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Paul Ricoeur

Sobre la traducción
Ed. Paidós
ISBN 950-12-6544-7

Prólogo

En 1948, Paul Ricoeur presenta su segunda tesis de doctorado, resabio de la antigua


tesis en latín que escribían aún a principios del siglo xx los académicos franceses, y que
solía servir a un propósito limitado, informativo, técnico. Para esa segunda tesis ha elegido
culminar un trabajo comenzado en cautiverio, como prisionero en la guerra de 1939: su
versión francesa de Ideen I, de Husserl. Tal es el primer contacto prolongado y concreto de
Ricoeur con la práctica de la traducción.
Precisamente, Antoine Berman, el autor que Ricoeur elige como punto de partida en el
primero de los tres textos que forman este libro, “Desafío y felicidad de la traducción”,
sostenía que la reflexión sobre la traducción es inescindible de la experiencia de traducir.
Como otros teóricos “especulativos“, también traductores, Berman prescindía de una teoría
unitaria que diera cuenta de la traducción: prefería la deriva crítica, incluso el comentario
idiosincrásico aunque siempre basado en una sólida erudición, la inclusión de citas y
ejemplos no para erigir un edificio compacto, sino uno con anfractuosidades, en las que
nuevas ideas e intervenciones críticas de hecho han venido a insetarse.
Al igual que Berman, Rícaoeur evita las construcciones sistemáticas —él mismo se ha
pronunciado en contra de ellas reiteradamente—; a diferencia de Berman, elige en estos
textos la modalidad heurística y dialógica de exposición: parte de un saber común y general,
por momentos muy parecido a la doxa —la traducción como copia de un original, la
traducción como texto necesariamente inferior a aquel del que procede, para ir
caracterizando mediante la referencia a algunos rasgos salientes una noción del traducir
que se vincula con la felicidad que procura la posibilidad de comunicación con el otro.
Con un fraseo claro y elegante, que también ha de leerse como una toma de posición
frente a los oscuros, Ricoeur señala algunos casos en los que la traducción parece
capitular: el texto poético, los conceptos filosóficos en los que toda una concepción del
sujeto o del mundo puede estar condensada. Es que hay “resistencias” a la traducción,
resistencias que cabe subsumir en dos fuerzas igualmente potentes: por una parte, el
etnocentrismo de la lengua receptora o traductora, su tendencia a la hegemonía cultural, su
dificultad para decir al otro porque no puede dejar de decirse a sí misma; por otra, la
inescrutabilidad del texto en lengua extranjera.
Y sin embargo, la traducción existe, profusamente. En uno de sus cursos en el Collége
de France, Roland Barthes defendió su conocimiento del haiku japonés a través de
versiones francesas que no podía verificar. Esa defensa remite a un hecho incontrastable: el
autor delega en el traductor un poder por el cual éste está autorizado a interpretar y
reescribir el texto de partida. A esa “acción fiduciaria”, como la llamó Annie Brisset, es
posible agregarle, según Ricoeur, una instancia de control, pero no de sanción. Los futuros
lectores bilingües de ese texto serán quienes evalúen la magnitud de la capitulación o el
acierto: en una cadena de relecturas que funcionan como “retraducciones privadas”, no
otros serán los jueces del traductor precedente.
En el segundo texto, “El paradigma de la traducción” —que, como el primero, tiene un
origen oral—, Ricoeur recuerda el relato bíblico de Babel. Lo cita in extenso y lo lee no
como la puesta en alegoría de la soberbia humana y su ejemplar castigo divino, sino como
mito de origen del proyecto ético que entraña toda traducción. La Buena Nueva que anuncia
Ricoeur es que, gracias a la diversidad de las lenguas, nos es dado pasar por la
experiencia-prueba de lo extranjero. Así como el fratricidio de Caín convierte a la
hermandad en un proyecto ético y lo sustrae de la indiferencia moral de los hechos “natu-
rales”, Babel introduce la dimensión ética en la comunicación humana. La lengua
prebabélica era una facilidad que no daba cabida a la voluntad y el trabajo de comprender
al otro.
Una serie de ideas que son otras tantas iluminaciones jalonan el discurso de Ricoeur. La
“hospitalidad lingüística” de la traducción, en tanto capacidad para acoger lo foráneo; el
“deseo de traducir” y los “traductores deseantes”, aquellos compelidos por la pasión de
desafiar el fantasma de la imposibilidad; la “construcción de comparables”, no sólo
semánticos, sino también literales. La traducción literal, aquella que apunta a la producción
de los comparables literales, tiene su reducción al absurdo en un cuento de Jorge Luis
Borges; es la versión que Pierre Menard escribe del Quijote, en la que a cada palabra del
original en español le corresponde su idéntica. Y tiene un límite cuando se trata de pasar de
una lengua a otra: a diferencia de las traducciones libres, que siempre pueden serlo un
poco más, apartándose re-creativamente del original, como querían Ezra Pound y Haroldo
de Campos, las traducciones literales, las que se apegan furiosamente a la letra, tienen
como límite la inteligibilidad.
Ricoeur tiene razón al calificar de “desesperada” la empresa de Berman de propugnar la
traducción letra por letra y no —como aconsejaba Cicerón— sentido por sentido. Un
argumento cratilista, el de la unión de significación y sonido, viene a refrendar tal empresa.
Ese argumento, con el que Ricoeur cierra “Un ‘pasaje’: traducir lo intraducible”, último de los
textos incluidos en este libro, se opone a la idea de la inmotivación del signo lingüístico
proclamada por Saussure. Y deja al lector en un lugar incierto, donde es posible la paradoja
anunciada en el título: traducir lo intraducible. Pues si, como afirmaba Cratilo, hay una
relación motivada, causal, entre los sonidos y el sentido, entonces no habrá posibilidad de
traducción. Es que si en algo difieren inapelablemente las lenguas es en el recorte fonético
que hacen de los sonidos pronunciables por un humano.
Los biógrafos, historiadores y críticos han registrado con frecuencia los desplantes de
algunos intelectuales —como Lacan y Foucault— hacia Ricoeur. Y uno comprende el
fastidio de los pensadores más radicales ante lo inmarcesible de su pensamiento y su modo
de expresarlo. En el diálogo sobre la traducción que entabla entre otros con George Steiner,
con Walter Benjamin, con Antoine Berman, pero sobre todo con el lector, Ricoeur tiene
como norte la voluntad de comprender lo distinto, la necesidad de acercarse a la alteridad
sin anularla. ¿Qué mejor materia que la traducción para especular sobre ese proyecto y sus
obstáculos?

PATRICIA WILLSON

1.Desafío y felicidad de la traducción


“Défi et bonheur de la traducción”: discurso pronunciado en
el Institut Historique Allemand el 15 de abril de 1997.

Quisiera expresar mi gratitud hacia las autoridades de la Fundación DVA de Stuttgart,1


por su invitación a que contribuya a la entrega del Premio Franco-Alemán de Traducción de
1996. Han aceptado que diera como título a estas observaciones “Desafío y felicidad de la
traducción”.
Me gustaría, en efecto, ubicar mis observaciones dedicadas a las grandes dificultades y
a las pequeñas alegrías de la traducción bajo la égida del título La prueba de lo ajeno,2 que
Antoine Berman — a quien echamos tanto de menos— dio a su notable ensayo sobre la
cultura y la traducción en la Alemania romántica.
Hablaré primero y más extensamente de las dificultades vinculadas con la traducción en
tanto desafío díficil, a veces imposible. Esas dificultades están precisamente resumidas en
el término francés épreuve, en su doble sentido de “pena experimentada” y de “prueba”.
Mise á l’épreuve, puesta a prueba, como se dice, de un proyecto, de un deseo, aun de una
pulsión: la pulsión de traducir.
Para iluminar esa épreuve, sugiero comparar la “tarea del traductor” de la que habla
Walter Benjamin con el doble sentido que Freud le da a “trabajo”, cuando en un ensayo se
refiere al “trabajo del recuerdo” y en otro, al “trabajo del duelo”. También en traducción
existe cierto salvataje y cierta aceptación de la pérdida.
¿Salvataje de qué? ¿Pérdida de qué? Es la pregunta que plantea el término étranger en
el título de Berman. En efecto, dos términos son puestos en relación por al acto de traducir:
lo extranjero —término que abarca la obra, el autor, su lengua— y el lector destinatario de la
obra traducida. Y entre ambos, el traductor, que transmite, que hace pasar el mensaje de un

1 Deutsches Verlagsanstalt, rama de la Fundación Bosch y editorial.


2 A. Berman, L’épreuve de l’étrangrer, París, Gal1imard, 1995. [Ed. cast.: La prueba de lo ajeno. Cultura
traducción en La Alemania romántica, Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, 2004.]
idioma a otro. En esa incómoda situación de mediador reside la prueba en cuestión. Franz
Rosenzweig dio a esa experiencia la forma de una paradoja. Traducir, dice, es servir a dos
amos: al extranjero en su obra, al lector en su deseo de apropiación. Autor extranjero, lector
que habita la misma lengua que el traductor. Esta paradoja revela, en efecto, una
problemática sin par, sancionada doblemente por un voto de fidelidad y una sospecha de
traición. Schleiermacher descomponía la paradoja en dos frases: “llevar al lector al autor”,
“llevar al autor al lector”.
En este intercambio, en este quiasmo reside el equivalente de lo que hemos llamado
antes el trabajo del recuerdo, el trabajo del duelo. Trabajo del recuerdo primero: este
trabajo, que también puede compararse con el trabajo de parto, afecta a los dos polos de la
traducción. Por un lado, acomete contra la sacralización de la lengua flamada materna,
contra su intolerancia identitaria.
Esta resistencia del lector no debe ser subestimada. La pretensión de autosuficiencia, el
rechazo de la mediación de lo extranjero, han nutrido en secreto numerosos etnocentrismos
lingüísticos y, más gravemente, numerosas pretensiones de hegemonía cultural, tal corno
se observó con el latín, de la Antigüedad tardía al fin de la Edad Media, y aun más allá del
Renacimiento; por parte también del francés en la edad clásica; por parte del
angloamericano en nuestros días. Como en psicoanálisis, he empleado el término
“resistencia” para denominar el rechazo solapado de la experiencia de lo extranjero por
parte de la lengua receptora.
Pero la resistencia al trabajo de traducción en tanto equivalente del trabajo del recuerdo,
no es menor por parte de la lengua extranjera. El traductor encuentra esa resistencia en
diversos estadios de su empresa. La encuentra desde antes de comenzar, bajo la forma de
la presunción de no traducibilidad, que lo inhibe aun antes de acometer la obra. Todo
sucede como si en la emoción inicial, en la angustia de comenzar, el texto exnanjero se
elevara como una masa inerte de resistencia a la traducción. Por una parte, esa presunción
inicial no es sino un fantasma alimentado por el reconocimiento banal de que el original no
será duplicado por otro original; reconocimiento, como dije, banal, pues se parece al de todo
coleccionista frente a la mejor copia de una obra de arte. El coleccionista conoce el defecto
mayor, que es el de no ser el original. Pero un fantasma de traducción perfecta reemplaza
ese sueño banal del original duplicado, y culmina en el temor de que la traducción, por ser
una traducción, sea, de alguna manera, mala por definición.
La resistencia a la traducción reviste una forma menos fantasmática, una vez que el
trabajo de traducción ha comenzado. Las zonas de intraducibilidad están diseminadas en el
texto, y hacen de la traducción un drama, y del deseo de una buena traducción un desafío.
En este sentido, la traducción de obras poéticas es la que ha ejercitado mas los espíritus,
precisamente, en la época del romanticismo alemán, de Herder a Goethe, de Schiller a
Novalis, más tarde aún en Von Humboldt y Schleiermacher, y, en nuestros días, en
Benjamin y Rosenzweig.
La poesía ofrecería, en efecto, la gran dificultad de la unión inseparable del sentido y la
sonoridad, del significado y el significante. Pero la traducción de obras filosóficas revela
dificultades de otro orden y, en cierto sentido, igualmente irreductibles, en la medida en que
surgen en el plano mismo del recorte de los campos semánticos que resultan ser no
superponibles exactamente en lenguas diferentes. Y la dificultad llega a su colmo con las
palabras clave, las Grundwörter, que el traductor se impone a veces erroneamente traducir
palabra por palabra: la misma palabra recibe un equivalente fijo en la lengua de llegada.
Pero ese obstáculo legítimo tiene sus límites, en la medida en que esas famosas palabras
clave, Vorstellung, Aufhebung, Dasein, Ereignis, son también ellas condensados de larga
textualidad, donde contextos enteros se reflejan, sin hablar de los fenómenos de inter-
textualidad disimulados en la acuñación misma de la palabra. Intertextualidad que equivale
a veces a transformación, a refutación de empleos anteriores por autores que pertenecen a
la misma tradición de pensamiento o a tradiciones adversas.
No sólo los campos semánticos no se superponen; tampoco las sintaxis son
equivalentes. Los giros idiomáticos no transmiten los mismos legados culturales; y qué decir
de las connotaciones a medias mudas, que pesan sobre las denotaciones mejor delimitadas
del vocabulario de origen y que flotan de alguna manera entre los signos, las oraciones, las
secuencias cortas o largas. A ese complejo de heterogeneidad, el texto extranjero le debe
su resistencia a la traducción, y, en este sentido, su intraducibilidad esporádica.
En los textos filosóficos, provistos de una semántica rigurosa, la paradoja de la
traducción es puesta al desnudo. Así, el lógico Quine, en la línea de la filosofía analítica de
lengua inglesa, da la forma de una imposibilidad a la idea de correspondencia sin
adecuación entre dos textos. El dilema es el siguiente: los textos de partida y de llegada
deberían, en una buena traducción, estar medidos por un tercer texto inexistente. El
problema consiste en decir lo mismo o en pretender decir lo mismo de dos maneras dife-
rentes. Pero eso mismo, eso idéntico, no está dado en ninguna parte a la manera de un
tercer texto cuyo estatuto sería el del tercer hombre en el Parménides de Platón, tercero
entre la idea del hombre y los ejemplos humanos que participan de la idea verdadera y real.
A falta de ese tercer texto, en el que residiría el sentido mismo, el idéntico semántico, el
único recurso es la lectura crítica de algunos especialistas si no políglotas al menos
bilingües, lectura crítica que equivale a una retraducción privada, por la cual nuestro lector
competente rehace por su cuenta el trabajo de traducción, asumiendo a su vez la
experiencia de la traducción y chocándose con la misma paradoja de una equivalencia sin
adecuación.
Abro aquí un paréntesis: al hablar de retraducción por el lector, rozo el problema más
general de la retraducción incesante de las grandes obras, de los grandes clásicos de la
cultura universal, la Biblia, Shakespeare, Dante, Cervantes, Moliére. Quizá sea preciso decir
que es en la retraducción donde mejor se observa la pulsión de traducción alimentada por la
insatisfacción frente a las traducciones existentes. Cierro el parentesis.
Hemos seguido al traductor desde la angustia que lo retiene antes de comenzar y a
través de la lucha con el texto a lo largo de su traducción: lo abandonamos en el estado de
insatisfacción en que lo deja la obra terminada.
Antoine Berman, a quien he releído intensamente para esta ocasión, resume en una
fórmula feliz las dos modalidades de la resistencia: la del texto a traducir y la de la lengua
receptora de la traducción. Cito: “En el plano psíquico —dice Berman— el traductor es
ambivalente. Quiere forzar ambos lados, forzar su lengua y cargar el lastre de lo extranjero;
forzar la otra lengua hasta de-portarse en su lengua materna”.
Nuestra comparación con el trabajo del recuerdo, evocado por Freud, encuentra así su
equivalente apropiado en el trabajo de traducción, trabajo conquistado en el frente doble de
una resistencia doble. Y bien, llegado a este punto de dramatización, el trabajo del duelo
encuentra su equivalente en la traductología, y le aporta su amarga pero preciosa
compensación. Lo resumiré en pocas palabras: renunciar al ideal de la traducción perfecta.
Sólo ese renunciamiento permite vivir, como una deficiencia aceptada, la imposibilidad
enunciada antes de servir a dos amos: el autor y el lector. Ese duelo permite también
asumir las dos tareas discordantes de “llevar al autor al lector”, y de “llevar al lector al autor”.
En resumen, el coraje de asumir la problemática bien conocida de la fidelidad y de la
traición: deseo/sospecha. Pero ¿de qué traducción perfecta se trata en ese renunciamiento,
en ese trabajo del duelo? Lacoue-Labarthe yJean-Luc Nancy le han dado una versión válida
para los románticos alemanes bajo el título de L’absolu littéraire.
Ese absoluto rige una empresa de aproximación, que ha recibido nombres diferentes:
“regeneración” de la lengua de llegada en Goethe, “potencialización” de la lengua de partida
por Novalis, convergencia del doble proceso de Bildung que funciona para una y otra en
Von Humboldt.
Ahora bien, ese sueño no ha sido enteramente engañoso, en la medida en que ha
alentado la ambición de sacar a la luz del día la cara oculta de la lengua de partida de la
obra a traducir y, recíprocamente, la ambición de desprovincializar la lengua materna,
invitada a pensarse como una lengua entre otras y, en última instancia, a percibirse a sí
misma como extranjera. Pero ese deseo de traducción perfecta ha revestido otras formas.
Citaré apenas dos: primero, el objetivo cosmopolita, en la huella de la Aufklärung, el
sueño de constituir la biblioteca total, que sería, por acumulación, el Libro, la red
infinitamente ramificada de las traducciones de todas las obras en todas las lenguas, y que
cristalizaría en una suerte de biblioteca universal en donde las intraducibilidades estarían
borradas por completo. Ese sueño de omnitraducción, que sería también el de una
racionalidad totalmente liberada de las restricciones culturales y de las limitaciones
comunitarias aspiraría a saturar el espacio de comunicación interlingüística y colmar la
ausencia de lengua universal. El otro objetivo de la traducción perfecta se ha encarnado en
la espera mesiánica revivida en el plano del lenguaje por Walter Benjamin en “La tarea del
traductor”, ese texto magnífico. El objetivo sería, entonces, el ienguaje puro, como dice
Benjamin, que toda traducción lleva en sí como su eco mesiánico. Bajo todas estas figuras,
el sueño de la traducción perfecta equivale al deseo de una ganancia para la traducción, de
una ganancia sin pérdidas. Precisamente, es necesario hacer el duelo de esa ganancia sin
pérdidas, hasta la aceptación de la diferencia insuperable de lo propio y lo extranjero. La
universalidad recobrada aspiraría a suprimir la memoria de lo extranjero, y quizás hasta el
amor por la lengua propia, a causa del desprecio provinciano de la lengua materna.
Semejante universalidad borraría su propia historia y convertiría a todos en extranjeros para
sí mismos, en apátridas del lenguaje, en exiliados que habrían renunciado a la búsqueda de
asilo de una lengua receptora. En resumen, en nómades errantes.
Y es ese duelo de la traducción absoluta lo que va de la mano de la felicidad de traducir.
La felicidad de traducir es una ganancia cuando, sujeta a la pérdida del absoluto lingüístico,
acepta la distancia entre la adecuación y la equivalencia, la equivalencia sin adecuación. Allí
reside su felicidad. Confesando y asumiendo la irreductibilidad del par de lo propio y lo
extranjero, el traductor encuentra su recompensa en el reconocimiento del estatuto
insuperable de dialogicidad del acto de traducir como el horizonte razonable del deseo de
traducir. A pesar de lo agonística que dramatiza la tarea del traductor, éste puede encontrar
su felicidad en lo que me gustaría llamar la hospitalidad lingüística.
Su régimen es, pues, el de una correspondencia sin adecuación. Frágil condición, que
sólo admite como verificación el trabajo de retraducción que evoqué antes, como una suerte
de ejercicio de doblaje por bilingüismo mínimo del trabajo del traductor: retraducir después
del traductor. He partido de estos dos modelos, más o menos emparentads con el
psicoanálisis, del trabajo del recuerdo y el trabajo del duelo, pero quiero decir que, al igual
que en el acto de narrar, se puede traducir de otra manera, sin esperanza de colmar la
brecha entre equivalencia y adecuación total. Hospitalidad lingüística, pues, donde el placer
de habitar la lengua del otro es compensado por el placer de recibir en la propia casa la
palabra del extranjero.

2. El paradigma de la traducción
“Le paradigme de la traduction”: lección inaugural en la
Faculté de Théologie Protestante de París, octubre de 1998.
Fue publicado en Esprit (no. 853, junio de 1999).

Dos vías de acceso se ofrecen al problema planteado por el acto de traducir: o bien
tomar el término “traducción” en su sentido estricto de transferencia de un mensaje verbal
de una lengua a otra, o bien tomarlo en sentido amplio, como sinónimo de interpretación de
todo conjunto significante dentro de la misma comunidad lingüística.
Los dos enfoques tienen su derecho: el primero, elegido por Antoine Berman en La
prueba de lo ajeno, tiene en cuenta el hecho evidente de la pluralidad y la diversidad de las
lenguas; el segundo, seguido por George Steiner en Después de Babel,3 se dirige
directamente al fenómeno general que el autor resume de la siguiente manera:
“Comprender es traducir”. He elegido partir del primero, que pone en primer plano la rela-
ción de lo propio con lo extranjero, y así llegar al segundo con la guía de las dificultades y
paradojas suscitadas por la traducción de una lengua a otra.
Partamos, pues, de la pluralidad y la diversidad de las lenguas, y señalemos un primer
hecho: es porque los hombres hablan lenguas diferentes que la traducción existe. Este
hecho es el de la diversidad de las lenguas, para retomar el título de Wilhelm von Hurnboldt.
Ahora bien, este hecho es al mismo tiempo un enigma: ¿por qué no una sola lengua? y,
sobre todo, ¿por qué tantas lenguas, cinco o seis mil, según los etnólogos? Todo criterio
darwiniano de utilidad y de adaptación en la lucha por la supervivencia es burlado; esa
multiplicidad innumerable es no sólo inútil, sino también perjudicial. En efecto, si el inter-
cambio intracomunitario está asegurado por la potencia de integración de cada lengua
tornada por separado, el intercambio con el afuera de la comunidad lingüística, en última
instancia, se convierte en impracticable por lo que Steiner llama “una prodigalidad nefasta”.
Pero lo que entraña un enigma no es solamente el entorpecimiento de la comunicación, que
el mito de Babel, al que nos referiremos más adelante, llama “dispersion” en el plano
geográfico y “confusión” en el plano de la comunicación; es también el contraste con otros
rasgos que también afectan el lenguaje. En primer lugar el hecho notable de la
universalidad del lenguaje: “Todos los hombres hablan”; ése es un criterio de humanidad,
junto con la herramienta, la institución, la sepultura. Por lenguaje entendemos el uso de
signos que no son cosas, sino que valen por cosas —el intercambio de los signos en la
interlocución—, el rol central de una lengua común en el plano de la identificación
comunitaria; se trata de una competencia universal desmentida por sus desempeños
locales, una capacidad universal desmentida por su realización fragmentada, diseminada.
dispersa. De allí, las especulaciones en el plano del mito primero, luego en el de la filosofía
del lenguaje, cuando ésta se interroga sobre el origen de la dispersion-confusión. Al
respecto, el mito de Babel, demasiado breve y confuso en su instancia literaria, hace soñar
hacia atrás, en dirección de una presunta lengua paradisíaca perdida, y no funciona como
guía para conducirse en ese laberinto. La dispersión-confusión es entonces percibida como
una catástrofe lingüística irremediable. Sugeriré mis adelante una lectura mucho más
benévola de la condición de los humanos.
Pero antes quiero decir que hay un segundo hecho que no debe enmascarar el primero,
el de la diversidad de las lenguas: el hecho también notable de que siempre se ha
traducido. Antes de los intérpretes profesionales, hubo viajeros, mercaderes, embajadores,
espías, ¡muchos bilingües y políglotas! Se trata de una realidad tan notable como la
deplorada incomunicación: el hecho mismo de la traducción, que presupone en todo locutor

3 G. Steiner, Aprés Babel, París, Albin Michel, 1998. [Ed. cast.: Después de Babel, México, Fondo de
Cultura Económica, 1980.]
la aptitud para aprender y practicar otras lenguas además de la propia. Esta capacidad
parece solidaria de otros rasgos mas disimulados, relativos a la práctica del lenguaje,
rasgos que finalmente nos acercaran a los procedimientos de traducción intralingüística;
éstos son, para decirlo anticipadamente, la capacidad reflexiva del lenguaje y esa
posibilidad siempre disponible de hablar sobre el lenguaje, de ponerlo a distancia, y tratar
así nuestra propia lengua como una lengua entre otras. Reservo para más tarde este
análisis de la reflexividad del lenguaje y me concentro en el simple hecho de la traducción.
Los hombres hablan diferentes lenguas, pero pueden aprender otras, diferentes de su
lengua materna.
Esta simple constatación ha suscitado una inmensa especulación que se ha dejado
encerrar en una alternativa ruinosa de la que es necesario liberarse. Esa alternativa
paralizante es la siguiente: o bien la diversidad de las lenguas expresa una heterogeneidad
radical —y entonces la traducción es teóricamente imposible, pues las lenguas son a priori
intraducibles entre sí—, o bien la traducción se explica mediante un fondo común que
vuelve, posible el hecho de la traducción. Pero entonces uno debe poder o bien reencontrar
ese fondo común, y seguir la pista de la lengua originaria, o bien reconstruirlo lógicamente,
y seguir la pista de la lengua universal. Originaria o universal, esa lengua absoluta debe
poder ser mostrada, en sus tablas fonológicas, léxicas, sintácticas, retóricas. Repito la
alternativa teórica: o bien la diversidad de las lenguas es radical, y entonces la traducción
es directamente imposible, o bien la traducción es un hecho, y hay que establecer su
posibilidad de derecho mediante una indagación sobre el origen o mediante una
reconstrucción de las condiciones a priori del hecho constatado.
Sugiero que hay que salir de esta alternativa teórica, traducible versus intraducible, y
reernplazarla por otra alternativa, práctica esta vez, salida del ejercicio mismo de la
traducción: la alternativa fidelidad versus traición, a riesgo de confesar que la práctica de la
traducción sigue siendo una operación peligrosa, siempre en busca de su teoría. Veremos
finalmente que las dificultades de la traducción intralingüística confirman esta confesión
embarazosa. Participé recientemente en un coloquio internacional sobre la interpretación y
escuché la exposición del filósofo analítico Donald Davidson, titulada “Teóricamente difícil
(hard) y prácticamente fácil (easy).”
Ésta es también mi tesis cuando se trata de la traducción en sus dos vertientes, extra e
intralingüística: teóricamente incomprensible pero efectivamente practicable, al precio de lo
que llamaremos la alternativa práctica fidelidad versus traición.
Antes de internarrne en la vía de esta dialéctica práctica, fidelidad versus traición,
quisiera exponer sucintamente las razones del callejón sin salida especulativo donde lo
intraducible y lo traducible se chocan.
La tesis de lo intraducible es la conclusión obligada de cierta etnolingüística —B. Lee
Whorf, E. Sapir— que se aplicó a subrayar el carácter no superponible de los diferentes
recortes de los que dependen los múltiples sistemas lingüísticos: recorte fonético y
articulatorio como base de los sistemas fonológicos (vocales, consonantes, etcétera);
recorte conceptual que rige los sistemas léxicos (diccionarios, enciclopedias, etcétera);
recorte sintáctico como base de las diversas gramáticas. Los ejemplos abundan: si decimos
bois en francés, reunimos el material leñoso y la idea de un pequeño bosque; pero, en otra
lengua, estas dos significaciones se encuentran separadas o agrupadas en dos sistemas
semánticos diferentes. En el plano gramatical, es fácil ver que los sistemas de tiempos
verbales (presente, pasado y futuro) difieren de una lengua a otra; tenemos lenguas en las
que no se marca la posición en el tiempo, sino el carácter perfectivo o no perfcctivo de la
acción; y tenemos lenguas sin tiempos verbales, donde la posición en el tiempo está
marcada solamente por adverbios que equivalen a “ayer”, “mañana”, etcétera. Si
agregamos la idea de que cada recorte lingüístico impone una visión de mundo —idea en
mi opinión insostenible—, diciendo, por ejemplo, que los griegos construyeron ontologías
porque tienen un verbo “ser” que funciona a la vez como cúpula y como aserción de exis-
tencia, entonces el conjunto de las relaciones humanas de los hablantes de una lengua
dada resulta ser no superponible al de aquellas por las cuales el hablante de otra lengua se
comprende a sí mismo comprendiendo su relación con el mundo. Entonces es necesario
concluir que la incomprensión es de derecho, que la traducción es teóricamente imposible y
que los individuos bilingües no pueden sino ser esquizofrénicos.
Entonces, somos lanzados a la otra orilla; puesto que la traducción existe, es necesario
que sea posible. Y si es posible es porque, bajo la diversidad de las lenguas, existen
estructuras ocultas que, o bien llevan la huella de una lengua originaria perdida que es
preciso reencontrar, o bien consisten en códigos a priori, en estructuras universales o, como
suele decirse, trascendentales, que podríamos reconstruir. La primera versión —la de la
lengua originaria— fue profesada por diversas gnosis, por la Cábala, por los hermetismos
de todo tipo, hasta producir algunos frutos venenosos, como la defensa de una pretendida
lengua aria, declarada históricamente fecunda, y que se opone al hebreo, considerado
estéril. Olander, en su libro Las lenguas del paraíso, cuyo inquietante subtitulo es “arios y
semitas: un par providencial“, denuncia en lo que él llama una “fábula erudita” el pérfido
antisemitismo lingüístico. Pero, para ser equitativo, es preciso decir que la nostalgia de la
lengua originaria ha producido también la potente meditación de un Walter Benjamin en “La
tarea del traductor”, donde la “lengua perfecta”, la “lengua pura” —son expresiones de
Benjamin—, figura como horizonte mesiánico del acto de traducir, asegurando
secretamente la convergencia de los idiomas cuando éstos son llevados a la cima de la
creatividad poética. Desafortunadamente, la práctica de la traducción no recibe ningún
auxilio de esta nostalgia convertida en espera escatológica; quizá habría que hacer el duelo
del deseo de perfección para asumir sin embriaguez y con toda sobriedad la “tarea del
traductor”.
Más tenaz es la otra versión de la búsqueda de unidad, ya no en la dirección de un
origen en el tiempo, sino en la de códigos a prioi; Umberto Eco ha dedicado útiles capítulos
a estas tentativas en su libro La búsqueda de la lengua perfecta en la cultura europea. Se
trata, como lo subraya el filósofo Bacon, de eliminar las imperfecciones de las lenguas
naturales, que son fuente de lo que él llama los “ídolos” de la lengua. Leibniz le dará cuerpo
a esta exigencia con su idea de carácter universal, que también apunta a componer un
léxico universal de las ideas simples, completado por una antología de todas las reglas de
composición entre esos verdaderos átomos de pensamiento.
Y bien!, hay que plantear la cuestión de confianza —y éste será el punto de inflexión de
¡

nuestra meditación—: hay que preguntarse por qué esta tentativa fracasa y debe fracasar.
Ha habido, por cierto, resultados parciales en las gramáticas llamadas generativas de la
escuela de Chomsky, pero un fracaso total en el plano léxico y fonológico. ¿Por qué?
Porque el anatema no es la imperfección de las lenguas naturales, sino su funcionamiento
mismo. Para simplificar al extremo una discusión muy técnica, señalemos dos escollos: por
un lado, no hay acuerdo sobre lo que caracterizaría una lengua perfecta en el nivel del
léxico de las ideas primitivas que entran en composición. Este acuerdo presupone una
homología completa entre el signo y la cosa, sin arbitrariedad, y, por ende, más
ampliamente, entre el lenguaje y el mundo, lo que constituye o bien una tautología, si se
decreta que un recorte privilegiado es figura del mundo, o bien una pretensión inverificable
en ausencia de un inventario exhaustivo de todas las lenguas habladas. Segundo escollo,
más temible aún: nadie puede decir cómo podrían derivarse las lenguas naturales, todas
con las curiosidades de las que hablaremos más adelante, de la presunta lengua perfecta:
la distancia entre la lengua universal y la lengua empírica, entre lo apriorístico y lo histórico,
parece infranqueable. Aquí es donde las reflexiones por las cuales terminaremos en el
trabajo de traducción dentro de una misma lengua natural serán útiles para sacar a la luz
las infinitas complejidades de las lenguas, que hacen que haya que aprender el
funcionamiento de una lengua, incluida la propia.Tal es el balance sumario de la batalla que
opone el relativismo de campo, que debería concluir en la imposibilidad de la traducción, y
el formalismo de gabinete, que fracasa en fundar el hecho de la traducción sobre una
estructura universal demostrable. Sí, hay que confesarlo: de una lengua a otra, la situación
es la de dispersión y confusión. Y, sin embargo, la traducción se inscribe en la larga letanía
de los “a pesar de todo”. A pesar de los fratricidas, militamos por fraternidad universal. A
pesar de la heterogeneidad de los idiomas, hay bilingües, políglotas, intérpretes y
traductores.

ENTONCES, ¿CÓMO HACEN?

Me referí a un cambio de orientación: abandonando la alternativa especulativa —tradu-


cibilidad contra intraducibilidad— entremos, decía, en la alternativa práctica —fidelidad
contra traición—.
Para entrar en la vía de esta inversión, vuelvo a la interpretación del mito de Babel, que
no quisiera cerrar con la idea de catástrofe lingüística infligida a los humanos por un dios
celoso de sus logros. Ese mito, como, por otra parte, todos los mitos de comienzo, que
tienen en cuenta situaciones irreversibles, también puede leerse como el acta sin condena
de una separación originaria. Se puede empezar, al comienzo del Génesis, con la
separación de los elementos cósmicos que le permite a un orden emerger del caos,
continuar con la pérdida de la inocencia y la expulsión del Edén, que marca también el
acceso a la edad adulta y responsable, y pasar luego —y esto nos interesa enormemente
para una relectura del mito de Babel— por el fratricidio, el asesinato de Abel, que hace de la
fraternidad misma un proyecto ético y ya no un simple hecho de la naturaleza. Si se adopta
esta línea de lectura, que comparto con el exégeta Paul Beauchamp, la dispersión y
confusión de las lenguas, anunciadas por el mito de Babel vienen a coronar esta historia de
la separación llevándola al corazón del ejercicio del lenguaje. Así somos, así existimos,
dispersos y confusos, y llamados ¿a qué? Y bien... ¡a la traducción! Hay un después de
Babel, definido por “la tarea del traductor”, para retornar el título ya evocado del famoso
ensayo de Walter Benjamin.
Para darle más fuerza a esta lectura, recordaré, con Umberto Eco, que el relato del
Génesis 11, 1-9, está precedido por los dos versículos del Génesis 10, 31-32, donde la
pluralidad de las lenguas parece considerada un dato simplemente fáctico. Leo esos
versículos en la áspera traducción de Chouraki:

Voici les fils de Shem pour leur clan, pour leur langue, dans leur terre, pour leur peuple.
Voilà les clans des fils de Noah, pour leur geste, dans leur peuple: de ceux-là se
scindent les peuples sur terre après le Déluge.

Éstos fueron los hijos de Sem, según sus linajes y lenguas, por sus territorios y naciones
respectivas.
Hasta aquí los linajes de los hijos de Noé, según su origen y sus naciones. Y a partir de
ellos se dispersaron los pueblos por la tierra después del diluvio.*

Estos versículos tienen el tono de enumeración en el que se expresa la simple


curiosidad de una mirada benévola. La traducción es entonces una tarea, no en el sentido
de una obligación restrictiva, sino en el de lo que hay que hacer para que la acción humana
pueda simplemente continuar, como afirma Hannah Arendt, amiga de Benjamin, en La
condición humana.
Sigue luego el relato titulado “La torre de Babel”:

Todo el mundo era de un mismo lenguaje e idénticas palabras. Al desplazarse la


humanidad desde oriente, hallaron una vega en el país de Senaar, y allí se
establecieron. Entonces se dijeron el uno al otro: “Ea, vamos a fabricar ladrillos y a

* Éste y todos los fragmentos bíblicos citados siguen la version española de La Biblia de Jerusalén, edición
revisada y aumentada, Bilbao, Desc1ée de Brouwer, 1975. [N. de la T.]
cocerlos al fuego”. Así el ladrillo les servía de piedra y el betún de argamasa. Después
dijeron: “Ea, vamos a edificarnos una ciudad y una torre con la cúspide en los cielos, y
hagámonos famosos, por si nos desperdigamos por toda la haz de la tierra”.

Bajó Yahvéh a ver la ciudad y la torre que habían edificado los humanos, y dijo
Yahvéh: “He aquí que todos son un solo pueblo con un mismo lenguaje, y éste es el
comienzo de su obra. Ahora nada de cuanto se propongan les será imposible. Ea, pues,
bajemos, y una vez allí confundamos su lenguaje, de modo que no entienda cada cual el
de su prójimo”. Y desde aquel punto los desperdigó Yahvéh por toda la haz de la tierra, y
dejaron de edificar la ciudad. Por eso se la llamó Babel: porque allí embrolló Yahvéh el
lenguaje de todo el mundo, y desde allí los desperdigó Yahvéh por toda la haz de la
tierra.
Éstos son los descendientes de Sem. Sem tenía cien años cuando engendró a
Arpaksad, dos años después del diluvio.
Vivió Sem, después de engendrar a Arpaksad, quinientos años, y engendró hijos e
hijas.

Vémos que no hay ninguna recriminación, ningún lamento, ninguna acusación: “los
desperdigó Yahvéh por toda la haz de la tierra, y dejaron de edificar la ciudad”. ¡Dejaron de
edificar! Una manera de decir: es así. Es así, como le gustaba decir a Benjamin. A partir de
esta realidad de la vida, ¡traduzcamos!
Para hablar de la tarea de traducir, quisiera evocar, con Antoine Berman en La prueba de
lo ajeno, el deseo de traducir. Ese deseo va más allá de Ia imposición y la utilidad. Hay, por
cierto, una imposición: si se quiere viajar, negociar, espiar incluso, es necesario disponer de
mensajeros que hablen la lengua de los otros. En cuanto a la utilidad, ésta es evidente.
Cuando queremos evitar el aprendizaje de las lenguas extranjeras, podemos contentarnos
con encontrar traducciones. Después de todo, es así como hemos tenido acceso a los
trágicos, a Platón, Shakespeare, Cervantes, Petrarca y Dante, Goethe y Schiller, Tolstoi y
Dostoievski. Imposición, utilidad, ¡de acuerdo! Pero hay algo más tenaz, más profundo, más
oculto: el deseo de traducir.
Ése es el deseo que ha animado a los pensadores alemanes desde Goethe, el gran
clásico, y Von Hurnboldt, ya mencionado, pasando por los románticos Novalis, los hermanos
Schlegel, Schleiermacher (traductor de Platón, no hay que olvidarlo), hasta Hölderlin, el
traductor trágico de Sófocles, y finalmente, Walter Benjamin, el heredero de Hölderlin. Y en
la retaguardia de todos ellos, Lutero, traductor de la Biblia —Lutero y su voluntad de
“germanizar” la Biblia, cautiva del latín de San Jerónimo—.
¿Qué es lo que esos apasionados por la traducción esperaron de su deseo? Lo que uno
de ellos llamó la ampliación del horizonte de su propia lengua —e incluso lo que todos
llamaron formación, Bildung, es decir, a la vez configuración y educacion, y en primer lugar,
si puede decirse, el descubrimiento de su propia lengua y de sus recursos dejados en
barbecho—. Las palabras que siguen son de Hölderlin: “Lo que es propio debe aprenderse
tan bien como lo extranjero”. Pero entonces, ¿por qué ese deseo de traducir debe pagarse
al precio de un dilema, el dilema fideIidad/traición? Porque no existe criterio absoluto de
buena traducción. Para que tal criterio esté disponible, sería necesario poder comparar el
texto de partida y el texto de llegada con un tercer texto que sería portador del sentido
idéntico que supuestamente circula del primero al segundo. Lo mismo dicho por uno y otro.
Así como para el Platón del Parménides no hay tercer hombre entre la idea de hombre y
determinado hombre singular —Sócrates, ¡cómo no nombrarlo!—, tampoco hay tercer texto
entre el texto de partida y el texto de llegada. De allí la paradoja antes que el dilema: una
buena traducción no puede apuntar sino a una equivalencia presunta, no fundada en una
identidad de sentido demostrable. Una equivalencia sin identidad. Esta equivalencia sólo
puede ser buscada, trabajada, presupuesta. Y la única manera de criticar una traducción —
algo que siempre se puede hacer— es proponer otra, presuntamente mejor o diferente. Eso
es lo que ocurre en el terreno de los traductores profesionales. En lo que concierne a los
grandes textos de nuestra cultura, dependemos en lo esencial de retraducciones, una y otra
vez propuestas al oficio de traducir. Es el caso de la Biblia, es el caso de Homero, de
Shakespeare, de todos los escritores citados antes, y, en cuanto a los filósofos, de Platón a
Nietzsche y Heidegger.
Así, cubiertos de retraducciones, ¿estamos mejor armados para resolver el dilema
fidelidad/traición? En absoluto. El riesgo con el que se paga el deseo de traducir, y que hace
del encuentro con lo extranjero en su lengua una experiencia, es insuperable. Franz
Rosenzweig, que nuestro colega Hans-Christoph Askani ha llamado “testigo del problema
de la traducción” (así me permito traducir el título de su gran libro publicado en Tubinga), le
dio a esa experiencia la forma de una paradoja: traducir, dice, es servir a dos amos, al
extranjero en su extranjeridad, al lector en su deseo de apropiación. Antes que él,
Schleiermacher descomponía la paradoja en dos frases: “llevar al lector al autor”, “llevar al
autor al lector”. Por mi parte, me arriesgo a aplicarle a esta situación el vocabulario
freudiano y a hablar, no sólo de trabajo de traducción en el sentido en que Freud habla de
trabajo de rememoración, sino también de trabajo del duelo.
Trabajo de traducción, conquistado a partir de las resistencias íntimas motivadas por el
miedo, incluso el odio, a lo extranjero, percibido como amenaza dirigida contra nuestra
propia identidad lingüística. Pero también trabajo del duelo, aplicado a renunciar al ideal
mismo de traducción perfecta. Este ideal, en efecto, no solamente ha nutrido el deseo de
traducir y, a veces, la felicidad de la traducción; también fue la desdicha de un Hölderlin,
desgarrado por su ambición de fundar la poesía alemana y la poesía griega en una
hiperpoesía donde la diferencia de los idiomas estuviera abolida. ¿Y quién sabe si no es
este ideal de la traducción perfecta el que, en última instancia, mantiene la nostalgia de la
lengua originaria o la voluntad de control sobre el lenguaje por intermedio de la lengua
universal? Abandonar el sueño de la traducción perfecta es la confesión de la diferencia
insuperable entre lo propio yio extranjero. Es la experiencia de lo extranjero.
Vuelvo aquí a mi título: el paradigma de la traducción.
Me parece, en efecto, que la traducción no plantea únicamente un trabajo intelectual,
teórico o práctico, sino un problema ético. Llevar al lector al autor, llevar al autor al lector, a
riesgo de servir y traicionar a dos amos, es practicar lo que doy en llamar la hospitalidad
lingüística. Ella es el modelo para otras formas de hospitalidad con las que está
emparentada: las confesiones, las religiones, ¿no son como lenguas extranjeras entre si,
con su léxico, su gramática, su retórica, su estilística, que hay que aprender a fin de pene-
trarlas? Y la hospitalidad eucarística, ¿no debe asumirse con los riesgos de la traducción-
traición, pero también con el mismo renunciamiento a la traducción perfecta? Me quedo con
estas arriesgadas analogías y con estos signos de interrogación...
Pero no quisiera terminar sin haber dicho las razones por las cuales no hay que
descuidar la otra mitad del problema de la traducción, a saber, la traducción dentro de la
misma comunidad lingüística. Me gustaría mostrar, al menos muy sucintamente, que es en
este trabajo de la lengua sobre sí misma donde se revelan las razones profundas por las
cuales la distancia entre una presunta lengua perfecta, universal, y las lenguas llamadas
naturales, en el sentido de no artificiales, es insuperable. Como he sugerido, no son las
imperfecciones de las lenguas naturales lo que se desearía abolir, sino el funcionamiento
mismo de esas lenguas en sus sorprendentes curiosidades. Lo que precisamente revela
esa distancia es el trabajo de traducción interna. Retomo aquí la declaración que rige el
libro de George Steiner, Después de Babel. Después de Babel, “comprender es traducir”. Se
trata de algo más que una simple interiorización de la relación con lo extranjero, en virtud
del adagio de Platón de que el pensamiento es un diálogo del alma consigo misma —
interiorización que haría de la traducción interna un simple apéndice de la traducción
externa—. Se trata de una exploración original que pone al desnudo los procedimientos
cotidianos de una lengua viva: éstos hacen que ninguna lengua universal pueda lograr la
reconstrucción de la diversidad indefinida. Se trata de aproximar los arcanos de la lengua
viva y, al mismo tiempo, dar cuenta del fenómeno del malentendido, de la incomprensión,
que, según Schleiermacher, suscita la interpretación, de cuya teoría se encarga la
hermenéutica. Las razones de la distancia entre lengua perfecta y lengua viva son
exactamente las mismas que las causas de la incomprensión.
Partiré de ese hecho contundente, característico de nuestras lenguas: siempre es
posible decir lo mismo de otra manera. Es lo que hacemos cuando definimos una palabra
por otra del mismo léxico, corno hacen todos los diccionarios. Peirce, en su ciencia
semiótica, ubica este fenómeno en el centro de la reflexividad del lenguaje sobre sí mismo.
Pero es también lo que hacernos cuando reformulamos un argumento que no ha sido
comprendido. Decimos que lo explicamos, es decir, que abrirnos sus pliegues. Ahora bien,
decir lo mismo de otro modo —dicho de otro modo— es lo que hace el traductor de lengua
extranjera. Encontramos así, dentro de nuestra comunidad lingüística, el mismo enigma de
lo mismo, de la significación misma, el inhallable sentido idéntico, que supuestamente
vuelve equivalentes las dos versiones de la misma frase: por ello, mediante nuestras
explicaciones, no salimos del malentendido, e incluso a menudo lo agravamos. Al mismo
tiempo, se tiende un puente entre la traducción interna, como la llamo, y la traducción
externa: dentro de la misma comunidad, la comprensión exige al menos dos interlocutores.
No se trata, por cierto, de extranjeros, pero si de otros, otros próximos, si se quiere; Husserl,
hablando del conocimiento del otro, llama al otro cotidiano der Fremde, el extranjero. Hay
algo extranjero en todo otro. Con otros definimos, reformulamos, explicamos, buscamos
decir lo mismo de otra manera.
Demos un paso más hacia esos famosos arcanos que Steiner no cesa de visitar y
revisitar. ¿Con qué trabajamos cuando hablamos y le dirigimos la palabra a otror?
Con tres clases de unidades: las palabras, es decir, los signos que se encuentran en el
léxico; las oraciones, para las cuales no hay léxico (nadie puede decir cuántas oraciones
han sido y serán dichas en frances o en cualquier otra lengua); y finalmente, los textos, es
decir, las secuencias de oraciones. El manejo de estos tres tipos de unidades (uno señalado
por Saussure; el otro, por Benveniste y por Jakobson; el tercero, por Harald Weinrich,
Gauss y los teóricos de la recepción de textos) es la fuente de la distancia con respecto a
una presunta lengua perfecta, y la fuente de malentendidos en el uso cotidiano y en este
sentido, ocasión de interpretaciones múltiples y encontradas.
Dos palabras sobre la palabra: nuestras palabras tienen cada una más de un sentido,
como se ve en los diccionarios. Se llama a esto polisemia. El sentido es delimitado siempre
por el uso, que consiste esencialmente en cribar la porción del sentido de la palabra que
conviene al resto de la oración y contribuye con éste a la unicidad del sentido expresado y
ofrecido al intercambio. Siempre es el contexto el que, como suele decirse, decide el sentido
que ha tomado la palabra en determinada circunstancia del discurso; a partir de allí, las
disputas sobre las palabras pueden ser interminables: ¿qué quiso decir?, etcétera. Y es en
el juego de la pregunta y la respuesta donde las cosas se precisan o se confunden. Pues no
sólo hay contextos evidentes; hay también contextos ocultos y lo que llamamos las conno-
taciones, que no siempre son intelectuales, a veces son afectivas; no todas son públicas, a
veces son propias de un medio, de una clase, de un grupo, incluso de un círculo secreto.
Existe el margen disimulado por la censura, lo prohibido, el margen de lo no dicho, surcado
por la figura de lo oculto.
Con el recurso al contexto, hemos pasado de la palabra a la oración. Esta nueva unidad,
que es en realidad la primera unidad del discurso, pues la palabra corresponde a la unidad
del signo que no es todavía discurso, aporta nuevas fuentes de ambigüedad que afectan
principalmente la relación de lo significad -lo que se dice- con el referente —aquello de lo
que se habla, en última instancia, el mundo—. ¡Vasto programa, como suele decirse! Ahora
bien, a falta de una descripción completa, tenemos únicamente visiones parciales del
mundo. Es por ello que nunca terminamos de explicarnos, de explicarnos con las palabras y
las oraciones, de explicarnos con el prójimo que no ve las cosas desde el mismo ángulo
que nosotros.
Entran entonces en juego los textos, esos encadenamientos de oraciones que, como la
palabra lo indica, son texturas que tejen el discurso en secuencias más o menos largas. El
relato es una de las más notables de esas secuencias, y es particularmente interesante
para nuestro propósito, en la medida en que hemos aprendido que siempre se puede contar
de otra manera, variando la disposición de la intriga, de la fábula. Pero también están los
otros tipos de textos, donde no se cuenta, donde, por ejemplo, se argumenta, como en
moral, en derecho, en política. Interviene aquí la retórica con sus figuras de estilo, sus
tropos, la metáfora entre otros, y todos los juegos de lenguaje al servicio de innumerables
estrategias, entre las cuales se encuentra la seducción y la intimidación a expensas de la
honesta preocupación por convencer.
De ello deriva lo que se ha dicho en traductología sobre las complicadas relaciones entre
pensamiento y lengua, el espíritu y la lengua, y la pregunta sempiterna: ¿hay que traducir el
sentido o traducir las palabras? Todos estos obstáculos de la traducción de una lengua a
otra encuentran su origen en la reflexión de la lengua sobre sí misma, lo que ha hecho decir
a Steiner que “comprender es traducir”.
Pero vuelvo a aquello a lo que se aferra Steiner y que amenaza con hacer vacilar todo
en una dirección inversa a la de la experiencia de lo extranjero. Steiner se complace en
explorar los usos de la palabra cuando no se apunta a la verdad, a lo real, es decir, no
solamente lo falso manifiesto, a saber, la mentira —aunque hablar es poder mentir,
disimular, falsificar—, sino también todo lo que podemos clasificar como no real: lo posible,
lo condicional, lo optativo, lo hipotético, lo utópico. Es una locura —conviene decirlo— lo
que se puede hacer con el lenguaje: no solamente decir lo mismo de otro modo, sino
también decir otra cosa que lo que es. Platón evocaba en este sentido —¡y con cuánta
perplejidad!— la figura del sofista.
Pero no es esta figura la que más perturba el orden de nuestras palabras: es la
propensión del lenguaje al enigma, al artificio, al hermetismo, al secreto, en síntesis, a la
incomunicación. De allí lo que llamaré el extremismo de Steiner, que, por aversión al
charlatanismo, al uso convencional, a la instrumentalización del lenguaje, lo lleva a oponer
interpretación a comunicación: la ecuación “comprender es traducir” se cierra entonces con
la relación de uno consigo mismo en el secreto, donde encontramos lo intraducible, que
habíamos creído apartar en beneficio del par fidelidad/traición. Lo reencontramos en el
trayecto del voto de fidelidad más extremo. Pero ¿fidelidad a quién y a qué? Fidelidad a la
capacidad del lenguaje para preservar el secreto en contra de su propensión a traicionarlo.
Fidelidad a sí mismo, más que a otro. Y es verdad que la alta poesía de un Paul Celan
bordea lo intraducible, bordeando primero lo indecible, lo innobrable, en el corazón de su
propia lengua tanto como en la distancia entre dos lenguas.
¿Qué concluir de esta serie de cambios de orientación? Quedo perplejo, lo confieso.
Tiendo, por cierto, a privilegiar la entrada por la puerta de lo extranjero. ¿No nos hemos
puesto en movimiento por el hecho de la pluralidad humana, y por el enigma doble de la
incomunicabilidad entre idiomas y de la traducción a pesar de todo? Y además, sin la
experiencia de lo extranjero, ¿seríamos sensibles a la extranjeridad de nuestra propia
lengua? Finalmente, sin esa experiencia, ¿no correríamos el riesgo de estar encerrados en
la acritud de un monólogo, solos con nuestros libros? Honremos, entonces, la hospitalidad
lingüística.
Pero también veo el otro costado, el del trabajo de la lengua sobre sí misma. Ese trabajo,
¿no es acaso lo que nos da la clave de las dificultades de la traducción ad extra? Y si no
hubiéramos bordeado las inquietantes comarcas de lo indecible, ¿tendríamos el sentido del
secreto, del intraducible secreto? Y nuestros mejores intercambios, en el amor y en la
amistad, ¿conservarían esa cualidad de discreción —secreto/discreción— que mantiene la
distancia en la proximidad?
Sí, hay muchas otras vías de entrada al problema de la traducción.

3.Un “pasaje“: traducir lo intraducible

“Un ‘passage’: traduire l’intraduisible”: inédito.

Esta contribución se refiere a la paradoja que está a la vez en el origen de la traducción y


en un efecto de la traducción, a saber, el carácter en sentido intraducible de un mensaje
verbal de una lengua a otra.

1. Hay un primer intraducible, un intraducible de partida, que es la pluralidad de las


lenguas, y que convendría llamar enseguida, como Von Humboldt, la diversidad, la
diferencia de las lenguas, que sugiere la idea de una heterogeneidad radical que debería a
priori volver imposible la traducción. Esa diversidad afecta todos los niveles operatorios del
lenguaje: el recorte fonético y articulatorio que está en la base de los sistemas fonéticos; el
recorte léxico que opone las lenguas, no palabra por palabra, sino de sistema léxico a
sistema léxico, pues las significaciones verbales dentro de un léxico consisten en una red
de diferencias y sinónimos; el recorte sintáctico afecta, por ejemplo, a los sistemas verbales
y a la posición de un acontecimiento en el tiempo o aun los modos de encadenamiento y de
consecución. Eso no es todo: las lenguas son diferentes no sólo por su manera de recortar
lo real, sino también de recomponerlo en el nivel del discurso; en este sentido, Benveniste,
contestándole a Saussure, observa que la primera unidad de lenguaje significante es la
oración y no la palabra, cuyo carácter opositivo señalamos. Ahora bien, la oración organiza
de manera sintética un locutor, un interlocutor, un mensaje que quiere significar algo y un
referente, a saber, aquello sobre lo que se habla, aquello de lo que se habla (alguien dice
algo a alguien sobre algo según reglas de significación). Es en este nivel donde lo
intraducible se revela por segunda vez inquietante; no solamente el recorte de lo real, sino
la relación del sentido con el referente: lo que se dice, en su relación con aquello sobre lo
cual se lo dice; las oraciones del mundo entero flotan entre los hombres como mariposas
inaprensibles. Eso no es todo, ni siquiera lo más temible: las oraciones son pequeños
discursos tomados de discursos más largos que son los textos. Los traductores lo saben
bien: son textos, y no oraciones, no palabras, lo que nuestros textos quieren traducir. Y los
textos a su vez forman parte de conjuntos culturales a través de los cuales se expresan
visiones de mundo diferentes, que, por otra parte, pueden enfrentarse dentro del mismo
sistema elemental de recorte fonológico, léxico, sintáctico, al punto de hacer de lo que se
llama nacional o comunitaria una red de visiones de mundo en competencia oculta o
abierta. Pensemos en Occidente y en sus aportes sucesivos, griego, latín, hebreo, y en sus
distintos períodos de comprensión de sí mismo, de la Edad Media al Renacimiento y la
Reforma, en la Ilustración, en el Romanticismo.

Estas consideraciones me llevan a decir que la tarea del traductor no va de la palabra a la


oración, al texto, al conjunto cultural, sino a lainversa: impregnándose por vastas lecturas
del espíritu de una cultura, el traductor vuelve a descender al texto, a la oración y a la
palabra. El último acto, si puede decirse, la última decisión, concierne al establecimiento de
un glosario en el nivel de las palabras; la elección del glosario es la última experiencia
donde cristaliza de alguna manera in fine lo que debería ser una imposibilidad de traducir.

2. Acabo de hablar de lo intraducible inicial. Para alcanzar lo intraducible terminal, el que


produce la traducción, hay que decir cómo opera la traducción. Pues la traducción existe.
Siempre se ha traducido: siempre ha habido mercaderes, viajeros, embajadores, espías,
para satisfacer la necesidad de extender los intercambios humanos más allá de la
comunidad lingüística, que es uno de los componentes esenciales de la cohesión social y
de la identidad de grupo. Los hombres de una cultura siempre han sabido que había ex-
tranjeros que tenían otras costumbres y otras lenguas. Y el extranjero siempre ha sido
inquietante: entonces, ¿hay otras maneras de vivir, además de la nuestra? La traducción ha
sido siempre una respuesta parcial a esta “experiencia de lo extranjero”. La traducción
supone, ante todo, una curiosidad: ¿cómo se puede ser persa, se pregunta el racionalista
del siglo XVIII? Son conocidas las paradojas de Montesquieu: imaginar la lectura que el
persa hace de las costumbres del hombre occidental, grecolatino, cristiano, supersticioso y
racionalista. En esta curiosidad por lo extranjero se inserta lo que Antoine Berman, en
L’epreuve de l’étranger, llama el deseo de traducir.
¿Cómo hace el traductor? Empleo a propósito el verbo “hacer”. Pues, mediante un hacer
en busca de su teoría, el traductor franquea el obstáculo —e incluso la objeción teórica— de
la intraducíbilidad de principio de una lengua a otra. En mi ensayo anterior recuerdo las
tentativas de dar una solución a este dilema entre imposibilidad de principio y práctica de la
traducción: o bien el recurso a una lengua original, o bien la construcción de una lengua
artificial cuya aventura ha emprendido Umberto Eco en La búsqueda de la lengua perfecta
en la cultura europea. No retomo los argumentos con los cuales se consuma el fracaso de
ambas tentativas: lo arbitrario de la reconstrucción de la lengua original que aparece
finalmente como inhallable. Quizá sea un puro fantasma: el fantasma del origen vuelto
historia, el rechazo desesperado de la condición humana real, que es la de la pluralidad en
todos los niveles de existencia; pluralidad cuya manifestación más perturbadora es la
diversidad de las lenguas: ¿por qué tantas? Respuesta: es así. Estamos, por constitución y
no por un azar que sería una falta, “después de Babel”, según el título de Steiner. En cuanto
a la lengua perfecta como lengua artificial, además del hecho de que nadie ha logrado
escribirla, a falta de una satisfacción de la condición previa de una enumeración exhaustiva
de las ideas simples y de un procedimiento universal único de derivación, la distancia entre
la presunta lengua artificial y las lenguas naturales con su idiosincrasia, sus curiosidades, se
revela insuperable. Agréguese a esta distancia la manera diferente como las diversas
lenguas tratan la relación entre sentido y referente, la relación entre decir lo real, decir algo
distinto de lo real, lo posible, lo irreal, la utopía, incluso lo secreto, lo indecible, en una
palabra, lo otro de lo comunicable. El debate de cada lengua con el misterio, el secreto, lo
oculto, lo indecible es, por excelencia, lo incomunicable, lo intraducible inicial más
inexpugnable.

Entonces, ¿cómo hacen? En mi ensayo anterior había intentado una salida práctica,
reemplazando la alternativa paralizante —traducible versus intraducible— por la alternativa
fidelidad versus traición, a riesgo de confesar que la práctica de la traducción es una
operación riesgosa, siempre en busca de su teoria.
Sobre esta confesión quisiera volver, subrayando lo que llamo lo intraducible terminal,
revelado e incluso engendrado por la traducción. El dilema fidelidad/traición se plantea
como dilema práctico porque no existe criterio absoluto de lo que seria una buena
traducción. Ese criterio absoluto sería el mismo sentido, escrito en alguna parte, por encima
y entre el texto de origen y el texto de llegada. Este tercer texto sería portador del sentido
idéntico que supuestamente circula del primero al segundo. De allí, la paradoja, disimulada
bajo el dilema práctico entre fidelidad y traición: una buena traducción no puede sino
apuntar a una equivalencia presunta, no fundada en una identidad de sentido demostrable,
una equivalencia sin identidad. Se puede entonces vincular esta presunción de equivalencia
sin identidad con el trabajo de traducción, que se manifiesta más claramente en el hecho de
la retraducción de los grandes textos de la humanidad, en particular aquellos que
franquearon la barrera de la disparidad de los sistemas de recorte y recomposición frástica
y textual mencionados, por ejemplo, entre el heo, el griego y el latín, o entre las lenguas de
la India y el chino. Pero no se deja de retraducir dentro de la misma área cultural, como
sucede con la Biblia, Homero, Shakespeare, Dostoievski. Ese trabajo es tranquilizador para
el lector, porque le permite acceder a obras de culturas extranjeras cuya lengua no habla.
Pero ¿qué ocurre con el traductor y su dilema fidelidad/ traición? Los grandes deseantes de
traducción que fueron los románticos alemanes, cuya aventura nos cuenta Antoine Berman
en L’épreuve de I’étranger, multiplicaron las versiones de ese dilema práctico, que
atenuaban en fórmulas tales como “llevar al lector al autor”, “llevar al autor al lector”. Lo que
atenuaban era el problema de servir a dos amos, al extranjero en su extranjeridad, al lector
en su deseo de apropiación. Podríamos contribuir a esa atenuación proponiendo abandonar
el sueño de la traducción perfecta y reconociendo la diferencia insuperable entre lo propio y
lo extranjero. Quisiera ahora volver a este reconocimiento.

Aquello que, a pesar de todo, se presupuso, bajo la fórmula aparentemente modesta de


equivalencia sin identidad, es la existencia previa de ese sentido que la traducción debe
“rendir” como suele decirse, con la idea confusa de una “restitución”. Esta equivalencia no
puede sino ser buscada, trabajada, presumida.
Tal presunción debe ser cuestionada. Es relativamente aceptable dentro de una vasta
área cultural en la que las identidades comunitarias, incluidas las lingüísticas, son el
producto de intercambios de larga duración, como en el caso del área indoeuropea y, sobre
todo, de los subgrupos de afinidad como las lenguas romances, las lenguas germánicas y
las lenguas eslavas, y de las relaciones duales, como entre una lengua latina y una lengua
germánica, anglosajona, digamos. La presunción de equivalencia parece entonces
aceptable. En realidad, el parentesco disimula la naturaleza verdadera de la equivalencia,
que es más producida por la traducción que presupuesta por ella. Me refiero a una obra que
no está directamente vinculada con la traducción, pero que echa luz lateralmente sobre el
fenómeno que intento describir: la producción de equivalencia por la traducción. Se trata del
libro de Marcel Détienne (un helenista) titulado Comparer l’incomparable.4 La obra está
dirigida contra el eslogan: “Sólo puede compararse lo comparable” (pág. 45 y sigs.). Habla
entonces de un “comparatismo constructivo”. Donde Antoine Berman hablaba de “la
experiencia de lo extranjero”, Détienne habla del “impacto de lo incomparable”. Lo
incomparable, señala Détienne, nos enfrenta a “la extranjeridad de los primeros gestos y de
los primeros comienzos” (pág. 48).

Apliquemos a la traducción esta fórmula: “construir comparables”. Encontré un ejemplo de

4 Marcel Détienne, Comparer l’incomparable, París, Éd. du Seuil, 2000. [Ed. cast.: Comparar lo incomparable,
Barcelona, Península, 2001]
aplicación en la interpretación que propone un brillante sinólogo francés, François Jullien,
de la relación entre la China arcaica y la Grecia arcaica y clásica. Su tesis, que no discuto,
pero que tomo como hipótesis de trabajo, es que el chino es el otro absoluto del griego, que
el conocimiento del interior del chino equivale a una desconstrucción por afuera, por el
exterior, del pensamiento y el habla griegos. La extranjeridad absoluta está entonces de
nuestro lado, de nosotros que pensamos y hablamos el griego, ya sea en alemán o en una
lengua latina. La tesis, llevada al extremo, es que el chino y el griego se distinguen por un
“pliegue” inicial en lo pensable y experimentable, un “pliegue” más allá del cual no se puede
ir. Así, en su último libro, titulado Du temps,5 Jullien sostiene que el chino no tiene tiempos
verbales porque no tiene el concepto de tiempo elaborado por Aristóteles en Física IV,
reconstruido por Kant en la “Estética trascendental”, y universalizado por Hegel por medio
de las ideas de lo negativo y de la Aufhebung. Todo el libro está escrito en el modo “no
hay,.. no hay..., pero hay...”. Planteo entonces la pregunta: ¿cómo hablamos (en francés) de
lo que hay en chino? Jullien no pronuncia una sola palabra china en su libro (¡a excepción
de yin-yang!); habla, en un francés bello, de lo que hay en lugar del tiempo: las estaciones,
las ocasiones, las raíces y las hojas, las fuentes y los flujos. Al hacerlo, construye
comparables. Y los construye, como dije antes, traduciendo: de arriba abajo, desde la
intuición global acerca de la diferencia de “pliegue”, pasando por las obras, los clásicos
chinos, y descendiendo hasta las palabras. La construcción de lo comparable se expresa fi-
nalmente en la construcción de un glosario. ¿Y qué encontramos en nuestras lenguas
“griegas”?
Palabras habituales que no han tenido destino filosófico y que, por efecto de la traducción,
son arrancadas de contextos de uso y elevadas a la dignidad de equivalentes, esos
famosos equivalentes sin identidad, cuya realidad antecedente presupusimos, oculta en
alguna parte, y que el traductor podría descubrir.
Grandeza de la traducción, riesgo de la traducción: traición creadora del original,
apropíación igualmente creadora por la lengua receptora; construcción de lo comparable.
Pero no es lo que ocurrió en diversas épocas de nuestra propia cultura, cuando los
Setenta tradujeron al griego la Biblia hebrea, que llamamos “la Setenta”, y que pueden
criticar a voluntad los especialistas del hebreo. Y la recidiva de San Jerónimo con la
Vulgata, construcción de un comparable latino. Pero antes de Jerónimo, los latinos habían
creado comparables, decidiendo por nosotros que areté se traducía por viruts, polis por
urbs y polites por civis. Para seguir en el campo bíblico, puede decirse que Lutero no
solamente construyó un comparable al traducir en alemán la Biblia, “germanizándola”, como
llega a decir, frente al latín de San Jerónimo, sino que creó la lengua alemana, como
comparable del latín, del griego de la Setenta y del hebreo de la Biblia.

5 FrançoisJullien, Du temps. París, Grasset et Fasquelle, 2001.


3. ¿Llegamos hasta el extremo de lo intraducible? No, puesto que hemos resuelto el
enigma de la equivalencia construyéndolo. La construcción de lo comparable se ha
convertido incluso en la justificación de una doble traición, en la medida en que los dos
amos inconmensurables se convirtieron en comparables por la traducción-construcción.
Queda ahora un último intraducible que descubrimos mediante la construcción de lo
comparable. Esta construcción se hace en el nivel del “sentido”. “Sentido“, la única palabra
que no hemos comentado, porque la hemos presupuesto. Ahora bien, el sentido es
arrancado de su unidad con la carne de las palabras, esa carne que se llama la “letra”. Los
traductores se han desembarazado de ella gozosamente, para no ser acusados de “traduc-
ción literal”; traducir literalmente, ¿no es traducir palabra por palabra? ¡Qué vergüenza!
¡Qué desgracia! Excelentes traductores, siguiendo el modelo de Hölderlin, de Paul Celan y,
en el campo bíblico de Meschonnic, han hecho campaña en contra del sentido solo, el
sentido sin la letra, contra la letra. Abandonaron el refugio confortable de la equivalencia de
sentido, y se arriesgeron en regiones peligrosas donde importarían la sonoridad, el sabor, el
ritmo, el espacio, el silencio entre las palabras; la métrica y la rima. La inmensa mayoría de
los traductores resiste, sin duda con la modalidad del “sálvese quien pueda”, sin reconocer
que traducir únicamente el sentido es renegar de una adquisición de la semiótica
contemporánea, la unidad del sentido y del sonido, del significado y el significante, contra el
prejuicio que se encuentra todavia en el primer Husserl: que el sentido está completo en el
acto de “conferir sentido” (Sinngehung), que trata la expresión (Ausdruck) como una vesti-
menta exterior al cuerpo, el cual es en verdad el alma incorpórea del sentido, de la
Bedeutung. La consecuencia es que solamente un poeta puede traducir a un poeta. Pero le
respondería a Berman, si viviera —el querido Berman, que nos ha abandonado y al que
echamos de menos—, le respondería que ha llevado a un nivel superior la construcción de
lo comparable, al nivel de la letra, sobre la base del inquietante logro de un Hölderlin que
habla griego en alemán y, quizá, de un Meschonnic, que habla hebreo en francés...
Entonces la traducción “literal”, que Berman persigue con sus deseos, no es una traducción
palabra por palabra, sino letra a letra. ¿Se ha alejado tanto como él cree, en su crítica casi
desesperada de la equivalencia de sentido a sentido, de la construcción de un comparable,
de un comparable literal? La continuidad de la lucha contra lo intraducible, siempre
renovada, ¿acaso no se lee en la proximidad de dos títulos sucesivos: L’epreuve de
I’étranger y La traduction et la lettre ou I’auberge du lointain?6

6 A. Berman, La traduction et la lettre ou l’auberge du lointain, París, Éd. du Seuil, 1999.

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