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4/13/2018 El tacto y la letra.

Volver sobre la escritura*

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LETRAS Nº2 El tacto y la letra. Volver sobre la escritura*


Indice Nº2
Por Erminia Macola
Editorial * El texto fue presentado en el congreso organizado por la cátedra de Filosofia teorética de la Università Statale de Milán en
colaboración con la SLP. Su título: “L’inconscio dopo Lacan. Il problema del soggetto contemporaneo tra psicoanalisi e filosofía”,
Agenda
estaba incluído en la sesión sobre “L’inconscio e la lettera”, Gargnano sul Garda, Palazzo Feltrinelli, 28-30 Octubre 2010.
Dossier La relectura de un texto tan singular en el recorrido lacaniano como es Lituraterra, ha resultado
pase4
El pase
decisiva para mi reflexión sobre los procesos de escritura. En aquella obra Lacan quiere articular de
nuevo la relación entre el sentido y lo real en el contexto temático del Seminario 18: De un discurso que no
Letras en la ciudad
fuera del semblante.
A lo largo de su recorrido teórico, el psicoanalista propone diversas formulaciones de la relación entre
psicoanálisis y literatura, y en Lituraterra (capítulo del Seminario citado), vuelve sobre el tema con mayor
insistencia. Tomemos en consideración cuatro vértices de la cuestión:
En primer lugar, la literatura ya lo ha dicho todo, antes y mejor que todo, cuanto el psicoanálisis pueda
articular. Lacan lo repite en varias ocasiones. Pero entonces, si la literatura ya lo ha dicho todo y lo ha dicho
mejor ¿para qué el psicoanálisis?. Lacan lo explicará en la siguiente cita al afirmar que –y éste sería el segundo
vértice- “la crítica literaria efectivamente se renovaría por el hecho de que el psicoanálisis esté allí para que los
textos se midan con él, justamente porque el enigma queda de su lado, sin que [él] intervenga”1. El
psicoanálisis podría tener, pues, un corazón mudo, mientras que la literatura es todo escritura. El psicoanálisis,
si acaso, pone en evidencia que la perfección de la obra literaria va más allá de sí misma cuando se confronta
con lo real, y no tiene que ver con su calidad de objeto perfecto, logrado.
En tercer lugar existe también lo contrario de esta afirmación, lo cual desacredita al psicoanálisis cuando en el

Revista en PDF arrow mismo texto se habla del “manoseo literario con el que se denuncia el psicoanalista con ganas de inventar”2. Y
continúa puntualizando que la evocación por parte de Freud de “un texto de Dostoyevsky no basta para decir
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que la crítica de textos, hasta ahora coto exclusivo del discurso universitario, haya recibido del psicoanálisis
más aire”3. En otras palabras, Lacan censura sin equívocos cualquier veleidad de concebir el psicoanálisis
como una integración metodológica de los tradicionales aparatos propios del discurso universitario sobre la
literatura.
Por último, Eric Laurent abunda en la idea de Lacan al sostener que “el psicoanálisis no está cualificado para
sumarse al discurso universitario, para producir una técnica más, un modo de añadir un saber al comentario.
Más bien hace funcionar la literatura sólo como un modo de encontrar en ella algo inventado por el
psicoanálisis”4.
La afirmación de Laurent me va a servir como guía para proyectar una mirada sobre el quehacer de algunos
literatos en comparación con un característico modo mío de proceder cuando escribo, que por otra parte no es
mío en exclusiva. En este caso uso el término literatura según la definición lacaniana de “La instancia de la
letra”, es decir, como relación entre letra e inconsciente, dejando aparte toda la cuestión de la forma, pero
también, y sobre todo, como lituraterra, juego de palabras inventado por Lacan para la revista Litérature et
psicoanalyse que le permite, siguiendo los pasos de Joyce, jugar con la letra como elemento determinante del
sentido (letter), y la letra como residuo de esta función, como resto (litter). Letra que cesa en su papel de
remitente y articulador y permanece como elemento autista de no-sentido que hace gozar5. La aproximación
de “tacto y letra” presente en el título de esta comunicación, proviene de un recuerdo de mi infancia, cuando en
el mes de mayo era costumbre ir a la iglesia para rezar el rosario pasando las cuentas: tacto, glosolalia, texto
que se disuelve en un flujo sonoro y vibración corpórea, manipulación del tiempo y manipulación de las
cuentas del rosario
Recitar y acariciar las cuentas representa esa fase de la escritura que yo definiría, más que como momento de
construcción, como fase de acabado, torneando, refinando, abrillantando, capaz de dotar al objeto de
rotundidad, de compacidad, pero también de facilidad para el deslizamiento, de fluidez. Es el momento en que
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releemos y corregimos el escrito, muchas veces en alta voz, prestando atención al ritmo, al sonido, a las
repeticiones, las consonancias, las disonancias. Es el momento en que cantamos el texto porque el sentido, al
perder terreno, deja espacio a una vibración enunciativa que transforma el escrito en partitura “puntuando lo
infinito del goce de la letra”6 y disuelve lo que constituía forma. Desgranamos las letras (el hueso de la letra)
siguiendo el ritmo, la cadencia que disuelve -al distanciar- la compacidad y la presunta consistencia del escrito.
Estamos en el momento en que se retoma el escrito en tanto que ya compuesto y se le da un tratamiento para
poner en cuestión precisamente su cualidad de escrito, es decir, su condición de obra acabada y completa. Me
interesa observar modos y razones que nos inducen a seguir manteniendo vivo un texto ya acabado, concluso,
perdido, del que ya no podemos gozar. ¿Para qué seguir toqueteándolo, por qué no dejarlo ir?.
En verdad, no todos lo retienen. Se da el caso de escritores que, una vez terminado su escrito no quieren volver
a leerlo, como si ya no fuese suyo, como si su goce de la escritura y la relación con lo que en la escritura está en
juego se colocase bajo la enseña de una satisfacción sin resto. Es, sin duda, un modo muy masculino de
relacionarse con el producto propio, y también es una elección que da prevalencia al sentido. Tengo en mente a
un escritor español contemporáneo: Eduardo Mendoza, que cuenta muchas cosas sobre su escritura y a
propósito de su relación con el escrito; tal como él relata este distanciarse respecto a su obra con un acto de
separación irrevocable, es como si dejara a un lado algo de lo que ya no puede gozar. Sin embargo, añade
también que en presencia de alguna de las traducciones de su obra –le ocurre en un solo caso y en una sola
lengua- se reaviva su curiosidad e interés por lo que escribió, como si la traducción fuese una obra nueva, más
bella incluso que el original, y con la virtud de sorprenderle.
Un amigo muy parecido a mí en su relación con la escritura me cuenta cómo una vez había preparado con todo
cuidado un ensayo, resistiéndose a abandonarlo. Para él fue una conmoción verlo publicado en una web sólo
dos días después de haberlo entregado. Demasiado pronto, demasiado deprisa le han arrebatado su juguete. Y
ve cómo algo de lo que aún está gozando, algo que aún es carne suya se convierte en una cosa distinta de él
mismo, ajena. La publicación en papel da todo el tiempo del mundo para separarse del texto. Además, me dice
afligido que han recortado su trabajo, y para colmo lo ha hecho alguien incapaz de ver por donde habría tenido
que dar el corte. El corte mal hecho, no “a lo largo de la línea de puntos” que siempre resulta evidente en un
texto y puede ayudar a suprimir lo superfluo, es un desgarrón que deja tullido el cuerpo.
En otros casos –me cuenta otro amigo- se evita repulir porque esa labor obligaría a alcanzar un grado extremo
de dominio de la complejidad. El perfeccionamiento es sustituido a menudo por la continuidad de la práctica:
lo que no se escribe ahora podrá aparecer en una escritura posterior. El fluir de los productos hace de
alternativa a la conclusión plena de cada uno de ellos.
Me parece significativa la siguiente confidencia de una amiga mía sobre su experiencia inaugural en la
escritura. En el momento en que el texto tiene que pasar de manuscrito a dactilografiado -lo cual anula la
peculiaridad gráfica- ella siente que el texto se ve obligado a disfrazarse como en una especie de Halloween:
“Yo tenía que obedecer a la máquina cuando ésta rechazaba algunas palabras, y rogarle que me las devolviera
cuando se las comía. Controlaba los detalles formales y los modificaba suponiendo que así les gustaría más a
los otros, mientras que progresivamente olvidaba lo que, escribiendo, me había gustado a mí”.
Si escribir es asumir la separación que de hecho se produce al inscribirnos en el lenguaje, el paso a la máquina,
y con mayor motivo a la máquina electrónica, subraya de modo más neto esa transición, indicándole al escritor
novel que su espontaneidad se proyectará de inmediato en un mundo de reglas preexistentes. Esta separación
en concreto necesita a veces recuperar, de otra forma, lo que se ha perdido.
El momento en que el texto se sosiega desde el punto de vista del contenido y empieza a ser perfeccionado una
y otra vez por el impulso de un sentir y de la puesta a punto de una armonía, de una correspondencia consigo
mismo, es equiparable a cuando por la mañana nos vamos probando ropa hasta sentirnos a gusto en nuestra
propia piel, de acuerdo con nuestra imagen: es un problema de ajuste al ideal, sobre todo para quien ocupa una
posición femenina. Para decirlo en términos lacanianos, la mujer es “no toda” y en cierta medida no entra
completamente en el lenguaje, siempre le falta un significante que la defina, siempre le queda pendiente un
último intento, una frase que retocar, una cuerda que pulsar, un indecible en suspensión.
A veces se trata de hacer aflorar algo constitutivo de la relación personal con la escritura, algo que se
experimentó de niño, un éxito alcanzado, un “¡muy bien!” dicho por la maestra en una circunstancia especial,
un reconocimiento que dio en el centro de la diana y quedó escrito. Aquel momento es buscado de modo tácito
e inconsciente, a la vez que puede sobrevenir el miedo a que se haya perdido por estar depositado en algo que
fue logrado a la perfección. En efecto, los elogios que nos llegan como autores de una obra son la prueba de que
ya no estamos en la práctica que produjo esa obra y nos inducen a procurar que de nuevo se haga presente la
felicidad de aquella epifanía.
Pensemos en ese problema enunciado en tantas biografías de escritores: el problema del segundo libro, escrito
para confirmar que se ha sido autor del primero, aquél logrado quién sabe cómo. A este propósito es

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emblemático el caso del gran poeta español Juan Ramón Jiménez cuando afirmaba que sólo había escrito un
libro que reconociera como propio, porque lo escribió “de un tirón” y lo publicó de inmediato sin jamás
corregirlo en las ediciones sucesivas. No es casual que el libro en cuestión sea Diario de un poeta recién
casado. Sabemos que el poeta de Moguer torturaba literalmente sus libros hasta prohibir a veces su
publicación. Es un buen ejemplo de relación con el objeto perdido, que se desea volver a encontrar en su forma
originaria, con el goce que supuso aquella vez y del que no se aceptan sustitutos inadecuados.
Allí donde Juan Ramón querría encontrar el objeto ausente, encuentra el vacío que lo devuelve a la práctica,
pero como está obsesionado con lo que le falta, su práctica, su ejercicio, pierde fuerza. Sólo se aproxima de
nuevo el objeto cuando éste forma parte del proceso, y no cuando es aquello que tendría que permitirle al
ejercicio parar de una vez por todas, y al libro escribirse todo de un tirón.
Harper Lee, autora de la novela Matar un ruiseñor, tuvo un éxito enorme con este primer libro del que sigue
vendiendo millones de ejemplares. A pesar de haber sido reconocida con el premio Pulitzer, pasa un calvario
cada vez que debe acudir a una fiesta en su honor y ha de confrontarse con ese objeto que, de modo tan
brillante, vive su propia vida. La escritora no tiene valor para reivindicar como suya la obra; para apropiarse de
ella otra vez tendría que escribir un nuevo libro, a poder ser tan perfecto como el primero, pero, como el éxito
de la novela fue para ella una sorpresa, le parece que no sabría cómo escribir una segunda. Y de hecho no lo
sabe, y ni siquiera puede pretender saberlo, porque la composición de la segunda obra tiene una lógica distinta
de la que operó en el debut literario. La siguiente supone, por un lado, una repetición y, por otro, una
diferencia dentro de la repetición. Mientras que la ópera prima empieza y acaba sin variaciones, la segunda
tendrá que cambiar por fuerza, cuando tal vez querría repetir sin cambiar.
No daré especial relevancia a la fase de la invención, pues prefiero extenderme en la de corrección, distinta
porque el texto está ya ahí, hecho, y nos sentimos satisfechos de él. Lo amamos y nos amamos, por supuesto:
estamos en una posición narcisista imaginaria. Pero hay algo que se explica como ritual más allá de lo
imaginario y que tiene que ver con lo que Lacan cuenta al regreso de su primer viaje al Japón a propósito del
tratamiento que algunas monjas budistas reservan a la estatua del Bodhisattva, casi carente de ojos porque las
caricias rituales que ellas le prodigan para secar sus lágrimas ha producido allí, en ese lugar, un extraordinario
pulido. Es lo mismo que vemos hacer a un cristiano o a un musulmán cuando manipulan el rosario: acarician
las cuentas, pasan de una a otra, repiten la operación, repasan y van desgastando las cuentas, las van
consumiendo. Estas caricias no indican falta de deseo, sino que éste tiene una configuración distinta por lo que
atañe a la posesión del objeto. Acariciar el texto, pacificarlo corrigiéndolo antes de dejarlo ir, permite estar en
el movimiento presente del objeto y posponer la despedida, señal de que el texto se nos aparece concluido,
redondo al fin por efecto del placer narcisista del autor.
Con referencia a la perfección contemplada en el producto ya acabado, continuar en el ejercicio de escritura
permite otra relación con la perfección del texto, la misma que encuentra el lector cuando capta la unidad de la
obra antes de terminar de leerla. Es lo mismo que ocurre en el recorrido por una ciudad conocida: en cualquier
lugar donde uno se halla siente la presencia de todo el resto.
Mario Vargas Llosa dejó entrever algo de lo que puede suponer para un literato el proceso de corrección
cuando habló de su práctica como escritor en Estocolmo, al serle concedido el premio Nobel: “Sigo repasando,
sigo corrigiendo, obsesivamente. […] Es una esclavitud y un goce, un gran goce”. ¿Pero de qué goza?. De lo que
queda de aquel texto. Hay restos producidos por el ejercicio significante, la sustancia gozadora o el “sentido-
blanco”7 que ocupa el puesto del sujeto que habla.
En Lituraterra, Lacan nombra algo aún más oportuno para la reflexión presente: habla “del uno más”, que
llama alusivamente l’Hun-En-Peluche, el Huno de peluche, evocando la primera manifestación del objeto
transicional de Winnicott, que tiene que ver con la imagen del cuerpo, pero que también es algo muy concreto y
táctil: una punta de la sábana, una parte del baby por la que siente apego el niño. Es un objeto que está entre el
cuerpo y la realidad, un caso en el que, según afirma Lacan, no se puede hablar ni de realidad ni de irrealidad8.
Explica E. Laurent9 que “en Oriente han conseguido meter el osito de peluche en la escritura, mientras que en
Occidente se aprendía a escribir en la escuela y el osezno hay que dejarlo en la cartera. La letra oriental tiene la
ventaja de poner en juego una ausencia [en lugar de] una contraposición entre el sujeto y el mundo”10.
El niño que aprende a escribir adhiere a lo simbólico, pero en el caso de la letra oriental la adhesión es al goce:
ausencia de sujeto que se oponga al mundo, pero también goce de hacer y de saber hacer que nosotros
consideramos fruto de la castración. Se puede hablar de castración sin inconsciente, de sujeto que no consiste
contra el mundo. La letra oriental es capaz de producir en forma de goce lo que para nosotros, “Occidentados”,
sería posponer el goce para obedecer a lo simbólico, es decir, a cuantas reglas rigen nuestro mundo11.
Recordemos que para la cultura tradicional japonesa el mundo no es, como para la nuestra, algo que ocupe el
lugar del Otro respecto al sujeto. Ellos forman parte del mundo, se mueven en el mundo con todo aquello que

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lo compone. De ahí se sigue que escribir no sea en Oriente una condición impuesta al mundo, propia de uno
que describa y juzgue el mundo. El pincel del calígrafo no hace más que añadir algo más a lo que hay. Por eso
Lacan recurre al juego entre letra y litura, que también significa borrado, pero a la manera de los antiguos, que
borraban añadiendo: en las tablillas de cera usadas para escribir, cuando tenían que borrar daban otra capa de
cera. Se trata de una modalidad más parecida a la denegación (mantengo negando) que a la represión (borro,
olvido).
En este sentido habla Alfredo Zenoni del objeto transicional que se aparta de aquella dimensión en que se
oponen la satisfacción y la no satisfacción de una necesidad, o también interno y externo, siendo más bien el
rastro de algo que se añade como signo de “un complemento de ser que no es ni el otro, externo, ni el sujeto
mismo, interno, sino en un cierto sentido la misma interioridad exterior de estos, su íntima, para él extraña
para siempre, Unheimliche”12.
Lo ominoso, familiar y extraño a la vez, comporta que quien escribe goza de la obra como suya, pero también
como separada y distinta de él. Cuanto más insiste en perfeccionarla, tanto más prueba su naturaleza; al tratar
con ella una vez y otra percibe su coherencia de conjunto y se abandona a ese moverse entre interno y externo
que traza y evalúa el camino de un goce.
El osito de peluche, alias el texto con el cual hemos empezado a jugar, es algo distinto del significante del saber
pero sigue íntimamente unido a él, porque se ha convertido, según la lectura de Winnicott,en “el lugar del Otro
interno”, es decir, en lo que le queda al niño cuando el Otro se va. Es conocidísimo el bello pasaje teórico de
Freud en el que su nieto se consuela del alejamiento de la mamá jugando con un carretel que lanza lejos
diciendo Fort y recoge diciendo Da. Winnicott muestra que el niño no se queda sólo con estas dos palabras,
sino también con el carretel, es decir, con el objeto que, aunque el ejercicio de la letra haya podido
transformarlo en sentido-blanco (el sabor de la papilla), no ha perdido, en origen, la relación con los objetos
pulsionales que procuran satisfacción. Por eso nuestro texto, abandonado en tanto que productor de
significado, sigue presente como gusto por la corrección.
Traducción: Pilar Sánchez Otín

Erminia Macola.
A.P. Psicoanalista en Padova, Italia. Miembro de la SLP y la AMP.
Email: erminia.macola@alice.it
Referencias
1 J. Lacan, Lituraterra, en Seminario 18, De un discurso que no fuera del semblante (1971) Texto establecido
por J.-A. Miller, Ed. Paidós, Buenos Aires-Barcelona-México, 2009, p. 108.
2 Ibíd., pp. 106-107.
3 Ibíd., p. 106
4 E. Laurent, “La lettera e il reale per la psicoanalisi”, La Psicoanálisi, n. 26. Astrolabio, Roma 1999, p. 227. (La
traducción es nuestra).
5 A. Zenoni, véase “La letrera al di là dell’ermeneutica. Una introduzione ai corsi de Jacques-Alain Miller”, en
La Psicoanálisi, n. 26. 6 Astrolabio, Roma 1999, p. 194.
6 M. Bonazzi, Scrivere la contingenza. Esperienza, linguaggio e scrittura in Jacques Lacan. ETS, Pisa 2009.
(La traducción es nuestra).
7 El “sentido-blanco” es lo que queda del objeto pulsional cuando pasa a través de la letra hasta no significar ya
nada salvo para quien ha realizado esta operación. Véase J. Lacan, Seminario 24 Lo no sabido que sabe de la
una-equivocación se ampara en la morra. Inédito, lección del 10 mayo 1967.
8 J. Lacan, Seminario 4, La relación de objeto (1956-1957). Paidós, Barcelona-Buenos Aires-México, 1994.
9 E. Laurent, “La lettera e il reale per la psicoanálisi”, op. cit., p. 243. (La traducción es nuestra).
10 Ibíd.
11 E. Macola, A. Brandalise, “Passaggio a Oriente (il tratto e il taglio)”, en Scenari dell’angoscia, Borla, Roma
2008.
12 A. Zenoni, Il Corpo e il linguaggio nella psicoanalisi, B. Mondadori, Milano 1999, p. 80.

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