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Karl Jaspers, palabras ante la tumba de Max Weber

Decir unas palabras en la muerte de Max Weber es realmente como no hacer nada. La
manera de honrar a un gran hombre es apropiándose de su obra e intentando trabajar en
sus ideas para proseguir la realización, que él hizo posible, de cada una de sus distintas
partes. Pero esto exige largo tiempo, y ahora debemos darnos cuenta y decirnos en
palabras abstractas lo que hemos perdido y teníamos como propiedad nuestra.
A muchos, Max Weber nos parece un filósofo. No es conforme a la naturaleza de estos
grandes hombres dejarse absorber por una profesión especial o por una sola ciencia. Pero
si Max Weber era un filósofo, acaso fue único en nuestro tiempo y en un sentido diferente
a como puede serlo hoy cualquier otro filósofo. Su existencia filosófica excede a lo que
podemos comprender en el momento. Primero tenemos que aprender a ver su sentido,
asimilárnoslo. De este sentido intento hablar ahora de modo insuficiente. Pero de la
personalidad peculiar del hombre, que hemos amado, no me atrevo a hablar.
Si contemplamos su obra tal como se presenta, nos encontramos con una multitud de
trabajos independientes. Pero, en realidad, todos son fragmentos. Al principio, algunos de
sus trabajos terminaban con la advertencia “se continuará”. Pero era el último sobre aquel
problema. Trabajos que parecían acabados aludían a una continuación que el mismo
asunto exigía; nunca había algo terminado en el sentido de completo, concluso, rematado.
Apenas publicó libros de joven: la Historia agraria de Roma, un folleto sobre la Bolsa y en
los últimos años varias conferencias en forma de cuadernos. Nada más. Todo el resto se
encuentra desparramado en revistas, gacetas, archivos. Hace menos de un año había
comenzado a recoger, por así decir, la cosecha de su vida científica. Preparaba dos obras
en varios tomos. Su capacidad de trabajo, en contraste con largos decenios, era
extraordinaria. “Trabajo como antes de los treinta años”, dijo en abril de 1920. Una vez
escribió en un solo día todo un pliego de imprenta. Esto le arrebató; en este trabajo le
encontró la muerte. Lo que la especialidad científica ha perdido es inmenso. Pero, aunque
en fragmentos, estos trabajos han quedado, pues estaban construídos con tan enormes
proporciones que impresionaban como una catedral medieval y como una catedral no
podían, por su naturaleza, quedar terminados.
Fragmentario fue también su vivir en el mundo. Siempre estaba dispuesto a actuar, allí
donde algo le interesaba. Ponía toda su energía en las tareas del día, en un proceso
jurídico, en la ejecución de un testamento, en la administración de su hospital en los
primeros años de la guerra. En la esfera política tomaba la palabra cuando creía posible
alcanzar un efecto deseado por la nación. Pero también lo que hizo en su vida se limita a
una serie de actos separados que, comparados con su humana grandeza y lo que hubiera
podido hacer como plasmador del mundo, parecen muy poco; mejor dicho, nada.
Pero entonces, se preguntará, ¿es posible en vista de este carácter fragmentario, ver en
Max Weber la cima espiritual de la época? Sí, en el caso de que en esta fragmentación
misma podamos encontrar un sentido positivo; en el caso de que se crea que la grandeza,
en cuanto se hace realidad, tiene necesariamente un carácter fragmentario.

Examinemos ante todo el contenido de su trabajo científico, en la medida en que ha sido


publicado. Este contenido se extiende a las esferas más distintas: historia agraria de
Roma, Bolsa, trabajo agrícola al este del Elba, asociaciones comerciales de la Edad Media,
decadencia del mundo antiguo, estudios lógico-metodológicos, revolución rusa, psicofísica
del trabajo industrial, ética protestante y espíritu del capitalismo, estudios sociológicos de
religión que se refieren a China, la India y el judaísmo, estudios políticos sobre el problema
de la selección del conductor de pueblos y la formación de la voluntad política,
conferencias sobre política y sobre la ciencia como profesión.
Pero esta universalidad no es un amontonamiento fortuito de investigaciones diferentes,
sino que todo ello tiene un centro: la sociología, que pensaba exponer sistemáticamente
en una última obra. ¿Pero qué es la sociología? Esta es una cuestión tan poco clara como
la de qué es la filosofía. Se ha entendido siempre la filosofía como el conocimiento de sí
mismo del espíritu humano, desde el “conócete a ti mismo” de los griegos hasta Hegel.
También la sociología pretende en gran medida este conocerse. La sociología es la forma
científica que este conocerse tiende a tomar en el mundo actual. La pregunta central de
Max Weber, a que pueden referirse todas sus investigaciones sociológicas de religión, es
la siguiente: “¿Por qué en Occidente tenemos capitalismo?” Esta es una pregunta que
intenta concebir en un alto sentido la existencia actual. La concepción materialista de la
historia, formulada por Marx, que fue el primer paso en el conocerse a sí mismo del
capitalismo, admiró como hallazgo científico a Max Weber, que se la asimiló
decisivamente; pero lo que esa teoría le enseñó quedó relegado al papel de simple factor
entre otros muchos. En noviembre de 1918 leyó en la Universidad de Viena una Crítica
positiva del materialismo histórico en la cual mostró funcionando a esos otros factores.
Ante todo, el religioso, como un factor dinámico, plasmador incluso de lo económico, fue
el objeto de sus análisis; pero no se limitaba a él, sino que buscaba también todas las
demás relaciones cognoscibles sin dar carácter absoluto a ninguna de ellas. Su sociología
debía establecer todo este sistema sumamente complicado de relaciones causales. Así se
encontró referido a la totalidad de la existencia humana, teniendo que ser forzosamente
universal en su manera de ver; ésta es una fusión de historia sistemática no conocida
hasta él. Empírico por completo, se atenía al ilimitado material, y, sin embargo, en cada
momento se mostraba constructivo, adoptando puntos de vista sistemáticos, desde los
cuales todo lo histórico se convierte en simple “caso”. Pero lo sistemático no se
petrificaba nunca en sistema. Por el contrario, donde quiera subraya Max Weber, muy
intencionalmente, que sus distinciones y conceptos están formados para este fin especial
de conocer; pero que no pretenden ningún otro valor más. Incluso la diferenciación de las
esferas de valor era para él una serie de conceptos idóneos para determinados
conocimientos, ciertamente susceptible de múltiples aplicaciones, pero sin que prestase
tampoco a esta diferenciación carácter absoluto ninguno. Entonces, ¿acaso esta sociología
es filosofía bajo otro nombre? Max Weber pretendía ser un especialista y consideraba su
sociología como una ciencia especial. Pero es una sorprendente ciencia especial: carece de
una esfera propia de materias, pues toda su materia ya ha sido trabajada antes por otras
ciencias que son de veras y sin duda especiales; una ciencia especial que, de hecho, se
convierte en universal porque, como antes la filosofía, hace trabajar para ella a todas las
ciencias y a todas las fecunda en la medida en que se relacionan con el hombre como
objeto suyo. La sociología guarda una semejanza extrínseca con la filosofía en el hecho de
que no hay un nivel reconocido generalmente, un criterio objetivo para el valor científico,
como ocurre en las ciencias especiales. También parece verse en lo externo la relación
próxima de la sociología con la filosofía en el hecho de que se han dedicado a ella filósofos
oficiales, que es tan disciplina filosófica como cualquiera otra que sea cultivada por los
economistas. Entre los filósofos contemporáneos podemos citar como ejemplos a Simmel
y Troeltsch; este último confesó cuánto había aprendido en Max Weber. Allí donde está
viva, la filosofía tiene siempre un fundamento arraigado en lo concreto. Brota de las
distintas esferas de la vida y del conocimiento, del mundo ético y del político, de las
ciencias naturales matemáticas, de la lógica, de la historia, etc. En el proceso filosófico se
desarrolla cada vez un todo del cual acaso más tarde se desprende y aisla una nueva
ciencia especial. La sociología no está, sin embargo, tan desarrollada para ser meramente
una ciencia especial. Se encuentra viva en ese estado originario en el cual todas las
ciencias se confunden con la filosofía. De aquí que todavía sea una ciencia tan viva y tan
excitante y aún conserve un carácter filosófico. Pero como únicamente es uno de los
terrenos, una de las esferas concretas en que arraiga la filosofía; como sólo es
conocimiento, y dentro de éste sólo una parte, no puede pretender ser filosofía. Y Max
Weber, precisamente por su mentalidad filosófica, acentúa el carácter de ciencia especial
de su trabajo, y por su mentalidad científica se esfuerza en hacer de la sociología una
ciencia especial. Pues por extensa y universal que sea, a su juicio no pasaba de
conocimiento particular. El filósofo abarca mucho más, es más universal. En el
conocimiento sociológico no encontró más que una realización. Un filósofo es más que un
simple conocedor. Le caracteriza el material que conoce y su procedencia. En su
personalidad encarnan la época, su movimiento, su problemática; en él se manifiestan con
insólita claridad las fuerzas más vivas, más decisivas de la época. El filósofo es
representativo de lo que es la época, y eso lo es de la manera más sustancial, mientras
que otros sólo encarnan partes, degeneraciones, deformaciones, vaciamientos de las
fuerzas de su tiempo. El filósofo es el corazón en la vida de la época; pero no sólo el
corazón: también puede dar expresión a la época, ponerle delante el espejo para que se
vea, y, al expresarla, definirla, determinarla espiritualmente. De aquí que el filósofo sea un
hombre que no puede prescindir de su personalidad, que siempre la lleva adherida y que
se inserta entero con ella donde quiera que se inserte. Si no lo hiciera así, le faltaría el
material para su conocimiento más original, y únicamente llevaría a cabo movimientos
intelectuales; es decir, aquellos conocimientos que, desprendidos de toda existencia
representan una actividad vacía en un vacío neumático, por así decir, con una materia
indiferente que no presupone existencia alguna, sino que es como moneda resobada en
cualquier mano. Pero en Max Weber hemos contemplado encarnada, en persona, una
filosofía existencial, una filosofía hecha existencia. Mientras otros hombres únicamente
conocen, a fin de cuentas, su destino personal, en el ancha alma de Max Weber actuaba el
destino de la época. Aun cuando experimentaba y plasmaba lo personal con toda la fuerza
de su corazón humano y de su amor, sin embargo, todo ello quedaba coronado de
grandeza. El macro antropos de nuestro tiempo estaba en él, por así decir, personalmente
ante nosotros. Nos fascinaba su acertada formulación de los sucesos y decisiones de
nuestra época, que él vivía profundamente, y gracias a él llegamos a la más clara
conciencia del presente y del momento. Nos fascinaba igualmente su clara visión del
futuro, la manera como incluía el presente en la totalidad de una perspectiva histórica, y
al tiempo su fuerte conciencia de los problemas existenciales presentes, bajo cuyas
exigencias pudieron parecerle las obras del pasado, incluso las más grandes, como “viejos
libracos”. Tenía, en suma, una conciencia actual del mundo y de sí mismo. Pero no la
presenta como totalidad ante nuestros ojos. Con inexorable consecuencia, no parece
hacer más que separar en lugar de reunir en una figura completa. Bien sabido es con qué
patetismo separó, por ejemplo, conocimiento y valor. Para él, un conocimiento exento de
valores era la finalidad de la ciencia. Su conciencia intelectual le llevaba a extender
indefinidamente su mirada, puesto que al tratar de eliminar constantemente con clara
conciencia las propias valoraciones hacía a las valoraciones, en general, objeto de
conocimiento. Ver sin ilusiones lo que existe realmente y lo que es consecuencia racional,
lo que es factor causal y lo que, bajo ciertas condiciones ocurre irremediablemente, era
para él la exigencia del conocimiento. Pero esta eficiencia, que obliga a separar la
valoración y el conocimiento positivo, no significaba indiferencia hacia la vida, retiro y
aislamiento en un sujeto intemporal; no significaba “la muerte con los ojos abiertos” ni el
cómodo cojín de la visión contemplativa. Por el contrario, para Max Weber la visión veraz,
la visión libre de ilusiones era al mismo tiempo un estímulo para la valoración más intensa.
La unidad y la integralidad no existían para él ahí, en el mundo, como una cosa objetiva,
como tampoco existía para nosotros Max Weber como forma personal, empírica,
conclusa, sino como movimiento vivo en su existencia, el cual llega a momentánea y
completa síntesis que en el valor no olvida la objetividad ni en la explicación objetiva la
posible valoración, y siempre relaciona entre sí lo que estaba separado y al mismo tiempo
en la relación queda separado. Así se reúne en él lo opuesto en una movilidad infinita. Su
ilimitada objetividad fue causa de que, como apenas ningún hombre de nuestro tiempo,
pudiera escuchar razones y de que estuviera abierto a todo hecho y a todo argumento
positivo. Si los griegos se diferenciaban de los bárbaros en que, contrariamente a éstos,
eran hombres que escuchaban razones, entonces Max Weber era un griego de alto rango
cuya escuchar y preguntar no conocía límites. Pero al mismo tiempo este hombre era tan
vehemente en sus valoraciones, tan resuelto a tomar partido en los hechos concretos de
la vida, que a muchos les parecía aterrador, violento, humillante, opresivo. Pero lo era
siempre sobre la base de un conocimiento profundo, del que nunca prescindía, y que era
tan inherentea su persona, que no sólo era objetivo para una cierta esfera del trabajo
científico, sino que era objetivo en general. Su temperamento indómito, su cólera frente a
la deshonestidad, la soberbia, el engaño de sí propio, descompuso muchas veces su
mesurada apostura espiritual, y muchos han pensado que no se podía tratar con él, que
hacía callar a los demás con sus gritos, que atraía violentamente la discusión hacia sí, que
era de un presuntuoso radicalismo. Desde luego, es indiscutible que su penetración era
tan profunda y su saber material tan rico, que resultaba apabullante; no había razón en
contra o, al menos, nadie la sabía. También era un hecho que su exigencia moral me
resultaba cómoda; para todo aquel que no se cerraba por completo, era la conciencia
moral en persona. Pero también era un hecho que su carácter le llevaba a la exageración
en sus afectos, a momentáneas injusticias, pero era igualmente maravilloso cómo lo
reconocía y cómo, para los grandes problemas que requieren decisiones frecuentes, por
su índole contradictoria: Nunca Max Weber pareció poseer lo absoluto como contenido,
objeto, y, sin embargo, asía cada objeto con el mismo patetismo que si fuera lo absoluto.
Pudo aparecer como el perfecto relativista, y, sin embargo, fue el hombre de más firmes
creencias de nuestro tiempo. Pues esta creencia soportaba la relativización de todo
cuanto es objeto para nosotros y, por tanto, sólo es algo particular, aislado. Si se
caracteriza a los hombres por su adscripción a un tipo ya establecido de profesión hay que
preguntarse si Max Weber fue un hombre de ciencia o un político. {09} Era patriota, creía
en Alemania en todas las circunstancias. Es verdad que vió la realidad sin hacerse
ilusiones, sin desfigurarla con quimeras. Su crítica, implacablemente veraz, de la patria era
una crítica nacida del amor. Nunca se pudo saber lo que es un patriotismo tan
incondicional más que cuando Max Weber, después de la crítica, llegaba a lo positivo y
concluía: Doy gracias a Dios de haberme hecho alemán. Este patriotismo era también el
último criterio para su voluntad política. El bien de Alemania no coincidía, para él, con el
bien de una clase cualquiera o con la afirmación de una concepción del mundo o de una
forma política especial. Ser católico o protestante, conservador o socialista, monárquico o
democrático, todo esto tenía que pasar a segundo plano cuando se trataba de Alemania.
Por esta razón estaba dispuesto, cuando parecía necesario en política exterior, a unirse a
cualquier partido, a cualquier concepción que prometiese el mejor resultado para la
patria. De aquí que todas las reflexiones políticas fueran para él reflexiones técnicas sobre
los medios objetivamente adecuados, no reflexiones de principio de una concepción
cósmica. Para él la política no era cuestión de fe –a los que luchan por una fe sólo se les
puede batir con la violencia-, sino cuestión de hechos, objetividad, responsabilidad,
compromiso. Durante la guerra sufrió horriblemente –su furia y su desesperación eran
estallidos elementales de su recia naturaleza- cuando vió repetidamente la estupidez
política, que redundaba en nuestro perjuicio. Cuando fue posible tomó la palabra respecto
a la reforma parlamentaria, a la democratización y en la época de la revolución. Su
denuedo para decir abiertamente lo que veía y creía era el mismo cuando se oponía al
poder superior del viejo Estado que cuando se oponía a los obreros. Cuando en la
asamblea popular decía a los obreros cosas molestas y la furia se encrespaba contra él,
entonces se hacía patente cómo puede actuar un gran hombre: a pesar de la hostilidad,
acababa por imponerse su figura respetable, en cuya veracidad, así como en su profunda
gravedad y su amor a los hombres, había que creer. Los oyentes se sentían hablados a una
profundidad que ningún otro alcanzaba. Tan lleno estaba de ideas políticas, tan bien se
daba cuenta de los hechos, tan resuelto estaba siempre a emplear en la política su saber y
sus conocimientos si hubiera sido llamado, que en seguida se ocurría la idea de que era un
político que no se había hecho valer a causa de sus condiciones desfavorables. Sin
embargo, se diferenciaba de un político nato en algo completamente esencial. Max Weber
no estaba dispuesto, para conquistar el poder, a emplear los medios que hoy, como en
todos los tiempos, por {10} distintos que puedan ser, se necesitan a tal efecto. Estaba
dispuesto cuando se le llamaba y necesitaba, a encargarse de alguna tarea, pero no estaba
dispuesto, por propia iniciativa y vocación consciente, a pretender la dirección y plasmar
la figura de la patria. No hay político y hombre de Estado verdadero que piense así, sino
que quiere el Poder; ésta es la razón de su existencia. Max Weber podía vivir sin él, como
el filósofo platónico, que sólo por deber se resuelve a regir el Estado.
Pero si no era realmente un político, se dice, era por esencia un hombre de ciencia. Había
investigado movido por el más puro y desinteresado afán de conocimiento; poseía la más
clara conciencia de los métodos, de los modos, en qué se funda el valor de los
conocimientos, dentro de qué límites valen. Dominaba todo el aparato técnico del oficio
científico. Era incorruptible en la crítica de las realizaciones científicas. Pudo haberse
engañado a menudo sobre los hombres cuando veía sus trabajos científicos; pero jamás su
ilusión se transfirió al juicio de su valor científico. Pero si Max Weber era un hombre de
ciencia de primer orden, no lo fue, sin embargo, de manera distinta que como fue político.
Era las dos cosas, pero ninguna de ellas constituía su última esencia. Para ser
esencialmente hombre de ciencia le faltaba la limitación del especialista, que, con infinita
paciencia y absoluto dominio de una esfera de conocimientos, progresa a lo largo de una
vida paso a paso, poniéndose constantemente límites. Por su actitud vital no era filólogo
ni investigador experimental, aunque poseía vivo sentido para ambas cosas y en ocasiones
no sólo utilizaba sus resultados, sino que incluso se ensayó momentáneamente en esas
actividades. Su voluntad de conocimiento estaba orientada en sentido universal, y con
toda su precisión y todo su dominio de la materia, tenía cierto carácter tormentoso. Más
bien utilizó los resultados de las ciencias particulares en su nuevo planteamiento
sociológico de los problemas que construyó una ciencia que a su vez fuera especial.
Dondequiera se iba derecho a las fuentes; por ejemplo, aprendió ruso con increíble
rapidez para seguir la primera revolución rusa en periódicos y revistas. Pero esto eran
solamente momentos que le daban ocasión para rápidos pasos posteriores que al fin
habían de llevarle al conocimiento del presente. Pero no siempre se sentía cómodo en
estas actividades, porque consideraba el trabajo del especialismo científico como el único
sólido; de aquí que en sus escritos acentúe su dependencia, el valor relativo, el carácter de
ensayos de sus trabajos. En cambio, tenía una aversión instintiva a que se pudiera
remedar su clase de investigaciones con {11} medios insuficientes. Pues sedaba clara
cuenta de poseer una base de especialismo científico y a pesar de ello no pisar todavía
terreno firme. La mayor parte de lo que corre bajo el nombre de sociología le parecía
charlatanería. Ni la política ni la actividad científica tenían para Max Weber significación
central, la única absoluta. Sorprendía la facilidad con que abandonaba aquella para
dedicarse a ésta, y viceversa. Con toda pasión tomó la palabra en los tiempos de la
revolución, movido por el interés nacional. Como en el último momento su candidatura
para las elecciones de la Asamblea Nacional tropezase con dificultades dentro del partido
democrático, renunció sin resentimiento ni amargura; y al postularse, más tarde, en la
asamblea popular, su candidatura contra la voluntad de los jefes, exhortó a mantener la
disciplina del partido y explicó que no era insustituíble. Cuando al segundo año de guerra
se encargó de la administración de un hospital fue para él un momento triste no prestar a
la patria ningún otro servicio más. Pero al día siguiente volvía con fervor y gusto a sus
estudios de sociología religiosa, los cuales, sin embargo, abandonó con la esperanza de
contribuir con una Memoria a evitar la guerra submarina ilimitada. La rapidez con que
pasaba de una cosa a otra era sorprendente, y en todas actuaba con la misma intensidad.
En cada caso podía pensarse que aquello era su verdadera vocación, y, sin embargo, era
capaz de renunciar a todo. Se le desconocería por completo si se pensara que en el fondo
lo mismo le importaba una cosa que otra. Precisamente lo maravilloso era que este
hombre asiera con toda gravedad, con una pasión incondicional, todo lo que así a, y que
siempre, dondequiera que interviniese, lo hacía con su ser más profundo. Podría decirse:
su actividad iba acompañada de la conciencia de que ante Dios todo es nada, pero que
nuestra esencia consiste en crear un sentido, en cumplir deberes; de otro modo no somos
nada. Heroicamente, sin preocuparse de lo que en definitiva puede seguirse de ello,
dándose perfectamente cuenta de la repetida destrucción de todos los valores que
realizamos en este mundo, su actividad no hizo más que exaltarse tanto más. No daba
ninguna importancia a su persona. Sólo el hablar de ella le parecía mal. Cuando se
encontró en peligro de muerte por las bombas enemigas, el bolchevismo o la enfermedad,
“nada de eso le interesaba”, porque caía fuera de su actividad voluntaria de crear sentido.
La muerte no le amedrentaba, pero en el fondo tampoco ningún otro destino. Se sentía
profundamente conmovido por los acontecimientos; el derrumbamiento de Alemania le
condujo a un estado (12} de desesperación que le llevó incluso a pensar desaparecer
también el mismo. Y, sin embargo, en todo este apasionado vivir y convivir siempre
persistía en su interior algo inconmovible. Ninguna otra cosa le llevó a una desesperación
realmente completa; pero no en virtud de una simple fuerza vital o de una débil
resignación, sino que, conservando todos los movimientos vivos y naturales del ánimo con
vista perspicaz para las realidades, estaba al mismo tiempo como en un mundo distinto,
intemporal. Pero entonces, ¿qué era Max Weber? A esta pregunta él no ha dado ninguna
respuesta y ninguna que se sepa. No era un estoico; la falta de pasiones y afectos y la
formal serenidad de alma se adecuaban tan poco a su manera de ser, que más bien vivía
lo contrario, y tampoco aspiraba a ella. Pero había en él algo que recordaba a los estoicos
en su sentimiento de propia suficiencia y en su solitaria impavidez.

Tampoco era un cristiano. Ser cristiano significaba para él aceptar el mandato del Sermón
de la Montaña: no resistir al mal. Su estudio sobre la ética protestante y el espíritu del
capitalismo, por “exento de valoraciones”, por objetivo, por positivo que sea, nos revela
indirectamente la manera en que Max Weber estaba en el cristianismo. En este trabajo se
encuentra una inaudita tensión de posibilidades opuestas y no expresadas. Ningún
sentimiento religioso estaba tan cerca de su corazón como la religiosidad de la secta
puritana. Los inescrutables designios de Dios, la predestinación, latía en su austero sentido
y su veracidad, que dejaba sin investigar lo ininvestigable. Pero estaba muy lejos de un irse
íntimamente a este mundo religioso. Max Weber advirtió que este grandioso fenómeno,
al vaciarse de la fuerza religiosa eficiente en su principio, producía efectos que tenían que
aparecerle como terribles antinomias. ¿Es que los fenómenos humanos más grandiosos,
más serios, más heroicos tienen que acarrear la desdicha, el vacío, la muerte espiritual?
¿Qué era entonces Max Weber, si por su vocación especial no era hombre de ciencia ni
político, y, por su concepción del mundo, no era estoico ni cristiano? Cuando a esta
pregunta se responde que era un filósofo, hay que advertir que tampoco era un filósofo
en un sentido realizado ya anteriormente a él. Max Weber ha dado a la idea de filósofo un
nuevo cumplimiento. Pues qué es un filósofo no se puede definir en general y en
abstracto. Él ha dado a la existencia filosófica un carácter actual. En él podemos ver lo que
ahora es ser filósofo, precisamente cuando dudamos de si hoy, en general, puede haber
filósofos. La esencia de una existencia filosófica es, en todos {13} los casos, conciencia del
absoluto y una acción y conducta que esté movida en su incondicionalidad por la gravedad
dividida de lo absoluto. Ha sido la peculiaridad de Max Weber que esta esencia irradiaba
de él, sin que, sin embargo, él conociera y mostrase objetivamente lo absoluto.

Pero si se trata indebidamente de buscar fórmulas para aprehender en su centro mismo el


contenido de tal existencia filosófica, únicamente se pueden encontrar expresiones de un
carácter predominantemente negativo. Max Weber creía en la posibilidad de la libertad y
exigía de los demás que quisieran también ser libres. Rechazaba ser profeta y conductor;
más aún: en este punto era hipersensible, puesto que sedaba cuenta del peligro de su
extraordinaria influencia personal representaba en este aspecto. Se sentía hombre y ser
racional, y que quería también que los demás fueran hombres y seres racionales por su
propia responsabilidad. De aquí que este temperamento dominante –que estaba
dispuesto a dominar cuando los hombres se reunían por una causa, por un fin- no quisiera
ninguna sumisión en lo espiritual e ideológico; de aquí que amase la contradicción y el
combate y que quisiera que se le abordase como de igual a igual. Ciertamente que no se
refería nunca con ello a la particular personalidad empírica; para él ésta era secundaria
por sí misma, y soportaba difícilmente cuando veía cómo otros querían vivir su
individualidad particular y decir algo peculiar, algo que únicamente ellos podían decir.
Para él, la libertad era el medio en que puede desarrollarse algo sobre personal, las ideas,
el espíritu, las cosas, cualquier última palabra que él privilegiaba. Evitaba en el mayor
grado posible en su acción y en sus palabras lo sensacional; trataba de quedarse en lo
limitado, en las tareas especiales, y no expresarse sobre lo último, sabiendo muy bien que
se le daría valor de lema y fórmula y a él se le convertiría en profeta. No quería ser profeta
y rechazaba dondequiera los profetas. Aun cuando el espíritu sólo existía para él en
personalidades, jamás, ni en su juventud ni más tarde, vió en un hombre determinado,
muerto o vivo, su guía, su modelo, su único héroe. Sin embargo, poseía la intuición más
vivaz de las personalidades humanas. Algunos hombres como Kant y Cromwell, gozaban
de su predilección; y otros, aún con todo respeto y admiración, de su repulsa, como
Bismarck y Fichte.
Lo que sea Max Weber no se puede saber cuando se lee uno de sus trabajos; aún menos
cuando se lee en algunas fórmulas acerca de él. Se sabe cuándo se tiene delante la
totalidad de los fragmentos, los trabajos científicos, artículos, ensayos periodísticos,
noticias, cartas, y se agregan las simples noticias no deformadas sobre su vida, sus actos,
su manera de proceder. En este conjunto de meros fragmentos existe indudablemente
una unidad no formulada, no racional, pero sí intuíble: la idea de esta existencia filosófica.
Esta idea, absoluta, general, intemporal, como pueda serlo en su última profundidad, la ha
mostrado, sin embargo, Max Weber al mundo actual en una manifestación especial,
original. En Max Weber el espíritu se había convertido en clara llama. Ahora sólo nos
queda conservar las brillantes chispas que en nosotros, en todos los hombres, dormitan.
En la intuición de lo que fue Max Weber puede lucir algo más claramente este rescoldo. La
idea de su existencia filosófica es, en definitiva, un misterio, como todo lo que es grande.
Pero para nosotros es fuente y misión viva de una filosofía que no quiere ser meramente
reproductiva (en el sentido de reproducir lo anterior), ni romántica, ni de una vacua
intemporalidad, sino actual, porque sólo en la forma temporal actual tenemos conciencia
de lo eterno. Nuestro tiempo pasa, en muchos aspectos, tan sólo como incoherente,
relativista, incrédulo, intelectualista, industrioso, y muchos no encuentran otra salida que
una huida romántica al pasado o incluso una restauración laboriosa de las formas pasadas
de vida. Pero quien considera posible que todo lo que merece la crítica en el mundo del
hoy es fenómeno periférico, vaciamiento y degeneración de algo sustancial, quien cree
que en cada época está presente lo eterno, tiene que ver en Max Weber un fenómeno
sustancial de nuestra época. Le reconocemos en el impulso vital creador que emana de él
hacia nosotros. Su presencia nos hizo darnos cuenta de que todavía puede el espíritu
existir hoy en las más altas formas. Por haberle visto hemos podido creer mejor en la talla
de los grandes muertos que sólo conocíamos como hombres históricos. En su reino le
vemos ahora a él como uno de igual condición.

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