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LA NACION | ENFOQUES

Arturo Illia, 40 años

Mitos, falacias y verdades


Hace cuatro décadas,secundado por un eficaz equipo económico, el político radical
llegaba al poder. Criticado por la prensa,resistido por un sector delperonismo y los
militares,su gobierno terminaría derrocado a pesar de sus logros

12 de octubre de 2003

U na de las falacias que enriquecieron nuestro anecdotario político fue la que


justificaba el derrocamiento de Arturo Illia por su escasa representatividad electoral y su
supuesta inoperancia en el Gobierno. Se repetía que los votos en blanco lo habían
superado en las elecciones y no era cierto; se le enrostraba falta de aptitudes y luego se
demostró que había sido uno de los gobernantes más honestos y eficientes de las
últimas décadas.

Illia no entró por la ventana. A pesar de que seguía vigente la absurda proscripción del
peronismo y de que éste aún se manifestaba a través del voto en blanco, en esa elección
de 1963 la cantidad de sobres vacíos no pasó del 18 por ciento, mientras que Illia superó
el 25. (Hoy sería un punto por encima de Menem y tres más que Kirchner).

Regía la vieja Constitución del 53 y se necesitaban 239 votos en el colegio electoral. Illia
contaba con los 170 electores de la UCR del Pueblo; Oscar Alende, con los 107 de la
UCRI; y Pedro Eugenio Aramburu, con los 75 que sumaban Udelpa y el Partido
Demócrata Progresista. Salvo Alende -que intentaba negociar sus electores-, el resto de
los partidos (demócratas cristianos, conservadores, socialistas, neoperonistas y
agrupaciones provinciales) ofrecieron su apoyo espontáneo para consagrarlo Presidente.
Así, a los 64 años, Illia fue legitimado por la mayoría absoluta del colegio electoral y el
12 de octubre de 1963 juró ante la Asamblea Legislativa.
Sobre su tan mentada lentitud e inoperancia administrativa -se lo identificaba como una
tortuga-, veamos el saldo de su gestión. En tres años de gobierno, Illia logró superar la
dura recesión heredada con una política de corto plazo que volvió a poner en marcha el
crecimiento. Durante 1964, el PBI aumentó en un 10,3 por ciento y, al año siguiente, fue
del 9,1. Ese incremento acumulado de un 20,3 en apenas dos años implicaba una
extraordinaria cantidad de bienes y servicios adicionales puestos a disposición de la
sociedad.

La actividad de las industrias manufactureras, que representaban entonces la tercera


parte del PBI (la producción agropecuaria era un sexto), registró un aumento del 18,9
por ciento en el primer año y del 13,8 en el segundo. O sea que, en dos años, la
producción industrial subió el 35,3 por ciento (más de una cuarta parte). De este modo
la industria, que en 1961 había logrado una participación máxima en el PBI con el 31,9
por ciento, superó ese coeficiente en 1964 con el 32,5 y alcanzaría en 1965 un récord del
33,9 por ciento.

Estas cifras no son las de una administración precisamente inoperante. Comparándolas


con las de la gestión inmediatamente posterior, la tortuga habría resultado mucho más
veloz que las liebres que la sucedieron.

Sin dilaciones
Fueron ellos quienes impulsaron la actividad dinámica de la industria manufacturera y
los que lograron aumentar las exportaciones de 1200 millones de dólares en 1962 a 1500
millones en 1965, con un récord de 877 millones en el primer semestre de 1966. Fueron
ellos quienes disminuyeron la deuda externa de 3390 millones de dólares en 1963 a
2650 millones en 1965, sin necesidad de tocar las reservas de oro y divisas guardadas en
el Banco Central ni de pedir préstamos al Fondo Monetario. También fueron ellos los
encargados de sanear el presupuesto nacional, que venía carcomido por un déficit del
cincuenta por ciento del gasto total y con varios meses de atraso en el pago de sueldos.

Estamos hablando de un staff respaldado por un presidente que tuvo la valentía, para
esa época, de iniciar las exportaciones de trigo a China comunista, cuando no existían
relaciones diplomáticas ni consulares con ese país. Ni siquiera las tenía Estados Unidos.
No obstante, para Illia no hubo misterios ni dilaciones: "Diversificamos nuestros
mercados comerciando con todos los países del mundo, sin reticencias de ninguna
naturaleza", explicó con total sencillez.
La racionalidad y el correcto manejo de las cuentas públicas hizo que aquella
administración se caracterizara por un sentido profundamente ético de la acción de
gobierno, sin que se conociera un solo caso de corrupción administrativa. Era su
obligación, por cierto, pero, visto a la distancia, éste sería un fuerte rasgo de distinción
en la historia argentina del siglo veinte.

Sin embargo, el gobierno de Illia no tenía buena prensa. Menospreciando el creciente


poder de las comunicaciones, el punto más vulnerable -y pareciera que incurable- del
radicalismo, el presidente se jactaba de no gastar un solo peso de los contribuyentes en
publicitar sus actos de gobierno ni en intentar personalmente convencer a nadie de la
bondad de su gestión administrativa. Pensaba que el pueblo se daría cuenta solo de las
bondades de su administración y se quedó encerrado en esa terrible ingenuidad, frente a
un adversario de la magnitud política del peronismo.

Es que en su primer viaje por Europa, Illia había visto de cerca el apogeo de los
regímenes totalitarios de Hitler, Mussolini, Franco y Stalin y, por su acendrada vocación
democrática, le aterraba pensar en la manipulación informativa. Eso explica -pero no
justifica- su aislamiento de los hombres de prensa, su falta de diálogo con los medios, la
subestimación de una oficina encargada del área informativa que, aunque no hubiese
podido frenar la marcha golpista, habría servido para neutralizar los efectos mediáticos
del Plan de Lucha de la CGT iniciado en febrero de 1964.

En apenas dos meses se produjo la toma de diez mil fábricas y talleres. Mientras la
población asistía impávida a esa descontrolada gimnasia sindical -estimulada desde los
comandos militares-, la conspiración castrense programaba la toma del poder. Su
complicidad con el ámbito gremial tendría un alto precio: el traspaso de las obras
sociales a los sindicatos, un negocio para los bolsillos de sus dirigentes. Detrás de todos
ellos se maquillaba un presunto estadista, el general mesiánico Juan Carlos Onganía.

La sensación de que el gobierno estaba a la deriva mientras el país se sumergía en una


grave crisis social se fue extendiendo cada vez más y ya nadie tendría dudas de que Illia
era una tortuga. Fue en ese marco que llegó el presidente Charles de Gaulle -a principios
de octubre de 1964-, cuya visita sería aprovechada por el peronismo para identificarlo
con su líder y organizar manifestaciones callejeras al grito de "¡Bienvenido General!",
como expresión reivindicatoria del jefe de ese movimiento.

Dos meses después, a Perón se le ocurre volver de su exilio madrileño, pero por pedido
del gobierno argentino es detenido en Brasil y debe regresar a España. Es ésta una
nueva y muy dura crítica al gobierno de Illia, quien a pesar de todo le estaba cumpliendo
al secretario general de la CGT, José Alonso, la promesa de ir eliminando la
proscripción. Y a tal punto lo hizo que el peronismo ganó las elecciones de diputados
nacionales en marzo de 1965 a través del partido Unión Popular, al obtener 2.848.000
votos contra los 2.600.000 de la UCRP.

Al año siguiente Perón envió al país a su tercera esposa con instrucciones precisas para
desmontar el liderazgo local de Augusto Vandor -al que él no toleraba- y debilitar al
sector neoperonista, que había logrado integrarse al mecanismo democrático a través de
un bloque de 52 diputados que cumplían pacíficamente con su labor. Temeroso de
perder el control, el líder no quería saber nada ni con Vandor ni con los neoperonistas;
no le interesaba la estabilidad del sistema.

Aún con sus notorias limitaciones, Isabelita contribuyó en sus recorridas a movilizar a
una militancia que producía durísimos enfrentamientos con el Gobierno, lo que
agudizaba el deterioro de su imagen. Dentro de la amplia libertad de expresión que
imperaba en todo el país, algunos medios se hacían eco de las críticas más despiadadas

En Primera Plana
Nunca olvidaré que la única opinión disonante era la de Osiris Troiani, de quien se
mofaban porque defendía a Illia. Hasta que en una fuerte discusión levantó la voz:
"¿Ustedes no se dan cuenta de que están serruchando la rama del árbol donde están
sentados? ¡Después que lo echen a este viejo, los fascistas van a venir aquí a cerrar esta
revista!". Osiris, que se había iniciado en el oficio durante los años nefastos de la
mordaza peronista, sabía de qué hablaba. El tiempo le daría la razón.

Cuando las críticas se hicieron feroces y las águilas guerreras comenzaron a sobrevolar
la casa rosada, ya no hubo retorno. A los generales golpistas no les importaba que el
presupuesto, del cual ellos dependían, volviera a estar equilibrado, ni que la economía
exhibiese una sólida recuperación. Tampoco les interesaba a los sindicalistas que el
sector laboral, razón de ser de ellos mismos, tuviera pleno empleo y que recibiera más
del cuarenta por ciento de la distribución del producto bruto interno. Era más fuerte la
idea de que el gobierno no servía para nada y de que la tortuga debía ser reemplazada
por un león, "un jefe de Estado con energía", como preanunciaban los analistas de
entonces.
La proscripción del peronismo en el origen de aquel Gobierno le servía de pretexto a la
alianza militar-sindical para descalificarlo. Pero era una excusa perversa, pues el golpe
de Estado del 28 de junio de 1966 se haría finalmente para impedir las elecciones en la
provincia de Buenos Aires, donde el peronismo hubiese podido ganar la gobernación y
ampliar su bloque parlamentario, terminando de reintegrarse pacíficamente al sistema.
Era lo que buscaba Illia. Su desalojo, en cambio, cerró los caminos, acunó a la guerrilla
con sus asesinatos y generó la feroz represión que todos conocimos. La primera víctima
fue Aramburu; le siguieron Vandor y Alonso. Después vino todo lo demás.

Hoy la figura de Illia emerge de las tinieblas de nuestra historia política como un punto
de referencia indiscutible. Todos terminarían pidiéndole disculpas, desde los militares
que lo destituyeron hasta los periodistas que lo difamaron. Me enorgullezco de haber
estado entre los pocos que lo defendían, aunque sin ser escuchado. Para cerrar esta nota
vendría de perillas una frase con la que Troiani apostrofó a sus colegas cuando Onganía
mandó clausurar Primera Plana y nos quedamos todos sin trabajo. Pero ésa es
irreproducible.

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