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MAREA BLANCA

Mila Hajjar

La Marea Blanca se tragó al tío Alberto.

Cuando lo supe me quedé atónito.

Seré el próximo, pensé.

Escapé. O más bien, corrí. Escapas cuando te alejas de algo, cuando


agregas espacio a la distancia. La Marea Blanca, en cambio, lo permea
todo. Puede esperarte en una esquina, sorprenderte al girar y deglutirte en
un segundo. O seguirte silenciosa durante días. Confundirse con tu
sombra, llegar a lamer tus pies y deslizarse por tus células hasta
consumirte. Sin que te des cuenta.

No se puede huir de un monstruo así. Pero quedarme inmóvil me parecía


una entrega, un ofrecerme en sacrificio ¡No! Eliminarme no le será fácil.
Yo no soy una memoria cualquiera.

Yo soy Pablo. Junto a otros, habito los depósitos de esta mente. Soy el
recuerdo del hijo tan deseado.

El que mi padre llevaba al estadio los domingos. El que lloró en sus brazos
cuando murió Manchas, mi inseparable compañero. El que aprendió a
manejar en su Chevrolet Monte Carlo.

Soy el recuerdo del niño y del adolescente. Los mil rostros del ayer y la
ausencia de lo inmediato.

Corro sin un rumbo fijo. No quiero que la Marea Blanca me destierre. Ya


ha borrado el recuerdo de mi esposa, el de mis hijas… ¡Hasta el de mi
madre! Nunca pensé que lo lograría, subestimé esta neblina blanca que
ciega al corazón y paraliza los sentidos.

Primero le robó el nombre. Paola. Lo dejó caminando en los labios de mi


padre como un equilibrista en la cuerda floja. Cuando él comprendió que
había extraviado las letras, las sustituyó con apodos de cariño y el Paola
se volvió mi vida, amor, mi reina bella. Pero las facciones se le fueron
confundiendo y se le desdibujó la silueta. Luego el abrazo le pareció una
cárcel y le quemaron las caricias. Así mamá desapareció, sin dejar huella
en su vida.

Decido llegar al Córtex Temporal, puede que ahí todavía haya algún
sobreviviente. Quizás encuentre a mis abuelos o al tío Juancho. Sobre la
chimenea de la casa hay una foto de él, en un marco de plata. Los matices
de gris muestran un soldado sonriente. Ese día partió para la guerra, le
cuenta a todos mi padre, nunca lo volví a ver. No logro entender eso de
los humanos. La forma contradictoria que tienen de percibir la muerte.
¿Cómo puede afirmar que ya no lo ve, si siempre anda paseándose por
su memoria? Pero yo no tengo un cuerpo sólido, quizás por eso no
comprenda. Para mí, la muerte es el olvido.

Prosigo mi camino por este laberinto amputado. Ya mi casa fue despojada


de los cipreses y desaparecieron la iglesia y el colegio de la esquina. Me
duelen las piezas perdidas de este rompecabezas y me rebelo en un grito
sordo que me atraviesa, que quema y que maldice. Maldice la vida, al final,
traicionera. Maldice el destino. Si es que hay un destino.

Bordeo los pasillos del cerebro y llego a la entrada de un ascensor que


solo baja. Su contrapeso es el tiempo. En la pared de la cabina hay
ochenta y dos botones, como los años de mi padre. No tienen número y
aprieto uno al azar.

Las puertas se abren en el patio de una casa. Hay una luz tibia, casi
azulada, que delinea con precisión cada contorno. Un niño monta con
dificultad una bicicleta de tres ruedas, sus piernas son demasiado largas
para esos pedales. Me oculto y lo espío. Tiene mis ojos y el mismo
remolino en la cabeza.

Hay algo mágico en la atmósfera. Una inusual sensación de paz.

Observo el triciclo de aluminio, de ese rojo alegre que tienen los Ferrari.
Entre las dos ruedas traseras se halla una repisa, el puesto del pasajero.
Para evitar que resbale, el metal tiene, ahí, un dibujo de círculos y curvas
en relieve. Debajo del manubrio hay una etiqueta azul con el dibujo de un
avión. Sobre él, la marca Grieder Flyer, escrito en letras blancas.

De pronto entiendo esa sensación de seguridad que percibo. Es la


precisión de la memoria. Tan viva. Tan minuciosa.

Me llena un vigor efervescente. Ahora sé que puedo vencer la Marea


Blanca. Que, si tantos detalles envuelven mi recuerdo, será imposible
borrarlo. No me desvaneceré en el cuerpo vivo de mi padre, lo seguiré a
la eternidad tras su muerte.

En la esquina sur del patio, entre filas de sábanas tendidas, aparece el


abombado perfil de una mujer embarazada, su columna inclinada hacia
atrás, su andar pesado. El niño la ve y corre hacia ella. ¡Mamá, mamá! La
escena me confunde porque no tengo hermanos. Luego la analizo. No soy
yo el niño, como pensaba, y me inunda el desconsuelo.

Ya no me siento invencible. Los detalles que parecían defenderme


pertenecen a la infancia de mi padre.

Me sumerjo en ese blanco oloroso a limpio, a jabón de Marsella. Entre


bailes de paños húmedos, sorprendo a mi abuela. Le sonrío. Ella duda, su
mirada me traspasa. Abuela, soy yo, soy Pablo. ¿Pablo? Me pregunta. Y
algo ven sus ojos que se llenan de tristeza, de esa que viene para
quedarse. Deja caer de sus manos las pinzas de la ropa. Caen despacio.
Caen en silencio. Ella baja la cabeza y, sin decir ni una palabra, se voltea
y desaparece entre olas de tela.
Entonces, en un gesto espontáneo, casi una reacción a su silencio, me
llevo las manos a la cara y toco mi rostro, pero no lo siento. Ha
desaparecido el del joven, el del adulto y todos los que he tenido. Bajo las
manos y las observo. Me invade el horror. En ellas puedo ver silenciosas,
aflorar de mis poros, las diminutas gotas blancas del Alzheimer.

Fuente: http://suburbano.net/

http://www.solocrecer.com/2016/12/19/marea-blanca/

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