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LA MUERTE SILENCIADA
La muerte es un antiguo e importante problema filo-
sófico, que parece haber perdido en los últimos tiempos
su viejo prestigio. Frente a la muerte, como decía
Epicuro, todos los hombres habitamos una ciudad sin
murallas. Sin embargo, a pesar de ello, nos afanamos en
construirlas mediante la resignación, la esperanza, el
olvido, la afirmación de la vida, la rebelión o el
silencio.
En nuestros días predomina la estrategia del silen-
cio. Hablar de la muerte se ha vuelto inconveniente,
cuando no síntoma de mala educación. No sabemos qué
hacer ante la muerte, no sabemos qué hacer con ella,
salvo darle la espalda. Justamente por esto, es preciso
ocuparse de ella y pensarla, intentar desentrañar el
origen y las causas de su presencia sobrecogedora y
terrible, la raíz profunda de nuestra impotencia ante su
amenaza. Se ha generalizado en las llamadas sociedades
avanzadas (desde el punto de vista técnico, científico,
cultural y político) una estrategia consistente en la
desaparición de la muerte, en la ausencia de los signos
que la anuncian o la presagian, mediante la aniquilación
o marginación de todo aquello que sugiere su presencia.
La muerte es el gran tabú de nuestro tiempo y ello
tiene, a nuestro entender, un inmenso valor como
síntoma, pues aquello que una época no puede mirar cara
a cara es lo que mide y determina la impotencia propia
de esa época, el límite de su capacidad para dar sentido
a la realidad. Entre nosotros la muerte no aparece, no
sucede realmente, no "tiene lugar", porque no hay lugar
en el que pueda aparecer dotada de sentido. No poseemos
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espacio público para ella en el significado ideal y
físico del término. La muerte ha devenido un hecho admi-
nistrado tecnocientíficamente en la más recóndita sole-
dad, absolutamente privado, reprimido en el silencio. Es
este silencio forzado y represor el que nos invita a
pensar, buscando sus causas próximas y lejanas, querien-
do entender sus razones en lugar de exponerlo sólo como
un suceso histórico o sociológico.
El actual silencio ante el morir es el reverso de
la experiencia trágica de la muerte que es peculiar de
la cultura occidental contemporánea, de una modernidad
en crisis que ha ido tomando paulatinamente conciencia
de su situación a través de algunos de sus más grandes
pensadores. A esa modernidad en crisis se le ha mostrado
con relación a la muerte, en un determinado momento, el
siguiente dilema: o tragedia o silencio. O sostenía una
experiencia trágica de ella o la negaba mediante el
olvido y el silencio. En consecuencia, la generalización
de la estrategia del silencio ante la muerte no es más
que la negación de la experiencia trágica que tenemos de
ella.
Esta experiencia trágica de la muerte es el rasgo
más acusado de la sensibilidad occidental contemporánea,
una experiencia cuyo origen puede establecerse, de
manera aproximada, a mediados del siglo XIX y que
pervive hasta hoy. Esa vivencia no se da aislada, sino
que forma parte de una conciencia trágica mucho más
amplia que surge en ese momento en el pensamiento occi-
dental. Las obras de Schopenhauer, Kierkegaard y Nietz-
sche nos parecen decisivas a este respecto, como creado-
ras del horizonte en el que se da tal experiencia.
La transformación de la sensibilidad occidental con
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relación a la muerte ha sido expuesta de modo minucioso
desde el punto de vista histórico (Ph. Ariès) y socioló-
gico (Norbert Elías), pero no ha sido suficientemente
explicada desde el punto de vista filosófico, es decir,
no se han dado a conocer las razones profundas de ese
cambio histórico. A nuestro entender, son dos los rasgos
principales que conforman la experiencia trágica de la
muerte que nos es propia. El primero de ellos es el auge
del individualismo, la agudización del sentimiento de
individualidad, que requiere de manera angustiada una
respuesta ante la muerte. El segundo, en cambio, es la
crisis de gran parte de las mediaciones modernas entre
el individuo y la muerte, que servían para darle a ésta
sentido. La combinación de estos dos caracteres ha
configurado nuestra sensibilidad ante la muerte, porque
la tragedia del individuo contemporáneo es sentir cada
vez con mayor intensidad una necesidad de transcendencia
para la cual le van quedando menos respuestas cada día
que pasa. La exigencia individual de sentido frente a la
muerte se hace más y más intensa, mientras que las posi-
bles respuestas a tal exigencia se van debilitando o
desaparecen.
Será útil que veamos con más detenimiento los dos
rasgos mencionados y la relación establecida entre
ambos.
El aumento del sentimiento de individualidad supone
un incremento de la problemática de la muerte, porque la
angustia frente a ella se hace mucho más marcada. La
proclamación de los derechos del individuo desde todos
los puntos de vista (psicológico, social y jurídico,
político, religioso, etc.) en la época moderna, así como
la visión de la propia vida como un proyecto de realiza-
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ción personal, han contribuido de modo definitivo al
clima de angustia frente a la fatalidad de la muerte. El
problema de la gravedad de la muerte tiene, pues, que
ver muy directamente con el de la importancia del yo. La
reivindicación de la individualidad, que exige un mundo
en el que el valor supremo sea ella misma, es una de las
causas de la enemistad y la inadaptación esencial que se
produce en nuestra cultura entre el individuo y la muer-
te. La individualidad, consagrada por la civilización
moderna como valor absoluto en el plano económico, polí-
tico o religioso, descubrirá en la muerte a su último
enemigo, quedará marcada por la obsesión de su
presencia, y necesitará con más intensidad asegurarse
alguna clase de triunfo frente a ella.
Ahora bien, la paradoja de esta situación estriba
en que esa misma modernidad que alimenta la individuali-
dad como valor absoluto disuelve, a la vez, la confianza
en aquellas respuestas (religiosas, filosóficas,
políticas o científicas) que aseguran al individuo una
inmortalidad personal de algún tipo, que le ofrecen una
mediación reconciliadora con la muerte. La disolución
paulatina de tales respuestas deja al individuo desnudo
ante la muerte y planta en tierra fértil la semilla del
nihilismo, el absurdo y la desesperación. El individuo
acaba por sentirse extraño al mundo, experimenta la
muerte como una agresión, sólo se tiene a sí mismo, pero
él se encuentra prometido a la destrucción sin remedio.
No puede fundar nada sobre algo que está abocado a la
nada.
Se produce, por tanto, una terrible crisis de la
individualidad frente a la muerte, que se halla en-
marcada en una crisis general de la cultura occidental.
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La experiencia trágica de la muerte que nos caracteriza
tiene que ver muy directamente con la crisis de la
modernidad y de buena parte de los mitos secularizados
que ésta ha elaborado (las ideas de Reconciliación,
Progreso o Revolución). En suma, la conciencia
contemporánea ante la muerte puede ser calificada como
conciencia trágica, que expresa el sentimiento radical
de finitud del individuo y de su impotencia frente a
ella. Es una conciencia que ha llegado a la conclusión
de que entre el individuo y la muerte no hay
reconciliación posible, ya que la experiencia trágica de
la muerte es propia de una individualidad que se ha
quedado sin mediación ante ella. La conciencia
contemporánea ante la muerte se forja en la evidencia
cada vez mayor de que frente a ella no hay salvación ni
mediación, de que nada nos puede reconciliar con su
presencia. Entra en crisis la idea religiosa cristiana
de salvación personal, como consecuencia de la
secularización de nuestra sociedad, pero también las
alternativas modernas, laicas y secularizadas, a esa
idea, tales como las de Reconciliación (Hegel), Progreso
(Comte) y Revolución (Marx).
La crisis de fe en tales ideas ha traído consigo la
imposible reconciliación del individuo con la muerte, la
experiencia trágica del morir como negación absoluta del
individuo, la verdadera conciencia desdichada de la
finitud. Por eso hoy no está bien visto hablar de la
muerte y lo que era el sexo para el puritanismo del
siglo XIX lo es ahora la muerte para nuestro creciente
nihilismo: lo otro, lo prohibido, lo incomprensible, lo
monstruoso, lo innombrable. Otras épocas y culturas
crearon diferentes remedios y consuelos ante esta
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amenaza, tales como la inmortalidad del alma, la
serenidad del sabio, la supervivencia en los hijos y en
las obras, la inmortalidad de la especie, etc. La
nuestra ha inventado la estrategia del silencio, ha
aislado a la muerte, dejándola en manos de la Medicina y
de la Psicología. Siempre se muere solo, pero hoy se
muere más solo que nunca. Se nos administra la muerte
como un paso más de la administración general de la
vida, los médicos han sustituido a los sacerdotes como
intermediarios, y en lugar de santos óleos recibimos
piadosas dosis de morfina. Por todas partes parece
resonar en silencio una nueva máxima, antítesis de otra
con la que siempre nos amonestó la religión, "¡olvídate
de que eres mortal¡". Esta nueva estrategia contra la
muerte no es inocente, sino interesada, frívola y
estupidizadora. La trivialidad parece haber sustituido a
la angustia, aunque de un modo engañoso, porque la
angustia retorna por debajo de ese velo de silencio y
hace inútil cualquier pacto contra ella.
Nada ni nadie soporta hoy la muerte, ya que resulta
imposible sostener con nuestras frágiles y débiles con-
vicciones la mirada de tan terrible e implacable
enemigo. Nuestro destino ante ella es el cinismo, la
frivolidad o la rebeldía impotente. Otros hombres de
tiempos pasados se ejercitaron en la disciplina de la
negación, se abrazaron a la muerte para endurecerse
contra ella, algunos incluso la desafiaron y
domesticaron con esperanzas de salvación, pero aquella
raza de atletas y domadores melancólicos se extinguió.
Nosotros, en cambio, carecemos de fuerza y de esperanza,
hemos dejado de ser animales metafísicos para convertir-
nos en animales sin más. El silencio ante la muerte es
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la máscara de nuestra impotencia, el olvido de nuestra
tragedia, pues la alternativa en la que nos es posible
elegir, ya lo dijimos, resulta clara: tragedia o
silencio. Nos es peculiar una experiencia trágica de la
muerte en la que la explicación más extendida sobre ella
es la que da la ciencia, según la cual morir es dejar de
vivir. Aunque parezca mentira, esta explicación, cumbre
de la sutileza y de la profundidad de los sabios de
nuestro tiempo, es la que impera tácitamente en la
mayoría de las personas. Hemos dejado de creer en mitos
para creer en simplezas, ya no nos dejamos convencer por
fantásticas narraciones, sino por palmarias estupideces.
Aparentemente nuestras mentes han dejado de estar
gobernadas por la superstición y ésta ha dejado su lugar
a la imbecilidad. Hemos cambiado en el lecho de muerte
sotanas por batas, rezos por tenso y angustioso
silencio, bendiciones por drogas y lenitivos, cálidas
palabras por tubos y máquinas. En él nos hemos quedado a
solas con eso, con ella, con ello, con lo que es cuando
no somos, con la mueca horrible de la nada, con la enor-
midad absurda de nuestro no.
Enfrentados a su misterio, añoramos una sabiduría
que nos permita mirarla cara a cara, que nos enseñe, a
un tiempo, a no temerla ni merecerla, pero carecemos de
ese saber y sólo nos queda la confianza en la ciencia.
Ahora bien, la estafa de la ciencia consiste en que, por
su esencia, ella persigue vencer a la muerte, realizar
el titánico sueño del Doctor Frankenstein, y mientras
eso se le muestra imposible se ve obligada a disimular
su fracaso. La única respuesta posible del médico ante
la muerte es evitarla y, puesto que no lo consigue,
debe, al menos, disimularla. La vieja idea de tener
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presente la muerte ("memento mori") ha sido sustituida
por la nueva obsesión de tenerla ausente y la antigua
creencia en la inmortalidad del alma tiene su triste
remedo en el moderno deseo de inmortalidad del cuerpo.
Mientras tanto, la muerte sigue fiel a su cita y se ríe,
implacable, de nuestro cómico silencio, de nuestro deseo
de olvidar su trágico rostro. Rechazamos y tememos ese
rostro trágico como se repudia aquello que nos desen-
mascara, como se evita una luz demasiado intensa o como
se odia lo que hace temblar nuestros cimientos. Presen-
timos que vivir es sostenerse en la nada, pero no quere-
mos saberlo o, al menos, preferimos olvidarlo y pensar
en otra cosa. La negación de lo trágico tiene, por
tanto, como origen una voluntad de engaño, es
consecuencia del instinto de conservación de una época
carente de vigor y de fortaleza, incapaz de sondear lo
más profundo de nuestro destino. La debilidad de esta
época le impide hacerse preguntas terribles y eternas,
le obliga a conformarse con la calderilla del
pensamiento y le costriñe a una mirada superficial sobre
todas las cosas. Esa mirada renuncia a la experiencia
trágica, pues sólo quiere ver cuanto puede ver sin
angustiarse, selecciona y censura, clausura la tragedia
en un mundo invisible y mudo. Es una mirada que se
desliza sobre la realidad, que ya no se detiene a
valorarla hasta el fondo, que rehúye el enfrentamiento
con el lado serio de la vida porque ante él no sabe qué
decir. No queremos encarar ningún enigma y, por ello
mismo, sentimos en el corazón una sombra de cobardía y
vivimos tristemente, frívolos y absurdos, bajo la
amenaza constante de la negra Esfinge.
JOSÉ MARTÍNEZ HERNÁNDEZ

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