uno se ha equivocado, que ha entendido mal.
Y entonces no queda más que tomar nuestros asuntos entre
nuestras manos. Con una carta filtrada a los periódicos, con
una acción social organizada, con el entusiasmo y la
nostalgia de viejas batallas que nos hacían sentir tan “vivos”
allí, en el mar de Galilea. Y a medida que uno se acerca a
Jerusalén, aflora la posibilidad de cerrarlo todo entregando a
aquel Cristo –es decir, todo lo que hemos vivido en esta
compañía– a la muerte.
La justificación, dentro y fuera del palacio apostólico, es
siempre la misma: la de hacerle resurgir, devolverlo a la vida,
a su lugar, en contra del imperio. Olvidando que su lugar no
está en este mundo, sino a la derecha del Padre.

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