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Sobre la traducción
Ed. Paidós
ISBN 950-12-6544-7
Prólogo
PATRICIA WILLSON
2. El paradigma de la traducción
“Le paradigme de la traduction”: lección inaugural en la
Faculté de Théologie Protestante de París, octubre de 1998.
Fue publicado en Esprit (no. 853, junio de 1999).
Dos vías de acceso se ofrecen al problema planteado por el acto de traducir: o bien
tomar el término “traducción” en su sentido estricto de transferencia de un mensaje verbal
de una lengua a otra, o bien tomarlo en sentido amplio, como sinónimo de interpretación de
todo conjunto significante dentro de la misma comunidad lingüística.
Los dos enfoques tienen su derecho: el primero, elegido por Antoine Berman en La
prueba de lo ajeno, tiene en cuenta el hecho evidente de la pluralidad y la diversidad de las
lenguas; el segundo, seguido por George Steiner en Después de Babel,3 se dirige
directamente al fenómeno general que el autor resume de la siguiente manera:
“Comprender es traducir”. He elegido partir del primero, que pone en primer plano la rela-
ción de lo propio con lo extranjero, y así llegar al segundo con la guía de las dificultades y
paradojas suscitadas por la traducción de una lengua a otra.
Partamos, pues, de la pluralidad y la diversidad de las lenguas, y señalemos un primer
hecho: es porque los hombres hablan lenguas diferentes que la traducción existe. Este
hecho es el de la diversidad de las lenguas, para retomar el título de Wilhelm von Hurnboldt.
Ahora bien, este hecho es al mismo tiempo un enigma: ¿por qué no una sola lengua? y,
sobre todo, ¿por qué tantas lenguas, cinco o seis mil, según los etnólogos? Todo criterio
darwiniano de utilidad y de adaptación en la lucha por la supervivencia es burlado; esa
multiplicidad innumerable es no sólo inútil, sino también perjudicial. En efecto, si el inter-
cambio intracomunitario está asegurado por la potencia de integración de cada lengua
tornada por separado, el intercambio con el afuera de la comunidad lingüística, en última
instancia, se convierte en impracticable por lo que Steiner llama “una prodigalidad nefasta”.
Pero lo que entraña un enigma no es solamente el entorpecimiento de la comunicación, que
el mito de Babel, al que nos referiremos más adelante, llama “dispersion” en el plano
geográfico y “confusión” en el plano de la comunicación; es también el contraste con otros
rasgos que también afectan el lenguaje. En primer lugar el hecho notable de la
universalidad del lenguaje: “Todos los hombres hablan”; ése es un criterio de humanidad,
junto con la herramienta, la institución, la sepultura. Por lenguaje entendemos el uso de
signos que no son cosas, sino que valen por cosas —el intercambio de los signos en la
interlocución—, el rol central de una lengua común en el plano de la identificación
comunitaria; se trata de una competencia universal desmentida por sus desempeños
locales, una capacidad universal desmentida por su realización fragmentada, diseminada.
dispersa. De allí, las especulaciones en el plano del mito primero, luego en el de la filosofía
del lenguaje, cuando ésta se interroga sobre el origen de la dispersion-confusión. Al
respecto, el mito de Babel, demasiado breve y confuso en su instancia literaria, hace soñar
hacia atrás, en dirección de una presunta lengua paradisíaca perdida, y no funciona como
guía para conducirse en ese laberinto. La dispersión-confusión es entonces percibida como
una catástrofe lingüística irremediable. Sugeriré mis adelante una lectura mucho más
benévola de la condición de los humanos.
Pero antes quiero decir que hay un segundo hecho que no debe enmascarar el primero,
el de la diversidad de las lenguas: el hecho también notable de que siempre se ha
traducido. Antes de los intérpretes profesionales, hubo viajeros, mercaderes, embajadores,
espías, ¡muchos bilingües y políglotas! Se trata de una realidad tan notable como la
deplorada incomunicación: el hecho mismo de la traducción, que presupone en todo locutor
3 G. Steiner, Aprés Babel, París, Albin Michel, 1998. [Ed. cast.: Después de Babel, México, Fondo de
Cultura Económica, 1980.]
la aptitud para aprender y practicar otras lenguas además de la propia. Esta capacidad
parece solidaria de otros rasgos mas disimulados, relativos a la práctica del lenguaje,
rasgos que finalmente nos acercaran a los procedimientos de traducción intralingüística;
éstos son, para decirlo anticipadamente, la capacidad reflexiva del lenguaje y esa
posibilidad siempre disponible de hablar sobre el lenguaje, de ponerlo a distancia, y tratar
así nuestra propia lengua como una lengua entre otras. Reservo para más tarde este
análisis de la reflexividad del lenguaje y me concentro en el simple hecho de la traducción.
Los hombres hablan diferentes lenguas, pero pueden aprender otras, diferentes de su
lengua materna.
Esta simple constatación ha suscitado una inmensa especulación que se ha dejado
encerrar en una alternativa ruinosa de la que es necesario liberarse. Esa alternativa
paralizante es la siguiente: o bien la diversidad de las lenguas expresa una heterogeneidad
radical —y entonces la traducción es teóricamente imposible, pues las lenguas son a priori
intraducibles entre sí—, o bien la traducción se explica mediante un fondo común que
vuelve, posible el hecho de la traducción. Pero entonces uno debe poder o bien reencontrar
ese fondo común, y seguir la pista de la lengua originaria, o bien reconstruirlo lógicamente,
y seguir la pista de la lengua universal. Originaria o universal, esa lengua absoluta debe
poder ser mostrada, en sus tablas fonológicas, léxicas, sintácticas, retóricas. Repito la
alternativa teórica: o bien la diversidad de las lenguas es radical, y entonces la traducción
es directamente imposible, o bien la traducción es un hecho, y hay que establecer su
posibilidad de derecho mediante una indagación sobre el origen o mediante una
reconstrucción de las condiciones a priori del hecho constatado.
Sugiero que hay que salir de esta alternativa teórica, traducible versus intraducible, y
reernplazarla por otra alternativa, práctica esta vez, salida del ejercicio mismo de la
traducción: la alternativa fidelidad versus traición, a riesgo de confesar que la práctica de la
traducción sigue siendo una operación peligrosa, siempre en busca de su teoría. Veremos
finalmente que las dificultades de la traducción intralingüística confirman esta confesión
embarazosa. Participé recientemente en un coloquio internacional sobre la interpretación y
escuché la exposición del filósofo analítico Donald Davidson, titulada “Teóricamente difícil
(hard) y prácticamente fácil (easy).”
Ésta es también mi tesis cuando se trata de la traducción en sus dos vertientes, extra e
intralingüística: teóricamente incomprensible pero efectivamente practicable, al precio de lo
que llamaremos la alternativa práctica fidelidad versus traición.
Antes de internarrne en la vía de esta dialéctica práctica, fidelidad versus traición,
quisiera exponer sucintamente las razones del callejón sin salida especulativo donde lo
intraducible y lo traducible se chocan.
La tesis de lo intraducible es la conclusión obligada de cierta etnolingüística —B. Lee
Whorf, E. Sapir— que se aplicó a subrayar el carácter no superponible de los diferentes
recortes de los que dependen los múltiples sistemas lingüísticos: recorte fonético y
articulatorio como base de los sistemas fonológicos (vocales, consonantes, etcétera);
recorte conceptual que rige los sistemas léxicos (diccionarios, enciclopedias, etcétera);
recorte sintáctico como base de las diversas gramáticas. Los ejemplos abundan: si decimos
bois en francés, reunimos el material leñoso y la idea de un pequeño bosque; pero, en otra
lengua, estas dos significaciones se encuentran separadas o agrupadas en dos sistemas
semánticos diferentes. En el plano gramatical, es fácil ver que los sistemas de tiempos
verbales (presente, pasado y futuro) difieren de una lengua a otra; tenemos lenguas en las
que no se marca la posición en el tiempo, sino el carácter perfectivo o no perfcctivo de la
acción; y tenemos lenguas sin tiempos verbales, donde la posición en el tiempo está
marcada solamente por adverbios que equivalen a “ayer”, “mañana”, etcétera. Si
agregamos la idea de que cada recorte lingüístico impone una visión de mundo —idea en
mi opinión insostenible—, diciendo, por ejemplo, que los griegos construyeron ontologías
porque tienen un verbo “ser” que funciona a la vez como cúpula y como aserción de exis-
tencia, entonces el conjunto de las relaciones humanas de los hablantes de una lengua
dada resulta ser no superponible al de aquellas por las cuales el hablante de otra lengua se
comprende a sí mismo comprendiendo su relación con el mundo. Entonces es necesario
concluir que la incomprensión es de derecho, que la traducción es teóricamente imposible y
que los individuos bilingües no pueden sino ser esquizofrénicos.
Entonces, somos lanzados a la otra orilla; puesto que la traducción existe, es necesario
que sea posible. Y si es posible es porque, bajo la diversidad de las lenguas, existen
estructuras ocultas que, o bien llevan la huella de una lengua originaria perdida que es
preciso reencontrar, o bien consisten en códigos a priori, en estructuras universales o, como
suele decirse, trascendentales, que podríamos reconstruir. La primera versión —la de la
lengua originaria— fue profesada por diversas gnosis, por la Cábala, por los hermetismos
de todo tipo, hasta producir algunos frutos venenosos, como la defensa de una pretendida
lengua aria, declarada históricamente fecunda, y que se opone al hebreo, considerado
estéril. Olander, en su libro Las lenguas del paraíso, cuyo inquietante subtitulo es “arios y
semitas: un par providencial“, denuncia en lo que él llama una “fábula erudita” el pérfido
antisemitismo lingüístico. Pero, para ser equitativo, es preciso decir que la nostalgia de la
lengua originaria ha producido también la potente meditación de un Walter Benjamin en “La
tarea del traductor”, donde la “lengua perfecta”, la “lengua pura” —son expresiones de
Benjamin—, figura como horizonte mesiánico del acto de traducir, asegurando
secretamente la convergencia de los idiomas cuando éstos son llevados a la cima de la
creatividad poética. Desafortunadamente, la práctica de la traducción no recibe ningún
auxilio de esta nostalgia convertida en espera escatológica; quizá habría que hacer el duelo
del deseo de perfección para asumir sin embriaguez y con toda sobriedad la “tarea del
traductor”.
Más tenaz es la otra versión de la búsqueda de unidad, ya no en la dirección de un
origen en el tiempo, sino en la de códigos a prioi; Umberto Eco ha dedicado útiles capítulos
a estas tentativas en su libro La búsqueda de la lengua perfecta en la cultura europea. Se
trata, como lo subraya el filósofo Bacon, de eliminar las imperfecciones de las lenguas
naturales, que son fuente de lo que él llama los “ídolos” de la lengua. Leibniz le dará cuerpo
a esta exigencia con su idea de carácter universal, que también apunta a componer un
léxico universal de las ideas simples, completado por una antología de todas las reglas de
composición entre esos verdaderos átomos de pensamiento.
Y bien!, hay que plantear la cuestión de confianza —y éste será el punto de inflexión de
¡
nuestra meditación—: hay que preguntarse por qué esta tentativa fracasa y debe fracasar.
Ha habido, por cierto, resultados parciales en las gramáticas llamadas generativas de la
escuela de Chomsky, pero un fracaso total en el plano léxico y fonológico. ¿Por qué?
Porque el anatema no es la imperfección de las lenguas naturales, sino su funcionamiento
mismo. Para simplificar al extremo una discusión muy técnica, señalemos dos escollos: por
un lado, no hay acuerdo sobre lo que caracterizaría una lengua perfecta en el nivel del
léxico de las ideas primitivas que entran en composición. Este acuerdo presupone una
homología completa entre el signo y la cosa, sin arbitrariedad, y, por ende, más
ampliamente, entre el lenguaje y el mundo, lo que constituye o bien una tautología, si se
decreta que un recorte privilegiado es figura del mundo, o bien una pretensión inverificable
en ausencia de un inventario exhaustivo de todas las lenguas habladas. Segundo escollo,
más temible aún: nadie puede decir cómo podrían derivarse las lenguas naturales, todas
con las curiosidades de las que hablaremos más adelante, de la presunta lengua perfecta:
la distancia entre la lengua universal y la lengua empírica, entre lo apriorístico y lo histórico,
parece infranqueable. Aquí es donde las reflexiones por las cuales terminaremos en el
trabajo de traducción dentro de una misma lengua natural serán útiles para sacar a la luz
las infinitas complejidades de las lenguas, que hacen que haya que aprender el
funcionamiento de una lengua, incluida la propia.Tal es el balance sumario de la batalla que
opone el relativismo de campo, que debería concluir en la imposibilidad de la traducción, y
el formalismo de gabinete, que fracasa en fundar el hecho de la traducción sobre una
estructura universal demostrable. Sí, hay que confesarlo: de una lengua a otra, la situación
es la de dispersión y confusión. Y, sin embargo, la traducción se inscribe en la larga letanía
de los “a pesar de todo”. A pesar de los fratricidas, militamos por fraternidad universal. A
pesar de la heterogeneidad de los idiomas, hay bilingües, políglotas, intérpretes y
traductores.
Voici les fils de Shem pour leur clan, pour leur langue, dans leur terre, pour leur peuple.
Voilà les clans des fils de Noah, pour leur geste, dans leur peuple: de ceux-là se
scindent les peuples sur terre après le Déluge.
Éstos fueron los hijos de Sem, según sus linajes y lenguas, por sus territorios y naciones
respectivas.
Hasta aquí los linajes de los hijos de Noé, según su origen y sus naciones. Y a partir de
ellos se dispersaron los pueblos por la tierra después del diluvio.*
* Éste y todos los fragmentos bíblicos citados siguen la version española de La Biblia de Jerusalén, edición
revisada y aumentada, Bilbao, Desc1ée de Brouwer, 1975. [N. de la T.]
cocerlos al fuego”. Así el ladrillo les servía de piedra y el betún de argamasa. Después
dijeron: “Ea, vamos a edificarnos una ciudad y una torre con la cúspide en los cielos, y
hagámonos famosos, por si nos desperdigamos por toda la haz de la tierra”.
Bajó Yahvéh a ver la ciudad y la torre que habían edificado los humanos, y dijo
Yahvéh: “He aquí que todos son un solo pueblo con un mismo lenguaje, y éste es el
comienzo de su obra. Ahora nada de cuanto se propongan les será imposible. Ea, pues,
bajemos, y una vez allí confundamos su lenguaje, de modo que no entienda cada cual el
de su prójimo”. Y desde aquel punto los desperdigó Yahvéh por toda la haz de la tierra, y
dejaron de edificar la ciudad. Por eso se la llamó Babel: porque allí embrolló Yahvéh el
lenguaje de todo el mundo, y desde allí los desperdigó Yahvéh por toda la haz de la
tierra.
Éstos son los descendientes de Sem. Sem tenía cien años cuando engendró a
Arpaksad, dos años después del diluvio.
Vivió Sem, después de engendrar a Arpaksad, quinientos años, y engendró hijos e
hijas.
Vémos que no hay ninguna recriminación, ningún lamento, ninguna acusación: “los
desperdigó Yahvéh por toda la haz de la tierra, y dejaron de edificar la ciudad”. ¡Dejaron de
edificar! Una manera de decir: es así. Es así, como le gustaba decir a Benjamin. A partir de
esta realidad de la vida, ¡traduzcamos!
Para hablar de la tarea de traducir, quisiera evocar, con Antoine Berman en La prueba de
lo ajeno, el deseo de traducir. Ese deseo va más allá de Ia imposición y la utilidad. Hay, por
cierto, una imposición: si se quiere viajar, negociar, espiar incluso, es necesario disponer de
mensajeros que hablen la lengua de los otros. En cuanto a la utilidad, ésta es evidente.
Cuando queremos evitar el aprendizaje de las lenguas extranjeras, podemos contentarnos
con encontrar traducciones. Después de todo, es así como hemos tenido acceso a los
trágicos, a Platón, Shakespeare, Cervantes, Petrarca y Dante, Goethe y Schiller, Tolstoi y
Dostoievski. Imposición, utilidad, ¡de acuerdo! Pero hay algo más tenaz, más profundo, más
oculto: el deseo de traducir.
Ése es el deseo que ha animado a los pensadores alemanes desde Goethe, el gran
clásico, y Von Hurnboldt, ya mencionado, pasando por los románticos Novalis, los hermanos
Schlegel, Schleiermacher (traductor de Platón, no hay que olvidarlo), hasta Hölderlin, el
traductor trágico de Sófocles, y finalmente, Walter Benjamin, el heredero de Hölderlin. Y en
la retaguardia de todos ellos, Lutero, traductor de la Biblia —Lutero y su voluntad de
“germanizar” la Biblia, cautiva del latín de San Jerónimo—.
¿Qué es lo que esos apasionados por la traducción esperaron de su deseo? Lo que uno
de ellos llamó la ampliación del horizonte de su propia lengua —e incluso lo que todos
llamaron formación, Bildung, es decir, a la vez configuración y educacion, y en primer lugar,
si puede decirse, el descubrimiento de su propia lengua y de sus recursos dejados en
barbecho—. Las palabras que siguen son de Hölderlin: “Lo que es propio debe aprenderse
tan bien como lo extranjero”. Pero entonces, ¿por qué ese deseo de traducir debe pagarse
al precio de un dilema, el dilema fideIidad/traición? Porque no existe criterio absoluto de
buena traducción. Para que tal criterio esté disponible, sería necesario poder comparar el
texto de partida y el texto de llegada con un tercer texto que sería portador del sentido
idéntico que supuestamente circula del primero al segundo. Lo mismo dicho por uno y otro.
Así como para el Platón del Parménides no hay tercer hombre entre la idea de hombre y
determinado hombre singular —Sócrates, ¡cómo no nombrarlo!—, tampoco hay tercer texto
entre el texto de partida y el texto de llegada. De allí la paradoja antes que el dilema: una
buena traducción no puede apuntar sino a una equivalencia presunta, no fundada en una
identidad de sentido demostrable. Una equivalencia sin identidad. Esta equivalencia sólo
puede ser buscada, trabajada, presupuesta. Y la única manera de criticar una traducción —
algo que siempre se puede hacer— es proponer otra, presuntamente mejor o diferente. Eso
es lo que ocurre en el terreno de los traductores profesionales. En lo que concierne a los
grandes textos de nuestra cultura, dependemos en lo esencial de retraducciones, una y otra
vez propuestas al oficio de traducir. Es el caso de la Biblia, es el caso de Homero, de
Shakespeare, de todos los escritores citados antes, y, en cuanto a los filósofos, de Platón a
Nietzsche y Heidegger.
Así, cubiertos de retraducciones, ¿estamos mejor armados para resolver el dilema
fidelidad/traición? En absoluto. El riesgo con el que se paga el deseo de traducir, y que hace
del encuentro con lo extranjero en su lengua una experiencia, es insuperable. Franz
Rosenzweig, que nuestro colega Hans-Christoph Askani ha llamado “testigo del problema
de la traducción” (así me permito traducir el título de su gran libro publicado en Tubinga), le
dio a esa experiencia la forma de una paradoja: traducir, dice, es servir a dos amos, al
extranjero en su extranjeridad, al lector en su deseo de apropiación. Antes que él,
Schleiermacher descomponía la paradoja en dos frases: “llevar al lector al autor”, “llevar al
autor al lector”. Por mi parte, me arriesgo a aplicarle a esta situación el vocabulario
freudiano y a hablar, no sólo de trabajo de traducción en el sentido en que Freud habla de
trabajo de rememoración, sino también de trabajo del duelo.
Trabajo de traducción, conquistado a partir de las resistencias íntimas motivadas por el
miedo, incluso el odio, a lo extranjero, percibido como amenaza dirigida contra nuestra
propia identidad lingüística. Pero también trabajo del duelo, aplicado a renunciar al ideal
mismo de traducción perfecta. Este ideal, en efecto, no solamente ha nutrido el deseo de
traducir y, a veces, la felicidad de la traducción; también fue la desdicha de un Hölderlin,
desgarrado por su ambición de fundar la poesía alemana y la poesía griega en una
hiperpoesía donde la diferencia de los idiomas estuviera abolida. ¿Y quién sabe si no es
este ideal de la traducción perfecta el que, en última instancia, mantiene la nostalgia de la
lengua originaria o la voluntad de control sobre el lenguaje por intermedio de la lengua
universal? Abandonar el sueño de la traducción perfecta es la confesión de la diferencia
insuperable entre lo propio yio extranjero. Es la experiencia de lo extranjero.
Vuelvo aquí a mi título: el paradigma de la traducción.
Me parece, en efecto, que la traducción no plantea únicamente un trabajo intelectual,
teórico o práctico, sino un problema ético. Llevar al lector al autor, llevar al autor al lector, a
riesgo de servir y traicionar a dos amos, es practicar lo que doy en llamar la hospitalidad
lingüística. Ella es el modelo para otras formas de hospitalidad con las que está
emparentada: las confesiones, las religiones, ¿no son como lenguas extranjeras entre si,
con su léxico, su gramática, su retórica, su estilística, que hay que aprender a fin de pene-
trarlas? Y la hospitalidad eucarística, ¿no debe asumirse con los riesgos de la traducción-
traición, pero también con el mismo renunciamiento a la traducción perfecta? Me quedo con
estas arriesgadas analogías y con estos signos de interrogación...
Pero no quisiera terminar sin haber dicho las razones por las cuales no hay que
descuidar la otra mitad del problema de la traducción, a saber, la traducción dentro de la
misma comunidad lingüística. Me gustaría mostrar, al menos muy sucintamente, que es en
este trabajo de la lengua sobre sí misma donde se revelan las razones profundas por las
cuales la distancia entre una presunta lengua perfecta, universal, y las lenguas llamadas
naturales, en el sentido de no artificiales, es insuperable. Como he sugerido, no son las
imperfecciones de las lenguas naturales lo que se desearía abolir, sino el funcionamiento
mismo de esas lenguas en sus sorprendentes curiosidades. Lo que precisamente revela
esa distancia es el trabajo de traducción interna. Retomo aquí la declaración que rige el
libro de George Steiner, Después de Babel. Después de Babel, “comprender es traducir”. Se
trata de algo más que una simple interiorización de la relación con lo extranjero, en virtud
del adagio de Platón de que el pensamiento es un diálogo del alma consigo misma —
interiorización que haría de la traducción interna un simple apéndice de la traducción
externa—. Se trata de una exploración original que pone al desnudo los procedimientos
cotidianos de una lengua viva: éstos hacen que ninguna lengua universal pueda lograr la
reconstrucción de la diversidad indefinida. Se trata de aproximar los arcanos de la lengua
viva y, al mismo tiempo, dar cuenta del fenómeno del malentendido, de la incomprensión,
que, según Schleiermacher, suscita la interpretación, de cuya teoría se encarga la
hermenéutica. Las razones de la distancia entre lengua perfecta y lengua viva son
exactamente las mismas que las causas de la incomprensión.
Partiré de ese hecho contundente, característico de nuestras lenguas: siempre es
posible decir lo mismo de otra manera. Es lo que hacemos cuando definimos una palabra
por otra del mismo léxico, corno hacen todos los diccionarios. Peirce, en su ciencia
semiótica, ubica este fenómeno en el centro de la reflexividad del lenguaje sobre sí mismo.
Pero es también lo que hacernos cuando reformulamos un argumento que no ha sido
comprendido. Decimos que lo explicamos, es decir, que abrirnos sus pliegues. Ahora bien,
decir lo mismo de otro modo —dicho de otro modo— es lo que hace el traductor de lengua
extranjera. Encontramos así, dentro de nuestra comunidad lingüística, el mismo enigma de
lo mismo, de la significación misma, el inhallable sentido idéntico, que supuestamente
vuelve equivalentes las dos versiones de la misma frase: por ello, mediante nuestras
explicaciones, no salimos del malentendido, e incluso a menudo lo agravamos. Al mismo
tiempo, se tiende un puente entre la traducción interna, como la llamo, y la traducción
externa: dentro de la misma comunidad, la comprensión exige al menos dos interlocutores.
No se trata, por cierto, de extranjeros, pero si de otros, otros próximos, si se quiere; Husserl,
hablando del conocimiento del otro, llama al otro cotidiano der Fremde, el extranjero. Hay
algo extranjero en todo otro. Con otros definimos, reformulamos, explicamos, buscamos
decir lo mismo de otra manera.
Demos un paso más hacia esos famosos arcanos que Steiner no cesa de visitar y
revisitar. ¿Con qué trabajamos cuando hablamos y le dirigimos la palabra a otror?
Con tres clases de unidades: las palabras, es decir, los signos que se encuentran en el
léxico; las oraciones, para las cuales no hay léxico (nadie puede decir cuántas oraciones
han sido y serán dichas en frances o en cualquier otra lengua); y finalmente, los textos, es
decir, las secuencias de oraciones. El manejo de estos tres tipos de unidades (uno señalado
por Saussure; el otro, por Benveniste y por Jakobson; el tercero, por Harald Weinrich,
Gauss y los teóricos de la recepción de textos) es la fuente de la distancia con respecto a
una presunta lengua perfecta, y la fuente de malentendidos en el uso cotidiano y en este
sentido, ocasión de interpretaciones múltiples y encontradas.
Dos palabras sobre la palabra: nuestras palabras tienen cada una más de un sentido,
como se ve en los diccionarios. Se llama a esto polisemia. El sentido es delimitado siempre
por el uso, que consiste esencialmente en cribar la porción del sentido de la palabra que
conviene al resto de la oración y contribuye con éste a la unicidad del sentido expresado y
ofrecido al intercambio. Siempre es el contexto el que, como suele decirse, decide el sentido
que ha tomado la palabra en determinada circunstancia del discurso; a partir de allí, las
disputas sobre las palabras pueden ser interminables: ¿qué quiso decir?, etcétera. Y es en
el juego de la pregunta y la respuesta donde las cosas se precisan o se confunden. Pues no
sólo hay contextos evidentes; hay también contextos ocultos y lo que llamamos las conno-
taciones, que no siempre son intelectuales, a veces son afectivas; no todas son públicas, a
veces son propias de un medio, de una clase, de un grupo, incluso de un círculo secreto.
Existe el margen disimulado por la censura, lo prohibido, el margen de lo no dicho, surcado
por la figura de lo oculto.
Con el recurso al contexto, hemos pasado de la palabra a la oración. Esta nueva unidad,
que es en realidad la primera unidad del discurso, pues la palabra corresponde a la unidad
del signo que no es todavía discurso, aporta nuevas fuentes de ambigüedad que afectan
principalmente la relación de lo significad -lo que se dice- con el referente —aquello de lo
que se habla, en última instancia, el mundo—. ¡Vasto programa, como suele decirse! Ahora
bien, a falta de una descripción completa, tenemos únicamente visiones parciales del
mundo. Es por ello que nunca terminamos de explicarnos, de explicarnos con las palabras y
las oraciones, de explicarnos con el prójimo que no ve las cosas desde el mismo ángulo
que nosotros.
Entran entonces en juego los textos, esos encadenamientos de oraciones que, como la
palabra lo indica, son texturas que tejen el discurso en secuencias más o menos largas. El
relato es una de las más notables de esas secuencias, y es particularmente interesante
para nuestro propósito, en la medida en que hemos aprendido que siempre se puede contar
de otra manera, variando la disposición de la intriga, de la fábula. Pero también están los
otros tipos de textos, donde no se cuenta, donde, por ejemplo, se argumenta, como en
moral, en derecho, en política. Interviene aquí la retórica con sus figuras de estilo, sus
tropos, la metáfora entre otros, y todos los juegos de lenguaje al servicio de innumerables
estrategias, entre las cuales se encuentra la seducción y la intimidación a expensas de la
honesta preocupación por convencer.
De ello deriva lo que se ha dicho en traductología sobre las complicadas relaciones entre
pensamiento y lengua, el espíritu y la lengua, y la pregunta sempiterna: ¿hay que traducir el
sentido o traducir las palabras? Todos estos obstáculos de la traducción de una lengua a
otra encuentran su origen en la reflexión de la lengua sobre sí misma, lo que ha hecho decir
a Steiner que “comprender es traducir”.
Pero vuelvo a aquello a lo que se aferra Steiner y que amenaza con hacer vacilar todo
en una dirección inversa a la de la experiencia de lo extranjero. Steiner se complace en
explorar los usos de la palabra cuando no se apunta a la verdad, a lo real, es decir, no
solamente lo falso manifiesto, a saber, la mentira —aunque hablar es poder mentir,
disimular, falsificar—, sino también todo lo que podemos clasificar como no real: lo posible,
lo condicional, lo optativo, lo hipotético, lo utópico. Es una locura —conviene decirlo— lo
que se puede hacer con el lenguaje: no solamente decir lo mismo de otro modo, sino
también decir otra cosa que lo que es. Platón evocaba en este sentido —¡y con cuánta
perplejidad!— la figura del sofista.
Pero no es esta figura la que más perturba el orden de nuestras palabras: es la
propensión del lenguaje al enigma, al artificio, al hermetismo, al secreto, en síntesis, a la
incomunicación. De allí lo que llamaré el extremismo de Steiner, que, por aversión al
charlatanismo, al uso convencional, a la instrumentalización del lenguaje, lo lleva a oponer
interpretación a comunicación: la ecuación “comprender es traducir” se cierra entonces con
la relación de uno consigo mismo en el secreto, donde encontramos lo intraducible, que
habíamos creído apartar en beneficio del par fidelidad/traición. Lo reencontramos en el
trayecto del voto de fidelidad más extremo. Pero ¿fidelidad a quién y a qué? Fidelidad a la
capacidad del lenguaje para preservar el secreto en contra de su propensión a traicionarlo.
Fidelidad a sí mismo, más que a otro. Y es verdad que la alta poesía de un Paul Celan
bordea lo intraducible, bordeando primero lo indecible, lo innobrable, en el corazón de su
propia lengua tanto como en la distancia entre dos lenguas.
¿Qué concluir de esta serie de cambios de orientación? Quedo perplejo, lo confieso.
Tiendo, por cierto, a privilegiar la entrada por la puerta de lo extranjero. ¿No nos hemos
puesto en movimiento por el hecho de la pluralidad humana, y por el enigma doble de la
incomunicabilidad entre idiomas y de la traducción a pesar de todo? Y además, sin la
experiencia de lo extranjero, ¿seríamos sensibles a la extranjeridad de nuestra propia
lengua? Finalmente, sin esa experiencia, ¿no correríamos el riesgo de estar encerrados en
la acritud de un monólogo, solos con nuestros libros? Honremos, entonces, la hospitalidad
lingüística.
Pero también veo el otro costado, el del trabajo de la lengua sobre sí misma. Ese trabajo,
¿no es acaso lo que nos da la clave de las dificultades de la traducción ad extra? Y si no
hubiéramos bordeado las inquietantes comarcas de lo indecible, ¿tendríamos el sentido del
secreto, del intraducible secreto? Y nuestros mejores intercambios, en el amor y en la
amistad, ¿conservarían esa cualidad de discreción —secreto/discreción— que mantiene la
distancia en la proximidad?
Sí, hay muchas otras vías de entrada al problema de la traducción.
Entonces, ¿cómo hacen? En mi ensayo anterior había intentado una salida práctica,
reemplazando la alternativa paralizante —traducible versus intraducible— por la alternativa
fidelidad versus traición, a riesgo de confesar que la práctica de la traducción es una
operación riesgosa, siempre en busca de su teoria.
Sobre esta confesión quisiera volver, subrayando lo que llamo lo intraducible terminal,
revelado e incluso engendrado por la traducción. El dilema fidelidad/traición se plantea
como dilema práctico porque no existe criterio absoluto de lo que seria una buena
traducción. Ese criterio absoluto sería el mismo sentido, escrito en alguna parte, por encima
y entre el texto de origen y el texto de llegada. Este tercer texto sería portador del sentido
idéntico que supuestamente circula del primero al segundo. De allí, la paradoja, disimulada
bajo el dilema práctico entre fidelidad y traición: una buena traducción no puede sino
apuntar a una equivalencia presunta, no fundada en una identidad de sentido demostrable,
una equivalencia sin identidad. Se puede entonces vincular esta presunción de equivalencia
sin identidad con el trabajo de traducción, que se manifiesta más claramente en el hecho de
la retraducción de los grandes textos de la humanidad, en particular aquellos que
franquearon la barrera de la disparidad de los sistemas de recorte y recomposición frástica
y textual mencionados, por ejemplo, entre el heo, el griego y el latín, o entre las lenguas de
la India y el chino. Pero no se deja de retraducir dentro de la misma área cultural, como
sucede con la Biblia, Homero, Shakespeare, Dostoievski. Ese trabajo es tranquilizador para
el lector, porque le permite acceder a obras de culturas extranjeras cuya lengua no habla.
Pero ¿qué ocurre con el traductor y su dilema fidelidad/ traición? Los grandes deseantes de
traducción que fueron los románticos alemanes, cuya aventura nos cuenta Antoine Berman
en L’épreuve de I’étranger, multiplicaron las versiones de ese dilema práctico, que
atenuaban en fórmulas tales como “llevar al lector al autor”, “llevar al autor al lector”. Lo que
atenuaban era el problema de servir a dos amos, al extranjero en su extranjeridad, al lector
en su deseo de apropiación. Podríamos contribuir a esa atenuación proponiendo abandonar
el sueño de la traducción perfecta y reconociendo la diferencia insuperable entre lo propio y
lo extranjero. Quisiera ahora volver a este reconocimiento.
4 Marcel Détienne, Comparer l’incomparable, París, Éd. du Seuil, 2000. [Ed. cast.: Comparar lo incomparable,
Barcelona, Península, 2001]
aplicación en la interpretación que propone un brillante sinólogo francés, François Jullien,
de la relación entre la China arcaica y la Grecia arcaica y clásica. Su tesis, que no discuto,
pero que tomo como hipótesis de trabajo, es que el chino es el otro absoluto del griego, que
el conocimiento del interior del chino equivale a una desconstrucción por afuera, por el
exterior, del pensamiento y el habla griegos. La extranjeridad absoluta está entonces de
nuestro lado, de nosotros que pensamos y hablamos el griego, ya sea en alemán o en una
lengua latina. La tesis, llevada al extremo, es que el chino y el griego se distinguen por un
“pliegue” inicial en lo pensable y experimentable, un “pliegue” más allá del cual no se puede
ir. Así, en su último libro, titulado Du temps,5 Jullien sostiene que el chino no tiene tiempos
verbales porque no tiene el concepto de tiempo elaborado por Aristóteles en Física IV,
reconstruido por Kant en la “Estética trascendental”, y universalizado por Hegel por medio
de las ideas de lo negativo y de la Aufhebung. Todo el libro está escrito en el modo “no
hay,.. no hay..., pero hay...”. Planteo entonces la pregunta: ¿cómo hablamos (en francés) de
lo que hay en chino? Jullien no pronuncia una sola palabra china en su libro (¡a excepción
de yin-yang!); habla, en un francés bello, de lo que hay en lugar del tiempo: las estaciones,
las ocasiones, las raíces y las hojas, las fuentes y los flujos. Al hacerlo, construye
comparables. Y los construye, como dije antes, traduciendo: de arriba abajo, desde la
intuición global acerca de la diferencia de “pliegue”, pasando por las obras, los clásicos
chinos, y descendiendo hasta las palabras. La construcción de lo comparable se expresa fi-
nalmente en la construcción de un glosario. ¿Y qué encontramos en nuestras lenguas
“griegas”?
Palabras habituales que no han tenido destino filosófico y que, por efecto de la traducción,
son arrancadas de contextos de uso y elevadas a la dignidad de equivalentes, esos
famosos equivalentes sin identidad, cuya realidad antecedente presupusimos, oculta en
alguna parte, y que el traductor podría descubrir.
Grandeza de la traducción, riesgo de la traducción: traición creadora del original,
apropíación igualmente creadora por la lengua receptora; construcción de lo comparable.
Pero no es lo que ocurrió en diversas épocas de nuestra propia cultura, cuando los
Setenta tradujeron al griego la Biblia hebrea, que llamamos “la Setenta”, y que pueden
criticar a voluntad los especialistas del hebreo. Y la recidiva de San Jerónimo con la
Vulgata, construcción de un comparable latino. Pero antes de Jerónimo, los latinos habían
creado comparables, decidiendo por nosotros que areté se traducía por viruts, polis por
urbs y polites por civis. Para seguir en el campo bíblico, puede decirse que Lutero no
solamente construyó un comparable al traducir en alemán la Biblia, “germanizándola”, como
llega a decir, frente al latín de San Jerónimo, sino que creó la lengua alemana, como
comparable del latín, del griego de la Setenta y del hebreo de la Biblia.