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Lagunas

Lagunas
novela

© Milton Laufer

2014

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Lagunas

Copia única código 1435. Versión: 0.98.4 . Generada para


javiergil147@gmail.com.

Todos los derechos reservados. Hecho el depósito que marca la


ley.
http://www.miltonlaufer.com.ar

Una versión anterior de esta novela fue mi tesis en el MFA de Escritura Creativa en Español en la
New York University. Quiero agradecer a todos mis compañeros del curso 2013-2015, pero
especialmente (en orden de lectura) a Martín Lojo, Lorena Gall, Heather Cleary, Lucas Soares,
Esteban Bieda, Ezequiel Yanco, Rodrigo Márquez Tizano, Marcos Crotto, Fátima Vélez, Adrián
Steinsleger y a mis directores Sergio Chejfec y Antonio Muñoz Molina. Sin duda, sus aportes,
comentarios y correcciones fueron imprescindibles para mejorar este trabajo y para evitar el lugar
común según el cual escribir es una empresa solitaria.

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Grande es esta virtud de la memoria, grande sobremanera,


Dios mío, Penetral amplio e infinito. ¿Quién ha llegado a su fondo?
Mas, con ser esta virtud propia de mi alma y pertenecer a mi naturaleza,
no soy yo capaz de abarcar totalmente lo que soy. De donde se sigue que es
angosta el alma para contenerse a sí misma. Pero ¿dónde puede estar
lo que de sí misma no cabe en ella? ¿Acaso fuera de ella y no en ella?
¿Cómo es, pues, que no se puede abarcar?

Confesiones, X, 8, 15

The knowledge imposes a pattern, and falsifies,


For the pattern is new in every moment
And every moment is a new and shocking
Valuation of all we have been.

East Coker

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1. Llegada

Cuando la azafata lo despertó, él soñaba que estaba


dormido frente a la computadora, cabeceando mientras sus
dedos tipeaban de modo automático; los últimos meses habían
transcurrido básicamente de esa manera. No sólo se sorprendió
del sueño y del avión vacío: también de la pausada tolerancia de
alguien que, con seguridad, hacía rato deseaba escapar de aquel
cilindro con alas y alfombra. Sin embargo, la mujer se limitó a
darle suaves golpes en el hombro y susurrar que ya habían
llegado. Él, de cualquier modo, no la escuchaba. Los auriculares
seguían enviando a sus oídos la misma canción en repeat desde
antes de que el avión carreteara para despegar.
A pesar de haber bajado con retraso, los equipajes todavía
no habían llegado a la cinta. Lo primero en aparecer, mucho
antes que cualquier otra cosa, fue una pequeña jaula plástica de
mascotas, blanca y marrón, llevada por un empleado del
aeropuerto. Le asombró que no tuviera las rebabas usuales de las

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impresoras 3D: evidentemente debía ser de hace más de diez


años. Se aproximó a la caja con curiosidad: para su sorpresa,
dado el tamaño, no había en ella un gato sino un bulldog
francés. El perro temblaba y las sacudidas del animal le hicieron
olvidar por unos segundos lo espantosa que resultaba esa cara
arrugada bajo unos ojos saltones, casi a punto de explotar.
Apoyó la mano sobre el plástico de la tapa: estaba caliente. El
perro no temblaba de frío, era miedo. Lo imaginó entonces solo
en un compartimento oscuro del avión, sin entender qué
pasaba, dónde estaba, a dónde iba, cuánto duraría aquello.
Pensó que, en su lugar, él también estaría así de asustado. Se
concentró en la cinta de equipajes, que comenzaba a moverse,
pero lo suyo no aparecía. Por los televisores de la sala mostraban
imágenes de un edificio semidestruido y el zócalo, sobre fondo
rojo, informaba de siete nuevos atentados. Uno de ellos, no muy
lejos de donde vivía hasta hace unos días. Minutos más tarde
llegó su valija y salió de la sala.
El auto estaba en el espacio exacto del estacionamiento que
le habían indicado. Al acercarse, lo que hasta entonces era una
llovizna sutil se tornó una lluvia intensa. Por suerte, la clave y el
QR eran los correctos y pudo abrir fácilmente la puerta con su
celular. Demasiado dormido para manejar, abrió un poco la
ventanilla y encendió un cigarrillo. Luego acomodó la valija en el
asiento trasero; la tarea fue algo complicada a causa del absurdo
peso que llevaba: aún no se acostumbraba a leer en las tabletas y
cada vez que viajaba terminaba cargando su valija con más libros
de los que por lo general leería.
Miró hacia afuera. Una ligera distorsión, que se repartía
entre la bruma exterior y el parabrisas empañado, modificaba la
vista de los montes del otro lado del lago y algo extraño
impregnaba el modo en el que se distribuían los colores en la
densa vegetación del comienzo de la primavera. Tuvo una vez
más esa ansiedad usual al comienzo de un viaje, cuando todavía

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no se percibe ningún cambio a pesar de las nuevas coordenadas


espaciales. Quizás, pensó, imaginamos los viajes como si
fuéramos vegetales trasplantados a suelos más fértiles donde
nuevos y mejores pensamientos puedan florecer; en su lugar,
termina pareciendo que hubiesen apagado las luces de la sala y,
entre bastidores, cambiado la escenografía y la música.
En el parasol del conductor estaban los documentos del
auto, el ticket de entrada al estacionamiento y la plata para
pagarlo. Abrió su bolso para dejar los documentos. Tres hojas,
que de tantos dobleces parecían a punto de multiplicarse,
cayeron sobre el asiento del acompañante. Sabía con exactitud
cuál era el contenido y, sin embargo, las desplegó y leyó una vez
más la caligrafía regular, casi perfecta de Victoria (¿quién escribe
todavía a mano?, pensó).
No dejaba de sorprenderlo aquello que esas líneas le
producían, con independencia de que incluso ahora, una
veintena de meses más tarde, era incapaz de juzgar su bondad
como poema. Por lo demás, carecía de herramientas para
hacerlo. Desde la adolescencia había abandonado sus caprichos
literarios: mientras más escribía ficción, más sentía que la ficción
era que estuviese escribiendo. Dobló nuevamente el montón de
palabras y decidió salir del aeropuerto de una vez por todas. La
playa de estacionamiento estaba casi vacía y la cruzó por el
medio, atropellando las siluetas de autos dibujadas en el piso,
siluetas que hacían pensar en el lugar como el escenario policial
de una masacre de vehículos. Cuando estaba a punto de salir, vio
a un anciano sentado sobre el pavimento. Su bastón descansaba
entre el hombro y el piso. Dudó unos segundos y bajó del auto.
Al acercarse, le preguntó si estaba bien. El viejo levantó la
cabeza y abrió unos amplios ojos blancos. Las gotas de lluvia se
escurrían por los costados de su gorro de pescador. Él reiteró la
pregunta.
–Sí –dijo finalmente–. Sólo soy viejo.

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No supo qué contestar.


–¿Qué debería estar haciendo para que considere que estoy
bien? No necesito ayuda, joven.
Dudó, pero comenzó a volver hacia el auto. Algo en el viejo
ciego lo asustaba.
–¡Estoy bien! –gritó el anciano, ya a varios metros de distancia,
como si su ceguera no le impidiera saber exactamente cuánto
tenía que elevar la voz para ser escuchado.
Salió del aeropuerto bastante confundido. La ruta estaba en
mal estado y, dada la lluvia, en ningún tramo superó los
cincuenta kilómetros por hora. Los otros autos lo adelantaban
de modo mecánico, pero supo que sería prudente no apurar el
paso. No se sentía cómodo con los ascensos y declives del
camino, por lo general entre filas de árboles cuyas copas por
momentos no llegaban a verse. El lago aparecía
intermitentemente a la derecha; él trataba, sin excesivo éxito, de
no distraerse con las coreografías de los pájaros grises sobre las
pequeñas crestas blancas de las olas que hacían de la superficie
un cúmulo de paralelas viajando de este a oeste.
Media hora después, cruzaba el borde exterior de la ciudad.
Según le habían informado, a partir de ahí quedaba una hora de
viaje. La lluvia continuaba y el repiqueteo insistente pero
irregular sobre el techo del auto lo distrajo de la sucesión
anárquica de imágenes y pensamientos sobre el pasado que lo
perseguía desde que había bajado del avión, esas sucesiones que
suelen manifestarse al permanecer solo en vehículos por largas
distancias. Trató de tomar el control de su mente y comenzó a
preguntarse cómo sería la cabaña a la que estaba yendo, cuán
difícil sería cuidar los gatos, qué haría durante esos meses
mientras sus amigos viajaban por Asia.
Si bien todavía faltaba para que anocheciera, el cielo
irradiaba ya esa palidez de los crepúsculos. Los faroles de los
otros vehículos se multiplicaban en el espejo irregular del asfalto

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mojado y de los piletones en que se habían convertido los


cráteres de ese mismo asfalto; todo parecía estar muchas veces,
todo parecía repetirse y esta persistencia de la repetición parecía
querer llevarlo una vez más a sus recuerdos. Los colores de los
arbustos y las flores a los lados del camino, ese concierto de rojos,
verdes, lilas, amarillos, blancos y ocres, comenzaban a virar a uno
único, una variedad del gris cuya correspondencia con el color
que regalaban hace unos minutos era difícil de rastrear. Muy a lo
lejos, tras las últimas montañas, un súbito rojo incendiario
pinceló la escena con una intensidad que la volvía irreal, más
parecida a un producto de manipulación digital que un a
fenómeno natural anterior a la existencia de computadoras. Se
dijo que esto era simplemente todo lo que había para él ahora y
que, de algún modo, era más de lo que había ido a buscar.
Diez meses más tarde, mientras quemaba sillas y mesas para
soportar el frío tanto del invierno como del hambre, recordaría
este primer recorrido una y otra vez.

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En el tren

Va a dar clases a la universidad, al igual que otros dos días por


semana. Viaja en el tren del sur, el tren de las ocho y veinte. En
las mañanas tiende a evitar cualquier tipo de conversación, las
palabras operan como barreras en lugar de puentes. ¿Realmente
pasó un año desde la muerte de su padre? La voz de su padre se
pierde. Un bebé llora unos asientos adelante y le cuesta
soportarlo. Piensa en cambiarse de vagón. Recuerda otra
mañana, cuando su hermano se fue a vivir al extranjero. El caos
que produce la niebla. Prefiere no pensar en Victoria. Piensa en
las casas cercanas, en la capital a algunos kilómetros, en los
pueblos circundantes: en todos esos lugares ahora también
llueve. Se dice que hay algo sin tiempo en la lluvia. Algo sin
tiempo y de propiedad común, más común todavía que el día

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mismo. El sonido rítmico del tren a los pocos minutos deja de


escucharse. Es común que la gente se pregunte quién va a pensar
en ellos luego de su muerte, pero ahora tiene dudas incluso
acerca de si alguien lo extrañaría en caso de irse. No había
podido dormir bien. Al cruzar un parque, una sola pelota y
gente corriendo. Cuando tuvo la entrevista de trabajo en esa
universidad, el viaje en tren le pareció mágico, irrepetible.
Luego, cada viaje hizo que el interés desapareciera y dejó de
concentrarse en los detalles. No es que las cosas se repitan
porque pasa el tiempo, el tiempo pasa porque las cosas se
repiten. Siempre los mismos pensamientos. El segundo río, seis
estaciones antes de bajar, es el que más le gusta. Apenas le quedó
de la universidad una monografía que hizo para el profesor
Rogelio Funes Mori. Consistía en una investigación sobre cómo
se modificaban los contenidos de Wikipedia, cuánto toleraban
los usuarios datos adulterados. La conclusión fue que todo lo
que había cambiado Wikipedia era la democratización de
ficcionalizar el pasado. Quizás nada de todo esto haya sido así.
¿Sabía ya todo lo que sucedería en el lago y la montaña? ¿Es
absurdo recordar lo que sucederá? Le duele la cabeza, como si
algo desde adentro quisiera salir. En la siguiente estación, varios
policías mantienen contra el piso a un adolescente esposado. El
guarda le pide el boleto a un travesti, que sólo le hace un gesto
con la lengua. El guarda sonríe y sigue su camino. Al día
siguiente de los partidos con Ariel, todavía se reprocha por
alguna jugada donde tomó la decisión equivocada, se imagina
una y otra vez corrigiéndola, previendo el movimiento del
oponente. Con suerte, tras algunas horas, el error desaparece.
Esa semana se la pasó mirando fútbol en la televisión. Al llegar a
una estación, el techo a dos aguas pintado de verde le hace
recordar cuando, más de diez años atrás, una mañana llegó
borracho a la estación que une los trenes del sur con los del norte
y el oeste.

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2. Parador

Casi una hora después llegó al complejo donde estaba la


casa. El guardia le extendió la llave sin hacer más preguntas: el
auto era suficiente carta de presentación. Por lo demás, ya debía
estar avisado. La cabaña se encontraba bien calefaccionada y los
gatos, a fin de cuentas la razón por la cual él estaba ahí, lo
recibieron con una mezcla de temor y alivio. Él desconocía todo
lo relacionado con el lugar, pero era fácil advertir que no podía
encontrar allí ningún problema complicado. Los recipientes
plásticos de comida todavía conservaban algunas piezas de
alimento; sin embargo, en un primer intento de congraciarse
con los animales, los llenó e hizo lo propio con
los bowls transparentes para el agua. El lago podía verse desde el
pequeño living. Puso la misma música que escuchaba en el avión
y comenzó a acomodar sus cosas: algo de ropa en los armarios y
unos mínimos elementos de higiene en el baño. Luego dejó la
excesiva cantidad de libros sobre la mesa del comedor y la valija
ya estaba vacía.
La noche terminó de cubrir el lago. Salió de la cabaña y
experimentó el asombro usual en las personas de la ciudad al

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observar un cielo carente de la distorsión causada por las luces y


el smog. Las nubes de la tarde habían desaparecido. A pesar del
invierno concluido, la temperatura no debía superar los cuatro o
cinco grados. La misma de una heladera, pensó, un clima
adecuado para la conservación. Se dejó caer en una silla de
madera y dirigió la mirada hacia los contornos de las copas de los
árboles contra ese cielo impactante. A los pocos minutos, una
gota cayó sobre su mano y, un segundo más tarde, otra en su
cabeza. Miró el cielo: seguía despejado. Quizás fuera el viento
sobre los árboles cuyas hojas todavía conservaban gotas de las
lluvias prolongadas, pero la frecuencia cada vez mayor de los
impactos húmedos desestimó esa posibilidad. Se resignó a su
propia incomprensión sobre las geografías ajenas y dejó que las
gotas, que no llegaban a transformarse en lluvia, trabajaran su
cuerpo unos minutos.
Soñó con Victoria. Ella aparecía en el departamento donde
habían vivido hasta hace algo menos de dos años; fue un sueño
con varios falsos despertares, siempre él en la misma cama y
Victoria entrando por la puerta. Nunca llegaban a hablarse.
Cuando despertó realmente, la habitación de la cabaña le resultó
más pequeña que cuando se había acostado. Afuera llovía de
nuevo. Empezó a preguntarse si ése iba a ser el clima durante
toda su estadía. Decidió salir.
El auto estaba helado. Prendió el motor y la calefacción. De
inmediato, los vidrios se empañaron. Activó el desempañador y
el limpiaparabrisas. No sabía a dónde ir: la ciudad, alejada por lo
menos una hora de viaje, difícilmente tuviera algún lugar
abierto. Ni siquiera en la estación de ómnibus era probable que
consiguiera un café. El reloj del tablero daba las 2:02. Tomó el
camino que se alejaba de la ciudad.
La noche lluviosa era de una oscuridad sorprendente. Sólo
los círculos brillantes frente al auto, dos conjuntos amarillos
intersectándose, y las gotas de lluvia iluminadas por sus faros

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delanteros. Los espejos retrovisores, en cambio, parecían haber


sido cubiertos por pintura negra: todo era tinieblas hacia atrás.
No había cielo ni ruta, no había pasado: únicamente la línea
entrecortada en la mitad de la ruta frente a él, acercándose y
desapareciendo una y otra vez. Prendió la radio: la señal no
llegaba hasta ahí o el aparato no funcionaba, y no logró dar más
que con estática en todo el recorrido de ambas bandas. El
camino, de cualquier modo, captaba suficientemente su
atención.
Veinte kilómetros más tarde, un puñado de luces surgió
luego de una curva. La más alta de ellas provenía de un cartel
metálico con la palabra “parador” en neón blanco. Se alegró al ver
que había media docena de autos estacionados en la puerta.
El primer contacto con el interior le resultó sofocante.
Ocho mesas distribuían a los pocos ocupantes del lugar en dos
grupos bien definidos: en el primero había siete personas y, en el
segundo, un hombre y una mujer absortos en la contemplación
de un mapa extendido sobre la mesa. Nadie, ni siquiera la mujer
que atendía, giró hacia él cuando entró. Dos taburetes
coronaban la barra y se dirigió hacia ellos. Recién al sacarse la
campera su cuerpo pudo acomodarse a la nueva temperatura. La
encargada, una mujer que acabaría de cruzar los cincuenta, de
pelo negro recogido por detrás y mirada penetrante y cristalina,
se acercó.
–¿Qué va a querer? -preguntó sin saludar.
–Cerveza –tosió; no reconocía su voz. Sintió que la colocaba en el
registro en el cual creía ser visto–. ¿Tirada, puede ser?
–Sí –respondió la mujer.
–Bien, bien –continuó él, algo sorprendido de la especial
hospitalidad que recibía –. ¿Y qué cervezas tiene?
–Todas las que están en el cartel –señaló la pizarra a un costado
del mostrador y se fue hacia un lado, a realizar alguna clase de
tarea que, por lo menos en sus modos, parecía no admitir

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postergación alguna.
Él miró el cartel. Entre la sorpresa y resignación, no era capaz
de reconocer ni una marca de las cervezas ahí listadas. Se
señalaba, sí, el tipo de cerveza. Pero para el caso eso sólo le
permitía una purga menor entre las opciones. Esperó a que la
mujer volviera y le preguntó:
–¿Cuál cerveza ahumada me recomienda?
–¿Cuál le gusta?
–No sé, no las conozco.
–Y yo no conozco qué le gusta a usted –concluyó y volvió a
retirarse.
Miró cómo la mujer se alejaba una vez más y entendió que
si no quería pasarse la noche entera repitiendo esa danza de la
incomprensión, los intercambios debían ser expeditivos. La
llamó y le pidió una Talabwärts negra ahumada. El pedido y su
modo parecieron satisfacer las exigencias del lugar. En pocos
segundos ya había depositado la jarra cerámica sobre la barra.
Como en la mesa más poblada fumaban, encendió un
cigarrillo él también. La cerveza era realmente muy buena. Era
justo lo que había salido a buscar. Pasara lo que pasara, se dijo,
probar esta cerveza ya lo justificaba. Si bien había música que
provenía de algún parlante oculto, el sonido principal del
recinto era producido por el grupo mayor, cuatro hombres y tres
mujeres, pálidos y distribuidos entre el rubio y el pelirrojo, que
bebían y gritaban como si el bar les perteneciera. Hablaban en
un inglés exagerado, fluido pero con esporádicas lagunas, lo cual
le hizo pensar que seguramente fueran personas de distintos
países que se habían conocido ahí. Se concentró en la
conversación. Uno de ellos, con un inglés que sí parecía
materno, afirmaba:
–No veo nada romántico en proponer matrimonio. Es muy
romántico estar enamorado, pero no hay nada romántico en una
propuesta definitiva. ¿Por qué? Alguien podría aceptar. Y

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alguien usualmente lo hace. Entonces el entusiasmo se termina:


la esencia misma del romance es la incertidumbre. Si alguna vez
me caso, trataré de olvidarlo cuanto antes.
Esto despertó nuevas risas en la mesa y cuando él, con
alguna demora, terminó de traducir el contenido de lo dicho, no
pudo evitar acompañarlos. Una de las mujeres, pelirroja, lo
escuchó y giró hacia él. Al encontrarse las miradas, ella sonrío y
él, como reflejo, bajó la vista. Cuando la levantó nuevamente, la
pelirroja hablaba con el compañero de su derecha y él creyó ser el
objeto de esa charla. Recuperó su posición sobre la barra y le
pidió a la mujer que atendía otra cerveza, que no tardó más que
la anterior. Entonces escuchó que una voz femenina gritaba en
español:
–Tú... ¿eres con nadie acá?
Las palabras provenían de la mujer que lo había mirado.
No esperaba una conversación y no estaba muy listo para
tenerla. Dudo unos segundos, pero finalmente respondió:
– No, vine solo.
- ¡Entonces siéntate con nosotros!
El resto del grupo pareció feliz con la idea. Él era el único
ambivalente al respecto. De cualquier modo, llevó su jarra hacia
la mesa en la que ya le estaban haciendo lugar entre un rubio
particularmente grandote, que después supo que se llamaba
Philipp y era alemán, y la pelirroja que lo había invitado a la
mesa. Le dieron la lista de nombres, que olvidó inmediatamente,
salvo el de las dos personas que lo flanqueaban. La pelirroja se
llamaba Ève y era francesa. Uno de los sin nombre era el que
había dado el monólogo, así que, en la presión por iniciar un
diálogo, le dijo:

–Muy gracioso lo que dijiste.


Todos rieron de nuevo, con igual volumen pero con un
entusiasmo distinto que sugería una variación en el contenido

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de la risa.
–Sí, por supuesto. Desgraciadamente no es mío. Es de Oscar
Wilde.
Claro, se dijo. Sonrió y lo felicitó por recordarlo con tanta
precisión. El otro respondió que era lo menos que podía
esperarse de él, porque era actor y había representado hacía poco
esa obra. ¿Todos son actores?, preguntó. No, sólo él y uno bajito,
sentado a su lado, que apenas hablaba y se limitaba a reír, beber
y, en especial, virar al colorado; ambos eran ingleses. A la
izquierda de éste, un austríaco no respondió ni afirmativa ni
negativamente y, con el correr de las horas, tampoco dijo nada
en absoluto. Philipp, por su parte, era alpinista; la pelirroja Ève,
antropóloga y las dos rubias calladas, suecas. Aunque fuera
difícil de creer, recién acababan de terminar el colegio
secundario. Él afirmaba con la cabeza a cada descripción,
temiendo que le llegara su turno. Cuando estaba a punto de
suceder, una de las suecas propuso hacer una ronda de tequila;
podía verse en la mesa que no era la primera. Todos festejaron la
moción.
Notó con sorpresa que el trato que la dueña le
proporcionaba a los otros era indeciblemente más amable que el
recibido por él unos minutos antes. Pero todavía más llamativo
era incluso que el trato hacia él era distinto ahora, en un
curiosísimo caso de discriminación locacional. Los tequilas
llegaron, la sal llegó, los limones llegaron. Terminó su cerveza y
brindó con ellos. Alguien contó hasta tres y todos vaciaron
sus shots. La sueca más cercana mostraba su sonrisa brillante.
Luego hizo un gesto circular el dedo índice estirado: estaba
pidiendo otra ronda y nadie tenía intención de negarse. Unos
minutos más tarde la ceremonia se repetía.
Entonces la pregunta llegó. ¿Y tú qué haces? Se dio cuenta de
que no había ido hasta ahí para ser el mismo, para recordar
quién era. Trató de evadir: Vine a cuidar los gatos de unos amigos

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que están de viaje por unos meses. Ève le sonrió y no parecía que
volverían a la carga, pero el inglés precisó: no, me refiero a cuál es tu
ocupación, de qué trabajas. Sintió un escalofrío. Pensó una
respuesta. O, en realidad, observó cómo su pensamiento se
detenía justo en el instante donde más se precisaba
una. Neurólogo, mintió finalmente, casi en el límite de tiempo
para continuar en las fronteras de la verosimilitud. Lo hizo en
español pero, por supuesto, fue entendido. Todos parecieron
recibir la profesión con una agradable sorpresa. El actor amante
de Wilde le preguntó en qué área trabajaba y, quizás por el
alcohol, quizás porque hacía unos meses había leído por pura
casualidad un libro al respecto, afirmó que se dedicaba a una
investigación todavía en ciernes, una investigación que mostraba
cómo la memoria archivaba los acontecimientos utilizando
algoritmos que no eran tanto racionales, epistémicos, como se
había creído hasta hacía poco, sino más bien afectivos. Ciertas
áreas del lóbulo frontal y de la amígdala, donde se especula que
se realizan los procesos relativos a lo emocional, funcionarían
como selectoras de qué datos se incorporan a la memoria y del
grado de firmeza, o sea de replicación, de copia de seguridad, que
esta información tendrá finalmente en el cerebro, todo el
proceso condicionado por representaciones afectivas. No tenía
seguridad alguna sobre ni una sola palabra de las que decía.
–Nuestra memoria –dijo, ya ebrio de alcohol y de sí mismo– es
finalmente un modo de representar el pasado en virtud de lo
que amamos.
–Amigo –dijo el actor que le había hecho la pregunta–, eso... eso
es fascinante. ¡Brindemos!
Ni el humo y ni el calor, ni siquiera todo el alcohol que ya
había bebido, lo tenían tan mareado como el esfuerzo del
personaje que acababa de interpretar. Mientras la dueña volvía a
llenar los vasos de tequila, él se levantó de la mesa. La ausencia
de calefacción del baño le devolvió algo de la lucidez perdida.

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Respiró profundo una buena cantidad de veces y se mojó la cara.


A veces pensaba que, en lo que al comercio interpersonal refiere,
siempre estaba al borde del naufragio a causa de dos mareas
opuestas: su incapacidad de decir la verdad lo llevaba en una
dirección y, en el sentido contrario, el esfuerzo sobrehumano
que le requería sostener la construcción de una mentira. Ahora
tenía pánico de volver a esa mesa. No se sentía capaz de emitir
un mínimo sonido extra al respecto de toda esa pavada sobre la
que había conferenciado con la autoridad de su falsa investidura.
Prendió un cigarrillo y la combinación entre la nicotina y el frío
en su piel terminaron por relajarlo. Volvió hacia el salón. La
pareja que investigaba el mapa había desaparecido.
Por suerte, el resto del grupo era cada vez más incapaz de
retener los eventos de su pasado reciente, así que nadie ni
siquiera le dirigió una mirada al volver. Se sentó y vio su shot de
tequila indemne: era sorprendente que no lo hubieran tomado.
Contempló las risas y las miradas cómplices, los apretones de
brazos y las palmadas en la espalda, la carcajada que obligaba
reposar la frente en el hombro del compañero; el alcohol, pensó,
era con probabilidad la piedra fundamental en la constitución
afectiva de la sociedad.
Se mantuvo en silencio, agradecido de estar ahí y no ser él
mismo, de poder olvidarse de sí hasta el punto de ni siquiera
estar obligado a la auto-representación. La antropóloga ahora
explicaba que las culturas católicas, según unos estudios de
principios de la década del ochenta, permitían una distancia
menor en el diálogo normal entre dos sujetos que el resto de las
culturas cristianas, como las protestantes. Antes de que pudiera
darle más entidad a su explicación, los ingleses estallaron en
carcajadas; el más bajo explicó, cuando pudo retomar el control
de su cuerpo, que nunca había creído que la acusación de
distantes a ellos, los ingleses, fuera finalmente tan literal. Todos
se unían a sus carcajadas, cuando la adolescente sueca más

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próxima se acercó a su rostro colorado hasta unos diez


centímetros de distancia, con la vista fija en sus ojos. Le
preguntó si la cercanía le parecía violatoria de las normas
sociales. Todos se detuvieron fascinados y expectantes, mientras
el petiso parecía hipnotizado o comatoso. El inglés alto rompió
el silencio, afirmando que en este particular caso de estudio
parecían ser otras las legislaciones a punto de ser violadas y la risa
volvió a contagiarlos a todos, aunque sólo por la tensión que se
evacuaba.
Si bien no quería admitirlo, a él ya le costaba hacer foco en
los objetos cercanos y el salón tenía más cualidades compartidas
con un barco que las que sería sensato que tuviese. Se dio cuenta
de que, sin siquiera proponérselo, comenzaba a utilizar el cuerpo
de Ève para sostener su propio tórax vertical. Ella –luego de
intentar infructuosamente ser escuchada por todos– hablaba con
Philipp sobre un tal Victor Turner y su discípula, Bárbara
Badcock, ambos antropólogos que estudiaban los ritos. No era
claro si Philipp la escuchaba o no, pero su mirada se dirigía hacia
ella. Él, por su parte, trataba sin éxito de entender lo que Ève
contaba. Parecía tener una obsesión insana con los artículos
académicos. De cualquier modo, el sonido de su voz fue
capturándolo, ya más similar a una música que a un discurso.

Unos ojos ovalados. Amarillos. Dos astas paralelas, también


ligeramente ovaladas y de puntas negras, a centímetros de esos
ojos. La nariz que se contraía a mayor velocidad que la de sus
propios pensamientos. Sobre el capot del auto, mirándolo a
través del parabrisas, había una liebre marrón y blanca. Parecía
poseída, concentradísima, intentando quizás alguna clase de
metempsicosis que le permitiera estar dentro del espacio algo
más templado del interior del auto. Pero esa posible intención se
disipó cuando la liebre saltó hacia un costado del auto y
desapareció. Le dolía bastante la cabeza y notó que estaba en el

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asiento del acompañante, reclinado por completo. Una bolsa de


dormir desconocida lo cubría. Seguía estacionado en el parador,
que ahora estaba cerrado, y de la media docena de autos que
había cuando llegó sólo quedaba una camioneta Ford blanca.
No llovía más y algunas nubes se dispersaban hacia el oeste,
como si el sol que empezaba a divisarse las fuera apartando con
su luz. Sobre la guantera, una nota escrita a mano. Cierta ruta,
un kilómetro específico, el nombre de un hostal y el pedido
encarecido de devolución de la bolsa de dormir. No había
indicados ni un teléfono, ni una fecha de partida. Prendió el
motor y puso la calefacción al máximo. Salió del auto, acomodó
el asiento del acompañante y se sentó en el del conductor.
Al llegar a la casa, si bien eran las seis de la mañana, el sol ya
tenía unos treinta grados de inclinación sobre el lago. Puso algo
de comida para los gatos. Se sentó en el sillón del living y
observó el retorno de los colores sobre la vegetación del valle.
Algunas liebres aparecían y desaparecían entre los arbustos.
Mientras sus ojos se cerraban nuevamente, la gata se apoyó sobre
su estómago y empezó a masajearlo con las patas delanteras.
Luego dio tres vueltas sobre sí misma para al final dejarse caer en
forma de ovillo, ronroneando. Ese sonido rítmico, hipnótico,
fue acompañándolo mientras perdía una vez más los registros
exteriores y la imagen del valle comenzaba a fundirse con otras
de una materia distinta, que emanaban de él mismo. Los pájaros,
invisibles en los árboles, se contestaban entre sí en un afuera que
se disolvía por el sueño.

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Lagunas

Ève

Ève nació en Biarritz, al sur de Francia, y todos sus primeros


recuerdos están atravesados por el sonido del mar. Su padre,
Charles, había sido unos de los pioneros en la revolución de la
industria de la publicidad que siguió al surgimiento de las
impresoras 3D y, luego de generar una buena cantidad de
dinero, se mudó con su mujer, doce años más joven que él, a
Biarritz. Allí habían vivido toda su vida los abuelos maternos de
Ève. Julie, la madre, era abogada. No ejerció la profesión mucho
tiempo antes de mudarse al sur y ya allí no tuvo oportunidad de
continuar con su carrera. Ève fue la primera hija de ambos y
resultó una sorpresa que fuera pelirroja, ya que ni ellos lo eran ni
tampoco nadie en la ascendencia que pudieran recordar. Sin
embargo, el parecido con Charles desestimó cualquier temor de
infidelidad. En particular (y a diferencia del común de los
pelirrojos) tenía ojos marrones, idénticos a los de su padre.
La joven Ève era de carácter apacible, pero vital. Al cambiar
sus dientes, notó enseguida que su sonrisa producía un impacto
positivo en las personas y de ahí en más fue una persona
sonriente. Se destacaba en la escuela, era metódica y

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Lagunas

perseverante. No conoció en su adolescencia los abismos


depresivos que acompañan a muchos y ninguna pregunta
respecto de quién era, cuánto valía o qué sentido tenía la
existencia pasaban para ella de ser curiosidades teóricas de una
especie que le resultaba fascinante. La menarca le llegó sin
sorpresa a los trece años y jamás tuvo una menstruación
dolorosa ni que cambiara su ánimo. Se emborrachó por primera
vez a los quince y, meses más tarde, probó la marihuana. Al año
siguiente perdió la virginidad.
Su hermano Vincent nació cuando Ève tenía seis años y ella
entendió desde el primer momento esa nueva presencia en su
vida como parte de sí misma. Vincent era inquieto y muy
inteligente, pero solía lastimarse con facilidad. Su padre lo envió
al famoso equipo de rugby de la ciudad para que se volviera más
resistente. Cuando, a los 14, Vincent volvió de un partido
afirmando que tenía el brazo quebrado, el padre le dio un anti-
inflamatorio y le dijo que fuera hombre. Una semana más tarde
lo operaban para insertarle un clavo en el hueso partido. Nunca
más jugó al rugby. Si bien era de los mejores alumnos de su clase,
incluso con mejor rendimiento que su hermana, el
temperamento de Vincent fue volviéndose cada vez más frágil y
lo enviaron con un psiquiatra. La medicación funcionó y, como
es usual en las personas inestables emocionalmente, decidió
dedicarse al arte.
Al terminar la secundaria, Ève rompió con el novio que
conservaba desde los dieciséis y se mudó a París para empezar sus
estudios en antropología, primero en Bordeaux 1 y luego en
París 1. En ese período hubo algunas parejas temporales. Nunca
lo dijo, pero cree que un sólo orgasmo es suficiente para una
noche. A los veintidós tuvo que realizarse un aborto. Participó
activamente de varios grupos feministas. Su desempeño
académico fue destacado y pudo obtener con facilidad
financiamiento para continuar con sus investigaciones.

23
Lagunas

Años más tarde Vincent se mudó también a París y, a la par


que comenzaba sus estudios de actuación, fue aceptado en una
compañía de teatro. Ya era un hombre alto, formado y atractivo,
aunque todavía podía verse en sus ojos azules (como la madre)
un resto de fragilidad. Se destacó inmediatamente y su carrera
avanzó a grandes pasos: cerca de dos años más tarde ya actuaba
en la televisión y tenía cierta fama. Ève y Vincent se veían a
menudo. Cada algunos meses, viajaban juntos a Biarritz a visitar
a sus padres. La madre no parecía llevar bien la vida sin los hijos.
Su marido, en cambio, disfrutaba de la nueva libertad y pasaba
bastante tiempo en el casino de la ciudad, donde era usual que
saliera ganando. Bebía con regularidad, pero moderadamente.

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Lagunas

3. Casa

Ève dormía a su lado. Afuera todo era blanco y azul-


grisáceo, recién estaba amaneciendo. Él despertó recordando
unas palabras borrosas que Ariel le decía.
Las pecas en las espalda de Ève se alejaban entre sí y volvían
a acercarse con cada respiración. La piel era de un blanco algo
irreal. Había una continuidad entre lo que producía a la vista y
al tacto.
Desde un tiempo atrás, Ève dormía todas las noches con él.
No fue algo dialogado, ocurrió. Eso no cambiaba nada: si lo
hubieran dialogado, él habría estado de acuerdo. Sin embargo,
cuando la permanencia fue un hecho, comenzó a sentir que la
cabaña iba encogiéndose. En realidad, no fue con exactitud un
sentimiento: un día notó que sólo estaba cómodo en la escalera
que iba del deck trasero hasta el jardín. Ève iba modificando,
seguramente sin proponérselo, los ambientes de modo
imperceptible y cada revista apoyada en una biblioteca, cada silla
cambiada de lugar, lo fue haciendo menos dueño del lugar a él y
más a ella.

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Lagunas

Pero eso en realidad no era un gran problema. El verdadero


conflicto de tener a alguien en su casa todo el tiempo es que las
formas habituales que se usan en la interacción social se
erosionan con las horas y empiezan a surgir capas geológicas
inimaginadas. Recordaba cierta fórmula bastante repetida: sólo sé
vos mismo. Claro, pensaba, pero ¿cuál de todos los él mismo? No
lograba dar con una identidad concreta y perdurable de sí, salvo
quizá la repetición de ciertos lamentos. Ni siquiera la imagen del
propio volumen de su cuerpo era algo estable: también eso
dependía del día, el entorno y las personas. En soledad, en
cambio, nada de todo esto ocurría. O nada de todo esto era
recordado. Si bien sabía por sus experiencias anteriores que
podía ser un estado pasajero de las relaciones, eso no aliviaba la
sensación de que la presencia constante de Ève ponía en jaque su
propia integridad como ser humano. No porque esa integridad
estuviera constituida antes y ahora se derritiera al calor de una
mirada extraña, sino porque al no pensar en el asunto daba por
sentado que poseía una.
Puso comida para los gatos. La blanquita, Colia, en lugar de
comer lo siguió ronroneando y dando giros torpes hasta que él la
acarició. Cloto, en cambio, devoró su porción, para luego seguir
con la de Colia. Empujó a la gata hacia su bowl para que no se
quedara sin comer y fue hasta la salida trasera, la que daba al
lago. Se sentó en la escalera. El café lo iba alejando de las
imágenes de su sueño, que siempre que las recordaba solían
reaparecer una vez más en el instante inmediato anterior a
esfumarse para siempre. Como si golpearan el núcleo de su
conciencia y explotaran contra ella.
Una ardilla cruzó el pasto, que ya estaba necesitando poda,
y trepó a un árbol. Calculó la hora a partir de la luz: las seis o
siete de la mañana. Prendió un cigarrillo y miró cómo el animal
se aferraba a un tronco amplio, que hacía de la superficie a la que
se adhería casi un plano vertical. Al ascender, las cuatro patas del

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Lagunas

animal se presentaban estiradas en forma de una equis que


variaba sus ángulos a lo largo del proceso. La cola
desproporcionadamente nutrida cubría por momentos el
cuerpo. Algunos gavilanes pequeños escapaban del árbol a
medida que la cola iba desapareciendo entre las ramas
superiores.
Escuchó sonidos en la casa. Ève se había despertado. La
secuencia podía ser prevista casi a la perfección: primero, baño.
Cepillo de dientes eléctrico, luego descarga del inodoro. Algún
vagabundeo menor. Después, el microondas calentando el café
que él había preparado un rato antes. Algunos minutos más
tarde, ella aparecía en la escalera, sonreía y lo besaba. Volvía a
entrar y abría su computadora.
Cuando la ardilla terminó de desaparecer en lo alto de la
araucaria, notó cómo el árbol oscilaba de un lado a otro mientras
las ramas ascendían y descendían coordinadamente. Miró a su
alrededor y vio que todos los árboles del valle repetían la misma
danza dirigida por el viento. Pensó entonces que la creencia en
los árboles como objetos estáticos, inanimados, residía en un
error fundamental: el principio injustificado que
denomina animado a aquello que se mueve por sí mismo. El árbol
no necesitaba su propio impulso para realizar los movimientos
imprescindibles para su perpetuación. El viento era parte del
organismo árbol.
Colia trepó sobre él, la acarició y ambos miraron hacia el
lago. Lupinos distribuidos caóticamente por el valle coloreaban
la imagen de violetas y púrpuras. Una de las tantas liebres
blancas y marrones pasó dando saltos irregulares tras los
arbustos que cerraban el lote de la casa.
Ève salió y se sentó a su lado. Había recibido un correo
electrónico de Philipp. Una fiesta. Cada vez que ella decía correo
electrónico él no podía evitar preguntarse para qué todos los días
ella los revisaba. Para qué se había ido tan lejos entonces. Él sólo

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Lagunas

había entrado una vez a su cuenta y lo único relevante era un


correo de Ariel, preguntándole cómo había llegado. Ève un rato
le hablaría también de nuevos atentados, anexándoles algún
número natural. Como si ella temiera llenar su mente de las
cosas inmediatas, las cosas presentes. Pero no dijo nada sobre
esto. En su lugar, le preguntó cuándo, dónde. El sábado, en dos
días. Mintió que le parecía genial y ella sonrió.
No estaba seguro de cuánto tiempo había pasado desde
aquella noche del parador en el que se conocieron. Era fácil
calcularlo, porque fue la noche de su llegada, pero ni siquiera
sabía en qué día estaba. En cualquiera caso, sin duda no eran
meses. Exagerando, habrían superado el primer mes. Sin
embargo, todo sucedía con un familiaridad muy particular, con
la calma propia de una ausencia de expectativas que no era
común en tan poco tiempo. Se preguntaba a menudo por qué
ella estaría con él. No podía ser la cabaña, porque cuando todo
empezó la casa no existía para ella y él se cuidó de mostrársela
hasta después de varias noches de pagar hoteles con absurdos
aranceles turísticos. Además, por lo poco que la conocía, no
daba la impresión de ser la clase de persona con intenciones
ocultas. Todo parecía indicar que entre ellos dos las cosas
estaban destinadas a darse en ese marco de inexplicabilidad e
incomprensión: ella tampoco le preguntó, cuando finalmente
fueron a la cabaña, por qué no la había llevado antes ahí,
evitando gastos innecesarios. Esto era la norma. Los días
fluctuaban entre la certeza de que, a través de algún mecanismo
misterioso, ambos se entendían a la perfección y la certeza
opuesta de que todo lo que sucedía era una ficción que no
tardaría en develarse como tal. Tanto en un caso como en el
otro, el sostén era el silencio frente a ciertas cuestiones
elementales, silencio que ninguno manifestaba la voluntad de
romper.
La liebre que se había escondido entre los arbustos

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Lagunas

reapareció y dirigió el hocico hacia ellos. Luego giró la cabeza, lo


cual produjo la impresión de que los observaba con más
detenimiento aún. Había comenzado a saltar en dirección a la
cabaña cuando una ardilla se arrojó contra ella y comenzó a
atacarla. Él se sobresaltó y le señaló la escena a Ève, que ya la
había advertido, desconcertada. Las patas de la liebre se debatían
con su agresor. Algunos pelos, ramas y hojas salían expelidos.
Otras dos liebres se detuvieron a pocos metros. Cuando la ardilla
desapareció detrás del mismo arbusto desde el cual había saltado
sobre ella, la liebre sangraba por el lomo y el cuello.
Ève se levantó. Dijo que quería más café.
La liebre se arrastró hacia la ligustrina. Él se paró y comenzó
a caminar hacia ella, con mucho cuidado de no asustarla todavía
más. A los pocos pasos, distinguió en el camino principal la
silueta de Manuel, el hijo del guardia. Tenía algo más de tres
años, pero Oscar lo dejaba andar por el complejo con libertad.
Pensó que prefería hablar con el niño, que ya había vencido su
timidez inicial, en lugar de ver uno de los posibles desenlaces que
podría encontrar si se dirigía hacia la liebre.
Manuel saltaba una y otra vez sobre el camino de piedra
que comenzaba en el lago y subía hasta las primeras casas, cerca
de la entrada. Se acercó lentamente, para no interrumpir lo que
hacía el pequeño. Cuando estuvo a pocos metros, notó que
Manuel bailoteaba sobre la línea negra que formaba una
procesión de hormigas, en ambos sentidos.
–¿Por qué las pisás, Manuel? –preguntó luego de un rato.
El niño dejó de saltar y lo miró. Sus ojos enormes, si bien
apuntaban hacia él, parecían no poder quedarse quietos en
ningún punto, con una oscilación milimétrica. Volteó hacia las
hormigas, como si éstas tuvieran la respuesta y luego hacia el
hombre que lo interrogaba. Finalmente contestó.
–Es que si no se van.

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Lagunas

En el tren

Va a dar clases a la universidad, al igual que otros dos días por


semana. Viaja en el tren del sur, el tren de las ocho y veinte.
Piensa entonces que le gustaría estar lejos, cerca de una montaña.
Antes de morir le gustaría escalar. Conoció a Victoria en una
fiesta intrascendente donde unos pocos bailaban y el resto se
aburría de otras maneras menos físicas. Cuando la vio entre la
gente le encantó, pero, fiel a sí mismo, no hizo nada más que
cruzar algunas miradas. A los pocos minutos ella se le acercó y le
pidió un cigarrillo. Hablaron lo básico y si bien ella parecía
desinteresada, antes de irse le preguntó su número de teléfono.
Él se cuestionó por días la razón por la cual no se lo había pedido
también a ella. Tres meses más tarde Victoria lo invitó al cine.
Lo sorprende cuántas personas en el pasado son necesarias para

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Lagunas

hacer una en el presente. Tiempo atrás dejó de intentar escuchar


música en el tren, cada nota reverbera en su mente al punto de
volverlo loco. Jugar al fútbol cada semana, en el mismo equipo
que Ariel, es su única actividad fija por fuera de los trabajos.
Nunca duerme lo suficiente. Hace mucho dejó de preguntarse
para qué seguir, ya ni la pregunta tiene sentido. Sólo la sucesión
de las horas, los reflejos del tiempo sobre sí mismo. No volvió a
entrar nunca más a la casa de su padre. Espera que el tiempo se
encargue de la casa, como de la memoria. Cuando era chico
soñaba con un abejorro monstruoso que se adhería y devoraba
el interior a todas las personas que tenía cerca, hasta dejarlas
como una pelota desinflada. Estar lejos de ellas era protegerlas.
Comienza a llover. Ariel y Victoria le servían para no tener que
hablar con ellos. Parece que todo sucediera al revés. Lo que más
extraña de esas épocas son las horas de su trabajo en la biblioteca,
el silencio de los libros. Lo único que cambia es cuándo y cómo
suceden las repeticiones. Sucede de modo mecánico. El tren y el
flujo continuo de su movimiento, la repetición de los caminos
gastados. Alguien tose sin parar detrás suyo, la tos es cada vez
más áspera y profunda. Quisiera poder acordarse de su madre.
No es claro cómo empezó a tomar consistencia el asunto de los
atentados. Fue un rumor de fondo, una palabra que cada vez se
hacía más repetida y en algún momento todos habían entendido
que era algo más que una noticia únicamente destinada a
convertirse en la tesis documental de un estudiante de cine.
Todavía hay gotas en la ventana. Los pensamientos, el caos de
los pensamientos. De tanto en tanto se pregunta si realmente su
padre estaría muerto. Algunos años atrás había estado encerrado
con Victoria en esos rituales donde dos sujetos se permiten el
juego de fingirse mutuamente que el tiempo no existe, que
desde la idea de la eternidad a su experiencia sólo se requiere otro
par de ojos cómplices, unos ojos que materialicen el infinito de
la eternidad a través del infinito especular de mirar unos ojos

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Lagunas

que miran cómo son mirados. En las mañanas tiende a evitar


cualquier tipo de conversación, las palabras operan como
barreras en lugar de puentes. La señora que leía en el asiento
frente al suyo se levanta y ve que el libro es La Biblia.

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Lagunas

4. La fiesta

Un día antes de la fiesta a la que los había invitado Philipp,


recibieron otro correo electrónico, indicándoles que el evento
tenía cierta gala y que debían vestir acorde. Él no se lo tomó con
mucha seriedad, pero Ève estaba convencida de que era
importante. Esto detonó una controversia menor entre ellos. Al
advertir que la mera exhibición de su interés no parecía producir
ningún efecto, ella probó otra estrategia: era divertido ir elegantes,
como una fiesta de disfraces sutil, una especie de trabajo de
campo como infiltrados. Él cedió, menos porque hubiera
entendido algo que porque supo que no había nada que ganar.
Sacó del armario el traje de oficina, que repentinamente no
resultaba tan inexplicable entre lo empacado, pero a Ève no la
satisficieron el azul marino y la camisa blanca. Una visita a la
ciudad resolvió el asunto con un nuevo saco y, tras algo de
negociación, unos jeans negros. Con el pasar de los negocios, Ève
modificó su primer plan de vestimenta y se compró una serie de
prendas que, en lo que significó un truco de magia para él,
terminaron constituyendo un vestido de una elegancia

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Lagunas

inesperada.
Cuando los últimos retoques sucedían, él se quedó un rato
mirando cómo ella se arreglaba frente al espejo. Una nueva Ève
surgió, en la contemplación de cómo a través de su reflejo ella se
observaba tal cómo quería ser mirada. Fue difícil disimular su
sorpresa: si bien Ève parecía huir de las coqueterías del
estereotipo de la feminidad, era notable cómo poseía todos los
recursos para participar de él. Se la veía más alta, más sinuosa,
sus movimientos eran diferentes, refinados. Pensó que apenas
existía, en este caso, una mínima pero interesante diferencia
respecto del hecho conocido y trivial de redescubrir el atractivo
de la propia pareja a partir de la mirada de un otro.
La fiesta era camino arriba, en el único hotel cinco estrellas
de la zona. Empezaba temprano, con un horario que estaba
destinado principalmente a extranjeros. Cuando dobló hacia la
izquierda del camino se sorprendió de que el lago volviera a
aparecer. No se le había ocurrido que su complejo quedara en
una península. Por primera vez desde que llegó se lamentó de no
haber mirado en Internet el mapa de la zona. Un kilómetro
antes del hotel, la geografía cambió de nuevo pero esta vez a
partir de manos humanas: los árboles plantados para proteger
del viento, el pasto uniforme y hasta las luces de la ruta era
distintos. Unos cientos de metros después el edificio comenzó a
destacarse bajo la luz del atardecer.
Ève le anticipó que le estacionarían el auto. Si bien la
indicación le molestó (por supuesto que había visto películas,
pensaba), tuvo que agradecer el dato, porque no lo había
previsto y habría respondido con mucha torpeza frente al joven
que le estiraba la mano solicitando la llave. Bajaron y al entrar el
recepcionista les preguntó qué podía hacer por ellos. Ève
nuevamente tomó control de la situación y no sólo el hecho de
que hablara en inglés, sino el que lo hiciera con acento francés,
produjeron en el recepcionista un tipo de respuesta que, estaba

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Lagunas

seguro, no habría sucedido con él mismo. El hombre comprobó


algo en una lista y los hizo pasar a un espacio donde los revisaron
con detectores de metales; al rato ambos atravesaban un jardín
con vista al otro lado del lago, desde unos doscientos metros de
altura. A pesar de que ya era casi de noche, entre las montañas
del oeste se colaban rayos de sol que, al proyectarse sobre una
neblina sutil que emanaba de los lagos, se veían tal como cuando
a través de una ventana iluminan humo de cigarrillo. La imagen
lo impactó y pensó que nunca había visto algo tan hermoso en
su vida. Apretó la mano de Ève y ella respondió con una sonrisa,
mientras afirmaba con la cabeza.
Los mozos repartían champaña y ambos tomaron una
copa. Se miraron y brindaron y empezaron a reír. Era ridículo
estar ahí, era ridículo estar disfrazados pero sólo con Ève tenía
sentido hacerlo. Estaba contento de estar ahí con ella. No habría
ido de ninguna otra manera, por supuesto. No sólo en el sentido
trivial de que el correo no fue dirigido a él sino que no se
imaginaba ahí con ninguna otra persona que conociera.
Poco después apareció Philipp. Saludó a ambos con un
abrazo intenso, como si fueran amigos desde hacía mucho años.
Él supuso que cuando se está de viaje de algún modo es así, cada
pequeña porción de afecto se magnifica. Presentó a algunas
personas al azar y rápidamente les dijo, casi en secreto, que había
conocido a alguien. Él nos invitó, agregó. Ève parecía ansiosa por
saber quién era, así que los tres recorrieron la fiesta, saludando
cada tanto a algunos invitados. Cuando él se empezó a
incomodar y ella le preguntó si estaba bien, respondió que sí,
pero no mencionó que había visto algunas caras conocidas de la
capital.
Finalmente, Martín apareció. Era de una belleza inusual en
un hombre. Había algo luminoso y desafiante en sus ojos claros,
entre el gris y el verde. No era tan alto como Philipp, pero era
alto y su delgadez adolescente lo hacía parecer más alto todavía.

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Lagunas

Sonreía todo el tiempo, cada vez sugiriendo un contenido extra a


lo que sus palabras, de por sí irónicas hasta en el saludo, ya
indicaban. Tenía esa clase de magnetismo que en el mismo acto
produce cierto rechazo, la suspicacia propia de quien sabe que
puede estar cayendo en una trampa.
Martín estaba contento de encontrar un compatriota y lo
abrazó con la misma intensidad que Philipp lo había hecho
minutos antes. Luego de algo de charla entre los cuatro (en
realidad, él no pronunció una palabra), Martín le dijo a Ève que
le robaría a su pareja y en un rato traerían bebidas para los
cuatro.
Mientras caminaban entre los invitados, Martín preguntó.
–No hablás mucho vos, ¿no?
–Supongo que depende –dijo, tratando de evadir la pregunta–.
¿Qué es esta fiesta?
–Lo de siempre –respondió divertido–, los artistas asegurándose
de que sus amigos críticos escriban bien sobre ellos y los críticos,
bueno, sus ectoparásitos. Y la gente rica pagando todo, porque
los artistas son la mejor decoración para una fiesta.
Miró a Martín con cierta desconfianza.
–Con la excepcionalidad de que ahora todos están acá, lejos de la
capital, por miedo a los atentados –continuó Martín–. ¿Y vos?
¿De dónde saliste?
–Vine con Ève.
Martín sonrió.
–¿Y también llegaste con Ève a las montañas?
–No, vine a cuidar los gatos de unos amigos que están de viaje
en Asia. ¿Y vos? –preguntó– ¿Vos qué hacés?
–Yo soy escritor y crítico –respondió Martín–. Y rico, gracias a mi
ex marido. Estoy en la cima de la cadena alimenticia. Acá hay un
ecosistema de lamida de culos, pero yo soy lo contrario al primer
motor inmóvil. Yo soy lamido sin lamer.
–Ah, había pensado que eras el típico tipo lindo que se acercaba

36
Lagunas

a un extranjero por la plata.


Martín lo miró con una sonrisa al borde de la explosión.
–¡Sabía que me ibas a caer bien!
Soltó una carcajada, mientras lo palmeaba en la espalda.
–No, querido, con Philipp estoy por el cuerpazo que tiene, ¿no
lo viste? ¡Un metro noventa y cinco y alpinista! Mi dios –los ojos
describían círculos alocados–, quizás es la primera vez en mi vida
que estoy con alguien sólo por cómo es –reía sonoramente, con
una exageración que, de un modo raro, a la vez sonaba sincera–.
Además, tiene una inocencia de cachorro que me deshace.
Cuando volvieron con las bebidas, Ève y Philipp hablaban
con los dos ingleses que habían estado la noche del parador. Lo
saludaron con cortesía, aunque no parecían recordarlo
realmente. Él supuso que habrían estado muy borrachos ya para
el momento en el que apareció aquella vez, pero en cualquier
caso prefería la distancia a la falsa intimidad. Repartieron los
tragos y sus propias presencias: Martín abrazó a Philipp por la
cintura y él a Ève.
No fue difícil entender que hablaban acerca de los
atentados. Aparentemente, luego de que USA votó la Ley de
Privacidad, era cuestión de tiempo para que todo el resto de los
países lo hicieran. El inglés decía que la gente hacía mucho
tiempo que había entrado en el más extraño de los modos del
espionaje: el espionaje en el cual el espiado está ansioso de
entregar la información al espía. ¿El correo electrónico, las redes
sociales? ¿Desde cuándo alguien daba toda esa información sin siquiera
saber qué se iba a hacer con ella, sin pagar para asegurarse siquiera un
derecho sobre sus datos?
Según Ève, la respuesta era que la gente simplemente creyó
que sus datos no eran relevantes, que no tenían nada que
ocultar, incluso pensaron que, por una cuestión de magnitud de
datos, su información nunca iba a poder ser procesada. Además,
la Ley no cambiaba tanto: ya hacía tiempo que la gente tenía

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Lagunas

muy poco en sus discos rígidos, casi todo estaba en discos


virtuales en la Red. Era de suponer que para que alguien
investigara la información de cada persona en el mundo, sería
necesario por lo menos el doble de las personas existentes, lo cual
era por supuesto una reducción al absurdo de esa misma idea. El
procesamiento automático semántico tampoco daba mucho,
porque los códigos de cada idioma en cada región cambiaban
demasiado rápido para que se los pudiera incorporar con
eficiencia.
A Martín la conversación parecía divertirle. Su inglés era
perfecto, de una perfección que lo hacía sonar como si incluso
fuera su lengua materna. Él lo escuchó sorprendido, le era difícil
reconocer a la persona que le había estado hablando minutos
atrás. Con la evidente intención de calentar la conversación,
Martín preguntó si no era más lógico prohibir las impresoras
3D, al final las verdaderas culpables de los atentados, que
entregar toda la información de los discos rígidos al Estado.
El inglés alto, el que había recitado a Wilde en el parador, le
respondió que era obvio que no iban a prohibir las impresoras
3D. De las dos funciones de Internet, control y ampliación de
mercado, se aseguraban el control total con esta ley. Es una
situación de ganancia total y no van a dejarla ir. Algo similar,
continuó, sucedió con los derechos de autor de la música, las
películas y series. Internet estaba sirviendo demasiado bien para
vender el 80% de los productos como para detenerlo porque
algunos estudios de música o cine estaban quebrando.
Su compatriota, que asentía con los ojos muy abiertos, lo
interrumpió agregando que, por ejemplo, cuando los
primeros drones de reparto de Amazon caían y mataban
personas, ¿prohibieron los drones? ¡No, por supuesto que no!
Cambiaron las leyes, incluso antes de cambiar el diseño de
los drones. Y al final, las impresoras 3D sirvieron para reducir a
cero los costos de producción y flete. No había manera de que se

38
Lagunas

privaran de tanto.
Como si la interrupción entre personas de la misma
nacionalidad no fuera de mala educación, el primero indicó que
incluso resolvieron el viejo problema de la mano de obra barata,
que habían tenido que buscar en los países de Asia: no era en
fábricas robóticas donde estaba la solución, como se creía, sino
en estas impresoras. Eran el producto de todos los productos.
Además, al final lo que había que producir era cada vez más
pequeño. Cuando al principio aparecieron los primeros modelos
de pistolas plásticas, argumentaron que con éso sólo no se podía
hacer mucho, que no había peligro, que todavía la pólvora y
demás elementos temibles estaban lejos de la tecnología de las
impresoras. Y sin embargo, en el momento en que los artículos
más avanzados necesitaron una diversidad de materia prima
como metales, madera, silicio, vidrio, creyeron que podían evitar
el problema de las armas controlando la venta de ciertos
insumos. Pero iba a aparecer alguien que encontrara la manera
de hacer explosivos con otros químicos, los explosivos
mecánicos o los drones kamikaze. O todas las cosas que se
inventaban para matar gente. Al final, lo que quieren es rastrear
los planos en los archivos de las computadoras, ¿se dan cuenta?
Es una situación de ganancia total, repitió: se sigue con la misma
modalidad de mercado, tienen el acceso faltante a la privacidad
de los ciudadanos y, de paso, aniquilan completamente la
piratería. Por momentos creía que todo el asunto de los
atentados era un invento para llegar a este nivel de control.
Martín los miraba encantado. Philipp parecía aburrido y él,
mientras seguía tomado de la mano de Ève, empezaba a
sospechar que cualquier conversación prolongada le produciría
ese efecto al alpinista. Martín también pareció notarlo y sacó
una cajita plástica del bolsillo de su saco. La tapa era corrediza y
dentro había una veintena de triangulitos de cartón de unos
cuatro milímetros de tangente.

39
Lagunas

–LSD –aclaró. Dijo también que hubiera preferido traer éxtasis,


pero con los atentados era cada vez más difícil.
Él no estaba muy seguro de qué hacer, pero Ève lo miraba
sonriente. Puede ser divertido. Lo besó. Martín miraba la escena y
seguía sosteniendo la cajita abierta, como quien entrega el anillo
de compromiso. Ève se mojó las yemas de dos dedos y los metió
en la caja. Dos triángulos salieron adheridos y depositó uno en
su boca y otro en la de él. Martín mostraba la satisfacción de
quien ve que todo sale según sus planes. El inglés alto también
tomó uno, pero el otro dijo que prefería seguir sólo con el
alcohol.
–Tenemos cien mil billones de neuronas en nuestro cerebro y la
borrachera sólo mata un millón. Necesito varios miles años de
borrachera para matarlas a todas. Estoy cómodo con esos
números.
La mayoría rio. Philipp y Martín metieron sus dedos y
luego la caja desapareció en el bolsillo del que había salido.
–Es holandés, del mejor.
Se hizo un silencio un poco impaciente. Todos miraron
hacia la sala, donde la gente hablaba entusiasmada y algunos
incluso empezaban a sugerir un baile reducido, prueba de que el
alcohol ya estaba funcionando.
Martín dijo entonces que todo lo que estaba pasando con
las impresoras 3D y los atentados, en realidad, no era más que
una nueva confirmación de la respuesta típica a la paradoja de
Fermi. ¿La conocen? La paradoja consiste, explicó, en la tensión
entre lo altamente probable que resulta la existencia de otra
forma de vida inteligente en el universo y el hecho de que no
hayamos tenido contacto con ella. La tierra es un planeta joven
en el universo, con lo cual otras formas de vida inteligente
seguramente nos aventajen por mucho y sería razonable que
hubiesen viajado hasta la tierra. Una de las respuestas típicas,
continuó, es que llegado cierto nivel de desarrollo, las

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Lagunas

civilizaciones se auto-aniquilan, ya sea por catástrofes de tipo


malthusiano, ya sea por sus propios conflictos internos. La
aniquilación completa no es necesaria para resolver la paradoja,
basta con que retroceda sensiblemente en el grado de avance
tecnológico. Así, explica la respuesta a la paradoja, no es que no
existan esas civilizaciones, sino que llegado a cierto umbral, es
lógico que pierdan su capacidad de realizar el viaje hasta este
planeta. Si se fijan bien, continuó Martín, hoy estamos en una
fragilidad que nos hace igual de vulnerables. Piensen en el
mundo actual: la gran mayoría de la población no tiene idea de
cómo funciona el noventa y cinco por ciento de las cosas que usa
diariamente. Apenas puede arreglar una canilla o cambiar una
lamparita. Hace doscientos años, había por lo menos una
persona en cada hogar que sabía cómo funcionaban las cosas y
cómo arreglarlas. Hoy en día la gente no sabe ni coordinar un
par de medios de transporte sin usar un software que se lo
calcule. Las personas ya casi ni recuerdan las cosas, sólo los
patrones para buscarlas en google. E incluso, si alguien creyera que
a pesar de que hoy no existen estos técnicos en cada casa, los hay
por barrios o ciudades, tampoco es el caso: fueron
desapareciendo los negocios de reparación de objetos, porque la
gente no arregla nada, tira las cosas y se compra otras nuevas.
Los técnicos que vienen a arreglar cosas de la casa apenas si
tienen el conocimiento suficiente para extraer el objeto dañado y
reemplazarlo por uno nuevo. Sócrates estaba en contra de la
escritura, porque nos hacía perder la memoria; probablemente
tuviera razón, pero eso no era nada: cada una de las facilidades
contemporáneas nos está haciendo más discapacitados. Estamos
a poco del escenario que se plantea como respuesta a la paradoja
de Fermi: el día que alguien apague la luz, con un atentado o lo
que fuere, volvemos a la prehistoria en segundos. Nadie va a
recordar nada ni va a saber cómo funciona nada, sólo los
científicos y los ingenieros. Y ahí viene lo mejor: hubo un

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Lagunas

informe de la AAAS que calculaba la cantidad de científicos e


ingenieros en casi siete millones. ¡Menos de cero punto uno por
ciento de la población mundial y concentrados en unos pocos
lugares!
Martín calló y él, que lo escuchaba con atención, creyó que
luego de ese discurso eterno la conversación había terminado.
Sin embargo, tras una pausa, los dos ingleses empezaron a hablar
a la vez. El alto cedió finalmente la palabra al otro. Dijo primero
que estaba muy bien lo que había dicho. La cara de Martín no se
modificó en un músculo, adivinando qué venía luego. Que era
un género bello, todas las religiones tenían su versión. Dijo que
lo felicitaba y no esperaba menos de un escritor como él. Pero el
género apocalíptico se resistía a suceder, sólo era una manera
más de darle intensidad a momentos en los cuales, en realidad,
no iba a pasar nada. Quizás nos hiciera sentir importantes ser de
los últimos, pero la realidad más probable era que sólo seamos
un pequeño eslabón más en una cadena sin mucha relevancia.
Él se alejó de la escena, un poco porque su champaña se
había acabado y otro porque algo en la orquestación que Martín
realizaba sobre los temas de conversación comenzaba a irritarlo.
Además, si bien podía comunicarse en inglés, cuando los
diálogos eran vehementes alcanzaban una velocidad que le exigía
demasiada energía. En el salón había un trío de jazz –contrabajo,
piano y una batería reducida– que tocaba asordinadamente,
como temiendo molestar a los invitados. Se quedó un rato
escuchándolos. No eran para nada malos y, en ese pequeño
ambiente que se formaba bajo el volumen íntimo en el que
tocaban, parecían divertirse entre sí. En un momento el
contrabajista levantó la vista y lo miró: le sonrió, sorprendido de
que alguien les prestara atención.
Fue hasta la barra y se pidió un bourbon. Sacó la billetara
para pagar, pero el barman le dijo que no, que todo estaba
cubierto.

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Lagunas

–¿Quién hace la fiesta, quién paga todo esto? –dijo, mientras


dejaba propina. El barman hizo un gesto de agradecimiento con
la cabeza.
–La señora de allá –apuntó con el dedo a una mujer de unos
cuarenta años, aunque probablemente serían sesenta, que
llevaba un vestido dorado con las espalda descubierta y tajo en
las piernas–. Isabel Tynaire de Arroyo, ¿la conoce, no?
El nombre le resultaba familiar, pero no estaba
seguro. Arroyo, sí, el dueño de las compañías de telefonía y
celulares más importante del país.
–¿Algo que ver con Arroyo? ¿La mujer?
–La viuda –contestó el barman–. Arroyo murió hace dos años.
¿No lo sabía? –Lo miró, pero no hubo respuesta.– Ahora ella
derrocha la plata en fiestas faraónicas cada semana. Y como la
gente teme estar en la capital por los atentados, empezó a
hacerlas acá. ¿No mira mucho televisión, no?
–¿Eh? – se sorprendió– ¿Televisión? No, no, no tengo.
–El de atrás, el que parece un guardaespaldas de veinte años, es el
amante ahora. Bah, se rumorea que era el amante desde que
Arroyo empezó el tratamiento contra el cáncer, pero eso no le
puedo decir. Pero ahora es seguro. Aunque más que amante
parece una especie de caniche con correa.
El rio por cortesía, dejó un poco más de propina –sin saber
por qué, en realidad– y se acercó a Ève, que todavía participaba
de la conversación con el grupo de la gente del parador y Martín.
Al acercarse, observó los diferentes escorzos de su cuerpo dentro
del vestido, cuerpo al que ya él se había acostumbrado en un
formato de entrecasa. Pasó su mano por la espalda y la tomó de
la cintura, mientras la besaba en la mejilla. Ella se alegró de su
llegada y lo besó también, pero inmediatamente volvió a la
conversación con Martín. Dijo algo sobre la existencia del
matriarcado y las pruebas al respecto.
Mientras no escuchaba lo que ellos discutían, empezó a

43
Lagunas

sentir que las piernas se le aflojaban. Las voces, que no emitían


palabras para él, tenían una ecualización extraña. Giró la cabeza
y notó que las luces dejaban una estela parpadeante, mientras
que el eje horizontal del espacio rotaba algunos grados con cada
golpe del redoblante en la batería del trío. Volvió a mirar los
rostros que hablaban sin palabras: estaban encendidos, un color
casi olfativo transpiraba cada sonido sin significado. Su cuerpo
decidió que tenía que ir al baño.
El restroom, como indicaba la puerta bajo un dibujo de un
hombre en traje, era enorme. Las luces rebotaban por entre los
tachos, los espejos, el mármol, la grifería que parecía de un oro
sobrenatural, y todos los reflejos terminaban en sus ojos, que
debía entrecerrar para soportar tanto brillo. Con una lentitud
asombrosa, se dirigió hasta uno de los cubículos y cada paso fue
una constelación de voces astronómicas que se abrían camino
entre las galaxias de pensamientos y señales confusas que su
cuerpo le transmitía en un código tan inmediato como ajeno,
como si fuera el cuerpo de otra persona el que lo llamara por
teléfono para informarle sobre sus diversos estados y derroteros.
Por fin pudo alcanzar la puerta eterna, la puerta que constituía
un deseo que no era suyo sino de ese lugar físico que ahora
habitaba como un inquilino temporal e incómodo. Con
dificultad, halló el modo de abrir el cinturón, bajar los
pantalones y sentarse.
Cerró los ojos y sólo podía sentir cómo muchas cosas
sucedían, aunque era imposible retener ninguna de ellas. Su
cuerpo se debatía entre el asco y el alivio, sus pensamientos entre
el cuerpo de Ève y el pelo rojo ondulado que caía y no caía, pero
las imágenes eran múltiples, superpuestas: veía el cielo sobre los
árboles de su jardín, veía la ruta, podía sentir el ronroneo de
Colia acurrucada en su pierna. Sin saber cómo, se encontró
cantando una canción que no podía reconocer. La vibración en
su garganta se transmitía al resto de su cuerpo y todo el entorno

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Lagunas

era uno con esa oscilación mínima, pero imprescindible, de la


materia.
Giró el rollo de papel higiénico. Lo giraba y giraba, pero el
papel no se desplegaba. Pensó, por un momento, que era un
rollo vacío. Pero, ¿cómo podía un rollo vacío tener ese diámetro?
Era ridículo. No. Estaba girando el rollo en el sentido
equivocado. Cambió el giro. La lengua blanca se extendió.
Mientra extraía cuadraditos y los usaba, recordó que la marca
más famosa de papel higiénico en el país se llamaba Elite. Nunca
lo había pensado. ¡¿Elite?! Tenía que ser una broma. ¿Cómo
alguien podría haber anunciado, en una reunión de directorio,
que eso que la gente se pasaría por el culo era nada más ni nada
menos que la Elite? ¿Estaba seguro de que ése era el nombre? Sí,
lo era, por supuesto que lo era. No lograba leer nada en el rollo
frente a él, pero no sería raro que éste también fuera de esa
marca. Era Elite, sin dudas. Empezó a reír sin poder parar.
Cierto sonido se repetía con una insistencia que no lograba
coordinarse con aquellos producidos por su cerebro; finalmente,
el golpeteo en la puerta lo volvió a algo parecido a la realidad. Se
preguntó cuánto tiempo habría estado ahí.
–¿Estás bien? –preguntó una voz que le sonó conocida.
–Sí, sí –logró articular–, ¿necesitás el baño?
–No, no, hay dos mil vacíos acá. Ève está preocupada.
–Ya salgo – dijo y cerró los ojos nuevamente. El sonido de la
palabra Ève recorría el aire y lo acariciaba, le recordaba
momentos que incluso cuando los había vivido no tenían la
intensidad feliz que ahora lo inundaba. Ève, repitió para sí. La ve
corta, en su pronunciación original, empezaba entre los dientes y
los labios y continuaba por su mentón, su garganta, hasta
estallar en su pecho, abriéndolo como si fuera una pomada de
mentol y alcanfor, para que cada bronquiolo de sus pulmones se
expandiese como si fuera la primera respiración luego del vientre
materno.

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Lagunas

–Abrí por favor, me preocupás –dijo la voz, que ya reconoció


como la de Martín.
–Un segundo –respondió.
Volvió a usar el papel, que ya había usado más veces de las
necesarias, y se subió el pantalón. Algo acontecía veloz a los
costados de su cuerpo. Subió su pantalón y descorrió la traba. Al
abrir la puerta, la luz del baño entró en forma de chispas
amarillas y rojas. Bajó la tabla principal del inodoro y se sentó
nuevamente. La música del trío de jazz había tomado una
densidad viscosa y dulce, cada nota era un caramelo líquido que
se impregnaba en los oídos y, con su peso denso de azúcares y
calor, empujaba su cabeza hacia el piso. Los sonidos aparecían
con su color único y especial, el piano y el contrabajo con
timbres que se ubicaban en un área predeterminada para ellos
del cerebro, como si el cerebro hubiera sido seleccionado por la
evolución para satisfacer cada uno de esos instrumentos.
Comenzó a sentir un cosquilleo extraño, las imágenes
volvían a Ève, el vestido de Ève y su pelo rojo que se enredaba en
sí mismo, las imágenes venían y se iban, se detenían en una
sección del walking del contrabajo y volvían con el voicing del
piano y llegaban a cada molécula de su cuerpo. Cuando la
canción se detuvo, sintió algo tan familiar como imprevisto.
Abrió lentamente los ojos y vio una cabeza rubia, en su
entrepierna, que ascendía y descendía. Cerró los ojos y los volvió
a abrir algunas veces.
–Pará, pará, ¿qué hacés?
Martín desocupó su boca y lo miró divertido.
–¿Te mando un plano para que lo entiendas? –respondió.
Él aprovechó el momento y se cerró el pantalón. Si bien
entendía lo que Martín había estado haciendo, otra parte de él
no lograba explicar cómo había sucedido.
–¿Por... ? –empezó a preguntar – ¿por qué hiciste eso?
Los ojos ojos de Martín se achicaron conforme a sus labios

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Lagunas

se extendían en una sonrisa amplia y sincera. Sin dejar de mirarlo


fijamente a los ojos, dijo:
–Porque podía.

Salieron ambos del baño y Ève, ni bien lo vio, lo abrazó.


Podía sentir el calor del cuerpo pelirrojo contra el suyo, cada
peca de la piel de Ève lo atravesaba y lo dejaba clavado a esa
materialidad que, de golpe entendió, era todo lo que conocía.
Sintió una felicidad ignota, sorpresiva, y –sin entender cómo –
ambos estaban bailando. El trío ya no tocaba y la voz actual
pertenecía a Madonna. El mundo subsecuente fue una
compaginación de movimientos rítmicos, sudor, besos, lenguas,
luces, estelas y músicas que siempre había aborrecido y que
ahora parecían muy adecuadas para cada paso que su cuerpo
ejecutaba en una suerte de posesión.
En algún momento, el guardaespaldas de Isabel Tynaire de
Arroyo empezó a bailar con ellos. Él lo observó con intriga
científica. Era enorme y perfecto. La piel de su cara respondía a
la luz del mismo modo que una cerámica lo habría hecho.
Agitaba partes de su anatomía de tal modo que a él le resultaba
inexplicable qué músculos había accionado para lograr ese
efecto. El amante-guardaespaldas sonreía con sus dientes
idénticos y blanquísimos, mientras Ève se reía carcajadas y lo
seguía, agitando su cuerpo –que a cada instante parecía más largo
y esbelto –, en sincronía matemática con los del joven musculoso.
Al cabo de un rato de este espectáculo, al cual él atendía con
la pasión antropológica que había recolectado de Ève, apareció la
viuda Isabel, notoriamente borracha. De cerca, sus sesenta años
eran más evidentes. Sin embargo, sorprendía su capacidad de
bailar y, por sobre todo, la calidad de sus cirugías estéticas.
Isabel, era evidente, había venido a buscar a su súbdito. Pero esta
inferencia no llegó a hacer esperable el momento cuando lo
agarró de la mano y gritó, frente a todos:

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Lagunas

–¡Vamos arriba! ¡Quiero que me cojas!


El amante-guardaspaldas no se inmutó, bailó con ella a
modo de coda y al minuto ambos habían desaparecido escaleras
arriba. Ève, sin parar de reír, traducía el diálogo a los ingleses,
que estallaron en carcajadas.

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Martín

Martín era el único hijo de una familia de la capital, cercana


al gran parque que cubre la sección norte de la ciudad. Su padre,
Horacio Ludwig, descendía de inmigrantes alemanes que
llegaron al país luego de la segunda guerra. El abuelo de Martín,
en su juventud, había formado parte del ejército del Tercer
Reich, pero sus convicciones políticas no excedían la adecuación
al entorno, sea el que fuere. Horacio comenzó la primaria en una
escuela alemana, hasta que su padre descubrió que todos los días
en el acto de izado de la bandera obligaban a los alumnos a
realizar el saludo nacionalsocialista. “Esto no corresponde al país”
fue la explicación que dio a su mujer, también alemana, y ubicó
a Horacio en una institución regular.
La madre de Martín, María Marta, provenía de una familia
que hacía varias generaciones se había arraigado en esas tierras. Si
bien sólo comentaba sus orígenes españoles e italianos, Martín
descubrió años más tarde que había algo de sangre mapuche en
su ascendencia. Marta, en el pequeño departamento de dos
ambientes junto a su hijo, no toleraba las largas ausencias del

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Lagunas

padre. Por algún motivo que nunca quedó claro, dado que
trabajaba como ingeniero en la industria del petróleo, Horacio
no lograba proveer suficiente dinero para vivir con holgura en la
zona en la que la madre exigía que vivieran. Con el pasar de los
años, el abuso de las pastillas para la ansiedad fueron volviéndola
cada vez más inestable. Martín sufrió particularmente la
arbitrariedad del humor de su madre, pero –según él mismo dijo
luego a varios terapeutas– no veía ningún efecto de estos abusos
en su personalidad.
Desde el colegio primario, trilingüe (alemán, inglés y
español), Martín se destacó en lo idiomas y en las letras. A partir
de los siete años, era el centro de atención en las navidades y
cumpleaños, cantando las canciones de cada ocasión en una
llamativa variedad de lenguas. Su madre iba incrementando el
número idiomas en los cuales estudiar cada canción de fiesta en
fiesta y Martín cumplía a la perfección.
El entorno social en el que Martín creció, dada su escuela y
su barrio, era mucho más alto económicamente que el de su
familia y esto desarrolló en él, espejado en la madre, la habilidad
de fingir que poseía más de lo que en realidad poseía. Su talento
para la lectura y el ordenamiento de información era asombroso,
pero más aún su capacidad de manipular situaciones que
involucraran otros compañeros. Las matemáticas, en cambio,
escapaban por completo a su dominio.
A los catorce había tenido sexo con compañeros y
compañeras. No entendía ni nunca pudo entender el
establecimiento de un parámetro de elección entre unos y otras:
para él, el sexo se reducía a la constatación del deseo y el placer
ajeno, o la sumisión.
Con quince, ya había probado hacía rato el alcohol, la
marihuana, la cocaína y el LSD. Comenzó a consumir con
periodicidad. La madre, por su parte, tuvo que ser internada dos
veces por algún exceso con la medicación que recibía.

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Lagunas

En el tercer año de la escuela secundaria, su conducta, desde


siempre avasallante y cautivadora, comenzó a volverse irregular y
agresiva. Su rendimiento académico había desmejorado
notablemente, pero fue capaz de terminar el año sin fallar
ninguna materia. En el verano, sin embargo, despertó una
mañana y destruyó todo lo que encontró a su paso y golpeó a la
madre hasta dejarla inconsciente.
La internación en el establecimiento psiquiátrico duró
catorce meses. Martín respondió favorablemente al encierro y
los medicamentos, pero fue su madre, que luego de su
recuperación de los golpes en el hospital no salió durante meses
de la casa, la que no autorizaba a que se le diera el alta. Durante
el “tratamiento”, Martín leyó como nunca antes y comenzó a
escribir lo que constituirían los borradores de sus primeros
libros. La certeza que lo invadió a lo largo de esos meses fue la de
que él nunca iba a poder tener un trabajo normal, así que debía
ser capaz de usar a la gente adinerada que lo rodeaba para evadir
el infierno de la gente común.
Cuando salió del internado, todavía con la prescripción de
risperidona y fluoxetina, Martín fue a vivir con un viejo amante
de la secundaria, algunos años mayor que él. Si bien seguía sin
preferir a los hombres frente a las mujeres, entendió que en un
mundo donde los hombres continuaban estadísticamente
generando más dinero y ocupando puestos más jerárquicos, era
más conveniente apoyarse en ellos.
Luego de terminar la secundaria en un instituto acelerado,
cursó filosofía en la universidad, aunque no la terminó. Sin
embargo, en el mundo del arte sus conocimientos, mediocres
para la vida monástica de una carrera académica, le permitieron
sobresalir rápidamente. Sin haber realizado ni una obra, se
convirtió en una celebridad menor en el circuito artístico de la
capital. Durante algunos años fue moviéndose entre las lianas de

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Lagunas

diversos amantes y casas de amigos ricos, hasta que –aprobada la


ley de casamiento entre personas del mismo sexo– comenzó a
buscar un hombre que le proveyera estabilidad. Al poco tiempo
se casó con Mariano (en la fiesta, por capricho de Martín,
proliferaban los productos y el logo de los chocolates M&M) y
pudo comenzar a escribir su primera novela sin preocupaciones
que lo distrajeran.
Al casarse, Mariano poseía varias empresas, todas
relacionadas con la tecnología, pero la más importante la fundó
después. Su core business era la criptología informática y fue la
que desarrolló los algoritmos estándares de encriptación para las
impresoras 3D. Estos algoritmos permitieron el control de
derechos de autor para los archivos que contenían la estructura
de los objetos a fabricar; al principio, cuando fueron descifrados
los primeros algoritmos, la piratería comenzó a volver peligroso
el potencial de las impresoras 3D para las compañías que creaban
los productos. Mariano combinó un buen algoritmo de
encriptación (una variación del algoritmo de McEliece, que no
es vulnerable a la aplicación del de Shor, en computación
cuántica) con un chip de desencriptación desarrollado de modo
tal que impedía la ingeniería inversa: cualquier intento de
desmantelar el chip lo autodestruía. Por este motivo, lo
llamaban bromeando el “algoritmo de Schrödinger”, a pesar de
las diferencias del caso. La aceptación casi unánime tanto del
algoritmo como del chip de Mariano lo convirtieron, a medida
que la industria de la impresoras 3D crecía, en el dueño de unas
de las empresas más poderosas del mundo de los negocios.
Cuatro años más tarde, Martín publicaba su primera
novela. Poco importaba la novela: ya hacía tiempo que venía
haciendo fiestas y pagando vacaciones a los críticos más notables
del país, quienes al salir el libro llenaron los medios de textos
favorables, temerosos de qué podría suceder con este monstruo,
que ya lo poseía todo, en caso contrario; además, Martín

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Lagunas

siempre había afirmado que los críticos se movían con la misma


lógica que todo apostador respecto de los nuevos autores: si una
gran mayoría estaba apostando a algo, siempre convenía nadar a
favor de la corriente. Nadie quería ser el que había desautorizado
a una futura estrella. En cualquier caso, él conjugaba de modo
único su innegable talento con una gran capacidad para la
gestión. Sus novelas, de ahí en más, eran un éxito antes de ser
publicadas. Antes, incluso, de ser escritas.
Luego de la edición de su tercer libro, Martín y Mariano se
divorciaron en un juicio express: la patente del algoritmo y el
chip eran posteriores al casamiento y ambos sabían que lo que
Martín podía exigir era absurdo. Tan sólo se quedó con lo que
una decena de generaciones de una familia podrían haber usado
para vivir algo lujosamente.

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Lagunas

5. Diarios de viaje

Cuando volvían de la fiesta, Ève estaba muy callada y él le


preguntó si se sentía bien. Tardó un poco en responder,
mientras miraba las montañas a través de la ventanilla del
acompañante. El LSD seguía activo en ambos, a pesar del
amanecer ya casi consumado. Luego de un rato, dijo que sí, que
la conversación con Martín le volvía una y otra vez a la cabeza. Él
estaba agotado, pero muy despierto. Recordó el diálogo. Ève
había dicho que el matriarcado realmente existió, cosa que
Martín negaba: argumentaba que era sólo una etapa teórica en
un modelo de la humanidad caduco. No hay ningún registro
confiable, agregó.
–Nunca hubo realmente un registro confiable en antropología
–dijo ella, quebrando el nuevo silencio que se había formado en

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Lagunas

el auto y él se preguntó si estaba pensando en voz alta o si sus


mentes estaban sincronizadas.
Al decantar el asombro, le pidió más precisiones. La
respuesta otra vez se demoró en llegar. Sí había material, dijo,
pero nada sistemático. Hablaba sin apartar la vista de la
ventanilla. En sus pausas comenzaba a sugerirse algo, una
resistencia extraña, como si hubiera un componente de
confesión en lo que no terminaba de decir. Por ejemplo,
continuó, acá mismo hubo una tribu que habitó la zona alta en
esa latitud de la cordillera. Hay registros. Esto es lo que estudio
ahora. Una nueva pausa. ¿Quiénes eran?, preguntó él. Va a ser
largo. La miró con interés y Ève pareció relajarse.
En 1549, tres años antes de que Francisco de Villagra llegara
por primera vez hasta lo que se convertiría en esa ciudad, el
gobernador español del lado oeste envió una misión reducida,
diez hombres, para reconocer el área. Los resultados no fueron
los esperados. Sólo uno sobrevivió y su narración nunca pudo
ser verificada: el juicio, fundado menos en el estado demencial
del retornado que en la necesidad de un culpable, fue breve. El
veredicto había sido escrito días antes de su regreso y un espacio
en blanco esperaba los nombres de los acusados. Su cuerpo
colgante aplacó la ira del Virrey, cuya indignación por la pérdida
de material humano sólo podía ser calmada con otra pérdida
purificadora. Entre las pertenencias del efímero sobreviviente de
la expedición, Diego de Flores, se encontraba un diario que
había sido comenzado por el capellán de la travesía, Vicente
Salvá, y más tarde, en una parte menor, continuada por de
Flores.
Según refiere la parte redactada por el clérigo, luego de
cinco semanas de ascensos prolongados y algunos llanos
pasajeros, el grupo tuvo su desafortunado encuentro con la
tribu. Las guardias habían sido eliminadas, porque creían estar
en la soledad de la montaña, y el campamento sufrió una

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Lagunas

ofensiva durante la noche. Sólo cuatro fueron llevados como


prisioneros al emplazamiento de sus atacantes, que era sin dudas
momentáneo: nada podía ser permanente a esas alturas y bajo el
clima terrible que con frecuencia azotaba el área; la única opción
era la movilidad. Salvá llamó a esta comunidad Kawésqares, pero
no dejó ninguna referencia de dónde obtuvo este dato. Sólo un
estudio apenas posterior sugiere la existencia de una población
con un nombre similar, pero sin las características que luego se
detallan. Los que evitan atribuir todo lo que sigue a la pérdida
de cordura de sus narradores conjeturan que esta reducida
civilización fue sepultada por lo inhóspito de la geografía; son
los menos, dijo Ève, los que creen posible que todavía subsistan
entre el hielo y el viento.
Las siguientes cinco jornadas, los españoles permanecieron
atados a la intemperie mientras observaban cómo los
compañeros que no resistieron aquel ataque nocturno eran
faenados y cocinados. Las partes remanentes de ellos,
abandonadas sobre el hielo ubicuo y cocinadas el próximo día.
Sin embargo, ni lo siniestro de este espectáculo pudo eclipsar el
hecho de que, con cierta dificultad, Salvá entendió que la tribu
estaba enteramente constituida por mujeres. La demora en llegar
a esta conclusión obedecía no tanto a el tamaño y musculatura
de los miembros de esta sociedad, mucho mayores que las
europeas, sino por sobre todo a sus voces: eran graves,
demasiado graves incluso para sus anatomías, y -según refiere-
parecían brotar “de un lugar erróneo, exterior a sus cuerpos”.
La fogata alrededor de la cual estaban atados servía a los
salvajes para no perder el control sobre los españoles y a éstos
para no morir de frío. Al final de la quinta noche, presenciaron
un rito que acabó con la mitad de los sobrevivientes.
Cinco cosas (es la palabra que usa el narrador) atadas cada una a
tres palos que formaban una cruz de doble estipe, con los ojos
quemados en algunos casos, removidos en otros, fueron traídas

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Lagunas

al círculo alrededor del fuego. Las piernas y los brazos no


correspondían a los troncos en los que estaban insertos: bien
podrían haber sido los miembros de bebés adheridos a cuerpos
lastimosamente adultos. Por su desnudez supieron que eran
hombres; por los rasgos, que no pertenecían a la inmaculada raza
europea. Pero lo que horrorizó al clérigo fue advertir, bajo la luz
anaranjada y cambiante del fuego, que estos hombres no sólo
babeaban y sonreían sin dientes, en un júbilo inexplicable, sino
que sus penes se alzaban en una erección perfecta, monstruosa y
perpendicular. Lo que sucedió a continuación ya era previsible.
Los seres fueron arrojados al piso y algunas de las mujeres,
mientras bailaban y gritaban de modos inhumanos, los
montaban en serie, cambiaban de uno a otro, se enredaban entre
ellas, volvían a montarlos, volvían a bailar. Salvá notó que
algunas de ellas estaban embarazadas. De tanto en tanto, las que
parecían ser sacerdotisas vertían líquidos en las bocas de los
monstruos sonrientes que yacían en el piso, gimiendo y agitando
sus extremidades atrofiadas como alas de un insecto enfermo.
No pasó mucho hasta que uno de los españoles comenzó a
convulsionar para, minutos más tarde, “no morir sino ser
abandonado por la vida”. Cuando los primeros rastros del nuevo
día aparecieron, tanto los hombres horizontales al piso como las
mujeres que los poseían sin tregua seguían ejecutando sus roles
con una intensidad que no disminuyó con el paso de las horas.
Si bien el auto avanzaba por la ruta, él no la veía: su mente
podía distinguir con claridad la noche y el hielo distantes en el
tiempo, la fogata y los ritos, los gritos que se perdían en la
montaña. Giró hacia Ève. Su voz ronca y dulce seguía en el aire,
pero la boca no se movía. Continuó mirándola algunos
segundos, mientras la sorpresa crecía.
–¿Estás hablando?
Ella lo miró extrañada. ¿Qué? Él se disculpó. Por favor, seguí.
Ève sacudió la cabeza. La voz y la narración volvieron.

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Lagunas

El religioso despertó cerca del mediodía. No había ya


guardias. Otro de los miembros de la misión yacía muerto a su
lado: ambas piernas habían sido removidas y la sangre describía
una serie de senderos irregulares en la nieve. El cuerpo del que
había convulsionado ya no estaba. Tampoco los hombres ciegos
en el piso.
No pasó mucho hasta que el clérigo notó que, al extraer el
cuerpo del español muerto, no habían sujetado bien las sogas. La
ausencia de guardias permitió que él y de Flores se liberaran con
facilidad. Todos estos eventos, así como por supuesto los
precedentes, pudieron ser escritos luego de la fuga de ambos,
como refiere el diario. La última descripción que pertenece al
religioso parece ser, quizás, la que más le costó poner en
palabras. Abundan las tachaduras y las repeticiones, la aclaración
de aclaración. Según puede reponerse de ese caos de palabras,
mientras atravesaban con sigilo las pocas tiendas que los
separaban de la ladera de la montaña que llevaba nuevamente al
oeste, observó una cuyo tamaño era mayor al del resto. Por sus
lados se entreveía el interior y lo que pudo divisar lo inquietó. Si
bien temía por su vida y la de su compañero, decidió demorarse
unos minutos para comprobar o refutar lo que con horror creía
haber visto. Una breve inspección confirmó esa ojeada inicial: en
la tienda podían distinguirse desde bebés hasta niños cercanos a
la adolescencia, todos varones, cuyos brazos y piernas estaban
entablillados y vendados, con los ojos violentados y, al igual que
los adultos de la noche anterior, atados a maderas del mismo
modo en el que a las plantas se les adjunta un tutor. El párroco
afirma haber querido salvar a uno de los niños, “al menos uno”,
pero de Flores, con una lucidez que pronto perdería, lo impidió.
“Moriría en el camino”, es la última línea que Salvá escribe,
adscribiéndosela a de Flores. Prólogo a cederle la palabra en el
diario.
Ève agregó que de de Flores no es posible colegir ninguna

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Lagunas

información de valor. No provee datos sobre la muerte de Salvá


y esta laguna sólo parece hacerlo más digno del castigo que lo
esperó a su retorno, porque en la larga expedición el alimento
escaseaba y era razonable conjeturar cómo sobrevivió. Un detalle
interesante es que de Flores, al regresar al campamento español,
afirmaba que Salvá estaba ahí, a su lado. Creyeron que fingía
locura, pero al leer el apartado que le corresponde en el diario,
constataron que había perdido completamente la cabeza.
Ève continuó indicando que las referencias más similares a
una tribu de estas características, hasta lo que ella sabía, aparecen
en los reportes de otra expedición, en este caso del lado este,
desde una latitud inferior y liderada por portugueses. En ellos, se
describe una tribu llamada “Quescres”. Habitaba aquellas altas
cumbres, pero más al norte, y, según el breve relato, “no había
diferencias entre hombres y mujeres”, lo que podría indicar o
bien que el relato de Salvá y de Flores erraba el género o bien que
los portugueses no advirtieron que eran mujeres. Estos
peninsulares corrieron mejor suerte que sus vecinos, pues sus
armas amansaron rápidamente las veleidades caníbales de los (o
las) salvajes. No hubo hombres monstruosos entablillados, pero
dado que atraparon a los agresores cuando estos trataban de
emboscarlos, tampoco conocieron el campamento del que
provenían. De cualquier modo, si bien no hubo horror, sí
existió la excepcionalidad. La segunda noche, mientras todavía
decidían qué utilidad podrían tener estos animales, uno de los
miembros de la expedición comenzó a mostrar un
comportamiento irregular. No deliraba, no padecía problemas
motrices, pero sin embargo su discurso exhibía una innegable
alteración. Se encontraba describiendo su casa natal en Setúbal,
cuando su interlocutor notó que las oraciones comenzaron a
volverse infinitas, las subordinadas parían nuevas subordinadas
con más y más coordinantes y al cabo de un minuto era
imposible saber de qué hablaba. Cuando se le indicó la rareza de

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Lagunas

su discurso, se disculpó y añadió que los recuerdos eran muy


vívidos, que ése era el motivo de su prolongado discurso. Todos
creyeron que había sido un incidente aislado; el resto de la noche
probaría que estaban equivocados. Cada vez que comenzaba a
hablar, el resultado era el mismo, los detalles se apilaban uno
sobre otro, adjetivo sobre adjetivo, subordinada sobre
subordinada, construyendo una muralla más allá de la cual se
escondía el sentido mismo de por qué había empezado a hablar.
Finalmente confesó. Había bebido una cantimplora de los
cautivos, cuyo olor penetrante le recordaba al alcohol hace tanto
tiempo ausente. El problema, dijo, es que estaba todo al alcance
de la mano. La memoria, de golpe, no era más una red
imperfecta con la cual se retenían sólo fragmentos del pasado,
sino que ahora cualquier cosa que mentara se hacía presente.
“Puedo verlo”, afirmaba, “como os veo a vosotros aquí, ahora;
puedo voltear mi mirada y mi alcoba de Setúbal está completa,
puedo mirar por mi ventana; puedo olerla”.
Si bien nunca volvió completamente a ser el mismo, su
salud no pareció afectada y al constatar esto otros miembros de
la expedición probaron el brebaje, con resultados idénticos. La
mayoría, al igual que el primer catador involuntario, terminó
pasando la noche en vela y soledad luego de algunos diálogos
truncos con sus compañeros. Todos afirmaron haber
entendido algo, pero ninguno fue capaz de explicar de qué se
trataba.
Ève agregó que no era importante lo del brebaje, pero la
similitud con el otro clan volvía menos improbable el primer
relato. El nombre, el lugar, indicó. ¿Cuántas tribus con un
nombre tan similar podían vivir en la montaña? Ni siquiera es
normal que haya comunidades en las alturas.
Él no contestó. El LSD le estaba dando dolor de cabeza.
Apareció al costado de la ruta el complejo de cabañas, Óscar
levantó la barrera y entraron.

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Lagunas

Ya en la cama, mientras Ève se movía encima de él, cerró los


ojos y percibió el olor de la leña quemada en alguna estufa o
parrilla de las casas cercanas. Se imaginó atado a un poste y la
erección cedió. Un dolor de cabeza. Ève dijo que ella se sentía igual.
Tomó una analgésico y una pastilla para dormir. Él sólo la
primera. Fue al baño.
Dejó correr el agua de la ducha hasta que tomó temperatura
y entró. Por la ventana podía verse un árbol. La primavera ya
había completado su trabajo sobre él y las ramas estaban
cubiertas de hojas verdes que, entre el sol de la mañana y la
droga, brillaban con una intensidad que nunca había visto antes.
En una rama apareció una ardilla llevando un hueso de bife:
probablemente lo había robado de alguna bolsa de basura en el
complejo. Sostenía el hueso con ambas manos y lo deshacía con
una velocidad fabulosa. Él se preguntó si sería la misma ardilla
que había atacado a la liebre. Pensó que quizás con el brebaje de
los Quescres lo recordaría.

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Lagunas

En el tren

Va a dar clases a la universidad, al igual que otros dos días por


semana. Viaja en el tren del sur, el tren de las ocho y veinte. El
hijo de la mujer detrás suyo le patea el respaldo cada tanto. No
recuerda quién le había dicho semanas atrás que no debía pensar
más en el pasado, pero quizás haya sido un sueño. Era fácil
cambiar el pasado, cambiar una ficción por otra. La
probabilidad de que algo se repita tan sólo es la prueba de que él
es siempre el que está ahí. El tren se detiene entre estaciones y a
medida que pasan los minutos la gente se mira entre sí, busca
respuestas en los rostros de los otros. No es raro, mientras
trabaja en su computadora, que se dé vuelta para decirle algo,
pero ella ya no está. Después de los partidos de fútbol, todos
toman Gatorade o cerveza en el bar del complejo donde están las

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Lagunas

canchas. Conversan, liderados por Ariel, de los resultados en las


ligas profesionales, de algún detalle del partido que acaban de
jugar, de los programas con vedettes, modelos y personajes
decadentes en los shows que se emiten por Internet. Él, que
desconoce a todas las personas que nombran, se sorprende de
que puedan hablar tanto. Ni siquiera entiende qué están
buscando al decir lo que dicen. No está seguro de sus recuerdos.
Esa persona que en su recuerdo viaja en tren, ¿ya había llegado a
la casa semi vacía, ya había encontrado la carta de Victoria? Eso
modifica completamente a la persona recordada y, sin embargo,
no puede estar seguro de cuál de las dos es. Cada vez hay más
basura a los costados de las vías. Una paloma se estrella contra la
ventana y el susto casi lo hace saltar del asiento. Recuerdos, los
habitantes más estables de su consciencia. Victoria le dijo que
tenía que decidir entre su pasado o ella. Nunca vio nevar. La
carrera de bibliotecología fue tan aburrida como esperaba.
Aunque tal vez ese día no sea el de las ocho y veinte, de tanto en
tanto se despierta tarde o demora en salir y empieza las clases
unos minutos después. A nadie parece importarle, de cualquier
manera. Ese día había sucedido el primer gran atentado, contra
el Banco Central. Los recuerdos invierten el curso del tiempo.

63
Lagunas

6. Nobel

Ève abrió la jaula y acarició a Colia. El movimiento del auto


asustaba al animal, pero el contacto con la mano humana
mitigaba ese temor. Según había dicho la veterinaria, era crónico
y genético: los riñones. Debían intentar que tomara mucha agua
y darle un alimento especial que, por una cuestión práctica,
Cloto también comería; lo cual era bueno, porque los machos
-según afirmaba la médica- son bastante propensos a los
problemas renales. El diagnóstico necesitaba una confirmación
con estudios de sangre, pero la veterinaria parecía convencida de
cuál sería el resultado. Mientras se aproximaban a la casa, él se
debatía con una confusa mezcla de emociones: por un lado,
haber confirmado su temor a que algo le sucediera a la gata; por
el otro, una particular sensación de victoria sobre Ève: hacía días
que aseguraba que la gata estaba bien y que no había de qué
preocuparse.
Cuando llegaron, Cloto estaba más animado que de

64
Lagunas

costumbre. Pensaron que quizás lo sorprendía tener toda la


cabaña para él. Soltaron a Colia y ambos animales se trenzaron
instantáneamente en una pequeña pelea, a modo de saludo. Él
los miró fascinado por los giros, los saltos y la habilidad de
asestar golpes sin que hubiera daño alguno. Ève se acercó por
detrás y lo abrazó. Por momentos, veía en el amor de él por la
gata blanca el sustituto de la vehemencia que parecía incapaz de
demostrar hacia ella. El celular sonó.
Del otro lado de la línea se escuchaban palabras apenas
articuladas y, con más claridad, un llanto desolador. Era Martín.
En el confuso conjunto de sonidos que se manifestaron, lo único
que Ève entendió era que Philipp se había ido. Pedía que fueran
a verlo ya mismo. Ella tapó el teléfono y le explicó qué pasaba; él
hizo un gesto para cederle la decisión. Ève dijo que en una hora
estarían en el hotel.
Al llegar, pidieron comunicarse con la habitación de Martín
pero el recepcionista les dijo que el señor Ludwig los esperaba en
los baños turcos y les ofreció ropa “adecuada” que el señor había
mandado a comprar para ellos. Declinaron la oferta y fueron
hacia los baños, que se encontraban en el subsuelo del complejo.
El encargado aceptó que ingresaran sin la vestimenta
conveniente, pero les exigió que se quitaran el calzado y, con
lucidez, sugirió que se despojaran de la mayor cantidad de ropa
posible. Así, ella ingresó con remera y jeans y él sólo con el
pantalón. Luego de una serie de cuartos intermedios, dieron con
Martín, quién tenía una toalla en su cintura. Sonrió al verlos, su
pelo rubio completamente húmedo hacia atrás.
–¡Hola! ¿Por qué no usaron la ropa que les dejé?
–¿Qué pasó con Philipp? –preguntó Ève.
–Ah, sí, él –bebió un trago de su Martini y les extendió otros dos
que esperaban a su lado –tomen, que me costó bastante que me
dejaran meterlos a los baños –ellos aceptaron–. Philipp. Se fue, sí.
–¿Del país?

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Lagunas

–No, no, para nada. Se fue a escalar. Vuelve en unos días.


–¿Pero estás bien? Se te escuchaba muy angustiado.
–Sí, sí, bah –se acomodó la toalla–, no era angustia. En realidad,
no sé qué es.
–¿Hubo una pelea?
–No, en absoluto. Es que cuando él no está... no sé, cómo
decirlo. Es que cuando no está no sé en qué está pensando.
Martín no esperó respuesta, cerró los ojos y se acostó sobre
los escalones de madera. Ellos lo miraban y Ève, ante la certeza
de no ser percibida, se acercó y le dijo al oído: vamos, veamos qué
pasa. El calor ya era difícil de soportar y le dijeron que lo
esperarían en la recepción y que por favor no tardara. Martín
abrió los ojos. Dijo que se daría una ducha y que en minutos
estaría con ellos. Pidan en el bar lo que quieran.
El barman aparentaba reconocerlos, aunque era probable
que fingiera esa naturalidad con todos los clientes para abultar
las propinas. En este caso, ignoraba que las propinas no
correrían por cuenta de ellos, pero le habrían dado una decente
dado el trato. Él pidió bourbon y ella un gin tonic. Un grupo de
señoras a su lado hablaban en francés, con ese modo enfático
con el cual los franceses se comunican. Ève le explicó que
hablaban de un atentado en Roma.
Martín apareció media hora y dos tragos más tarde. Tenía el
pelo seco, con su peinado habitual y estaba de traje gris, camisa
negra y corbata. Sonrió con su sonrisa estudiada y perfecta y los
abrazó, como si no se hubieran visto hacía apenas un rato. Pidió
un Old Fashioned.
–Les tengo una sorpresa.
Lo miraron, pero ninguno atinó a preguntar nada.
–En un rato, va a bajar el premio Nobel de literatura y nos
vamos a sacar unas fotos.
–¿El premio Nobel? –preguntó él.
–Sí. Lo invité yo.

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Lagunas

–¿Va a dar una conferencia?


–No, sólo vino porque le pagué todo. Le dije que le iba a hacer
una entrevista, pero eso ni importa.
Ève le preguntó si era Vladimir Putin.
–¡No! –rio Martín– Putin lo ganó hace dos años. Je. Ya a nadie le
importa el Nobel, por supuesto –terminó su Old Fashioned de
un trago y su sola mirada al barman fue suficiente para que éste
empezara la preparación del reemplazo–. No, no es Putin. Es
Corredor. Benjamín Corredor. Es argentino. Como desde
Borges había resentimiento por no dársela a un argentino, se la
terminaron dando al gordo. Es buen tipo.
Ni Ève ni él habían escuchado nunca hablar de ese tal
Corredor. Se lo dijeron.
–Es algo que viene pasando con el Nobel. Como con todos los
premios, en realidad, ahora lo importante no es tanto el pasado
sino el futuro, qué va a resultar del premiado luego del premio.
Aunque me parece que acá se equivocaron, porque mucho
futuro no le veo. Es un tipo que se supone es de izquierda; es
decir, de esos intelectuales que sólo leyeron por lo menos una
parte del libro I de El Capital. Lo cual es razonable: es imposible
seguir siendo de izquierda si uno lo lee un poco más,
probablemente por el peligro de suicidio que supone ahondar
en esas estupideces. Como la mujer de Corredor, que se mató
hace diez años –sacó un espejo plegable del bolsillo y se arregló el
pelo–. Habiéndolo leído al tipo, no la culpo.
El trago llegó. La francesas que hablaban del atentado en
Roma se alejaron, tambaleando.
–Es bastante tonto, pero simpático. Tiene esa cosa solemne del
siglo XX, que la academia sueca sigue celebrando, donde se
confunde lo triste con lo profundo; a lo decadente con la
denuncia, como si la afirmación de la mediocridad pudiera,
performativamente, minimizarla. Siguió la línea esa de novelas
deprimentes francesas que resistieron al cambio de siglo, sin

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Lagunas

acción pero con mucho diálogo, como para aparentar polifonía.


Sus personajes, estereotipos inverosímiles que gatean en una
prosa densa e irregular, se la pasan tirando teorías con
sofisticación de Wikipedia. Se hizo famoso con una novela
semiapocalíptica. Novelas “de la memoria”, o sea, masturbación
académica. Desde que murió su mujer que no publica –Martín
miró a uno de los recepcionistas, que lo buscaba –. Perdón, ahí
vengo.

Cuando Martín se fue, él le dijo a Ève que quería volver a la


cabaña, prefería estar con Colia que seguro seguía asustada luego
de la veterinaria. Además, estaba algo irritado por la trampa que
les había montado. Recordó por primera vez la escena en el baño
la noche de la fiesta y, aunque no le parecía buena idea
contárselo a Ève, el recuerdo lo enojó aún más. No quería estar
ahí. Ève lo miró sonriente. Le agarró la mano y dijo que si
juzgaba así a las personas nadie iba a satisfacer sus expectativas.
¿Qué podían perder quedándose? Era cierto, Martín no era
confiable, era engañoso; pero también era divertido y más
divertido era todo lo que construía a su alrededor. El mundo
sería mucho mejor sin personas como Martín, era cierto, pero
también probablemente sería muy aburrido.
Martín volvió al cabo de unos diez minutos,
emocionadísimo. Está yendo al salón. Sonreía y caminaba
nervioso de un lado al otro.
–¿Pero si no le vas a hacer una entrevista, para qué lo invitaste?
–le preguntó él.
–Sos inocente, ¿no? Me gusta, me gusta –se le acercó y le
acomodó el pelo–. Sos bastante lindo también, eh. Bien por vos,
Ève –los miraba lleno de entusiasmo–. ¡No! ¿Para qué lo voy a
invitar? Mi nueva novela sale en un mes. Me viene bárbaro una
foto con él. Mañana la mando con la nota, que ya tengo escrita,
a varios diarios. Y al gordo depresivo... bueno, supongo que un

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Lagunas

poco de compañía humana no le viene mal. Tendrá los ocho


millones de coronas suecas, pero supongo que ni debe saber
cómo pedir un boleto de avión. ¿Las montañas son lindas, no?
Mejor que la fluoxetina seguro. Vamos, fue fácil invitarlo,
seguramente muy ocupado no estaba. Ya está en el salón,
vayamos.

El salón difería mucho de lo que habían visto en la fiesta.


Las mesas estaban agrupadas de forma regular y parecía más un
restaurante. No había luces ni bolas de espejos y sólo el pianista
frente al ventanal proveía algún sonido al ambiente.
Corredor los esperaba tomando un whisky. Estaba vestido
con una remera y unos jeans negros, gracias a los cuales era casi
imperceptible en la oscuridad. Al acercarse, vieron que tenía una
calva avanzada y canas en el pelo restante, nariz aguileña y ojeras
profundas. Como Martín les había adelantado, era bastante
gordo, pero no únicamente por la panza prominente sino
también por esa hinchazón propia de algunas personas a las
cuales parece que su propia tristeza las hubiera inflado desde
adentro. Aparentaba unos sesenta y cinco o setenta años, pero
era posible que fuera más joven.
Al llegar a la mesa, el Nobel tardó bastante en levantar la
mirada. Martín sonreía como si fuera un anuncio televisivo,
pero Corredor a duras penas hacía foco en una superficie.
–Señor Corredor, soy Martín Ludwig –estiró la mano–. Es un
placer inmenso conocerlo finalmente. No puedo creer que
frente a mí está el escritor que más he leído desde mi juventud.
–Lo lamento –contestó.
Martín río larga y exageradamente.
–No esperaba nada menos corrosivo en su humor, señor
Corredor. Como en sus novelas. ¿Podemos sentarnos?
Corredor siguió con la mirada fija en donde estaba Martín
hacía unos segundo, inmutable al cambio de posición de su

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Lagunas

interlocutor, que no dejaba de sonreír. Se distribuyeron a los


lados del Nobel en el asiento de cuero que formaba una
herradura alrededor de la mesa.
–¿Llegó bien, fue bueno el vuelo?
–¿Cómo? –contestó luego de unos segundos de ignorar que la
pregunta se dirigía a él.
–Si tuvo un buen vuelo.
–Sí, creo que sí. No lo recuerdo. ¿Por qué me lo pregunta?
¿Trabaja en la aerolínea usted? Con ese traje ridículo, podría ser.
Martín estalló de nuevo en risas y le apoyó su brazo
alrededor de la espalda. Bastó ese movimiento mínimo y el
contacto para que fuera claro que él iba a ser quien dirigiera
todo lo que sucediese de ahí en más. El Nobel cabizbajo pareció
entenderlo de inmediato. Pidió otro whisky y Martín se aseguró
de que llegara rápidamente.
Al principio, Ève y él callaban. Sin embargo, ella comenzó a
dirigirse a Corredor con afirmaciones sutiles sobre temas
intrascendentes y progresivamente Corredor fue mostrándose
más cómodo. No era la primera vez que él veía esta capacidad en
Ève, pero sí la primera donde le quedaba tan claro: casi como si
fuera lo opuesto de él, Ève parecía moverse en los contextos
sociales entendiendo a la perfección aquello que el guionista
necesitaba de su papel. No sólo sentido de la ubicación. Era
sentido de la interacción social misma que, en tanto máquina,
respondía a reglas precisas que ella captaba con exactitud.
Corredor pidió disculpas por su inglés, Hablo inglés del Medioevo,
bromeó.
Martín sonreía y en su sonrisa, mientras ambos observaban
la interacción del Nobel con Ève, fue evidente que los había
invitado exactamente para eso. Sabía que no iba a poder manejar
la situación y, mucho antes que él, Martín había entendido la
profundidad de las habilidades sociales de Ève. Además, era
manifiesto que ese hombre se sentía más cómodo hablando con

70
Lagunas

una mujer. En medio del diálogo, el fotógrafo llegó.


–¿Qué es esto? –preguntó Corredor.
Martín no respondió y lo abrazó. Los flashes cegaron a
todos por uno o dos minutos. Luego se levantó y revisó el
aparato junto al fotógrafo. Ambos conversaban preocupados.
En todas las fotos, la cara del Nobel se veía desorbitada, perdida.
Estaba demasiado borracho y eso no servía. Martín se excusó y
dejó la mesa. Ève fue al baño. Corredor y él pasaron unos
minutos sin decir nada. Comenzó a sentirse incómodo con el
silencio sólo matizado por la melodía repetitiva del piano. Luego
de un rato preguntó:
–¿Está trabajando en algún...?
–Señor –dijo Corredor– a usted no le gusta hablar. No le gusta
hablar y lo respeto. Entiendo que de algún modo hay que tapar
a este involuntario parodista de Keith Jarrett, pero no tiene
mucho sentido hablar. A mí tampoco me gusta hablar. Me
gustaba escribir, pero nunca me gustó hablar. Menos ahora.
Antes, por lo menos, cada tanto decía algo inteligente. Ya ni
recuerdo la última vez que dije algo inteligente. ¿Cuánto tiene
que pasar sin que uno diga algo inteligente para poder,
finalmente, determinar que uno es estúpido? Yo siempre me
sentí estúpido, pero cada tanto era capaz de decir algo
inteligente. Ya no. ¿Y cómo puede uno entrenarse para decir
algo inteligente? Si uno quiere correr rápido, si uno quiere tocar
bien el piano, es seguro que corriendo o tocando el piano va a
hacerlo mejor. ¿Pero cómo se puede entrenar para tener un
pensamiento bueno? Ni siquiera importa cuánto uno lea. Si uno
lee cosas inteligentes, a lo sumo podrá citar cosas inteligentes,
pero no pensarlas. Hace años que algo se apagó en mí y hablar
me aburre: no puedo decir nada que me interese. Puedo
escuchar, eso sí, pero convengamos en que la gente tampoco
suele ser un manantial de maravillas.
–En realidad –continuó–, incluso antes de que dejara de escribir

71
Lagunas

eso fue así. Nunca había estado satisfecho, nunca me pareció que
nada de lo que hacía valiera la pena. Pero vinieron los críticos y
armaron algo, inventaron una historia. Al principio me sentí
feliz, por supuesto, pero al final entendí que los críticos me
mantuvieron vivo para hablar sobre mí. El verdadero escritor
nunca fui yo. Soy un personaje en una novela colaborativa que
escribieron un puñado de críticos. Ahora me dan el Nobel.
¿Qué mierda puedo hacer con esa plata? No sé ni siquiera a
dónde donarla.
Martín volvió y le dijo algo al oído. Corredor giró, apático,
mientras líneas de polvo blanco eran construidas sobre la mesa.
Le dio un tubo y Corredor inhaló dos de ellas. Martín bromeó
sobre las aspiraciones literarias y el Nobel, por primera vez en la
noche, realizó un gesto que podía, con un poco de buena
voluntad, entenderse como una sonrisa. Ève llegó mientras
nuevos tragos lo hacían y, por el lapso de unos minutos, todos
en la mesa se relacionaron con una fluidez que había estado
ausente hasta el momento.
Minutos más tarde, el fotógrafo volvió. Corredor miró a
Martín y, sonriendo, le dijo sos un hijo de puta, vos, mientras los
flashes volvían a bañarlos a todos. Martín lo abrazo y luego
verificó las fotos. Satisfecho, se sentó nuevamente y distribuyó
más líneas, que esta vez todos tomaron.
Quince minutos más tarde, Martín había desaparecido. El
pianista ya no tocaba y sólo ellos quedaban en el salón. Corredor
no detenía un monólogo monótono sobre la destrucción de
ciertos valores que, a su juicio, eran imprescindibles para el
funcionamiento de la sociedad. Ya no sonreía.

–Ustedes tienen algo especial. Son especiales. Lo puedo sentir.


Soy estúpido, pero todavía puedo sentir, ¿saben? Vos sos
hermosa, hermosísima y brillante. Recuerdo un romance que
tuve con una pelirroja, en la prehistoria. Y tu voz, sí, tu voz. Sos

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Lagunas

como un ángel. Y vos también... vos... bueno, vos sabés


escuchar. Cuidala, no la pierdas –algo bajó por su nariz y tosió un
par de veces–. Cuando ella se fue –continuó–, ¿qué más hubo?
No sé qué más. Ella. Después de cierto tiempo de estar con
alguien ya no existe esa frontera entre uno y el otro. Quiero
decir, ya no es alguien. Escucharla hablar era como si yo mismo
estuviera pensando, la sinapsis ya no estaba limitada a un sólo
cráneo; así como un panal es un organismo compuesto por
muchos suborganismos, nuestros cerebros formaban un órgano
complejo. No sé. Por eso mismo, cuando el objeto de tu afecto
desaparece, todos los movimientos mentales, incluso corporales,
hacia ese otro persisten sin ningún cambio. El cuerpo, la mente,
lo que mierda sea, no sabe que el otro no está más. En algún
sentido, todo sigue igual. Si el otro te deja, si el otro está ausente,
todavía queda la fantasía de que el amor es como una gravedad
invertida, cuya fuerza es directamente proporcional al cuadrado de
la distancia. Pero cuando el otro desaparece, ya no. No por lo
menos para mí, que no tengo el consuelo de creer en otra vida.
Me gustaría, pero uno no se puede forzar a creer. Simplemente
no funciona –Corredor tosió de modo profundo y, por un
momento, pareció que iba a desmayarse; se recuperó y
continuó–. Así que cuando el otro no está, cuando desaparece
por completo, queda algo. Queda, por así decir, el amor puro, el
amor sin el otro, sin la distorsión del otro, sin la interferencia del
otro, queda entonces claro que el amor siempre fue de uno. Que
el amor es tan sólo cierto movimiento de la mente hacia algo,
algo que nunca tuvo por qué existir.
Corredor se tambaleaba. Ève, en un reflejo oportuno,
propuso que fueran al jardín a tomar aire y todos estuvieron de
acuerdo; pudieron sostenerlo de los hombros mientras vomitaba
en un cantero.
Él giró la cabeza porque, a diferencia de Ève, era capaz de
soportar el sonido pero la imagen le revolvía el estómago.

73
Lagunas

Observó que el complejo se extendía unos cien metros más hasta


la ruta, donde una reja delimitaba la propiedad. Un movimiento
más allá le llamó la atención. No había mucha luz y estaba lejos,
pero fue claro que un grupo de personas, entre quince y veinte,
revolvían los contenedores de basura.

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Lagunas

En el tren

Va a dar clases a la universidad, al igual que otros dos días por


semana. Viaja en el tren del sur, el tren de las ocho y veinte.
Ahora ya no estudia más y por momentos siente que todo lo
que sabe es todo lo que sabrá. Las mañanas son una fantasía del
mundo laboral, nunca vivió de verdad una mañana. Su herencia
fue ver el ocaso de su padre. El tren y el flujo continuo de su
movimiento, la repetición de los caminos gastados. De niño no
existía el tiempo. Sin embargo, tampoco sabe si realmente piensa
en Victoria. Los otros a veces se le antojan como meros
argumentos en una función matemática narcisista cuyo
resultado es un sentimiento respecto de sí mismo. No le gustan
los gatos, los ve como perros enanos e indiferentes. Durante
meses, Ariel le reprochó que no le haya dicho nada en su

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Lagunas

momento sobre la muerte de su padre, de que no le haya dejado


estar en el entierro con él. Su única respuesta, que nunca dijo,
era que simplemente no se le había ocurrido hacerlo. Le gustaba
jugar al fútbol con su hermano. Si bien todos eran más grandes
que él, se las arreglaba para ser un buen defensor. Sale el sol. ¿Y si
sucediese de una vez por todas? ¿Y si el tren siguiera
indefinidamente, si todo de ahí en más fuera tren? La carta de
Victoria y su caligrafía regular, casi perfecta, las razones que ya
había escuchado una y otra vez. Trabajar en la biblioteca, la
repetición de los mismos actos: ésas son las columnas de sus días.
Siempre le decían que le faltaba una figura materna y él no sabía
qué decir: no era capaz de percibir una ausencia de algo que
nunca hubo. ¿Y si sucediese? ¿Y si el tren siguiera
indefinidamente? Su asiento se hunde y él sabe por el perfume
que ahora lo está compartiendo con una mujer. La voz del padre
comienza a ser una estructura más visual que sonora. Se fue
aquietando, a medida que los años pasaban y sus expectativas no
se cumplían, fue perdiendo impulso. ¿Quién era su padre?
Alguien tose sin parar detrás suyo. El frío en el vagón es
intolerable, parece incluso más frío que el exterior. Al entierro
de su padre no fue nadie. Al velorio él ya lo esperaba, pero al
llegar al cementerio el coche fúnebre tuvo que esperar más de
una hora hasta que pudieron reunir los empleados suficientes
para llevar el cajón al horno de cremación. El sol del invierno no
correspondía con el momento ni con las propinas que tuvo que
entregar a los que ayudaron a llevar a su padre hasta sus cenizas.
Suena la sirena de la locomotora y se reanuda la marcha.

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Lagunas

7. Corte

El primer corte de luz fue unos días antes del comienzo del
otoño. Él y Ève lo vivieron como un acontecimiento natural,
probable pero inesperado, del que no inferían mucha relevancia.
Fue una noche de velas que afortunadamente encontraron en el
armario. Emularon un ambiente romántico auspiciado por el
vino tinto y los primeros dos días fueron de esa clase de
momentos que mientras duran se recorren con la certeza de que
serán parte de la memoria, como si se vivieran ya recordándolos.
Durante esos días el sexo los desvelaba y la conversación en
la cama, los cuerpos transpirados desparramados sobre la
sábanas, saltaba sin ningún orden de reflexiones a anécdotas, de
confesiones a proyectos. Ève en un momento dejó de responder
y él se preguntó qué le sucedería. Afuera, dijo en un modo que
significaba una orden, y ambos, envueltos en sábanas, salieron al
patio trasero. Entonces él comprendió: el valle, sin la invasión de
las luces del complejo ni de la ciudad a un centenar de
kilómetros, explotaba (ésa fue la palabra que usó él más tarde)
sobre la mirada. En los árboles, en los cerros que enmarcaban la
vista, incluso en el agua, aparecía una iridiscencia para ellos
inexplicable. El cielo se dividía entre un área tan cubierta de

77
Lagunas

estrellas que se volvía difícil individualizarlas y otra nublada,


pero por algún motivo el área nublada era la que emitía más luz.
Los gatos salieron también y durante un momento sin tiempo
–nada tenía tiempo frente a ese extraño espectáculo de la
eternidad– los cuatro habitantes de la casa se perdieron en un
acto que amalgamaba la contemplación y la sensación de unidad
con lo contemplado.
Cuando unos días más tarde Oscar les contó que dos
artefactos habían hecho volar las líneas de distribución de
electricidad, ellos escucharon la noticia sin procesarla. Caía una
lluvia liviana y algo de frío se colaba en el auto. Oscar había
salido de su garita para contarles la noticia. Ellos, que volvían del
supermercado, le prestaron la misma atención indiferente pero
cordial que le daban a muchas de las noticias que él solía
comunicarles. Le agradecieron de modo mecánico y recién al
cabo de algunos metros ambos recibieron por fin el mensaje: los
atentados habían llegado hasta ahí. Si bien ni ellos ni nadie en su
entorno lo había explicitado, todos se sentían seguros en esa
zona: los atentados eran una cosa de las ciudades, como el
tráfico. ¿Por qué alguien iba a hacer un atentado en esa ciudad-
pueblo casi en los límites de la civilización? Lo extraño de las
ciudades alejadas es que ni siquiera caían bajo las acusaciones de
las prédicas ideológicas, a diferencia de núcleos urbanos:
ninguno de los crímenes de la civilización occidental tenían ni su
origen ni su perpetuación en estos reductos periféricos.
Ève, luego de un silencio, sugirió que sería un fenómeno
aislado, típica imitación provincial de lo que sucede en las
metrópolis. Bajaron del auto, con la llovizna no percibida sobre
el cuerpo, y él fue incapaz de agregar mucho. Le parecía
razonable la explicación de Ève, pero al mismo tiempo el hecho
no lograba articularse con su sensación general sobre los
atentados, que los adjudicaba a reacciones incontrolables, pero
esporádicas, de jóvenes de clase media-alta aburridos; por otra

78
Lagunas

parte, sólo las clases adineradas tenían impresoras 3D en esta


ciudad periférica. Por supuesto, sus pensamientos no intentaban
negar la importancia del asunto: sólo lo ponían en un contexto
similar al de los tiroteos en las escuelas de los países
desarrollados, esos que habían comenzado a suceder hacía
algunas décadas y los documentales para explicarlos habían
logrado multiplicar. No eran hechos que obedecieran a un
reclamo fácilmente reconstruible sino, en cambio,
manifestaciones idénticas de descontentos disímiles e
irreconciliables. Que el corte de luz de varios días se debiera a un
atentado empezaba a sugerir la posibilidad, improbable, de que
existiera algún tipo de organización que nadie había intuido
hasta el momento.
Entraron en la casa y la ceremonia de las velas había perdido
su gracia. Ève dijo que quería leer antes de que la luz solar
terminara de extinguirse y él bajó las bolsas del auto y las ordenó
en la cocina. Hacia la cena, ambos estaban notoriamente
intranquilos, hasta que a las diez de la noche, mientras él lavaba
los platos al resplandor de una vela, la luz volvió. Ninguno dijo
nada, pero este suceso menor detuvo la escalada de
pensamientos perturbadores que ambos venían incubando
desde la charla con Oscar. Esa noche el sexo fue especial,
cuidadoso, como si supieran o temieran que algo de lo que
venían dando por sentado no fuera tan sólido como suponían y
cada momento cobraba un valor distinto, único.
Los días siguientes tuvieron electricidad y, de a poco, todo
rastro de esa perturbación fue borrándose. Incluso la
temperatura volvió a ser agradable y pasaron algunas tardes en la
pequeña playa privada del complejo, tomando cerveza y
leyendo. Martín y Philipp comenzaron a visitarlos con cierta
periodicidad y algo similar al afecto fue formándose entre los
cuatro. La presencia de Martín a esa altura le era grata, pues le
permitía la comodidad del idioma materno, la recuperación de la

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Lagunas

certeza de que podía hacer afirmaciones más complejas que


aquéllas que su escaso inglés le permitía. La situación de la fiesta
ya estaba completamente olvidada. Cuando no venían a
visitarlos o no estaban en la playa, Ève trabajaba sobre su
investigación y cada vez más papeles e impresiones se
acumulaban. Él mientras leía en la escalera trasera, con Colia
ronroneando sobre sus piernas. Eventualmente, hacía pausas en
las que su vista vagaba en los árboles, las ardillas, las liebres, los
gavilanes, y cada nueva observación agudizaba la certeza de
percibir, sino un orden, la estructura de un sistema cuyo
equilibrio le parecía asombroso. Colia aparentaba participar de
ese asombro, como si ella perteneciera tanto como él a los
exiliados de ese sistema.
Pasaron la navidad solos y el año nuevo en el hotel con
Philipp y Martín, donde la viuda de Arroyo había organizado
una fiesta. Sin embargo, apenas había gente esta vez. A principio
muchos parecían decepcionados, pero la fiesta resultó mucho
más íntima que la anterior. Él se maravilló de encontrarse
pasándola tan bien, mientras la cena avanzaba y la conversación
iba cambiando hacia los temas que ya se habían instalado entre
los cuatro. Los platos desaparecían y nuevos platos llegaban. Los
que más hablaban eran Ève y Martín. Él, ya lo sabían, era de
contribuciones esporádicas y de intensidad impredecible. Pero
esta aceptación por parte de ellos de su imprevisibilidad le
otorgaba una posición nueva: jamás antes había sentido esa clase
de aceptación incluso para aquellas áreas de sí mismo que más
incomodidad eran capaces de generar. Sentía que era observado
de igual modo que él observaba a las ardillas cada día y no había
ni podía haber juicio de valor en lo observado, sólo ánimo
descriptivo. Philipp, en cambio, no parecía sentir ningún placer
en la conversación. Era como si cualquier cosa que no sucediera
en las laderas de una montaña no presentara para él interés
alguno. No es que fuera frío o indiferente a la interacción social:

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Lagunas

a decir verdad, todo lo contrario. Era una persona cálida,


comprensiva, que no demandaba casi nada de los que lo
rodeaban salvo, quizás, ausencia de impostación. Esto le hizo
entender, esa noche tomado de la mano con Ève, que Martín, a
veces detestable, era por eso mismo una de las personas más
honestas que había conocido y Philipp, en una lucidez mayor a
la suya, lo había comprendido desde el primer momento.
Cuando iban por el postre, y el trío de jazz tocaba So
What de un modo que no permitía diferenciarlo de lo que
ejecutaban minutos antes, la viuda de Arroyo apareció. Iba con
ese ánimo de recién casada que pasea de mesa en mesa,
saludando; su ebriedad natural hacía ininteligible cualquier cosa
que dijera. Se aferró a Martín, con quien era evidente que tenía
una relación fluida. Bromearon un rato acerca de otros
invitados, que tanto Ève como Philipp y él desconocían, y
luego también acerca de los pronósticos apocalípticos a causa de
los atentados.
Pasados unos minutos, la viuda ebria quiso conocer al resto
de los comensales. Ève se presentó como antropóloga –su ser
francesa no necesitaba introducción– y habló sobre los
pormenores de su llegada al país. Philipp sólo precisó que había
ido hasta allí porque quería escalar la montaña más alta del
continente y que, luego de haberlo hecho, decidió condescender
a un poco de turismo, el cual lo hizo tropezar con Martín. Llegó
el momento de él. Algo en la situación lo aliviaba de su pavor
habitual. Habló primero de sus amigos de viaje por Asia, de la
cabaña y de los gatos. Luego de sus supuestas investigaciones,
pero con una calma nueva. Quizás, pensó, se debiera a que lo
que iba a decir ya había sido ensayado en el último tiempo
algunas veces y, por lo tanto, conocía el efecto que iba a
producir. No era cierto, como había creído alguna vez, aquéllo
de que las mentiras se hacían más difíciles de sostener con el
tiempo; más bien, lo contrario era verdad: al comienzo le exigían

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Lagunas

mucha energía, pero a medida que una mentira se repetía más


real se tornaba. De hecho, no era diferente a lo que había
representado en su vida real antes de llegar a las montañas: una
serie de ficciones que se trocaban en convicciones, para al final
ser parte de lo que lo constituía.
Recitó nuevamente el monólogo sobre el estudio de la
memoria, del basamento más afectivo que epistémico de la
memoria, más asentada en el cuerpo que en el cerebro o, por lo
menos, en la idea de cerebro que hasta ahora era entendida. Fue
la tercera vez que lo hacía (la vez anterior había sido con Ève
durante una reconstrucción de la noche en que se habían
conocido) y ésta fue la más convincente. La viuda parecía
encantada. Dijo que estaba orgullosa de que en su país hubiera
personas tan capaces, navegando tan profundo en los océanos de
la esencia humana. Martín, que luego de la primera fiesta nunca
había vuelto a inquirir sobre quién era él, también se mostró
fascinado; más tarde le diría que no sabía que fuera capaz de
enhebrar tantas palabras seguidas. En la cena le respondió
diciendo que hacía pocos días había leído un paper en el cual se
estudiaba la memoria de las lombrices. Según el estudio, las
lombrices son capaces de regenerarse luego de ser diseccionadas:
por ejemplo, si a una lombriz se le corta la cola, la cola vuelve a
crecer. Más sorprendentemente, si se le corta la cabeza, la cabeza
se genera de nuevo. Pero, continuó Martín, más increíble aún es
que si a una lombriz se le corta la cabeza y la cola, sucede lo
siguiente: a la cabeza sin cuerpo le crece el resto; a la cola sin
cabeza le surge una cabeza; y al medio le crecen tanto cola como
cabeza. De una lombriz, se logran tres. Como si esto fuera poco,
se había probado que con una sola célula de la lombriz se genera
una lombriz entera. Pero esto no es nada, insistió: lo increíble es
que a ciertas lombrices entrenadas para realizar algo que en
general las lombrices no hacen –ir hacia la luz– se les cortó la
cabeza. El sobrante sin cabeza generó, por supuesto, la cabeza. Y

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Lagunas

aquí lo imposible: esas lombrices, cuya cabeza se había perdido,


conservaban el condicionamiento de ir hacia la luz –la memoria–
¡sin conservar el cerebro! Si bien el estudio, afirmó
Martín, produjo más preguntas que respuestas, lo que parecía
inferible es que todo el organismo el que conserva la memoria, no
sólo el tejido nervioso central. Le preguntó entonces qué
pensaba él, en tanto neurólogo y si no lo veía similar a su
investigación.
– Sí, está en la línea... –respondió, luego de una pausa.
–¡Exacto! –continuó Martín–. En la película Memento, que todos
recuerdan únicamente por el pechito hermoso de Guy Pearce
afeitado y lleno de tatuajes, tenemos a un tipo que perdió la
memoria a corto plazo y por eso se tatúa en el cuerpo aquello
que debe recordar. Es la metáfora perfecta para tu investigación:
la memoria funciona como marcas en la corporeidad que luego
son reunidas con una historia “coherente de Griffiths”, es decir,
que luego reunimos de cualquier modo que no implique
contradicción, no verdad. Son los golpes de nuestra historia en el
cuerpo. Descartes decía en las Meditaciones Metafísicas que en cada
instante del tiempo el Universo se crea completamente de
nuevo; que la potencia necesaria para mantener a algo existiendo
es la misma que se necesita para crearlo desde la nada. Es lo
mismo que con nuestro pasado: sólo conservamos unos puntos
aislados, marcas en el cuerpo que cada vez volvemos a recrear de
otro modo, en cada momento lo volvemos a inventar. El pasado
es tan maleable como el futuro porque ambos son narraciones
montadas sobre conjuntos no saturados de datos.
La viuda exhibía en partes iguales admiración y
aburrimiento. Terminó de inclinarse hacia el segundo y obligó a
la mesa a acompañarla en el baile. Hubo algo de resistencia, pero
al cabo de unos minutos los cinco bailaban entre otros que
seguían el ritmo de algún pop de los ochenta. Ève, que se escurría
en movimientos saltarines, reía sin disimulo al observar los

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Lagunas

pobres intentos de él de coordinar las diversas partes de su


anatomía con ese ritmo inaccesible. Cuando Martín besaba a
Philipp y Ève todavía trataba de guiarlo en el baile, toda la fiesta
comenzó el conteo final hacia el año nuevo. La viuda apuraba a
los mozos para que dieran copas de champagna al cuarteto y
brindaron entre ellos y otras personas que se habían unido. Para
el momento en el que quiso entender qué pasaba, el año había
cambiado, él estaba bailando y Ève lo besaba y le repetía una y
otra vez bonne année.
Mientras la veía bailar, mientras su cuerpo se acomodaba a
cada pulso del ritmo con la misma docilidad que los animales
que él miraba cada día se abrían paso entre las ramas de los
árboles, comenzó a entender que lo que le pasaba con ella
obedecía a un orden que desconocía, pero que había intuido
antes. Cada vez más se le hacía único algo en su modo de navegar
los momentos, como si ella estuviera diseñada no sólo para
bucear en el tiempo con una agilidad de animal acuático sino
que además poseía la propiedad, más extraña, de lograr que los
otros lo surcaran junto a ella con la misma naturalidad.
Philipp los acompañó hasta el auto, repitió varias veces
¿están bien para manejar? y finalmente, sin ver otra opción, los
dejo ir, luego de algunos abrazos de más. El día todavía parecía
lejano.
Esa noche, la primera del año, él soñó que estaban en una
fiesta griega; Descartes estaba ahí, pero su presencia no era
menos anacrónica que la de él mismo. Había llegado en
helicóptero, porque la autopista Atenas-París estaba bloqueada
hacía meses. Si bien Descartes tenía la cara de Ariel, no por eso
era menos Descartes. La mayoría vestía togas y comía uvas
acostados. Ève bailaba mientras discutía con Sócrates sobre la
inmortalidad de la muerte y tres mujeres tocaban flautas. Martín
se le acercaba y decía por lo bajo: los afectos son una red de
contingencia que los cobardes se arman por si fracasan en el salto. No

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queremos afectos, queremos seguridad, y los afectos son un acuerdo de no


agresión que nos da calma, pero esa misma calma se obtiene más prístina
con la consecución de poder. Descartes-Ariel, al escucharlo, escupía
las uvas de su boca por la risa.

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En el tren

Va a dar clases a la universidad, al igual que otros dos días por


semana. Viaja en el tren del sur, el tren de las ocho y veinte. El
futuro y el pasado son dos modos de lo que no es. En la
siguiente estación, varios policías mantienen contra el piso a un
adolescente esposado. La gente, antes de subir al tren, les saca
fotos con sus celulares. Ningún otro medio de transporte tiene
la fluidez tranquila de un tren. En el respaldo del asiento frente a
él una persona con su mismo nombre escribió haber estado ahí y
se pregunta si pudo ser él quien lo hizo. ¿Quién era su padre de
todas las imágenes que guardaba? ¿Ya había empezado a vaciar
su departamento para mudarse a las montañas o eso fue
después? Al salir de la ciudad, vio los últimos rascacielos. Le dan
miedo las alturas. No recuerda quién le había dicho semanas

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Lagunas

atrás que no debía pensar más en el pasado, pero quizás haya


sido un sueño. La carrera de bibliotecología fue tan aburrida
como esperaba. Nada lo cansa más que las largas discusiones que
sigue teniendo con Victoria ahora que ella ya no está ahí. El
margen del río le hizo pensar en cuando enterró a su perro cerca
del muelle del norte. Su padre metió el animal en el baúl y luego
manejaron por la autopista. Tenía miedo de que los vieran
cavando, pero el padre no le prestó atención. Recién cuando el
animal negro empezaba a ser cubierto por la tierra, entendió que
no volvería a verlo. Todos en el vagón se mecen
coordinadamente y le divierte la idea de que bailan juntos. Un
rayo de sol se cuela entre las nubes y la ventana gastada es un
gran resplandor blanco. Es tan sensato pensar que todos estos
eventos están relacionados como que son independientes,
porque no tiene mucho sentido la pregunta. Esa semana se peleó
con un hombre que había destruido las bolsas de basura en la
puerta de su casa. Al cruzar un parque, se sorprende de que haya
gente jugando al fútbol tan temprano.

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Lagunas

8. Un email

El mes posterior al nuevo año transcurrió en ese idilio que,


él temía, siempre debe llevar a algún hecho lamentable. Martín
los visitó dos veces, algo deprimido por la ausencia de Philipp,
que había decidido ir a escalar algunos de los cerros
circundantes. Las cenas fueron amables, con los exabruptos
esperables de Martín. La última vez, algo alcoholizado, había
estado argumentándoles por dos horas que debían tener sexo
con él ya que, al ser bisexual, estaba ampliamente capacitado
–y dotado según afirmaba una y otra vez– para satisfacerlos a los
dos. Tanto Ève como él rechazaron la oferta aunque, no podían
negar, Martín la realizaba con unos modos bastante simpáticos.
Esa noche los tres se despidieron afectuosamente, dejando en
claro que nada de lo sucedido alteraba el cariño que habían ido
construyendo. De hecho, lo sucedido se les antojaba una
consecuencia de ese mismo cariño.
Una mañana de mitad de ese verano, mientras él fumaba y
acariciaba a Colia en la escalera trasera, Ève no salía a besarlo
como era costumbre. Experimentó esa alteración del orden
habitual como un presagio negativo. El movimiento de los
árboles, los saltos de las ardillas, los pasos erráticos de las liebres:
todo a su alrededor comenzó a significar algo indeseado. Las

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Lagunas

nubes se agrupaban en el cielo y esta disposición distinta a la de


los días precedentes completó la ilación de pensamientos
pesimistas. Luego de dos cigarrillos, entró –resignado– a escuchar
eso que, sea lo que fuere, no deseaba escuchar.
No lo sorprendió ver a Ève pálida. Menos lo sorprendió
encontrarla frente a la computadora. Las lágrimas, sí, eran
nuevas, tanto como el tono rojo que había poseído la cara
pecosa. Ève lloraba y, al advertir su presencia, se escondió sobre
su propio brazo, apoyado en el escritorio. Él no supo qué hacer
más que acercarse despacio y abrazarla por detrás. El cuerpo
frágil se estremeció y una serie de espasmos débiles lo
inundaron. Se mantuvieron así hasta que ella se deshizo del
contacto y fue al baño. Él pudo ver, en la repentina ausencia,
una pantalla de gmail en francés. Esperó en el living hasta que ella
reapareció.
Su cara estaba completamente desconocida. Hubo un
espacio de tiempo en el cual estuvieron observándose. Sin saber
de qué otro modo reaccionar, preguntó qué pasaba. Los ojos de
ella volvieron a humedecerse y, si bien fue claro que quería
comunicarse, igual de claro fue que no poseía las herramientas
para hacerlo. Hubo un nuevo abrazo, más tibio, menos
compensatorio. Finalmente, ella se separó y dijo Vincent. Él hizo
memoria: Vincent. Tardó en recordar que Vincent era su
hermano y se preguntó si Vincent había muerto o estaba grave.
Luego de un rato en el sillón sin hablar, pudo articular las
palabras. Sí, Vincent había muerto. Presumiblemente, se había
suicidado: una carta lo confirmaba, a pesar de la incredulidad de
la madre. Agregó que la policía contemplaba la posibilidad de
un atentado del cual, si bien muerto, Vincent era acusado. Él
entendió la pérdida y el dolor. Entendió también que ella
partiría en lo inmediato, incluso antes de que ella de hecho se lo
dijera, momento para el cual él ya había preparado todos los
recursos para mostrar comprensión.

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Lagunas

Siguieron unas horas de llantos y racionalidad intercalados,


donde ella alternó el contacto físico con búsqueda de vuelos en
Internet y un empacado fragmentario. Mientras Ève estaba en la
computadora, él se veía incapaz de hacer nada: todo curso de
acción le parecía reprochable. Colia saltaba sobre él y esta
continuidad del orden que estaba a punto de romperse sólo
lograba generar más contraste con el futuro que comenzaba a
cobrar forma.
El resultado final fue que ella partiría al día siguiente hacia
la capital, para volar por la noche hasta París y luego a Biarritz.
Siguieron horas de verla terminar de empacar con la dilación
propia de quien ya se sabe ausente. Él, mientras, confirmaba los
vuelos por teléfono con las aerolíneas, no porque eso requiriera
alguna clase de confirmación sino, en realidad, por la necesidad
de sentir que contribuía de alguna manera.
Esa noche ella no comió y él, luego de insistirle en que lo
hiciera, tampoco. En la cama, Ève apenas podía pensar en el
vuelo, en las conexiones, en las instancias prácticas. Ambos
intentaron dormir y ninguno logró hacerlo por más que series
de algunos minutos.
Despertaron como máquinas que sólo tuvieran un modo y
una finalidad. Tomaron café, ella se duchó y poco antes del
amanecer estaban en la ruta. El trayecto, que él ya había
recorrido muchas veces, era nuevo una vez más. El lago y sus
apariciones. Los árboles verdes del verano aunque ya con pocas
flores. La ruta zigzagueante. El silencio de ambos.
Llegaron al aeropuerto vacío. Ella hizo el check in y volvió.
Había una hora para subir al avión, casi dos para que despegara,
y ninguno sabía exactamente qué decir.
Antes de despedirse, él padeció un pequeño quiebre:
rompió el silencio y dijo que no se volverían a ver. Terminó de
decirlo y se arrepintió de ponerse a sí mismo por encima de lo
que estaba sucediéndole a ella. La mirada de Ève, que se levantó

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Lagunas

del café, sólo mostraba cansancio. No conectaba con la de él, por


mucho que sus ojos lo enfocaran. No, dijo. Luego lo repitió.
Había dejado todo su trabajo en la casa, como si la afirmación de
motivos egoístas propiciara más certezas. Él no se había dado
cuenta de eso, pero no dijo nada. La beso y ella, que todavía
tenía mucho tiempo para abordar el avión, subió la escalera
mecánica.
Cuando volvió a la cabaña vagó un rato por los ambientes
hasta que decidió irse a dormir. Los pájaros estaban
particularmente intensos esa mañana. Constató la presencia del
trabajo de ella: no había mentido. Revisó las bibliotecas. Abrió
un whisky y un libro. Sólo terminó el primero.

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Lagunas

En el tren

Va a dar clases a la universidad, al igual que otros dos días por


semana. Viaja en el tren del sur, el tren de las ocho y veinte.
Quizás en unos días se tomará el avión al encuentro de Ève y los
gatos, pero es difícil distinguir entre sí las imágenes de sus viajes
en ese tren. Quizás ya habían empezado los atentados. Victoria
le dijo que tenía que decidir entre su pasado o ella, pero no sabía
cómo decirle que nunca había elegido nada. Sus afectos pasan
uno tras otro como los durmientes de una vía cuya meta es la
forma de sus pensamientos presentes. Alguien prende música,
con el sonido latoso de los celulares, pero él no logra ver desde su
asiento quién es. Igual no se animaría a decirle nada si lo
identificara. El futuro y el pasado sólo existen en el presente. En
la familia nadie parecía querer hablar de su madre y nunca logró

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Lagunas

decidir si la afrenta era no hablar de ella o la causante del


silencio. Recuerda otra mañana, cuando su hermano se fue a
vivir al extranjero. Hacía frío y él nunca antes había pisado un
aeropuerto. Todos bromeaban, pero él tenía nueve años y no los
entendía. Su hermano subió por la escalera mecánica y nunca
más volvieron a verse. Las pocas cosas nuevas se diluyen en la
marea de lo rancio. Comienza a llover, la ventana es una serie de
líneas diagonales de agua. En la estación, sube una alumna suya.
Lo único que cambia es cuándo y por qué suceden las
repeticiones. Es antes de que Victoria se fuera, ahora cree estar
seguro. ¿Cuánto tiempo pasó en ese tren? Cada momento de la
historia tuvo un familiar suyo y él es lo que queda de ellos. La
voz de su padre se pierde. Entre las nubes, el sol.

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Lagunas

9. Mapas

Alrededor de la cama había docenas de pelotas hechas con


pañuelos de papel. Desde que Ève se había ido, un resfrío
mantenía convertidas en superficies rojas tanto su nariz como las
áreas vecinas. Los gatos parecían bastante felices con la situación:
Colia, por su posición horizontal permanente, que le permitía
dormir contra él sin pausa y Cloto, encantado en ese paraíso
epidemiológico de pañuelos que emulaba un pelotero para
niños. Estaba empezando a considerar recogerlas de una vez por
todas cuando escuchó el timbre del intercomunicador con la
garita de seguridad. Oscar no tenía que entregarle comida, por lo
que se sorprendió. Ève. Pensó en cómo se vería, en hacía cuánto
que no se bañaba, en cómo olería. Pateando libros, pañuelos y
alguna botella, se levantó y corrió hacia el aparato.
- Los señores Martín y Philipp están aquí para verlo – dijo
Alejandro, que suplía a Oscar algunas tardes.
Minutos después, Martín se disculpaba una y otra vez, con
su exageración característica que convertía cada palabra en vacía

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Lagunas

pero en incontestable. Era cierto que su teléfono estaba sin


batería desde semanas atrás y que él no había siquiera abierto los
correos electrónicos de Martín, como los de ninguna otra
persona. Sólo entraba a su cuenta para ver si Ève había escrito.
Philipp permanecía detrás de Martín, casi avergonzado. Querían
saber cómo estaba. Ève tampoco les había respondido a ellos, no
entendían qué estaba pasando.
Aceptó las disculpas. Se sentaron en la mesa del deck trasero
y mientras ellos iban desplegando una larga serie de bebidas,
sandwiches, quesos y fiambres, él notó que desde el primer árbol
una ardilla observaba la escena con esa atención psicótica a la
cual ya lo habían acostumbrado.
Martín preparó mimosas con una marca de champagne que
él jamás había visto en su vida. Se sorprendió al degustar, dentro
de las posibilidades que su resfrío le permitía, la comida: desde
hacía unas semanas que comer era un elemento meramente
funcional en su vida, una alarma que se encendía en su sistema
dos o quizás tres veces por día y que era silenciada con un poco
de materia digerible. Las mimosas, en particular, lo hicieron
sentirse mejor. Incluso su resfrío parecía estar cediendo.
Mientras, Martín monologaba sobre temas diversos: los
problemas de seguridad de los sistemas openSSL que se habían
descubierto recientemente y que implicaban que todas las
contraseñas de los sistemas más importantes podían haber sido
interceptadas; un artículo que había leído sobre la orientación
de los mapas, que antes se representaban con oriente en la parte
superior (de ahí orientación) y por qué ahora el norte era la
convención; habló también de la suba de precios en la zona y de
los problemas para la expansión inmobiliaria por los
asentamientos de pobres en los sectores altos de la ciudad, que
de otro modo serían muy redituables: tenían vista al lago.
También dijo que pensaba comprar el hotel, pero no estaba
seguro. Mientras lo escuchaba, fue dándose cuenta de que un

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Lagunas

cambio, casi imperceptible, había operado en Martín. Una


tensión que nunca antes había aparecido en sus intercambios.
Algo estaba desencajado. Su discurso seguía siendo similar al de
siempre, pero el halo de estar por encima de todos sus
interlocutores, de tener completo dominio de la situación,
estaba por primera vez ausente.
La tarde iba apagándose y ya abrían la segunda botella de
champagne. Un viento suave y tolerable marcaba el ritmo
pausado de la escena. Martín pidió más datos sobre Ève. Él le
respondió lo que todos sabían, que el hermano había muerto,
posiblemente como parte de su participación en un atentado.
No hubo respuesta y se produjo silencio por primera vez en la
tarde.
–Qué estupidez esto de los atentados –dijo Martín luego de un
rato–. Cada vez es más claro que no hay opción más que dejarle al
Estado el monopolio de la violencia. Las impresoras 3D y su
utopía demagógica. Una prueba más de que la izquierda sólo es
un modo de canalizar esa tendencia atávica de destruirlo todo.
No querían un mundo más justo, sólo querían hacer mierda éste
para ver qué pasaba, qué había abajo. Los intelectuales de
izquierda son bebés crecidos que en lugar de estropearte la pared
con crayones, destruyen las sociedades con sistemas conceptuales
carenciados. Imbéciles. No hay manera de hacer que las
sociedades sean más justas a través de sistemitas teóricos del
mismo modo que no se puede dejar de dormir sólo porque sería
más práctico para la especie. Esa soberbia de creer que podemos
cambiar un entramado que es inimaginablemente más complejo
que la más sofisticada de las babas teóricas que alguien haya
hecho. La izquierda tiene una ambigüedad maravillosa: por un
lado, es una construcción basada en una estructura de poder
abominable, del poder del que le dice al otro que está
equivocado, de aquel que se pone epistemológicamente por
encima del resto. No les importa la verdad, sólo esta estructura

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Lagunas

del que sabe que sabe lo que el otro ignora: un patrón que se ha
venido repitiendo con todas las religiones. En este sentido es
jerárquica. Pero por el otro es tan sólo basura complaciente,
demagógica, es como esas personas que saben exactamente lo
que los otros quieren que les digan y por eso son queridos. Eso
no te hace mejorar, sólo te hace estar cómodo. Imaginate si la
especie se sintiera cómoda, desapareceríamos. Lo único que
sabemos es que sobrevive el que se monta en la ola de la
evolución, nada más. Será justo o injusto, según la teoría trending
topic del momento, pero al final del día es el que lo hace. Y a
nosotros, las clases altas, sólo nos toca el deber de mejorar la
especie, de hacer algo grandioso con nuestras posibilidades. La
clase alta que se anquilosa, autocomplaciente, se extingue.
–La evolución también es teoría –dijo Philipp.
–¡Mirá, habla en español! ¡Y en público! –dijo en una carcajada
Martín, cuando se repuso de la sorpresa, que ambos
compartieron, de escuchar a Philipp intervenir.
–Lo único que sirve para combatir injusticia social es –se notaba
que luchaba con las palabras, pero su pronunciación era más
que aceptable–, es... negar herencia. Leyes igual para orígenes
distintos no es igualdad. Suavizaría las diferencias impedir
herencias.
–Ay, ¡pero qué tontería! –se reía Martín–. Amor, sos hermoso,
pero lo tuyo son las montañas, no trates de pensar.
–No soluciona todo, pero suavizaría –continuó Philipp, como si
no lo hubiera escuchado–. Se impidió la esclavitud, pero se los
hace competir en el mercado con los que hace generaciones,
siglos, están en mejor posición, es imposible. El siguiente paso es
impedir herencias, como la abolición de esclavitud positiva. Que
cada uno tenga lo que hizo.
–Pero, caramelo, eso no se puede poner en práctica. Por
ejemplo, en lugar de heredar, el padre le daría al hijo los bienes o
el dinero antes de morir, como de hecho ya pasa cuando les

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Lagunas

compran casas. O lo pone como socio de una compañía que ya


tienen. Hay mil maneras.
–Se puede normar –respondió Philipp–, si hay voluntad puede
hacerse. Que los padres sólo puedan pagar educación, comida,
pero no inmuebles, etc.
–Siempre va a haber una manera de evadir esas normas. ¡Somos
las clases altas las que las hacemos!
–Puede ser, pero es como con impuestos. Hay países donde
funciona mejor que en otros. A los estados va a interesar, porque
toda la herencia sería recaudado, más income. Así, la educación de
unos será mejor, las oportunidades serán mejores, pero por lo
menos cada uno hará con sus cosas y no con lo heredado. Nivela.
–Pero incluso si se pudiera evitar que el dinero o las propiedades
les lleguen, sería absurdo: ya su educación hace la diferencia. Y
conocer a las personas correctas. No funcionaría –largó una
risotada–. A ver: ¿cuál es la diferencia entre ser rico por herencia y
ser bello? ¿Cómo combatirías la tiranía de la belleza? ¿Hay que
reconectar las cámaras de gas?
–Hay nada que hacer con eso, pero no es lo mismo –su tono
seguía imperturbable–. Además, lo bello hoy no será bello
mañana.
–¡Por favor! De verdad extrañás las montañas, ¿no, amor? ¡Te
está haciendo mal estar a menos de dos kilómetro del nivel del
mar! ¡Estás sobreoxigenado, pobre! –Martín se acercó a Philipp y
lo abrazó. Philipp no parecía perturbado por el sarcasmo de
Martín y se entregó al abrazo sin problemas.
Colia, como si entendiera el problema de asimetría que el
abrazo había generado, tras un maullido saltó sobre su regazo y
ambos quedaron mirando a la pareja, mientras la mano alisaba el
pelo en el lomo de la gata. Ya casi no había sol y el viento
empezaba a sentirse más fresco.
Martín se levantó y entró en la cabaña. Philipp y él
quedaron en silencio. La certeza de que Philipp no necesitaba

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Lagunas

una conversación lo relajaba. Bajó a la gata de encima suyo y


preparó tres mimosas con el final de la botella.
Brindaron sin decir nada. Colia y Cloto se peleaban entre
los arbustos. Esos minutos de calma fueron interrumpidos por
Martín.
–¡¿Qué es esto?! –gritó desde adentro de la cabaña.
Él y Philipp se miraron. Sin una palabra, entendieron que
debían entrar. En la sala, Martín estaba acuclillado y absorto
sobre la pila de papeles, en su mayoría fotocopias, que había
dejado Ève.
–¿Qué es esto? –repitió Martín, con menos énfasis.
–Es la investigación de Ève –respondió–. Dijo que me los dejaba
como prueba de que volvería.
–Se ven fascinantes, ¿sabés cuál es el tema?
Antes de responder, desapareció por la puerta que daba al
jardín. Volvió con las tres copas de mimosas y se sentó en la mesa
principal, repartiéndolas. Philipp se sentó a su lado.
Contó lo poco que sabía. Las expediciones a las que había
hecho referencia Ève cuando volvían de la fiesta. La posibilidad
de un matriarcado real. Los brebajes y los rituales en la nieve y la
altura. Luego de una prolongada pausa, Martín exclamó.
–¡No lo puedo creer! –hervía de emoción– ¡Travestis
precolombinas! ¡Travestis precolombinas! Es lo mejor que le
podía pasar a este día de teorías baratas. Canibalismo y pociones
de Asterix. Es maravilloso.
Martín y Philipp reían, pero ese día él prefería no pensar
mucho. Martín pasaba cuidadosamente las fotocopias, las notas
y los gráficos, con la mano libre que le dejaba la mimosa; podía
verse en su mirada un interés apasionado. A él, en cambio, el
silencio posterior, a diferencia de todos los anteriores, se le
llenaba de pensamientos que prefería evitar. Prendió el equipo
de música y eligió un álbum al azar.
Martín, luego de un rato, llamó a Philipp. Tenía unos

99
Lagunas

mapas en la mano y le preguntaba, nuevamente en inglés, si


conocía la zonas. Philipp contestó que sí, que había estado no
muy lejos. Es cerca, afirmó. Él, que había intentado no prestar
atención, dijo que sí, que Ève le había dicho que era en las
montañas del oeste. Pero no tiene sentido ir a buscar nada: fue hace
más de quinientos años. Martín lo miró con desilusión, menos por
los datos que le eran dados que por la falta de entusiasmo que
había detrás de dar esa información.
–Las montañas ahí son hermosas –dijo finalmente Martín–, ¿qué
podemos perder yendo? ¿No son hermosas, amor?
Philipp asintió con la cabeza.
–¿Es difícil llegar ahí?
–Dos días. Tres máximo.
–¿Por qué no, entonces? Sería un viaje difícil de olvidar –dijo y
sonrió.
–Pero –contestó él–, ¿si hubiera algo ahí, por qué nadie lo
encontró en todos estos años?
–Seguramente no hay nada –terció Philipp, de nuevo en español–
pero puedo asegurar que no son montes muy interesantes y por
eso nadie va. Son montes bajos hacia interior de la cordillera,
fáciles de escalar pero ni pendientes para skiing. No hay mucho
para hacer para el turista. –Lo miró y repitió– Pero sí,
seguramente no hay nada.
Él, sin deseos de discutir, contestó que lo máximo que
podía esperarse de un ascenso ahí era encontrar algún resto
arqueológico, para lo cual deberían tener tanto equipos como
conocimientos de los cuales carecían. Philipp asentía. Martín, en
cambio, los miraba con una mezcla de condescendencia y
frustración.
Sin pedir permiso, abrió una botella de whisky y siguió
revisando los papeles.

100
Lagunas

Philipp

Philipp nació en Sonthofen, una pequeña ciudad turística


al sur de Alemania enmarcada por los Alpes Bávaros. Su madre,
Heide, enseñaba en el kindergarten, pero la parte más
importante de los ingresos de la casa provenían de Ritter, su
padre, dueño de una de las madereras de la
ciudad. Elaboraba principalmente los cartuchos de pasta para las
impresoras 3D.
La infancia de Philipp sucedió con naturalidad en un orden
que él siempre vivió como tenso y que era la causa por la cual en
las fiestas anuales de la ciudad esos hombres y mujeres rígidos se
comportaban como animales. Supo desde siempre que debía irse
de ahí lo antes posible.
Su educación elemental fue agradable. No hablaba mucho,
pero sus compañeros lo querían porque era bueno en los
deportes. Siempre se disputaban quién lo tendría en su equipo.
Su cuerpo era apreciado por sus compañeros y esto estableció
una jerarquía social básica que le daba calma y satisfacción. Por
lo general, en su vida no había problemas, sólo eventos.
Estudió neurobiología en la Universität Konstanz hasta que
su padre murió. Al día siguiente del entierro, tomó un micro y
empacó todas sus cosas. Comenzó a practicar alpinismo, sin
prestar atención al desaliento de sus primeros instructores, que

101
Lagunas

insistían en que – a pesar de lo que pueda creerse – su altura era en


realidad una desventaja: cada gramo constituía un problema. Sin
embargo, con el tiempo comenzaron a reconocer que se
destacaba. Trabajó varios años de instructor y guía turístico,
aunque no lo necesitara. Había heredado la empresa maderera
de su padre, que funcionaba como una máquina automática, sin
necesidad de que interviniera.
A pesar de ser el menor de dos hermanas, siempre sintió
que las mujeres pertenecían a una especie distinta. Le gustaban,
pero no podía realmente sentir intimidad con ellas. Cuando su
madre murió, decidió irse de Alemania y escalar las montañas
más altas de cada continente. Su contacto con Sonthofen se
redujo a firmar y devolver, cada tanto, algún que otro
formulario legal de la empresa.

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Lagunas

10. Territorios

La lluvia, luego de casi diez días, había cesado por fin.


Creyó en algún momento que el resultado de ese riego continuo
sería la recuperación de los colores de los cuales, día a día, el valle
se privaba. Estaba equivocado. El resultado fue un marrón
ubicuo, inestable, que tornaba a la monotonía previa de la lluvia
un concierto de variaciones magníficas y ahora añoradas. No por
el cese del agua hubo menos humedad. Los caminos insistían en
retener el líquido y mantenerse intransitables. Oscar, cuyo
vehículo era más adecuado para estas circunstancias, le traía las
compras del supermercado –con la autorización de comprar una
cantidad para él mismo, como paga– y, cada día que pasaba, él se
sentía más preso de esa cárcel cuyos muros estaban hechos de
agua. Él y los dos gatos, compañeros involuntarios del encierro,
cuya presencia no aminoraba la soledad: la hacía compartida.
Ève no le escribía y él, como reemplazo, empezó a leer
nuevamente. Primero agotó la que en un primer momento
había parecido una abultada selección que había traído al llegar
y luego siguió por los libros que había en la casa. No le
importaba de qué fueran. Pasó de policiales a libros de

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Lagunas

arquitectura, de manuales culinarios a textos de autoayuda y de


estos a los Padres de la Iglesia: cualquier palabra era buena,
cualquier sonido que inundara su mente y apagara por un
momento los suyos propios, los pensamientos recurrentes que
evaluaban sin descanso presente, pasado y futuro. Leía de modo
frenético, como si amara el aspecto único que unía cada palabra
a la siguiente. Todo significaba mucho, significaba todas las
otras cosas: significaba todo aquello en lo que no quería seguir
pensando. Mientras, Oscar traía la comida y él ya ni verificaba el
monto de los recibos, sólo recibía la extensión de la tarjeta y su
identificación –la cual, evidentemente, nunca le pedían, quizás
porque al ser guardia de la zona todos confiaban en él. Los días
se esfumaban, así, entre ese cúmulo de afirmaciones escritas cuya
concatenación lógica le era del todo irrelevante y las apariciones
esporádicas de Oscar.
Al terminar un policial tuvo una sensación curiosa que
tardó algunas horas en entender: todos los personajes en lo que
leía tenían una meta, la sucesión de sus momentos no era un
conglomerado de acontecimientos azarosos. En ellos,
en todos ellos, claridades meridianas ordenaban los hechos con
una organicidad que estaba completamente ausente en su propia
vida. Por supuesto, el que fueran textos narrativos explicaba esto
como una necesidad del género al que pertenecían, pero la
conciencia de eso no era capaz de extinguir la certidumbre de
que la ficción le mostraba cuánto había de carencia en su vida.
Una tarde, mientras leía un volumen de divulgación sobre
la Primera Guerra y cómo, durante los inviernos, la guerra se
detenía, entendió que en breve el valle sería casi inaccesible y
recordó la conversación con Martín y Philipp acerca de los
mapas y la montaña. Supo de inmediato, con esa certeza que
sólo puede producir el hastío, que tenía que hacer el ascenso
indicado en los papeles abandonados de Ève, tuvo la convicción
de que ése había sido desde el primer momento aquello que lo

104
Lagunas

había expulsado de la ciudad y llevado hasta este lugar donde


nada sucedía. No fue esa clase de impulsos que van cobrando
aceleración con el pasar del tiempo, sino más bien algo del orden
del espasmo alucinatorio de la iluminación: de un momento al
otro todo su pasado era un vector que siempre había estado
apuntando hacia ese punto futuro, pero él lo había ignorado
hasta ese instante.
El resto sucedió como la memoria de un sueño. Viajes con
Oscar hasta negocios de alta montaña para comprar equipo,
horas ultimando los detalles en Internet (antes sólo se conectaba
para esperar un correo de Ève u observar el streaming en vivo con
los amaneceres desde la misión en Marte) y las precauciones
necesarias, algún entrenamiento menor –flexiones, abdominales
y sentadillas por las mañanas y las tardes; correr algunos
kilómetros día por medio– y una fecha en el calendario: cuatro
semanas antes del comienzo del invierno.
La tarde anterior a irse fue soleada y cálida. Abrió una
reposera sobre el deck del patio y se estiró sobre ella para repasar
el viaje. Colia, como si tuviera un detector de su horizontalidad,
subió en seguida al torso, donde se acomodó ronroneando.
Saldría de la cabaña a la medianoche para llegar a la base del
cerro a las cinco de la mañana. Desayunaría allí y cinco y media
comenzaría el ascenso. El sendero estaba bien señalizado y no
debería encontrarse con ningún inconveniente. Hasta el primer
refugio, según lo que informaban otros viajeros, se tardaba entre
cuatro y seis horas. Podría almorzar allí, descansar un poco y
continuar el viaje hasta el segundo refugio, el último, para el que
los cálculos indicaban unas ocho horas. Si todo saliera según lo
planeado, llegaría hacia el anochecer al segundo refugio y pasaría
allí la noche. El día siguiente se adentraría en la zona señalada
por Ève: allí podría estar hasta dos noches, tres máximo. No
estaba seguro cuánto tiempo le fuera a tardar ese camino,
porque no había información sobre ese área. Si la existencia se

105
Lagunas

midiera por relatos en Internet, ese lugar no existía. Luego


podría volver al segundo refugio algunas veces, comprar comida
y explorar otras zonas. Lo cierto es que esto determinaba un
límite de cuán lejos podía alejarse del refugio (no más que lo que
pudiera recorrer en dos o tres días). Sin embargo, qué sucediera
entonces estaba en un plano de teoría que a él no le producía
ningún interés. En ningún momento había pensado seriamente
en qué haría una vez allí.
Se incorporó un poco y miró hacia el lago. Algo había
distinto. Tuvo la sensación de que el valle y el lago también
estaban ansiosos, que también esperaban algo. Primero pensó
que era él quien le imprimía esa emoción a lo observado. Pero
luego de un rato comprendió que quizás por primera vez desde
que llegó al lago, no había nada de viento. Los árboles estaban
quietos como nunca antes.

Oscar pasó por la casa al anochecer. Él se encargaría de los


gatos. Mientras hablaban, Manuel corría a Cloto por el jardín,
que no parecía muy feliz con el juego pero tampoco terminaba
de alejarse del niño. El guardia ofreció llevarlo a la base, pero él
declinó la oferta: sabía que eso iba a implicarle a Oscar todo un
día sin dormir. Además, la mayor parte del trayecto era sobre
ruta asfaltada y el día soleado probablemente hubiera terminado
de secar los caminos de tierra. Se despidieron y Oscar le dijo que
se cuidara. Al cerrar la puerta, se sorprendió de las últimas
palabras del guardia.
Cenó liviano y durmió hasta la medianoche. Al contrario de
lo que había esperado, durmió bien y relajado. Despertó lleno de
lucidez. Se dio cuenta de que entonces sólo restaba tomar su
mochila y salir. No podía creer que fuera tan simple. Lo demoró
la despedida de los gatos, que no estaban con ánimos de caricias.
Salió, dio vuelta la llave y entró al auto. Notó que, como hacía
mucho tiempo no le sucedía, estaba emocionado.

106
Lagunas

La luna todavía no había salido y, al entrar en la ruta, era


difícil concentrarse en la sucesión de líneas en el pavimento,
porque la estrellas parecían haberse multiplicado hasta producir,
en algunos sectores del cielo, grandes manchas blancas. Se
ilusionó imaginándose cómo sería ese espectáculo cuando
durmiera en el hielo de la montaña.
Luego de media hora de viaje, pasó por el parador donde
había conocido a Philipp y a Ève. No estaba en sus previsiones,
por más de que ahora le pareciera una obviedad, y retuvo por un
rato largo la imagen del cartel, los autos estacionados y la puerta
que esta vez no cruzaría. Percibió una rigidez familiar a la altura
de la boca del estómago. Pasar por ahí le produjo una
continuación en su cadena de certezas, como si ese nodo en el
que algo había comenzado fuera ahora, que sus consecuencias se
desarrollaban, el gestor de una trama que sólo podía ser
entendida al atravesarla. Esa misma certeza aseguraba que lo que
estaba haciendo era exactamente lo que tenía que hacer, como
pieza de un mecanismo que lo excedía.
Horas más tarde, ya todo a su alrededor era desconocido.
Hacía bastante que no veía ni una casa ni paradores o estaciones
de combustible. Debían restar dos o tres horas hasta la base. La
luna, que en unos días sería completa, apareció e iluminó el
camino.
Fue entonces que sintió el golpe y luego entendió la imagen
del animal iluminado por los faroles delanteros. El reflejo para
frenar llegó tarde, cuando el auto ya había perdido el control.
Los ojos del animal, los ojos brillantes del animal al mirar hacia
el auto, permanecieron en su retina por casi un minuto. Tomó
la linterna y salió.
Lo que, le pareció, era un ciervo, había sido capaz de irse de
la ruta hacia el monte. Pudo distinguir manchas de sangre en el
pavimento, que bajo la luz de la luna eran plateadas, pero rojas
en la de la linterna. Volvió hacia el auto, lo puso en contacto

107
Lagunas

nuevamente y revisó el exterior. Las luces funcionaban, aunque


la óptica derecha estaba partida. Algo más de sangre sobre el
radiador. Si bien temía que no arrancara, encendió al primer
intento. Ubicó el auto sobre el asfalto y anduvo unos metros
para probar que todo estuviera bien. Pero no, algo estaba mal. El
auto giraba solo hacia la derecha. Temió que fuera la dirección,
pero al escuchar el sonido repetitivo supo que era una goma
pinchada.
Al mirar la rueda, se sorprendió. La rueda no
estaba pinchada o desinflada. La goma se había desecho, casi por
completo. En cualquier caso, era algo menor; si hubiera sido la
dirección, entonces sí tendría un problema. Abrió el baúl y
desatornilló la rueda de auxilio. Mientras estaba deslizando el
gato bajo el auto, pensó que no había puesto la señal de
emergencia sobre la ruta. Pero, ¿quién podría venir? Sin
embargo, quizás porque las cosas ya habían comenzado a salir
mal y no quería tentar su suerte, buscó la señal y la ubicó unos
metros detrás del auto.
Terminó de atornillar la rueda de repuesto y removió el
gato. Miró la rueda. Tardó en procesar la información, hasta que
empezó a reír. La rueda estaba, casi en sus totalidad, sin aire. Fue
al baúl y buscó un inflador. No había. Prendió un cigarrillo, del
paquete que se había prometido abrir recién a la vuelta del viaje,
y esperó a que el humo trajera respuestas.
Recordó entonces su celular. Entró al auto, pero ya
sospechaba la respuesta: no había señal.
Ubicó el auto fuera de la ruta, tomó el agua, un poco de
comida y dinero de su mochila, los puso una bolsa de plástico y
se largó a caminar hasta encontrar o bien a alguien o bien algo de
señal de celular. Con suerte, vería pasar un auto al que pedirle
ayuda. Dado que hacía horas que no había nada en el camino
por el cual venía, era mejor seguir hacia el lado al que se dirigía.
La ruta iba en ascenso. Luego de unos minutos, se dio

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Lagunas

cuenta de que no sabía dónde estaba su auto, no tenía manera de


indicar el lugar. Volvió y miró el tablero. Había recorrido
alrededor de doscientos cincuenta kilómetros desde que había
dejado el complejo. Pensó que no era mucho, pero por lo menos
lo aproximaba a una coordenada.
Mientras ascendía por el camino, percibió con una claridad
creciente los sonidos del bosque. No había nada quieto a su
alrededor. Una zona en particular estaba cubierta de luciérnagas,
lo cual le daba un aire sobrenatural. Los árboles parecían cada
vez más altos. Unos metros adelante, vio un ciervo cruzar la ruta,
esta vez montaña abajo, y entendió que debía haberlo previsto,
que por supuesto que era algo a tener en cuenta durante la
noche. Se maldijo por haber creído que con unas meras
búsquedas en Internet podía volverse un especialista en algo.
Luego de una hora de caminar, si bien todavía no eran las
cuatro de la mañana, el color del cielo, al este, mutó muy
ligeramente hacia el gris. La densidad de las estrellas había bajado
con la luna, pero todavía podían observarse Venus y Marte con
mucha claridad.
Cuando ya había empezado a creer que la ruta continuaría
idéntica hasta el amanecer, vio primero una tranquera y luego,
cerca de doscientos metros terreno adentro, una gran casa con
techo a dos aguas. Había luces prendidas en la parte baja. Su
primer impulso fue correr pero pensó que podría asustar a
quienes vivieran ahí. Abrió la tranquera lentamente y la volvió a
trabar.
Más de cerca, distinguió el porche de madera que se
extendía por todo el frente de la casa. Subió la escalera que lo
separaba de la puerta. Para su sorpresa, escuchó música y voces
adentro. Golpeó. Las conversación se detuvo.
–¿Quién es? –preguntó una voz algo gastada.

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Lagunas

En el tren

Va a dar clases a la universidad, al igual que otros dos días por


semana. Viaja en el tren del sur, el tren de las ocho y veinte.
Ahora ya no estudia más. No es claro cómo ni cuándo empezó a
tomar consistencia el asunto de los atentados. Una señora pasa
caminando, cae y nadie la ayuda. Él tampoco. Lo único que
cambia es cuándo y por qué suceden las repeticiones. Todavía
hay gotas en la ventana. Un tren pasa en sentido contrario por la
vía contigua y el vagón se inclina un poco hacia el otro lado. Es
en momentos como ése donde la cabeza se dispara. Otra paloma
choca contra el vidrio y él piensa que no puede ser la misma. En
su niñez, si un tren se acercaba al puente que quedaba a la vuelta
de su casa, todos iban corriendo a pararse justo encima de donde
el tren pasaba. Ahora no entiende por qué le divertía tanto. La

110
Lagunas

carrera de bibliotecología fue tan aburrida como esperaba, pero


su hermano le escribió diciéndole que la madre estaría orgullosa
de él y por eso continuó. Cuando se graduó, el padre estaba
enfermo y los pocos registros de ese día son las fotos de sus
compañeros. Despertar temprano, ir a cada uno de sus trabajos,
hacer la compra, dormir. ¿Hacia dónde va el tiempo? Nunca vio
nevar. Se fue aquietando, a medida que los años pasaban y sus
expectativas no se cumplían, fue perdiendo impulso. El tren
circula por arriba de la línea de las casas. Las nubes vienen del
oeste, rápidas y cada vez más oscuras. Cada momento de la
historia tuvo un familiar suyo y mientras más alejado el
momento, más familiares. Cuando olvida a Victoria, hace un
esfuerzo para recordarla. Si no lo hiciera, la perdería del todo. Se
frota las manos por el frío.

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Lagunas

11. La memoria anterior

Cuando la puerta de la cabaña se abrió, una señora mayor


lo esperaba. Entre, le dijo sonriendo. Dos pasos y la puerta se
cerró tras de sí, al tiempo que sintió algo duro y frío en el
cuello. Estoy sosteniendo una escopeta Remington de dos caños en tu
cuello y no quiero bañar la cara de mi amiga con tu sangre. Dejá bien
despacio esa bolsa en el piso y ponete las manos en la nuca. Bien, así.
Ahora arrodillate. La señora tomó la bolsa del piso y dejó caer su
contenido. La botella de agua, algunas galletas y el celular
–¿Cuántos son?
Se hizo un silencio. La voz insistió.
–A vos te hablo, ¿cuántos son?
–¿Cuántos son qué?
–¿Con quién estás?
–Con nadie.
–¿Qué tiene en la bolsa?
La mujer levantó el celular y lo miró. Era un aparato

112
Lagunas

antiguo.
–No tiene nada –dijo.
–Bueno, nos vas a decir cómo es el plan o empiezo volándote la
rodilla.
Él se quedó callado. Vio por el rabillo del ojo que había más
personas en el salón que seguía luego de la entrada. Distinguió
una mesa larga con algunas copas.
–Ustedes no son de acá.
La señora lo miró y luego levantó la ojos hacia detrás de él,
interrogativa.
–¿A vos qué te importa? Contestá lo que te pregunté –la presión
del metal sobre su cuello aumentó.
–La gente de acá confía más. Ustedes son de la ciudad.
–Traé los precintos del armario en donde están las herramientas.
La mujer se fue. Un minuto más tarde volvía con una bolsa
llena de precintos negros.
–Pero, él no parece de... –empezó a decirle la mujer.
–Ahora vemos –respondió la voz –. Pibe, bajá las manos a la
altura de la espalda –él obedeció–. Isabel, ponele un precinto en
una muñeca y cerralo. Así. Ahora en la otra, pero pasalo por
debajo del otro. Ajustalo, pero no le cortes la circulación. Hacé
lo mismo con los tobillos y unilo al de una muñeca. Bien, listo
–sintió cómo el arma dejaba de presionarle el cuello.
El hombre caminó hasta quedar frente a él. También era
mayor. Un pequeño bigote blanco resaltaba en el centro de su
cara bronceada. Sostenía la escopeta con ambas manos. Su
mirada era notablemente precisa.
–Bueno, decinos qué querés. ¿Quién viene a las cuatro de la
mañana a una cabaña en medio de la nada?
–Tuve un accidente con el auto.
–¿Dónde? ¿Qué hacías viajando a esta hora?
–Fue un animal, se me cruzó. Creo que fue un ciervo.
–Te pregunté qué hacías viajando a esta hora.

113
Lagunas

–Estaba yendo a la base del cerro...


–¿A esta hora?
–Quería empezar el ascenso temprano, así llegaba al segundo
refugio a la noche.
–¿Sos alpinista? No parecés alpinista.
–No, no soy. Tampoco soy de acá. Soy de la capital. Como
ustedes.
–Tu auto, ¿arranca?
–Sí, arranca. Es la rueda. Se pinchó y la de repuesto está sin aire.
–¿Qué rueda fue?
–La derecha.
–¿Adelante o atrás?
–Adelante.
–¿Dónde quedó el auto?
–Fue una hora a pie hasta acá. Venía de la ciudad. Más o menos
trescientos cincuenta kilómetros desde la ciudad.
–¿No tenés seguro mecánico?
–Sí, pero no había señal.
–Claro que no tenías señal. ¿Qué auto es? ¿De qué color?
¿Cómo te llamás?
–Es un Ford. Rural, gris.
–¿Modelo?
–No sé, no es mío.
–¿De quién es?
–Es de una pareja amiga. Ellos están de viaje. Yo les estoy
cuidando las mascotas. Viven en el complejo de cabañas del
valle. Vivo, en realidad.
–¿Dónde están ellos?
–En Asia.
–¿Qué rueda se te pinchó?
Sonrió.
–La derecha, de adelante. ¿Fuiste policía vos?
Sin contestar, dejó la escopeta, tomó otro precinto de la

114
Lagunas

bolsa y lo usó para unir aquéllos que ataban las muñecas y


tobillos a un radiador ubicado bajo la ventana aledaña a la
puerta de entrada.
Se alejaron y, mientras lo hacían, notó que el hombre
arrastraba un poco la pierna izquierda. Era claro que había sido
fuerte en su juventud; su espalda, si bien algo arqueada por el
peso de los años, se distinguía amplia bajo la camisa a cuadros.
La mujer, Isabel por lo que había oído, era delgada y se movía
con bastante agilidad para la edad que aparentaba. Si bien a
causa de la mesa no le era posible ver el final de la sala, creyó
distinguir por lo menos tres personas más, dos de ellas mujeres.
La conversación, cuyas palabras no le llegaban nítidas, era
tranquila. No parecían asustados, a pesar de los recaudos que
estaban tomando. Luego de un rato, el hombre habló a través de
un aparato de radio.
Cuando volvió, tenía un cuchillo en la mano. Lo rodeó.
Sintió cómo se desprendían los precintos de sus piernas y el que
lo sujetaba al radiador. Sin embargo, el hombre no liberó el que
unía sus manos en la espalda.
–Vení, sentate.
Lo ayudó a levantarse y luego le acomodó una silla en la
mesa. Había copas con distintas bebidas, algunas llenas, cartas,
un cenicero repleto, una botella de champagne en una frapera y
dos botellas de whiskys distintos. Isabel se sentó con ellos.
–Ya avisamos a la policía. El comisario es amigo mío. Nos van a
llamar por el radio para ver cómo estamos cada quince minutos.
Si viniste con alguien y tenés que hacerle alguna señal para que
entre o alguna señal para que se vaya, te sugiero que le hagas la
segunda. La policía puede llegar acá en diez minutos como
mucho. No se van a poder llevar nada de valor.
–Señor, yo no vine a robar nada. No estoy con nadie –se quedó
pensativo –. Además, ¿por qué voy a tocar el timbre entonces?
–No finjas inocencia, sabemos cómo funciona eso.

115
Lagunas

–De verdad, no vine a robar nada.


–Ojalá sea verdad. Es más, a partir de ahora nos vamos a manejar
como si eso fuera verdad. ¿Dónde habías dejado el auto?
–Más o menos trescientos cincuenta kilómetros desde la ciudad.
–Bueno, podemos llamar al auxilio mecánico, pero no van a
responder antes de las ocho o nueve. ¿No había inflador en el
auto?
–No.
Dos mujeres y otro hombre se acercaron. Tenían los ojos
rojos y aspecto divertido. No pudo dejar de sentir cierta gracia
del par contrastado que formaban las mujeres. Si bien las dos
eran altas, una llevaba el pelo corto y no sólo era delgadísima
sino que su ropa, más ceñida de lo usual para una persona de su
edad, acentuaba ese carácter reducido, mínimo; la otra, en
cambio, llevaba el pelo largo y enrulado y todo en ella era
abundancia: aún sin ser gorda, era caderona y abultada por
delante, su cara también se extendía a todos los lugares posibles,
con unos labios particularmente carnosos. Su mirada, por otra
parte, era de una gran dulzura, como si detrás de las arrugas y la
voluptuosidad permaneciera una niña sepultada, indemne al
paso de las décadas. El hombre restante también le resultó
interesante: de estatura y porte medio, con una barba todavía no
del todo agrisada, poseía una mirada de detenida atención. Sus
ojos verdes escrutaban la escena con calma minuciosidad.
–Bueno, está bien, no me hagan caso –dijo el hombre que ya no
sostenía la escopeta –; vengan nomás.
–Era eso o que llevaras los tragos para el fondo, Rubén
–respondió el hombre de mirada verde.
–Gracias por decirle mi nombre. Tomá, acá tenés.
–Éste no nos va a hacer nada. No viene de arriba. Miralo, ¿no te
das cuenta?
Mientras se servía whisky, la mujer flaca empezó a girar un
dispositivo que, luego de unos segundos, él reconoció

116
Lagunas

sorprendido como un picador de marihuana. En efecto, cuando


terminó de girarlo depositó el contenido en un papel de armar y
lo enrolló. No pasó mucho hasta que el olor dulce invadió el
ambiente. Se lo dio a su compañera y luego al hombre de mirada
atenta, que, después de darle algunas pitadas, le preguntó:
–¿Querés, pibe?
–Pará, ¿cómo le vas a dar? –intervino Isabel–, está atado, ¿no ves?
No sé si conviene drogarlo.
–Si tenía malas intenciones, la marihuana se las va a sacar. Yo soy
de los que cree que si todos fumaran marihuana el mundo sería
un lugar mejor –antes de terminar, él y las dos mujeres con las
que llegó estallaron en carcajadas.
–Qué estúpidos –respondió Isabel, quien, de cualquier modo,
sonreía.
–No fumo, gracias.
–¿Cigarrillos tampoco?
–Había casi dejado para subir el cerro. Aunque luego de tener
una escopeta en el cuello, creo que no me vendría mal uno. Pero
no lo podría fumar.
–¡Sacale esos precintos! –insistió Isabel a Rubén.
La miró serio, pero sin violencia. No necesitó decir nada.
Era claro que manejaba el plano operativo en esa casa. Luego, él
volvió a ser el centro de atención y les devolvía las miradas con la
misma curiosidad. La mujer de rulos se levantó de su silla y se le
acercó.
–Hola, me llamo Paola –dijo y lo besó en la mejilla –. No sos de la
zona, me parece claro, y hay cosas de acá que no entendés. Pero
creeme que no hay mala intención. Rubén se preocupa mucho
por cuidarnos. Ella es Natalie, mi esposa, Rubén, Isabel y éste
degenerado de acá es Lucas.
Estas palabras le produjeron un efecto de relajación
increíble, pero no únicamente por su contenido. Había algo en
el timbre de la voz de Paola que no podía sino generar paz. Le

117
Lagunas

sonrió y se presentó también. Repitió de dónde venía y hacia


dónde iba.
–¡Bueno, mucha conversación! ¿Seguimos jugando? Él puede
arbitrar un poco cuando Natalie haga sus trampas –dijo Lucas.
La propuesta fue aceptada por todos e Isabel ya estaba
mezclando las cartas que le habían acercado desde los extremos
de la mesa. Con el correr de las jugadas, él terminó aceptando
que le era imposible entender el juego. Sacaban y ponían cartas
del mazo, apoyaban otras en la mesa, tomaban las que los otros
habían apoyado, pero la lógica que subyacía a esas movidas le era
inescrutable. En la tercera mano, el radio empezó a hacer
sonidos. Era la policía. Rubén dijo que seguían bien.
–No era mentira, como habrás visto –le dijo, luego despedirse
por el radio.
–¡Sacale esas esposas, Rubén! –dijo Natalie, con una vehemencia
que no concordaba con su delgadez.
Rubén, que daba la sensación de estar ya algo tocado por el
champagne, sonrió. Sin embargo, siguió jugando y los otros
continuaron también.
–No hablás mucho, ¿no? –preguntó Lucas.
–Supongo que no. Menos cuando estoy atado por la espalda.
–¿Qué hacés vos? ¿De qué vivís?
–Hacía. Ahora vivo en las cabañas del complejo del valle. Le
cuido las mascotas a unos amigos que están de viaje. Aunque
ahora están desaparecidos, hace meses que no me contestan un
correo.
–Las mascotas... –dijo Lucas mientras apoyaba una carta y luego
tomaba la misma que había apoyado y otras dos.
–Sí, dos gatos.
Lo que acababa de hacer su interlocutor con las cartas había
captado por completo la atención de todos los presentes. Él
seguía sin comprender qué había pasado, pero tampoco estaba
con ánimo de que le explicaran el juego.

118
Lagunas

–¿Están de vacaciones?
El primero en mirarlo fue Rubén, como si se sintiera vejado
por la pregunta, como si cualquier información que él quisiera
manejar lo volviera a convertir en sospechoso. Paola se levantó y
fue hacia el fondo. Volvió con unas tijeras y un vaso. Rubén le
dijo que no lo hiciera, pero Paola se limitó a decir, sin
mirarlo, disparame, y cortó los precintos de las muñecas, mientras
él miraba a todos los presentes con bastante curiosidad acerca de
cómo reaccionarían. Sacó unos hielos de la frapera, los puso en el
vaso y le sirvió whisky. Él, una vez que sintió sus muñecas
liberadas, esperó todavía unos segundos, temeroso de que la
presencia de sus manos sobre la mesa pudiera liquidar por fin la
poca paciencia que Rubén parecía tener. Al ver que nadie
reaccionaba, llevó los brazos hacia delante y los estiró. Todos
estaban concentrados en sus movimientos. Tomó el whisky y,
por un segundo, tuvo el impulso de levantar la copa, en señal de
brindis, pero luego le pareció ridículo. Bebió y el ardor en la
garganta lo relajó. También supo que desde hacía rato que tenía
sed, aún si recién lo notaba.
–No, no estamos de vacaciones –dijo finalmente Lucas–. Vivimos
acá. Los cinco.
No pudo ocultar su sorpresa.
–Raro, ¿no? Aunque no es tan raro últimamente.
–¿Qué cosa no es tan rara? –preguntó.
–Esto.
–¿Que vivan...? –buscaba una palabra, que no encontró.
–Sí, viejos. Que viejos vivan juntos –completó Lucas –. Y que no
sea un geriátrico.
Él no estaba seguro de qué podía decir sin ser
malinterpretado.
–Lo que estás pensando, sí. A nadie le gustan los viejos. Los
esconden. No sé si porque les recuerdan que van a morir o
porque les recuerdan que van a ser así. O las dos cosas. No sé ni

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Lagunas

me importa, no tengo tiempo para resolver los problemas de la


humanidad: no lo hice cuando era joven y no lo voy a hacer
ahora. Hacía tiempo que hablábamos con Rubén de la sensación
de ser un peso para nuestros hijos, que no nos querían ver. Y
fuimos reclutando amigos, vendimos todo y compramos esto.
–Ustedes vendieron –terció Isabel –. Yo no.
–Es lo mismo –respondió Lucas.
–¿Jugamos cartas o le vamos a contar la historia de nuestras
vidas? –se quejó Natalie.

El bosque comenzaba a mostrar contornos definidos contra


un cielo que, si bien ya no era oscuro, tampoco permitía
distinguir si estaba nublado o despejado. Una hora atrás se
habían mudado de la mesa hasta los sillones del fondo de la sala.
Isabel y Natalie se habían dormido; Paola armaba un nuevo
cigarrilo de marihuana y Lucas hablaba sin parar. Él se debatía
entre la borrachera y el sueño, pero en cualquier caso hacía rato
que había dejado de pensar en la cordialidad con la que había
sido recibido. Rubén ya parecía tenerle confianza y nadie lo
apuraba para que fuera a buscar su auto. Paola se le sentó al
lado.
–¿Vas a ir el cerro mañana? –le preguntó.
–Quería. Ahora ya no sé. Depende de cómo esté cuando llegue
al auto. Espero no tener mucha resaca.
Paola le sonrió y le dio una pitada al porro.
–¿Toman muchas drogas ustedes? –preguntó él.
–No, ahora no –miró a Lucas –, antes sí. Pero hay ciertas drogas
que no están hechas para los vejestorios como nosotros. Hubo
algunas complicaciones.
–Dos –intervino Lucas –. Dos complicaciones.
–Sí, dos –continuó Paola –. Bueno, decidimos que no queríamos
pasar por eso de nuevo y que fuera sólo alcohol y marihuana.
Se hizo un silencio.

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Lagunas

–Eran más antes –dijo él.


–Sí –contestó Paola. Se recostó sobre él. Tenía un perfume que él
sólo podía adjudicar a alguien mayor. Lo abrazó desde la cintura
y él se sorprendió sintiéndose en el lugar del que tiene más edad.
Ninguno agregó nada y a los pocos minutos se quedaron
dormidos.
Pasó seis días más con ellos. Entre los cientos de cigarrillos y
whiskys y que le parecía un abuso pedirle a Oscar que se ocupe
de los gatos más que la semana acordada, abandonó por el
momento la idea de subir al cerro. Al despedirse, Paola lo besó
en la boca.

121
Lagunas

En el tren

Va a dar clases a la universidad, al igual que otros dos días por


semana. Viaja en el tren del sur, el tren de las ocho y veinte. Fue
raro lo de esa lluvia cuando salió de trabajar en la biblioteca. De
niño no existía el tiempo, no existían los finales. Ariel es actor. A
él siempre le resultó un misterio la razón por la cual, desde la
escuela secundaria, insistía en ser su amigo. Era una amistad
completamente sostenida por Ariel. La voz del padre. De a ratos,
la niebla es tan espesa que el exterior desaparece. Los árboles
siguen pelados. Al velorio de su padre no asistió nadie, su
hermano estaba fuera del país y no pudo contactar a ningún
conocido. Las personas que duermen en las estaciones siempre
tienen una cantidad llamativa de bolsas. Otra razón para no
seguir en la academia es que sólo había encontrado dos clases de

122
Lagunas

intelectuales en las humanidades: los esotéricos, que utilizando


un lenguaje técnico y abstruso, hablan hasta el cansancio de
cosas que sólo interesan a cinco personas. Y los públicos, que
declaran sobre los temas de interés general y no dicen nada
distinto que todo el mundo, con el mismo lenguaje técnico y
abstruso pero mal usado. Le gustaría poder recordarlo todo. Lo
único que cambia es cuándo suceden las repeticiones. Comenzó
a vincularse con los libros a los cinco años: su padre apiló varios
tomos de la Enciclopedia Bruguera para que él pudiese alcanzar
el interruptor de luz en el baño. En el jardín de su padre había
abejorros. Le parecían abejas gordas y buenas.

123
Lagunas

12. Riñones

El trayecto final hasta el complejo duró algo más de cinco


horas. A diferencia del tramo de ida, durante el día había unos
pocos autos que de cualquier modo alcanzaban a demorar
bastante el viaje. Cargó nafta una vez y paró dos, la primera para
estirar las piernas y la otra para ir al baño. No podía decir que
hiciera calor, pero el sol estaba fuerte y a los pocos minutos
empezaba a quemar. La frustración del viaje trunco comenzó a
intensificarse a medida que se acercaba al complejo, pero trataba
de concentrarse en la ruta. En los intervalos donde no había
asfalto, el ripio ahora seco permitía que el polvo se levantara y el
vértigo que derivaba de esos momentos fue borrando los
resabios del malestar caprichoso que todavía naufragaban en su
estómago.
La barrera se levantó y el auto ingresó al complejo, pero
Oscar le pidió que se detuviera. Él apagó el motor, intrigado. Se
preguntó si tendría que ver con Manuel, su hijo.
–La gata blanca empeoró mucho esta semana –dijo a través de la
ventanilla –; yo hice todo como usted me dijo.

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Lagunas

La información fue tan inesperada que no percibió el


escalofrío que recorrió su espalda. Tampoco supo que agradeció,
menos aún que volvió a arrancar el auto para apresurarse hasta la
cabaña. Todos los eventos previos a ver al animal sucedieron sin
registro.
Colia yacía sobre la alfombra. Al percibir que él estaba en la
casa, se inclinó y con esfuerzo logró erguirse en sus cuatro patas.
Apenas unos pasos temblorosos y cayó nuevamente de costado,
rendida. Maulló de un modo ronco y al hacerlo no pudo
contener un prolongado chorro de orina.
A él no le fue claro cuánto tiempo estuvo mirándola sin
poder reaccionar. El pelo del animal, que hacía unos días sólo
estaba un poco más sucio que lo habitual, se distribuía en
mechones grasientos y había incluso algunos claros
desperdigados a lo largo del cuerpo notablemente
empequeñecido.
Se arrodilló y la acarició. Colia respiraba lento y con
dificultad. El hocico permanecía abierto y pudo ver que había
perdido dos dientes. Pero lo que más lo sorprendió fue la
serenidad que el cuerpo del animal había adquirido a partir del
contacto con su mano. La desesperación del primer momento
cedió y Colia ahora se sometía a su incapacidad de moverse, a sus
dientes perdidos, a la escasa respiración que lograba recoger, con
una resignación que a él le resultó asombrosa.
La ubicó dentro de la jaula cubierta con toallas y fue directo
a la veterinaria. Durante el trayecto, constataba a cada rato que
todavía respirara. Trató de no dejarse llevar por el deseo de
culpar a alguien, de por ejemplo acusar a la médica veterinaria de
incompetencia. No importaba qué le hubiera dicho poco
tiempo atrás. Ahora lo importante, insistía, era que la sanaran, la
pusieran mejor. Que postergaran lo que, por supuesto, ya sabía
que no podía evitarse.
La médica intentó tomarle la temperatura, pero el aparato

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Lagunas

no registraba nada. Ése fue el primer momento donde pareció


preocupada. El mínimo es 29, aclaró. Tomó el estetoscopio. Los
latidos son casi imperceptibles, dijo. Colia, sobre la mesa metálica, se
dejaba hacer como si sólo fuera un cuerpo inerte, con los ojos
todavía abiertos.
–A veces el deterioro renal es así, agudo –dijo finalmente–.
Podemos internarla, pero dado el estado del animal, no veo
mucha esperanza. Quizás lo mejor es considerar otras opciones.
La internación es costosa.
Él percibió el eufemismo opciones como un gesto de forzada
cordialidad proveniente de alguien a quien, era claro, su
contacto menos mediado con la naturaleza le hacía entender la
vida, por lo menos la animal, como algo cuya finitud era tan
normal como menor.
Luego de insistir con la internación y, de un modo enfático,
con que se intentara todo lo que estuviera a su alcance, sin
importar el dinero (no era su dinero, de cualquier manera), salió
hacia el auto. Pero mientras arrancaba se dio cuenta de que,
luego de depositar a Colia sobre la camilla metálica, no volvió a
tocarla ni dirigirse hacia ella. Entró nuevamente a la clínica.
La veterinaria lo miró con sorpresa, mientras preparaba una
jaula donde iba a ubicar al animal. Él le pidió que ante cualquier
cosa lo llamara, mientras su mano repasaba el contorno de
Colia. Por supuesto, contestó ella. ¿Tiene mi número de teléfono? Ella
asintió, sí, ya me lo dio, el del complejo Del Valle, sí. Agradeció y fue
hacia el auto.

–¿Qué le dijeron? Yo le di la comida especial, como usted me


dijo.
–No se preocupe –la mirada seguía en el parabrisas, sin poder
girar hacia el guardia–, estoy seguro de que lo hizo bien. Los
ineptos son ellos, hace sólo unos días estaba bien.
–Mire que yo vi muchos gatos con el problema. Es de padres a

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Lagunas

hijos, me dijeron. No hay mucho que hacer.


–Gracias, Oscar –hizo un gesto con la mano y arrancó.
Envió un correo electrónico a los dueños. También
constató que no le habían contestado el anterior, donde les
informaba el primer diagnóstico de Colia. Era cierto que ese
informe había carecido de dramatismo, porque él tampoco lo
había creído dramático: sólo parecía ser el primer signo de una
enfermedad crónica pero tratable. En cualquier caso, no pudo
dejar de inquietarse por la ausencia general de contacto por parte
de sus amigos. Llegó a preguntarse por la posibilidad de un
atentado, pero descartó la idea inmediatamente. Tampoco había
ningún correo de Ève.
Despertó minutos después de que clareara. Sintió que todo
sucedía más lento, el sol se demoraba en cada ángulo sobre el
valle, las olas en el lago prolongaban sus movimientos, el viento
transcurría más pausado, como si todo estuviera a la espera de lo
mismo que él. Le puso comida a Cloto, que no parecía notar la
ausencia.
A las doce pensó en llamar a la veterinaria. Lo único que lo
detuvo fue el temor a escuchar lo que no quería escuchar.
Recordó su sueño. Ève lo llamaba desde Francia. Le
hablaba de los atentados, habían aumentado. Francia también
votaría la Ley de Privacidad. Le decía también que las leyes eran
un sueño despierto de los hombres, que lo monstruoso de los
hombres era distinguir sus sueños de la vigilia y sin embargo no
distinguir sus sueños diurnos. Ésos eran los demonios de la
razón, concluía ahora frente a él, pues ya no hablaban por
teléfono y desaparecía una vez más en la escalera del
aeropuerto para subir a un helicóptero.

Mientras fumaba y miraba las ardillas en la escalera del


patio, el teléfono sonó.
El camino en el auto se le hizo largo, detallado. Lo

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Lagunas

sorprendió la certeza de que debería estar nublado, de que un


día así merecía nubes.
La veterinaria lo saludó y le pidió que esperara. Vio en el
calendario sobre el mostrador que el último día tachado era un
sábado, por lo que debía ser domingo. Hay cosas que mueren
los domingos, pensó.
– ¿Quiere pasar? –le preguntó.
Él no se había imaginado esa posibilidad. Sin embargo,
sabía también que todo podría haber pasado sin él allí. No era
necesario que estuviera. Respondió que sí, pero menos porque
realmente lo quisiera que porque temió ser visto como
insensible.
En la jaula superior a la de Colia, un gato gordo y marrón
dormía. Es diabético, le explicó la médica. La gata blanca estaba
cubierta por una manta térmica y de su pata salía un tubo
conectado a una pequeña bolsa con líquido, enganchada en la
puerta de la jaula. La respiración de Colia era de una brevedad
estremecedora. Casi no había movimiento. La veterinaria abrió
la puerta, retiró la manta térmica y se fue de la sala.
Él la acarició. Era lo único que podía hacer. La gata, de
costado, tenía sus cuatro patas completamente estiradas. Por un
instante, sólo un instante, pareció responder al contacto. Sus
ojos estaban fijos en un punto detrás de él, algo vidriosos y con
el tercer párpado cubriendo la mitad. El hocico seguía abierto y
la lengua caía un poco hacia la manta que revestía el piso de
metal. Se preguntó qué hacía ahí, se preguntó si para ella
cambiaba algo que él estuviera ahí. Se preguntó, al final, qué
podría cambiar el hecho de que, incluso si algo cambiara con su
presencia, el recuerdo de ese cambio desaparecería en minutos.
La veterinaria volvió y preguntó si estaba listo. Él asintió.
Volvió a preguntarle si quería permanecer y la inercia lo dejó
estar. Por la misma vía que llegaba a la pata, inyectó una
sustancia y luego otra. Él mientras repasaba con su índice el

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Lagunas

trayecto desde la pequeña nariz hasta el espacio entre las orejas.


No supo que la veterinaria se había ido, atento como estaba a
estar allí, atento a los últimos instantes del animal. Por eso se
sorprendió cuando volvió y puso el estetoscopio sobre el cuerpo
ya quieto. Los ojos de la gata seguían abiertos.

Cuando la sacó de la bolsa, con el pozo ya cavado, notó que


el cuerpo muerto había liberado algo de orina en la tela con la
que lo había envuelto, probablemente producto de los líquidos
que le ingresaron con el suero. No quiso sacarla de la
improvisada mortaja y la depositó en el hueco, que tapó con
unas pocas paladas.
Al terminar, apareció Manuel, que había estado
observando la escena en silencio. Dejó una rama sin flores sobre
la tierra revuelta.
–Chau, bicho –dijo. Se fue sin agregar nada.
Lo vio irse y volvió hasta la cabaña. Antes de entrar, notó
que el árbol más grande del patio ya había perdido todas sus
hojas.

129
Lagunas

Oscar

Oscar creció al sur de la ciudad, en un pueblo que nació y


murió coordinadamente con el hallazgo y vaciamiento de unos
yacimientos de petróleo. Su padre, Manuel, era militar. Se había
casado a los cuarenta y ocho años con Graciela y Oscar fue su
único hijo.
Cuando la pensión del gobierno comenzó a ser insuficiente
para mantener a los tres, Oscar, con once años, empezó a
colaborar con el mecánico del pueblo, amigo de Manuel desde la
infancia. Sin embargo, a los catorce el taller cerró -unos meses
más tarde que la petrolera- y Oscar se mudó solo a la ciudad,
donde comenzó a trabajar descargando camiones para la cadena
de supermercados más importante. A los quince conoció a
Julieta comprando pastabase cerca de las incipientes villas que se
estaban formando en la zona alta de la ciudad. La relación duró
casi cuatro años y luego de muchos intentos de tener hijos, el
médico diagnosticó endometriosis. Julieta, de cualquier modo,
siguió culpando a Oscar de su incapacidad, alegando que era
producto del consumo de drogas que ambos habían compartido

130
Lagunas

durante esos años. A los diecinueve años, Oscar estaba soltero


nuevamente.
Al igual que su padre, era alto y de espaldas anchas. Los
años de carga y descarga en el supermercado lo volvieron
musculoso y al cumplir veintiuno el encargado del
establecimiento le recomendó que se postulara para la compañía
de seguridad que le proveía la guardia al supermercado. Fue
aceptado y continuó trabajando con sus antiguos compañeros,
pero en un puesto diferente y con un importante incremento de
sueldo.
Un año después de terminar su relación con Julieta, María
de los Ángeles -a quien llamaban Marita- comenzó a trabajar en
la parte de limpieza del supermercado. Casi de inmediato
empezaron a frecuentarse y al poco tiempo vivían juntos en el
monoambiente de Oscar. Cuando, un año más tarde, Marita
quedó embarazada de quien sería Manuel Jr., empezaron a
buscar otro trabajo para poder mudarse a un lugar más amplio.
Sin embargo, los alquileres habían explotado con el auge del
turismo y parecía que la mejor opción era sostener el
departamento que tenían, cuyo dueño conocía a Oscar desde
hacía muchos años y nunca había aumentado a los valores
actuales del mercado. Curiosamente, fue ese mismo auge el que
permitió, un año después y ya con Manuel entre ellos, que se
terminara la construcción de una serie de complejos de cabañas
al Oeste de la ciudad y la empresa de seguridad ofrecía mejores
sueldos y alojamiento. Oscar ya llevaba tiempo trabajando con
ellos y sus jefes le reconocían su seriedad y responsabilidad, por
lo que no fue difícil que lo asignaran a una de ellas. Él, su mujer
y su hijo comenzaron a vivir en ese lugar que superaba por
mucho cualquier fantasía que hubieran tenido acerca de dónde
iban a criar a Manuel.
Ocho meses después de haber comenzado a trabajar en el
complejo, Marita desapareció. Ni la policía ni la justicia tuvieron

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Lagunas

noticia de ella hasta su muerte por sobredosis en un prostíbulo


al norte, dieciséis meses más tarde. A pesar de los claros signos de
haber sido atada y golpeada, se caratuló al episodio como
“Muerte por abuso de estupefacientes”. Oscar nunca habló con
Manuel sobre la desaparición de su madre, así como éste nunca
preguntó nada al respecto.

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13. El invierno

Las primeras nevadas sucedieron dos semanas antes del


invierno. Fumaba en el deck del patio trasero, con una frazada en
las piernas y Cloto en la otra silla. Atardecía tras los montes y el
cielo nublado fue virando al naranja hacia el horizonte. Una
ardilla permanecía inmóvil sobre la rama pelada del árbol
grande, con la cola cubriendo su lomo. De golpe Cloto se
levantó y se concentró en un objeto en el aire, que él primero
creyó un insecto. El copo blanco bajaba lentamente, en un
vaivén que el gato coordinaba con la mirada. Luego fue otro,
que se derritió contra la mesa de madera al primer contacto.
Después ambos dejaron de mirar a algún copo en particular y
recién entraron a la casa cuando ya no era posible ver el marrón
de las tablas del deck. Antes de que el sol desapareciera, observó
por la ventana que todo el valle era una gran superficie blanca.
Le habría gustado compartir la imagen con Ève. Pensó que esa
era la primera de una larga serie de nevadas que cubriría el lugar
donde Colia estaba enterrada.
Los días posteriores estuvieron marcados por esa primera

133
Lagunas

gran nevada. Si bien el sol reapareció, la nieve en la tierra se


mantenía intacta. Con el frío también se habían ido los pocos
habitantes de las otras casas del complejo, por lo que los caminos
interiores permanecían también tapados por la nieve. Se
preguntó si podría salir de ahí con el auto o si necesitaría cadenas
para las ruedas. Lo cierto es que tampoco sabía a dónde ir.

–Deme la tarjeta, hay que comprar comida –dijo Oscar.


–¿Pasa algo?
–¿No vio nada en la tele?
–No, no la uso.
–Después le explico.
Buscó la tarjeta y se la dio a Oscar, que salió apurado
camino arriba. Entendió que tendría que sentir algo de
curiosidad, pero lo cierto es que no la sentía. Decidió fingirla y
prendió la computadora. Mientras el sistema iniciaba, escuchó el
sonido de la camioneta de Oscar. Abrió la página de los diarios y
su correo. Sin embargo, apenas prestó atención a los grandes
titulares y a las fotos especialmente elegidas para impresionar,
fotos que, en distintas versiones, ya había visto muchas veces.
No. Lo que obturó totalmente su capacidad de recibir
información fue ver el nombre de Ève en su bandeja de entrada.
La fecha era del mismo día, siete horas antes. No había asunto.
Sin embargo, la misma emoción que había sentido frente a la
presencia de ese correo fue la que hizo más fuerte el impacto
cuando, al abrirlo, se encontró con nada. El correo estaba vacío.
Volvió a la bandeja de entrada y repitió la operación de apertura
del correo, pero el resultado fue el mismo. Respondió de
inmediato, comunicándole que el correo estaba vacío y
preguntándole cómo estaba, qué había sucedido. No pensó el
contenido, sólo quería que Ève lo recibiera antes de volver a
alejarse de una computadora por otros meses. Lo envió y, por
primera vez desde que había llegado al valle, dejó la

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Lagunas

computadora abierta.
Para distraerse, leyó las noticias, tal como Oscar parecía
querer que hiciera. No entendió la urgencia: los atentados se
habían intensificado, sí, pero nada sugería que hubiera alguna
diferencia cualitativa en la situación general. Pensó que
probablemente Oscar estaría preocupado por Manuel y por eso
sobrerreaccionaba. Se sirvió un whisky. El correo vacío disparaba
una serie infinita de especulaciones, desde una falla técnica (el
correo había tenido un contenido que se perdió), un
comportamiento irregular del servidor (el correo se envió solo),
un virus (¿pero qué virus enviaba un correo vacío?), un
arrepentimiento de último momento (Ève abrió el editor de
correo y, cuando ya había decidido no escribirlo, disparó el
envío involuntariamente). Contempló también la posibilidad de
que algo le hubiese sucedido en el preciso instante en el que por fin
le iba a escribir, pero la idea no tenía sentido: si, por ejemplo, un
atentado hubiera sucedido mientras ella se disponía a enviarle el
correo, ¿por que se había enviado? La hipótesis de Ève cayendo
muerta sobre el teclado y disparando el envío era disparatada.
¿Quizás un familiar revisando los correos de Ève, con esas
órdenes judiciales que permiten el acceso una vez que la persona
muere? ¿Y por qué el familiar sería tan estúpido de enviar un
correo vacío? Los intentos de detener esa cadena de
elucubraciones eran infructuosos. Repasaba las opciones, pero
ninguna parecía tener sentido. Buscó en google empty email: en
un foro alguien sugería que podían ser producto de un antivirus
eliminando el contenido. Esto, que en un primer momento le
resultó una explicación razonable, dejó de tener sentido a
medida que lo pensaba más y más. Ève usaba Mac, que en los
últimos años no había tenido ningún virus, y sería por lo menos
extraño que tuviera un antivirus. Sólo restaba que fuera el
antivirus del servicio de correo, pero ¿por qué no le informaba
que había removido el virus, entonces? Y, sobre todo, ¿por qué

135
Lagunas

había borrado también el asunto? Sugerir que Ève no lo había


escrito y que el antivirus había sólo borrado el cuerpo del correo
sonaba exageradamente a ad hoc. Siguió buscando en google.
Otro forista señalaba que el remitente en los correos no debía ser
tomado muy en serio, porque era fácil escribir un pequeño
programa que enviara un mail con la dirección de otro. La
autenticidad podía verificarse en el código fuente del correo,
para lo cual había que descargarlo desde un cliente de correo,
dado que los webmails no permitían visualizar este código. Buscó
un cliente gratuito y lo puso a descargar. La conexión estaba
bastante lenta y la descarga tardaría diez minutos. Salió a fumar.
Cuando volvió a la computadora advirtió que no
recordaba haber fumado, aunque sabía que lo había hecho. El
olor fresco a cigarrillo en sus manos y el frío en la cara eran
pruebas de su paso por el jardín nevado. Se sorprendió de esa
laguna y presionó una tecla para deshabilitar el salvapantallas. La
descarga se había interrumpido. Intentó volver a iniciarlo, pero
-luego de unos segundos de espera- el navegador indicó que no
había conexión. La señal inalámbrica, según el ícono en la
pantalla, estaba al cien por ciento, así que debía ser algo externo.
Quizás apagando y prendiendo el router se solucionaría. Pero se
dio cuenta de que no sabía dónde estaba. Nunca lo había
tocado, nunca había necesitado hacerlo. Supuso, dado que la
señal era fuerte en el living, que no debía estar muy lejos. Miró
primero las bibliotecas, detrás de los sillones, las mesas de los
veladores. Recordó una caja plástica con luces titilantes en la
cocina, que siempre había creído una central de alarma
(tampoco usaba la alarma). Mientras se dirigía a la cocina, la luz
se apagó, dejando que las imágenes grisáceas del atardecer
nublado se impusieran frente al interior súbitamente negro. El
efecto tenía algo de artificial: como si las ventanas fueran
pantallas que emitían coordinadamente una imagen
panorámica. Entro a la cocina y miró el aparato en la penumbra.

136
Lagunas

En efecto, era el router.


Desde el primer momento supo que el corte era externo a la
casa. El valle sin ninguna luz era prueba suficiente. Pero, de igual
manera que con el corte de luz anterior, revisó los disyuntores y
la llave térmica, que estaban en la posición correcta. Buscó el
abrigo y salió.
Al silencio usual del valle nevado se le contraponía un
murmullo que nunca había escuchado antes, lejano, más allá de
la frontera determinada por la línea de los primeros árboles.
Todo el resto permanecía quieto. Las ardillas esperaban
inmóviles, en la misma posición ensimismada con la cola sobre el
cuerpo; las aves, en cambio, desaparecieron bastante antes del
comienzo del frío. Se alejó unos metros de la casa y descubrió
que tenía miedo, aunque era incapaz de precisar exactamente de
qué. Las últimas horas parecían días. Encontraba más recuerdos
desde el momento en que Oscar le había pedido la tarjeta que de
todas las semanas anteriores. Caminó unos metros más. La
nieve, que caía tenue pero constante desde que despertó, estaba
blanda y cada paso era costoso. Volvió a la cabaña.
Cloto lo esperaba agazapado. Se recostó en el sillón y el
gato, en contra de sus costumbres, se acomodó contra su cuerpo.
Sin las luces de afuera no se llegaba a ver la nieve caer. Sólo algún
copo que chocaba contra el vidrio y se deshacía inmediatamente
por el calor del interior. La imagen monótona terminó por
dormirlo.
Despertó por los golpes en la puerta. Salió del sillón algo
confundido, con los restos en fuga de un sueño que no logró
retener. La luz no había vuelto y el exterior estaba ahora mucho
más oscuro que antes de dormirse. Al abrir la puerta, la linterna
lo encegueció. La voz era la de Oscar, que entró.
Cuando se sentaron en la mesa de salón, vio los cortes en la
cara del guardia, que le devolvía la tarjeta. Además de la linterna,
Oscar llevaba un rifle.

137
Lagunas

–No la usé –dijo.


–¿Qué pasó?.
–Estaban saqueando. Los de las villas de arriba. Metí lo que
pude.
–Pero, ¿y la policía?
–Le digo la verdad: no sé qué está pasando. A mí desde la tarde
que no me contestan el radio. Hablé con los guardias de otros
complejos y a nadie le contestan. Dicen que en la ciudad la cosa
se puso fea.
No supo qué decir. Por instinto, se levantó y trajo el whisky
y dos vasos.
–No, gracias –dijo Oscar–. No creo que sea una buena idea tomar
ahora.
Él no hizo caso y se sirvió.
–¿Y Manuel?
–Está en la cabaña. No le dije nada de lo que está pasando.
–¿Pudo traer suficiente comida?
–Sí, eso sí. Le quería decir algo sobre eso. Tengo un depósito,
cerca de los tanques de gas. Está bastante oculto, es un sótano.
Dejé todo ahí, por si...
–No, Oscar, ¡no van a venir hasta acá! Es lejos. Esto se va a
terminar mucho antes de que tengan las ganas de llegar hasta
acá.
–Ojalá tenga razón. Pero yo tengo que pensar en...
–Sí, ya sé.
Sin agregar nada, Oscar sirvió whisky en el vaso vacío.

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Lagunas

14. Ruedas

A los cuatro días del corte de luz dejó de llegar el agua. El


gas duró una semana más: el camión que debía rellenar el tanque
previsiblemente nunca apareció. Al comienzo le pidió a Oscar
alguna cosa para comer que le faltaba, pero todo se le acabó
rápido y a partir de ese momento comían juntos los tres, con
Manuel. Las primeras veces hablaban poco, en parte porque no
sabían qué tenían en común, en parte porque Oscar no quería
explicitar nada de la situación frente a su hijo. Sin embargo, con
el pasar de los días, supieron qué equipo de fútbol entusiasmaba
al otro y, dada la carencia de torneos actuales sobre los cuales
conversar, se encontraron recreando –pero en general,
inventando– campeonatos de hace años.
Cuando Manuel dormía, Oscar lo informaba de los
rumores que había podido recoger por el radio. Le habían dicho
que en pocos días la luz iba a volver. Mientras tanto, le pidió
ayuda para volver a montar unos paneles solares que el complejo
todavía guardaba de hacía un par de años, cuando no había
corriente eléctrica en esa zona. Le sobraban algunas baterías de

139
Lagunas

auto secas y algo de ácido como para poder recolectar energía y,


por lo menos, conservar el radio funcionando. Él hacía tiempo
que se mantenía incomunicado y sin embargo ahora entendía
que su incomunicación era una mera pose, apenas un gesto a
sabiendas de que cuando lo necesitara podía abrir la
computadora y todo lo que necesitase estaría ahí, a sus manos.
Ahora la situación había cambiado, a pesar de que tratara de
mantenerse tranquilo. Sabía que las crisis llegaban a un fin, por
más vulnerable que fuera la zona en la que estaba. De hecho,
estaba seguro de que en la ciudad era peor: en una ciudad no es
sino la resignación de muchas condiciones agradables sólo por el
acceso garantizado a ciertos servicios. Además, los medios
reportarían sobre todo lo que sucedía en las ciudades,
universalizando la sensación de caos y apocalipsis. En donde él
estaba, en cambio, en realidad no era tanto lo que había
cambiado. No por lo menos para él: apenas un poco desde el
apagón. Sólo dos cosas representaban una novedad, y ambas le
gustaban: ante la ausencia de gas, tuvo que empezar a cortar
madera. Nunca lo había hecho antes en su vida y le resultaba
muy placentero. Las casas conservaban estufas a leña y el olor a
madera quemada y el crepitar mientras se dormía lo
hipnotizaban. El otro cambio era la necesidad de bajar hasta el
lago para proveerse de agua. Si bien las orillas estaban
congeladas, todo lo que había que hacer era subirse al pequeño
muelle –construido únicamente para las lanchas recreativas de
inquilinos que venían en verano– y con un palo romper el hielo
de la superficie. Dejaba caer los baldes atados con una soga y,
con a lo sumo tres viajes diarios, toda la necesidad de agua estaba
cubierta.
Oscar insistía en que había que tener cuidado, en que en
cualquier momento irían por ellos. La idea le pareció
descabellada hasta aquella tarde en que Oscar, con la escopeta en
la mano, entró corriendo en su casa y lo sacó del sillón, apenas

140
Lagunas

exclamando algunas palabras confusas. Se dejó conducir hasta


los arbustos que enmarcaban los dos enormes tanques de gas
vacíos, levantó una tapa escondida en unos de los bordes de la
ligustrina y bajaron por la escalera metálica. Hasta tocar el piso,
él no había entendido nada de lo que sucedía. Manuel jugaba
con fichas rectangulares y no daba muestras de notar nada
extraño; incluso, parecía divertido con el cambio de lugar para la
cena. El sótano era bastante amplio y estaba lleno de paquetes de
fideos, latas de conserva y bolsas de contenido incierto. Una
bujía sucia iluminaba la mesa en la cual Manuel jugaba.
Oscar lo llevó a un costado y le dijo que acaban de saquear
el complejo vecino: le habían avisado por radio. En poco tiempo
estarían en el de ellos. La sola idea de un grupo de personas
robando un complejo vacío le resultó incomprensible, pero no
dijo nada. Sacó un cigarrillo y, antes de prenderlo, le hizo un
gesto a Oscar, que con un movimiento de cabeza autorizó que
fumara. La mera circunstancia de que esto hubiera sucedido, de
que el guardia por primera vez en todos esos meses se haya
permitido no estar en el lugar de subordinado, lo relajó
muchísimo. Prendió el cigarrillo y se sentó en el suelo, contra un
estante lleno de latas.
Algunos minutos más tarde, comenzaron a escuchar golpes
secos de pisadas en el techo del depósito. Manuel, sólo una vez,
levantó la mirada de sus fichas y siguió con ella la ubicación
desde donde provenían los sonidos. Pero inmediatamente
perdió el interés y volvió a su juego. Los movimientos, que en
un comienzo se desplegaban en ráfagas, fueron tornándose más
relajados. Al comprender que estarían ahí un rato, se acercó al
niño y le preguntó si podía jugar con él; el pequeño sonrió.
Juntó todas las fichas, volteó aquellas en las que se veían las
figuras y mezcló el conjunto.
Mientras jugaban, se sorprendió de la destreza de Manuel.
Bastaba que viera cada pieza una vez para que, cuando volteaba

141
Lagunas

su compañera, recordara de inmediato dónde estaba la primera.


Él, en cambio, necesitaba de varios intentos hasta encontrar la
pieza gemela. Sabía que su memoria ya no era la que alguna vez
había sido, incluso si se justificaba a sí mismo argumentando
que la mitad de su atención estaba puesta en los pasos sobre el
depósito y en la reacción de Oscar, quien no soltó el arma ni un
momento. Manuel, en cambio, sólo existía para esas decenas de
fichas sobre la mesa plegable. Nada en él daba señales de registrar
lo atípico de que estuvieran bajo tierra, escuchando pisadas
sobre ellos. Oscar, en cierto modo espejado en su hijo pero con
distinto objeto, sólo podía prestar atención a esas pisadas. En
algún momento, las miradas de ambos adultos se encontraron y
el guardia dejó en claro que agradecía que estuviera distrayendo
al niño, lo cual era ridículo: Manuel habría jugado con la misma
concentración incluso si él no estuviera ahí.
Luego de varias partidas, comenzó a preguntarse qué hora
sería. Ahora que todos los aparatos eléctricos no funcionaban,
ya no tenía modo de saberlo sin la luz del sol. Hacía rato que no
se escuchaban más pasos, pero la decisión de cuándo sería cauto
salir del sótano estaba en manos de Oscar. Personalmente, a él le
resultaba absurdo estar ahí. Dudaba que a los saqueadores los
moviera la violencia, más allá de aquella que fuera necesaria para
conseguir lo que buscaban. Sólo intentarían llevarse comida,
quizás alguna herramienta, pero no tenía sentido ir más lejos.
Cuando a la mañana siguiente salieron por fin del sótano,
comprobó que sus previsiones eran erróneas. No sólo habían
robado mucho más de lo que había imaginado, como el auto,
casi toda su ropa, elementos de cocina, incluso algunas puertas,
sino que se había ejecutado animosidad injustificada sobre el
complejo: inutilizaron todo lo que pudieron. Los vidrios de
toda la planta baja de su cabaña habían sido destruidos a
piedrazos, los almohadones de los sillones cortados, los espejos
rotos. Oscar le comentaría luego que las cuatro ruedas de su

142
Lagunas

camioneta habían sido tajeadas; la noche, en cambio, salvó a los


paneles solares de ser descubiertos. También, movidos por algo
más que la necesidad, se habían llevado la computadora y el
enorme televisor, que él nunca había prendido. Supuso que,
cuando todo se calmara, el televisor tendría un buen valor de
venta, pero la computadora, en cambio, era vieja y ahora él
lamentaba no haber tenido la inteligencia de subir a la Red
copias de sus viejos archivos.
Oscar vino a verlo unas horas más tarde y lo ayudó a tapiar
con madera el agujero de una de las puertas de entrada a la
cabaña y con pedazos de cartón y bolsas plásticas las ventanas. La
puerta del jardín era del mismo modelo que la de otra de las
cabañas del complejo, que estaba cerrada y enrejada, por lo que
los saqueadores no habían podido penetrar. Era muy pesada y el
traslado sobre la nieve les costó trabajo a los dos hombres. Luego
de instalarla, Oscar sacó el manojo de llaves y le dio las de la
puerta. Cuando esto termine, va a tener que ponerla allá de nuevo.
La habitación había sido de lo menos dañado de la cabaña.
Sólo se llevaron las almohadas, el cubrecama y algo de ropa:
horas más tarde descubrió que también se habían llevado la
valija, probablemente para transportar el botín. El espejo del
baño estaba destruido también. Bajó a buscar la escoba y la pala.
Subió y barrió. Mientras lo hacía, escuchó un ruido y se paralizó.
Se quedó quieto, escuchando con atención. Salió del baño muy
despacio y oyó un nuevo ruido. Segundos después, Cloto
apareció desde abajo de la cama. Recién entonces se dio cuenta
de que en ningún momento había pensado en el animal.
Los días posteriores fueron lentamente estabilizándose en la
misma rutina anterior al saqueo, pero incluso en los mejores
momentos la estela de esa violencia permanecía. La expresión
"fin de la crisis" ahora también le generaba ansiedad a él: hasta el
saqueo, experimentaba todo aquello de un modo un poco
bucólico, con cierto disfrute, deteniéndose más en lo anecdótico

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Lagunas

que en otra cosa. Ahora estaba el temor a que regresaran a


llevarse más cosas, aunque lo creyera poco probable (los
asentamientos estaban a más de cien kilómetros, muchos de los
cuales eran cerro arriba) pero siempre posible. Oscar le hablaba
de operativos militares que en breve iban a "pacificar" la ciudad y
con seguridad también la capital. Eso le decían por el radio.
Lo que en un primer momento le había resultado una de
las características más agradables de Manuel, su indiferencia
natural para todo lo que no fueran sus juegos, ahora comenzaba
a preocuparlo. Le parecía que cada día el niño estaba más
aislado, más escaso en sus interacciones. Temía que todo aquello
que al principio no parecía perturbarlo en realidad le preocupara
y atemorizara más de lo que habían creído. Como no tenía
mucho para hacer, trató de acompañarlo en la mayor cantidad
de juegos posibles. Manuel, si bien sonreía y daba alguna señal
de disfrutar la compañía, en realidad no variaba mucho su
conducta si jugaba sólo o no.
A medida que el frío se hacía más fuerte, comenzó a
necesitarse cada vez más leña y decidieron empezar a compartir
casa. No tenía sentido estar gastando leña en calefaccionar dos
lugares. La cabaña de la cual habían retirado la puerta era la
mejor candidata, no sólo por su estado actual ya que pudo
resistir al saqueo sino que por eso mismo los hacía sentir más
seguros en caso de que uno nuevo los tomara desprevenidos.
Reubicaron la puerta y se instalaron ahí. Los tres estuvieron
contentos con la decisión, que de alguna manera legitimaba una
situación que de hecho ya llevaba un tiempo ocurriendo. El
único que no parecía disfrutar de esta determinación y sólo la
acataba a medias era Cloto. Los primeros días repartía sus horas
entre la nueva cabaña y la vieja. Sin embargo, el frío obligó al
gato a decidirse finalmente por la primera.
En el principio habían repartido una habitación para Oscar
y Manuel y otra para él, pero terminaron llevando los colchones

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Lagunas

al living y dormían alrededor del hogar a leña. Los primeros días


hablaban bastante antes de dormir, principalmente de las
novedades que los otros guardias les comunicaban. Decían que
la capital ya estaba normalizada y, una vez que las tropas
tuvieran garantizada la estabilidad, iban a poder enviarlas para
las otras regiones afectadas. No serían más que una o dos
semanas. Según lo que había calculado, tenían comida para
cinco; ajustándose, quizás ocho. Luego podrían cazar, pero el
frío haría de esa posibilidad una muy costosa y no muy
remunerativa.
El resto del tiempo, que estaba determinado por los
espacios de luz natural, buscaban leña y agua, y seguían
intentando arreglar la camioneta de Oscar. Un guardia de un
complejo vecino le dio una rueda y fueron capaces de emparchar
otra, las restantes tenían tajos demasiado largos y se resistían a los
intentos. Con la de repuesto eran tres ruedas. Se habían llevado
parte de la nafta, pero Oscar guardaba algunos bidones, unos
cuarenta o cincuenta litros, podrían llegar a la ciudad ida y
vuelta algunas veces. Sin embargo el arreglo de la cuarta rueda –se
dedicaron exclusivamente a la menos dañada de las tres restantes–
no daba resultados: cada vez que colocaban la rueda y la
inflaban, se pinchaba en seguida, dejando la camioneta torcida.
Oscar también usaba la batería de la camioneta para cargar
la de su radio, porque los días cortos y por lo general nublados
no llegaban a darle suficiente corriente a la batería recargable
conectada a los paneles solares. Además, había que limpiarles
constantemente la nieve y cuando el frío lo impedía tampoco
lograba cargar. Sin embargo, a pesar de que el combustible que
usaban para cargar la batería era poco (lo dejaban en neutral
media hora cada dos días), ambos creían que no era el modo más
sensato de usarlo y comenzaron a idear un pequeño generador
eólico (los arroyitos estaban congelados), usando un viejo
ventilador de la “cabaña nueva”: los imanes los sacaron del

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Lagunas

microondas y los agruparon alrededor de la bobina del motor.


Pusieron un pedazo de madera para que hiciera de timón y
montaron el aparato sobre el eje –ahora perpendicular al piso– de
los pedales de la bicicleta de Manuel, de modo que pudiera girar
con el viento.
El primer intento se destruyó con unas ráfagas intensas a los
tres días de instalarlo. Decidieron reforzar la estructura,
agregando peso y ajustando los ensambles. El resultado fue
parcialmente exitoso: el aparato soportó vientos incluso más
fuertes que el que había destrozado al primero, pero sólo con
esos vientos giraba. Cualquier estímulo menos potente lo dejaba
estático. Así, día a día, iban mejorándolo. Sin embargo, no
llegaba a cargar más que un poco de batería. El resto lo extraían
de la camioneta, que de cualquier modo –Oscar insistía– había
que prender cada tanto para que el motor y la batería no se
deteriorasen.
Esos trabajos, aun sin llegar a dar los frutos esperados, les
evitaban pensar en otras cosas. Manuel estaba fascinado con el
extraño espantapájaros giratorio que era el generador eólico.
Incluso él, que nunca había tenido mucha habilidad en ese tipo
de actividades (ni había tenido interés en tenerla) disfrutaba del
proceso de encontrar un problema, proponer una solución con
los materiales disponibles y ensayarla. Oscar, por supuesto, era el
responsable de la ejecución fina de estos proyectos. Decía
además que si lograban hacer un buen generador, muchos de los
artefactos de la casa iban a poder enchufarse de nuevo usando
transformadores: luces, música, la televisión que había en la
cabaña nueva.
Un anochecer, mientras él destruía la capa de hielo del lago
y hundía los baldes desde el muelle, escuchó dos disparos. Casi
inmediatamente, otros dos. Luego, uno solitario, que ya no
tendría respuesta. Con cuidado, volvió a la costa y subió lo más
silencioso que le era posible. Desde el lago hasta la entrada del

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Lagunas

complejo había unos cincuenta metros de diferencia en altura y


cuatrocientos de distancia. Mientras los recorría, terminó de
oscurecer. Se escuchó entonces el sonido de un motor. Para
cuando llegó hasta el frente, vio –iluminados por la luz de la
camioneta de Oscar– tres cuerpos tirados. Uno no lograba
reconocerlo.
Dos hombres armados cambiaban las ruedas de la
camioneta de Oscar. Otros tres, mientras, la cargaban con lo
que, entendió, era la comida que tenían en el depósito. También
vio irse los bidones de nafta, los paneles solares y leña.
Terminaron de cargar y se distribuyeron entre la camioneta y
otro auto que esperaba en la parte exterior de la entrada.
Cuando se alejaban, miró por entre los arbustos y reconoció la
óptica delantera rota del otro auto: era el que le habían robado
en el primer saqueo.
Esperó hasta estar seguro de que los autos estuvieran lejos.
Se acercó a los bultos iluminados por la luna. Había visto a
Manuel y a Oscar dormir muchas veces en los últimos días y
bien podrían haber estado durmiendo en ese momento. Manuel
estaba de espaldas y se veía el surco que habían hecho
arrastrándolo desde la entrada del complejo. Oscar y el
desconocido que habían tirado a su lado estaban de frente. No
llegaba a ver bien las heridas, pero ambos presentaban
irregularidades en el pecho. Se dio cuenta entonces de que los
miraba y su primer intención, su primer instinto, era llamar a
Oscar, para preguntarle qué hacer. No, no podían estar
muertos, no tenía sentido que estuvieran muertos. Pensó, sin
embargo, que tenía que enterrarlos. O quizás fuera mejor
esperar a que llegara la policía. Sí, tenía que buscar el radio y
llamar a la policía o por lo menos a los guardias de complejos
vecinos. Revisó los bolsillos de Oscar y sintió que el cuerpo
permanecía caliente. Pero el radio no estaba.
Entró a la cabaña y se sirvió whisky. Los juegos de Manuel

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Lagunas

estaban dispersos sobre la mesa. También las herramientas de


Oscar. Seguía esperando escucharlos llegar a la cabaña. Tomó el
whisky y buscó el radio. Fue hasta la garita, al lado de los
cuerpos. Tampoco estaba ahí. Si bien comenzaba a nublarse, la
luna iluminó el rostro de Oscar cuando pasaba y de inmediato
apartó la mirada. Tenía que cubrir los cuerpos con algo: no iba a
poder soportar esa imagen en la mañana. Usó la sábana de cama
doble en la que dormían padre e hijo y tapó los cuerpos con
cierta dificultad porque la luna se había ocultado tras nuevas
nubes. Usó algunas piedras para sujetar los extremos.
En la cabaña terminó el whisky. Pensó en abrir otro, pero
no tenía energía para ir a buscarlo. Lo que más lo sorprendía era
su ausencia de pensamientos. Era como si nada hubiera pasado
y, dado que acababa de tapar sus cadáveres, no era capaz de
asimilar su insistencia en creer que ambos volverían a entrar por
la puerta en cualquier momento. La hipótesis de estar en shock
fue corroborada cuando despertó llorando sin consuelo a los
cuarenta minutos de haberse quedado dormido. Lloraba y no
podía moverse, limpiar los mocos ni secar el rostro empapado.
No estaba seguro ni siquiera por qué lloraba, si por la muerte de
sus compañeros, si por carencia absoluta de protección, si por
Ève, por su correo vacío, por Colia, por su padre, por Victoria:
todo podía ser una explicación y nada le sonaba como una
explicación. Entonces se dio cuenta: ¿por qué habían hecho tajos
en las ruedas de la camioneta? Él había creído que era para que
no escaparan, pero eso no tenía sentido. Lo que no querían que
escapara era la camioneta. No sabía por qué no se la habían
llevado la primera vez (quizás Oscar la había trabado de alguna
manera) pero si tajearon las ruedas fue para asegurarse de
encontrarla ahí cuando volvieran. Y mientras más repasaba este
pensamiento, más se llenaba de odio hacia sí mismo y de
impotencia, más le resultaba inverosímil no haberse dado
cuenta; pero por sobre todo, no podía ser el caso de que hace

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Lagunas

unas pocas horas ellos estuvieran vivos y ahora no, no podía


concebir que un pequeño error en su lectura de los hechos
cambiara tanto el curso de los acontecimientos, repasaba
mentalmente los momentos anteriores a ir a cargar agua y
pensaba que si sólo les hubiera dicho ahí que sí, que venían, que
se acababa de dar cuenta, entonces ahora estarían en el sótano y
Oscar y Manuel vivirían. Pensó en ellos allá afuera. Pensó en la
sábana que los cubría. Recordó el auto y la camioneta que se
iban y entonces supo que haber tapado los cuerpos había sido
un error, otro error: si volvieran y los viesen tapados, sabrían que
había alguien ahí. Se abrigó y salió.
Afuera había vuelto a nevar. El resplandor blanco del
amanecer le facilitó ubicarse mientras ascendía hacia la garita. Al
llegar, la sábana estaba cubierta por un poco de nieve. La misma
luz que lo había ayudado a llegar ahora le impedía correr la
sábana. Decidió cerrar los ojos mientras la levantaba. Tiró las
piedras a un costado y comenzó a volver hacia la cabaña, pero no
pudo evitarlo y giró hacia los cuerpos. Manuel había sido
alcanzado por la espalda y agradeció no verle la cara. La herida
cubría casi toda la superficie posterior del tórax. Oscar tenía dos
disparos, uno en el estómago y el otro en la cara, que casi no
miró pero supo que estaba irreconocible.

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En el tren

Va a dar clases a la universidad, al igual que otros dos días por


semana. Viaja en el tren del sur, el tren de las ocho y veinte.
Quisiera borrar de su mente el día que llegó a la casa de su padre
y el cuerpo estaba tirado en el pasillo. Salió inmediatamente, sin
siquiera acercarse, y llamó a la ambulancia. Le duele la cabeza,
como si algo desde adentro quisiera salir. Nunca vio nevar e
imagina de mil maneras distintas cómo sería pisar nieve. De a
ratos, la niebla es tan espesa que el exterior desaparece. No es
claro cómo empezó a tomar consistencia el asunto de los
atentados. Le gustaría poder recordarlo todo pero luego poder
elegir qué olvidar. Desea que el tren no se detenga nunca, que
siga andando cada vez más lejos, que todo punto del trayecto sea
infinitamente distante del lugar al que se dirige. Hace poco le

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Lagunas

dijeron que debía dejar de pensar en el pasado. En la calle que


acompaña por unos kilómetros a la vía, ve un perro atropellado.
Ya lleva unos meses ahí y aparentemente nadie tiene interés en
encargarse de removerlo, con excepción de los insectos. Todos
en el vagón se mecen coordinadamente y le divierte la idea de
que bailan juntos. Y olvidó los guantes. La última vez que vio a
su padre vivo, acaban de cortarle la luz y el agua por falta de
pago y tenía envases de plástico en el patio para juntar lluvia.
¿Realmente pasó un año, pasó tanto tiempo y tan poco, desde la
muerte de su padre?

151
Lagunas

15. Radio

Al regresar a la cabaña, ya con la luz de amanecer, encontró


el radio de Oscar debajo de la mesa ratona. Lo encendió, pero no
quedaba carga. La base estaba en los estantes, con las dos
terminales para enchufar a la batería de la camioneta. Recordó
entonces el generador. Se sorprendió de que no lo hubieran
robado también. Al conectarlo, el led de carga de la radio se
prendió. Los cubrió con bolsas, para protegerlos de la nieve que
continuaba cayendo.
Fue a revisar cuánta comida había quedado. Bajó al sótano
y prendió la lámpara de queroseno. El lugar estaba bastante
desordenado, pero por lo menos no lo habían destrozado. Había
dos paquetes de fideos, una lata de atún y algo más de fideos y
sal en el piso, producto de los envoltorios rotos mientras se
llevaban la comida. Mientras barría la sal y los fideos y los dejaba
en recipientes de plástico, vio que bajo uno de los estantes había
también un paquete de azúcar. Calculó que con esto podría vivir
por lo menos una semana comiendo moderadamente y, con

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Lagunas

suerte, el radio estaría cargado para ese momento.


Trató de pensar como Oscar. Lo básico: comida, agua y
fuego. Leña. Había visto a los hombres cargando leña en el
camión. Fue hasta el lugar de hachado. La primera mala noticia
es que se habían llevado el hacha. La segunda es que habían
dejado muy poca leña, no más que para una noche; quizás
menos.
El agua solía estar bajo su responsabilidad y fue al lago a
buscar los baldes. Uno de ellos, que estaba sobre el muelle
cuando escuchó las detonaciones la noche anterior, había
desaparecido; el viento, probablemente. El otro permanecía en el
agua de nuevo congelada. Usó el palo para romper la capa de
hielo superficial y tiró de la soga. Mientras lo hacía, recordó los
disparos una vez más.
Si bien no tenía hambre, calentó agua para cocinar un poco
de fideos. Sabía que con el frío era necesario tener calorías de
reserva. Trataba de usar cada leño hasta el último momento,
pero el agua nunca llegaba a hervir. Tardó más de una hora en
lograr que los fideos estuvieran apenas un poco más blandos.
Comió con dificultad. Los fideos, sin ni siquiera aceite y
duros, tampoco le hacían el asunto más simple. Al terminar, el
estómago le dolía un poco. Fue a buscar el radio. Sacó la bolsa
cubierta de nieve. La luz de carga no estaba prendida, pero
tampoco estaba prendida la luz verde que indicaba que el
proceso se había completado. Sacó el aparato de la base y lo
prendió. La alegría por la luz roja del led y el sonido de la estática
duró sólo los pocos segundos que ambos existieron. Se había
apurado, pensó.
Despertó helado al día siguiente y con el recuerdo de que las
baterías recargables funcionaban mal con el frío. Eso les decía el
mecánico cuando el padre dejaba el auto en la calle durante los
inviernos y el arranque eléctrico no andaba. Nunca iba a lograr
cargar el radio ahí afuera. Le sorprendía que Oscar no lo hubiera

153
Lagunas

pensado antes que él. Tomó las pinzas y fue cortando los cables
de todos los electrodomésticos de la casa. Los unió y consiguió
cerca de quince metros. Como no tenía cinta, usó bolsas para
aislar cada unión. Fue hasta el generador, conectó la salida a los
extremos de su cable, que entraba a la casa por la ventana de la
sala. Selló la ventana con la gomaespuma de uno de los
colchones, para no perder tanto calor, y conectó el cargador al
cable que entraba. La luz de carga se volvió a prender.
Al llegar la noche ya no tenía más leña y destrozó la mesa de
madera. No sólo quemaba demasiado rápido, sino que producía
humo con olor plástico por el barniz quemado, pero era mejor
que nada.
Los siguientes días fueron réplicas uno del otro. Se
alternaban horas de sol con nieve y él comía lo mínimo que
podía. Probó la radio a los tres días y no logró respuesta los
cuatro minutos que tuvo carga. Informaba dónde estaba y que
Oscar había sido asesinado. Su esperanza era que alguien lo
escuchara, incluso si no hubiese tenido tiempo de responder.
Debía esperar tres días más, quizá cuatro.
Una tarde escuchó disparos a la lejanía, repetidos por el eco
en el valle. Miró su cabaña y pensó que el humo plástico de los
muebles quemados lo delataba: era un humo mucho más espeso
y blanco que el de la leña normal. No había mucho que pudiera
hacer.
Cuando sólo le quedaba un poco de fideos pensó que
quizás pudiera cazar una ardilla o una liebre. No tenía con qué y
pasó toda una tarde tirándoles piedras a las ardillas en los
árboles. Sólo logró acertarle a una, que cayó sorprendida y subió
casi con la misma velocidad.
Comía cucharadas de azúcar para mantenerse con algo de
energía, pero no lo saciaba. Sin embargo, contrariamente a lo
que había creído, con el pasar de los días el hambre cedió. Por
momentos se sentía incluso lleno de vitalidad y muy lúcido. En

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Lagunas

otros, caía derrotado y dormía por doce horas o más.


La cuarta vez que usó el radio, alguien respondió. Repitió
quién era, dónde estaba; dijo que Oscar, el guardia del complejo Del
Valle, había sido asesinado. La voz del otro lado se
entrecortaba. Pronto fue la única y última palabra que escuchó
antes de que el aparato perdiera la carga.
Cuando hacía cuatro días que sólo comía azúcar, pensó que
tendría que haber dejado el complejo ni bien asesinaron a Oscar.
Tendría que haber ido a la ciudad. Oscar decía que la ciudad era
un caos, que todo era más violento allá. Pero quizás se
equivocaba. Ahora, en cambio, él apenas tenía energías para
caminar. Nunca llegaría hasta allá. Si bien ya no sentía el
padecimiento del hambre, la carencia de fuerzas hacía más
improbable que fuera capaz de sobrevivir. Recordó la tribu de la
que le hablaba Ève, recordó que comían humanos. Se preguntó
si sería capaz de hacerlo, si se dejaría morir antes de hacerlo. Se
preguntó cómo, en caso de hacerlo, lo haría. Por supuesto, no
tocaría a Oscar ni a Manuel. Pero no, pensaba, si la mera idea
de ver a los cuerpos de nuevo –ahora enterrados en la nieve– le
resultaba nauseabunda, era difícil de creer que pudiera acercarse,
cortar la carne y cocinarla.
Una noche abrió una botella de whisky, la última. Tomó
un par de vasos. El gusto le resultó exquisito y el calor le fue
recordando que tenía un cuerpo. Diez minutos más tarde
vomitaba pura bilis.
Después empezaron las alucinaciones. Ève volvía y traía
comida, prendía la luz: nunca se había ido. Manuel y Oscar
jugaban, afuera era primavera. Martín y Philipp traían
champagne. Él se debatía entre dejarse llevar por el contenido de
la alucinación y disfrutarlo o volver a la realidad, seguir con el
plan. Pero, ¿qué plan?¿Hablar por el radio una vez cada cuatro
días por unos minutos? ¿Eso era un plan?
Creyó también que alucinaba los maullidos en la puerta,

155
Lagunas

pero la persistencia durante una tarde lo convenció de que


debían ser reales. Abrió la puerta y Cloto estaba allí. Flaco, con el
pelo sucio, pero allí. Ver al animal le hizo recordar la comida del
gato. Se preguntó cómo había podido olvidarla. Fue, con la poca
velocidad que podía, hasta el armario: una bolsa de diez kilos de
comida, intacta. Rompió una punta y empezó a comer sin parar.
El gato lo miraba, al comienzo asustado, pero luego contento de
todas las piezas que caían al piso y que atrapaba, una tras otra.
Terminó de comer y cerró la puerta del armario. Si bien
experimentaba una leve náusea, percibió de inmediato que algo
de fuerza volvía a su cuerpo. Por primera vez desde la muerte de
Oscar y Manuel, durmió bien, casi relajado. Cloto se acurrucó
junto a él.
A la mañana siguiente se sentía bastante mejor y con la
cabeza más lúcida. Decidió que ahora sí debía intentar llegar a la
ciudad. Era una locura permanecer ahí esperando la muerte.
Quizás en esas semanas el conflicto se había resuelto. El nuevo
tendido de los cables de luz tardaría un tiempo. Nunca supo
cuán grave fue lo destruido y era entendible que comenzaran
por restituir la electricidad en otras zonas más pobladas. De
hecho, hasta lo que él sabía, no había quedado nadie en muchos
kilómetros a la redonda.
Pocas horas después del amanecer, puso alimento para
gatos en una mochila y dejó bastante en el piso para Cloto.
Buscó el equipo para el ascenso al cerro, hasta que se resignó a
que también había sido parte del botín en el saqueo. Antes de
salir, probó una vez más el radio. Funcionó cinco minutos; esta
vez no hubo respuesta.
Al salir evitó mirar el montón de nieve que cubría los
cuerpos. Llegó a la ruta y dudó por un momento si no era mejor
idea ir hacia la cabaña de los viejos, en dirección a la base del
cerro. Sin embargo, el viaje era demasiado largo, tres veces el
camino a la ciudad y en ascenso. Además, era muy probable que

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Lagunas

no estuvieran ahí.
Mientras bajaba por la ruta y escuchaba el sonido de la
nieve compactarse con cada pisada, fue dándose cuenta de que
las piernas no le respondían como estaba acostumbrado.
Tropezaba con más frecuencia que la usual y a los veinte
minutos comenzó a sentir calambres, que por suerte no duraban
mucho. Se detenía y estiraba, pero ya sospechaba que el camino
iba a ser más difícil de lo que había pensando.
Lo asustó más, en cambio, notar que luego de una hora de
caminata la ruta permaneciera cubierta de nieve. Había pasado
dos complejos y esa nieve significaba que de ninguno de ellos
había entrado o salido un auto en días. Sin embargo, pensó, esto
no daba ninguna información sobre cómo estaría la ciudad.
A las dos horas las piernas dejaron de responderle y el frío
era demasiado para sus pies. Se sentó sobre un tronco caído y
trató de pensar con claridad, mientras sus extremidades se
secaban un poco. No estaba seguro cuánto faltaba para el área de
negocios en los que estaba el supermercado. Podía ser una hora
más de caminata. Y cuando tenía el auto, el tiempo hasta el
supermercado era irrisorio en comparación con el de la ciudad.
No. Por más que lo intentara, no iba a llegar sin congelarse.
El regreso fue todavía más difícil que la ida. No sólo por el
camino ascendente, sino que el frío y el cansancio hacían que
cada paso que se enterraba en la nieve pareciera más pesado que
el anterior. En algunos tramos, se veía obligado a descansar cada
diez o quince metros. Llegó a la cabaña al anochecer y prendió
fuego dos sillas, se cambió la ropa y trató de calentarse.
Ocho días más tarde se acabó la comida para gatos. Una
tarde, Cloto apareció en la puerta comiendo una oreja humana.
Asustó al gato y pateó la oreja, pero sabía que el animal no
tardaría en comerse el resto.
Comenzó a dejar entrar las alucinaciones como quien deja
pasar gente a una fiesta. Ève lo abrazaba y bailaba, Manuel

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jugaba con Colia y Cloto, Oscar traía leña y comida. Los miraba
y sabía que no eran reales y pensaba qué poco le importaba.

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En el tren

Va a dar clases a la universidad, al igual que otros dos días por


semana. Viaja en el tren del sur, el tren de las ocho y veinte.
Todos en el vagón se mecen coordinadamente y le divierte la
idea de que bailan juntos. Sale seguido con Ariel: vagabundeos
de un bar a otro para observar cómo Ariel intenta seducir a una
mujer tras otra. Cada tanto son dos y a él, de un modo
completamente colateral, le toca tener sexo esa noche. La
ventana es de acrílico, porque las de vidrio habían sido
destruidas, y el exterior se asemeja a una vieja polaroid a causa
del desgaste del material. La niebla produce la sensación de que
el tren viaja en las nubes. Tres oficiales de policía aparecen por la
puerta delantera del vagón y pasan riendo, sin mirar a ningún
pasajero. Ahora leer es sólo un modo de vestir, de olvidar, las

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Lagunas

horas. Ariel parecía llevarse bien con Victoria, pero después del
corte comenzó a hablar de ella como si siempre la hubiera
odiado. Victoria le había regalado un cuadernito de tapas rojas.
Decía que escribiese todo lo que se le cruzara por la cabeza, sin
orden. Que ése era el mejor modo de deshacerse de ciertas
obsesiones, al verlas repetidas en el papel. Durante unos meses
escribió, pero su caligrafía es tan mala que cada vez que
intentaba leerlo tenía que reinventar cada oración, el texto
nunca llegaba a fijarse. Las mañanas son una fantasía, un orden
mecánico, una obligación.

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Lagunas

16. Deus ex machina

Sintió el movimiento, pero no el sonido. Notaba que algo


pasaba con su cuerpo, pero no tenía la fuerza para abrir los ojos.
Supuso que los saqueadores buscarían alguna información que
él no les iba a dar; incluso si no tuviera ninguna para dar, les
haría creer que la tenía. Pero los ojos no se despegaban y los
golpes no reanimaban sus músculos
La aguja, en cambio, se percibió más clara: un pinchazo en
el cuello y los ojos se abrieron y el mundo ingresó de un tirón.
Vio las personas a su alrededor. Eran Martín y Philipp. También
otra persona que no conocía.
–Ustedes no están acá.
–¿Dónde están los papeles? –preguntó Martín.
–¿Qué?
–Los papeles de Ève –insistió– ¿dónde están? Decime por favor
que no los usaste para hacer fuego.
Intentó recordar. El armario. Estaban en el armario. Se
levantó y se sorprendió de la energía de sus movimientos. Abrió

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Lagunas

el armario y la valija de Ève estaba ahí.


Martín casi explotó en una sonrisa.
–Sos un genio –dijo mientras agarraba la valija y revisaba su
interior–. Vení, vamos al helicóptero.
–¿Al qué?
–Al helicóptero, dale.
Él miró a Philipp con desconfianza, pero Philipp asintió.
–Ustedes no están acá –volvió a decir –. Esto es una alucinación.
–Decinos como quieras, pero vení –contestó Martín– la cosa no
está muy agradable afuera.
Efectivamente, en el llano de la entrada al complejo, del
lado interior, había un helicóptero de una forma extraña, casi
esférica. A él le costaba bastante caminar y también hacer foco,
estaba mareado y todo tenía una consistencia irregular. Cuando
pasaron por los montículos de los cuerpos cubiertos por nieve,
Martín dijo:
–Terrible, sí. Toda la ciudad está así.
Los esperaba un cuarto hombre, con una escopeta en la
mano. Cuando los vio aproximarse, entró a la cabina y las hélices
comenzaron a girar. Subieron y trabaron las puertas.
Martín le dio ropa seca y unas pastillas. No preguntes y
tomalas. También unos pedazos de plásticos que, afirmó, era
comida de astronauta. No tenían mucho gusto, le resultó fácil
tragarlos. Martín, mientras, revisaba los planos con Philipp y el
piloto; tenía el pelo con algunos mechones teñidos de rojo y los
ojos por momentos parecían marrones. El otro hombre miraba
por las ventanillas con la escopeta en la mano. Luego hubo un
intercambio que él no logró entender por el sonido del motor.
El aparato comenzó a volar.
Se sorprendió con la imagen del complejo desde arriba. No
sólo difería bastante del plano mental que se había hecho
durante todos esos meses ahí sino que incluso algunas zonas,
desde la altura, eran irreconciliables con el lugar por donde creía

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Lagunas

haber andado. Vio el área del supermercado, completamente


destruida y, cuando ascendieron más, la ciudad a lo lejos. Sólo
podían distinguirse algunas columnas de humo.
–¿A dónde vamos? –le preguntó a Martín.
–A buscar a esta tribu, claro –respondió sorprendido–. ¿Para qué
te voy a pedir los planos, bebé? ¡Ni la cercanía con la muerte
justifica la estupidez!
–Bueno, pero ¿para qué vamos ahí? ¿No es mejor ir a algún
lugar seguro?
–Uf, ¿no sabés nada, no? ¡No hay lugares seguros! Salvo mi
búnker, es cierto, pero me aburría. Además, no podemos
permitir que se pierda la memoria de la humanidad.
–¿Qué cosa?
–¡La memoria de la humanidad! –gritó Martín y la tensión en su
cara ahora produjo por un momento la sensación de que sus
ojos se habían vuelto amarillos. Philipp, por detrás de Martín, le
hizo un gesto para que no dijera nada pero él contestó:
–No entiendo, ¿qué tiene que ver?
–Esta gente, esta tribu, tiene una poción asterixiana que nos va a
servir para reconstruir la historia de la humanidad, su memoria,
su sabiduría.
–Pero hay miles de bibliotecas, no es tan grave.
–¡No! ¡No! –gritó desorbitado el rubio cuya cara era cada vez
más desconocida–. Las bibliotecas no organizan la información,
está desparramada. Una civilización extraterrestre podría creer
que Agatha Christie fue la mejor escritora de todos los tiempos,
Neruda el mejor poeta. ¡No! Las bibliotecas sólo funcionan
orgánicamente con las instituciones educativas. Y eso
desapareció, Internet desapareció, es nuestro deber reconstruir la
memoria de la humanidad. No voy a permitir otra laguna en esa
historia. Vamos a ser recordados. Es nuestro deber recordarle a la
humanidad su memoria y que por eso nos recuerden.
Si bien Martín tendía a hacer comentarios un poco

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Lagunas

ridículos, esta vez estaba realmente desencajado. Nada de lo que


decía tenía su sarcasmo habitual. Philipp parecía molesto pero se
mantuvo en silencio. A medida que se acercaban al cerro, la
situación se fue volviendo más y más incómoda.
–Pero, Martín –dijo él–, lo más probable es que no haya nada acá.
–Te equivocás una vez más –respondió Martín–. Estuvimos
mirando imágenes satelitales de los últimos años en el cerro y las
vimos.
–No las vimos. Vimos algo. Puede ser cualquier cosa.
–No creo en las casualidades –respondió Martín–. No es un
modo científico de razonar.
–¿Y para qué necesitabas el plano?
–Justamente: nosotros miramos imágenes de todo el cerro,
porque no recordábamos bien la zona. Las sombras que vimos
repetirse una y otras vez fueron en el lugar exacto que Ève
marcó. Es una confirmación.
–¿Pero no puede ser un animal? ¿O animales?
–Perdoname, ¿vos tenés algo mejor que hacer? Podés abrir la
puerta y bajarte.
El valle y las montañas eran de una belleza que jamás había
imaginado. La ciudad se había perdido hacia atrás y al frente la
cordillera se extendía hacia ambos lados. Le costaba creer que
hacía horas estaba inconsciente en su cama y ahora estuviera
viendo eso.
Aterrizaron cerca de lo que Philipp le explicó que era el
segundo refugio. Ya desde las primeras nevadas no quedaba
nadie ahí, porque estaba prohibido escalar. Martín y él sacaban
equipo de montaña de las mochilas y lo iban repartiendo.
Por la luz, se dio cuenta de que no serían más que las diez de
la mañana. Hacía mucho tiempo que no veía tanto sol y cuando
Philipp le ofreció los anteojos él se negó.
–Vas a estar ciego en una hora con sol en la nieve.
Entendió que era mejor seguir los consejos de quien tenía

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Lagunas

más experiencia y comenzaron la caminata. Nunca había pisado


nieve con equipo profesional y, luego de su experiencia en la
ruta unos días antes, se daba cuenta cuánto conocimiento le
faltaba para encarar una travesía como la que se había
propuesto. La nieve, incluso blanda por el sol fuerte de la
mañana, apenas se hundía bajo las raquetas y cada paso no era
una tortura como cuando intentó ir a la ciudad. Martín y
Philipp, por su parte, se movían con una fluidez que por
momentos daba la apariencia de que estaban volando y no
caminando.
El piloto permaneció en el helicóptero. Según los cálculos,
en veinte minutos estarían más o menos en la zona marcada por
Ève. Pero a él no le importaba llegar a ninguna parte. Sólo le
importaba estar vivo aunque de un modo distinto a antes: no le
importaba porque quisiera algo de sí mismo, tampoco porque
buscara disfrutar o compartir tiempo con personas. Su reciente
cercanía con la muerte había alterado sus evaluaciones habituales
y ahora estaba feliz de estar vivo, de un modo físico, como si
fuera su cuerpo y no él quien disfrutara de saberse continuado
en la existencia. Miraba el sol, los picos hacia arriba, los declives
de la nieve, todo le producía un inigualable bienestar.
Martín lideraba el grupo. Al verlo, se preguntó si aquello
que sentía no era producto de alguna de las drogas que el
escritor rubio le había administrado. Se sentía demasiado liviano
y por momentos la luna, que para ser de día extrañamente estaba
llena, daba la sensación de haberse corrido del este al norte, por
imposible que fuera.
Luego de un rato de caminata, Philipp se detuvo y extrajo
un GPS de su bolsillo. El aparato tardó un rato en dar con la
ubicación. En la pantalla, podía verse un mapa muy similar al de
Ève. Philipp asintió. Todos miraron a su alrededor. Por
supuesto, no era creíble que hubiese ninguna clase de vida
humana estable en este lugar.

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Lagunas

Nadie decía nada y Martín parecía cada vez más impaciente.


Llevó a Philipp a un costado y era evidente que discutían. Él se
detuvo a mirar hacia abajo. El valle se veía hermoso desde ahí:
trató de ubicar dónde estaría el complejo, pero sabía que era
pura especulación, no tenía ningún parámetro para afirmar que
fuera un lugar u otro. Sin embargo, notó humo ascendiendo y
luego que el último extremo que se veía correspondía a la curva
de la ruta previa a la ciudad. El complejo, entonces, debía estar
más cerca, más allá de la línea de visión que permitía el lugar
donde estaban. Se acercó más hacia el precipicio y el resto del
valle empezó a desplegarse. Pudo ver el área del supermercado y
supo que desde un poco más cerca vería también el complejo.
Allí estaba: recordó, de modo disperso, la serie de
acontecimientos. Los gatos, Ève, el parador, la casa con los
viejos, Manuel, la fiesta, el escritor Nobel. Todo esos recuerdos
estaban ubicados temporalmente, pero también espacialmente y
era sorprendente observar la geografía de esos recuerdos frente a
él. Oscar, los saqueos...
Primero vio algo extraño aparecer debajo de su mandíbula
y, unos segundos más tarde, el dolor. Cayó en la nieve y vio que
había sangre en sus manos. Hubo algunas detonaciones y gritos.
No lograba distinguir qué era lo que lo atravesaba, pero había
entrado cerca del trapecio, en la espalda, y salía casi debajo de su
cuello. Escuchó más detonaciones y empezó a perder el
conocimiento.
Para cuando Martín apareció, le costaba mantener los ojos
abiertos.
–¿Qué pasó? –preguntó.
–¡Las matamos, puercas! ¿O te pensás que me vine hasta acá
para que me claven una travestis precolombinas? Vení, tomá
esto.
–¿Qué es esto? ¿Qué tengo acá?
–Es una flecha, pichón, una flecha.

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Lagunas

Sintió en la boca un gusto desconocido, parecido al alcohol


pero con un dejo penetrante a hierbas que casi producía náuseas.
Martín le vertía el líquido en la boca. Lo llevaron hasta el
helicóptero. Vio algunos cuerpos tirados a la distancia.
–Tranquilo, te vamos a curar –le acariciaba la frente–. Ahora vas a
estar bien. Nunca más fideos crudos, comida para gatos, mails
vacíos o viejos faloperos, nunca...
–¿Qué...? ¿Cómo...?
–Shh, tranquilo. No hablés.
Sentía que lo atendían y mientras sus ojos se cerraban una
vez más, las imágenes de la cabina comenzaron a mezclarse con
las de la cabaña, el olor de los motores con el de la madera
quemada, las detonaciones de hacía unos minutos con las de los
saqueadores semanas atrás. Entre la fusión de ambos lugares, el
sonido rítmico de las hélices que le resultó muy similar al
ronroneo de Cloto, el barniz quemado impedía respirar, Ève y
su voz que permanecía en el espacio, la rigidez de los músculos
volvía junto con el hambre, el techo inclinado de la cabaña
reapareciendo cada algunos pestañeos y la certeza extraña,
apagada pero precisa, de que recibía una mordida minúscula en
el hombro y la carne se separaba de él.

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