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EL TRIBUNAL DE LA HISTORIA

Por: Sandra Leal Larrarte

“Si la mujer tiene el derecho de subir al cadalso, debe tener el derecho de subir a la Tribuna”. Muy
loable madame. Pensar así es una consecuencia lógica de estos días revolucionarios –recalcó el
hombre de escasa cabellera y casaca verde oscuro-, pero, ¿cree que enardecer a las mujeres es lo
más prudente en un momento en que nos vemos abocados a la más abominable dictadura?

Messie Brissot, lo imaginé diferente –dijo la mujer levantándose de su silla, casi arrebatando las
hojas recién escritas de las manos de su interlocutor, quien se había acercado a la ventana para
recibir más luz-, me parece que no entiende bien. ¿Le habla a una mujer de dictadura? Le recuerdo
que hasta la fecha las mujeres difícilmente somos libres de elegir esposo, incluso podemos ser
golpeadas por nuestros maridos con el beneplácito del gobierno y la ley eclesiástica “siempre y
cuando aquello con lo que se le pegue no supere el grosor de un dedo”. Y en esta época en la que
abundan palabras como “libertad” e “igualdad”, se nos niega el derecho al voto. Si me he unido a
los Brissontints es porque los creí de pensamiento más abiertos y los pensé dispuestos a la defensa
de los argumentos revolucionarios.

Oh, mi querida señora Gouges; Olimpia, no me confunda. Por supuesto que estamos defendiendo
la revolución, incluso, como vuestra merced bien lo sabe, estamos arriesgando la vida por ella, no
niego la verdad de vuestras tesis en favor de las de su género. Solo digo que no es el momento…

¡Si este no es el momento cuando! ¡Cuándo! –la brusquedad con la que la mujer respondió y agitó
los papeles en el aire, hizo despertar de su adormecimiento al hombre encorvado que hasta ese
momento se había mantenido alejado de la conversación, al notar su estado de alerta Madamme
Gouges se acercó a él con paso furioso-. Qué dice usted, mi querido Pompignanc. Le parece que es
muy pronto para decir: “El principio de toda soberanía reside esencialmente en la Nación que no
es más que la reunión de la Mujer y el Hombre: ningún cuerpo, ningún individuo, puede ejercer
autoridad que no emane de ellos”.

Amiga, le respondo esto: “Cuando el primer canto del mundo, expire sobre los bordes glaseados.
El grito desgarrador de su dolor. El aire resonará en los campos. Y en las casas gemirá” –respondió
el anciano de manera pomposa, mientras trataba de ocultar un bostezo-. Este poema, que todos
dijeron que lo hice en honor a Robespierre, en realidad habla de algo más, de la nobleza de la
mujer que da su vida para dar vida –ambos se quedaron mirándolo, luego añadió con gesto
despreocupado-. Tengo una pregunta, cómo se puede luchar por la libertad y la igualdad si la
mitad de los seres humanos siguen naciendo sin derechos. Si no queremos comportarnos como
unos malditos jacobinos, debemos atender a eso.

Está bien. Está bien, admito cuando me ganan –replicó el hombre de la casaca verde, líder de los
brissontint-. Defenderé vuestra causa, tanto como defiendo la de Francia.

Mi causa es nuestra causa –afirmó ella suavizando su voz y sentándose tranquila en el sofá, ahora
que su punto había sido reconocido-. Es más amplia que la de una nación, pero igualmente digna,
considerad esto Messie Brissot, desde Francia le daremos el ejemplo al mundo. Nuestra causa es
la de la vida, no podemos permitir que se repita la blasfemia cometida por los jacobinos contra la
vida del rey francés.

El hombre de la casaca verde, miraba por la ventana en lontananza al parecer perdido en sus
pensamientos, aun así bufó ante el recuerdo de aquel terrible día. E inmediatamente volteó su
mirada hacia sus camaradas para añadir:

Situación por la que nos acusan de ser poco revolucionarios, como si aprobar la barbarie nos
hiciera más democráticos -exclamó.

Supe que messie Dumoriez no se opuso a la creación de un Tribunal Revolucionario y os ha dejado


en una mala situación –agregó el anciano poeta cambiando de tema y caminando con paso lento,
propio de su edad, hacia la ventana.

¿Eso ha hecho? –inquirió la mujer de repente preocupada-. Pero qué ha pasado, ¿no estaba de
acuerdo con nosotros? ¡Su voto era decisivo! –miró a los ojos a su interlocutor y señaló lo que
para los demás ya parecía ser obvio-. Los jacobinos aprovecharán para imponer el terror igual que
pasó en agosto del 92. Aún nos siguen acusando de las muertes de Marat y Danton, querrán
venganza.

Ya empezaron –susurró Messie Brissot señalando por la ventana mientras ocultaba su cuerpo tras
la cortina, ella corrió a ver. Al fondo se alcanzaban a ver las casacas azules características de los
soldados revolucionarios.

Vienen por vos –anunció ella en un hilillo de voz, colocando su mano sobre la espalda de Monsieur
Brissot, se sentía casi al borde del desmayo mientras miraba hacia la calle por una rendija de las
cortinas.

Vienen por ambos –agregó él-, vuestros panfletos se consideran antirrevolucionarios y sois
conocida por vuestra adhesión a nuestra causa.
Es mejor que salgan –añadió asustado el anciano tomándolos del antebrazo y dirigiéndolos hacia
la puerta-. Colocaos vuestra capa y vuestro chal, tomen caminos diferentes, busquen refugio. Esta
antes noble nación ya no es segura para nadie.

Diciendo esto el hombre y la mujer salieron de la antesala. Jean-Jacques Lefranc de Pompignan,


anciano de familia noble, protector de la escritora Olimpia Gouges no tenía miedo, sabía que su
vida sería perdonada. Él era un poeta reconocido porque alguna vez fue vilipendiado públicamente
por Voltaire, lo que en su momento fue un escándalo le dio la oportunidad de ser nombrado en los
círculos sociales del país y así fue conocido. Sabía que todos lo veían como una víctima, como un
anciano inútil; no como un enemigo. Eso que antes lo ofendía hoy le salvaría la vida. El sonido de
los disparos lo alertó, corrió a la ventana tan sólo para ver cómo los guardias disparaban a la
mujer. Su corazón se detuvo por un segundo, pero al notar que ella seguía moviéndose volvió a
respirar. Había caído herida, dándoles la oportunidad de apresarla mientras el líder de los
girondinos caminaba rápidamente por la avenida sin mirar atrás.

Dos días después de que Brissot y sus compañeros girondinos murieran en la guillotina, acusados
de actividades antirevolucionarias. Sin abogado, herida, hambrienta, Olimpia se enfrentó sola ante
el tribunal. Madamme Gouges sería condenada a morir en la guillotina acusada de federalista.
Cien años después un “intelectual” francés diría que era imposible que una mujer fuera una
ideóloga de la revolución, queriendo eliminar su recuerdo de la historia. Doscientos años después,
se considera una de las grandes ideólogas de la revolución, pero no de esa que usted está
pensando.

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