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CECILIA CURBELO
ANA LAURA LISSARDY
FABIÁN SEVERO
MARCOS VÁZQUEZ
RODOLFO SANTULLO
ROY BEROCAY
MATÍAS BERGARA
MALÍ GUZMÁN
DIEGO CASTRO
MAGDALENA HELGUERA
GERMÁN PAÍS
SERGIO LÓPEZ SUÁREZ
ALEJANDRO MICHELENA
IGNACIO MARTÍNEZ
CLAUDIA AMENGUAL
SUSANA OLAONDO
HUGO BUREL
LÍA SCHENCK
SUSANA CABRERA
HELEN VELANDO
MIGUEL ÁNGEL CAMPODÓNICO
MARTÍN SOLARI
MARCIA COLLAZO
LUCÍA PIETRAFIESA
HENRY TRUJILLO
MARINA CRUZ GRACIA
ADA VEGA
ANA LACOSTE
MARÍA JULIA ALCOBA
GABRIELA ARMAND UGON
MERCEDES ROSENDE
GABRIEL AZNAREZ
RAFAEL FERNÁNDEZ PIMIENTA
CUENTO CONTIGO
PARA VIVIR LA LECTURA 1
CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
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CUENTO CONTIGO
PARA VIVIR LA LECTURA
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
Larre Borges / Versión digital Plan Ceibal / Tipografías (hechas en Uruguay), títulos: Rambla de Martín Sommaruga, texto principal (de lectu-
Coordinación general Plan Nacional de Lectura MEC y Cámara Uruguaya del libro / Diseño gráfico Alejandro Sequeira / Corrección María José
PRÓLOGO
Estimado lector,
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estos textos con tu comunidad, con vecinos de tu
barrio y con quienes seguramente los disfrutarán.
Celebramos tu compañía y confiamos que enri-
quezcas este aporte que privilegia tu lectura y
nuestros libros.
Agradecemos la colaboración de todos los que nos
han apoyado para alcanzar este logro, así como de
quien realizó el diseño de la publicación.
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
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PRIMERA PARTE: INFANTILES
Págs. 9 a 32
PRIMERA PARTE
PÁGINA 4
Págs. 34 a 65
SEGUNDA PARTE
PÁGINA 22
TERCERA PARTE: ADULTOS
TERCERA PARTE
PÁGINA 46
Págs. 67 a 90
CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
VOLVER
Roy Berocay
UN POEMA INVISIBLE
Y OTROS QUE SE PUEDEN VER
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
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Malí Guzmán
AUXILIO: ¡MADRES! [Fragmento]
El minuto fatal
«Madre hay una sola» repetía la tele cinco o seis veces en cada tanda.
«¡LLAME YA!»
Martina no escuchaba mucho, aprovechaba las tandas para pensar
en Javier. Le gustaba decirle «Javier» aunque todos lo llamaran «Javo».
Era como tener un secreto compartido. Y como no tenían ninguno, por
lo menos el llamarlo Javier le daba algo de exclusividad en su relación
con él.
Pero, ¿cuál era exactamente su relación con él? Amigos, sin duda.
Súper, híper-amigos. Pero Martina sentía algo más, ganas de ser su no-
via, por ejemplo. Solo que era imposible saber si Javier sentía lo mismo.
Bah, saber si «sentía» ya era bastante difícil. Simpatía, compañerismo,
esas cosas claro que sí, pero cuando ella lo miraba fijo-fijo para ver si él
se avivaba e iba un poco más allá de la amistad… ¡ufff! esos momentos
eran lo peor.
La mirada de Martina lo convertía en un mutante. Primero queda-
ba duro como un Ken de plástico. Después pasaba de estar colorado a
ponerse pálido como un vampiro. Y al final, peor. Porque los vampiros
tienen algo atractivo (por lo menos en las películas) y además no tarta-
mudean. Javier en cambio se ponía a hacer chistes pavos hasta que se le
iba la tartamudez y comenzaba algo que Martina apreciaba pero la hacía
avergonzar: la trataba igualito, igualito que a una hermana. Muy, muuuuy
querida,… pero hermana.
En fin, que era imposible saber qué hacer con él, por ahora lo mejor
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
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nuto a ver qué pavada querían venderle esta vez:
««Madre hay una sola» ya es concepto antiguo: ahora puede elegir
una a su medida. ¡SÍ! LLAME YA. Si llama en este mismo instante se
lleva una madre perfecta, la que siempre soñó. Y por el mismo precio,
otro pariente accesorio a su entera elección. Oferta limitada hasta agotar
stock. Advertencia: ya no quedan tíos. ¡LLAME YA!»
¡Uau! Esta vez la oferta parecía interesante. Aún con ciertas dudas,
Martina comenzó a mirar detenidamente los distintos modelos que apare-
cían en pantalla. Madres tiernas, madres loquísimas, madres melancólicas.
Su atención se detuvo en una bien distinta a la suya. Vestía un trajecito
elegante, como de ejecutiva y estaba equipada con laptop, celu último
modelo y no tenía aspecto de cocinar guisos.
Pero Martina dudaba. No tanto por cambiar de madre, sino porque
el «Llame ya» casi siempre era re-trucho. Su madre verdadera ya se había
comprado tres limpiavidrios que no limpiaban y su tía tenía arrumbadas
dos bicicletas fijas donde era imposible pedalear, diez cremas antiarrugas
y un caminador que marchaba para atrás. Se sentía un poco ridícula pare-
ciéndose a su tía. Pero la oferta esta vez era de verdad muy tentadora.
«Modelo 5», decía la imagen que le pareció más apropiada (esa ma-
dre que, por lo visto, apreciaba las computadoras y los celulares, y que
jamás pero jamás se pondría un delantal para amenazarla con un guiso
de arroz).
«Dale, nena, que se me pega todo. Después te quejás de que no te
gusta la comida. Habrás estudiado bien, me imagino. No me vaya a en-
terar después que te sacás una mala nota ¿eh? No salís por un mes, ¿te
queda claro?»
Claro, clarísimo le quedó a Martina. Ese era el comentario que faltaba
para que se decidiera a tomar el teléfono y concretar la compra. No en-
tendía muy bien el mecanismo, pero ya se lo explicarían en la empresa o
le darían un manual para entender bien cómo cambiar una madre por
otra. La decisión estaba tomada. n
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
Magdalena Helguera
UNO DE MOCOS
Mi amigo Luis se acaba de sacar un moco y se lo está pegando en la moña.
La maestra explica la división entre seis, y el moco, redondo y verde,
parece un grano en la moña de Luis.
Catorce para seis. El moco brilla y parece que se ríe. Al catorce, dos. ¡Entra
una mosca al salón! La mosca vuela y se para en el escritorio.
El que no atiende no sale al recreo, ¿eh?
¡Ahí va, ahí va la mosca hacia la moña de Luis! Seguro que se para
en el moco. La mosca planea, revolotea, Luis se la espanta, me quedan
cuatro, ¿me alcanza?, la mosca vuela hacia Julia pero parece que vuelve,
se va... se va... se va... ¡Goooool de la mosca en el moco de Luis! Justo
en el medio. Ahora vuela otra vez, con parte del moco de Luis pegado
a las patas. ¿Adónde lo irá a llevar? ¿A la trenza de Laura? ¿A los lentes
del Moncho? ¿A la lapicera de la maestra? Cuando vaya a corregir los
cuadernos el moco se le va a...
—Va a pasar a explicar Juan que se ve que sabe mucho, porque está
muy interesado en otra cosa.
La mosca vuelve a salir por la ventana.
Se lleva en las patas, vaya a saber adonde, parte del moco de Luis y
todo mi recreo. n
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Sergio López Suárez
OJOS GATUNOS
Mateo se sorprendió mucho al ver a aquella niña pintando el muro del
frente de la escuela de su barrio. En verdad, lo que más le sorprendió
fue la hora en que esa niña estaba allí. Mateo regresaba del trabajo bas-
tante más tarde de lo habitual, porque había cumplido las tareas de un
compañero que se había accidentado. Era una noche sin luna, y solo dos
focos de luz permanecían encendidos para iluminar el frente del local
escolar. Aun con esos focos encendidos, el muro con rejas que rodeaba
la escuela, del lado de afuera quedaba en penumbras. Tal vez por eso, al
principio Mateo no distinguió a la niña que tenía un pincel en una mano
y un tarrito de pintura en la otra.
—¿Qué hacés aquí a esta hora?— le preguntó Mateo a la niña, acer-
cándose despacio.
—Pinto—le respondió ella sin siquiera mirarlo.
—¿Pero tus padres saben que estás sola aquí, haciendo esto?
—No sé si mis padres saben que estoy aquí. Cuando salí, ellos estaban
durmiendo.
—¿Y no te parece peligroso estar sola, de noche, siendo tan tarde y
en una zona tan oscura como esta?
—La verdad es que yo no siento miedo. Además, siempre, siempre,
pinto de noche.
—¿Y cómo hacés para ver, si yo, con mucho esfuerzo, apenas puedo
verte la cara?
—¡Ah! ¿Usted no puede ver lo que estoy haciendo? Yo veo todo per-
fectamente.
Mateo se mantuvo en silencio. La niña dejó el tarrito de pintura en el
suelo, apoyó el pincel sobre un pedazo de cartón y miró con sus ojos gatu-
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
nos hacia la cara de Mateo. Cuando él vio el brillo verdoso que despedía
la mirada de aquella niña, sintió un pequeño escalofrío que le hizo dar un
paso hacia atrás. Ni bien se detuvo, la increpó con dureza, pues deseaba
borrar la extraña sensación que esa niña había despertado en él.
—¡No te creo! Me parece que te estás burlando de mí.
Ella pareció ignorar el reclamo de Mateo, levantó una de las cejas y
le preguntó con ironía:
—¿Acaso no alcanza a ver lo que estoy dibujando? Acérquese bien y
podrá verlo.
Mateo tuvo que agacharse para acercarse al dibujo. Se aproximó tanto
que su nariz rozaba la aspereza del portland. Mientras él escudriñaba las
sombras de la pared, vislumbrando los trazos que la niña había pintado,
ella entrecerró sus ojos y sacudió la cabeza, como si estuviera desconforme
con la escasa visión que parecía tener ese hombre que brotó de la noche
para pararse a su lado.
De pronto, Mateo quedó petrificado, e inmediatamente se levantó de
un salto, exclamó «¡NO PUEDE SER!», y se perdió corriendo, tragado
por la oscuridad que lo separaba de su casa.
La niña sonrió, tomó nuevamente el pincel, lo enjuagó en el aguarrás
que tenía en una lata de arvejas y lo secó en el cartón. Luego hundió el
pincel en otro tarrito que contenía un color diferente. Enseguida escurrió
un poco el exceso de pintura y continuó coloreando su dibujo. Mientras
hacía todo esto, entonaba una canción que describía aquello que estaba
pintando: Érase una niña que hundida en la noche / pintaba una escena / sobre
el muro blanco / de una oscura escuela. / Su pincel trazaba / con arte y soltura / la
imagen de un hombre / con cara de miedo / mirando una niña…
Al amanecer, cualquiera que observara el muro de la escuela podría
ver la nueva ilustración. También podría reconocer, sin dificultad alguna,
la cara aterrada del vecino Mateo mirando a una niña —de ojos gatunos—
aferrada a un pincel. n
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Ignacio Martínez
EL TORO AZUL
Nunca nadie pudo pensar que existiera un toro de ese tipo, pero Joselo lo
descubrió una mañana en pleno campo y rápidamente le contó a su padre
que se lo contó al capataz, que a su vez se lo dijo al dueño del campo,
quien se lo comentó al criador de toros de lid. Es que aquel toro joven,
pero ya robusto, era absolutamente negro, negrísimo, tan negro que con
la inclinación de los rayos del sol del mediodía o de las primeras horas de
la tarde, se volvía completamente azul. Inmediatamente todos hicieron el
cálculo del atractivo que tendría un toro bravío, preparado para la arena,
con ese color tan llamativo. Todos menos Joselo, que enseguida entabló
una amistad muy fuerte con el animal, al punto que lloró desconsolada-
mente el día que se lo llevaron al campo de entrenamiento a cambio de
unos euros que vinieron muy bien a la familia.
Hay quienes dicen que el toro azul también lloró, pero nadie creyó
en esas tonterías, salvo la abuela de Joselo que, sin que nadie dijera nada,
abrazó a su nieto y le murmuró al oído «yo sí te creo».
Varios meses duró la preparación del animal, hasta que surgió la oferta
de mostrarlo en público y el anuncio fue comunicado a viva voz por to-
dos los medios de prensa que llegaron hasta la capital. Un toro azul sería
presentado ante el torero más grande del momento, con el fin de que
éste lo derrotara hasta la muerte, con la última estocada que le partiera
el corazón.
Joselo pidió desesperadamente que detuvieran la corrida, pero nadie le
hizo caso, salvo la abuela, que organizó la mentirilla espléndida de visitar
familiares lejanos en la ciudad donde tendría lugar el sacrificio. Le pidió
a Joselo que la acompañara, pero advirtiéndole al niño que, si iban a la
arena, él sufriría mucho cuando viera a su amigo azul desplomarse muerto,
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
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la plaza y ya nada más lo distrajo; bajó su cabezota, apuntó la cornamenta
hacia ese sitio y atropelló. El torero, casi sin moverse, con cierta inclina-
ción curva, el cuello partido hacia abajo y su brazo izquierdo tapado por
la capa, lo dejó pasar y giró como el eje de un molinete, convirtiendo al
toro y a su propio cuerpo en una espiral perfecta que el público aclamó.
Luego el hombre se alejó unos pasos y volvió a provocar. El toro azul
atacó una y otra vez en vano, más atraído por la capa roja que se movía
que por el torero que la sostenía.
Las dos primeras varas se clavaron sobre el lomo del animal que ¡por
primera vez! dejó de ver la capa, sacudió su cuello y su cabeza, y en esa
recorrida de miradas hacia la masa colorida en las gradas, descubrió por
una fracción de segundo un rostro conocido. Joselo advirtió que el toro
azul lo había visto y su corazón comenzó a palpitar a toda velocidad, al
tiempo que sus lágrimas brotaban sin detenerse, como la sangre del toro
que avanzaba lomo abajo, dando brillo de laca a su cuero ahora azul violeta
en los lugares por donde corría el dolor rojo de sus heridas.
Otras dos varas se clavaron casi en el mismo lugar que las anteriores,
abriendo una herida profunda por donde manaba mucha sangre, en medio
de los aplausos, los vítores y los vivas de la gente.
El toro azul, por un momento, se sintió mareado y el torero algo ad-
virtió en los ojos de la bestia porque retrocedió varios pasos, actitud que
no estaba prevista a esa altura del enfrentamiento.
Lo que el hombre notó fue que el toro parecía estar rezando, llamando a
alguien, moviendo sus labios, no como los animales que pastorean, haciendo
círculos con sus mandíbulas masticadoras, sino como los humanos que
hablan. Nunca nadie podría afirmar haber notado nada, salvo Joselo y su
abuela, que vieron lo mismo que el torero: la transformación del toro azul
en la emblemática figura del toro del cuadro de Guernica, de Picasso.
La cara del torero ahora era una máscara quieta, como de estatua de
cera. Ya no se movía y el toro se le fue acercando lentamente, rodeándo-
lo, casi envolviéndolo. Caballos y jinetes, toreros y ayudantes, salieron a
la arena para auxiliar a aquel torero inmóvil que de un momento a otro
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
sería atravesado por una de las astas del enorme toro azul, el que, por
una razón inexplicable para la inmensa mayoría de los espectadores, lo
había paralizado.
Joselo se puso de pie. La abuela también. Ambos comenzaron a aplaudir
la victoria del toro que, sin embargo, no atacó ni corneó, sino que sólo se
limitó a girar alrededor del hombre quieto, corriendo, cada vez a mayor
velocidad. Nadie se animaba a acercársele. Todo era demasiado excepcio-
nal como para interrumpirlo. La muchedumbre estaba absolutamente
absorbida por la escena y nadie notó que Joselo se lanzaba a la arena y en
fracciones de segundos se paraba al lado de su amigo azul, que ahora sí
parecía estar dispuesto a matar al hombre hipnotizado.
—No lo hagas —pidió Joselo que había pasado a ser el centro de la
atención del mundo. El animal levantó su cabeza cuanto pudo y su imagen
era de victoria, de honor, de valentía e hidalguía, fue la propia de los toros
más genuinos de España, los que mueren luchando o los que perdonan.
El matador, paralizado, se sintió como un pobre asesino que no sabe lo
que hace y por un instante pensó en las ventajas que siempre tenía sobre
el toro, condenado a morir, de antemano.
Un grupo de hombres entró al ruedo y sacó al torero, que seguía duro
como una estatua de piedra. Joselo tomó una a una las varas clavadas
sobre el lomo del toro azul y las sacó de las heridas, arrojándolas a los
pies de la muchedumbre callada. Lentamente, niño y toro salieron de la
arena por un pórtico grande que daba a un patio donde los esperaba un
camión que los trasladaría a las tierras de Joselo.
Del toro azul no se supo más nada. De Joselo tampoco, salvo el comen-
tario de una muchacha que trabaja como guía en el museo Reina Sofía
de Madrid, que dice que hay un joven que viene muy seguido a ver el
cuadro de Picasso y que le enseñó a ella que hay ciertos días en que la luz
alumbra de tal manera la creación, que el toro parece adquirir delicados
tonos azulados, cosa que nadie sabe si está en la pintura realmente o en
la imaginación o la retina de las personas que lo miran. Ella ha llegado
a decir que ese muchacho le ha contado que, lejos de allí, viven los des-
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cendientes del verdadero toro que inspiró aquella vez al artista famoso y
que aguardan el día en que puedan recuperar los pedazos perdidos de
España. n
Susana Olaondo
EL LAPICITO VERDE
Una noche, muy tranquilo, Paco dibujaba un libro para niños, hasta
que llegó el momento de pintar. Buscaba y buscaba y no había caso, no
encontraba los lápices de colores.
Paco era muy ordenado con sus materiales de trabajo, pero no tenía
idea dónde podían estar o en qué lugar los había dejado.
Estaba tan cansado que casi no podía pensar. Sin embargo, en un
momento de iluminación, recordó con horror que la semana anterior
se los había prestado a un amigo.
Ciento cuarenta y tres ideas se cruzaron por su cabeza, pero como
era un tipo muy ingenioso y no se achicaba así nomás, se le ocurrió ha-
cer un libro que fuera todo en blanco y negro.
Primero dibujó con negro sobre blanco, después con blanco sobre
negro, miró bien y pensó: «Si fuera para una revista de decoración, a lo
mejor servía…, pero no se parece en nada a un libro para niños. ¡Esto
va a quedar aburridísimo!»
Por suerte recordó que tenía guardadas unas hojas de todos colores
que podría usar para hacer los fondos. Y como era un tipo muy ingenioso
y no se achicaba así nomás, empezó a dibujar cosas y animales que fueran
en blanco y negro ya desde el nacimiento.
Dibujó un gato blanco, una luna, un ratón, un iglú, un pingüino…
También una vaca, una nube de tormenta, un pato, una oveja negra
(que dicen que son bien bravas, pero esta le salió con cara de buena).
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
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Agotado porque la cosa se le estaba complicando demasiado, achicó
al ratón que era el animal que le ocasionaba más problemas, al tamaño
de una mosca. Dibujó un pedazo de queso más bien grande como para
que se quedara quieto comiendo y no apareciera más y también en pe-
nitencia, lo mandó al final del libro.
Mientras trataba de dibujar con una mano, con la otra buscaba algo
en el bolsillo. El bolsillo era el lugar donde siempre guardaba las cosas
importantes.
Allí encontró: 4 boletos usados, una piedra bien lisa, un montón de
semillas de sandía, un caracol que le había regalado la novia, 3 tornillos,
un llavero sin llaves, 3 llaves sin llavero, unas cáscaras de maní y allá
en el fondo, bien pero bien en el fondo encontró lo que buscaba: ¡El
lapicito verde! (siempre lo llevaba porque era chiquito y le daba buena
suerte).
A toda velocidad pintó de verde un pasto. Por suerte los animales
empezaron a comer y se tranquilizaron.
El perro y el gato también comían mientras recordaban otras comidas
mucho más ricas y pensaban que eso de ser vegetarianos iba a ser solo
por este libro.
—¿Y la nube? —preguntó el pingüino.
—¡Me olvidé de la nube!¡No lo puedo creer! —dijo Paco, cansado.
En las nubes de tormenta no se puede confiar y lo único que faltaría
es que se le ocurriera ponerse a llover y se mojara el libro. Paco la recortó
y la pegó en la última página.
Paco, por más ingenioso que fuera y que no se achicara así nomás,
estaba tan pero tan cansado, que se durmió sobre el libro.
Volvió a soñar con los animales en blanco y negro pero ahora estaban
todos reunidos en una fiesta de disfraces divertidísima a la que podía
entrar todo el mundo, con una única condición: siempre que todos
estuvieran vestidos de muchísimos colores. n
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
Lía Schenck
LOS POEMAS DE TIMOTEA
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una cámara de fotos La primera va contenta
y una laptop de cartón? con su hojita de arazá.
La última va muy triste
Era bajo, era gordito y mirando para atrás
era verde, era panzón en voz baja va diciendo:
tenía manchas en el lomo «No me gusta y no me gusta
boca grande de buzón. no me gusta ir al final».
¿Quién volaba aquella tarde
en aquel cuatrimotor? Un ciempiés que la escuchó
se acercó y con mucho gusto
Una liebre era el piloto, le ofreció su compañía.
el copiloto, un tatú,
y el famoso pasajero, Fueron juntos conversando
era un sapo que, desde el aire, muy contentos todo el viaje.
quería ver las famosas De qué hablaban nadie supo
sierras de Cuñapirú. porque nadie lo escuchó.
Helen Velando
SIGNOS EN EL CUADERNO DE HECHIZOS
Yo estaba tranquilo, reposando sin hacer nada. Ojo, no soy un signo al que
no le guste trabajar, no, para nada, pero bueno, cada tanto un poco de
ocio no viene mal. Soy un signo bien parecido, redondo, rellenito, negro
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
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adolescentes y por eso trato de tolerarlos. Ya se les va a pasar la pavada; la
adolescencia es una edad difícil. Prosigo, venían los dos puntos, uno encima
del otro, y cuando me descubrieron se acercaron. La coma ni los miró. Es
porque somos familia que no se los banca.
—¿Qué andan haciendo, chiquilines?
—Acá andamos, saltando uno encima del otro —contestó el de arriba.
—Dirás uno debajo del otro —respondió el punto de abajo.
Un segundo después habían cambiado de lugar y se reían como dos
nabos.
—¿A qué no sabés a qué vinimos?
—Ni idea.
—Los dos puntos vinimos a lo siguiente: trabajar y jugar.
—Sí, me lo suponía. Es el desarrollo más lógico de la oración, mucha-
chos.
—Vamos a dar una vuelta antes de que nos llamen.
Y salieron los dos, con aquella forma tan vertical de caminar, uno
sobre el otro, y yo me volví a sentar. Cuando cerré los ojos (porque si los
puntos podemos hablar también podemos tener ojos, y en este caso son
dos puntitos que a simple vista ni se notan) oí un relajo bárbaro y una
canción que bien podrían haber aprendido en el estadio, y llegaron mis
otros tres parientes.
—Hola, primo. ¿A qué no sabés a qué vinimos? Vinimos a…
—¡Córtenla con el suspenso! —les advertí.
—Nosotros, los suspensivos, estamos aquí para…
—Para interrumpir, ¡para suspender un enunciado! —respondí mo-
lesto—. ¡Déjenme descansar, caramba!
—¡Qué carácter! —dijeron los tres al unísono—. Con razón la coma
no quiere ser tu novia.
—¡Desaparezcan! —bufé malhumorado y me quedé contemplando
el techo.
La tranquilidad duró poco porque enseguida cayeron dos signos que
están como retorcidos hacia adentro. Ojo, digo esto sin ponerme a criti-
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
Martín Solari
ZAPATOS
Era febrero, me acuerdo por el sonido de las chicharras que irrum-
pían en el silencio. Yo paraba cada tarde en esa plaza, a observar la vida
de aquel pueblo. El banco enfrentado a la iglesia, las tiendas de modas,
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los hombres en busca de su suerte diaria y las palomas, repiqueteando
el piso de aquel lugar.
Siempre pasaba el limpiador de botas. Empujado por su carrito, con su
andar lento, con el fuerte sonido de sus ruedas desgastadas, y su llamativo
grito. La transitaba una, dos, tres, hasta cuatro veces al día, siempre con
su butaca y accesorios de limpieza al hombro.
Todas las tardes me ofrecía la limpieza de mis botas. A lo que le respon-
día que no, que por ese día estaban limpias. Me cuesta entender la idea
de que alguien se agache a limpiar tus zapatos. Sin embargo, se ganaba la
vida como lustrabotas, limpiando más de treinta pares de zapatos al día.
Luego de que se retiraba, con un dejo de no importancia frente a
mi justificación, lo dejaba desaparecer con algún pensamiento. Se iba.
Pero siempre me quedaba esa extraña sensación de que lustraba con la
esperanza de, algún día, encontrar su par de zapatos. n
Lucía Pietrafiesa
PATRAÑAS PINTORESCAS DE OTRO PLANETA
Todo comenzó con mi rutina diaria: me levanto, me apronto, desayuno
y voy a clases de Química con el profesor Richeto, Alejandro Richeto.
Pero... ¡casi me desmayo! Porque cuando entré al salón, me encon-
tré con la gran sorpresa de que estaba lleno de marcianos!
Ellos estaban jugando con una especie de multiarma, algo que
parecía ser paintball. Las armas eran de color azul, amarillo o verde.
Todos jugaban menos una marciana con una corona en su cabeza,
sentada en una silla: la reina. Parecía estar muy aburrida, supongo que
yo también lo estaría si viera cómo miles de personas se divierten y yo
estuviera ahí sentada sin hacer nada.
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
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—Es que con los patines tengo miedo de caerme, como le pasa a mamá.
—¿Tu mamá se cae?
—Bueno… Eso dice.
—¿Se cae o no se cae? ¿Qué le pasa?
—Lo vi a papá. Él la empuja y entonces ella se cae.
—Y ¿por qué la empuja?
—Ya me decidí. Les pediré un campo de protección.
—¿Qué es eso?
—Lo vi en una película. Iban a matar extraterrestres, pero no podían
porque tenían un campo de protección. Yo lo pondré para que papá no
nos lastime ni a mamá ni a mí. n
Ana Lacoste
SOMBRAS CHINESCAS
Los niños se habían reunido para festejar el inicio de las vacaciones.
Bailaban, jugaban y reían contentos cuando, de pronto, se apagaron las
luces. Nadie se asustó, pero gritaban y silbaban como si estuvieran mu-
riendo de miedo, aunque en realidad se estaban muriendo de risa.
Los adultos trajeron velas y linternas, pero los chicos comenzaron a
protestar, golpeando las manos y gritando:
-¡QUE VENGA LA LUZ! ¡QUE VENGA LA LUZ!
Como la luz no volvía, decidieron jugar a las sombras chinescas, usando
las linternas y una sábana que sacaron de una de las camas.
Santiago hizo un perro grandote, que ladraba, asustando a un ratoncito
de orejas redondas que había hecho Agustín.
El caballo de Emiliano tomó una vela, la puso en su boca y se trans-
formó en un dragón que hacía JUUUUU JUUUUU mientras perseguía
al molestoso perro de Santiago.
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
Todos se divertían mucho e inventaban cada vez más cosas, que llena-
ban la habitación de aventuras.
Un globo se transformó en una nave espacial de la que bajaron unos
choricitos con antenas, convertidos en amigables marcianos que traían
una caja llena de cosquillas, para que a ningún niño le faltara la risa.
En su entusiasmo, el dragón de Emiliano se olvidó de apagar su ho-
cico y sin querer pendió fuego a una colorida guirnalda que colgaba de
la pared.
Antes de que las cosas se complicaran más, Maite, Isabel y Lucía hi-
cieron grandes mariposas. Moviendo muy rápido sus alas, apagaron la
guirnalda y Matías le dio al dragón un gran vaso de refresco para que
apagara su hocico incendiario.
Al perro de Santiago le pegaron con una serpentina y se fue aullando
como un cachorrito.
Al ratón se le cayeron las orejas de la risa y las coquetas mariposas se
sentaron a empolvar sus alas.
De pronto… ¡VOLVIÓ LA LUZ!
Los niños aplaudieron y siguieron bailando y jugando mientras las
cansadas sombras chinescas se fueron a dormir al cajón de los juguetes. n
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SEGUNDA PARTE JUVENILES
38 EL CANGREJAL
Gabriel Aznarez
46 EL ÍDOLO
Daniel Baldi
46 CAUDAL MÁGICO
Cecilia Curbelo
54 LA LLAMADA
Marcos Vázquez
57 PASION DE MULTITUDES
Rodolfo Santullo/Matías Bergara
59 MARIPOSAS LETRADAS
Diego Castro
60 DUELO DE DRAGONES
Germán País
63 EL VIEJO MOLINO DE PÉREZ Y EL PARQUE LINEAL BAROFFIO
Alejandro Michelena
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VOLVER
CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
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charlar conmigo. No sé bien qué edad tendría, pero dudo mucho que fuera
más de seis años mayor que yo. ¡Era tan joven!, casi una niña; sería por eso
que tenía más afinidad conmigo que con mi abuela. Siempre estaba alegre,
conversaba, reía mucho y hasta cantaba.
Yo, que odiaba hacer las tareas domésticas, con ella aprendí que no era
tan aburrido si se hace cantando y bailando. Ella cantaba y bailaba todo el
tiempo. Trabajaba con mi abuela cantando, barría bailando, cuando hacía
la colada —como le llamaba al lavado de la ropa— no solo movía sus brazos
fregando sino que zarandeaba todo el cuerpo y con su voz tarareaba algo.
Un día le pregunté quién le había enseñado a bailar.
—Naides —me respondió. Cuando una es feliz canta y baila.
—¿Sos feliz? —le pregunté.
—¡Qué no vi’a ser! Si tengo todo. Además pronto seré mamá.
¡Estaba embarazada! ¡Era tan joven y sería mamá...!
Me quedé un rato pensando... «Tengo todo» me había dicho. Y yo que
vivía pidiéndoles juguetes a papá y mamá...
Yo no puedo decir concretamente qué aprendí de Fátima. Puedo con-
tar que con ella tomé mis primeros mates, que supe lo que era fregar,
que me mostró incluso cómo remendar un pantalón roto; hasta temas
femeninos hablé con ella, temas que no me gustaba hablarlos con mi
mamá... esas fueron cosas importantes, pero nada comparado con la
alegría que me transmitía. Durante el poco tiempo que estuvo allí, yo
aprendí algo que hasta el momento nadie me había enseñado: lo lindo
que era reír, cantar y bailar.
Recuerdo que una vez se subió a una escalera para alcanzar la fruta
que estaba en lo alto de un árbol. Vino Corcho anunciando su presencia
allá abajo, y cuando al bajar Fátima quiso pisar tierra, tropezó con el pe-
rro y fue a parar a un tanque lleno de agua sucia que habían usado para
lavar los implementos de la faena de un chancho. Aún recuerdo el agua
mugrienta, las moscas revoloteando, y a Fátima caer de cola y sumergirse
hasta la cabeza en aquella asquerosa agua. Yo corrí a ayudarla, pero ella
salió como si nada.
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
—¡Qué suerte que esa agüita suavizó la caída! ¡Y qué buen refrescón
me di con la calor que hacía!
—¿No te hiciste nada? —le pregunté alarmada.
—¡No! ¡Qué me vi’a hacer! Estaba linda el agua; eso sí, un poquito
salada de más.
Enseguida se fue a bañar y pasó el resto de la tarde contando a quien
quisiera escucharla las vicisitudes de aquella zambullida involuntaria. Na-
rraba la anécdota riendo sin parar. Y a todos les hacía soltar carcajadas
que no paraban hasta llorar. Yo jamás me hubiera reído de ese percance,
pero ella lo contaba todo con tanta alegría y gracia que era imposible no
contagiarse.
Así era mi amiga Fátima.
Una sola vez la vi seria. Fue cuando le pregunté por su infancia.
—Yo no fui a la escuela, ni tuve mucha educación —me respondió.
—¿No sabés leer ni escribir? —le pregunté.
—Sí, algo sé. Me enseñó la viuda d’Or.
—¿Quién? —le pregunté.
—La vieja, la patrona de mi mamá. Mi mamita fue sirvienta de la
Elmirita d’Or, la viuda del francés ricachón.
—¿La que vive acá cerca, en la loma yendo para el arroyo?
—Esa mesmita. La señora Elmira López. Pero ella siempre se hizo
llamar con el apellido del difunto: d’Or.
—¡Ah! Ya sé quién es. Nunca la vi pero me dijo mi amigo Octavio que
es medio gruñona.
—¿Medio? Es un ogro esa vieja. ¡Pobre el finado d’Or!
—¿Por qué pobre?
—Imaginate, tener que aguantar a la vieja, ¡pobre hombre! En buen
momento murió. Que Dios lo tenga en la gloria y que descanse ahora
que puede, porque se le vuelve a acabar la paz cuando la vieja se le vaya
a unir otra vez allá arriba.
—Y si era tan mala, ¿cómo te enseñó a leer y a escribir?
—Yo era más chica que vos cuando mi mamita murió. Y la vieja me
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hacía hacer todo el trabajo de mi madre. Pero no me pagaba ni un vintén,
eh. Me decía que con las clases que me daba y con lo que yo comía ya
estaba todo más que pagado.
—¿Y tu papá qué decía?
—¿Mi papá? Yo qué sé quién fue mi papá...
—¿No conociste a tu papá?
—A mi papá de verdad no, pero igual tuve un papá. Fue Alcides Gu-
tiérrez, un pión de la estancia. Por disgracia, al poco tiempo de morir mi
mamá él también se jue pa’l Cielo.
Vi los ojos de Fátima húmedos y no quise contribuir más a la tristeza
del ser que más alegría me había regalado en tan pocos días.
—¿Vamos a juntar flores? —le dije para cambiar de tema.
—Las flores no se cortan, Lupe. Se dejan en la planta; allí dan color
y perfume pa’ todo el que quiera mirarlas. Pero si vos te las llevás pa’ tu
casa, solo vos podés olerlas y mirarlas.
—Entonces vamos a la quinta. Quiero mostrarte unas florcitas rosadi-
tas y con la parte del medio amarillita. Son divinas. Las encontré el otro
día mientras cortaba limones y me encantaron.
—Vamos —dijo entusiasmada. Y servicial como era enseguida agregó:
—¿Y si después hacemos una limonada pa’ los patrones y la pionada?
—Iupiiiiiiii. ¡Me encanta!
Y así, conversando y tarareando nos fuimos hacia la quinta.
Hoy que soy una persona grande, pienso dos veces antes de cortar una
flor. Y cuando tengo que hacer algo que me disgusta, trato de tararear
una canción; no soy muy buena entonando, pero a veces logro que se
me pase el malhumor. n
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
Gabriel Aznarez
EL CANGREJAL
Roque es un chico muy inquieto, de carácter fuerte y una cierta cuota de
violencia contenida que no tiene problema en dejar escapar, cuando la
ocasión se presenta, contra algunos compañeros de colegio o contra sus
dos hermanos menores. Este agosto cumplió 12 años… En verano toda
la familia se traslada a un pequeño campo, en las cercanías del arroyo
Solís Grande, propiedad del padre de Roque, un ingeniero agrónomo
dedicado a la ganadería.
El arroyo Solís separa los departamentos de Canelones y Maldonado,
y su desembocadura en el Río de la Plata es famosa por las peligrosas
corrientes que se forman de manera imprevista, sorprendiendo tanto
a turistas como a lugareños y causando frecuentes muertes por ahoga-
miento. Los conocedores del arroyo dicen que las corrientes forman una
especie de tirabuzón que te chupa y te hace recorrer varios kilómetros
bajo el agua hasta que te deja ir, ya muerto, por supuesto. Dicen que es
como un gusano gigante y que si te atrapa estás perdido, ya que ni el más
avezado nadador podría escapar de sus frías y húmedas garras. Incluso
le han puesto un nombre, pero ese cuento tendrá que quedar para otra
oportunidad pues no es el foco de esta historia.
El campo del padre de Roque estaba lejos de la desembocadura, a unos
tres kilómetros. Allí el agua era mucho más tranquila, y si bien Roque
tenía prohibido bañarse sin la supervisión de sus padres, se le permitía
ir hasta el arroyo a jugar. Mejor correteando por allí que molestando a
sus hermanos, pensaban sus padres.
A Roque le encantaba ir al arroyo; cada vez que podía se dirigía hasta
ahí, aunque debía realizar una caminata de veinte minutos a través del
campo. La razón era muy clara: en las orillas había un gran cangrejal. Una
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comunidad de varios miles de cangrejos. ¡Allí Roque podía dar rienda
suelta a su naturaleza violenta! Y, munido de un buen palo recogido en
el monte cercano, atacaba a los pequeños crustáceos con saña verdade-
ramente asesina diezmando la población. El primer día de verano en el
campo, en particular, era una jornada que Roque disfrutaba sobremanera
ya que, luego de casi un año sin ataque, los cangrejos volvían a retozar con-
fiados al calor de la playa y esta se encontraba atestada de esos pequeños
y pinzados animales. Ese día, él tomaba la precaución de ir a hurtadillas
hasta el borde mismo de la playa, protegido por la vegetación, de forma
de tomar por sorpresa al mayor número posible de cangrejos.
Ese año fue distinto a los últimos cinco. (Conviene aclarar que desde
los nueve practicaba este «deporte», como a él le gustaba llamarlo.) Ese
año la playa estaba desierta, completamente desierta… No había ni un
solo cangrejo, ni cerca ni lejos. Sorprendido, comenzó a recorrer la costa
e incluso se metió en el agua en busca de las bocas de las cuevas, ¡pero
tampoco encontró nada! No podía ser… ¿Cómo habían sido capaces de
abandonarlo? ¡Qué desconsideración tan grande! ¿Y ahora qué hacía
con toda aquella violencia acumulada que tenía en el cuerpo? No le fue
difícil volcarla contra las gallinas, alguna oveja, sus hermanitos (pobres
víctimas de hoy y de siempre) e incluso contra su madre, una vez que llegó
de regreso a la casa. Toda esa frustración al no encontrar los cangrejos se
transformó en una rabia incontrolable que desató sobre su familia como
un huracán de viento y arena. Solo su padre pudo controlarlo en la tarde,
cuando volvió de trabajar.
—No, los cangrejos no desaparecieron. Solo se mudaron… —contestó
el padre ante la consulta de Roque sobre la extraña desaparición de los
crustáceos.
—¡¿Se mudaron?! ¿Cómo que se mudaron? —preguntó desesperado,
imaginando que sus días de masacre ya nunca volverían a repetirse—.
¿Adonde se fueron?
—No se fueron lejos, están en el recodo del río, ahí donde está el
islote, un poco más tierra adentro…
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
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ya que muchos de ellos, lentamente y caminando de costado, como es
su principal característica, se fueron metiendo dentro de sus cuevas de
barro, bajo el agua.
Roque quedó en la orilla maldiciendo y despotricando por un buen
rato, hasta que se dejó caer impotente sobre la húmeda playa de arena
y barro.
—¡Malditos bichos! Si parece que hasta se dieran cuenta de que estoy
acá y se estuvieran burlando —se quejó y luego hizo de cangrejo—. ¡No
puede, no puede, Roque no puede alcanzarnos…! ¡Malditos bichos! Pero
si creen que esto va a quedar así están muy equivocados…
El muchacho tenía muy presente la prohibición de entrar al río sin
la supervisión de algún mayor, aunque no fuera muy obediente que di-
gamos… Pero también tenía muy claro que la profundidad de la lengua
de agua que separaba el islote de la orilla era muy llana y la distancia, de
apenas veinte metros. En la parte más profunda podría llegar a los trein-
ta centímetros como mucho y en otras era tan llanita que los cangrejos,
parados en las bocas de sus cuevas, sobresalían del agua y parecía que
nadaban sobre ella. El único problema estaba en que el fondo del río era
puro barro (razón por la cual allí vivían los cangrejos) y resultaba muy
difícil caminar para llegar a la parte firme y seca de la isla. Pero había visto
a los chicos del lugar, cruzarlo flotando sobre el agua e impulsándose con
las manos en el fondo.
No lo pensó dos veces; ya se lo había imaginado y ahora la ansiedad
era irrefrenable. Tomó el palo que tan pacientemente había pelado y se
dirigió hacia el agua. A medida que se internaba en ella, el fondo de la
playa, compuesto por arena y barro, dejaba lugar solamente al barro y
a los pocos metros de la orilla comenzó a hundirse hasta la pantorrilla.
Al hecho del suelo fangoso hay que agregarle que, en ese preciso lugar y
justamente por la presencia de los crustáceos cascarudos, el fondo era un
verdadero queso gruyer a causa de la infinidad de galerías que estos bichos
construyen bajo el lecho del río. Es por eso que unos metros más adelante
comenzó a hundirse prácticamente hasta la rodilla y no solo eso: con cada
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
paso que daba podía sentir decenas de cangrejos morir aplastados en sus
cuevas por su causa. Sentía perfectamente cómo sus cuerpos cascarudos
se quebraban como nueces con cada uno de sus pasos. Esto, en vez de
causarle una sensación de asco, le dibujó una sonrisa de satisfacción en
la cara. ¡Había comenzado la masacre…! Llegó un momento en el que
ya se hacía imposible caminar; el barro parecía intentar detenerlo y al
tratar de sacar cada uno de sus pies para caminar se producía un efecto de
vacío; para quebrarlo tenía que hacer un gran esfuerzo… Decidió enton-
ces flotar sobre el barro ayudándose con sus manos para avanzar, como
había visto hacer a otros chicos, años atrás... Su cara estaba prácticamente
en la superficie del agua y podía ver, en la parte más llana del trayecto,
muchos cangrejos que ahora estaban casi a su altura. Extrañamente los
cangrejos no se hundían dentro de sus cuevas al verlo pasar, sino que lo
seguían con sus ojos retráctiles atentamente. Esto le llamó la atención:
estaba acostumbrado a que corrieran desesperados de costado cada vez
que aparecía en la playa. Supuso que el cambio de conducta se debía a
que ahora se encontraban en su elemento.
«¡Bah! ¡Qué diablos me importa lo que hagan!», pensó. «Igual cuando
llegue a la playa y me pueda parar los voy a destruir con mi palo…» Y
entonces le pareció sentir algo, como un pequeño pellizcón en el muslo
derecho. «No, debe de haber sido el raspón contra alguna ramita del
suelo», pensó, desestimando completamente la posibilidad de que alguno
de aquellos inofensivos animalitos se hubiera atrevido a pellizcarlo, a él,
justamente a él, el dios destructor de los cangrejos… Pero enseguida volvió
a sentirlo… ¿Podría ser posible que hubiera un cangrejo que lo estuviera
pellizcando? Antes de que pudiera volver a cuestionárselo, recibió tres
pellizcones más, y la respuesta a su inquietud vino de la forma más violenta
que él se hubiera atrevido a imaginar. De repente, cientos ¡no, miles! de
cangrejos se lanzaron sobre el ahora indefenso Roque, convirtiendo esa
parte del río en un hervidero de sangre y muerte. Miles de pellizcones
comenzaron a descarnar al muchacho, que no entendía lo que pasaba y no
tenía cómo defenderse… Intentó erguirse pero se hundió más en el barro;
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tampoco podía nadar o sumergirse para escapar de aquella carnicería.
Solo atinó a gritar, a gritar tan fuerte como sus pulmones le daban. Y su
grito se extendió por sobre la superficie del agua, pero pronto, al llegar a la
vegetación más pesada del campo, comenzó a extinguirse. Siguió gritando
desesperado hasta que un cangrejo, más osado que el resto, se introdujo
en su boca y de un solo pinzazo le extrajo la campanilla limpiamente.
Y se movió como un loco, pero con cada movimiento se iba hundiendo
más y más en aquella trampa de barro y agua…
Al mediodía, la madre de Roque se cansó de llamarlo para que fuera
a almorzar mientras, en el río, los cangrejos habían ya dado cuenta del
infeliz, del que emergía tan solo su pie izquierdo. Pronto su osamenta
quedaría completamente hundida en lo más profundo del fango y pa-
saría a formar parte de la interminable red de galerías subterráneas de
los cangrejos.
Ya nunca nadie volvería a saber del pobre Roque y su violenta natu-
raleza juvenil…
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
Daniel Baldi
EL ÍDOLO
Lo vi y lamento haberlo hecho.
Lo vi y me odio por eso.
Pero lo vi y no puedo negarlo.
Me da bronca luego de tantas alegrías que me brindó a lo largo de la vida.
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deleitándonos con sus jugadas a través de la pantalla chica. Luego pasó al
Atlético Madrid y con el viejo cambiamos y comenzamos a ver el fútbol
español. Y finalmente lo hizo en el Liverpool de Inglaterra, antes de su
ansiado retorno a Uruguay, para terminar la carrera en su club de origen,
en el glorioso Peñarol. Cuando anunció su regresó en una conferencia
de prensa, mi viejo se largó a llorar de la emoción.
Nuestro ídolo confesó que quería volver luego de doce años afuera
para terminar su carrera en Peñarol y sacarlo campeón luego de cuatro
años de sequía. Recuerdo que mi viejo y yo nos miramos de manera
cómplice y sonreímos al unísono.
Y ahora lo vengo a ver y me quiero matar. Si existe un jugador correcto
en el fútbol uruguayo, ese es él. Nunca una expulsión, nunca una pala-
bra de más con los árbitros. Y si existe un polo opuesto, ese es el tres de
Nacional. Un «mala leche» total, artero y mal intencionado.
Pero al tres no lo vi y a él sí.
En la caminata me imagino a mi padre tomándose de la cabeza, rogán-
dome y rogándole al cielo. No lo quiero hacer, viejo, en serio, no lo quiero
hacer, contesto en mi mente como si lo estuviera escuchando.
Finalmente llego y me paro frente a él, ante mi máximo ídolo. Él me
mira con la humildad que lo caracteriza y comienza a explicarme que
el tres de Nacional le había pegado un codazo sin pelota y por eso él le
había tirado esa patadita boba. Sin duda debe ser cierto, pero al tres no
lo vi y a él sí.
Levanto la tarjeta roja hacia el cielo ganándome los insultos de toda la
hinchada de Peñarol. Pienso en mi vieja que también es fanática del manya
y debe estar sufriendo este momento junto a mis dos hijos en casa, quienes
iban a ver el partido por tele con la camiseta de nuestro ídolo puesta.
Con la furia del rojo en lo alto, él me mira por última vez a los ojos de
manera suplicante y yo siento que el corazón se me hace añicos. Pero sigo
inhiesto, sin reflejar la más mínima emoción en el rostro, apuntando el
cartón hacia el cielo despejado de esa tarde montevideana.
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
Cecilia Curbelo
CAUDAL MÁGICO
El doctor, hombre blanco igual que sus patrones, la revisaba. Ella no se
movió y dejó que la tocase. Por supuesto que estaba asustada, pero no
podía evitar hacer frente a lo que veía. El honor de sus antepasados es-
taba en juego. Aquellos antepasados provenientes de Angola, conocidos
por adivinar el futuro, le habían legado ese conocimiento instintivo que
desembocó en su nombre: «Hechiza».
Negra como el azabache, Hechiza había nacido en la ciudad de Monte-
video. Su madre, esclava de la poderosa familia italiana Rizzoli, trabajó du-
rante toda su vida en la quinta que estos tenían en la cuenca del Miguelete1
hasta el día de su muerte que se produjo un año antes, a sus treinta años.
La propiedad de los Rizzoli parecía no tener fronteras. Hechiza amaba
sus tierras, el límpido y claro arroyo que las cruzaba y la libertad del cam-
po. Podía mirar hacia el horizonte sin saber dónde finalizaba el predio.
A su manera, era feliz. Su madre le había enseñado que, mientras
tuviera un techo en la cabeza y comida en el plato, no debía pretender
nada más. Y no lo hacía.
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Corría el año 1789 y ella contaba con quince años. Se encargaba de lavar
la ropa, tarea por la que había optado entre las demás esclavas para estar
más cerca de su adorado arroyo. No importaba si hacía frío, si el viento la
azotaba, si las manos se le congelaban en el crudo invierno al introducir
las prendas en el agua, siempre y cuando pudiera tocar ese manantial puro
que la llenaba de energía y gozo.
Pero luego de la muerte de su madre, comenzaron a aparecérsele visiones
terribles que Hechiza intentaba desechar infructuosamente. La primera
vez estaba fregando ropa a orillas del Miguelete cuando vio una especie de
cuenco de un material extraño. Suponía sería liviano porque flotaba. Era
de color rosa. No había visto nada igual. Cerró los ojos y rogó que esa ima-
gen se esfumara. No entendía qué significaba aquello. Tampoco es que se
asustara, pues ya había tenido varias visiones antes, como la que le anunció
la proximidad de la muerte de su madre. Pero esto… ¿qué significaba? ¿Qué
era ese peculiar recipiente que flotaba en su arroyo diáfano? Abrió los ojos
y toda el agua con su inmensa majestuosidad se le presentó inmaculada
y cristalina, haciendo que Hechiza recobrara su respiración pausada y la
tarea, aunque la imagen rondaba su pensamiento inquieto y curioso.
La segunda visión la tomó desprevenida, siete días después. Enjuagaba la
ropa de sus patrones cuando —de repente— vio cientos de vasijas como la
anterior, de distinta forma y diversos colores. Eran tantas que prácticamente
impedían ver el agua. Cerró los ojos, los apretó fuerte y la representación
desapareció tan pronto como había llegado.
Esta vez comenzó a presentir que algo iba a suceder con su paraíso. El ins-
tinto y la sabiduría de sus ancestros le advertían que no iba a ser algo bueno.
Necesitaba confiar a alguien estas visiones que le amargaban sus noches,
privándola del sueño aletargado luego de días de arduo trabajo. Decidió en-
tonces contarle a sus compañeras esclavas lo que había estado aconteciendo.
Todas provenían del mismo país africano, y eran por ende firmes creyentes
de los poderes visionarios de Hechiza. Ellas fueron categóricas: de continuar
con tales alucinaciones inexplicables, debía acudir al señor Rizzoli.
La preocupación comenzó a reinar entre las esclavas, lo que no pasó
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
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fiebre, de sarna o de viruela, pestes que habían traído los negros esclavos
venidos de Angola y Brasil a Uruguay. Pero la esclava sufría de algún mal.
Sus delirios eran hasta desopilantes.
En pos de cubrirse por si se desataba alguna tragedia, el médico re-
comendó a los Rizzoli que la enviaran a cumplir una cuarentena al es-
tablecimiento «Caserío de Negros»2. Así fue que Hechiza partió, casi de
inmediato, hacia un sitio desconocido pero del que había escuchado
hablar a alguna de las suyas. Ya no sentía temor. Había hecho lo correcto
al advertir lo que en un futuro podría suceder. Sus antepasados estarían
orgullosos de ella.
Con la frente en alto ingresó al establecimiento. No esperó encontrar
a tantos esclavos en un mismo recinto, muchos de ellos con ronchas cu-
briéndoles el cuerpo. Algunos con fiebre muy alta. Otros que no cesaban
de rascarse.
Comenzó a sentirse débil una mañana de febrero. Ese mismo día
descubrió que su cuerpo también presentaba esas singulares erupciones.
Las visiones del arroyo Miguelete plagado de porquerías se le aparecían
una tras otra sin descanso: basura flotando, agua turbia estancada, y —lo
que era peor—, ningún vestigio de vida.
Dejó de alimentarse. Únicamente susurraba su añoranza por las aguas
impolutas. Y gritaba. Gritaba desesperada, pidiendo ayuda. Sus pesadillas
eran insoportables y el olor putrefacto la perseguía y se incrustaba en
sus poros.
Los demás esclavos la observaban con dolor y compasión. La demencia
era triste. Muy triste.
Murió el 1° de marzo de 1790. El mundo de entonces la creyó loca. n
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
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Después, apurado por escribir todas las palabras que le faltaban, en
el atropello, las dibujaba al revés, boca arriba, corridas más allá o con-
fundidas unas con las otras. La z con la s, la m con la n o la w, la r dada
vuelta. Y siempre todo aquello terminaba con una nota con letras rojas
de la maestra y un rezongo en su casa.
Pero un día llegó una nueva maestra a la clase, Sofía. Sofía era alta,
usaba pollera y botitas verdes, y broches de distintos colores en su pelo
marrón y vertical. El primer día que hizo un dictado, vio a Francisco salir
volando sobre las palabras y lo dejó alejarse por la ventana. Francisco viajó
y viajó como hacía siempre, y vio un gorrión en un semáforo, una media
en un tendedero, y muchas cosas más.
Cuando se cansó, volvió a la clase, y lo primero que vio fue la sonrisa
de Sofía, que le dijo, apenas llegó:
—Bienvenido, Francisco. Tenemos curiosidad por saber por dónde
anduviste. ¿Nos contás?
Francisco miró a sus compañeros, casi tan sorprendido como ellos,
que no entendían cómo esa «rareza» podía ser tomada en serio por una
maestra.
—Sí, Francisco. Me encantaría saber qué hay allá, donde yo no puedo
ver nada. Contanos.
—Eh… —dudó un momento mirando el banco—. Estaba escribien-
do la palabra «solo» y entonces vi un calcetín colgado solo y triste en un
tendedero. Pero el calcetín salió volando con el viento y cayó sobre un
gorrión que estaba parado en un semáforo y que, al levantar vuelo, hizo
señalar a una nena que estaba esperando para cruzar la calle con su madre,
que hablaba por celular. La mamá dejó de hablar por un segundo para
ver lo que señalaba la hija y, por algo que vio, cambió una respuesta que
iba a dar de «no» a «sí». Entonces, la persona que estaba del otro lado
del teléfono pegó un salto de alegría e hizo caer dos libros del estante de
una librería en la que estaba comprando. Y un hombre que estaba ahí al
lado vio uno de los libros caídos, lo levantó y se rió porque era justo lo
que necesitaba. Entonces…
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
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Fabián Severo
LAS VACACIÓN* [Fragmento]
La escuela sempre me enseñó a imaginar. Los primer día de clase, la
maestra mandaba que nosotro escribiera contando nuestras vacación.
Yo aproveitava los recreo para escuchar las historia de mis compañero.
Con un pedazo de una y un retazo de otra, ía armando las palabra. Otros
eran dueños de mis vacación.
Yo contaba que tenía viajado en Montevideo, que tenía ido en el
estadio, que en el Parque Rodó me tinha pegado baito susto en el Tren
Fantasma, que tenía visto uns macaco en el zoológico, comendo lo que la
gente les tiraba. Escribía que merguyaba en la playa, onde las ola te dejan
los ojo ardiendo. Tejiendo la memoria de uno con los recuerdo de otro,
enllenaba los cuaderno, y era tan de verdad lo que contaba, que sentía
como que era yo quien tenía conocido la alegría.
Otras vez, yo inventaba que no tenía podido viajar porque uns familiar
tenían venido a pasar las vacación en Artiga. Creo que asvés, la maestra
no entendía mis historia porque sinó ella se tenía que dar cuenta que
yo soñaba. Artiga no tiene vacación. Solo una vez mis tío se vinieron de
Montivideo porque tenía muerto el hijo de la Negra, y tuvimo que con-
seguir un colchón prestado con la Neusa para que ellos se deitaram en
la cocina. En mi casa, no había lugar para nadies.
Muchos año después, conocí Montevideu, y descubrí que el mar era
más bonito en mis cuaderno. n
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
Marcos Vázquez
LA LLAMADA
Mi mano golpeó una y otra vez el despertador hasta que cayó al suelo y
se abrió por la mitad. Por más que trataba, no lograba acallar el sonido
que perforaba mis oídos. El timbre continuaba sonando. Segundos más
tarde, descubrí que no se trataba del pobre reloj, sino de mi celular. Sin
abrir los ojos, tomé el aparato y atendí la llamada.
—Hola… —dije, entre dormida y preocupada.
—Si querés volver a ver a tu padre con vida, te esperamos a las ocho
y media de la mañana en la bajada veinticuatro de Solymar; en la playa.
Si la policía o alguien más se entera, tu padre es hombre muerto.
—¿Cómo dice? Mi padre… ¡Hola!
Era inútil; ya había cortado. No sabía si la conversación había sido real
o si se trataba de un sueño y me despertaría en cualquier momento. Me
incorporé en la cama, miré la pantalla del móvil para ver si reconocía el
número, pero decía «número oculto».
Traté de recordar la voz: sonaba grave y rasposa, como la de un hom-
bre ya entrado en años, aunque podía estar desfigurada para que no la
identificara. ¿Se trataría de una broma de mal gusto? ¿Qué hora era? Otra
vez recurrí al celular: las siete de la mañana. Recordé que era domingo.
Con razón estaba tan dormida. La noche anterior me había acostado
después de las tres.
Volví a enfocarme en la llamada. ¿Quién sería el gracioso?
Por un momento me sentí tentada a dejarme caer sobre las sábanas,
taparme con el acolchado y seguir durmiendo.
¿Y si no era broma? Pensé en llamar a la policía. ¿Qué les diría? ¿Que
alguien había arruinado la única mañana en la que dormía hasta tarde
en la semana? Por otro lado, ¿si era en serio y al llamar a la policía hacía
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que lo mataran? No podría vivir el resto de mis días con ese peso sobre
mi conciencia.
Si quería acudir al lugar y a la hora indicada, debía apresurarme. Me
levanté y fui a darme una ducha. Mientras lo hacía, pensé en telefonear
a un amigo para que me acompañara, no me gustaba la idea de ir sola.
Pero el hombre había sido muy claro en que si alguien más se enteraba
lo mataría. ¿Y si mi acompañante se ocultaba en el asiento trasero o en el
maletero? No, esa no era la solución; pondría ambas vidas en peligro. Si
iba a ir, debía hacerlo yo sola. «¿Si iba a ir?» No me lo había cuestionado
hasta el momento. Era una opción válida. Quizás la mejor. No ir y hacer
de cuenta que no había recibido la llamada.
Tras meditarlo un instante, concluí que era lo correcto.
Como sabía que no podría volver a dormirme, decidí aprovechar la
mañana. El miércoles debía rendir un examen, así que no me venía mal
haberme levantado temprano.
Me vestí y fui hacia la cocina, calenté el café que había quedado del día
anterior y puse a tostar una rodaja de pan. Cuando saltó de la tostadora
me senté a la mesa a desayunar. No pude probar bocado. Mi mente y mi
estómago no me lo permitieron. Sobre todo mi mente, que en el fondo
seguía sin decidir qué hacer: «Si no voy, van a matarlo; y si voy… a lo mejor
también lo hacen, o quizás sea una trampa para robarme.»
Bebí el café de un solo trago. La tostada quedó en el plato. Comprobé
la hora otra vez: las ocho menos diez. Estimaba que llegar hasta el punto
indicado me tomaría unos quince minutos en auto, por lo que disponía
de poco tiempo para decidir qué haría.
Busqué abrigo. Estábamos a fines de agosto y el invierno golpeaba
con fuerza. ¿En la playa? Una jugada inteligente. No querían a nadie
alrededor. Un domingo a esa hora, con el frío y el viento, seguro que no
habría ni un alma. Por otra parte, al ser un lugar tan abierto, me verían
venir desde lejos.
Me pregunté qué irían a pedirme. ¿Dinero? Esperaba que no, porque
no tenía más que unos pocos pesos en mi billetera. De todos modos, no
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
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Rodolfo Santullo/Matías Bergara
PASIÓN DE MULTITUDES
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
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Diego Castro
MARIPOSAS LETRADAS
Era habitual que la primavera trajera a los jardines de K’ai Feng legio-
nes de mariposas. Lo que no era usual era que esas mariposas llegaran
exornadas de versos, favor que los paseantes debieron, durante varias
décadas, al poeta Hui Hiang. No está claro cuál era su motivación; una
arcana leyenda menciona una pena de amor inconsolable, los poetas de su
época preferían enfatizar el deseo de Hui Hiang -que las artes y la belleza
llegaran a todas las almas- mientras que los vastos mercaderes se contenta-
ban considerándolo un loco. Sea por lo que fuere, lo cierto es que, cada
día, Hui Hiang liberaba una bandada de sirvientes a la caza de mariposas.
Una vez repletos los sacos, volvían al poeta y se las iban ofreciendo una
a una para que Hui Hiang estampara sus versos en ellas. Según el color
y el tamaño del espécimen, variaba la tinta y la disposición de las letras.
El copista imperial Yu Wen, que refiere la historia en la obra dedicada
a Hui Hiang “Catálogo de la versificación en la ciudad de K’ai Feng”, re-
memora estos versos que aleteaban sobre unos lunares amarillos y negros
:
“Luna, ¿dónde está mi sueño de amor?
En nuestra noche eterna, eres mi
soledad.
La esperanza de ayer ciñe mi cuello,
más y más…”
59
CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
Germán País
DUELO DE DRAGONES
A pesar de que el día había comenzado soleado, una humareda se
elevaba desde la lejana ciudad de Portal y cubría gran parte del cielo.
Anusix había volado hasta uno de los picos de aquellas montañas, al oeste,
para descansar su mente de las convulsiones que sacudían el mundo. La
guerra estaba próxima, podía sentirlo. Y en parte, todo en lo que creía,
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todo por lo que había vivido y peleado, pendía de un hilo. Su respiración
resonante pero cansina se entrecortó cuando vio la sombra negra de su
antiguo rival volando en las cercanías. Pronto escuchó el batir de sus
alas, mientras se cernía pesadamente a unos cuantos metros de distancia.
-Rasaxe – lo saludó por cortesía. No hizo ninguna reverencia, pero
tampoco mostró el desprecio que solía enseñarle cuando se veían.
-Anusix, viejo amigo – el sarcasmo era una de las cosas que más lo
enfurecían, y él lo sabía. Igualmente, pasó la ironía por alto.
-Me doy cuenta que Portal se convertirá en cenizas en la noche – apun-
tó el dragón plateado, retomando su respiración normal.
-Impreciso como siempre, mi estimado – retrucó el dragón negro.
- La ciudad ya es un cadáver inmolándose. No faltará mucho para que
comience la última batalla.
Anusix suspiró descorazonado. Tenía menos tiempo del que esperaba.
-¿Crees que esta guerra tiene sentido?
Rasaxe estiró su cuello, y acomodó sus alas. Sacudió su cabeza, todavía
salpicada de la sangre de los mortales, antes de responder.
-Tiene tanto sentido como cualquiera – su tono de voz no revelaba nin-
gún rasgo de preocupación.– Al fin y al cabo, la guerra es parte de la vida.
El dragón plateado quiso refutar esa afirmación, pero no encontró
cómo. Tal vez tuviera razón. Decidió seguir la conversación por otro
rumbo.
-¿Crees que hemos aprovechado bien nuestra vida? - Rasaxe se petrificó
un instante. Supo entonces que había obtenido su atención.
-¿A qué te refieres?
-He pasado toda mi vida huyendo de la opulencia. Lejos del orgullo
de los de mi especie, traté de seguir el camino de Obyd1, y me camuflé
como caballero entre los mortales, buscando enseñarles sobre el honor y
el respeto. Tal vez tratando de forjar un ideal de hermandad y esperanza
entre las distintas especies. Pero ahora percibo que ese ideal es más bien
etéreo. El dragón negro encogió su cuello como respuesta.
1 Obyd: Figura de la regeneración. Potencia draconiana.
61
CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
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-Sí – luego de aquel susurro, ambos se quedaron callados unos minu-
tos, meditativos.
- Tal vez en la vida no importe el destino, sino más bien...
Ambos se congelaron, con desoladas expresiones pétreas en sus ros-
tros. Anusix sintió la llamada de Obyd, y supo que Rasaxe escuchó la de
Drakarya2 . Sin que lo notaran hasta entonces, el cielo se había oscurecido,
inundado por criaturas que volaban hacia Último Refugio. El momento
de la batalla final había llegado. Cada uno de ellos defendería a su señor,
pero sabían que no podrían sobrevivir. Akin3 los mataría, estaba predesti-
nado. Su guerra era simplemente para aleccionar a quienes escaparan de
la matanza. Las miradas de los dragones se cruzaron. El debate quedaba
trunco, y pronto sus vidas también.
Se hicieron una reverencia.
-Ha sido un honor haberte conocido, Anusix – dijo el dragón negro.
-Que irónico que seas tú quien me lo diga – contestó sonriendo el
dragón plateado. -Estoy empezando a disfrutar esto de la ironía.
Ninguno pudo ocultar la amargura en sus corazones. Pesadamente,
levantaron vuelo y se dirigieron a cumplir la última tarea de sus vidas. n
Alejandro Michelena
EL VIEJO MOLINO DE PÉREZ Y EL PARQUE LINEAL
BAROFFIO
El entorno es particularmente atractivo: un arroyo que serpentea entre
árboles típicos del bosque criollo, una barranca con interesante vista hacia
el mar, un viejo molino de agua. El lugar es el parque lineal arquitecto
63
CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
64
allí funcionó mucho tiempo el Taller Figari, y no hace tanto tuvo allí su
sede la asociación de artistas plásticos.
Desde mitad de siglo pasado el entorno del Molino de Pérez se trans-
formó en un parque atractivo, rodeado por las fronteras de dos barrios
residenciales: Malvín y Punta Gorda. La barranca, que se impone como
paisaje escenográfico para quien llega desde la rambla, tiene en la altura
una calle de balastro con algo de provinciano; a su vera construyeron sus
casas pintores y escritores. El arroyo sigue corriendo sereno, como desde
hace siglos; la sombra de los sauces invita al descanso y la reflexión. Todo
el conjunto -molino incluido— establece una alternativa interesante al
paseo de rambla y playa, tan habitual y cercano. n
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
67 EL RAP DE LA MORGUE
Claudia Amengual
70 LA LÍNEA AMARILLA
Hugo Burel
72 DOÑA HELEN
Susana Cabrera
76 AMOR DE CABALLO
Miguel Ángel Campodónico
78 ALGUIEN MUEVE LOS RUIDOS
Marcia Collazo
81 QUASIMODO
Henry Trujillo
83 EL FRESNO
Ada Vega
85 LA FÁBRICA [Fragmento]
María Julia Alcoba
87 CEREMONIA
Mercedes Rosende
89 LA ABUELA
Rafael Fernández Pimienta
66
VOLVER
Claudia Amengual
EL RAP DE LA MORGUE
La morgue huele a carne fresca. Es el mismo olor sanguinolento de las
carnicerías, una oleada dulzona que revuelve el estómago hasta la náu-
sea, pero que, al cabo de un rato, se soporta con resignada gratitud. La
constatación de este primer error de prejuicio desvía la atención de la
brutalidad de los hechos, y la mente se distrae por unos instantes en ven-
cer el asco a la podredumbre —que es puro miedo, terror a enfrentarse
a la ineluctable descomposición futura del propio cuerpo—. Atravesado
el umbral de esta bienvenida, tampoco espera el silencio obvio de los se-
pulcros, sino un clic clac metálico que a veces se diluye en el borboteo de
aguas y alcoholes, y una palabra que va y viene, pero que no es inteligible
porque —como después uno se entera— se trata del código médico de
la muerte. Hay más luz de la que uno quisiera, aunque este querer y no
querer es un viene y va, un deseo espasmódico, casi esquizoide. La luz
provee de la seguridad aséptica de los quirófanos y se opone a ese miedo
primario que cualquiera tiene, que todos tenemos. Pero también pone
de punta los nervios e impide el recogimiento que una penumbra digna
daría. Todo se vuelve demasiado visible. El exceso de luz no hace más que
enfrentarnos a la brutalidad de la muerte, como si fuera la tortura de una
pinza que a la fuerza mantuviera abiertos nuestros párpados.
Así es la morgue. Así y fría; no se había equivocado al imaginar eso. O
así fue aquel día en que el hombre llegó con el único fin de entrevistar a
un médico que iba a proporcionarle datos para un artículo periodístico.
Y no volverá a saber si la morgue cambió más tarde, si la morgue es una
liquidez que fluye entre dos coordenadas de espacio y tiempo, o si es el
fósil estancado de las cosas que no mutan porque la muerte también es
67
CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
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desprendimiento, el humo del cigarrillo era una indecencia en aquel
lugar, la cabeza ahora sí le daba vueltas, algo le giraba adentro y casi podía
ver el torbellino interior como si fuera el ojo de un pequeño huracán,
un huracán doméstico que ya lo iba mareando, que iba a voltearlo, salvo
que respirara, salvo que encontrara el ritmo de la respiración, de su res-
piración, que la acompasara a la del niño, porque el niño respiraba, se
le movía la vena en el cuello, y si lograba ajustar su aire al aire del niño,
hemorragia, contusión, desprendimiento, ahora era una masa espesa que
le subía desde el estómago hasta la boca y que tenía el gusto amargo de
su último almuerzo, y que luego bajaba y volvía a acomodársele en el
estómago, y amagaba con escalar de nuevo las paredes de su cuerpo, y
pensó que no iba a vomitar sobre el niño, porque el niño respiraba, he-
morragia, contusión, desprendimiento, y el humo del cigarrillo, y el olor
a carne fresca, y el ruido metálico de los instrumentos, respirar, respirar,
respirar, respirar, respirar, respirar, solo concentrarse en eso, hemorragia,
contusión, desprendimiento, hemorragia, contusión, desprendimiento.
El niño juega al fútbol en la azotea –a quién se le ocurre- y él es el
niño. Y es otoño, o quizá primavera, porque no hace frío, pero hay vien-
to. Hemorragia, contusión, desprendimiento…Y él es el niño, que ya no
es el niño porque el niño está muerto, pero juega en la azotea. Solo. El
fútbol no se juega de a uno. Pero el niño que es el hombre que es el niño
juega solo en la azotea. Hemorragia, contusión, desprendimiento…Y el
niño no quiere volver a la casa, no quiere bajar las escaleras. Prefiere el
mundo alto de la azotea hasta donde no llegan los gritos. En el mundo
alto de la azotea, el niño juega a ser libre, la azotea parece que se termina,
pero no es cierto. La azotea se prolonga en el aire, y el aire es infinito, y
quien domina el aire no tiene coto a sus sueños. Hemorragia, contusión,
desprendimiento… El niño que es el hombre que es el niño patea contra
una pared, contra el tanque de agua, contra el poste del que cuelga la
cuerda de la ropa, y hay ropa, hay una sábana que el niño ensucia y que
restriega para tapar lo que ha hecho, frota, frota, se esmera, pero el mal
se vuelve peor, y el niño ya no ve la pelota, ni la azotea, oye los gritos
69
CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
que serán, los gritos y quizá los golpes, ya los puede sentir, ya puede la
cachetada o la patada en las costillas, ya lo siente, ya le duele, ya le está
doliendo, frota, frota, frota, hemorragia, contusión, desprendimiento,
frota, frota, frota, la mancha es un pegote de tierra y sudor asustado en
la sábana blanca, el niño siente que se marea, que algo le gira adentro,
casi puede ver el torbellino interior como el ojo de un pequeño huracán,
un huracán doméstico, y ya se va mareando, ya va caer, salvo que se vaya,
salvo que se vaya lejos, y el niño sabe que esta vez no se escapa, hemo-
rragia, contusión, desprendimiento, que los golpes van a doler sobre los
otros golpes viejos, hemorragia, contusión, desprendimiento, y la azotea
no tiene límite, parece que se termina, pero no es cierto, hemorragia,
contusión, desprendimiento, la azotea se prolonga en el aire, y el aire es
infinito, hemorragia, contusión, desprendimiento, y basta, basta, basta,
basta, esto duele, duele, duele, hemorragia, contusión, desprendimiento,
el aire es infinito, entonces el niño salta y domina el aire, y quien domina
el aire no tiene coto a sus sueños. n
Hugo Burel
LA LÍNEA AMARILLA
¿Quién inventó la línea amarilla? ¿Un geómetra? ¿Un artista del planismo
abstracto y minimalista? ¿Un maniático de la línea recta? No lo sé: pero
la línea amarilla ha cambiado el mundo. Es una genialidad comparable
al imaginario meridiano de Greenwich, el meridiano 0, esa inquietante
referencia geográfica. A diferencia de esa línea única, la línea amarilla
está en todos lados: en las carreteras, en el piso de los aeropuertos, a dos
metros de las cajas de los bancos, delante de las ventanillas de las oficinas
públicas. La línea amarilla es un límite, una frontera, una cosa inquietante
que no podemos atravesar hasta que nos lo indican. Qué poder que tiene
70
esa línea. Hacemos la fila detrás de la línea amarilla y no podemos avanzar,
cruzarla hasta que la persona que estaba delante de nosotros haya termi-
nado lo que venía a hacer y alguien ordene que pase el siguiente: para un
trámite, una gestión, lo que sea.
A veces, esas líneas amarillas —en especial las de las oficinas de trámites o
dependencias de pagos— están un poco despintadas o borrosas. Las decenas
de miles de pies que las han pisado han ido desgastando la pintura hasta
convertirla en una huella que ya no es amarilla, sino que tiene apenas un
tono remotamente vinculado al color original. No obstante, ese rastro de lo
amarillo es suficiente para que la línea mantenga su poder, su significación
de frontera. Por eso, cuando un día volvemos a ese lugar que tenía difusa
la línea y la encontramos recién pintada y bien visible otra vez, sentimos
un secreto alivio. La línea ha recuperado a plenitud su poder y de nuevo
restalla el amarillo, exultante de autoridad.
Años atrás conocí a un hombre que no se animaba a atravesar una línea
amarilla. Se acercaba y cuando estaba a punto de cruzarla, se arrepentía. Le
daba el paso a otro. Transpiraba y disimulaba. Nunca podía cruzar la bendita
línea, ni siquiera en la calle. Pensaba que si lo hacía, caería en un abismo
invisible y terrorífico que iba a tragárselo sin remedio. En donde los demás
veían solamente una línea amarilla, él intuía el pasaje a otra dimensión.
Un día, alguien le sugirió que debía ponerse en tratamiento, acudir a
un profesional que le ayudase a elaborar y desechar esa idea absurda que
era una limitante para su vida. Debía encontrar la razón última de ese
miedo, simbolizado por la línea amarilla. Por fin, el hombre aceptó some-
terse a una terapia y durante meses concurrió dos veces por semana para
tratarse el terror ante la línea amarilla. Poco a poco fue aceptando que
la verdadera línea existía solamente en su cabeza y era allí donde debía
borrarla. Ese borrado le costó dinero y arduos enfrentamientos con sus
propios miedos y fantasías. Pero al final del túnel pudo ver la luz. De la
última sesión del séptimo mes de terapia se fue absolutamente convencido
de que lo único que haría cuando se enfrentase a la primera línea amarilla
que viese, sería cruzarla.
71
CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
Susana Cabrera
DOÑA HELEN
Dicen que lo sucedido no fue obra de la casualidad.
Santos A. como le llamaban, llegaba de la ciudad recién recibido de
abogado.
Regresaba siempre a la gran casa del valle, tomando por el atajo de las
acacias, desviando el cruce del pueblo. Sin embargo, ese día, domingo
de difuntos, cambió el itinerario, enfiló su gran Plymouth negro y blanco
hacia la taberna del turco, pidió una soda fría y pagó con un billete grande
de esos que se ven poco y son sello de importancia.
El turco buscó el cambio en el cajón de madera, juntó de sus bolsillos
lo que encontró y le pidió a su mujer que lo completara con el dinero de
la caja fuerte. La mujer entró en la casa y demoró su regreso. Dicen que
fue esa demora la causante de la tragedia.
Los parroquianos tuvieron tiempo de mirarlo bien.
Traje claro de raya bien planchada, chaleco cruzado por una gruesa
cadena de oro que sostenía un reloj de bolsillo que lucía sus iniciales en
la tapa y que Santos A. abría con un gesto muy personal. Uno pensaba
al mirarlo que prefería la sucesión de esos gestos a la precisión de la
hora indicada. Camisa de cuello blanco almidonado y corbata palomita
de color azul. Azules y blancas eran también sus polainas que daban fe
de los gustos de Santos A. por la moda y el empedrado de la ciudad. El
sombrero era de paja de La Habana.
72
Todos conocían su historia, pero se perdía tan lejos en el tiempo
que ya habían olvidado su pobreza de otrora respetando ahora al único
heredero de la fortuna de los gringos. Había nacido el día de los Santos
Difuntos y según la madre, con A, empezaba el nombre del desconocido
padre cuya identidad la mujer se llevó a la tumba.
Un ruido a motor exigido lo hizo mirar cuesta abajo, de donde el
viejo ómnibus, que recogía una vez por semana a los pocos viajeros que
salían del pueblo, luchaba por subir la cuesta acompañado de la tos y el
humo negro de siempre.
Santos A. subió al auto y antes de que los parroquianos se hubie-
ran acostumbrado a su ausencia, se estremecieron con la frenada del
Plymouth. Dicen que muchos años después, se veía todavía la huella del
auto sobre la piedra adoquinada del viejo empedrado color tiza. Dicen
también que si no se hubiera detenido a mirar el ómnibus o si la Mag-
dalena no hubiera perdido ese ómnibus cuatro meses atrás cuando llegó
corriendo y fatigada como potranca recién ensillada, dicen, que todo lo
que sucedió después no hubiera sido historia para contar.
Yo hice el trayecto caminando desde la taberna del turco hasta el lugar
donde apareció la Magdalena que había subido la pendiente aprovechan-
do las salientes de la roca como escalones, y comprobé por mí mismo que
cuando Santos A. la vio, fue en el mismo momento en que ella pisaba el
último peldaño y no la hubiera podido ver ni una fracción de segundo
antes ni una después.
La Magdalena vivía con su madre en el fondo del valle y dicen que
fue la mano de Dios que impidió su primer viaje. A los pocos días la ma-
dre enfermó, y durante cuatro meses la cuidó hasta que la pobre mujer
entregó lo único que le quedaba, piel y huesos, al Señor.
Pero Dios no quería que la Magdalena abandonara el pueblo, y la
segunda vez que intentó partir fue el mismo día que Santos A. cruzaba
el pueblo en su Plymouth y la impresión que le causó se mide por la
intensidad de la frenada.
73
CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
2
Los ingleses habían llegado al valle hacía más de veinte años.
Él, alto, rubio, con pantalones de montar y botas de caño alto.
Ella, una belleza pálida, de vestido de muselina con encaje, zapatos
de cabrita y parasol bordado.
La volanta que los trajo y con la que una vez al mes subían al pueblo,
tenía el sello de bronce de una famosa casa inglesa «Powers y Jhon-
son».
Compraron todo el valle y lo transformaron en una copia de sus
pagos ingleses. Dicen que todas las tardes a las cinco, una mucama con
delantal y cofia blanca le servía el té a la señora. La llamaban doña Helen
y ella sonreía ante esa palabra «doña» que no entendía bien pero acep-
taba como algo familiar.
Mi padre llegó una tarde, a esa hora, a entregar unos caballos pura
sangre y la vio, sentada, sola, en la hermosa galería rodeada de flores,
frente al juego de té de plata y con una caja de galletitas Bagley, que
dicen le mandaban directamente de Inglaterra.
La servidumbre la quería, aunque nunca se enredó en las costum-
bres nuestras y en cambio impuso, despacito, las suyas al personal, que
se acostumbró a tomar el té después de las comidas, y engalanar las
yerras con esas botellas de líquido del mismo color del té y nombre
muy difícil de pronunciar, pero que eran un deleite para acompañar los
asados de cuero lonjeado.
Dicen que doña Helen tenía siempre la mirada perdida en el hori-
zonte como atisbando un velero que la regresara a su adorado suelo.
Ella esperaba el atardecer en la galería.
74
En los días muy fríos le servían el té en el salón de la chimenea, en
donde un gran retrato del Rey y una bandera del país en raso brillante,
daban fe del respeto por sus orígenes. Otro retrato que ocupaba buena
parte de la pared del ventanal, mostraba a doña Helen en una cacería
con perros, jinetes, cuernos y un castillo de fondo, que no permitía dudas
sobre el abolengo de su familia.
Sin embargo, todos sabían de la soledad del matrimonio sin hijos y
dicen que en los primeros años de su llegada, los continuos viajes en
volanta a la ciudad, se debían al riguroso tratamiento a que la sometió un
famoso ginecólogo compatriota. Unos años después, cuando se perdió la
esperanza, la volanta dejó de viajar.
3
Cuando Eulalia entró de cocinera, trajo consigo a su hijo de seis años, y
cuando sin prevenir a nadie murió de sorpresa, todos sabían que el niño
se convertiría en el hijo del solitario matrimonio inglés.
Santos A. le enseñó al inglés a montar en pelo, a tirar el lazo, a ensi-
llar eligiendo la cincha de veinte piolas, a cabalgar con y sin estribera y a
castrar con los dientes.
Santos A. se fue acostumbrando al césped inglés, al té de la tarde, a las
lecturas de Dickens y al selecto internado de la ciudad.
El día que se recibió de abogado, regresó a la casa con la Magdalena.
Dicen que todo siguió igual y que la muchacha se prendió a las cos-
tumbres de doña Helen imitando su caminar, su porte erguido, y hasta su
gusto por las galletitas enlatadas.
Dicen que los pequeños cambios, muy menudos, los notaron en el
inglés. Estaba más ágil, más alegre, como al rescate de una juventud que se
le escapaba. En las noches de verano, se sentaba en la galería con el torso
desnudo muy tostado por el sol, y se mojaba el cuerpo con el agua helada
del aljibe que le dejaban en una jarra de porcelana junto a su hamaca.
Doña Helen y Santos A. jugaban todas las noches su partida de ajedrez,
mientras la Magdalena servía los jugos de frutilla en las copas de cristal
75
CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
76
de las patas equinas), es finalmente la maravilla del mar desafiante fren-
te a los ojos (sin catalejos, ni periscopios, ni largavistas o cualquier otro
aparato fabricado con la expresa intención de acortar las distancias), (o
de alargar las miradas).
Y entonces, el caballo. Ese caballo en particular, ese amigo del hombre
(en general, no del personaje que nos ocupa), esa bestia de tiro capaz de
dar en el blanco (ahora sí el hombre que nos preocupa), ese compañero
de los humanos (aunque menos, según dicen, que el perro), aquel caballo
que es el mismo al que antes se ha mencionado como ese caballo, no co-
rreteaba su independencia sobre los verdes prados (ni siquiera sobre los
marchitos), al contrario, aquel caballo, ese caballo, lo empujaba contra
la pared, descontrolado, frenético en su lujuria amatoria, tal cual si él, el
hombre, fuera una yegua en celo (o un macho homosexual liberado del
superyó), y continuaba apretándolo contra el muro con golpes de cabeza,
es verdad, pero también con lengüetazos húmedos que no cesaban de
transmitir calor (y baba abundante).
Y fue entonces cuando el hombre entendió que no le disgustaba.
(Silencio, vergüenza, preocupación, sensación de que debería comen-
zar una terapia psicoanalítica al día siguiente). Pero, a pesar de todo,
hubo de apartarlo con todas sus fuerzas (las propias y las del resto de la
humanidad sumadas, confluyendo para que triunfara la tradición, los
hombres con los hombres, los caballos con los caballos), hasta temió el
pobre hombre que le hubiera sobrevenido un ataque de zoofilia (aunque
tampoco recordara haber leído nada de eso en los diarios de derecha o de
izquierda), o que fuera víctima de un inesperado arranque de amor por
alguien o por algo que tenía un cuerpo tan diferente al suyo, incluso se
asustó al pensar que padecía una fiebre parecida a la uterina (solamente
parecida, puesto que él, el hombre, carecía de matriz), y por eso, con-
fundido al recordar su propia anatomía (y la del caballo), ya que no tenía
claustro materno, ni útero propiamente dicho, continuó haciendo fuerza
para sacarse al animal de encima (fue esta la primera vez que pensó en
el caballo como en un animal, qué curioso, algo que muchas veces había
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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
Marcia Collazo
ALGUIEN MUEVE LOS RUIDOS
Memoria de la risa (I)
No muerto sino apenas ferozmente dormido.
Así te halló la luna,
así tejió la luna su capa de ceniza debajo de tu lengua,
exploró los contornos de tu vieja alegría agazapada,
le preguntó el temblor,
la veleidad de aquella lasciva carcajada,
78
ondulación de viento pecho arriba,
como si te rieras hasta siempre.
Después fue tu silencio:
muro de piedra y vidrio,
aceitosa penumbra te rondaba.
Nadie sabe, nadie verá al durmiente ni al cazador nocturno,
que baja por la hiedra con el enjambre blanco
de tu risa a la espalda.
En la ciudad del sueño abrías una puerta:
del otro lado el mundo, la ligera virtud de haber nacido,
y un resplandor doliente de luciérnaga.
Pero cuando este día desperece sus plumas,
habrá que reinventar toda certeza,
buscar si quedan rastros de esa risa tentáculo,
euforia del jadeo.
(Bostezarás, tomarás tu café, ensayarás tu mueca ante el espejo, y no sabrás jamás
lo que ha pasado, como un soplo de polvo de planetas, sobre la tempestad de tu
garganta).
Aquel pañuelo
Todo ha de repetirse un infinito número de veces, según las leyes del eterno retorno.
A Galia, in memoriam
Así las malas horas suben por la escalera sinuosa del olvido.
Así vuelven más tarde,
en blancura caída como abrojo de nieve
por si la sola nieve,
o en sospechosa calma de veneno.
Así también tu risa de la última tarde,
y el verde de la espuma que bailaba en tus ojos,
79
CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
ya entonces extranjeros.
Me acuerdo de tu pelo,
su relumbrón de miel y chocolate espejeando en la reja
de la puerta,
la infamia de tu pelo abandonándome.
Ya rodó el viejo vaso debajo de la mesa
y tus zapatos fueron a dar de bruces
en la tierra,
como pellejos de caballos vencidos.
Sobre todo recuerdo aquel pañuelo
que llevabas al cuello
y que yo sepulté como una aparición demasiado despótica
porque ya te habías muerto
y porque los objetos no dejan de bailar
en su rincón oscuro.
En su callar de astuta cortesana
me acechan, ronronean, pero al cabo,
si todo se repite un infinito número de veces,
entonces me apresuro
a borrar mi fatiga, mi fatal sobresalto,
por lo que no te dije
o por lo que te dije,
por lo que no debió perderse ni encontrarse
bajo el lomo erizado del recuerdo.
Mburucuyá
La bruja, dedo sacro, le designó un color como de ausencia —señorita
de blanco desplegando la enagua, tibio tentáculo de cadenciosa lengua,
un cierto olor a sueño sepultado, raíces venenosas de otra tierra—. Era
de flor y fruto su palabra, morbidez de la aurora en la raya del monte,
caracoleo de estambre, pegajoso ritual de mejillas de niña, o los labios
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abiertos, peligrosa, aparición de nadie tocada con la piel de todas las
memorias y de ninguna madre; parecida a sí misma por lo tanto.
Bruja india masticó los sonidos, los meció en la hondonada de la
lengua y escupió la palabra como una salamandra, dijo: mburucuyá. De
esa boca mitad filo de piedra, cavernosa costumbre de acechar en lo
oscuro, salió el fruto prohibido: dijo mburucuyá y ya era nombre, una
extensión de sí por el aire aletazo, desfloración de piel, los pétalos abier-
tos, la promesa.
(para el ritual el padre preparaba las tazas, en el costado de un gran barco de niebla/
infusión de las hojas, barro que lo acunaba, le entibiaba las manos, decía su secreto/
el barco orilla el monte/ bruja lengua de pasto lame el viento). n
Henry Trujillo
QUASIMODO
Yo quiero a Quasimodo. Lo crié yo porque mi madre murió al nacer él,
porque salió muy grande y deforme y ella no pudo con el esfuerzo. Y
porque mi padre siempre estaba borracho y no se preocupaba por noso-
tros si no era para mandarnos a buscar vino. Tomaba tanto vino que un
día fui a despertarlo y me encontré con que había reventado y lo único
que quedaba era una masa sin forma desparramada por todos lados. Los
vecinos vinieron y lavaron el piso, y me dijeron que llevara a Quasimo-
do al orfanato. Pero yo no quise separarme de él, por más que a mí no
me daban trabajo en ningún lado, porque de chico tuve poliomielitis y
tengo que andar con bastones, pero nos quedaba la casita de mi madre,
donde vivíamos, en Playa Pascual. En verano venían turistas y la gente
siempre decía que era un buen lugar para los muchachos jóvenes que
querían progresar. Entonces pusimos un puestito junto a la carretera y
81
CUENTO CONTIGO PARA VIVIR L A LEC TURA
hacíamos limonada pero nadie nos compraba porque decían que éra-
mos unos sucios. Nosotros no éramos sucios, lo que pasaba era que Qua-
simodo se tiraba al suelo a jugar y también se hacía las necesidades en la
ropa y yo no podía lavarlo. Él se me escapaba a cada rato. Lo que más le
gustaba era cazar pájaros y comérselos, porque era tan grande que siem-
pre tenía hambre, pero a mí no me gustaba que se me fuera porque lo
agarraban los gurises del barrio para tirarle piedras y reírse de él y yo no
podía correrlos porque apenas puedo caminar. Entonces, para que no
se fuera le conseguí unas campanitas de esas que se ponen en los árboles
de Navidad y se las até a un palito, y él se entretenía haciéndolas sonar
con una cucharita. Se pasaba horas escuchándolas con la boca abierta.
Yo lo miraba y pensaba que éramos felices y me acordaba que mi padre
decía que habíamos salido mal repartidos, que Quasimodo era grande y
bobo y yo era normal y raquítico. Yo digo que por eso somos tan unidos.
Yo subo a sus espaldas y él me lleva, y entonces somos una sola persona,
yo soy su cabeza y él es mi cuerpo. Por eso compartimos todo, aunque
Quasimodo lo único que puede compartir son esos pajaritos que caza
que tampoco son muchos, y yo sé que a pesar de que tiene mucha ham-
bre no se los come todos con tal de traerme uno o dos para mí.
Yo sé también que fue por eso que empezó a robar gallinas. A los
vecinos no les hubiera molestado mucho que él les robara un pollito de
vez en cuando, pero no soportaban verlo comérselos vivos, piando los
pobrecitos mientras él los masticaba. Pero no era culpa de Quasimodo,
sino de Dios que lo hizo tan grande y hambriento. Los vecinos querían
denunciarlo. Yo les pedí que no lo hicieran y ellos al final dijeron que sí
con la condición de que lo encerrara. Así que lo metimos en la pieza de
papá y clavamos maderas en la puerta y la ventana, dejando solamente
unas rendijas para que pudiera mirar afuera. Quasimodo pasaba lloran-
do todo el día y a mí se me partía el alma cuando me llamaba o cuando,
por la noche, se ponía a aullar como un perrito abandonado. Solamente
cuando la luz de la luna entraba por las rendijas de la ventana él se cal-
maba, y entonces comenzaba a hacer sonar sus campanitas como si su
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pobre alma estuviera en ellas. Muchas veces me dormí escuchando su
sonido.
Pero no podía durar mucho así. Los vecinos protestaban porque el
olor a orín y caca se sentía desde lejos y atraía las moscas que forma-
ban una nube negra alrededor de la casa. Al final pasó que unos gurises
vinieron a molestarlo pinchándolo con un palo que pasaron entre las
maderas de la ventana. Quasimodo se puso a gritar, y uno de los niños
metió la mano dentro para tirarle una piedra. Él se la agarró y le arrancó
el dedo de un mordiscón. Cuando el padre vio a su hijo con el muñón
ensangrentado y llorando a lágrima tendida fue a hablar con un juez
para que se llevaran a Quasimodo al manicomio.
Mañana lo van a venir a buscar. Pero yo no voy a dejar que se lo lleven.
Ahora, cuando se duerma, le voy a clavar en la cabeza una lezna vieja que
tengo. Yo sé que voy a ir a la cárcel, pero no me importa. Voy a llevar sus
campanitas y las voy a hacer sonar en las noches de luna. Entonces será
como si su alma se desprendiera de ellas y se quedara jugando allí, en el
aire, mientras yo me duermo y sueño con ángeles raquíticos y demonios
que comen pájaros. n
Ada Vega
EL FRESNO
Un año, el Municipio plantó árboles en mi barrio. Sobre la vereda
de mi casa dejó un fresno adolescente y altanero. Desde la ventana del
comedor lo veíamos crecer y desarrollarse. A los dos años, coronado de
flores, se hizo hombre.
Mi casa tenía un jardín con un muro y un portón.
En esos días, mi padre había comprado, en el invernadero, una Pal-
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María Julia Alcoba
LA FÁBRICA [Fragmento]
Yo no era buena estudiando, era dispersa. “Vivía en la luna”, leyendo
revistas y novelitas del Oeste que canjeaba en el quiosco del barrio.
El quiosco era parte del mundo que me fabriqué en mi adolescencia;
me permitía viajar, irme muy lejos con mis pensamientos. Siempre me
gustó leer. Para conseguir comprar algún librito, yo vendía diarios y bo-
tellas viejas que me daban los vecinos, luego podía canjearlo por otros
ejemplares.
Me propuse dejar la escuela en quinto año porque era la más alta de
mi clase y con busto. Me daba mucha vergüenza. Parecía una mujer al
lado de mis compañeras, flacas y menuditas. Ya había repetido segundo
porque en casa, ese año, había sucedido algo muy grave: el accidente de mi
hermana en la fábrica. Mi madre pasó casi un año y medio acompañándola
en el hospital. Durante ese tiempo, me sentí muy triste e insegura. Mis dos
hermanas cambiaron sus turnos para poder estar siempre una de ellas en
casa. Yo pasaba largas horas en casa de una vecina que me enseñó a hacer
buñuelos, además escuchábamos una comedia en la radio.
Me aburría en la escuela, estaba siempre pensando en otra cosa, de
ventana para afuera. Y tenia miedo de repetir quinto año.
Admiraba a mis hermanas porque traían dinero a casa; mejor dicho,
las envidiaba. Y sobre todo envidiaba esas horas que estaban en la fábrica.
¡Esa ausencia! Traían siempre temas de conversación.
Hasta que un día me animé a decirle a mi madre que no quería ir más
a la escuela, que estaba perdiendo el tiempo, que de todas maneras, no iría
más y que tenía miedo de quedar repetidora otra vez y quería trabajar. No
me animé a decirle eso del cuerpo, que se me estaba poniendo grande.
Creo que mi madre lo esperaba, porque contestó:
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-Me dijeron que, dentro de unos meses, van a tomar gente en la fábrica.
Después de esas vacaciones no volví a la escuela
De mis hermanas, lo que realmente envidiaba, era su independencia.
Hablaban como adultas, de igual a igual con otras personas, yo quería ser
como ellas. Veía a la fábrica como la oportunidad para conseguir trabajo
y traer plata a casa. Sabía que otras personas ven al liceo como la salida,
pero éramos pobres. Para mis padres, la fábrica también estaba más cerca,
Entrar a trabajar allí era lo deseado por todas mis vecinas.
Pasaron unos meses. Esperando entrar a la fabrica, trabajé de lim-
piadora en una casa y en una tienda del barrio. A las niñas les pagaban
poquito. Ayudaba en casa con quince pesos por mes. Era poco el sueldo
pero me ponía contenta.
Un buen día, mi hermana me dijo:
-En la fábrica pusieron un cartel, toman aprendizas. ¡Mañana anotate!
Así, con trece años recién cumplidos, entré en la fábrica textil “Lana
Uruguaya”, en el Cerro, mi barrio.
¡Pucha! El despertador ahora también sonaba para mí. Bien pronto
se me pasó el apuro de ser obrera y ganar plata. Sobre todo cuando es-
tábamos con el turno cambiado con mi hermana y tenía que ir sola a las
seis y media de la mañana, tenía miedo como una niña; ya no me sentía
tan grande, ni tan independiente.
En la casi oscuridad, las ramas de los inofensivos árboles se me volvían
sombras fantasmagóricas. Y ¡qué susto escuchar el ruido del silencio!
Llegaba corriendo a la fábrica, casi sin aliento, pero no por trabajar, sino
por el miedo que pasaba en esas cinco cuadras que debía recorrer.
Sí, dejé la escuela. Cambié las aulas, por grandes galpones de zinc,
que hacen que te cambie el estado de ánimo según sea la temperatura:
calor o frío intenso. El ruido de los telares es ensordecedor. El calor, el
vapor, el olor a lana mojada de la tintorería y el de aceite de máquina,
completaban el insano respirar de cada día, te invadía los pulmones y
impregnaba tu ropa. Se te va a la mierda todo el romanticismo de ser
grande y trabajar en la fábrica.
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Entré como aprendiza. La primera preocupación de la compañera
que me enseñó a trabajar en hilandería, fue:
-¡Cuidado con los dedos!
Aquí sí que se te agudizan los cinco sentidos. La sordera se te cura
cuando empezás a distinguir el ruido de la máquina que marcha mal, no
es necesario forzar la garganta: aprendés de apuro a hablar por señas, dejás
de sentir el mal olor, tu memoria lo registra todo y pasás a ser una pieza
más del aquel gigantesco engranaje sin darte cuenta. Los movimientos
de los dedos se sincronizan con los tiempos de la máquina, te sentís un
alargue de ella misma. Si te distraés, los rodillos de la máquina te llevan
los dedos, o las poleas te llevan la pollera o el cabello si lo tenés largo.
-¡Atención!- me pedían mis compañeras. n
Mercedes Rosende
CEREMONIA
Se rehúsa a salir del sueño a abandonar la laxitud de la cama a dejar
la bruma tibia se niega pero el sonido insiste persiste el ruido machaca
cerebro barullo taladra cráneo perfora córtex explota mierda no tiene
más remedio que abrir los ojos carajo furiosa los abre escucha fuerte el
taconeo penetrante golpeteo estridente persistente los tacos de la mujer
del 4° B justo justo arriba de su cabeza.
No hay opción, tendrá que matarla.
La mujer del 4° B sale del edificio en Avenida de Mayo, Leonilda la ve
venir y se pone los lentes oscuros, abandona las sombras, camina detrás
del tapado rojo que taconea sobre el pavimento. Pasa entre personas
apuradas sin perderla de vista, toca la pistola, reconoce la forma familiar.
La gente se vuelve multitud, llega a Plaza de Mayo.
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Es que no aparece.
Qué raro.
Y Leonilda, ¿no estaba en cura de sueño?
Sí, duerme todo el día. Luis, ¿me ayuda a colgar los cuadros?
El ascensor y Leonilda se pierden en la barriga del edificio.
Llega, se acuesta. Duerme.
Se rehúsa a salir del sueño a abandonar la laxitud de la cama la bruma
tibia se niega pero el sonido insiste persiste el ruido machaca cerebro ba-
rullo taladra cráneo perfora córtex y explota mierda no tiene más remedio
que abrir los ojos furiosa los abre escucha fuerte el martillo penetrante
golpeteo estridente de la vecina del 3° A justo justo al lado de su cabeza.
No hay opción, tendrá que matarla. n
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AUTORES
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Ignacio Martínez Susana Olaondo Lía Schenck Helen Velando
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Gabriela Armand Ugon Cecilia Curbelo Daniel Baldi Gabriel Aznarez
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Matías Bergara Diego Castro Germán Pais Alejandro Michelena
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Marcia Collazo Henry Trujillo Ada Vega María Julia Alcoba
critor uruguayo invitado a una residencia tor. Algunos de sus títulos son: Torquator
en la Maison de Écrivains Étrangers et des (1993), El vigilante (1996), La persecución
Traducteurs de Saint-Nazaire (Francia). Su (1999), Gato que aparece en la noche
cuento Amor de caballo figura en varias (1998), El fuego y otros cuentos (2001),
antologías uruguayas y fue publicado en Ojos de caballo (2004) y Tres buitres
distintas revistas y semanarios cultura- (2007). Ha colaborado con el suplemento
les, por ejemplo, en Cuadernos de Marcha El País Cultural del diario El País, donde
(Montevideo, 1993), así como en el ex- publicó varios relatos breves.
terior en Saltomortal (Suecia, 1983) y en
Europe (traducido al francés, 1997).
Ada Vega
Ada Vega, narradora uruguaya, nació en
Marcia Collazo
Montevideo el 30 de agosto de 1936.
Nació en Melo. Premio Bartolomé Hidalgo Jubilada de Industria y Comercio, co-
Revelación (2011) y Libro de Oro (2011 y menzó a escribir en 1996. Ex–alumna del
2012). Ha publicado Amores cimarrones: Taller Literario dirigido por los Profesores
las mujeres de Artigas y La tierra alu- Sylvia Lago y Jorge Arbeleche. Ha sido dis-
cinada: memorias de una china cuarte- tinguida en varios concursos. Ha editado
lera (novelas); A bala, sable o desgracia los libros Garúa - Editorial Orbe Libros,
(cuentos), A caballo de un signo y Alguien 2003 (cuentos); Detrás de los ojos de la
mueve los ruidos (poemas). Parte de su mama vieja, Editorial Orbe Libros, 2006
obra ha sido publicada en Cuba, Argenti- (novela); Malena, Editorial Orbe Libros
na, Francia y España. 2008,(cuentos); El embrujo de Maracaná
Editorial Rumbo 2014,(cuentos); y su blog
“Garúa” http://adavega1936.blogspot.
Henry Trujillo com/ con 100 cuentos y 465.828 visitas.
Nació en Mercedes en 1965 y desde hace
varios años reside en Montevideo. Es
Licenciado en Sociología, docente y escri-
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«Cuento contigo, para vivir la lectura» presenta esta selección de textos de
autores nacionales dirigida a niños, jóvenes y adultos.
Generosos artistas comparten sus universos para que también sean nues-
tros, a través de la publicación del libro que tienes entre tus manos.
Con esta campaña se busca promover el libro y la lectura como herra-
mientas para el encuentro personal y colectivo en todo el territorio nacional.
Nuestra invitación es para compartir los textos con tu comunidad, veci-
nos de tu barrio, compañeros de clase y con quien quieras, para desarrollar
actividades que impliquen recreación, interacción y disfrute del placer de leer.
Coordinación general
Plan Nacional de Lectura MEC
Cámara Uruguaya del libro
PATROCINAN
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