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Lagunas
novela
© Milton Laufer
2014
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Lagunas
Una versión anterior de esta novela fue mi tesis en el MFA de Escritura Creativa en Español en la
New York University. Quiero agradecer a todos mis compañeros del curso 2013-2015, pero
especialmente (en orden de lectura) a Martín Lojo, Lorena Gall, Heather Cleary, Lucas Soares,
Esteban Bieda, Ezequiel Yanco, Rodrigo Márquez Tizano, Marcos Crotto, Fátima Vélez, Adrián
Steinsleger y a mis directores Sergio Chejfec y Antonio Muñoz Molina. Sin duda, sus aportes,
comentarios y correcciones fueron imprescindibles para mejorar este trabajo y para evitar el lugar
común según el cual escribir es una empresa solitaria.
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Confesiones, X, 8, 15
East Coker
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1. Llegada
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En el tren
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2. Parador
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postergación alguna.
Él miró el cartel. Entre la sorpresa y resignación, no era capaz
de reconocer ni una marca de las cervezas ahí listadas. Se
señalaba, sí, el tipo de cerveza. Pero para el caso eso sólo le
permitía una purga menor entre las opciones. Esperó a que la
mujer volviera y le preguntó:
–¿Cuál cerveza ahumada me recomienda?
–¿Cuál le gusta?
–No sé, no las conozco.
–Y yo no conozco qué le gusta a usted –concluyó y volvió a
retirarse.
Miró cómo la mujer se alejaba una vez más y entendió que
si no quería pasarse la noche entera repitiendo esa danza de la
incomprensión, los intercambios debían ser expeditivos. La
llamó y le pidió una Talabwärts negra ahumada. El pedido y su
modo parecieron satisfacer las exigencias del lugar. En pocos
segundos ya había depositado la jarra cerámica sobre la barra.
Como en la mesa más poblada fumaban, encendió un
cigarrillo él también. La cerveza era realmente muy buena. Era
justo lo que había salido a buscar. Pasara lo que pasara, se dijo,
probar esta cerveza ya lo justificaba. Si bien había música que
provenía de algún parlante oculto, el sonido principal del
recinto era producido por el grupo mayor, cuatro hombres y tres
mujeres, pálidos y distribuidos entre el rubio y el pelirrojo, que
bebían y gritaban como si el bar les perteneciera. Hablaban en
un inglés exagerado, fluido pero con esporádicas lagunas, lo cual
le hizo pensar que seguramente fueran personas de distintos
países que se habían conocido ahí. Se concentró en la
conversación. Uno de ellos, con un inglés que sí parecía
materno, afirmaba:
–No veo nada romántico en proponer matrimonio. Es muy
romántico estar enamorado, pero no hay nada romántico en una
propuesta definitiva. ¿Por qué? Alguien podría aceptar. Y
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de la risa.
–Sí, por supuesto. Desgraciadamente no es mío. Es de Oscar
Wilde.
Claro, se dijo. Sonrió y lo felicitó por recordarlo con tanta
precisión. El otro respondió que era lo menos que podía
esperarse de él, porque era actor y había representado hacía poco
esa obra. ¿Todos son actores?, preguntó. No, sólo él y uno bajito,
sentado a su lado, que apenas hablaba y se limitaba a reír, beber
y, en especial, virar al colorado; ambos eran ingleses. A la
izquierda de éste, un austríaco no respondió ni afirmativa ni
negativamente y, con el correr de las horas, tampoco dijo nada
en absoluto. Philipp, por su parte, era alpinista; la pelirroja Ève,
antropóloga y las dos rubias calladas, suecas. Aunque fuera
difícil de creer, recién acababan de terminar el colegio
secundario. Él afirmaba con la cabeza a cada descripción,
temiendo que le llegara su turno. Cuando estaba a punto de
suceder, una de las suecas propuso hacer una ronda de tequila;
podía verse en la mesa que no era la primera. Todos festejaron la
moción.
Notó con sorpresa que el trato que la dueña le
proporcionaba a los otros era indeciblemente más amable que el
recibido por él unos minutos antes. Pero todavía más llamativo
era incluso que el trato hacia él era distinto ahora, en un
curiosísimo caso de discriminación locacional. Los tequilas
llegaron, la sal llegó, los limones llegaron. Terminó su cerveza y
brindó con ellos. Alguien contó hasta tres y todos vaciaron
sus shots. La sueca más cercana mostraba su sonrisa brillante.
Luego hizo un gesto circular el dedo índice estirado: estaba
pidiendo otra ronda y nadie tenía intención de negarse. Unos
minutos más tarde la ceremonia se repetía.
Entonces la pregunta llegó. ¿Y tú qué haces? Se dio cuenta de
que no había ido hasta ahí para ser el mismo, para recordar
quién era. Trató de evadir: Vine a cuidar los gatos de unos amigos
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que están de viaje por unos meses. Ève le sonrió y no parecía que
volverían a la carga, pero el inglés precisó: no, me refiero a cuál es tu
ocupación, de qué trabajas. Sintió un escalofrío. Pensó una
respuesta. O, en realidad, observó cómo su pensamiento se
detenía justo en el instante donde más se precisaba
una. Neurólogo, mintió finalmente, casi en el límite de tiempo
para continuar en las fronteras de la verosimilitud. Lo hizo en
español pero, por supuesto, fue entendido. Todos parecieron
recibir la profesión con una agradable sorpresa. El actor amante
de Wilde le preguntó en qué área trabajaba y, quizás por el
alcohol, quizás porque hacía unos meses había leído por pura
casualidad un libro al respecto, afirmó que se dedicaba a una
investigación todavía en ciernes, una investigación que mostraba
cómo la memoria archivaba los acontecimientos utilizando
algoritmos que no eran tanto racionales, epistémicos, como se
había creído hasta hacía poco, sino más bien afectivos. Ciertas
áreas del lóbulo frontal y de la amígdala, donde se especula que
se realizan los procesos relativos a lo emocional, funcionarían
como selectoras de qué datos se incorporan a la memoria y del
grado de firmeza, o sea de replicación, de copia de seguridad, que
esta información tendrá finalmente en el cerebro, todo el
proceso condicionado por representaciones afectivas. No tenía
seguridad alguna sobre ni una sola palabra de las que decía.
–Nuestra memoria –dijo, ya ebrio de alcohol y de sí mismo– es
finalmente un modo de representar el pasado en virtud de lo
que amamos.
–Amigo –dijo el actor que le había hecho la pregunta–, eso... eso
es fascinante. ¡Brindemos!
Ni el humo y ni el calor, ni siquiera todo el alcohol que ya
había bebido, lo tenían tan mareado como el esfuerzo del
personaje que acababa de interpretar. Mientras la dueña volvía a
llenar los vasos de tequila, él se levantó de la mesa. La ausencia
de calefacción del baño le devolvió algo de la lucidez perdida.
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Ève
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3. Casa
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4. La fiesta
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inesperada.
Cuando los últimos retoques sucedían, él se quedó un rato
mirando cómo ella se arreglaba frente al espejo. Una nueva Ève
surgió, en la contemplación de cómo a través de su reflejo ella se
observaba tal cómo quería ser mirada. Fue difícil disimular su
sorpresa: si bien Ève parecía huir de las coqueterías del
estereotipo de la feminidad, era notable cómo poseía todos los
recursos para participar de él. Se la veía más alta, más sinuosa,
sus movimientos eran diferentes, refinados. Pensó que apenas
existía, en este caso, una mínima pero interesante diferencia
respecto del hecho conocido y trivial de redescubrir el atractivo
de la propia pareja a partir de la mirada de un otro.
La fiesta era camino arriba, en el único hotel cinco estrellas
de la zona. Empezaba temprano, con un horario que estaba
destinado principalmente a extranjeros. Cuando dobló hacia la
izquierda del camino se sorprendió de que el lago volviera a
aparecer. No se le había ocurrido que su complejo quedara en
una península. Por primera vez desde que llegó se lamentó de no
haber mirado en Internet el mapa de la zona. Un kilómetro
antes del hotel, la geografía cambió de nuevo pero esta vez a
partir de manos humanas: los árboles plantados para proteger
del viento, el pasto uniforme y hasta las luces de la ruta era
distintos. Unos cientos de metros después el edificio comenzó a
destacarse bajo la luz del atardecer.
Ève le anticipó que le estacionarían el auto. Si bien la
indicación le molestó (por supuesto que había visto películas,
pensaba), tuvo que agradecer el dato, porque no lo había
previsto y habría respondido con mucha torpeza frente al joven
que le estiraba la mano solicitando la llave. Bajaron y al entrar el
recepcionista les preguntó qué podía hacer por ellos. Ève
nuevamente tomó control de la situación y no sólo el hecho de
que hablara en inglés, sino el que lo hiciera con acento francés,
produjeron en el recepcionista un tipo de respuesta que, estaba
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privaran de tanto.
Como si la interrupción entre personas de la misma
nacionalidad no fuera de mala educación, el primero indicó que
incluso resolvieron el viejo problema de la mano de obra barata,
que habían tenido que buscar en los países de Asia: no era en
fábricas robóticas donde estaba la solución, como se creía, sino
en estas impresoras. Eran el producto de todos los productos.
Además, al final lo que había que producir era cada vez más
pequeño. Cuando al principio aparecieron los primeros modelos
de pistolas plásticas, argumentaron que con éso sólo no se podía
hacer mucho, que no había peligro, que todavía la pólvora y
demás elementos temibles estaban lejos de la tecnología de las
impresoras. Y sin embargo, en el momento en que los artículos
más avanzados necesitaron una diversidad de materia prima
como metales, madera, silicio, vidrio, creyeron que podían evitar
el problema de las armas controlando la venta de ciertos
insumos. Pero iba a aparecer alguien que encontrara la manera
de hacer explosivos con otros químicos, los explosivos
mecánicos o los drones kamikaze. O todas las cosas que se
inventaban para matar gente. Al final, lo que quieren es rastrear
los planos en los archivos de las computadoras, ¿se dan cuenta?
Es una situación de ganancia total, repitió: se sigue con la misma
modalidad de mercado, tienen el acceso faltante a la privacidad
de los ciudadanos y, de paso, aniquilan completamente la
piratería. Por momentos creía que todo el asunto de los
atentados era un invento para llegar a este nivel de control.
Martín los miraba encantado. Philipp parecía aburrido y él,
mientras seguía tomado de la mano de Ève, empezaba a
sospechar que cualquier conversación prolongada le produciría
ese efecto al alpinista. Martín también pareció notarlo y sacó
una cajita plástica del bolsillo de su saco. La tapa era corrediza y
dentro había una veintena de triangulitos de cartón de unos
cuatro milímetros de tangente.
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Martín
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padre. Por algún motivo que nunca quedó claro, dado que
trabajaba como ingeniero en la industria del petróleo, Horacio
no lograba proveer suficiente dinero para vivir con holgura en la
zona en la que la madre exigía que vivieran. Con el pasar de los
años, el abuso de las pastillas para la ansiedad fueron volviéndola
cada vez más inestable. Martín sufrió particularmente la
arbitrariedad del humor de su madre, pero –según él mismo dijo
luego a varios terapeutas– no veía ningún efecto de estos abusos
en su personalidad.
Desde el colegio primario, trilingüe (alemán, inglés y
español), Martín se destacó en lo idiomas y en las letras. A partir
de los siete años, era el centro de atención en las navidades y
cumpleaños, cantando las canciones de cada ocasión en una
llamativa variedad de lenguas. Su madre iba incrementando el
número idiomas en los cuales estudiar cada canción de fiesta en
fiesta y Martín cumplía a la perfección.
El entorno social en el que Martín creció, dada su escuela y
su barrio, era mucho más alto económicamente que el de su
familia y esto desarrolló en él, espejado en la madre, la habilidad
de fingir que poseía más de lo que en realidad poseía. Su talento
para la lectura y el ordenamiento de información era asombroso,
pero más aún su capacidad de manipular situaciones que
involucraran otros compañeros. Las matemáticas, en cambio,
escapaban por completo a su dominio.
A los catorce había tenido sexo con compañeros y
compañeras. No entendía ni nunca pudo entender el
establecimiento de un parámetro de elección entre unos y otras:
para él, el sexo se reducía a la constatación del deseo y el placer
ajeno, o la sumisión.
Con quince, ya había probado hacía rato el alcohol, la
marihuana, la cocaína y el LSD. Comenzó a consumir con
periodicidad. La madre, por su parte, tuvo que ser internada dos
veces por algún exceso con la medicación que recibía.
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5. Diarios de viaje
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6. Nobel
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eso fue así. Nunca había estado satisfecho, nunca me pareció que
nada de lo que hacía valiera la pena. Pero vinieron los críticos y
armaron algo, inventaron una historia. Al principio me sentí
feliz, por supuesto, pero al final entendí que los críticos me
mantuvieron vivo para hablar sobre mí. El verdadero escritor
nunca fui yo. Soy un personaje en una novela colaborativa que
escribieron un puñado de críticos. Ahora me dan el Nobel.
¿Qué mierda puedo hacer con esa plata? No sé ni siquiera a
dónde donarla.
Martín volvió y le dijo algo al oído. Corredor giró, apático,
mientras líneas de polvo blanco eran construidas sobre la mesa.
Le dio un tubo y Corredor inhaló dos de ellas. Martín bromeó
sobre las aspiraciones literarias y el Nobel, por primera vez en la
noche, realizó un gesto que podía, con un poco de buena
voluntad, entenderse como una sonrisa. Ève llegó mientras
nuevos tragos lo hacían y, por el lapso de unos minutos, todos
en la mesa se relacionaron con una fluidez que había estado
ausente hasta el momento.
Minutos más tarde, el fotógrafo volvió. Corredor miró a
Martín y, sonriendo, le dijo sos un hijo de puta, vos, mientras los
flashes volvían a bañarlos a todos. Martín lo abrazo y luego
verificó las fotos. Satisfecho, se sentó nuevamente y distribuyó
más líneas, que esta vez todos tomaron.
Quince minutos más tarde, Martín había desaparecido. El
pianista ya no tocaba y sólo ellos quedaban en el salón. Corredor
no detenía un monólogo monótono sobre la destrucción de
ciertos valores que, a su juicio, eran imprescindibles para el
funcionamiento de la sociedad. Ya no sonreía.
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En el tren
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7. Corte
El primer corte de luz fue unos días antes del comienzo del
otoño. Él y Ève lo vivieron como un acontecimiento natural,
probable pero inesperado, del que no inferían mucha relevancia.
Fue una noche de velas que afortunadamente encontraron en el
armario. Emularon un ambiente romántico auspiciado por el
vino tinto y los primeros dos días fueron de esa clase de
momentos que mientras duran se recorren con la certeza de que
serán parte de la memoria, como si se vivieran ya recordándolos.
Durante esos días el sexo los desvelaba y la conversación en
la cama, los cuerpos transpirados desparramados sobre la
sábanas, saltaba sin ningún orden de reflexiones a anécdotas, de
confesiones a proyectos. Ève en un momento dejó de responder
y él se preguntó qué le sucedería. Afuera, dijo en un modo que
significaba una orden, y ambos, envueltos en sábanas, salieron al
patio trasero. Entonces él comprendió: el valle, sin la invasión de
las luces del complejo ni de la ciudad a un centenar de
kilómetros, explotaba (ésa fue la palabra que usó él más tarde)
sobre la mirada. En los árboles, en los cerros que enmarcaban la
vista, incluso en el agua, aparecía una iridiscencia para ellos
inexplicable. El cielo se dividía entre un área tan cubierta de
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8. Un email
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9. Mapas
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del que sabe que sabe lo que el otro ignora: un patrón que se ha
venido repitiendo con todas las religiones. En este sentido es
jerárquica. Pero por el otro es tan sólo basura complaciente,
demagógica, es como esas personas que saben exactamente lo
que los otros quieren que les digan y por eso son queridos. Eso
no te hace mejorar, sólo te hace estar cómodo. Imaginate si la
especie se sintiera cómoda, desapareceríamos. Lo único que
sabemos es que sobrevive el que se monta en la ola de la
evolución, nada más. Será justo o injusto, según la teoría trending
topic del momento, pero al final del día es el que lo hace. Y a
nosotros, las clases altas, sólo nos toca el deber de mejorar la
especie, de hacer algo grandioso con nuestras posibilidades. La
clase alta que se anquilosa, autocomplaciente, se extingue.
–La evolución también es teoría –dijo Philipp.
–¡Mirá, habla en español! ¡Y en público! –dijo en una carcajada
Martín, cuando se repuso de la sorpresa, que ambos
compartieron, de escuchar a Philipp intervenir.
–Lo único que sirve para combatir injusticia social es –se notaba
que luchaba con las palabras, pero su pronunciación era más
que aceptable–, es... negar herencia. Leyes igual para orígenes
distintos no es igualdad. Suavizaría las diferencias impedir
herencias.
–Ay, ¡pero qué tontería! –se reía Martín–. Amor, sos hermoso,
pero lo tuyo son las montañas, no trates de pensar.
–No soluciona todo, pero suavizaría –continuó Philipp, como si
no lo hubiera escuchado–. Se impidió la esclavitud, pero se los
hace competir en el mercado con los que hace generaciones,
siglos, están en mejor posición, es imposible. El siguiente paso es
impedir herencias, como la abolición de esclavitud positiva. Que
cada uno tenga lo que hizo.
–Pero, caramelo, eso no se puede poner en práctica. Por
ejemplo, en lugar de heredar, el padre le daría al hijo los bienes o
el dinero antes de morir, como de hecho ya pasa cuando les
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Philipp
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10. Territorios
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antiguo.
–No tiene nada –dijo.
–Bueno, nos vas a decir cómo es el plan o empiezo volándote la
rodilla.
Él se quedó callado. Vio por el rabillo del ojo que había más
personas en el salón que seguía luego de la entrada. Distinguió
una mesa larga con algunas copas.
–Ustedes no son de acá.
La señora lo miró y luego levantó la ojos hacia detrás de él,
interrogativa.
–¿A vos qué te importa? Contestá lo que te pregunté –la presión
del metal sobre su cuello aumentó.
–La gente de acá confía más. Ustedes son de la ciudad.
–Traé los precintos del armario en donde están las herramientas.
La mujer se fue. Un minuto más tarde volvía con una bolsa
llena de precintos negros.
–Pero, él no parece de... –empezó a decirle la mujer.
–Ahora vemos –respondió la voz –. Pibe, bajá las manos a la
altura de la espalda –él obedeció–. Isabel, ponele un precinto en
una muñeca y cerralo. Así. Ahora en la otra, pero pasalo por
debajo del otro. Ajustalo, pero no le cortes la circulación. Hacé
lo mismo con los tobillos y unilo al de una muñeca. Bien, listo
–sintió cómo el arma dejaba de presionarle el cuello.
El hombre caminó hasta quedar frente a él. También era
mayor. Un pequeño bigote blanco resaltaba en el centro de su
cara bronceada. Sostenía la escopeta con ambas manos. Su
mirada era notablemente precisa.
–Bueno, decinos qué querés. ¿Quién viene a las cuatro de la
mañana a una cabaña en medio de la nada?
–Tuve un accidente con el auto.
–¿Dónde? ¿Qué hacías viajando a esta hora?
–Fue un animal, se me cruzó. Creo que fue un ciervo.
–Te pregunté qué hacías viajando a esta hora.
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–¿Están de vacaciones?
El primero en mirarlo fue Rubén, como si se sintiera vejado
por la pregunta, como si cualquier información que él quisiera
manejar lo volviera a convertir en sospechoso. Paola se levantó y
fue hacia el fondo. Volvió con unas tijeras y un vaso. Rubén le
dijo que no lo hiciera, pero Paola se limitó a decir, sin
mirarlo, disparame, y cortó los precintos de las muñecas, mientras
él miraba a todos los presentes con bastante curiosidad acerca de
cómo reaccionarían. Sacó unos hielos de la frapera, los puso en el
vaso y le sirvió whisky. Él, una vez que sintió sus muñecas
liberadas, esperó todavía unos segundos, temeroso de que la
presencia de sus manos sobre la mesa pudiera liquidar por fin la
poca paciencia que Rubén parecía tener. Al ver que nadie
reaccionaba, llevó los brazos hacia delante y los estiró. Todos
estaban concentrados en sus movimientos. Tomó el whisky y,
por un segundo, tuvo el impulso de levantar la copa, en señal de
brindis, pero luego le pareció ridículo. Bebió y el ardor en la
garganta lo relajó. También supo que desde hacía rato que tenía
sed, aún si recién lo notaba.
–No, no estamos de vacaciones –dijo finalmente Lucas–. Vivimos
acá. Los cinco.
No pudo ocultar su sorpresa.
–Raro, ¿no? Aunque no es tan raro últimamente.
–¿Qué cosa no es tan rara? –preguntó.
–Esto.
–¿Que vivan...? –buscaba una palabra, que no encontró.
–Sí, viejos. Que viejos vivan juntos –completó Lucas –. Y que no
sea un geriátrico.
Él no estaba seguro de qué podía decir sin ser
malinterpretado.
–Lo que estás pensando, sí. A nadie le gustan los viejos. Los
esconden. No sé si porque les recuerdan que van a morir o
porque les recuerdan que van a ser así. O las dos cosas. No sé ni
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12. Riñones
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Oscar
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13. El invierno
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computadora abierta.
Para distraerse, leyó las noticias, tal como Oscar parecía
querer que hiciera. No entendió la urgencia: los atentados se
habían intensificado, sí, pero nada sugería que hubiera alguna
diferencia cualitativa en la situación general. Pensó que
probablemente Oscar estaría preocupado por Manuel y por eso
sobrerreaccionaba. Se sirvió un whisky. El correo vacío disparaba
una serie infinita de especulaciones, desde una falla técnica (el
correo había tenido un contenido que se perdió), un
comportamiento irregular del servidor (el correo se envió solo),
un virus (¿pero qué virus enviaba un correo vacío?), un
arrepentimiento de último momento (Ève abrió el editor de
correo y, cuando ya había decidido no escribirlo, disparó el
envío involuntariamente). Contempló también la posibilidad de
que algo le hubiese sucedido en el preciso instante en el que por fin
le iba a escribir, pero la idea no tenía sentido: si, por ejemplo, un
atentado hubiera sucedido mientras ella se disponía a enviarle el
correo, ¿por que se había enviado? La hipótesis de Ève cayendo
muerta sobre el teclado y disparando el envío era disparatada.
¿Quizás un familiar revisando los correos de Ève, con esas
órdenes judiciales que permiten el acceso una vez que la persona
muere? ¿Y por qué el familiar sería tan estúpido de enviar un
correo vacío? Los intentos de detener esa cadena de
elucubraciones eran infructuosos. Repasaba las opciones, pero
ninguna parecía tener sentido. Buscó en google empty email: en
un foro alguien sugería que podían ser producto de un antivirus
eliminando el contenido. Esto, que en un primer momento le
resultó una explicación razonable, dejó de tener sentido a
medida que lo pensaba más y más. Ève usaba Mac, que en los
últimos años no había tenido ningún virus, y sería por lo menos
extraño que tuviera un antivirus. Sólo restaba que fuera el
antivirus del servicio de correo, pero ¿por qué no le informaba
que había removido el virus, entonces? Y, sobre todo, ¿por qué
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14. Ruedas
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15. Radio
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pensado antes que él. Tomó las pinzas y fue cortando los cables
de todos los electrodomésticos de la casa. Los unió y consiguió
cerca de quince metros. Como no tenía cinta, usó bolsas para
aislar cada unión. Fue hasta el generador, conectó la salida a los
extremos de su cable, que entraba a la casa por la ventana de la
sala. Selló la ventana con la gomaespuma de uno de los
colchones, para no perder tanto calor, y conectó el cargador al
cable que entraba. La luz de carga se volvió a prender.
Al llegar la noche ya no tenía más leña y destrozó la mesa de
madera. No sólo quemaba demasiado rápido, sino que producía
humo con olor plástico por el barniz quemado, pero era mejor
que nada.
Los siguientes días fueron réplicas uno del otro. Se
alternaban horas de sol con nieve y él comía lo mínimo que
podía. Probó la radio a los tres días y no logró respuesta los
cuatro minutos que tuvo carga. Informaba dónde estaba y que
Oscar había sido asesinado. Su esperanza era que alguien lo
escuchara, incluso si no hubiese tenido tiempo de responder.
Debía esperar tres días más, quizá cuatro.
Una tarde escuchó disparos a la lejanía, repetidos por el eco
en el valle. Miró su cabaña y pensó que el humo plástico de los
muebles quemados lo delataba: era un humo mucho más espeso
y blanco que el de la leña normal. No había mucho que pudiera
hacer.
Cuando sólo le quedaba un poco de fideos pensó que
quizás pudiera cazar una ardilla o una liebre. No tenía con qué y
pasó toda una tarde tirándoles piedras a las ardillas en los
árboles. Sólo logró acertarle a una, que cayó sorprendida y subió
casi con la misma velocidad.
Comía cucharadas de azúcar para mantenerse con algo de
energía, pero no lo saciaba. Sin embargo, contrariamente a lo
que había creído, con el pasar de los días el hambre cedió. Por
momentos se sentía incluso lleno de vitalidad y muy lúcido. En
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no estuvieran ahí.
Mientras bajaba por la ruta y escuchaba el sonido de la
nieve compactarse con cada pisada, fue dándose cuenta de que
las piernas no le respondían como estaba acostumbrado.
Tropezaba con más frecuencia que la usual y a los veinte
minutos comenzó a sentir calambres, que por suerte no duraban
mucho. Se detenía y estiraba, pero ya sospechaba que el camino
iba a ser más difícil de lo que había pensando.
Lo asustó más, en cambio, notar que luego de una hora de
caminata la ruta permaneciera cubierta de nieve. Había pasado
dos complejos y esa nieve significaba que de ninguno de ellos
había entrado o salido un auto en días. Sin embargo, pensó, esto
no daba ninguna información sobre cómo estaría la ciudad.
A las dos horas las piernas dejaron de responderle y el frío
era demasiado para sus pies. Se sentó sobre un tronco caído y
trató de pensar con claridad, mientras sus extremidades se
secaban un poco. No estaba seguro cuánto faltaba para el área de
negocios en los que estaba el supermercado. Podía ser una hora
más de caminata. Y cuando tenía el auto, el tiempo hasta el
supermercado era irrisorio en comparación con el de la ciudad.
No. Por más que lo intentara, no iba a llegar sin congelarse.
El regreso fue todavía más difícil que la ida. No sólo por el
camino ascendente, sino que el frío y el cansancio hacían que
cada paso que se enterraba en la nieve pareciera más pesado que
el anterior. En algunos tramos, se veía obligado a descansar cada
diez o quince metros. Llegó a la cabaña al anochecer y prendió
fuego dos sillas, se cambió la ropa y trató de calentarse.
Ocho días más tarde se acabó la comida para gatos. Una
tarde, Cloto apareció en la puerta comiendo una oreja humana.
Asustó al gato y pateó la oreja, pero sabía que el animal no
tardaría en comerse el resto.
Comenzó a dejar entrar las alucinaciones como quien deja
pasar gente a una fiesta. Ève lo abrazaba y bailaba, Manuel
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jugaba con Colia y Cloto, Oscar traía leña y comida. Los miraba
y sabía que no eran reales y pensaba qué poco le importaba.
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En el tren
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horas. Ariel parecía llevarse bien con Victoria, pero después del
corte comenzó a hablar de ella como si siempre la hubiera
odiado. Victoria le había regalado un cuadernito de tapas rojas.
Decía que escribiese todo lo que se le cruzara por la cabeza, sin
orden. Que ése era el mejor modo de deshacerse de ciertas
obsesiones, al verlas repetidas en el papel. Durante unos meses
escribió, pero su caligrafía es tan mala que cada vez que
intentaba leerlo tenía que reinventar cada oración, el texto
nunca llegaba a fijarse. Las mañanas son una fantasía, un orden
mecánico, una obligación.
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