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Fuente de información: Vatican news y aciprensa.

HOMILÍAS
Homilía del Papa Francisco en la Misa Crismal del Jueves Santo, el 29
de marzo
En la Misa Crismal celebrada este Jueves Santo, 29 de marzo, el Papa
Francisco pidió sacerdotes cercanos que sean, como Jesús,
predicadores callejeros.
El Santo Padre destacó la importancia de la cercanía en la misión
pastoral y en la labor sacerdotal. “La cercanía es más que el nombre
de una virtud particular, es una actitud que involucra a la persona
entera, a su modo de vincularse, de estar a la vez en sí mismo y
atento al otro”, afirmó el Pontífice.
A continuación el texto completo de la homilía del Papa Francisco:
Queridos hermanos, sacerdotes de la diócesis de Roma y de las
demás diócesis del mundo:
Leyendo los textos de la liturgia de hoy me venía a la mente, de
manera insistente, el pasaje del Deuteronomio que dice: «Porque
¿dónde hay una nación tan grande que tenga unos dioses tan
cercanos como el Señor, nuestro Dios, siempre que lo invocamos?»
(4,7). La cercanía de Dios... nuestra cercanía apostólica.
En el texto del profeta Isaías contemplamos al enviado de Dios ya
«ungido y enviado», en medio de su pueblo, cercano a los pobres, a
los enfermos, a los prisioneros... y al Espíritu que «está sobre él», que
lo impulsa y lo acompaña por el camino.
En el Salmo 88 vemos cómo la compañía de Dios, que ha conducido
al rey David de la mano desde que era joven y que le prestó su
brazo, ahora que es anciano, toma el nombre de fidelidad: la
cercanía mantenida a lo largo del tiempo se llama fidelidad.
El Apocalipsis nos acerca, hasta que podemos verlo, al «Erjómenos»,
al Señor que siempre «está viniendo» en Persona. La alusión a que «lo
verán los que lo traspasaron» nos hace sentir que siempre están a la
vista las llagas del Señor resucitado, siempre está viniendo a nosotros
el Señor si nos queremos «hacer próximos» en la carne de todos los
que sufren, especialmente de los niños.
En la imagen central del Evangelio de hoy, contemplamos al Señor a
través de los ojos de sus paisanos que estaban «fijos en él» (Lc 4,20).
Jesús se alzó para leer en su sinagoga de Nazaret. Le fue dado el rollo
del profeta Isaías. Lo desenrolló hasta que encontró el pasaje del
enviado de Dios. Leyó en voz alta: «El Espíritu del Señor está sobre
mí, me ha ungido y enviado...» (61,1). Y terminó estableciendo la
cercanía tan provocadora de esas palabras: «Hoy se ha cumplido esta
Escritura que acabáis de oír» (Lc 4,21).
Jesús encuentra el pasaje y lee con la competencia de los escribas. Él
habría podido perfectamente ser un escriba o un doctor de la ley,
pero quiso ser un «evangelizador», un predicador callejero, el
«portador de alegres noticias» para su pueblo, el predicador cuyos
pies son hermosos, como dice Isaías (cf. 52,7).
Esta es la gran opción de Dios: el Señor eligió ser alguien cercano a su
pueblo. ¡Treinta años de vida oculta! Después comenzará a predicar.
Es la pedagogía de la encarnación, de la inculturación; no solo en las
culturas lejanas, también en la propia parroquia, en la nueva cultura
de los jóvenes...
La cercanía es más que el nombre de una virtud particular, es una
actitud que involucra a la persona entera, a su modo de vincularse,
de estar a la vez en sí mismo y atento al otro. Cuando la gente dice
de un sacerdote que «es cercano» suele resaltar dos cosas: la primera
es que «siempre está» (contra el que «nunca está»: «Ya sé, padre, que
usted está muy ocupado», suelen decir). Y otra es que sabe encontrar
una palabra para cada uno. «Habla con todos», dice la gente: con los
grandes, los chicos, los pobres, con los que no creen... Curas
cercanos, que están, que hablan con todos... Curas callejeros.
Uno que aprendió bien de Jesús a ser predicador callejero fue Felipe.
Dicen los Hechos que recorría anunciando la Buena Nueva de la
Palabra predicando en todas las ciudades y que estas se llenaban de
alegría (cf. 8,4.5-8). Felipe era uno de esos a quienes el Espíritu podía
«arrebatar» en cualquier momento y hacerlo salir a evangelizar,
yendo de un lado para otro, uno capaz hasta de bautizar gente de
buena fe, como el ministro de la reina de Etiopía, y hacerlo ahí
mismo, en la calle (cf. Hch 8,5; 36-40).
La cercanía es la clave del evangelizador porque es una actitud clave
en el Evangelio (el Señor la usa para describir el Reino). Nosotros
tenemos incorporado que la proximidad es la clave de la
misericordia, porque la misericordia no sería tal si no se las ingeniara
siempre, como «buena samaritana», para acortar distancias.
Pero creo que nos falta incorporar más el hecho de que la cercanía es
también la clave de la verdad. ¿Se pueden acortar distancias en la
verdad? Sí se puede. Porque la verdad no es solo la definición que
hace nombrar las situaciones y las cosas a distancia de concepto y de
razonamiento lógico. No es solo eso. La verdad es también fidelidad
(emeth), esa que te hace nombrar a las personas con su nombre
propio, como las nombra el Señor, antes de ponerles una categoría o
definir «su situación».
Hay que estar atentos a no caer en la tentación de hacer ídolos con
algunas verdades abstractas. Son ídolos cómodos que están a mano,
que dan cierto prestigio y poder y son difíciles de discernir. Porque la
«verdad-ídolo» se mimetiza, usa las palabras evangélicas como un
vestido, pero no deja que le toquen el corazón. Y, lo que es mucho
peor, aleja a la gente simple de la cercanía sanadora de la Palabra y
de los sacramentos de Jesús.
En este punto, acudimos a María, Madre de los sacerdotes. La
podemos invocar como «Nuestra Señora de la Cercanía»: «Como una
verdadera madre, ella camina con nosotros, lucha con nosotros, y
derrama incesantemente la cercanía del amor de Dios» (Exhort. ap.
Evangelii gaudium, 286), de modo tal que nadie se sienta excluido.
Nuestra Madre no solo es cercana por ir a servir con esa «prontitud»
(ibíd., 288) que es un modo de cercanía, sino también por su manera
de decir las cosas.
En Caná, el momento oportuno y el tono suyo con el cual dice a los
servidores «Hagan todo lo que él les diga» (Jn 2,5), hará que esas
palabras sean el molde materno de todo lenguaje eclesial. Pero para
decirlas como ella, además de pedirle la gracia, hay que saber estar
allí donde «se cocinan» las cosas importantes, las de cada corazón, las
de cada familia, las de cada cultura. Solo en esta cercanía uno puede
discernir cuál es el vino que falta y cuál es el de mejor calidad que
quiere dar el Señor.
Les sugiero meditar tres ámbitos de cercanía sacerdotal en los que
estas palabras: «Hagan todo lo que Jesús les diga» deben resonar ?de
mil modos distintos pero con un mismo tono materno? en el corazón
de las personas con las que hablamos: el ámbito del
acompañamiento espiritual, el de la confesión y el de la predicación.
La cercanía en la conversación espiritual, la podemos meditar
contemplando el encuentro del Señor con la Samaritana. El Señor le
enseña a discernir primero cómo adorar, en Espíritu y en verdad;
luego, con delicadeza, la ayuda a poner nombre a su pecado y, por
fin, se deja contagiar por su espíritu misionero y va con ella a
evangelizar a su pueblo. Modelo de conversación espiritual es el del
Señor, que sabe hacer salir a la luz el pecado de la Samaritana sin que
proyecte su sombra sobre su oración de adoradora ni ponga
obstáculos a su vocación misionera.

La cercanía en la confesión la podemos meditar contemplando el


pasaje de la mujer adúltera. Allí se ve claro cómo la cercanía lo es
todo porque las verdades de Jesús siempre acercan y se dicen (se
pueden decir siempre) cara a cara. Mirando al otro a los ojos ?como
el Señor cuando se puso de pie después de haber estado de rodillas
junto a la adúltera que querían apedrear, y puede decir: «Yo
tampoco te condeno» (Jn 8,11), no es ir contra la ley. Y se puede
agregar «En adelante no peques más» (ibíd.), no con un tono que
pertenece al ámbito jurídico de la verdad-definición ?el tono de
quien siente que tiene que determinar cuáles son los
condicionamientos de la Misericordia divina? sino que es una frase
que se dice en el ámbito de la verdad-fiel, que le permite al pecador
mirar hacia adelante y no hacia atrás. El tono justo de este «no
peques más» es el del confesor que lo dice dispuesto a repetirlo
setenta veces siete.
Por último, el ámbito de la predicación. Meditamos en él pensando
en los que están lejos, y lo hacemos escuchando la primera prédica
de Pedro, que debe incluirse dentro del acontecimiento de
Pentecostés. Pedro anuncia que la palabra es «para los que están
lejos» (Hch 2,39), y predica de modo tal que el kerigma les «traspasó
el corazón» y les hizo preguntar: «¿Qué tenemos que hacer?» (Hch
2,37). Pregunta que, como decíamos, debemos hacer y responder
siempre en tono mariano, eclesial.
La homilía es la piedra de toque «para evaluar la cercanía y la
capacidad de encuentro de un Pastor con su pueblo» (Exhort. ap.
Evangelii gaudium, 135). En la homilía se ve qué cerca hemos estado
de Dios en la oración y qué cerca estamos de nuestro pueblo en su
vida cotidiana.
La buena noticia se da cuando estas dos cercanías se alimentan y se
curan mutuamente. Si te sientes lejos de Dios, acércate a su pueblo,
que te sanará de las ideologías que te entibiaron el fervor. Los
pequeños te enseñarán a mirar de otra manera a Jesús. Para sus ojos,
la Persona de Jesús es fascinante, su buen ejemplo da autoridad
moral, sus enseñanzas sirven para la vida.
Si te sientes lejos de la gente, acércate al Señor, a su Palabra: en el
Evangelio, Jesús te enseñará su modo de mirar a la gente, qué valioso
es a sus ojos cada uno de aquellos por los que derramó su sangre en
la Cruz. En la cercanía con Dios, la Palabra se hará carne en ti y te
volverás un cura cercano a toda carne. En la cercanía con el pueblo
de Dios, su carne dolorosa se volverá palabra en tu corazón y tendrás
de qué hablar con Dios, te volverás un cura intercesor.
Al sacerdote cercano, ese que camina en medio de su pueblo con
cercanía y ternura de buen pastor (y unas veces va adelante, otras en
medio y otras veces va atrás, pastoreando), no es que la gente
solamente lo aprecie mucho; va más allá: siente por él una cosa
especial, algo que solo siente en presencia de Jesús.
Por eso, no es una cosa más esto de «discernir nuestra cercanía». En
ella nos jugamos «hacer presente a Jesús en la vida de la humanidad»
o dejar que se quede en el plano de las ideas, encerrado en letras de
molde, encarnado a lo sumo en alguna buena costumbre que se va
convirtiendo en rutina.
Le pedimos a María, «Nuestra Señora de la Cercanía», que «nos
acerque» entre nosotros y, a la hora de decirle a nuestro pueblo que
«haga todo lo que Jesús le diga», nos unifique el tono, para que en la
diversidad de nuestras opiniones, se haga presente su cercanía
materna, esa que con su «sí» nos acercó a Jesús para siempre.
31 de marzo de 2018
Homilía del Papa Francisco en la Vigilia Pascual
El Papa Francisco presidió la Vigilia pascual en la Basílica de San
Pedro y bautizó a 8 catecúmenos. En su homilía aseguró que
“celebrar la Pascua, es volver a creer que Dios irrumpe y no deja de
irrumpir en nuestras historias desafiando nuestros «conformantes» y
paralizadores determinismos. Celebrar la Pascua es dejar que Jesús
venza esa pusilánime actitud que tantas veces nos rodea e intenta
sepultar todo tipo de esperanza”.
A continuación, el texto completo de la homilía:
Esta celebración la hemos comenzado fuera... inmersos en la
oscuridad de la noche y en el frío que la acompaña. Sentimos el peso
del silencio ante la muerte del Señor, un silencio en el que cada uno
de nosotros puede reconocerse y cala hondo en las hendiduras del
corazón del discípulo que ante la cruz se queda sin palabras.
Son las horas del discípulo enmudecido frente al dolor que genera la
muerte de Jesús: ¿Qué decir ante tal situación? El discípulo que se
queda sin palabras al tomar conciencia de sus reacciones durante las
horas cruciales en la vida del Señor: frente a la injusticia que condenó
al Maestro, los discípulos hicieron silencio; frente a las calumnias y al
falso testimonio que sufrió el Maestro, los discípulos callaron.
Durante las horas difíciles y dolorosas de la Pasión, los discípulos
experimentaron de forma dramática su incapacidad de «jugársela» y
de hablar en favor del Maestro. Es más, no lo conocían, se
escondieron, se escaparon, callaron (cfr. Jn 18,25-27).
Es la noche del silencio del discípulo que se encuentra entumecido y
paralizado, sin saber hacia dónde ir frente a tantas situaciones
dolorosas que lo agobian y rodean. Es el discípulo de hoy,
enmudecido ante una realidad que se le impone haciéndole sentir, y
lo que es peor, creer que nada puede hacerse para revertir tantas
injusticias que viven en su carne nuestros hermanos.
Es el discípulo atolondrado por estar inmerso en una rutina
aplastante que le roba la memoria, silencia la esperanza y lo habitúa
al «siempre se hizo así». Es el discípulo enmudecido que, abrumado,
termina «normalizando» y acostumbrándose a la expresión de Caifás:
«¿No les parece preferible que un solo hombre muera por el pueblo y
no perezca la nación entera?» (Jn 11,50).
Y en medio de nuestros silencios, cuando callamos tan
contundentemente, entonces las piedras empiezan a gritar (cf. Lc
19,40)[1] y a dejar espacio para el mayor anuncio que jamás la
historia haya podido contener en su seno: «No está aquí ha
resucitado» (Mt 28,6). La piedra del sepulcro gritó y en su grito
anunció para todos un nuevo camino. Fue la creación la primera en
hacerse eco del triunfo de la Vida sobre todas las formas que
intentaron callar y enmudecer la alegría del evangelio. Fue la piedra
del sepulcro la primera en saltar y a su manera entonar un canto de
alabanza y admiración, de alegría y de esperanza al que todos somos
invitados a tomar parte.
Y si ayer, con las mujeres contemplábamos «al que traspasaron» (Jn
19,36; cf. Za 12,10); hoy con ellas somos invitados a contemplar la
tumba vacía y a escuchar las palabras del ángel: «no tengan miedo…
ha resucitado» (Mt 28,5-6). Palabras que quieren tocar nuestras
convicciones y certezas más hondas, nuestras formas de juzgar y
enfrentar los acontecimientos que vivimos a diario; especialmente
nuestra manera de relacionarnos con los demás. La tumba vacía
quiere desafiar, movilizar, cuestionar, pero especialmente quiere
animarnos a creer y a confiar que Dios «acontece» en cualquier
situación, en cualquier persona, y que su luz puede llegar a los
rincones menos esperados y más cerrados de la existencia. Resucitó
de la muerte, resucitó del lugar del que nadie esperaba nada y nos
espera —al igual que a las mujeres— para hacernos tomar parte de su
obra salvadora. Este es el fundamento y la fuerza que tenemos los
cristianos para poner nuestra vida y energía, nuestra inteligencia,
afectos y voluntad en buscar, y especialmente en generar, caminos de
dignidad. ¡No está aquí…ha resucitado! Es el anuncio que sostiene
nuestra esperanza y la transforma en gestos concretos de caridad.
¡Cuánto necesitamos dejar que nuestra fragilidad sea ungida por esta
experiencia, cuánto necesitamos que nuestra fe sea renovada, cuánto
necesitamos que nuestros miopes horizontes se vean cuestionados y
renovados por este anuncio! Él resucitó y con él resucita nuestra
esperanza y creatividad para enfrentar los problemas presentes,
porque sabemos que no vamos solos.
Celebrar la Pascua, es volver a creer que Dios irrumpe y no deja de
irrumpir en nuestras historias desafiando nuestros «conformantes» y
paralizadores determinismos. Celebrar la Pascua es dejar que Jesús
venza esa pusilánime actitud que tantas veces nos rodea e intenta
sepultar todo tipo de esperanza.
La piedra del sepulcro tomó parte, las mujeres del evangelio tomaron
parte, ahora la invitación va dirigida una vez más a ustedes y a mí:
invitación a romper las rutinas, renovar nuestra vida, nuestras
opciones y nuestra existencia. Una invitación que va dirigida allí
donde estamos, en lo que hacemos y en lo que somos; con la «cuota
de poder» que poseemos. ¿Queremos tomar parte de este anuncio de
vida o seguiremos enmudecidos ante los acontecimientos?
¡No está aquí ha resucitado! Y te espera en Galilea, te invita a volver
al tiempo y al lugar del primer amor y decirte: No tengas miedo,
sígueme.
ORACIÓN POR VIERNES SANTO
30 de marzo de 2018
Esta es la emotiva oración que rezó el Papa Francisco al finalizar el
Vía Crucis
Tras el Vía Crucis del Viernes Santo presidido por el Papa Francisco
en el Coliseo de Roma, donde muchos de los primeros cristianos
murieron martirizados, el Santo Padre rezó una larga y emotiva
oración dirigida a Jesús “llena de vergüenza, arrepentimiento y
esperanza” frente a los 20 mil asistentes.
A continuación, el texto completo de la oración:
Señor Jesús, nuestra mirada está dirigida a ti, llena de vergüenza, de
arrepentimiento y de esperanza.
Ante tu amor supremo, la vergüenza nos impregna por haberte
dejado sufrir en soledad nuestros pecados:
La vergüenza de haber huido ante la prueba a pesar de haber dicho
miles de veces “incluso si todos te abandonan, yo no te abandonaré
jamás”.
La vergüenza de haber elegido a Barrabás y no a ti, el poder y no a
ti, la apariencia y no a ti, el dinero y no a ti, la mundanidad y no la
eternidad.
La vergüenza por haberte tentado con la boca y con el corazón cada
vez que nos hemos encontrado ante una prueba, diciéndote: “si tú
eres el Mesías, sálvate y creeremos”.
La vergüenza por tantas personas, incluso algunos de tus ministros,
que se han dejado engañar por la ambición y por la vana gloria
perdiendo su dignidad y su primer amor.
La vergüenza porque nuestras generaciones están dejando a los
jóvenes un mundo fracturado por las divisiones y por las guerras; un
mundo devorado por el egoísmo donde los jóvenes, los pequeños,
los enfermos, los ancianos son marginados.
La vergüenza de haber perdido la vergüenza.
¡Señor Jesús, danos siempre la gracia de la santa vergüenza!
Nuestra mirada está llena también de un arrepentimiento que,
delante de tu silencio elocuente, suplica tu misericordia:
Un arrepentimiento que germina ante la certeza de que sólo tú
puedes salvarnos del mal, sólo tú puedes cura nuestra lepra de odio,
de egoísmo, de soberbia, de codicia, de venganza, de codicia, de
idolatría, sólo tú puedes abrazarnos devolviéndonos la dignidad filiar
y alegrarte por nuestro regreso a casa, a la vida.
El arrepentimiento que surge de sentir nuestra pequeñez, nuestra
nada, nuestra vanidad y que se deja acariciar por su dulce y poderosa
invitación a la conversión.
El arrepentimiento de David que, desde el abismo de su miseria,
encuentra en ti su única fuerza.
El arrepentimiento que nace de nuestra vergüenza, que nace de la
certeza de que nuestro corazón permanecerá siempre inquieto hasta
que no te encuentre y encuentre en ti su única fuente de plenitud y
de quietud.
El arrepentimiento de Pedro que, cruzando su mirada con la tuya,
llora amargamente por haberte negado delante de los hombres.
Señor Jesús, ¡danos siempre la gracia del santo arrepentimiento!
Ante tu suprema majestad se enciende, en la tenebrosidad de nuestra
desesperación, la chispa de la esperanza para que sepamos que tu
única medida de amarnos es la de amarnos sin medida.
La esperanza de que tu mensaje continúe a inspirar, todavía hoy, a
tantas personas y pueblos a que solo el bien puede derrotar el mal y
la maldad, sólo el perdón puede derrotar el rencor y la venganza,
sólo el abrazo fraterno puede dispersar la hostilidad y el miedo del
otro.
La esperanza de que tu sacrificio continúa, todavía hoy, a emanar el
perfume del amor divino que acaricia los corazones de tantos jóvenes
que continúan consagrándote sus vidas convirtiéndose en ejemplos
vivos de caridad y de gratuidad en este mundo devorado por la
lógica del beneficio y de la ganancia fácil.
La esperanza de que tantos misioneros y misioneras continúen hoy a
desafiar la adormecida conciencia de la humanidad arriesgando sus
vidas para servirte en los pobres, en los descartados, en los
inmigrantes, en los invisibles, en los explotados, en los hambrientos
en los encarcelados.
La esperanza de que tu Iglesia santa, y constituida por pecadores,
continúe, incluso hoy, a pesar de todos los intentos de desacreditarla,
a ser una luz que ilumine, anime, alivie y testimonie tu amor
ilimitado por la humanidad, un modelo de altruismo, un arca de
salvación y una fuente de certeza y de verdad.
La esperanza de que, de tu cruz, fruto de la codicia y de la cobardía
de tantos doctores de la Ley y de los hipócritas, surja la Resurrección
transformando las tinieblas de la tumba en el resplandor del alba del
Domingo sin atardecer, enseñándonos que tu amor es nuestra
esperanza.
Señor Jesús, ¡danos siempre la gracia de la santa esperanza!
Ayúdanos, Hijo del Hombre, a despojarnos de la arrogancia del
ladrón puesto a tu izquierda, y de los miopes y de los corruptos que
han visto en ti una oportunidad de explotar, un condenado al que
criticar, un derrotado del que burlarse, otra ocasión para atribuir a
los demás, e incluso a Dios, las propias culpas.
Te pedimos, en cambio, Hijo de Dios, que nos identifiquemos con el
buen ladrón que te miró con ojos llenos de vergüenza, de
arrepentimiento y de esperanza; que con ojos de fe vio en tu
aparente derrota la victoria divina, y así, arrodillados delante de tu
misericordia, y con honestidad, ganó el paraíso. Amén.
20 de marzo de 2018
CATEQUESIS
AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles, 28 de marzo de 2018
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy quisiera detenerme para meditar sobre el Triduo Pascual que
empieza mañana, para profundizar un poco en lo que los días más
importantes del año litúrgico representan para nosotros creyentes.
Quisiera haceros una pregunta: ¿Qué fiesta es la más importante para
nuestra fe: la Navidad o la Pascua? La Pascua porque es la fiesta de
nuestra salvación, la fiesta del amor de Dios por nosotros, la fiesta, la
celebración de su muerte y Resurrección. Y por esto yo quisiera
reflexionar con vosotros sobre esta fiesta, sobre estos días, que son
días pascuales, hasta la Resurrección del Señor. Estos días constituyen
la memoria celebrativa de un único gran misterio: la muerte y la
Resurrección del Señor Jesús. El Triduo empieza mañana, con la misa
de la Cena del Señor y se concluirá con las vísperas del Domingo de
Resurrección. Después viene la «Pasquetta» para celebrar esta gran
fiesta: un día más. Pero este es postlitúrgico: es la fiesta familiar, es la
fiesta de la sociedad. Esto marca las etapas fundamentales de nuestra
fe y de nuestra vocación en el mundo, y todos los cristianos están
llamados a vivir los tres Días santos —jueves, viernes, sábado; y el
domingo (se entiende), pero el sábado es la Resurrección— los tres
Días santos como, por así decir, la «matriz» de su vida personal, de su
vida comunitaria, como vivieron nuestros hermanos judíos el éxodo
de Egipto.
Estos tres Días reproponen al pueblo cristiano los grandes eventos de
la salvación realizados por Cristo, y así lo proyectan en el horizonte
de su destino futuro y lo refuerzan en su compromiso de testimonio
en la historia. La mañana de Pascua, recorriendo las etapas vividas en
el Triduo, el Canto de la Secuencia, es decir un himno o una especie
de Salmo, hará escuchar solemnemente el anuncio de la resurrección;
y dice así: «Cristo, nuestra esperanza, ha resucitado y nos precede en
Galilea». Esta es la gran afirmación: Cristo resucitó.
Y en muchos pueblos del mundo, sobre todo en el este de Europa, la
gente se saluda en estos días pascuales no con «buenos días», «buenas
tardes», sino con «Cristo ha resucitado», para afirmar el gran saludo
pascual. «Cristo ha resucitado». En estas palabras —«Cristo ha
resucitado»— de exaltación conmovida culmina el Triduo. Estas no
contienen solamente un anuncio de alegría y de esperanza, sino
también un llamamiento a la responsabilidad y a la misión. Y no
termina con la «colomba», los huevos de chocolate, las fiestas —
incluso si esto es bonito porque es la fiesta de familia— pero no
termina así. Empieza ahí el camino a la misión, al anuncio: Cristo ha
resucitado. Y este anuncio, al cual el Triduo conduce preparándonos
a acogerlo, es el centro de nuestra fe y nuestra esperanza, es el
núcleo, es el anuncio, es —la palabra difícil, pero que dice todo—, es
el kerygma, que continuamente evangeliza a la Iglesia y que a su vez
es enviada a evangelizar.
San Pablo resume el evento pascual en esta expresión: «Nuestro
cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado» (1 Corintios 5, 7), como el
cordero. Ha sido inmolado. Por lo tanto —continúa— «para que ya
no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó
por ellos» (2 Corintios 5, 15). Renacidos. Y por esto, en el día de
Pascua desde el principio se bautizaba la gente. También en la noche
de este sábado yo bautizaré aquí, en San Pedro, a ocho personas
adultas que empiezan la vida cristiana. Y empieza todo porque
nacerán de nuevo. Y con otra fórmula sintética explica san Pablo que
Cristo «fue entregado por nuestros pecados, y fue resucitado para
nuestra justificación» (Romanos 4, 25). El único, el único que nos
justifica; el único que hace renacer de nuevo es Jesucristo. Nadie más.
Y por esto no se debe pagar nada, porque la justificación —el hacerse
justo— es gratuita. Y esta es la grandeza del amor de Jesús: da la vida
gratuitamente para hacernos santos, para renovarnos, para
perdonarnos. Y este es el núcleo propio de este Triduo pascual. En el
Triduo pascual la memoria de este advenimiento fundamental se
hace celebración llena de reconocimiento y, al mismo tiempo,
renueva en los bautizados el sentimiento de su nueva condición, que
el apóstol Pablo expresa siempre así: «Si habéis resucitado con Cristo,
buscad las cosas de arriba [...] Aspirad a las cosas de arriba, no a las
de la tierra. (Colosenses 3, 1-3). Mirar arriba, mirar el horizonte,
ampliar los horizontes: esta es nuestra fe, esta es nuestra justificación,
¡este es el estado de gracia! Por el bautismo, de hecho, resucitamos
con Jesús y morimos para las cosas y la lógica del mundo; renacemos
como criaturas nuevas: una realidad que pide convertirse en
existencia concreta día a día. Un cristiano, si verdaderamente se deja
lavar por Cristo, si verdaderamente se deja despojar por Él del
hombre viejo para caminar en una vida nueva, incluso
permaneciendo pecador —porque todos lo somos— ya no puede ser
corrupto, la justificación de Jesús nos salva de la corrupción, somos
pecadores, pero no corruptos; ya no puede vivir con la muerte en el
alma y tampoco ser causa de muerte. Y aquí debo decir una cosa
triste y dolorosa… Hay falsos cristianos: aquellos que dicen: «Jesús ha
resucitado», «yo he sido justificado por Jesús», estoy en la vida nueva,
pero vivo una vida corrupta. Y estos cristianos fingidos terminarán
mal. El cristiano, repito, es pecador —todos lo somos, yo lo soy—
pero tenemos la seguridad de que cuando pedimos perdón, el Señor
nos perdona. El corrupto hace como que es una persona honorable,
pero, al final, en su corazón hay podredumbre. Una vida nueva nos
da Jesús. El cristiano no puede vivir con la muerte en el alma, ni
tampoco ser causa de muerte. Pensemos —para no ir lejos—
pensemos en casa, pensemos en los llamados «cristianos mafiosos».
Pero estos de cristianos no tienen nada: se dicen cristianos, pero
llevan la muerte en el alma y a los demás. Recemos por ellos, para
que el Señor toque su alma.
El prójimo, sobre todo el más pequeño y el más sufriente, se
convierte en el rostro concreto a quién donar el amor que Jesús nos
donó a nosotros. Y el mundo se convierte en el espacio de nuestra
nueva vida de resucitados. Nosotros resucitamos con Jesús: en pie,
con la frente alta y podemos compartir la humillación de aquellos
que todavía hoy, como Jesús, están en el sufrimiento, en la desnudez,
en la necesidad, en la soledad, en la muerte, para convertirse, gracias
a Él y con Él, en instrumento de rescate y de esperanza, símbolos de
vida y de resurrección. En muchos países —aquí en Italia y también
en mi patria— existe la costumbre de que cuando el día de Pascua se
escuchan las campanas, las madres, las abuelas llevan a los niños a
lavarse los ojos con el agua, con el agua de la vida, como señal para
poder ver las cosas de Jesús, las cosas nuevas. En esta Pascua,
dejémonos lavar el alma, lavar los ojos del alma, para ver las cosas
hermosas y hacer cosas hermosas. ¡Y esto es maravilloso! Esta es
precisamente la Resurrección de Jesús después de su muerte, que fue
el precio por salvarnos a todos nosotros.
Queridos hermanos y hermanas, dispongámonos a vivir este Triduo
Santo ya inminente —comienza mañana—, para estar cada vez más
profundamente integrados en el misterio de Cristo, muerto y
resucitado por nosotros. Que nos acompañe en este itinerario
espiritual la Virgen Santísima, que siguió a Jesús en su pasión —Ella
estaba allí, miraba, sufría…— estuvo presente y unida a Él bajo su
cruz, pero no se avergonzaba del hijo. ¡Una madre nunca se
avergüenza del hijo! Estaba allí y recibió en su corazón de madre la
inmensa alegría de la resurrección. Que Ella nos dé la gracia de ser
interiormente acogidos por las celebraciones de los próximos días,
para que nuestro corazón y nuestra vida se transformen realmente. Y
al dejaros estos pensamientos, os formulo a todos vosotros los más
cordiales deseos de una alegre y santa Pascua, junto a vuestras
comunidades y a vuestros seres queridos. Y os aconsejo: la mañana
de Pascua llevad a los niños al grifo y hacedles lavar los ojos. Será un
signo de cómo ver a Jesús Resucitado.
Saludos:
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en
particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Pero
estos de habla española son barulleros. Dispongámonos a vivir bien
este Triduo Santo para que, con la ayuda de la Virgen María,
entremos de lleno en el misterio de Cristo muerto y resucitado por
nosotros y así dejemos que él trasforme nuestra vida. Antes de
terminar quiero desearles a todos los presentes, a sus familias y
comunidades una profunda vivencia del Triduo Pascual, y a todos
una feliz y Santa Pascua. Y también un pedido. Les quiero pedir una
cosa: Que cada uno de ustedes, así como hacen tanto barullo lindo,
tengan el coraje de ir a confesarse en estos días. Hagan una buena
confesión. Gracias.
Mensaje de Pascua y Bendición Urbi et Orbi 2018 del Papa Francisco
1 de abril de 2018
Como cada Domingo de Resurrección, desde el balcón central de la
Basílica de San Pedro, el Papa Francisco ofreció el Mensaje de Pascua
e impartió la Bendición “Urbi et Orbi” (“a la ciudad y al mundo”).
En el Mensaje, hizo un pequeño repaso algunos conflictos actuales
activos en algunas partes del mundo y subrayó que “la muerte, la
soledad y el miedo ya no son la última palabra. Hay una palabra que
va más allá y que solo Dios puede pronunciar: es la palabra de la
Resurrección”.
A continuación, el texto completo:
Queridos hermanos y hermanas, ¡Feliz Pascua!
Jesús ha resucitado de entre los muertos.
Junto con el canto del aleluya, resuena en la Iglesia y en todo el
mundo, este mensaje: Jesús es el Señor, el Padre lo ha resucitado y él
vive para siempre en medio de nosotros.
Jesús mismo había preanunciado su muerte y resurrección con la
imagen del grano de trigo. Decía: «Si el grano de trigo no cae en
tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn
12,24). Y esto es lo que ha sucedido: Jesús, el grano de trigo
sembrado por Dios en los surcos de la tierra, murió víctima del
pecado del mundo, permaneció dos días en el sepulcro; pero en su
muerte estaba presente toda la potencia del amor de Dios, que se
liberó y se manifestó el tercer día, y que hoy celebramos: la Pascua
de Cristo Señor.
Nosotros, cristianos, creemos y sabemos que la resurrección de Cristo
es la verdadera esperanza del mundo, aquella que no defrauda. Es la
fuerza del grano de trigo, del amor que se humilla y se da hasta el
final, y que renueva realmente el mundo. También hoy esta fuerza
produce fruto en los surcos de nuestra historia, marcada por tantas
injusticias y violencias. Trae frutos de esperanza y dignidad donde
hay miseria y exclusión, donde hay hambre y falta trabajo, a los
prófugos y refugiados —tantas veces rechazados por la cultura actual
del descarte—, a las víctimas del narcotráfico, de la trata de personas
y de las distintas formas de esclavitud de nuestro tiempo.
Y, hoy, nosotros pedimos frutos de paz para el mundo entero,
comenzando por la amada y martirizada Siria, cuya población está
extenuada por una guerra que no tiene fin. Que la luz de Cristo
resucitado ilumine en esta Pascua las conciencias de todos los
responsables políticos y militares, para que se ponga fin
inmediatamente al exterminio que se está llevando a cabo, se respete
el derecho humanitario y se proceda a facilitar el acceso a las ayudas
que estos hermanos y hermanas nuestros necesitan urgentemente,
asegurando al mismo tiempo las condiciones adecuadas para el
regreso de los desplazados.
Invocamos frutos de reconciliación para Tierra Santa, que en estos
días también está siendo golpeada por conflictos abiertos que no
respetan a los indefensos, para Yemen y para todo el Oriente
Próximo, para que el diálogo y el respeto mutuo prevalezcan sobre
las divisiones y la violencia. Que nuestros hermanos en Cristo, que
sufren frecuentemente abusos y persecuciones, puedan ser testigos
luminosos del Resucitado y de la victoria del bien sobre el mal.
Suplicamos en este día frutos de esperanza para cuantos anhelan una
vida más digna, sobre todo en aquellas regiones del continente
africano que sufren por el hambre, por conflictos endémicos y el
terrorismo. Que la paz del Resucitado sane las heridas en Sudán del
Sur y en la atormentada República Democrática del Congo: abra los
corazones al diálogo y a la comprensión mutua. No olvidemos a las
víctimas de ese conflicto, especialmente a los niños. Que nunca falte
la solidaridad para las numerosas personas obligadas a abandonar sus
tierras y privadas del mínimo necesario para vivir.
Imploramos frutos de diálogo para la península coreana, para que las
conversaciones en curso promuevan la armonía y la pacificación de la
región. Que los que tienen responsabilidades

directas actúen con sabiduría y discernimiento para promover el bien


del pueblo coreano y construir relaciones de confianza en el seno de
la comunidad internacional.
Pedimos frutos de paz para Ucrania, para que se fortalezcan los pasos
en favor de la concordia y se faciliten las iniciativas humanitarias que
necesita la población.
Suplicamos frutos de consolación para el pueblo venezolano, el cual
—como han escrito sus Pastores— vive en una especie de «tierra
extranjera» en su propio país. Para que, por la fuerza de la
resurrección del Señor Jesús, encuentre la vía justa, pacífica y humana
para salir cuanto antes de la crisis política y humanitaria que lo
oprime, y no falten la acogida y asistencia a cuantos entre sus hijos
están obligados a abandonar su patria
Traiga Cristo Resucitado frutos de vida nueva para los niños que, a
causa de las guerras y el hambre, crecen sin esperanza, carentes de
educación y de asistencia sanitaria; y también para los ancianos
desechados por la cultura egoísta, que descarta a quien no es
«productivo».
Invocamos frutos de sabiduría para los que en todo el mundo tienen
responsabilidades políticas, para que respeten siempre la dignidad
humana, se esfuercen con dedicación al servicio del bien común y
garanticen el desarrollo y la seguridad a los propios ciudadanos.
Queridos hermanos y hermanas:
También a nosotros, como a las mujeres que acudieron al sepulcro,
van dirigidas estas palabras: «¿Por qué buscáis entre los muertos al
que vive? No está aquí. Ha resucitado» (Lc 24,5-6). La muerte, la
soledad y el miedo ya no son la última palabra. Hay una palabra que
va más allá y que solo Dios puede pronunciar: es la palabra de la
Resurrección (cf. Juan Pablo II, Palabras al término del Vía Crucis, 18
abril 2003). Ella, con la fuerza del amor de Dios, «ahuyenta los
pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría
a los tristes, expulsa el odio, trae la concordia, doblega a los
poderosos» (Pregón pascual).
¡Feliz Pascua a todos!
El 1 de abril de 2018
El Papa clama por el fin de la violencia y recuerda a Venezuela,
Tierra Santa y Corea
En el Mensaje de Pascua de este año, el Papa Francisco pidió el cese
del conflicto en Siria, invocó la paz para Tierra Santa y pidió
solucionar la situación de Venezuela.
Desde el balcón central de la Basílica de San Pedro, el Papa Francisco
ofreció el Mensaje de Pascua e impartió la Bendición “Urbi et Orbi”
(“a la ciudad y al mundo”).
En el Mensaje, hizo un pequeño repaso algunos conflictos actuales
activos en algunas partes del mundo y subrayó que “la muerte, la
soledad y el miedo ya no son la última palabra. Hay una palabra que
va más allá y que solo Dios puede pronunciar: es la palabra de la
Resurrección”.
“Jesús, el grano de trigo sembrado por Dios en los surcos de la tierra,
murió víctima del pecado del mundo, permaneció dos días en el
sepulcro; pero en su muerte estaba presente toda la potencia del
amor de Dios, que se liberó y se manifestó el tercer día, y que hoy
celebramos: la Pascua de Cristo Señor”, aseguró al comienzo.
Recordó a continuación que los cristianos “creemos y sabemos que la
resurrección de Cristo es la verdadera esperanza del mundo, aquella
que no defrauda”.
“Es la fuerza del grano de trigo, del amor que se humilla y se da hasta
el final, y que renueva realmente el mundo”.
“También hoy esta fuerza produce fruto en los surcos de nuestra
historia, marcada por tantas injusticias y violencias. Trae frutos de
esperanza y dignidad donde hay miseria y exclusión, donde hay
hambre y falta trabajo, a los prófugos y refugiados —tantas veces
rechazados por la cultura actual del descarte—, a las víctimas del
narcotráfico, de la trata de personas y de las distintas formas de
esclavitud de nuestro tiempo”.
El Papa pidió paz “para el mundo entero”, comenzando por “la
amada y martirizada Siria, cuya población está extenuada por una
guerra que no tiene fin”. “Que la luz de Cristo resucitado ilumine en
esta Pascua las conciencias de todos los responsables políticos y
militares, para que se ponga fin inmediatamente al exterminio que se
está llevando a cabo, se respete el derecho humanitario y se proceda
a facilitar el acceso a las ayudas que estos hermanos y hermanas
nuestros necesitan urgentemente, asegurando al mismo tiempo las
condiciones adecuadas para el regreso de los desplazados”, oró.
Sobre Tierra Santa, “que en estos días también está siendo golpeada
por conflictos abiertos que no respetan a los indefensos”, así como
“para Yemen y para todo el Oriente Próximo”, rezó con el fin de
que “el diálogo y el respeto mutuo prevalezcan sobre las divisiones y
la violencia”.
“Que nuestros hermanos en Cristo, que sufren frecuentemente abusos
y persecuciones, puedan ser testigos luminosos del Resucitado y de la
victoria del bien sobre el mal”, añadió.
Por otro lado, recordó la crisis que se vive en Venezuela y suplicó
“frutos de consolación” para su pueblo, “el cual —como han escrito
sus Pastores— vive en una especie de ‘tierra extranjera’ en su propio
país”.
“Para que, por la fuerza de la resurrección del Señor Jesús, encuentre
la vía justa, pacífica y humana para salir cuanto antes de la crisis
política y humanitaria que lo oprime, y no falten la acogida y
asistencia a cuantos entre sus hijos están obligados a abandonar su
patria”, añadió el Santo Padre.
También mencionó África al recordar a cuantos “anhelan una vida
más digna”, sobre todo a los “que sufren por el hambre, por
conflictos endémicos y el terrorismo”.

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