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Título: ¿Has nacido de nuevo?

Tema: La regeneración

Tipo de sermón: Expositivo

Tito 3.3–7 (La Palabra: El Mensaje de Dios para mí)

“3 Porque también nosotros en otro tiempo fuimos irreflexivos y

obstinados; anduvimos descarriados, esclavos de toda suerte de

pasiones y placeres, y vivimos en la maldad y la envidia, odiados de

todos y odiándonos unos a otros. 4 Pero ahora se han hecho patentes la

bondad y el amor que Dios, nuestro Salvador, tiene a los seres humanos.

5 Él nos ha salvado no en virtud de nuestras buenas obras, sino por su

misericordia; y lo ha hecho por medio del lavamiento que nos hace nacer

de nuevo y por medio de la renovación del Espíritu Santo* 6 que Dios ha

derramado sobre nosotros con abundancia a través de nuestro Salvador

Jesucristo. 7 Restablecidos así por la gracia de Dios en su amistad,

hemos sido constituidos herederos con la esperanza de recibir la vida

eterna.”

INTRODUCCIÓN:

Este es uno de los pasajes más selectos de las Sagradas Escrituras. En una

oración del griego original, Pablo sintetiza todo el evangelio. ¡Qué cambio

anuncia esto después de que nos ha recordado lo que éramos en “otro tiempo”!

El evangelio que nos presenta Pablo nos dice que “Dios, nuestro Salvador…

nos salvó”. Es un mensaje de salvación. Pablo también dice que hemos sido

“justificados”.
El evangelio nos dice que hemos sido justificados, es decir: declarados justos.

Dios no “[les tomó] en cuenta a los hombres sus pecados”. “Al que no conoció

pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros seamos justicia de

Dios en él” (2 Corintios 5:19–21).

Es significativo que, al referirse a Dios el Padre, se le llame “nuestro Salvador”.

Y al Espíritu Santo se le menciona como siendo “[derramado] en nosotros

abundantemente por Jesucristo, nuestro Salvador”. El Dios del evangelio, el

Dios que salva, es aquel que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, el único y

verdadero Dios.

Pensemos que una persona cuenta lo siguiente: “Durante mis vacaciones

estaba yo veraneando en una costa pintoresca cuyas peñas bañan sus

pies en el mar, y ofrecen cuevas preciosas en que puede uno disfrutar a

sus anchas, al abrigo del calor, las bellezas y el esplendor del Océano.

Cierto día, absorto en la lectura de un libro, había permanecido mucho

tiempo a la entrada de una de esas cuevas, sin pensar en el flujo de la

marea que iba subiendo. De repente noté que era preciso no sólo dejar el

lugar, sino irme corriendo para librarme de un baño forzoso, y tal vez de

ser pasto de los peces. Las puntas diseminadas de la roca iban

desapareciendo. El agua subía rápidamente y pronto todo estaría cubierto

hasta el pie de la larga pared perpendicular de roca, por la cual era

imposible trepar. No había que perder un momento y sin vacilar partí

como una saeta. Pero acordándome de que mi libro había quedado en la

cueva hice alto para volver atrás, cuando llegó a mis oídos este grito:

“Corra usted ¡por su vida! No hay un instante que perder.” Obedecí, y

dejando mi tesoro corrí otra vez para salvarme.


La lucha contra las olas y la arena inundada empezaba. El viento soplaba

también y me daba con fuerza en el rostro. Mi sombrero se escapaba;

maquinalmente traté de asegurarlo en mi cabeza. La misma voz exclamó:

“¡Déjelo todo! No piense sino en salvar su vida.” Lo abandoné al viento …

Mis botas se iban llenando de agua; se hicieron tan pesadas que me

arrastraba en lugar de saltar. Mis fuerzas se iban agotando. Más

estridente oí la voz: “¡Déjelas; quíteselas!” Logré quitármelas, y

poniéndomelas bajo el brazo eché a correr.” ¡No! ¡Tírelas! Es cuestión de

vida.” Las dejé caer y seguí. Los guijarros me laceraban los pies y me

manaba la sangre; sentí que no resistiría mucho y grité: “¿Qué haré?” “Ya

voy”, dijo la misma voz, y un brazo robusto cogió el mío. El amigo

desconocido me ayudó y juntos subimos la roca. Pronto me hallé en lo

alto del peñasco respirando con fuerza y considerando el tremendo

peligro del que acababa de salvarme; esto me hizo pensar en el peligro de

la condenación divina a que están expuestas nuestras almas. ¿Qué es

menester hacer para salvarse? Creer en Cristo y confiar en Dios.

DESARROLLO:

¿Por qué nos salvó Dios? ¿Qué lo motivó a hacerlo? Como siempre, Pablo

descarta todo lo que pueda venir de parte nuestra: “No por obras de justicia

que nosotros hubiéramos hecho”. ¡Qué afortunados! Al mirar nuevamente el

versículo 3 nos damos cuenta de que nunca podríamos haber hecho ningunas

“obras de justicia”. Si Dios esperara ver algo justo en nosotros para poder

otorgarnos la salvación, nunca la podríamos obtener.

¿Qué fue lo que motivó a Dios? Hay cuatro características que se le atribuyen

a Dios. Las primeras son “la bondad y de Dios nuestro Salvador, y su amor”.
La “bondad” habla de la buena voluntad que Dios tiene para con nosotros, que

está dispuesto a bendecirnos. La palabra que se usa aquí para “amor” es la

misma que usa el idioma español para filantropía, amor a la humanidad.

“Dios… amó al mundo”, es decir, el mundo de los seres humanos, la

humanidad. En Jesús “se manifestó la bondad de Dios, nuestro Salvador”. Mira

a Jesús y verás el amor y la bondad del Padre que están presentes de manera

activa entre nosotros. “En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros:

en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo para que vivamos por él” (1

Juan 4:9).

Hay dos palabras más que nos dicen por qué Dios nos salvó. Lo hizo debido

“por su misericordia”. Dios miró con piedad nuestra desdichada condición, con

una compasión que no conocía límites. Nuestro Dios es “rico en misericordia”

(Efesios 2:4). Dios nos salvó también “por su gracia”, que es el amor

inmerecido de Dios. “Porque por gracia sois salvos” (Efesios 2:8). Nada en

nosotros podría haber conmovido a Dios para que nos salvara, sólo su bondad,

su amor, su misericordia y su gracia. Este es el Dios que se revela en el

evangelio. ¡Míralo y sorpréndete!

¿Cómo puedo yo, un miserable pecador (recuerda el versículo 3), esperar

recibir este sorprendente regalo de Dios? Jesús le dijo a Nicodemo: “El que no

nace de nuevo no puede ver el reino de Dios” (Juan 3:3). A Nicodemo, que

estaba desconcertado acerca de cómo podría uno nacer de nuevo, Jesús le

explicó: “El que no nace de agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de

Dios” (Juan 3:5). A Tito Pablo le escribe: “Nos salvó… por el lavamiento de la

regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo”.


Este es el “lavamiento” que tiene lugar en el Santo Bautismo, un “lavamiento”

por medio del cual nuestros pecados son borrados (Hechos 22:16), un

“lavamiento” que nos salva (1 Pedro 3:21). Pablo les escribe a los Gálatas esta

enseñanza: “Pues todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo

estáis revestidos” (Gálatas 3:27).

Por fe nosotros ahora “llevamos”, estamos cubiertos con la justicia y la santidad

perfectas que nuestro Salvador preparó para nosotros con su vida, muerte y

resurrección. El Santo Bautismo nos lleva a una relación de fe con Cristo, lleva

a cabo la “regeneración” de la vida espiritual. Celebramos nuestro cumpleaños

para recordar cuando llegamos a este mundo con una vida física. Aún más

importante para nosotros es el día de nuestro bautismo, el día de nuestra

“regeneración”.

Pablo lo llama también un lavamiento de “renovación”. La regeneración que

Dios obró en nosotros por medio de le fe nos hizo una “nueva criatura”. ¡Ha

pasado lo viejo, ha llegado lo nuevo! (2 Corintios 5:17). En su carta a los

romanos Pablo describe lo que sucede en el bautismo: “Porque somos

sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como

Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros

andemos en vida nueva” (Romanos 6:4). Basándose en este pasaje, Lutero

describe el significado del bautismo con estas palabras: “Significa que el viejo

Adán en nosotros debe ser ahogado por pesar y arrepentimiento diarios, y que

debe morir con todos sus pecados y malos deseos; asimismo, también cada

día debe surgir y resucitar el hombre nuevo, que ha de vivir eternamente

delante de Dios en justicia y pureza ahora y para siempre” (Libro de Concordia,


pp. 363,364). Verdaderamente el bautismo es un lavamiento de regeneración y

de renovación.

Todo esto es la obra del Espíritu Santo, a quien Dios “derramó en nosotros

abundantemente por Jesucristo, nuestro Salvador”. Cuando Jesús regresó al

Padre, prometió que iba a enviar el Espíritu Santo, el Consolador (Juan 15:26;

16:7; Hechos 1:5).

Eso lo hizo en el día de Pentecostés y lo sigue haciendo en el Santo Bautismo,

en la Santa Cena; en verdad, dondequiera que el evangelio se predique.

Algunas personas niegan el poder salvador del bautismo. Por ejemplo, los

bautistas y los pentecostales le dicen a usted que “debe nacer de nuevo”, que

debe tener un renacimiento que el Espíritu Santo lleva a cabo aparte del

bautismo, de alguna manera directa que usted puede sentir y experimentar en

su corazón. Ellos separan la obra del Espíritu Santo del bautismo y de los otros

medios de gracia. Sin embargo, permanece el hecho de que Pablo aquí habla

de un lavamiento por medio del cual el Espíritu Santo obra una regeneración y

una renovación. No entendemos cómo puede ser esto, pero sabemos que así

sucede cuando bautizamos con agua en el nombre del Dios trino y lo creemos

porque Dios lo dice.

Es sobre la base de estas palabras que se encuentran en esta carta a Tito que

Lutero da la siguiente respuesta a la pregunta: “¿Cómo puede el agua hacer

cosas tan grandes?”

“El agua en verdad no las hace, sino la palabra de Dios que está con el agua y

unida a ella, y la fe que confía en dicha palabra de Dios ligada con el agua,

porque sin la palabra de Dios el agua es simple agua y no es bautismo; pero


con la palabra de Dios sí es bautismo, es decir, es un agua de vida, llena de

gracia, y ‘un lavamiento de la regeneración en el Espíritu Santo’ ” (Libro de

Concordia, p. 363).

La regeneración, o nuevo nacimiento, es la recreación interna de la naturaleza

humana caída, por la acción del Espíritu Santo (Jn. 3:5–8). La Biblia concibe la

salvación como la renovación redentiva del hombre sobre la base de una

relación restaurada con Dios en Cristo, y la presenta como que involucra «una

transformación radical y completa obrada en el alma (Ro. 12:2; Ef. 4:23) por

Dios el Espíritu Santo (Tit. 3:5; Ef. 4:24), en virtud de lo cual llegamos a ser

‘hombres nuevos’ (Ef. 4:24; Col. 3:10), ya no conformados a este mundo (Ro.

12:2; Ef. 4:22; Col. 3:9), sino creados según la imagen de Dios en conocimiento

y santidad de la verdad (Ef. 4:24; Col. 3:10; Ro. 12:2)» (B.B. Warfield, Biblical

and Theological Studies, Presbyterian and Reformed Publishing Company,

Filadelfia, 1952, p. 351). Regeneración es el nacimiento por medio del cual

comienza esta obra de nueva creación, así como la santificación es el

«crecimiento» por medio del cual continúa (1 P. 2:2; 2 P. 3:18). La

regeneración en Cristo cambia la disposición de egocentrismo, sin ley y sin

Dios, que domina al hombre en Adán por una disposición de confianza y amor,

de arrepentimiento por la rebeldía e incredulidad del pasado, y una amante

conformidad con la ley de Dios de allí en adelante. Ilumina la mente ciega para

discernir las realidades espirituales (1 Co. 2:14–15; 2 Co. 4:6; Col. 3:10), y

libera y da poder a la voluntad que era esclava para que libremente obedezca a

Dios (Ro. 6:14, 17–22; Fil. 2:13).

El uso del nuevo nacimiento para describir este cambio enfatiza dos hechos al

respecto. El primero es su carácter decisivo.


El hombre regenerado para siempre deja de ser el hombre que era; su vida

antigua ha pasado y ha comenzado una nueva vida; es una nueva criatura en

Cristo, sepultado juntamente con él fuera del alcance de la condenación, y ha

resucitado con él a una nueva vida de justicia (véase Ro. 6:3–11; 2 Co. 5:17;

Col. 3:9–11). El segundo hecho enfatizado es el monergismo de la

regeneración. El bebé no induce ni coopera con su propia procreación y

nacimiento; tampoco pueden, quienes están muertos en «delitos y pecados»,

provocar la operación vivificadora del Espíritu de Dios dentro de ellos (véase

Ef. 2:1–10). La vivificación espiritual es un ejercicio libre y misterioso del poder

divino (Jn. 3:8). Esta vivificación es misteriosa para el hombre porque para él

es imposible explicarla en función de una combinación o cultivo de los recursos

humanos existentes (Jn. 3:6), que no es causada ni inducida por ningún

esfuerzo humano (Jn. 1:12–13), ni por méritos (Tit. 3:3–7), y por lo tanto, no se

puede igualar ni atribuir a ninguna de las experiencias, decisiones y actos a los

cuales da origen y por los cuales se podría saber que ocurrió.

CONCLUSIÓN:

En una ocasión, Thomas Cranmer aseguro lo siguiente: (Ritzema, E.,

Powell, G., Gomez, S. A., & Terranova, J. (Eds.). (2013). 300 citas para

predicadores de los reformadores. (S. A. Gomez & J. Terranova, Trads.).

Bellingham, WA: Lexham Press.)

“La fe cristiana segura y viva no se trata únicamente de creer todas las

cosas de Dios contenidas en las santas Escrituras, sino también de una

confianza ferviente en Dios, de que nos cuida y nos estima como un

padre al hijo a quien ama, que será misericordioso con nosotros por amor

a su Hijo único, y que tenemos a nuestro Salvador Cristo, nuestro


abogado y sacerdote eterno, en cuyos méritos, ofrenda y sufrimiento

confiamos para que nuestras ofensas sean continuamente lavadas y

purificadas, siempre que nosotros, verdaderamente arrepentidos,

volvemos a él de todo corazón, determinados firmemente por medio de su

gracia a obedecer y servirle guardando sus mandamientos, y a nunca

retornar de nuevo al pecado. Esa es la verdadera fe que la Escritura elogia

y recomienda.”

El propósito de todo esto es “para que, justificados por su gracia, llegáramos a

ser herederos conforme a la esperanza de la vida eterna”.

Dios ha escrito nuestro nombre en su testamento como herederos; la herencia

es la vida eterna. Esa es nuestra “esperanza” como herederos de Dios. Es una

esperanza segura, porque Dios nunca cambiará su testamento. Es tan segura

esta herencia que Jesús habla de la vida eterna como que es ya nuestra: “El

que cree en el Hijo tiene vida eterna” (Juan 3:36). Tenemos vida ahora y la

tendremos por siempre. ¡Qué bendiciones tenemos en esta vida! ¡Qué futuro

glorioso nos espera en la eternidad!

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