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Leopoldo Castilla - Baniano (1995)

2009-03-08 | El Descubrimiento

Baniano
Leopoldo Castilla
Madrid, Verbum, 1995

Poemas de: BANIANO

SUDESTE

II

Tiene temperatura de parto


la noche de Bangkok. La oscuridad
oleosa
corrompe lo que va a sobrevivir,
asfixia la cuchillería
de los peces secos,
entumece el verde
para que al alba tenga su ataúd el agua
y en los mercados
la misma luna
menstrua
en el bulto que duerme en la vereda
y en el ojo del gallo
que peleará mañana.

No pasarán de esta noche


el dios grasiento que las moscas
desahogan,
el árbol enfermo por su propio perfume
donde un hermafrodita ofuscado
se ama,
este cirio que ha debilitado el infinito
ni los fuegos llorones de fritangas.

Todos, empobrecidos, girando lentos


en esta resaca de la selva y el mar.

El día sigue oculto


en la noche
como el sol dentro de una iguana
es esta corona de flores amarillas
que flota
ultrajada
en el río
todavía caliente
todavía sagrada.

¿Quién puede decir que estuvo


en lo desencadenado
en estas tierras de mutación
donde los cadáveres brotan de sus flores?
Como el inmortal baniano
ese árbol pariéndose
a sí mismo,
deudo y difunto simultáneo
así el muerto
come y bebe
en la fiesta de sus funerales.

Aquí la unidad es el laberinto


y no hay un solo nacimiento
en tanta resurrección.
Número contra número
he visto, no más caer,
mi semen
devorado por las hormigas,
en el fondo del mar
a los corales
detenerse en el rayo
y en un río de la jungla
al agua suicidarse
vomitando fuego.

Todo extinguiéndose para salvarse


de esta plenitud, de esta alegría
que con delicadeza
ovula el exterminio,
mientras los árboles olfatean
la fiebre de la transmutación,
su largo día,
y suenan altísimos de modo
que no toque tierra la noche.

Esas fosforescencias somos nosotros


viviendo en la distancia que hay
entre el pez yendo a ser hombre
entre el hombre
yendo
a ser pájaro

todos con su verdadero cuerpo ausente


como la arteria suelta
de la libélula roja
o el Phra Ruang
el pez transparente de Sukhotai
ánima en el agua
donde pestañea su esqueleto.

Nadie puede decir que estuvo


sino suspenso
en el lenguaje de la selva
igual que un ciego
en una jaula de mariposas.

Ni siquiera este muerto podrá partir


aunque le ofrenden gotas de agua
para que vuelva
por las claridades
aunque suene el gamelán
para que escuche
la forma de la tierra
o le prendan fuego al toro
negro y dorado
que lo contiene.
Cada llamarada trazará un tigre
quemándolo,
una víbora que salta
como un nervio entre dos luces
por la hoja del banano
y se iguana en un río
se martiriza en una garza
hasta que la jungla
la disuelva en sonido.

La selva se encierra con huidas.


De la forma del muerto
sólo queda este humo que entra en los pulmones
como un cielo que se descerebra

Y un ausente
que ha florecido el fuego.

VI
A Gonzalo Rojas

De entre todos alabo a Ganesh


el dios de cabeza de elefante.

Tiene la sabiduría
del que conoció con el cuerpo.
Cerró su mutación
(siempre el más increíble
es el más verdadero.)

Los mediodías
se apoyan
en una mariposa
una telaraña puede
sujetar al viento
porque él,
enorme,
danzó sobre un pie.
Desde entonces
lo débil
sostiene el firmamento.

Como él
somos nosotros
esta aleación
de la gravedad y el pánico.

¿Quién puede soportar


sin desfigurarse
el peso de sus sueños?

Alguien se cría en el fondo de uno


- y no es uno –
comiendo tus pedazos.

Sólo quien reconoce su otro animal


resiste lo sagrado.

No está ahí
ese hombre solo
en cuclillas bajo la tormenta
mirando el débil campo de arroz
cómo el agua destruye al agua
y a su arrozal
del que sólo le queda
el escalofrío.

No hay hospedaje en él
para que vuelva
el hombre que fue
y el hombre que no ha sido
(de desolación a luz
sólo es posible
la simetría del desequilibrio.)

Este día lleno de nunca. En algún sitio


flota inválido el sol
y el grito de un pájaro
ha raído el atardecer. Nada se conmueve
y sin embargo
hay un viento enorme que no se ha ido.

Un extremo del horizonte se alza

y se derrumba
hacia el pavor
por un plano inclinado.

XI

Las canoas traían el rambután,


en vela
la sandía amarilla, durián y mango,
fueguitos
descorazonados
de sus casas
y recién asesinada
la carne
que no pueden tocar las mujeres
porque ellas tienen
la carne imaginaria.

En el mercado flotante
la muchacha de siete sombreros
vendía la risa
del maíz
del ananá
la lámpara
y al ofrecer el color
en celo de una fruta
traficaba una esclava

para que un hombre


un fruto
devore a otro fruto
una gravedad a otra
y se despierte el mundo
sexuado
por sus desapariciones.
Han vendido el día.

El río se desierta

la corriente se roba una naranja.


En la sombra del agua
pasan víboras,
las últimas
horas sueltas.

INDIA

V
A José María Parreño

Desimantándose:

La anciana dormida bajo dos paraguas


como en el oído de la muerte;
la vaca transparente que se va,
celestial, a su niñez antigua;
el peluquero cuyas manos trinan;
la única víscera que cuelga de la carnicería
su reloj de sangre;
los ciclistas que huyen de sí mismos
como un número
perseguido por sus ceros
y las ventanas donde se hunden, veladas, las mujeres,
las de órbitas
desnudas hasta la luna,
desimantándose.

A mitad del aire:

El santón que no sabe dónde ir a nacer;


la comida que sobrevuela la ciudad
de cuervo en cuervo, igual que la arquitectura
de mono en mono
se desarticula y se dispara
y el elefante, sí, el elefante en el aire
de tanto que no ha muerto
y el sándalo, ese perfume descalzo y el tambor
de flores hilvanando mujeres, pétalos, camiones,
dioses y caballos
y en el aire también
la tormenta que hipnotiza
los cabellos del anciano
toda la ciudad colgando
de las cometas
y del alarido del muecín, náufrago en el viento.

Abajo, al fondo:

Sólo el mendigo
su número quebrado

y el ojo del cocodrilo


que mira cómo se ha volado todo
y no queda nadie
sobre la línea de flotación.

XIII

Este hombre que duerme desnudo en el asfalto


no puede aparecer.

Una larguísima soledad se extiende


de esa carne
como un párpado caído en plena calle.

De pronto, al verlo, los que íbamos


comenzamos a manar nuestro invisible:
nos abandonan lunas, adormilados animales,
espejos narcóticos, entumecidas memorias,
alguien que nunca había nacido,
y se hunden en el medanal de su cuerpo
y cruzan con él
hasta la planicie
donde a la eternidad
la alarga
una estéril naturaleza.

Ahora los que van por la ciudad


temen por ellos,
por sus deformidades,

el hombre
por el horno de su cremación
-su casa-
donde multiplica por un pozo
los caminos
y teme el pájaro
que creía
que el espacio era su cerebro
y las bestias al saber
que nunca habían sostenido la tierra.
XVIII

Vas a entrar al templo de Anuman,


el dios mono,
unge tu lengua con ceniza,
vas a ser innumerable

que tu cerebro ocupe


el sonido muerto de estas campanas
- él también es un eco
de lo que está desapareciendo –
y cruza
bajo la lluvia de grasa
que desprende la demencia
de los que en esta habitación
rondaron
lejos de su cuerpo.

Este es el patio, aquí da el sol


pero no llega
a la mujer que gira huyendo de sus cabellos
como un cometa
a la convulsa que se comió su sombra
y descubrió que es una grieta
lo que nos une al mundo

entra en la nave y únete al coro


mira
cómo nunca hay nadie en el canta
mira a los niños encadenados a la reja
despavoridos
en la telaraña
de su infancia
y a este hombre sin cielo
que intenta atravesar el muro.

Lleva tu ofrenda al fondo,


donde un anciano
con cuatro rocas sobre la cara
busca un centro de gravedad
pues lo mental
acumula a la piedra;
abre el lugar
para que esa mujer se pare boca abajo
y observa cómo no caen sus vestidos
clavada como está
en dirección al infierno.
Esta es la puerta y no tiene salida.
Pon aquí la huella de tu mano,
alguna vez sabrás
que eres tú
el que dejaste dentro.

Y ahora vete por el barrial de Balaji


aturdido
por las radios que emiten la muerte,
las fornicaciones de los dioses
entre ex votos, humos y abalorios

y no intentas saber más.


Has lavado un basural
con agua de tus ojos.

XIX
A Joaquín Giannuzzi y Libertad Demitrópulos

La brasa de la luz
y la carne
dilatando los hombres, afeminando el barro
hicieron Benarés.

¿Hay un sitio
donde se una lo sagrado y el cuerpo
que no sea en el asombro
de ir desapareciendo?

¿Quién sino el hombre que huye


de su propia distancia,
que se va quedando en lo que ya se ha ido
puede,
sin ver su llaga,
mirar un río?

No hay como su sensación


templo tan profundo
que deshunda el agua,
ni inmensidad
como la de seguir naciendo
para perder futuros.
Como el río.

Aquí viene a morir, en una casa azul espera


que se borren el día, sus hijos, el olfato y el tacto.
Junto a su mujer anciana
secreteándose
comen sus huecos,
intersticios de su historia
pedazos de un pan
que nunca podrá ser dividido.

Ella lo ayuda:
si ocupa todo el recuerdo
le vendrá el olvido. Le deja, eso sí, que tenga,
su jarro, su nombre, su sombrero
(todavía está imantado)
y lo lleva al Ganges
para que alce el agua y la aplauda
y la deje caer en la luz

pues para cruzar el infinito


hace falta una infancia.

Junto a él, otros, van perdiendo su alguien


(también su alguien pierde
el que pide salvarse)

Todos
lámparas
con el agua al pecho
entre la vida y la muerte
perplejos
en un fuego sin instantes
hicieron esta turbulencia, estas lenguas sin gravedad
que unge el río
y tiemblan
de tanto adiós sin salir de la carne.

¿Qué media entre ese adolescente que se zambulle


y el niño
que flota
sin luna, en el fondo?
No es la muerte
sino la forma
en que los abandonó el espacio.

¿Qué abisma al hijo con esas varas encendidas


que, antes de prenderle fuego,
da vueltas alrededor de su madre,
que no sea señalar un sitio
pues no hay sustentación
ni pierde distancia lo que cae?

Y entre la muerta
sin fondo, en su mortaja
y el esposo que se afeitó los cabellos
para despedirla
qué se rompe
sino un relámpago
y cada uno vuelve a su soledad
de no ser ni solo
pues a la muerte la une la asimetría.

Ese cadáver que pasa sobre la corriente


con un pájaro vivo
parado
sobre la profundidad de su cabeza
flor de agua
va como el río
de cuerpo presente
en su ausencia.

¿Dónde está Benarés


sino en todo lo lejos que estamos de nosotros?,
cruzando el día
como apagones, haciendo noche
en la fosforescencia,
buscando camino donde sólo hay señales,
cada uno en su espejo
para que el otro no se vea, llamando dios
a lo inestable
queriendo llenar la velocidad
con una piedra

hasta llegar a Benarés


y hundirse en el río
para acabar en alguna forma
y ser uno la salida
a la que nunca llega.
Y el hombre le dice al dios:
esta es mi carne
la única que te queda.

Desde el río se ve el humo


sólo hay una orilla
donde el muerto comienza.

Esa nube es él. Ahora se ve cómo


se sentía
y cual era la forma que se desorientaba
en la forma que él era.

Ahora no importa dónde arde.


Tampoco en la vida
tuvo dentro ni fuera
ni lo retuvo un sitio.

Lleva una luz que la luz no toca.


No se detiene
porque todo lo atraviesa.

Lo dan al río. Se lleva


el agua sus cenizas.

Agua sin agua sentirán que llueve


cuando nunca vuelva.

DATOS DE LEOPOLDO CASTILLA

Leopoldo Castilla nació en Salta, Argentina en 1947. En el año


1976 fue perseguido por la Dictadura Militar, y debió exiliarse
en España.
Ha publicado los siguientes libros de poemas: El espejo de
fuego (Salta, edición del autor, 1968); La lámpara en la lluvia
(Salta, edición del autor, 1971); Generación terrestre (Salta,
edición de la Dirección de Cultura, 1974); Versión de la
materia (Madrid, Editorial Estaciones, 1982); Campo de prueba
(Buenos Aires, Libros de Tierra Firme, 1985); Teorema Natural
(Madrid, Editorial Hiperión, 1991); Baniano (Madrid, Editorial
Verbum, 1995), Nunca (Buenos Aires, Ultimo Reino, 2001),
Libro de Egipto (Buenos Aires, Ultimo Reino, 2002).Línea de
Fuga (Buenos Aires, Ediciones del Mono Armado, 2004),
Bambú (Buenos Aires, Ediciones del Mono Armado, 2004) y
El Amanecido (Buenos Aires, Ediciones del Mono Armado,
2005). Reediciones: El Amanecido ( Caracas, Venezuela, El
Perro y la Rana, 2007) y Teorema Natural (Colección poesía,
Universidad de Carabobo, Valencia, Venezuela, 2008)
En el año 2001 fue publicada una Antología del autor por el
Fondo Nacional de las Artes de Argentina y en el año 2008 fue
publicada una Antología Poética en Caracas, Venezuela, Monte
Avila Ediciones.
En 1999 publicó El árbol de la copla (Buenos Aires, Ediciones
del Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos).
Como narrador ha publicado: Odilón (Salta, edición de la
Dirección de Cultura, 1975), La luz naranja (Soria, edición de
la Diputación de Soria, 1984), La canción del Ausente (cuentos,
Rosario, editorial Ciudad Gótica 2006), El Arcángel (novela,
Buenos Aires, Cátalogos, 2007).
Fue invitado por la Unión Soviética para escribir un libro que la
Editorial Progreso de Moscú publicó en 1990 con el título
Diario en la Perestroika. También es autor de Nueva poesía
argentina (Madrid, Editorial Hiperión, 1987); Poesía argentina
actual (Estocolmo, Editorial Siesta, 1988). La Junta de
Comunidades de Castilla-La Mancha editó en 1995 una
antología de cuentos y pinturas de los niños de esa región
española, realizada junto a Gabriel Castilla.
Recibió premios nacionales e internacionales. Poesía suya fue
traducida al inglés, francés, italiano, sueco, portugués y ruso.
Sobre su cuento La redada se filmó el largometraje homónimo
dirigido por Rolando Pardo.
Por su libro Nunca recibió el Primer Premio de Poesía Año
2000 del Fondo Nacional de las Artes.
Recibió el Premio Municipal de Poesía de la Ciudad de Buenos
Aires 1998-1999.

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