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cosa (la) (fr. la chose; ingl. the thing; al. das Ding). Objeto del incesto.

Lo que hay de más íntimo para


un sujeto, aunque extraño a él, estructuralmente inaccesible, significado como interdicto (incesto)
e imaginado por él como el soberano Bien: su ser mismo. Lacan señala en dos textos de Freud,
separados por treinta años de elaboración, el mismo término alemán: Ding (cosa). En el Proyecto (
1895 ), la cosa (das Ding l designa la parte del aparato
neuropsíquico común tanto a la configuración neuronal investida por el recuerdo del objeto como
a la configuración investida por una percepción actual de ese objeto. En una serie de equivalencias
donde hace intervenir explícitamente el papel de la lengua, Freud identifica esta parte inmutable,
la cosa, con el núcleo del yo, con lo que es inaccesible por la vía de la rememoración y, por último,
con el prójimo (el objeto en tanto que es al mismo tiempo semejante al yo y radicalmente extraño
a este, y la única potencia auxiliadora: la madre). En su artículo La negación (1925), Freud retoma el
mismo término Ding para distinguir, como en el Proyecto, la cosa de sus atributos. La negación es
un juicio. Freud nos dice entonces que la función de todo juicio es llegar a dos decisiones:
pronunciarse sobre si una propiedad pertenece o no a una cosa (Ding); conceder u objetar a una
representación la existencia en la realidad. Efectivamente, <<la experiencia ha enseñado que no
sólo es importante saber si una cosa (Ding; una cosa objeto de satisfacción) posee la propiedad
buena, y por lo tanto merece ser admitida en el yo, sino también saber si está allí en el mundo
exterior, de modo que uno pueda apoderarse de ella si hay necesidad>>. En esta segunda decisión,
el yo ha cambiado: el yo-placer deviene yo-real. Freud emplea por lo tanto el término Ding cuando
insiste en el carácter real del objeto. En La cosajreudiana ( 1956), Lacan no se refiere explícitamente
a das Ding, sino a la palabra latina res: ¿de qué cosa [quoi} se trata en el psicoanálisis? El acento está
puesto allí en la experiencia del inconciente estructurado como un lenguaje (rebus [término latino
que significa «cosas», y también alude a un juego cifrado de palabras, letras y dibujos como
metáfora del aspecto cifrado del sueño]) a través de una práctica de la palabra: «Yo, la verdad,
hablo», y el artículo termina con <<la deuda simbólica de la que el sujeto es responsable como sujeto
de la palabra>>. Es en el seminario La ética del psicoanálisis ( 1959-60) donde Lacan introduce la
Cosa a partir del das Ding de Freud. Al mismo tiempo, el acento va a desplazarse de lo simbólico a
lo real: <<Mi tesis es que la moral se articula en la perspectiva de lo real( ... ) en tanto esto puede
ser la garantía de la cosa>>.Lacan muestra en primer término que el advenimiento de la física
newtoniana pone en peligro la garantía que los hombres han situado siempre en lo real concebido
como el retorno eterno de los astros al mismo lugar. Por eso Kant intenta refundar la ley moral fuera
de toda referencia a un objeto de nuestra afección, no en un bien (Wohl), sino en una voluntad
buena (gute Willen): <<Haz de modo que la máxima de tu voluntad pueda siempre valer como
principio de una legislación universa1>. La Cosa se confunde así con el imperativo de una máxima
universal cuya verdad latente pronto mostrará Sade. Si, en efecto, esta tiene como consecuencia
perjudicar nuestro amor a nosotros mismos, se podrá muy bien tomar como máxima universal:
«tengo el derecho de gozar de tu cuerpo, puede decirme cualquiera, y ejerceré ese derecho sin que
ningún límite me detenga en el capricho de las exacciones que tengo el gusto de saciar en él» (Ecrits,
pág. 769). El movimiento de Freud, nos dice Lacan, consiste en «mostrar - nos que no hay soberano
Bien: que el soberano Bien, que es das Ding , que es la madre, el objeto del incesto, es un bien
prohibido y que no hay otro bien». En efecto, la Cosa está perdida como tal, puesto que para volver
a encontrarla habría que volver a pasar exactamente por todas las condiciones contingentes de su
aparición, hasta la punzadura [poin{:on] de la primera vez. Aparece así como lo real más allá de
todas las representaciones que de ella tiene el sujeto, o sea, de lo que vehiculiza la cadena
significante. Por eso, hacer uno con la Cosa sería salir del campo del significante y por ende de la
subjetividad. La desdicha de la existencia no es entonces el de ninguna manera contingente. La
madre, en tanto ocupa el lugar de la Cosa, induce el deseo de incesto, pero este deseo no podría ser
Ha l ls fecho puesto que aboliría todo el mundo de la demanda, es decir, de la palabra y, por lo tanto,
del deseo. De este modo, la prohibición del incesto con la madre, aunque universal, no es objeto
tradicionalmente de ninguna interdicción escrita. Hay sí toda una serie de otras prescripciones (en
nuestra cultura, el Decálogo) que suscitan otros deseos con relación a la cosa, pero a distancia de
ella, y tienen por función preservar la palabra (incluso en su trasgresión). El espacio de la Cosa sigue
siendo sin embargo el de la creación, el de la sublimación en el sentido freudiano. Por esta vía es
posible una incursión más allá del principio de placer. Así, la sublimación es definida por Lacan como
lo que «eleva un objeto a la dignidad de la Cosa». Esto quiere decir que el objeto elegido de nuestras
pulsiones abandona su carácter espontáneamente narcisista para ser el lugar-teniente de la Cosa.
Esto lo ilustra especialmente la Dama en el fenómeno del amor cortés y también la obra de arte.
Así, el objeto que en la sublimación viene en lugar de la Cosa no es la cosa, se distingue por su
carácter de ser Otra cosa. El arte tiene la función de reproducir la aparición ex nihilo del significante
y, en consecuencia, de la Cosa como perdida, y por eso es creación. En este sentido puede
cuestionarse que evolucione: él crea. En ausencia del soberano Bien, dice Lacan, «no hay otro bien
que el que puede servir para pagar el precio por el acceso al deseo ( ... ) definido como la metonimia
de nuestro ser». Metonimia porque el deseo no mira a un nuevo objeto sino que reside en el cambio
de objeto en sí. Este objeto cedido para el acceso al deseo (por medio de la castración) es el que
Lacan había introducido el año anterior bajo el nombre de objeto a, que, alojado en el vacío de la
Cosa, viene a tender el cebo del fantasma como sostén del deseo. Puede entreverse aquí de qué
modo la experiencia analítica revela el fundamento real de la ética para un sujeto: nunca se es
culpable sino de haber cedido en el propio deseo.

deseo s. m. (fr. désir; ingl. wish, desire; al. Begierde, Begehren; Wunsch). Falta inscrita en la palabra
y efecto de la marca del significante en el ser hablante. El lugar de donde viene para un sujeto su
mensaje de lenguaje se llama Otro, parental o social. Pues el deseo del sujeto hablante es el deseo
del Otro. Si bien se constituye a partir del Otro, es una falta [es una falta en el Otro] articulada en la
palabra y el lenguaje que el sujeto no podría ignorar sin perjuicio. Como tal es el margen que separa,
por el hecho del lenguaje, al sujeto de un objeto supuesto [como] perdido. Este objeto a es la causa
del deseo y el soporte del fantasma del sujeto. EL LAZO DEL DESEO CON EL LENGUAJE. Desde 1895,
el desconocimiento de su deseo por parte del sujeto se le presentaba a Freud como una causa del
síntoma. Alumno de J. M. Charcot, ya sospechaba su existencia más allá del despliegue espectacular
de las lesiones en las pacientes histéricas. Su trabajo con Emmy von N. iba a ponerlo en el camino
de este deseo. La paciente experimentaba algunas representaciones como incompatibles consigo
misma: sapos, murciélagos, lagartos, hombres ocultos en las sombras. Estas figuras bestiales surgían
a su alrededor como otros tantos acontecimientos supuestamente traumáticos. Freud los relaciona
con una causa: un deseo sexual. Es el mismo fantasma de violentamiento que encuentra después
en Dora: un violentamiento por un animal o por un hombre «Contr~> la voluntad del sujeto. Pero
se trata de un deseo socialmente inconfesable disimulado tras la convención amorosa de una
inocencia maltratada. Irrumpe en la realidad, proyectada sobre animales e incluso sobre personas,
seres todos a los que la histérica atribuye su propia sensualidad. Tal proyección llevará a Lacan a la
aserción de que el deseo del sujeto es el deseo del Otro. La histérica imagina a este Otro encarnado
en un semejante. Con la cura, termina por reconocer que ese 1 ugar Otro está en ella y que lo ha
ignorado: sólo apremiándola, Freud obtiene que la paciente evoque para él lo que la atormenta. Lo
mismo hará Freud con otras, obteniendo a menudo la sedación parcial de los síntomas. El lazo del
deseo con la sexualidad, al igual que su reconocimiento por la palabra, se le reveló a Freud desde el
comienzo mis- 1110 . A su turno, los modelos físicos, económicos y tópicos lo ayudarán a cernir sus
efectos, pero muy pronto el lazo del deseo con la palabra de un sujeto se convierte en el hilo
conductor de toda su obra clínica, como lo testimonia enseguida La interpretación de los·weños
(1900) Si el sueño es la realización disfrazada de un deseo reprimido, Freud sabe oír, a través de los
disfraces que impone la censura, la expresión de un deseo que subvierte, dice, <<las soluciones
simples de la moral perimida>>. Al hacerlo, Freud trae a la luz la articulación del deseo con el
lenguaje, descubriendo su regla de interpretación: la asociación libre. Esta da acceso a ese saber
inconciente a través del cual es legible el deseo de un sujeto. Siguiendo la huella de las
significaciones que vienen más espontáneamente al espíritu, el sujeto puede traer a la luz ese deseo
que el trabajo disimulador del sueño ha enmascarado bajo imágenes enigmáticas, inofensivas o
angustiantes. La interpretación que resulta de ello vale así como reconocimiento del deseo que
desde la infancia no cesa de insistir y determina, sin que él lo sepa, el destino del sujeto. He ahí por
qué Freud concluye La interpretación de los sueños diciendo que lo que se presenta como porvenir,
en el sueño, para el soñante, está modelado, por el deseo indestructible, a imagen del pasado. ¿De
qué naturaleza es ese deseo? Todo el trabajo clínico de Freud responde a esa pregunta, y lo conduce
a enunciar una de las paradojas del deseo en la neurosis: el deseo de tener un deseo insatisfecho.
El llamado sueño «de la carnicera>> (La interpretación de los sueños) le revela alguno de sus arcanos.
Al evocar un sueño en el que aparece el salmón, plato predilecto de su amiga, la paciente en cuestión
dice que ella alienta a su marido, a pesar de que es cuidadoso en complacerla, a no satisfacer su
deseo de caviar, no obstante habérselo ella expresado. Freud interpreta estas palabras como deseo
de tener un deseo insatisfecho. Escucha el significante «caviar» como metáfora del deseo. A
propósito de este sueño, Lacan muestra, en La dirección de la cura, que este deseo se articula allí
con el lenguaje. El deseo no sólo se desliza en un significante que lo representa, el caviar, sino
también se desplaza a lo largo de la cadena significante que el sujeto enuncia cuando, por asociación
libre, la paciente pasa del salmón al caviar. A este desplazamiento de un significante a otro, que se
fija momentáneamente en una palabra considerada representante del objeto deseable, Lacan lo
llama metonimia. La paciente no quiere ser satisfecha, como es habitual comprobarlo en la neurosis.
Ella prefiere la falta a la satisfacción, falta que mantiene bajo la forma de la privación evocada por
el significante «caviar». Si, para Lacan, el deseo es <<l.a metonimia de la falta en ser en la que se
sostiene», es porque el lugar en el que se sostiene el deseo de un sujeto es un margen impuesto por
los significantes mismos, esas palabras que nombran lo que hay que desear. Margen que se abre
entre un sujeto y un objeto que el sujeto supone inaccesible o perdido. El deslizamiento del deseo
a lo largo de la cadena significante prohíbe [interdit: ínter-dice] el acceso a ese objeto supuesto
[como] perdido simbolizado aquí por el significante caviar. Lo que estas observaciones de Lacan
muestran es que el nombre que nombra al objeto faltante deja aparecer esa falta, lugar mismo del
deseo. La falta es un efecto del lenguaje: al nombrar al objeto, el sujeto necesariamente le pifia [rate
]. La especificidad del deseo de la histérica aquí es que hace de esa falta estructural, determinada
por el lenguaje, una privación, fuente de insatisfacción. Mas, si el deseo es indestructible, es porque
los significantes particulares en los que un sujeto viene a articular su deseo, es decir, a nombrar los
objetos que lo determinan, permanecen indestructibles en el inconciente a título de <<huellas
mnémicas» dejadas por la vida infantil. ¿Quiere esto decir que el psicoanálisis se atiene a esa verdad
de que los neuróticos viven de ficciones y mantienen su insatisfacción? EL DESEO y LA LEY
SIMBÓLICA. Lacan da una respuesta a este problema en el Seminario VI, 1958-59, «El deseo y su
interpretación». Si el neurótico como hombre mantiene su insatisfacción, es porque siendo niño no
logró articular su deseo con la ley simbólica que autorizaría una cierta realización de él. La cuestión
es saber cuál es esta ley simbólica y qué impasses pueden desprenderse de ella para el deseo de un
sujeto. HAMLET. Lacan ilustra su argumentación sobre las impasses del deseo en la neurosis con el
destino de Hamlet. El drama de Hamlet es saber por adelantado que la traición, denunciada por el
espectro del padre muerto, vuelve inane toda realización de su deseo. Pero es menos la traición del
rey Claudia la que está en juego que la revelación hecha por el espectro a Hamlet de esta traición.
Esta revelación es mortífera puesto que arroja la duda sobre lo que garantizaría el deseo de Hamlet.
En efecto, la denuncia de la mentira que representaría la pareja real vuelve a Hamlet insoportable
el lazo del rey y de la reina y lo lleva a recusar lo que funda simbólicamente este lazo sexual: el falo.
Hamlet cuestiona que Claudia pueda ser el detentador exclusivo del falo para su madre. Por el
mismo movimiento, se prohíbe el acceso a un deseo que estaría en regla con la interdicción
fundamental, la del incesto. Recusa la castración simbólica. Ya que, tanto para Freud como para
Lacan, esta ley simbólica es trasportada por el lenguaje: no natural, obliga al sujeto a renunciar a la
madre. Lo desposee, simbólicamente, de ese objeto imaginario que es el falo según Lacan para
atribuirle su goce a Otro, en este caso a Claudia. El complejo de Edipo, descubierto por Freud, toma
todo su sentido de la rivalidad que opone el niño al padre en el abordaje de este goce. Interesa
también comprobar que el judaísmo y luego el cristianismo, a través de la interdicción que hicieron
recaer sobre la concupiscencia incestuosa y sexual, instalaron las condiciones de un deseo subjetivo
estrictamente orientado por el falo y por la trasgresión de la ley. La tradición moral no deja de
suscitar las impasses del deseo. Por las respuestas que da favorece el rechazo neurótico o perverso
de la castración Hamlet termina aquí por sustituir el acto simbólico de la castración, que la palabra
envenenada del espectro ha vuelto imposible, por un asesinato real que lo arrastra a él mismo, y a
los suyos, a la muerte. El destino de Hamlet es emblemático de las impasses del deseo en la neurosis,
que, si bien raramente toma esta forma radical, tiene como origen la misma causa: una evitación de
la castración. Si el sujeto quiere realizarse de otro modo que no sea en ese infinito dolor de existir
que Hamlet atestigua, o en la muerte real,su deseo, por una necesidad de lenguaje, sólo puede pasar
por la castración. Pues, como dice Lacan, el goce está prohibido, interdicto, a quien habla, en tanto
ser hablante. Lo que también muestra la psicopatología de la vida cotidiana es que la represión de
todas las significaciones sexuales está inscrita en la palabra: las referencias demasiado directas al
goce son evacuadas de los enunciados más ordinarios y eventualmente son admitidas sólo a título
de chistes. Tal es por lo tanto el efecto de esta ley del lenguaje que, al mismo tiempo que prohíbe
el goce, lo simboliza por medio del falo y reprime de la palabra, hacia el inconciente, los significantes
del goce. Por eso parece obsceno el retorno demasiado crudo de los términos que evocan el sexo
en la palabra. Tal es también para el hombre la relación del deseo sexual con el lenguaje. Por poco
que no haya ocurrido esta represión originaria, el deseo del sujeto sufre sus consecuencias en la
culpa o en los síntomas. Para una mujer, el acceso al deseo se muestra diferente. De entrada, la
castración puede aparecerle como la privación real de un órgano del que el varón está dotado o
como una injusta frustración. Luego viene a ocupar el lugar imaginario de ese objeto de deseo que
ella representa para su padre en tanto mujer. A menudo vive por eso con dificultad la rivalidad que
de ahí en adelante la opone a su madre. Sea como sea, no le es impuesto por el lenguaje reprimir la
significación fálica, que para el hombre sexualiza todas sus pulsiones, puesto que no está concernida
toda entera por una represión cuyos efectos sin embargo soporta en su relación con el hombre. Lo
que hizo decir a Lacan que una mujer vivía de la castración de su compañero encontrando allí una
marca de referencia para su deseo. No basta, por último, esta referencia a la castración para que el
deseo pueda ser realizado; hace falta todavía que esta castración, para no prohibir toda realización
del deseo, llegue a encontrar apoyo en lo que Lacan llama el Nombre-del-Padre. ANTÍGONA. En esta
referencia al Nombre-del-Padre, también puramente simbólico, tiene sus bases el deseo asumido.
El sujeto deseante se autoriza a gozar precisamente porque le imputa al padre real esta autorización
simbólica para desear (el Nombre-del-Padre), sin la cual la castración, propia del lenguaje, dejaría al
sujeto insatisfecho y sufriente. Tendría que renunciar a todo deseo, como lo muestra la patología
del sujeto <<11ormal»: su estado depresivo. Para hacer comprender esta relación del deseo con el
Nombre-del Padre, Lacan elige hacer de la conducta de Antígona la actitud más ilustrativa de la Etica
del psicoanálisis. Contrariamente a Hamlet, el deseo de Antígona no se ve reducido a la inanidad
por el envenenamiento de una palabra sin salida; ella sabe lo que funda la existencia de su deseo:
su fidelidad al nombre legado por su padre a su hermano Polinice, aquí Nombre del- Padre. El límite
que este nombre define para las decisiones y los actos es aquel en que Antígona se mantiene.
Nombre que Creonte quiere ultrajar cuando decide dejar expuesto el cadáver del guerrero muerto.
Al Bien reivindicado por Creonte (en este caso, el orden de la ciudad y la razón de Estado), ella opone
su deseo, fundado en este lazo simbólico. La tragedia muestra que en el horizonte de este Bien
invocado por los amos y los filósofos, proveedores de una moral perimida, lo peor se dibuja. Ya que
la resolución atroz de la tragedia procede directamente de la voluntad de Creonte de hacer el Bien
contra el deseo de Antígona. Así, para Lacan, el Bien, junto con el servicio de los bienes -
honorabilidad, propiedad, altruismo, bienes de todos los órdenes-, es portador de tal goce mortal
porque rompe las amarras con el deseo. La conducta de Antígona les ha parecido excesiva a muchos
comentadores clásicos. Indudablemente, la audacia de Lacan es haber mostrado, contra las morales
tradicionales fundadas en el Bien, que el deseo no podía sostenerse sino en su exceso mismo con
relación al goce que todo bien, todo orden moral o toda instancia de orden, cualquiera que sea,
recubre. Este exceso del deseo es emblemático de la prueba que la cura analítica constituye para
un sujeto. La única falta que este puede cometer es ir en contra de su deseo: ceder en su deseo sólo
dejará a este sujeto desorientado. Por lo tanto, en la cura, el sujeto hará el «escrutinio de su propia
ley>> y tomará 1 riesgo del exceso. EL OBJETO, CAUSA DEL DESEO. ¿Qué se ve llevado a descubrir
en (1ltl111a instancia el sujeto? En primer lugar, como dice Lacan, que <<110 hay otro bien que el
que puede servir para pagar el precio por el acceso al deseo», pero, sobre todo, que ese deseo no
es ni una necesidad natural ni una demanda. Se distingue radicalmente de la necesidad natural,
como lo testimonia por ejemplo la constitución de la pulsión oral. Al grito del niño, la madre
responde interpretándolo como una demanda, es decir, un llamado significante a la satisfacción. El
niño se encuentra entonces en los primeros días dependiendo de un Otro cuya conducta procede
del lenguaje. Si bien corresponde a la madre responder a esta demanda, sólo intenta satisfacerla
porque, más allá del grito, ella supone la demanda [significante] de un niño. Esta demanda sólo tiene
significación en el lenguaje. Al suponerla, ella implica entonces al niño en el campo de la palabra y
del lenguaje. Pero el niño sólo accede al deseo propiamente dicho al aislar la causa de su
satisfacción, que es el objeto, causa del deseo: el pezón. Y sólo lo aísla si es frustrado de él, es decir,
si la madre deja lugar a la falta en la satisfacción de la demanda. El deseo adviene entonces más allá
de la demanda como falta de un objeto. Justamente por la cesión de este objeto, el niño se
constituye como sujeto deseante. El sujeto ratifica la pérdida de este objeto por medio de la
formación de un fantasma que no es otro que la representación imaginaria de este objeto supuesto
[como] perdido. Es un corte simbólico el que separa de ahí en adelante al sujeto de un objeto
supuesto [como] perdido. Este corte simultáneamente es constitutivo del deseo, como falta, y del
fantasma que va a suceder al aislamiento del objeto perdido. La excitación real del sujeto en la
persecución de lo que lo satisface va entonces a tener como punto de obstaculización una falta, y
un fantasma que en cierto modo hace pantalla a esta falta y que resurgirá en la vida sexual del
sujeto. La excitación no está por lo tanto destinada a alcanzar el fin biológico que sería, por ejemplo,
la satisfacción instintiva de la necesidad natural a través de la captura real de algo, como en el
animal. La excitación real del sujeto rodea a un objeto que se muestra incaptable, y constituye la
pulsión. La existencia del sujeto deseante con relación al objeto de su fantasma es un montaje, que
procede de la inscripción de la falta en el deseo de la madre, ya que primero le corresponde a la
madre, y luego al padre, inscribir esa falta para el niño, una falta no natural sino propia del lenguaje.
El lenguaje y el corte, de los cuales es portador, son recibidos como Otros por el sujeto. Llevan con
ellos la falta. Por eso Lacan dice que el deseo del sujeto es el deseo del Otro. Lo mismo ocurre con
todos los otros objetos del fantasma (anal, escópico, vocal, fálico, y hasta literal) cuya pérdida cava
también este margen del deseo, esta falta, que serán, por otra parte, a lítulo diverso, los soportes
del fantasma. A este objeto, soporte del fantasma y causa del deseo, Lacan lo llama objeto a. En
«Subversión del sujeto y dialéctica del deseo» (Escritos, 1966), nota con un algoritmo la relación del
sujeto con el objeto a: $O a. Así es, pues, este sujeto del inconciente que persigue a través de los
meandros de su saber inconciente la causa evanescente de su deseo, ese objeto supuesto [como]
perdido tan frecuentemente evocado en los sueños. Corresponde en definitiva a la castración
reprimir las pulsiones que han presidido la instalación de este montaje y sexualizar todos los objetos
causas del deseo bajo la égida del falo. Al término de un análisis, estos objetos supuestos [como]
perdidos, soportes del fantasma, aparecen bajo la luz que les es propia, o sea, la de lo que no se
deja capturar: «el» nada [rien], ninguna cosa. l 101 Pues si el objeto es evanescente, el deseo en
última instancia tiene que vérselas con el nada, como con su causa única. Esta relación del deseo
con el nada que lo sostiene puede permitirle al sujeto moderno vivir por medio del discurso
psicoanalítico un deseo diferente de aquel con el cual los neuróticos se vinculan por tradición. Ch.
Melman lo demuestra en su último seminario sobre La represión: este deseo ya no tendrá que
encontrar su apoyo en la concupiscencia prohibida y al mismo tiempo alentada por la religión,
rehusando privilegiar el falo como objeto de deseo. Se trata de un deseo que, sin ignorar la
existencia y los mandamientos de la Ley, no se pondría ya al servicio de la moral.

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